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Archivo por Enero 2016

La semana pasada fui a ver “La Gran Apuesta” (“The Big Short”, Adam McKay, 2015), película sobre la crisis financiera del 2008 basada en el libro del mismo nombre de Michael Lewis (que, por cierto, recomiendo para entender lo que pasó con mucha más profundidad; además de Boomerang, para entender las crisis fiscales que siguieron a la financiera). La película es muy buena. Buen guión, buenos actores (Christian Bale y Steve Carell destacan en particular) e ingeniosas formas de explicar en fácil lo difícil. Es un mérito, obviamente, explicar que es un bono respaldado por hipotecas, una “deuda garantizada” y luego una “deuda garantizada sintética” sin que nos aburramos. Altamente recomendable.

Pero esto no se trata de cine, sino de regulación y políticas públicas. Lo que quería preguntarme en este post es si la narrativa de la película refleja cuáles fueron las verdaderas razones de la crisis financiera. Esto resulta sumamente importante porque muchas veces los grandes problemas se sobre simplifican y una determinada narrativa es la que predomina (con “malos” y “buenos”). Esto influye en la gente y, luego, en los políticos. Si la narrativa que predomina no es la correcta, o es incompleta, corremos el riesgo de adoptar políticas públicas poco sensatas o ineficaces.

La metáfora de la “jenga” es genial

La película, creo, explica bien una parte del problema: un grupo de inversionistas y bancos; entre avaros, negligentes y hasta delincuentes, creó productos poco transparentes y muy riesgosos para hacer mucho dinero. Estos productos (bonos respaldados por conjuntos de hipotecas) eran poco transparentes, ya sea por que eran demasiado complicados o simplemente porque tenían información falsa; y eran cotizados a un valor mucho mayor que su valor real. Con este producto se “levantaba” más plata del mercado para seguir financiando préstamos a quienes en realidad no tenían dinero para pagarlos. Gente que tenía ingresos moderados (la stripper en la película, la niñera de Eisman como se narra en el libro) se compraban no sólo una, sino dos o tres casas. Esto, que normalmente sería un problema, era solapado por el hecho de que el valor de las casas “siempre subía”, por lo que los bancos sentían que tenían garantías suficientes y eran “flexibles” para refinanciar los créditos. La farra duró tanto tiempo porque todos asumían que los valores de las casas seguirían subiendo.

Todo esto, que la película narra de manera genial, es cierto e indudablemente es una de las más importantes causas de la crisis financiera.

El tema es que esta parte de la historia, por sí sola, nos puede llevar a concluir que la solución es más regulación: que se prohiban cierto tipo de productos o inversiones, que más operaciones deban ser supervisadas, que se creen nuevos organismos reguladores o se expandan los poderes de los ya existentes.

Este enfoque del problema, sin embargo, está dejando de lado las fallas institucionales que contribuyeron a la crisis: el Estado dejó de hacer muchas cosas que sí podía hacer e hizo otras cosas que activamente contribuyeron a la crisis.

Como escribí en este post:

No puede negarse, es cierto, que algunos agentes del mercado incurrieron en conductas fraudulentas (principalmente, esconder los “créditos tóxicos” en sus estados financieros y las valoraciones demasiado “optimistas” de muchas agencias calificadoras de riesgo). Otros, simplemente, arriesgaron demasiado —y ello explica por qué a otros, que fueron más cautos, no les fue tan mal con la crisis e incluso a algunos otros les fue muy bien. Pero el comportamiento “oportunista” y “codicioso” de algunos agentes del mercado no puede ser la única ni la principal explicación de la crisis, si se toma en cuenta que en realidad el afán de lucro de cualquier proveedor de bienes o servicios es una constante en los mercados. No sólo es una constante, sino que puede afirmarse incluso que tal afán de lucro es el motor mismo del funcionamiento de los mercados. Es el que nos impulsa a innovar, a ahorrar costos, a ser más eficiente, a ofrecer mejores y más diversos productos y servicios.

Quien afirma que la codicia de algunos banqueros fue la causa de la crisis debería demostrar que hubo alguna especie de “epidemia de codicia” en los años 2006 y 2007 o que antes de dicho periodo los agentes en el mercado no “especulaban” (es decir, no “compraban barato para vender caro”, que finalmente es como funciona siempre el mercado) con valores. Como es obvio, demostrar ambas cosas sería imposible, por lo que el argumento de la avaricia debe ser dejado de lado como un factor determinante para el origen de la crisis financiera. No pretendemos con esto argumentar que mucha gente no actuó de manera irresponsable o hasta irracional. Lo que pretendemos afirmar es que siempre algunas personas actúan en el mercado equivocadamente, irresponsablemente e incluso irracionalmente. Pero ello no explica por sí solo una crisis de las proporciones de la crisis inmobiliaria. Como señala Richard Epstein, la avaricia es una constante en la naturaleza humana. Las crisis financieras, por otro lado no son una constante en la vida política ni económica. Es preciso, por lo tanto, entender por qué el comportamiento económico egoísta puede producir progreso en algunos casos y debacles en otros.

