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Archivo por Diciembre 2014

Este es el texto del discurso que di en la presentación de mi libro hace un mes: 

Buenos días, gracias por acompañarnos hoy.

Quisiera empezar explicando el título del libro. Tuve cierta dificultad de llegar a este. Tenía que encontrar un título que represente a 99 artículos sobre temas tan variados como, por ejemplo: la política fiscal de Ecuador, películas como Toy Story y Dallas Buyers Club, los momentos difíciles que nos hace pasar la aduana —especialmente cada Navidad, la moralidad del socialismo y del capitalismo, la futilidad de la guerra contra las drogas, etc. Quería algo que refleje “el hilo conductor” entre lo que he escrito desde 2006.

Ese hilo conductor por supuesto que ha sido siempre la libertad del individuo. Yo me adhiero a una tradición de pensamiento conocida como el liberalismo clásico. Esta tradición sostiene que cada individuo, sin importar su nivel de ingreso o formación u otra particularidad, tiene el derecho de llevar a cabo su proyecto de vida y asimismo la correspondiente obligación de respetar el mismo derecho de los demás. Si cada individuo es soberano sobre su proyecto de vida, entonces no se justifica una amplia gama de intervenciones del Estado –en ámbitos tanto íntimos como cotidianos— que van más allá de proteger los derechos fundamentales de las personas. Lo que distingue a esta tradición de otras es su coherencia. Los liberales no solo defendemos la libertad para que los individuos realicen intercambios voluntarios en lo económico (por ejemplo, el libre comercio a través de las fronteras), sino también para que tengan la libertad de tomar todo tipo decisiones personales (como la libertad para elegir qué leer o qué sustancias consumir). El verdadero respeto a la dignidad de cada persona implica un Estado limitado.

Pero, ¿por qué este título? Cuando estaba con la fecha límite para enviarle a la editorial un título yo andaba con la idea de la tribu en la cabeza. Es una idea que descubrí hace algunos años en el filósofo Karl Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos. Allí él explica que el atractivo de todo tipo de colectivismo (nacionalismo, comunismo, fascismo, socialismo —y aquí podríamos incluir a los actuales populismos autoritarios de América Latina) es que se parece más a los tiempos de la tribu que las aparentemente caóticas sociedades modernas, donde casi todo lo que consumimos para vivir es producido por gente que no conocemos y donde casi todo lo que producimos será consumido por gente que tampoco conocemos. Nuestros instintos tribales no han evolucionado a la misma velocidad que lo ha hecho el mundo globalizado. Nuestros instintos nos llevan a favorecer de manera casi impulsiva la organización colectiva de la sociedad. Creemos que alguien debe estar a cargo sino, nos dice ese cavernícola interno, ¡nos comerán vivos! Y es un instinto que en la era de los nómadas tenía sentido: sino te mantenías unido al grupo y obedecías lo que el cacique había determinado, te quedabas solo y ¡te comían vivo! Una versión actualizada de este razonamiento es cuando algunos economistas observan la economía ecuatoriana y alzan las manos y dicen, “Hay que promover y proteger la industria nacional, sino ¡habrá desempleo y más pobreza!”

Y estos economistas, así como otros expertos, adolecen también de otro problema, que pareciera ser opuesto pero en realidad va de la mano: aquí es donde nuestro cavernícola interno se topa con nuestro sabelotodo.

Así como tenemos impulsos tribales también tenemos la tendencia de subestimar nuestra ignorancia o, dicho de otra forma, creer que sabemos mucho más de lo que en realidad sabemos. Esta es la fatal arrogancia de la que nos hablaba Hayek y esto es a lo que Adam Smith se refería cuando hablaba del “hombre doctrinario”, quien decía Smith: “se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo…Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana, cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle”.

