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Archivo por Diciembre 2011

Sobre deudas, quiebras y estafas

Publicado por Javier Paz

Quiebras como las de Lehman Brothers o estafas como la de Bernie Madoff y Enron demuestran que el sistema de libre mercado no es perfecto. Pero se requiere una miopía monumental para suponer que empoderando al Estado se corrigen sus imperfecciones. Sin lugar a dudas que la quiebra de una empresa es traumática, principalmente para quienes obtienen algún beneficio de ella, ya sea como empleados, accionistas, clientes o proveedores. Pero mucho más traumático es cuando quiebra un Estado. Las consecuencias de la quiebra de Lehman Brothers, con todo lo traumáticas que fueron, no se comparan con las consecuencias de las insolvencias de los gobiernos de Grecia, España o Italia.

Bernie Madoff perpetró el mayor fraude financiero en la historia de EE.UU. ocasionando pérdidas de entre $10.000 y $20.000 millones. Los Kirchner confiscaron $30.000 millones de las pensiones de todos los argentinos y el corralito argentino del 2001 no puede no ser calificado como una estafa estatal. La inflación es uno de los impuestos más regresivos que existen, castigando más a los más pobres. El gobierno de Hugo Chávez, a contracorriente de su retórica, tiene la inflación más alta de las Américas, efectivamente estafando todos los días a sus ciudadanos a través de la política monetaria. Las experiencias de endeudamiento e hiperinflación de América Latina durante la década de los ochenta son una interesante lección sobre las incontinencias del Estado. Bernie Madoff, con toda su malicia no causó tanto daño como la hiperinflación boliviana ocasionada por filántropos y bien intencionados burócratas. Madoff hoy cumple una condena en prisión por sus delitos; ni Cristina Fernández, ni Hugo Chávez ni los bienintencionados burócratas bolivianos de los años ochenta lo acompañan, a pesar de que sus estafas son mayores.

EE.UU. es uno de los países más pujantes e históricamente más responsables en cuanto a la administración de sus finanzas públicas, sin embargo su deuda pública ronda los $15 billones (15 seguido de 12 ceros), alrededor de 100% del PIB. Es decir que EE.UU. viene manejando sus finanzas públicas tan irresponsablemente como cualquier país africano. Y no tenemos que olvidar que la burbuja inmobiliaria que desencadenó la crisis fue auspiciada en gran parte por su gobierno a través de su política monetaria (culpa de la Reserva Federal) y sus agencias hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac.

Y ni hablar de la mayor estafa de todas, la de gobiernos como el de China, la Unión Soviética y Cuba que, a nombre del bienestar social, hicieron (Cuba y China todavía lo hacen en distinto grado) de sus territorios cárceles gigantes, privando a sus pueblos de libertad para expresarse, para desarrollar iniciativas privadas, para trasladarse libremente, para aprovechar los avances tecnológicos, para generar riqueza al margen del Estado, para buscar la felicidad por cuenta propia.

Sin lugar a dudas que el libre mercado no está libre de potenciales abusos y estafas (problemas que un buen sistema judicial puede atenuar), pero la historia nos demuestra que estos son ínfimos comparados a los abusos y estafas cometidos por los Estados. Y es casi una constante que a mayor poder del Estado, mayores los abusos y estafas cometidos por sus burócratas.

Los números del nuevo censo de Costa Rica ofrecen datos interesantes e inquietantes. El crecimiento de la población en ese país se ha desacelerado significativamente, por lo que dicha nación cuenta ahora con menos habitantes de lo proyectado: 4.301.712 personas en el 2011. Según el censo, la tasa de fertilidad es de apenas 1,8 hijos por cada mujer, por debajo de la tasa de reemplazo, que es 2,1. De continuar esta tendencia, la población de Costa Rica empezará a envejecer y decrecer en las próximas décadas, lo cual representa todo un desafío para la economía del país. El gobierno debe responder con una política concertada de atracción de inmigrantes.

Pongamos la situación en perspectiva. De acuerdo al nuevo censo, el ingreso per cápita de Costa Rica en términos reales para el 2011 es de aproximadamente $8.792 (ajustado al poder adquisitivo sería más alto). Somos un país de ingreso medio, pero con una tasa de fertilidad de país rico. En términos comparativos, tenemos un ingreso per cápita similar al de Kazakhstán pero con una tasa de fertilidad como la de Suecia. Resulta natural que la tasa de fertilidad de un país disminuya conforme la población se hace más próspera. El problema es que en Costa Rica parece que vamos más adelantados de la cuenta. Usualmente los países durante su historia cuentan con un "bono demográfico", que es un boom en la tasa de nacimientos que luego se traduce en un aumento significativo en la fuerza laboral. Más gente trabajando implica un estímulo para la economía y el desarrollo económico de un país. Si se aprovecha bien, este bono demográfico representa la clave para dar el salto al desarrollo. Si se desperdicia, el bono luego se convierte en un pasivo demográfico conforme el boom pasa y la gente nacida en este empieza a envejecer y a pensionarse.