Es necesario preguntarnos, en ese sentido, cuáles fueron las condiciones que crearon los incentivos perversos que permitieron el comportamiento oportunista o irresponsable de banqueros e inversionistas. Nuevamente, citando el post anterior:

Las verdaderas razones de la crisis financiera (originada en primer lugar en el mercado de hipotecas sub-prime y diseminada luego por todo el sistema crediticio) pueden atribuirse, principalmente, al propio Gobierno Federal de los Estados Unidos de América. En efecto, dado que el “sueño americano” dicta que todo ciudadano estadounidense debe ser propietario de un “techo propio”, diversas políticas de vivienda implementadas por el Congreso de los Estados Unidos de América y la Federal Housing Administration incentivaron, e incluso en cierta medida obligaron, a que las entidades financieras bajen artificialmente el costo de los créditos hipotecarios. Ello, como es natural, causó que la demanda de estos créditos se incremente considerablemente, dando inicio a lo que se conoce como la “burbuja inmobiliaria”.

En paralelo, aproximadamente a partir del año 2001, luego de la crisis “punto-com”, el Banco Federal de Reserva (FED) de los Estados Unidos de América comenzó a reducir considerablemente la tasa de interés referencial de los fondos federales disponibles para préstamos inter-bancarios de corto plazo, con la idea de combatir la recesión causada por la referida crisis. Incluso economistas como el Premio Nobel de Economía Paul Krugman defendieron la necesidad de crear una “burbuja inmobiliaria” con dicha finalidad: “Para combatir esta recesión el FED necesita más que un empujón; necesita incrementar el gasto familiar para compensar el decrecimiento de inversión de los negocios. Y para hacer eso (…) Alan Greenspan debe crear una burbuja inmobiliaria a fin de reemplazar la burbuja NASDAQ”.

Así, la referida tasa bajó de 6,25% a inicios de 2001 a 1,75% a fines del mismo año. Posteriormente fue reducida aun más en 2002 y 2003, llegando a un mínimo récord de 1% a mediados de 2003. Esta medida causó que las tasas de interés cobradas por los bancos a los consumidores finales se redujeran notablemente. En otras palabras, causó que el dinero estuviera “barato”. Este dinero barato se orientó en gran medida al mercado inmobiliario. Esto generó incentivos para endeudarse para comprar casas. Como todo el mundo compraba casas, el valor de éstas se iría siempre para arriba. Y se endeudó quien no se tenía que endeudar. Compró (e hipotecó) casas quien no podía pagarlas. Luego estos créditos hipotecarios, incluidos los tóxicos, fueron empaquetados y maquillados. Y lo que no debía ser rentable era rentable, porque el dinero estaba barato… y bueno, el resto es historia conocida.

En adición a los incentivos perversos generados por el FED puede sumarse también la ausencia de fiscalización por parte de agencias como la SEC de los pobres estándares contables que los bancos de inversión utilizaban para esconder los activos “tóxicos” en su poder. Este problema, atribuible tanto a las empresas como a una falencia institucional, es explicado por Hernando de Soto en este buen artículo publicado en Bloomberg: “The Destruction of Economic Facts” (“La destrucción de los hechos económicos”).

Esta otra parte de la historia es la que “La Gran Apuesta” no nos cuenta. Pero bueno, por eso es que no basamos nuestra visión de las políticas públicas en películas ni documentales, ¿no?

La policía de la corrección política ahora tiene como blanco de su ira a los Oscares. Spike Lee --quien lidera junto a Jada Pinket Smith el llamado a boicotear la ceremonia de los famosos galardones que se realizará el 28 de febrero-- considera que algo anda muy mal en Hollywood dado que de entre 40 actores nominados en dos años no hay ni uno solo que sea negro.

Un veretano de Hollywood con 40 años de carrera, Ben Stein, reacciona así:

"Aquí está la mejor broma que he escuchado en Hollywood: que la Motion Picture Academy es racista --racista en el sentido anti-negros-- porque ninguno de los nominados para mejor actor o actriz este año son negros.

{...}

La búsqueda sin fin de todos en Hollywood es ser tan pro-negros, tan Políticamente Correctos cuando se trata de negros, como sea humanamente posible.

¿Por qué los nominados no reflejan a EE.UU.? ¿Qué significa eso? El punto es reconocer el talento, no la demografía. No hubo hispánicos o asiáticos nominados tampoco. La demanda de que la mera población sea reconocida en lugar del talento sería más apropiada para ubicar restaurantes de comida rápida que para reconocer el talento en la actuación".