Pero la modernidad, ese impresionante salto hacia a la prosperidad que dio la humanidad durante los últimos apenas tres siglos, no se debió al instinto ni a la razón, sino más bien a algo que está entre ambos y ese algo es lo que distingue a los seres humanos de los demás animales: somos capaces de imitar y aprender de otros, heredando costumbres y tradiciones que no son el fruto de la razón ni del instinto. Los idiomas con los que nos comunicamos de manera eficiente, el dinero que nos permite facilitar los intercambios, el mercado a través del cual los consumidores y productores comunicamos la escasez o abundancia de algo en determinado momento, todas estas son cosas que nadie en particular diseñó y de las cuáles todos nos beneficiamos sin entender cómo funcionan o al menos sin entenderlo de la forma cómo uno puede comprender algo que fue construido o inventado por alguien.

El instinto precede a esas costumbres y tradiciones y la razón vino después. ¿Por qué nos fuimos alejando de nuestros instintos? Hayek explica que “Las normas y usos aprendidos fueron progresivamente desplazando a nuestras instintivas predisposiciones, no porque los individuos llegaran a constatar racionalmente el carácter favorable de sus decisiones, sino porque fueron capaces de crear un orden de eficacia superior —hasta entonces por nadie imaginado”. El problema es que cuando llegó la razón, y esto le pasa a cualquier adolescente, nos creemos capaces de diseñar un orden superior, incluso perfecto.

Por eso este libro se titula así, porque la libertad y la prosperidad le deben mucho a ese orden complejo de las sociedades modernas al que se oponen nuestros instintos más primitivos, un orden que nadie diseñó, y que por lo tanto no se puede replicar deliberadamente con planes impuestos desde arriba por un grupo de supuestos iluminados.

Al escribir estos artículos me esforcé para que sean claros y, ojalá, para empujar el debate hacia propuestas de políticas públicas que nos acerquen cada vez más a una sociedad de personas libres. El tribalismo  prospera cuando el debate público está plagado de lenguaje poco claro y una serie de mitos. La economía, la filosofía política, el derecho, no son como nos quisieran hacer creer algunos especializados en esas ramas, cosas obscuras e incomprensibles para el resto de los mortales.

Recuerdo lo que decía el economista inglés W.H. Hutt: “si alguna vez debemos de tener un mundo mejor, alguien debe soñar; y debe soñar acerca de una era en la que las masas ya no son engañadas”. El Premio Nobel de Economía Milton Friedman consideraba importante el papel de los intelectuales públicos y sostenía que su función básica era la de: “desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable”.

Mi mayor ambición con este libro es contribuir a este esfuerzo, despertando la duda y la curiosidad en el lector como los mejores profesores, colegas de trabajo y escritores lo hicieron en mi. La duda y la curiosidad, son el principio del fin del reino de nuestro cavernícola y de los “expertos” que, creyéndose en posesión de todo el conocimiento, sienten que tienen derecho de violar los derechos del resto de los individuos.

Escribir una columna semanal —que abarca una amplia variedad de temas— de aproximadamente 540 palabras es un esfuerzo de constante estudio. Mis colegas aquí presentes lo saben. Lo que les quiero contar hoy es cuál es mi equipo detrás de cada “producto final”. Yo diría que un 90% de lo que escribo ha sido revisado, mejorado, y criticado por ellos. Rodrigo Calderón, mi papá, que todas las semanas me propone potenciales temas a tratar en un artículo y quien siempre me envía comentarios de cada noticia, opinión o libro que atraviesa su radar. Ian Vásquez, mi jefe en el Instituto Cato, quien muchas veces ha señalado contradicciones o debilidades en mis argumentos y de quien he aprendido mucha acerca del desarrollo económico. Y Luis Francisco Burgos, mi esposo, una de las personas más difíciles de convencer que conozco, ¡cómo le gusta cuestionar todo y qué curioso que es! Gracias a él también he aprendido a ponerme en los zapatos de personas que no piensan como yo al momento de escribir.