No he visto las cifras históricas de la población de Costa Rica, pero parece que el bono demográfico ya nos pasó y que ahora que la tasa de fertilidad cayó a 1,8, la población empezará a envejecer, lo cual pondrá más presión sobre el sistema de salud y pensiones de la CCSS (Caja Costarricense del Seguro Social). Más personas de tercera edad significa más requisitos de atención médica. Más pensionados por cada trabajador activo significa que tarde o temprano el sistema de pensiones colapsará (sin tomar en cuenta que al parecer ya está quebrado).

La mejor manera de revertir esta tendencia es incentivando la inmigración. Costa Rica es una nación de inmigrantes. Sin tomar en cuenta los inmigrantes que llegaron al país durante el período de conquista y colonia, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX a nuestras costas llegaron miles de chinos, italianos, alemanes, jamaiquinos, polacos y personas de otras nacionalidades que no solo han enriquecido nuestra cultura sino que también jugaron un papel crítico en el desarrollo económico del país. En las últimas décadas del siglo XX fueron nicaraguenses, colombianos y otros latinoamericanos los que llegaron a establecerse al país.

La inmigración ha hecho de Costa Rica un país más rico en todo el sentido de la palabra. Sin embargo suele levantar sospechas y sentimientos de xenofobia en amplios sectores de la población. Una de las políticas más absurdas de las que tengo memoria fue la imposición de visas sobre los colombianos durante la administración Rodríguez Echeverría (1998-2002). La inmigración colombiana que llegó al país a finales de los noventa e inicios de la década pasada era extremadamente positiva, ya que consistía principalmente de pequeños y medianos empresarios que hoy podemos ver en muchos lugares de San José y Heredia (basta darse una vuelta por los alrededores de la Universidad de Costa Rica y la Universidad Nacional de Heredia, por ejemplo). En lugar de cerrarles las puertas, el gobierno más bien debió haber incentivado a que más familias colombianas emigraran al país. Hoy la emigración colombiana ha mermado, pero Costa Rica bien podría aprovecharse, por ejemplo, de los miles de venezolanos que buscan escapar del régimen autocrático de Hugo Chávez. En México también hay mucha gente que busca huir de la violencia que atormenta a ese país.

Costa Rica debe asumir una política de puertas abiertas con todo aquel inmigrante pacífico que quiera venir a trabajar y a establecerse a nuestro país. Esto no significa eliminar por completo todo control migratorio, sino que implica no cerrar las puertas como lo hemos hecho en el pasado. Los datos del nuevo censo nos confirman que con admitir más inmigrantes no les estamos haciendo un favor a ellos, sino a nosotros mismos.

El “querido líder” de Corea del Norte, Kim Jong-il, ha muerto. No hay prospectos de negociar o implementar un nuevo acuerdo nuclear con Pyongyang en el futuro cercano. La tal llamada República Popular Democrática de Corea (RPDC) probablemente estará sumida en una pugna de poder (en inglés), la cual se podría volver violenta. La mejor política de Washington sería la de mantenerse al margen y observar lo que ocurre.

Luego de su infarto hace tres años, Kim ungió a su hijo más joven (en inglés), Kim Jong-un, como su sucesor (en inglés). Sin embargo, el joven Kim ha tenido poco tiempo para establecerse como el nuevo líder. La anterior transferencia familiar de poder a Kim Jong-il demoró aproximadamente dos décadas. Hay varios potenciales aspirantes a la autoridad suprema en Corea del Norte y las fuerzas armadas podrían ser las que determinen el resultado. 

Algunos observadores esperan que se dé una “Primavera coreana”, pero la población mayormente rural de la RPDC es un ambiente poco probable para el cambio. Las elites urbanas podrían querer una reforma, pero no una revolución. Si hay un Mikhail Gorbachev norcoreano merodeando tras bambalinas, tendrá que moverse lentamente para sobrevivir.

Durante estos momentos de incertidumbre es poco probable que algún funcionario tenga la voluntad o la capacidad de lograr un acuerdo que ceda las armas nucleares de Corea del Norte (en inglés). El liderazgo estará enfocado hacia adentro y es probable que nadie desafíe a las fuerzas armadas, las que se podrían dividir políticamente.