El comentario de Stein me recordó las recurrentes bromas de Larry David en su excelente serie Curb Your Enthusiasm acerca del fetiche en Hollywood con "ser tan Políticamente Correctos cuando se trata de negros, como sea humanamente posible". Como también dice Stein, "La Academia ha reconocido a los actores negros no una sino muchas veces. Deberían hacerlo. Mi experiencia es que los hombres y mujeres negros son por lo menos igual de buenos para actuar que los actores blancos".

Así es. Recuerdo los Oscares de años recientes y se me vienen a la mente los Oscares de de Denzel Washington, Halle Berry, Monique Angela Hicks, Jennifer Hudson, Forest Whitaker. Una muestra adicional de que la Academia no parece ser racista es que el conductor de los galardones este año es Chris Rock y sería una mala manera de promover la diversidad perjudicando el rating de un conductor que, independientemente de su raza, podría ser muy entretenido. Lo paradójico es que a quienes dicen no ser racistas parece importarles más la raza que la sustancia.

Al final del día, esto se trata de talento no de raza. Meter la raza en la decisión de quién se lleva la famosa estatua sería ser, precisamente, racista. Si le interesa este tema, no deje de leer también sobre cómo Jerry Seinfeld provocó la ira de la policía de la corrección política el año pasado.

Se me ocurrió en estas épocas de fin/comienzo de año hacer una de los 10 mejores artículos que leí en el año, en el rubro, claro está, de lo que solemos discutir por aquí: políticas públicas. Para ser claros, la lista podría llamarse “los artículos que más me gustaron” y no “los mejores”. Pero hay que poner un título que los haga cliquear, pues. La lista no tiene ningún orden de mérito.

Aparte de listar los artículos, incluyo un breve comentario con las principales ideas o lo que más me gustó de cada uno.

ADVERTENCIA: esta lista no es “plural”. La gran mayoría de artículos son de economistas liberales o libertarios. No esperen encontrar un balance con textos más “progresistas”.

Sin más, los artículos:

1. Alex Tabarrok: A Phool and his money (Un tonto y su dinero). Reseña del libro Phishing for Phools: The Economics of Manipulation and Deception de George A. Akerlof y Robert Shiller

Tabarrok, economista de George Mason University, critica duramente el libro de los premio Nobel de Economía Akerlof y Shiller no sólo por su falta de ideas novedosas --después de todo, muchos economistas han aceptado antes que las personas toman “malas decisiones” y que compran cosas que no necesitan--; sino porque parecen llegar a la conclusión de que todos somos “tontos” (aunque no se atreven a decirlo explícitamente, por eso usan el término “phool” y no “fool”, tonto en inglés) y que el engaño al consumidor es un elemento central de la economía capitalista.

Peor aún, Akerlof y Shiller no sopesan los costos y beneficios de las regulaciones que defienden para evitar estos “engaños” en el mercado.

2. Donald Boudreaux: Knowing Models vs. Knowing Economics. Economists need to be chefs, not recipe-followers (Conocer modelos vs. Conocer Economía. Los economistas deben ser chefs, no sólo seguir recetas)

Una “chiquita” a los economistas que se limitan a aplicar la misma receta (los mismos modelos) sin pensar críticamente: “consistentemente omiten preguntar la más importante de todas las preguntas que un economista debe preguntar: ‘¿en comparación con qué?’. Se olvidan de que los costos y beneficios monetarios son sólo una parte (y a veces una pequeña parte) de todos los costos y beneficios. Asumen, equivocadamente, que los costos y beneficios monetarios son todos los costos y beneficios relevantes”.

3. Del mismo Donald Boudreaux: On the Principles of Economic Principles (Sobre los principios de los principios económicos)

Boudreaux corrige aquí un comentario (que no llega a ser “sabiduría convencional”, pero he escuchado más de una vez) según el cual “no hay nada más peligroso que alguien que acaba de tomar su primera clase de economía”; implicando que los economistas que defienden posiciones de libre mercado ignoran “fallas de mercado” y otras “complejidades” que no son discutidas en las lecciones básicas de economía. Típica oposición a un argumento a favor de mercados más libres: “la vida real no es un modelo”.

Obviamente, eso es cierto. Y es cierto que muchas veces los economistas se olvidan (o los liberales nos olvidamos) de las fallas de mercado, de los problemas institucionales y otros. Pero no se sigue de ello que un conocimiento básico de la economía sea peligroso. Como en toda disciplina, es necesario conocer más y aproximarse más a la realidad para lidiar con problemas complejos. Como bien aclara Boudreaux, el peligro radica más bien la falta de conocimiento de principios económicos, como los casos del salario mínimo o en contra del libre comercio demuestran.

4. Ricardo Hausmann: The Import of Exports (Exportar importa)

En este artículo el economista venezolano y profesor de Harvard explica por qué las exportaciones son importantes para los países.