Sin saberlo, empecé a escribir este libro en 2007. Lo hice sin obedecer a una agenda política, pero sí con la intención de promover las ideas liberales en el debate de políticas públicas en Ecuador y América Latina. Yo no tuve la oportunidad de conocer acerca del liberalismo hasta después de graduarme de la universidad y ojalá algunos de mis lectores puedan hacer lo mismo a una edad más temprana. Aquí presento una selección de artículos escritos entre principios de 2007 y 2014, años durante los cuáles empecé a dudar de mis instintos y a comprender lo limitados que son mis conocimientos.

El anuncio del presidente Obama sobre el cambio en la política de su país hacia Cuba es histórico. Dado el estatus osificado de la relación entre ambas naciones —congelada en el tiempo por décadas a pesar de la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría— la nueva actitud de Washington es significativa y bienvenida.

Las medidas anunciadas por Obama —un intercambio de espías que se encontraban prisioneros, un relajamiento de algunas restricciones económicas y para viajar, el inicio de discusiones para restablecer relaciones diplomáticas formales— van lo más lejos posible dentro del margen de acción que tiene el presidente sin requerir autorización del Congreso. Desde que se aprobó la Ley Helms-Burton en 1996, el levantamiento de las sanciones económicas más importantes, particularmente del embargo comercial y la prohibición que tienen la mayoría de los estadounidenses para viajar a la isla, requiere de la aprobación del Congreso. A diferencia de las anteriores medidas ad hoc hacia Cuba, las iniciativas económicas anunciadas por el presidente constituyen un cambio significativo de política, y parecen seguir de cerca las recomendaciones hechas en su momento por el Cuba Study Group en un estudio publicado el año pasado. 

Como parte del acuerdo, Cuba liberó al contratista estadounidense Alan Gross luego de cinco años de encarcelamiento. Gross fue arrestado mientras trabajaba para expandir el acceso al Internet de la comunidad judía de La Habana, un acto que las autoridades cubanas consideraron que “atentaba contra el Estado”.

La decisión del presidente Obama no debería ser controversial. La política de EE.UU. hacia Cuba es un fracaso a todas luces. No ha traído democracia a la isla y más bien le ha brindado una excusa al régimen de La Habana para presentarse como víctima de una agresión estadounidense. Además, ha servido de chivo expiatorio para explicar el deplorable estado de la economía cubana. Más aún, según reportes del mismo gobierno estadounidense, el embargo incluso compromete la seguridad nacional de EE.UU.

En cuanto a las medidas económicas, son importantes por su simbolismo, aunque limitadas en su probable impacto hasta el tanto Cuba mantenga en pie su fracasado sistema económico. El próximo Congreso estadounidense debería continuar lo que el presidente Obama inició, y levantar de una vez por todas el embargo comercial y acabar con la prohibición de viajes a Cuba.

Recientes noticias sobre disturbios o problemas raciales en EE.UU. han reabierto la discusión sobre sus causas y, como siempre, el legado de la esclavitud aparece por detrás.

Comenta el profesor de economía de Stanford University, Thomas Sowell, en su libro The Quest for Cosmic Justice:

“En EE.UU., por ejemplo, muchos de los problemas sociales de la actual subclase negra son casi automáticamente atribuidos al ‘legado de la esclavitud’. La prevalencia de familias sin padres en los guetos negros, por ejemplo, ha sido en general explicada por la ausencia de familias legalmente constituidas bajo la esclavitud. Pero si uno va un poco más allá de la plausibilidad y la culpa para analizar los datos reales, emerge una perspectiva totalmente diferente”.

Esclavitud

“Hace cien años, cuando los negros estaban a tan solo una generación de la esclavitud, la tasa de matrimonios en la población negra de EE.UU. era levemente superior a la de la población blanca. La mayoría de los niños negros crecía en familias con padre y madre, aun durante la esclavitud, y por varias generaciones después. La caída catastrófica de la familia núcleo negra comenzó, como tantas otras catástrofes sociales en EE.UU., durante la década de los años 60. Antes de los 60s, la diferencia entre las tasas de matrimonio entre hombres negros y blancos nunca fe mayor a cinco puntos porcentuales. Sin embargo, hoy la diferencia es más de 20 puntos, y se amplía, aun cuando la familia núcleo también ha comenzado a declinar entre los estadounidenses blancos. Cualquiera que sea la explicación de estos cambios, están mucho más cerca del hoy que de la era de la esclavitud, aunque esto sea frustrante para aquellos que quieren ver los problemas sociales como melodramas morales”.