Tampoco es probable que China desempeñe una función útil. Pekín observa el estatus quo como algo favorable. Antes que nada, China probablemente enfatizará la necesidad de estabilidad, y aun cuando podría intentar influenciar el proceso de sucesión, lo haría discretamente. Pero China no quiere lo que EE.UU. quiere, ya que prefiere la supervivencia de la RPDC, solo con más responsabilidad y un liderazgo flexible. 

Washington poco puede hacer durante este proceso. EE.UU. debe mantener su voluntad de dialogar con Corea del Norte. Los funcionarios estadounidenses también deberían hablar con Pekín acerca del futuro de la península (en inglés), explorando las preocupaciones de China y buscando áreas en las que se podría llegar a un compromiso. Por ejemplo, Washington debería prometer que no habrá bases o tropas estadounidenses en una Corea reunificada, lo cual podría calmar los miedos de Pekín acerca del impacto del colapso de Corea del Norte.

Lo más importante es que la administración Obama no debe apurarse a “fortalecer” la alianza con Corea del Sur como reacción a la incertidumbre en el Norte. La República de Corea es muy capaz de defenderse así misma (en inglés). Debería tomar las medidas necesarias para disuadir cualquier aventura de Corea del Norte y desarrollar sus propias estrategias para lidiar con Pyongyang. EE.UU. debería estar retirándose de un costoso compromiso de seguridad que ya no obedece a los intereses estadounidenses.

Kim Jong-il impuso un sufrimiento inconcebible sobre el pueblo norcoreano. No obstante, lo que sigue podría ser todavía peor si una pugna de poderes se convierte en un conflicto armado. Más allá de alentar a Pekín a que utilice su influencia para llevar a la dinastía Kim a su misericordioso fin, EE.UU. puede —y debe— hacer poco más que observar el desarrollo de los sucesos en Corea del Norte.

Las noticias de Corea del Norte dominan la prensa esta mañana, pero me siento obligado a ofrecer unas cuantas reflexiones finales acerca de Irak antes de que las imágenes de los últimos soldados saliendo de ese país pasen a ser algo muy distante en el pasado.

Como el principal autor de la monografía Saliendo de Irak (Exiting Iraq, en inglés), así como también de dos estudios (en inglés) importantes y más artículos de los que podría contar, uno pensaría que yo estaría lleno de alegría porque esta larga guerra finalmente se acabó.

No lo estoy. Mi principal remordimiento es que aquella minoría que se hizo escuchar (en inglés) y trabajó para evitar la guerra fracasó y que aquellos de nosotros que presionamos para que se acabe rápido solo triunfamos con el hecho de que llegó a su fin. Se terminó, pero el fin no llegó rápido.

Los partidarios de esta guerra trataron de presentar a los opositores de la guerra como hostiles a los militares estadounidenses, pero sus esfuerzos han fracasado. Gran parte de los estadounidenses ahora se oponen a la guerra y aún así la gran mayoría de los estadounidenses respaldan a los soldados. Comprenden que la culpa de esta guerra recae sobre los que la promovieron, no sobre los encargados de ejecutarla.

La gran mayoría de los estadounidenses respaldó la guerra en un principio, pero lo hicieron bajo falsos pretextos. Algunos creían que Saddam Hussein estaba conectado a al Qaeda. Otros pensaron que estaba involucrado con los sucesos del 9/11. Otros estaban enfocados en su supuesta capacidad de construir y desplegar armas de destrucción masiva. Pocos, tal vez muchos, estadounidenses creyeron todas estas cosas. Pero cuando estos argumentos dudosos todos fueron descartados, nos quedamos con solamente una justificación —establecer un gobierno representativo en Irak— y esa justificación se quedó corta. Muy pocos estadounidenses creen que el personal de las fuerzas armadas del país no debería estar intentando promover la democracia a la fuerza. Yo sospecho que los partidarios de la guerra sabían esto en todo momento, razón por la cual trabajaron con tanto esfuerzo para promocionar exageradamente la supuesta amenaza que Saddam constituía para el mundo.

Y, en un sentido más general, eso explica el declive precipitado del respaldo a esta guerra. Los estadounidenses se cansaron de la guerra en Irak porque los costos excedían con creces los beneficios y esto hubiese sido cierto incluso si los beneficios hubiesen sido más tangibles (si, por ejemplo, los soldados estadounidenses hubiesen encontrado un gran arsenal de armas nucleares de Saddam en algún túnel).