Para llegar a ese punto, antes, explica de manera genial, qué es una economía de mercado y por qué es importante la empatía para los proveedores:

“Una economía de mercado debería ser entendida como un sistema en el cual se supone que nos ganamos el pan de cada día haciendo cosas para otra gente. Cuánto ganamos depende en cómo otros valoran lo que hacemos por ellos. La economía de mercado nos fuerza a estar preocupados por las necesidades de otros, dado que son sus necesidades lo que constituye la fuente de nuestro sustento. En cierto sentido, una economía de mercado es sólo un sistema de intercambio de regalos; el dinero sólo permite registrar el valor de los regalos que nos damos uno al otro”.

Buenísimo.

Luego, entrando al punto de las exportaciones, da la mejor explicación de por qué son buenas para un país que yo recuerde en un buen tiempo:

“A diferencia de las actividades no exportables, los productos exportables de un país deben ser bastante buenos para convencer a los consumidores foráneos --que tienen muchas otras opciones-- para que compren sus productos. Eso significa que las exportaciones deben tener una muy buena relación costo-calidad.

Una forma de mejorar esta relación es el incrementar la calidad y la productividad (…) [y] dado que están sujetas a una mayor competencia, las actividades de exportación suelen tener cambios tecnológicos y mejoras de productividad más rápidas que en otras partes de la economía. Están constantemente bajo la amenaza de la innovación y de nuevos competidores que pueden irrumpir en sus mercados. Consideren, por ejemplo, el efecto del iPhone en la otrora dominante Nokia, o el efecto de la revolución del gas esquisto en la OPEC”.

A partir de esta observación Hausmann concluye que los países necesitan prestar “especial atención” a las industrias que producen bienes exportables. ¿En qué consiste esa especial atención? Hay que tener cuidado en promover la industria nacional sin llegar al mercantilismo ni el proteccionismo, que al final sólo perjudica a los consumidores. La idea es remover barreras, más que todo.

5. Deirdre N. McCloskey: How Piketty Misses the Point (Piketty ignora lo más importante)

Siempre es un placer leer a Deirdre McCloskey, no sólo por la gran contundencia de sus ideas, sino porque escribe genialmente (y a menudo se apoya en la historia y la literatura). Esta crítica a “El Capital en el Siglo XXI” de Piketty no es la excepción. De arranque, deja claro que Piketty no entiende cómo funcionan los mercados:

“Los defectos técnicos en el argumento de Piketty son omnipresentes. Si uno escarba, encuentra. El problema fundamental es que Piketty no entiende cómo funcionan los mercados. Consecuentemente con su posición de hombre de izquierda, tiene una idea vaga y confusa sobre cómo la oferta responde a precios más altos. Sorprendente evidencia de la mala educación de Piketty se aprecia ya en la página 6.

Comienza pareciendo a conceder a sus oponentes neoclásicos: ‘Sin duda, existe, en principio, un mecanismo económico muy simple que se debe restablecer el equilibrio en el proceso: el mecanismo de la oferta y la demanda. Si la oferta de cualquier bien es insuficiente, y su precio es demasiado alto, entonces la demanda de ese bien debe disminuir, lo que llevaría a una disminución en su precio’. Las palabras que incluyo en cursivas claramente confunden movimiento a lo largo de una curva de demanda con el movimiento de toda la curva de demanda, un error de estudiante universitario de primer ciclo. El análisis correcto es que si el precio es ‘demasiado alto’ no es toda la curva de demanda la que ‘restaura el equilibrio’, sino un movimiento hacia fuera de la curva de oferta. La curva de oferta se desplaza hacia fuera porque la entrada de nuevos competidores es inducida por el la presencia de utilidades superiores a las normales.

Piketty no reconoce que cada ola de inventores, empresarios, e incluso los inversionistas ordinarios hacen utilidades debido a que ingresan a nuevos mercados”.

Otro (gran) problema de Piketty es que su definición de capital no incluye el “capital humano”. Eso hace que sus cálculos en torno a la distribución del capital ignoren un gran pedazo de la torta:

“La definición de riqueza de Piketty no incluye el capital humano, que es precisamente un activo de los trabajadores. Este activo ha crecido en los países ricos al punto de ser la principal fuente de ingresos, combinado con la inmensa acumulación desde 1800 del capital en el conocimiento y hábitos sociales, otro tipo de activo al que todo el mundo accede. Hace mucho tiempo, el mundo de Piketty sin capital humano era todo el mundo; aquél de [David] Ricardo y Marx, aquél en el cual los trabajadores poseen sólo sus manos y la espalda; y los patrones y terratenientes poseen todos los demás medios de producción. Pero desde 1848 el mundo ha sido transformado por aquello que se encuentra entre las orejas de los trabajadores [sus mentes, preciso ya que en el inglés original puede ser más clara la expresión de McCloskey].