“La trágica y monumental injusticia de la esclavitud ha sido utilizada a menudo como una explicación causal de otros fenómenos sociales, aplicados tanto a negros como blancos en el sur de EE.UU., donde se concentrara la esclavitud, sin ninguna verificación de los hechos o comparación con otras explicaciones más mundanas. El hecho de que hay hoy un gran número de estadounidenses negros que no forman parte de la fuerza laboral ha sido también relacionado causalmente con la esclavitud. Pero, de nuevo, si vamos cien años atrás, vemos que la participación de los negros era relativamente superior que los blancos, y continuó así hasta más allá de la mitad del siglo XX. Si queremos saber por qué esto ya no es así, tenemos que mirar nuevamente a eventos y sucesos más cercanos a nuestros tiempos”.

“Todos podemos comprender, en principio, que incluso un gran mal histórico no explica automáticamente todos los males subsiguientes. Pero, usualmente procedemos en la práctica como si no comprendiéramos esto. El cáncer puede, por cierto, ser fatal, pero no explica todas las víctimas, ni siquiera la mayoría”.

Por cierto, aquí va una foto del profesor Sowell:

Thomas Sowell

Publicado originalmente en El Foro y el Bazar el 5 de diciembre de 2014.

Justicia a la venezolana

Publicado por Juan Carlos Hidalgo

Esta semana un juez venezolano acusó a la líder opositora María Corina Machado de conspirar para matar al presidente Nicolás Maduro. Si se le declara culpable, podría pasar hasta 16 años en prisión. ¿Puede ella esperar un juicio justo de parte del Poder Judicial de Venezuela?

En lo absoluto, según las conclusiones de una investigación dirigida por tres abogados venezolanos y publicada en un libro nuevo, El TSJ al servicio de la revolución< &em>. Según este documento, desde el 2005 el sistema judicial de Venezuela ha emitido 45.474 sentencias, pero ni una sola vez ha fallado en contra del Estado.

El destino de Machado, por lo tanto, depende totalmente de los caprichos de Maduro y su séquito. El precedente de Leopoldo López, otro líder de la oposición que está encarcelado desde febrero tras haber sido acusado de provocar incendios y conspirar, no indica un resultado favorable para Machado.

Comparto con ustedes el discurso que di el 13 de noviembre en la cena anual de la Asociación Nacional de Fomento Económico (ANFE) donde me honraron con el Premio ANFE a la Libertad 2014:

Buenas noches.

Agradezco profundamente a la Asociación Nacional de Fomento Económico por el honor que me brindan al otorgarme este Premio ANFE a la Libertad. Lo recibo con mucha humildad y consciente de que mi trayectoria a favor de las ideas liberales palidece en comparación con la gente que me precede recibiendo este galardón; individuos de la talla de Rodolfo Piza Escalante, Alberto di Mare, Jorge Corrales, Cecilia Valverde, entre otros.

Quiero iniciar agradeciéndole también a la persona que me introdujo a estas ideas: Otto Guevara. Fue hace 16 años cuando, en mi primer año de universidad, le toqué la puerta para pedirle que me explicara eso del libertarismo. No fue una venta fácil, pero mi escepticismo inicial fue dando paso a un convencimiento cada vez más profundo, que luego desembocaría en convicción. Y fue precisamente un noviembre hace 16 años que Otto me abrió las puertas de su despacho para permitirme trabajar como su asistente ad honorem. Si no hubiera sido por esa oportunidad, hoy no estaría aquí con ustedes.