Los líderes militares sabían que la guerra nunca es barata ni fácil, pero el resto del liderazgo en Washington dijeron al público en general que esta guerra lo sería. Tal vez los ciudadanos comunes deberían haberse dado cuenta y tal vez hubiesen prestado más atención si hubiesen sabido que ellos (o sus hijos e hijas) podrían ser llamados a combatir. Pero las guerras de los noventa no fueron particularmente costosas y la primera guerra post-9/11 parecía en el verano de 2002 haber seguido ese mismo patrón anterior. Por supuesto, la guerra en Afganistán ahora cumplirá su onceavo año.

Aún así, unos cuantos testarudos en Washington se niegan a admitir lo que muchos estadounidenses concluyeron hace mucho. A mi me desmoralizaron mucho los comentarios del Secretario de Defensa Leon Panetta (en inglés) durante este último fin de semana:

“Así de difícil como fue [la guerra en Irak]”, y el costo tanto en vidas estadounidenses como iraquíes, “creo que el costo ha valido la pena, para establecer un gobierno estable en una región muy importante del mundo”, agregó.

Uno podría decir que simplemente estaba desempeñando su rol como Secretario de Defensa. Tal vez creyó que sugerir que la guerra no había valido la pena sería desmoralizador para los soldados e irrespetuoso frente a los sacrificios que ellos han hecho. Pero eso simplemente contribuye a la ficción de que uno tiene que ser anti-militar para poder ser anti-guerra. Lo opuesto está más cerca de la verdad.

Incluso David Frum, uno de los partidarios más entusiastas de la guerra, a quien se le atribuye acuñar el termino “eje del mal” y quien después co-escribió el libro El fin del mal (The End to Evil) admitió (en inglés) en su contestación a una pregunta hipotética que se le hizo a los candidatos republicanos —sabiendo todo lo que sabe ahora”, ¿hubiese respaldado la decisión de ir a la guerra?— lo siguiente:

“No…El mundo es un mejor lugar sin Saddam, pero como ocurre con todo, la pregunta es una de costos y beneficios. Los costos para EE.UU. fueron demasiado altos, los beneficios para EE.UU. fueron muy pocos”.

En 2008, los estadounidenses eligieron como presidente a un hombre que se oponía a la guerra en Irak antes de que esta empezara, y, en el proceso, dejaron a un lado a uno de los principales promotores de la guerra. Aún así al equipo de seguridad nacional del presidente Obama le cuesta expresar claramente lo que es abundantemente evidente: esta guerra fue un error y deberíamos prometer colectivamente rechazar la lógica viciada y la ideología radical que la engendró. Si el equipo de Obama no puede decir eso, ¿qué esperanza hay de que ellos —o nosotros— hayamos aprendido algo de este episodio horrible?

Carlos Rangel era uno de los periodistas y pensadores más destacados de Venezuela. Su libro más conocido, Del buen salvaje al buen revolucionario, es una obra clave del liberalismo latinoamericano, pues ataca frontalmente a los mitos de izquierda y derecha que todavía tienen cabida en la región y que han hecho tanto para mantener a Latinoamérica en el subdesarrollo. Por muchos años realizó un programa de televisión con Sofía Imber, otra destacada periodista y promotora de arte, en el que entrevistaron a miles de personajes de todo el mundo. Ahora, la Universidad Católica Andrés Bello ha creado este gran archivo con más de 3.700 entrevistas realizadas por ellos entre 1969 y 1993 y que contará con mas de 6.000 entrevistas cuando se complete. Incluye también una entrevista a Rangel mismo sobre su libro Del buen salvaje al buen revolucionario.

La Corte Suprema de EE.UU. se ha comprometido a revisar el caso de Arizona versus EE.UU. sobre la SB 1070, la ley de Arizona de la cual (solo) cuatro secciones han sido bloqueadas por tribunales inferiores: (1) requerir que los policías revisen el estatus migratorio de cualquier persona que legalmente haya sido detenida y de quien además tengan una sospecha razonable para creer que se encuentra ilegalmente en el país; (2) convertir en un crimen estatal el violar las leyes federales de registro de extranjeros; (3) considerar un crimen estatal que los inmigrantes ilegales apliquen a puestos de trabajo, soliciten trabajo en espacios públicos o trabajen como contratistas independientes; y (4) permitir arrestos sin la necesidad de una orden judicial cuando la policía tenga una causa probable para creer que un sospechoso ha cometido un delito que lo haga sujeto de deportación. Para mis análisis anteriores de la SB 1070 y los desafíos legales de la misma, ver aquí, aquí, aquí, y aquí (en inglés).