La única razón para que el libro excluya el capital humano de su definición de capital parece ser forzar la conclusión a la que Piketty quiere arribar. Uno de los títulos del capítulo 7 declara que ‘el capital está siempre distribuido de manera más desigual que la mano de obra’. No, no lo está. Si se incluye el capital humano —la alfabetización de los trabajadores de la fábrica ordinaria, las calificaciones de una enfermera, el dominio por parte del administrador profesional de sistemas complejos, la comprensión de los economistas de las respuestas de la oferta— los propios trabajadores, hecho el cálculo correctamente, poseen la mayor parte del capital de un país; y el drama de Piketty sencillamente se desmorona”.

Al final, lo más importante:

“El problema central con el libro, sin embargo, es una cuestión ética. Piketty no reflexiona sobre por qué la desigualdad es mala en sí misma.

(…)

Notemos que en la historia de Piketty el resto de nosotros queda sólo apenas por detrás de los ‘voraces capitalistas’. El enfoque en la riqueza, ingresos y/o consumo relativos es un grave problema en el libro. La realidad que Piketty pinta como un apocalipsis deja más bien espacio para que el resto de nosotros tenga un bienestar relativamente alto —todo lo contrario a un apocalipsis—, bienestar que hemos gozado desde 1800. Lo preocupante para Piketty es que los ricos puedan volverse más ricos, a pesar de que los pobres se harán más ricos también. Su preocupación radica puramente en la diferencia de ingresos; en un vago sentimiento de envidia elevado a una propuesta teórica y ética.

Nuestra verdadera preocupación debería ser el elevar a los pobres a una condición de dignidad; a un nivel mínimo que permita el funcionamiento de una sociedad democrática y llevar una vida plena. Éticamente, no importa si los pobres tienen la misma cantidad de pulseras de diamantes y automóviles Porsche que los propietarios de fondos de inversión. Pero sí importa, en efecto, si tienen las mismas oportunidades de votar, aprender a leer o tener un techo sobre sus cabezas”.

6. Carlos Rodríguez Braun: Ojo con Stiglitz

Cada nuevo libro del Nobel de Economía Joseph Stiglitz es celebrado por la izquierda, que percibe sus posiciones como una apuesta por el socialismo. En esta crítica de El malestar en la globalización el economista argentino Carlos Rodríguez Braun explica por qué la gente de izquierda no debería “descorchar el champán” tan rápido.

Lo cierto es que pese a criticar la globalización y lo que el considera una “excesiva” fe en el mercado, Stiglitz:

“Está a favor del mercado y la competencia, ‘que hace funcionar a las economías’. Más que criticar la liberalización y la privatización, deplora sus ritmos y secuencias excesivamente rápidos. Censura el papel de las administraciones públicas en cuanto a la provisión de incentivos perversos: ‘Lo que vuelve a la especulación rentable es el dinero de los gobiernos, apoyados por el FMI’.

Joseph Stiglitz, el héroe de la antiglobalización, jaleado por el pensamiento único antiliberal, proclama que aunque son azarosos los mercados ‘sin grilletes’, no hay que caer en la peligrosa tentación de irse al ‘otro extremo”. O sea que, como indicamos al comienzo, todo esto para terminar en la (bostezo) Tercera Vía”.

Además, mucho de lo que Stiglitz critica del libre mercado no tiene sustento:

“La ignorancia de Stiglitz de todo lo que no sea economía neoclásica lo lleva a afirmar en el Capítulo 3 que los liberales no prestan atención a ‘las instituciones civiles y las estructuras legales que hacen funcionar a las economías de mercado’. Es al revés, como bien comprenderá cualquiera que recuerde, por citar sólo a otros Premios Nobel, a Coase, Fogel, North y Buchanan. Es increíble que sostenga que la mano invisible de Adam Smith equivale al mercado perfecto. Dice: ‘El sistema de mercado requiere competencia e información perfecta’. Falso, no las requiere, salvo en el estilizado neoclasicismo, y los liberales no dijeron que las requiere. Con esta engañifa el intervencionismo cae por su propio peso: como el mercado no es perfecto, entonces el Estado debe actuar. Esto no se sostiene y Stiglitz, que es perspicaz, huye por la tangente: ‘sigue vivo el debate sobre cuál es el equilibrio apropiado entre el Estado y el mercado’, un understatement característico del intervencionismo, que nunca termina de aclarar cuánto Estado es menester y qué consecuencias ello puede acarrear”.

Ouch! Stiglitz, como bien apunta Rodríguez Braun, cae en las típicas críticas cliché contra la economía de mercado.

7. Jonathan Haidt y Greg Lukianoff: The Coddling of the American Mind (Las mentes mimadas de los Estados Unidos)

Largo pero vale la pena cada segundo leyéndolo. Haidt y Lukianoff (psicólogo y abogado, respectivamente) analizan extensamente el fenómeno de la “dictadura de lo políticamente correcto” que acecha a las universidades en los Estados Unidos, y cómo esto no sólo representa una amenaza para la libertad de expresión, sino también atenta directamente contra los objetivos de las universidades: formar, informar, educar.