En estos 16 años en que he estado involucrado en la promoción de las ideas liberales, son muchos los amigos y las experiencias que he cultivado, tanto aquí en Costa Rica como en todas las Américas. Para mí es un gran honor compartir esta causa con ustedes, y quiero agradecerles a quienes con sus críticas y consejos han contribuido a enriquecer mis planteamientos. Tomo las palabras de Carlos Alberto Montaner sobre los liberales para resumir mi sentir: “No hemos alcanzado la victoria, y tal vez no la alcancemos nunca, pero ha valido la pena estar en la batalla. Ha sido hermoso estar en las trincheras”. Y, agrego, ha sido hermoso no solo por la satisfacción que brinda esta causa, sino también por la compañía.

¡Y vaya batalla en la que estamos! Los liberales costarricenses nos encontramos ante una coyuntura delicada en este 2014. Por un lado tenemos ante nosotros una administración en Zapote que abiertamente suspira por regresar el país a los años setenta, a un Estado que, en palabras del presidente Luis Guillermo Solís, llegue a ser “tan grande como sea necesario para manejar de forma eficaz la economía”. Sin embargo, ante nosotros también tenemos un modelo que, si bien abrió la economía costarricense en las últimas tres décadas, es profundamente mercantilista en su naturaleza.

La apertura económica que ha experimentado Costa Rica a partir de mediados de los ochenta nos ha dado un ritmo de crecimiento económico que se encuentra entre los más altos de América Latina. No obstante, las cifras oficiales indican que el país ha fracasado consistentemente en reducir la tasa de pobreza por debajo de la barrera del 20 por ciento. Según los últimos cálculos del INEC, la pobreza incluso aumentó en el último año y ahora afecta a más de un millón de costarricenses. Esto debe servir de prueba inequívoca del déficit social del modelo.

Una mirada detallada a las medidas de liberalización que se han implementado en los últimos 30 años revela el fuerte sesgo mercantilista de estas. Gobiernos sucesivos adoptaron regímenes monetarios, comerciales, fiscales y regulatorios que beneficiaron a sectores específicos a expensas de la población en general, especialmente de los más pobres.

Veamos la política regulatoria y tributaria, por ejemplo. Mientras los gobiernos han ofrecido todo tipo de facilidades a grandes empresas que se radican en zonas francas, el empresariado nacional debe soportar un implacable viacrucis impositivo y regulatorio. Según el último índice Haciendo Negocios del Banco Mundial, el empresario promedio costarricense paga una carga impositiva total sobre sus ganancias del 58 por ciento, más alta que el promedio de los países desarrollados, o incluso que el promedio latinoamericano.

A esto se le suma un andamiaje regulatorio lleno de permisos, licencias, patentes y demás trabas, que hace que emprender en Costa Rica deje de ser el sueño más grande y se convierta en la peor pesadilla, como recientemente lo describiera en Revista Dominical una joven que decidió ponerse una panadería. Por muchos años, el objetivo de los gobiernos, especialmente los dos últimos, parece haber sido que todos fuéramos empleados públicos o de zona franca.

Este estrangulamiento regulatorio es la principal razón por la que un tercio de la población económicamente activa de Costa Rica se encuentra en el sector informal. Las clases pudientes pueden costear los abogados y contadores que les permiten navegar por las aguas de la burocracia estatal. Pero a los pobres no les queda otra que tirarse a las calles a ganarse el sustento a como dé lugar. Como indica Mario Vargas Llosa en el prólogo de El otro sendero, en nuestros países la legalidad es “un privilegio al que sólo se accede mediante el poder económico y político”. Hoy, en Costa Rica, un tercio de la población se encuentra atrapado en ese apartheid económico y legal llamado informalidad.

El sesgo mercantilista también lo podemos ver en la política monetaria del país. Por años el énfasis del Banco Central ha sido apuntalar al sector externo de la economía mediante un tipo de cambio “competitivo”. Esta intervención, sin embargo, causó altos niveles de inflación que castigaron desproporcionadamente a los pobres. Así lo confesó el año pasado nada menos que el entonces presidente del Banco Central, Rodrigo Bolaños, quien en una reveladora entrevista en La Nación denunció cómo la política monetaria de los últimos 30 años ha constituido un enorme subsidio para exportadores y el sector financiero a expensas de los que menos tienen.