Al tomar este caso, la Corte Suprema sabiamente está cortando de raíz la proliferación de leyes estatales destinadas a abordar nuestro malogrado sistema de inmigración. De una forma u otra, los estados sabrán cuán lejos pueden llegar al legislar sobre temas relacionados con los inmigrantes ilegales, ya sea por preocupación con la delincuencia, o por las oportunidades de empleo (proveerlos o restringirlos), o por los requisitos de registro, o incluso por las llamadas “ciudades santuario”.

Por supuesto que los estados no se estarían metiendo en este lío si el gobierno federal —funcionarios electos de ambos partidos— no hubiese renunciado a la responsabilidad de arreglar un sistema que no satisface los intereses de nadie: ni de las grandes o pequeñas empresas, ni de los ricos o pobres, ni de los más o menos educados, ni de la economía o la seguridad nacional, y definitivamente ni del contribuyente. Por su parte, la ley de Arizona y leyes similares en Alabama, Georgia, y en otros lugares son (con pequeñas excepciones) constitucionales —las leyes estatales no son más que un reflejo de la ley federal, no entran en conflicto con ella ni infringen la autoridad federal en el tema de la inmigración —pero sí constituyen una mala política pública (para más información sobre estas dos conclusiones, leer mi ensayo en inglés en SCOTUSblog del verano pasado).

Lo que este país necesita es una reforma integral que evite las inútiles medidas a medias a las que recurren los estados solo porque el Congreso se ha negado descaradamente a actuar. Es poco frecuente que el Cato Institute le pida al gobierno federal que haga algo, pero el sistema de inmigración es posiblemente la parte más nefasta del gobierno federal —lo cual es de por sí una declaración significativa viniendo de alguien de Cato—además de ser increíblemente contraproducente para la libertad y la prosperidad de EE.UU.

La Corte Suprema tratará el caso de Arizona versus EE.UU. en la primavera. Para más información sobre el desarrollo de la reforma migratoria, ver esta nota (en inglés) en el Wall Street Journal y mi blogpost (en inglés) que habla del plan del estado de Utah sobre el cual el gobierno federal también ha interpuesto una demanda para detenerlo.

Hace dos años el Washington Post reportó que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU. trajo al país a peligrosos narcotraficantes mexicanos (en inglés) quienes, mientras continuaban sus actividades criminales en México y en EE.UU., también servían de informantes para las autoridades federales en su guerra contra las drogas.

En junio, la Operación Rápido y Furioso salió a la luz en la cual el Buró de Alcohol, Tabaco, Armas y Explosivos (ATF, por sus siglas en inglés) permitió que individuos sospechosos compraran armas en EE.UU. y las contrabandearan a México (en inglés). El propósito era rastrear las armas hasta el comprador final –un cartel mexicano. En total, la ATF permitió la compra de cientos de armas por parte de los carteles mexicanos. Muchas de estas fueron luego encontradas en escenas de crímenes en México, incluyendo una en la que un agente de la Patrulla Fronteriza de EE.UU. fue asesinado.

El domingo, el New York Times reportó que la Agencia de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) ha estado lavando millones de dólares para los carteles mexicanos (en inglés). El propósito de la misión clandestina era seguir el dinero hasta los rangos más altos de las organizaciones criminales. Sin embargo, como señala el NYT, “Hasta ahora hay pocos indicios de que rastrear el dinero ha afectado las operaciones de los carteles y poca evidencia de que los narcotraficantes mexicanos están experimentando algún contratiempo financiero”.

Así es la cosa: en nombre de la guerra contra las drogas, el gobierno federal le ha dado asilo a narcotraficantes mexicanos, les ha facilitado la compra de poderosas armas de fuego e incluso ha lavado millones de dólares para los carteles.

Tras gastar millones de dólares en la guerra contra las drogas en México, los resultados de EE.UU. son magros. Parece que Washington está cada vez más desesperado en su intento por producir nuevas pistas y resultados. Estos tres incidentes reflejan una impresionante falta de previsión y están muy cerca de constituir una ayuda del gobierno federal a los carteles mexicanos, con pocos resultados obtenidos a cambio. Las consecuencias imprevistas de estos programas para desmantelar a los carteles serían risibles sino fuese por las miles de personas que han muerto en la violencia relacionada al narcotráfico en México.

Ya es hora de que EE.UU. reflexione acerca de la guerra contra las drogas y considere políticas que efectivamente desmantelarán a los carteles mexicanos como la legalización (en inglés).

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