Luego de casi dos años en Estados Unidos no dejaba de asombrarme el tipo de escándalos que se presentaban en los Estados Unidos. Términos como “microagresión” o “apropiación cultural” están, creo, destruyendo la comedia, fiestas como Halloween y, ahora, parece que también la educación. Si no me creen, lean los ejemplos del artículo, pero les adelanto uno: los profesores deben incluir una alerta para los alumnos en su sílabo, del tipo: “El Gran Gatsby contiene misoginia y abuso físico”.

Lo peor es que esta sobreprotección, como explican los autores, no ayuda a los mismos alumnos que supuestamente protege (minorías raciales, personas con pasado de violencia); no los prepara para la vida, no los ayuda a superar las experiencias que les causaron un trauma. Todo lo contrario, los hace más vulnerables.

8. Richard Bennett: Inside Obama’s net fix (Una mirada a cómo Obama quiere arreglar internet)

El 2015 me pasé casi toda la segunda mitad del año investigando sobre la denominada “neutralidad de red” y uno de los mejores textos que leí fue éste del experto en telecomunicaciones Richard Bennett.

El artículo es muy bueno no sólo porque rompe con algunos mitos (el internet nunca fue neutral, no totalmente al menos; cómo las operadoras nunca bloquearon Netflix) sino porque está escrito desde un enfoque multidisciplinario. El artículo toma en cuenta los aspectos económicos, legales y de ingeniería del problema, además de evidenciar un profundo conocimiento del tema y del mercado en cuestión.

Bennett concluye que las reglas de neutralidad de red tendrá efectos negativos para el mercado de internet y los consumidores: “Irónicamente, las primeras víctimas de ‘las más contundentes normas posibles’ de la Casa Blanca, importados de los anales de la regulación del teléfono, serán las llamadas telefónicas por Internet realizadas vía aplicaciones como Skype o Vonage”.

Ese tipo de aplicaciones usa una tecnología que requiere otro tipo de tráfico que el correo electrónico o el streaming, y se verá más bien afectado por el tratamiento “igualitario” que las normas de neutralidad de red prevén.

9. Nina Sanandaji: Scandinavian Unexceptionalism #8: The third-way model – a collosal failure (Escandinavia no es excepcional #8: el colosal fracaso de “la tercera vía”)

Este artículo es parte de una serie de artículos del economista Nina Sanandaji, en el cual explica como en realidad los países escandinavos, frecuentemente publicitados como modelos “exitosos” de socialismo, no son en realidad tal cosa. Si bien es cierto que se trata, en general, de países con altos impuestos y un fuerte gasto público, los agentes económicos suelen gozar de una fuerte protección a la propiedad y una amplia libertad empresarial.

Explica Sanandaji que:

“… el socialismo es algo diferente a la actual política económica en los países nórdicos --basada en una combinación entre mercados libres y altos impuestos y un Estado de bienestar bastante amplio. El socialismo se trata de dar al gobierno el control sobre la economía en su conjunto. Es bueno saber que Suecia, en efecto, experimentó con el socialismo. Sin embargo, resultó un fracaso tan colosal que hoy pocos, incluso desde la izquierda, lo ven como algo positivo”.

El socialismo, por supuesto, no fue la causa del enorme desarrollo del que goza un país como Suecia. De hecho, antes de que se ensayaran estas políticas en los años 60’ del siglo pasado, Suecia y otros países nórdicos, gozaron de una larga etapa de liberalismo económico.

Recomiendo leer toda la serie y si pueden el libro que el autor ha escrito al respecto. No hay pierde.

10. Steven Horwitz. Behavioral Econ and Imperfection: A Bad Case for Government Control (La economía conductual y la imperfección: un mal argumento para el control estatal)

Excelente artículo en el que Horwitz explica por qué la economía conductual resulta una pobre justificación para la intervención estatal en la economía (entiéndase, la intervención vía regulación, estableciendo las condiciones de comercialización de determinados bienes y servicios).

El autor hace un paralelo interesante entre las “fallas del agente” que analiza la economía conductual y las “fallas de mercado” a las que hace referencia el análisis económico tradicional. Ambas pueden ignorar la capacidad del accionar colectivo para corregir esas fallas (a través del proceso de mercado). Quizá sea mejor dejar de hablar de “fallas” (con ese término parece que la cosa sea irremediable) y comenzar a hablar de “imperfección” (los resultados no son ideales, pero la mayoría de veces son lo suficientemente buenos.

A partir de esa precisión, Horwitz propone ver estas “fallas”, más que como una justificación para la intervención estatal, como una oportunidad para:

  • hacer un análisis comparativo y preguntarnos si los mercados “fallidos” son, con todo, mejores que la intervención estatal (que también tiene sus propias fallas); y,
  • Ver las “fallas de mercado” como una oportunidad para que los empresarios propongan nuevas formas de reducir externalidades y ahorrar costos (¿alguien dijo “sharing economy”?).

Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Mario Zúñiga el 18 de enero de 2016.

El mercado no es un juego de suma cero

Publicado por Javier Paz

Un juego de suma cero es aquel donde la ganancia de unos es proporcional a la pérdida de otros. El fútbol, el ajedrez y el banco inmobiliario son juegos de suma cero donde para que uno gane, necesariamente otro tiene que perder. La guerra es otro juego de suma cero donde solo puede existir un victorioso si hay un derrotado, aunque más propiamente debemos considerar la guerra como un juego de suma negativa ya que ambos pierden.

No sucede lo mismo con el mercado donde por definición ocurren solo transacciones voluntarias. Un intercambio voluntario solo puede llevarse a cabo si ambas partes salen beneficiadas del mismo. Si alguna de las partes considerara que su bienestar empeoraría si hiciera un intercambio voluntario, simplemente no lo haría. Las personas vamos al mercado a aumentar nuestro bienestar mediante el intercambio. Si Juan le compra un kilo de tomates a Pedro por 1 dólar, significa que para Juan esos tomates tienen un beneficio superior a 1 dólar y para Pedro tienen un beneficio menor a 1 dólar. Ambos se benefician del intercambio. Si para Juan, ese dólar fuera más valioso que el kilo de tomates, pues no lo compraría; si para Pedro el kilo de tomates fuera más valioso que el dólar, pues no lo vendería. La transacción solo puede ocurrir si ambos están de acuerdo y ese acuerdo mutuo y voluntario solo puede ocurrir si ambos se benefician. Lo mismo sucede con otro tipo de mercados como son los laborales donde una persona solo estará dispuesta a trabajar si considera que el sueldo que recibe es mejor que la alternativa de no trabajar o buscar otro trabajo y un empleador estará dispuesto a contratar a alguien solo si considera que el sueldo que paga es inferior al beneficio que recibe del trabajo que contrata. La relación laboral no es un juego de suma cero, es de suma positiva donde ambas partes se benefician.

Existen argumentos debatibles para justificar la intervención del Estado como es el caso de las externalidades. Por ejemplo una empresa que contamina un río genera una externalidad negativa. También es debatible la intervención del Estado para bienes públicos o semipúblicos como la defensa nacional o las carreteras. Digo “debatible” porque economistas como los premio Nobel Ronald Coase y James Buchanan dirían que el mercado puede solucionar estos problemas si existen derechos de propiedad bien establecidos y que al evaluar la intervención del Estado, también hay que considerar los costos y las externalidades que el mismo Estado genera.

Santa Cruz de la Sierra, 28 de diciembre de 2015

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Juramentación de la primera directiva, 1976. El bloguero en segundo plano, con anteojos.

Lo que temíamos hace 40 años ya tiene comprobación histórica. En 1976 se tomó la decisión de estatizar la industria petrolera venezolana. En el intenso debate que precedió esa decisión expresamos nuestro temor porque esa decisión condujera al fracaso de esta industria. Quienes trabajábamos en la industria petrolera venezolana en ese momento pensamos que su politización en manos del estado sería inevitable. Sin embargo, en el momento de la decisión todos los gerentes de la industria permanecimos en ella porque, si bien no podíamos vetar la decisión, al menos podríamos hacer nuestro mejor esfuerzo para que la industria en manos del Estado se conservase eficiente.

Y por algunos años así fue. Gracias al concurso de los gerentes y del personal técnico de la industria. Gracias a los contratos de asistencia tecnológica y de comercialización con las ex-concesionarias, gracias al aporte de individuos excepcionales como Rafael Alfonzo Ravard y gracias también –-es justo decirlo-– al respeto hacia la gerencia por parte del sector político de la época, la industria petrolera en manos del estado se mantuvo en excelente forma por una década. Durante esa década se hicieron logros significativos en la racionalización operacional de la industria y en el cambio de patrón de refinación, se aumentaron las reservas probadas (y no por decreto) y se estabilizó la producción.

Hoy en día la industria petrolera venezolana está destruida. Material y moralmente destruida. Su destrucción ha sido presidida por un pequeño grupo de personas sin escrúpulos, motivados algunos por rencor, otros por el deseo de poder, los más por la obsesión de enriquecerse rápidamente. Son centenares los destructores pero los principales responsables son: Hugo Chávez Frías, Nicolás Maduro Moros, Rafael Ramírez Carreño, Jorge Giordani, Nelson Merentes y Ali Rodríguez Araque, asistidos por eminencias grises como Bernard Mommer. Este grupo pasará a la historia de la ignominia venezolana, del deshonor nacional.