Pero no hay un área de política pública donde el carácter mercantilista de nuestro modelo sea más repugnante que en el comercial. Aquí, nos hemos dedicado a negociar acuerdos comerciales por doquier, incluso con Liechtenstein, lo cual no está mal si no fuera porque la estrategia detrás de estos tratados siempre ha sido la apertura de mercados extranjeros, al tiempo que tratamos de mantener el nuestro lo más cerrado posible. Y, cuando nuestros negociadores comerciales piadosamente deciden dejar de protegernos de productos extranjeros baratos, optan por desgravar aquellos que más comúnmente se encuentran en los estantes de AutoMercado o Sareto que en los anaqueles de Palí o de las pulperías del país.

De tal forma, tras la negociación con la Unión Europea hace unos años, el comunicado de prensa del Ministerio de Comercio Exterior se preciaba de cómo los consumidores nacionales ahora podían tener acceso, sin pagar impuestos de importación, “a vinos, aceitunas y perfumes”. Pero los productos que más peso tienen en la canasta básica, como el arroz, la leche, los frijoles y el pollo, son los primeros en ser excluidos de toda negociación o en contar con plazos de desgravación de hasta 20 años. Todo esto con el fin de beneficiar a grandes oligopolios como Conarroz, Dos Pinos y Pipasa. Como consecuencia de esta política comercial mercantilista, una madre soltera en La Carpio puede comprar un Ribera del Duero libre de aranceles, pero no una caja de leche.

La línea de pensamiento predominante dentro del establishment político, empresarial e intelectual cree que el país ha logrado grandes avances en las últimas tres décadas con este modelo mercantilista y que simplemente debemos mantener el rumbo haciendo algunas correcciones aquí y allá. Son personas que ven el libre mercado como un extremo equiparable al socialismo. Es un sector que está satisfecho con el “nadadito de perro” de los últimos 30 años y que se conforma con que Costa Rica sea campeona de segunda división. Para ellos, el flagelo de la pobreza no se enfrenta permitiendo que los pobres puedan ganarse el sustento de manera propia, sino dándoles ayudas y subsidios. Esa ha sido la tónica asistencialista de los últimos gobiernos. El año pasado el Estado gastó casi ¢500.000 millones (US$ 932,4 millones) en 44 programas antipobreza administrados por 24 instituciones públicas. Y aún así, las estadísticas indican que cada vez tenemos más pobres en Costa Rica.

Si bien es cierto que nuestro país es hoy más próspero que hace 30 años, los liberales no podemos ver con orgullo a este modelo económico. Más bien, debemos condenarlo y señalarlo como uno de los principales responsables de la persistente pobreza en la que vive una quinta parte de los costarricenses. No hacerlo nos enfrenta a otro gran reto: un segmento importante de la población identifica estas políticas con el liberalismo, y cree, por ende, que la solución radica en regresar a ese Nirvana estatista de los años setenta que nos vende nuestro presidente.

Este sector del electorado, que representó una pluralidad del voto en la primera ronda de las pasadas elecciones, piensa que la liberalización económica es la responsable del estancamiento de la pobreza y del aumento de la desigualdad. Muchos de ellos incluso asocian la apertura con corrupción. Por lo general, sienten que el país perdió el rumbo cuando abandonamos el Estado Paternalista de los años sesenta y setenta. No es casualidad, entonces, que a estas personas se les erizara la piel cuando vieron el lacrimoso video de "Nuestro nombre es Costa Rica", con sus constantes referencias a aquel idílico antaño. Paradójicamente, muchos son jóvenes que no se acuerdan, o ni siquiera habían nacido en esa época. Esta es gente que, como nosotros los liberales, detesta la corrupción y el clientelismo, pero cree que estos se solucionan simplemente con ética, mística y acción ciudadana.

