En estos momentos no parece que puedan ser peores las noticias más destacadas respecto de los zafarranchos que crean los aparatos estatales en distintas partes del mundo. Es cierto que siempre hay lugar para algo peor, pero el hecho cierto es que el Leviatán, paso a paso, está carcomiendo los recovecos de libertad que aún quedan en pie.
Esto que se escribe fácil “al correr de la pluma” tiene un rostro horrendo y unas garras y fauces mortales. Tarde o temprano, comienzan los cortes de luz, la falta de medicamentos, el deterioro en las viviendas, la baja calidad de alimentos y similares, en el contexto de malos humores, gritos y manifestaciones iracundas. Pero lo peor, lo realmente aterrador, es la asfixia, la degradación y el aplastamiento de la condición humana debido al atropello inmisericorde a la libertad que pone en serio peligro el futuro de nuestros hijos y nietos.
Salvo honrosos excepciones, en América Latina, Europa y EE.UU. los valores y principios de la sociedad abierta ceden ante la avalancha de heridas que con particular saña le infringen los detractores de los derechos individuales (para no decir nada de lo que viene ocurriendo en la mayor parte de los países africanos y asiáticos).
El asunto es como enfrentar mejor estos problemas. Para ponerlo en una cápsula, sugiero una triada que puede cambiar el horizonte para bien. Hay tres vías que simultáneamente adoptadas permiten no solo abrigar esperanzas en la reversión de esos problemas, sino que arrojan paz interior e infunden una gran calma al sistema nervioso.
En primer lugar, proceder siempre y en toda ocasión a contribuir al enderezamiento de la situación con la mayor honestidad intelectual, apuntando a lo que es lo mejor sin dejarse amedrentar por lo que otros dicen, ni ajustar las propias convicciones a la corriente central para quedar bien con la opinión mayoritaria.
En este sentido, conjeturo que el mal de nuestro tiempo no se debe tanto a los que comulgan con tradiciones de pensamiento contrarias a la sociedad abierta, sino debido a los indiferentes y distraídos y, sobre todo, a los deshonestos intelectuales, a los timoratos que no resisten la presión de manifestaciones que operan en otra dirección a la propia y que están siempre dispuestos a la componenda. No ya desde la arena política donde la búsqueda de consensos se torna imprescindible, sino por parte de los que no ocupan cargos públicos y que abdican de sus valores por el aludido temor al que dirán y por ambiciones políticas subalternas.
En segundo término, en lugar de quejarnos porque otros no entienden ni comparten la filosofía liberal, resulta más fértil preguntarse porque somos tan ineptos para trasmitir el mensaje. Al trasladar el foco de atención hacia uno mismo estamos obligados a pulir el mensaje y, consecuentemente, hacer mejor nuestros deberes. Y como tendemos a ser más benévolos con nosotros mismos que con el prójimo, este enfoque conduce a que se aquieten nuestros ánimos.
Y, por último, tomar con la debida seriedad la sabia sentencia de T. S. Eliot : “For us there is the trying, the rest is not our business”. Esto realza la soberbia superlativa que significa intentar la corrección del mundo. Nuestra misión es mucho más modesta, se circunscribe a las personas a las que tenemos acceso, sea a través de nuestras conversaciones cotidianas, sea en la cátedra o en la publicación de libros y artículos.
Para poder mirarnos al espejo con tranquilidad de conciencia en el corto camino por el que transcurrimos en este mundo —sin tomarnos demasiado en serio y con la capacidad de reírnos de nosotros mismos— debemos apuntar a que las cosas hayan resultado un poquíto mejor debido a nuestra infinitesimal contribución. Nada más y nada menos, lo cual inyecta serenidad, alegría y, especialmente, calma los nervios.
Publicado originalmente en El Diario de América el 27 de mayo de 2010.