Sin embargo, no perdamos la perspectiva. Es cierto que la etapa del chavismo en la presidencia, estos últimos 16 años, representó el golpe mortal, el “coup de grace” para la industria petrolera venezolana. Pero no es menos cierto que la industria petrolera en manos del estado ya andaba por el camino del deterioro y de la politización desde los inicios de la década de 1980, proceso que se acentuó durante la década de 1990. Comenzó de manera insidiosa, con la modificación de los estatutos de PDVSA para cambiar la naturaleza, competencias y duración de su Junta Directiva. Continuó con la designación de directores identificables por su afinidad con el partido de gobierno. Se manifestó abiertamente con la designación de un político como nuevo Presidente de la empresa, al salir Rafael Alfonzo Ravard. Llegó a ser irreversible con la pérdida de la auto-suficiencia financiera de la empresa. Esto ocurrió el 28 de septiembre de 1982, durante la presidencia de Luis Herrera Campins. Durante esos años el sector político llegó a pensar que cualquiera podía manejar a PDVSA, que los gerentes ganaban mucho dinero, y que ni siquiera eran de confiar, pues representaban los intereses de las ex-concesionarias. AD y COPEI, por boca de importantes líderes como Gonzalo Barrios o Hugo Pérez La Salvia se permitieron criticar duramente a los gerentes por dispendiosos y poco patriotas. El sector político intervino a PDVSA pero no para mejorarla sino para desmejorarla. Durante la década de 1990 PDVSA ya tenía exceso de personal. Estaba todavía en mejor situación que otras empresas estatales pero comenzaba a desmejorar en relación con las empresas internacionales con las cuales tenía que competir libremente en el mercado.

La dirección de la empresa en esos años lo comprendió así. Un estudio de la empresa McKinsey lo reveló con crudeza. Ello llevó a la decisión de modificar el modelo de empresas integradas y convertir a PDVSA en un grupo de “unidades de negocio” por especialidad: Exploración y Producción, Refinación, etc. En la práctica, sin embargo, ello llevó a PDVSA a convertirse en empresa única, mutando hacia un modelo que había sido un fracaso en México, en Argentina, en Bolivia, en Perú, en Indonesia. Ni siquiera tenía la posibilidad de tener acciones en la bolsa, como era el caso de Statoil o de Petrobras. Esa decisión representó una condena de muerte lenta, condena que fue transformada por Chávez en un fusilamiento televisado y por su posterior conversión en una empresa importadora de pollo y sembradora de yuca.

No hay satisfacción alguna en nuestro corazón al decir: lo advertimos en su momento. En 1974, 400 gerentes profesionales fuimos a Miraflores y le dijimos a CAP de frente: Ningún político deberá manejar a PDVSA. Esta recomendación duró en vigencia lo que duró CAP en el poder. Peor aún. La politización de la presidencia de PDVSA produjo eventualmente la politización de algunos de los gerentes profesionales, quienes advirtieron que las reglas del juego habían cambiado y que ahora ellos deberían ser melosos con el poder político para acceder al poder petrolero. Se repitió en el ámbito petrolero la misma historia de los militares que deseaban ser promovidos y se acercaban a Cecilia o a Blanca para “ganar puntos”.

Ahora tenemos una PDVSA irrecuperable. Esta empresa está más allá de la redención, está podrida hasta el tuétano. Habrá que reemplazarla por un modelo diferente de gestión. Esta decisión no será fácil porque, a pesar del fracaso de PDVSA, los mitos y dogmas de la estatización, del control absoluto del petróleo por parte del estado, permanecen vivos y coleando, aún en las mentes de los líderes políticos de las nuevas generaciones. Así lo decía Capriles en su campaña electoral: “Solo cambiaré una persona en PDVSA, el presidente”.

El petróleo, dijo un geólogo estadounidense, se encuentra en la mente de los hombres. Y así como el petróleo se encuentra en la mente de los hombres, su manejo eficiente también se encuentra en la mente de los hombres. Una industria petrolera en manos del estado para importar pollo y cultivar yuca es el equivalente petrolero del rancho en la cabeza de los venezolanos ignorantes. Es una variedad de la ignorancia que nos mantiene atrasados y hundidos en la desesperanza.

¿Podremos liberarnos algún día de estos mitos, de estas primitivas creencias, de este patrioterismo estéril, de esta retórica vacía sobre soberanía mal entendida? Lo que llamamos orgullo nacional, al tratar de manejar solos lo que no podemos manejar solos, es solo una manifestación de complejos de inferioridad. No tenemos necesidad de una línea aérea como CONVIASA, tan nacional como niche. No tenemos necesidad de una PDVSA que sea una vergüenza nacional. De lo que tenemos necesidad es de saber para qué servimos y para qué necesitamos a otros, saber quiénes somos y quiénes no somos, saber que la auto-suficiencia es un espejismo dañino para cualquier país.

En suma, necesitamos crecer.

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