A esta disyuntiva nos enfrentamos los liberales hoy en día. A un modelo económico mercantilista de un lado y a los cantos de sirena del estatismo por el otro. Es aquí donde nos corresponde presentar nuestro caso a favor de una Costa Rica liberal. ¿Cómo podemos hacerlo?

Primero, debemos erradicar la noción de que el cambio vendrá mediante la aparición de un político con las ideas correctas. No olvidemos las palabras de Friedrich Hayek a Anthony Fisher: “Ningún político tiene éxito en cambiar la política pública hasta que la gente esté convencida de una mejor alternativa. Se precisa cambiar la opinión pública de una manera fundamental”. Si allá en 1975 Margaret Thatcher tiró sobre la mesa una copia de Los fundamentos de la libertad de Hayek en una reunión del Partido Conservador diciendo “Esto es en lo que creemos”, fue gracias al trabajo intelectual que por muchos años venía realizando el Institute of Economic Affairs.

Desde diferentes ámbitos, llámese la academia, el periodismo, el análisis de políticas públicas, la literatura, la cultura, las organizaciones estudiantiles, y demás frentes, los liberales debemos continuar fomentando el entendimiento de las ideas liberales en Costa Rica. Organizaciones como ANFE, la Asociación de Consumidores Libres, Estudiantes por la Libertad y el mismo Cato Institute, debemos redoblar esfuerzos en ese sentido.

Segundo, debemos tener paciencia. El cambio de opinión pública al que aspiramos no ocurrirá de la noche a la mañana, o siquiera de una elección a la otra. Lamentablemente, los liberales partimos en desventaja. El sistema educativo estatal inculca desde temprano la noción del Estado Social que promueve la solidaridad y vela por los que menos tienen, mientras que el mercado y la empresa privada son, en el mejor de los casos, vistos con escepticismo, y en el peor, vilipendiados como mecanismos de explotación. Las universidades estatales, en muchos casos, son un hervidero de pensamiento socialista y nacionalista. Esto hace que nuestra labor sea aún más formidable.

Arthur Seldon, codirector del Institute of Economic Affairs, señalaba que cuando él y Ralph Harris unieron fuerzas en 1958, se prepararon para una campaña que tomaría 30 o incluso 40 años. Según su plan, IEA sería la artillería de larga distancia que lenta pero decididamente desgastaría al frente enemigo. En las dos décadas siguientes, Seldon y Harris vieron cómo la otrora gran potencia británica, cuna de John Locke, Adam Smith y David Hume, descendía en el caos económico y social debido a las políticas socialistas implementadas por gobiernos laboristas y conservadores. Sin embargo, 20 años de bombardeo intelectual dieron fruto en 1979 con la elección de Margaret Thatcher bajo una plataforma económica destinada a recortar el tamaño del Estado y fomentar la iniciativa privada. De igual forma, en Costa Rica debemos prepararnos para una campaña de ideas que tomará muchos años en rendir frutos.

Tercero, hay que hacerles ver a los costarricenses que las ideas tienen consecuencias. De poco vale elegir líderes que sean honestos, inteligentes y bienintencionados, si sus programas de gobierno llaman a rescatar un Estado elefantiásico que nos empobrece a todos. Para eso, debemos echar mano infatigablemente de la riqueza intelectual del liberalismo clásico, y sus enormes aportes en el campo de la economía, la filosofía, el derecho, la historia y la psicología.

No obstante, para eso tenemos que hacer de la construcción de una sociedad libre no solo una aventura intelectual, sino también un acto de valor, para usar las palabras de Hayek. No lograremos capturar la atención de la opinión pública con discursos de medias tintas. Estamos condenados a la irrelevancia si nuestras propuestas consisten simplemente en reducir un arancel del 15 al 5 por ciento, o en decir que el IVA no debería gravar la educación y la salud privadas. Hayek lo puso de la mejor manera al decir que los liberales necesitamos “un programa que no parezca ni una mera defensa de las cosas como son, ni una especie diluida de socialismo, sino un verdadero radicalismo liberal que no perdone a las susceptibilidades del establishment… y que no se limite a lo que parece hoy en día como políticamente posible”. Los compromisos dejémoslos a los políticos. Nuestro papel es hacer políticamente posible aquello que hoy parece imposible.

Aquí, los liberales debemos enfatizar la moralidad del sistema económico que promovemos. Como señala Tom Palmer, “no hay otro sistema que haga de la libertad y responsabilidad de los seres humanos, de su capacidad de solidaridad espontánea, de la honestidad y el respeto mutuo, de la pasión por el trabajo bien hecho y de la colaboración pacífica entre personas, su eje valórico”. Solo somos los liberales los que consideramos a cada ser humano como un fin en sí mismo, dueño absoluto de su vida, anhelos y sueños. Y es la creencia en ese derecho individual a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, la que guía nuestro trabajo.

Pero también los liberales nos beneficiamos de esa “muy feliz coincidencia” a la que se refería Karl Popper: nuestras ideas no solo son justas y morales, sino que también funcionan. El capitalismo de mercado es el mejor programa antipobreza jamás concebido. Como muestra el índice de Libertad Económica en el Mundo que publica anualmente el Fraser Institute, los países con las economías más libres del planeta son también los más prósperos, cuentan con los mejores indicadores sociales y ambientales, tienen mejores calificaciones en cuanto a respeto a las libertades políticas y derechos civiles y, por lo general, son democracias sólidas con menores niveles de corrupción. Esta es la evidencia empírica irrefutable.

Sin embargo, esta agenda liberal para Costa Rica no debe, bajo ninguna circunstancia, limitarse a la promoción de la libertad económica. A los liberales no nos gusta un Estado que se meta en nuestras billeteras ni en nuestras habitaciones. Tenemos, por ende, que liderar los esfuerzos por hacer de Costa Rica un país que esté a la vanguardia de la tolerancia y la igualdad ante la ley. Por lo tanto, los liberales debemos encabezar el movimiento pro derechos civiles de nuestro tiempo: lograr el reconocimiento de la igualdad de derechos de las parejas del mismo sexo. También tenemos que promover la eliminación de nuestra Constitución del Estado confesional, acabar con la fallida guerra contra las drogas, garantizar el respeto a la privacidad y a la autonomía individual en decisiones como la fecundación in vitro y el derecho a tener una muerte digna. Debemos también luchar por un país que sea abierto a los inmigrantes que tanto han contribuido a nuestra cultura y progreso. Y, tenemos que estar siempre atentos a repeler los constantes embates contra el derecho individual a portar armas para defensa propia.

Finalmente, parafraseando a Frédéric Bastiat, aun cuando amemos la libertad intuitivamente, siempre debemos defenderla racionalmente. Y esto involucra no caer en absolutismos randianos o de ningún otro tipo. Bastiat decía que lo peor que le puede pasar a una buena causa no es ser hábilmente atacada, sino ineptamente defendida. Por eso, los liberales debemos mantener siempre la promoción de nuestras ideas apegados a la honestidad intelectual, recurriendo a los datos y cifras que apuntalan nuestros argumentos, y a la humildad de reconocer que, a diferencia de las otras ideologías, nosotros no vendemos utopías.

El domingo pasado celebramos el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. En su momento algunos pensaron que con el fin del comunismo en Europa Oriental se acababa la historia; que la batalla de las ideas había sido ganada. Hoy, un cuarto de siglo más tarde, sabemos que no fue así. El populismo y el nacionalismo continúan azotando en diferentes latitudes. Y, a pesar del fracaso evidente del socialismo, mucha gente en nuestro país aún encuentra atractiva esa ideología.

Esto demuestra que todavía quedan muchos muros erguidos contra la libertad. Sin embargo, los liberales sabemos cómo derribarlos: con ideas y convicción. No me queda duda que así podemos convencer a los costarricenses, que aún tienen una visión romántica del Estado, de esta agenda liberal y de esta forma aspirar a ese país abierto, moderno, cosmopolita y tolerante con el que soñamos.

Muchas gracias.

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