Comparto con ustedes el discurso que di el 13 de noviembre en la cena anual de la Asociación Nacional de Fomento Económico (ANFE) donde me honraron con el Premio ANFE a la Libertad 2014:
Buenas noches.
Agradezco profundamente a la Asociación Nacional de Fomento Económico por el honor que me brindan al otorgarme este Premio ANFE a la Libertad. Lo recibo con mucha humildad y consciente de que mi trayectoria a favor de las ideas liberales palidece en comparación con la gente que me precede recibiendo este galardón; individuos de la talla de Rodolfo Piza Escalante, Alberto di Mare, Jorge Corrales, Cecilia Valverde, entre otros.
Quiero iniciar agradeciéndole también a la persona que me introdujo a estas ideas: Otto Guevara. Fue hace 16 años cuando, en mi primer año de universidad, le toqué la puerta para pedirle que me explicara eso del libertarismo. No fue una venta fácil, pero mi escepticismo inicial fue dando paso a un convencimiento cada vez más profundo, que luego desembocaría en convicción. Y fue precisamente un noviembre hace 16 años que Otto me abrió las puertas de su despacho para permitirme trabajar como su asistente ad honorem. Si no hubiera sido por esa oportunidad, hoy no estaría aquí con ustedes.
En estos 16 años en que he estado involucrado en la promoción de las ideas liberales, son muchos los amigos y las experiencias que he cultivado, tanto aquí en Costa Rica como en todas las Américas. Para mí es un gran honor compartir esta causa con ustedes, y quiero agradecerles a quienes con sus críticas y consejos han contribuido a enriquecer mis planteamientos. Tomo las palabras de Carlos Alberto Montaner sobre los liberales para resumir mi sentir: “No hemos alcanzado la victoria, y tal vez no la alcancemos nunca, pero ha valido la pena estar en la batalla. Ha sido hermoso estar en las trincheras”. Y, agrego, ha sido hermoso no solo por la satisfacción que brinda esta causa, sino también por la compañía.
¡Y vaya batalla en la que estamos! Los liberales costarricenses nos encontramos ante una coyuntura delicada en este 2014. Por un lado tenemos ante nosotros una administración en Zapote que abiertamente suspira por regresar el país a los años setenta, a un Estado que, en palabras del presidente Luis Guillermo Solís, llegue a ser “tan grande como sea necesario para manejar de forma eficaz la economía”. Sin embargo, ante nosotros también tenemos un modelo que, si bien abrió la economía costarricense en las últimas tres décadas, es profundamente mercantilista en su naturaleza.
La apertura económica que ha experimentado Costa Rica a partir de mediados de los ochenta nos ha dado un ritmo de crecimiento económico que se encuentra entre los más altos de América Latina. No obstante, las cifras oficiales indican que el país ha fracasado consistentemente en reducir la tasa de pobreza por debajo de la barrera del 20 por ciento. Según los últimos cálculos del INEC, la pobreza incluso aumentó en el último año y ahora afecta a más de un millón de costarricenses. Esto debe servir de prueba inequívoca del déficit social del modelo.
Una mirada detallada a las medidas de liberalización que se han implementado en los últimos 30 años revela el fuerte sesgo mercantilista de estas. Gobiernos sucesivos adoptaron regímenes monetarios, comerciales, fiscales y regulatorios que beneficiaron a sectores específicos a expensas de la población en general, especialmente de los más pobres.
Veamos la política regulatoria y tributaria, por ejemplo. Mientras los gobiernos han ofrecido todo tipo de facilidades a grandes empresas que se radican en zonas francas, el empresariado nacional debe soportar un implacable viacrucis impositivo y regulatorio. Según el último índice Haciendo Negocios del Banco Mundial, el empresario promedio costarricense paga una carga impositiva total sobre sus ganancias del 58 por ciento, más alta que el promedio de los países desarrollados, o incluso que el promedio latinoamericano.
A esto se le suma un andamiaje regulatorio lleno de permisos, licencias, patentes y demás trabas, que hace que emprender en Costa Rica deje de ser el sueño más grande y se convierta en la peor pesadilla, como recientemente lo describiera en Revista Dominical una joven que decidió ponerse una panadería. Por muchos años, el objetivo de los gobiernos, especialmente los dos últimos, parece haber sido que todos fuéramos empleados públicos o de zona franca.
Este estrangulamiento regulatorio es la principal razón por la que un tercio de la población económicamente activa de Costa Rica se encuentra en el sector informal. Las clases pudientes pueden costear los abogados y contadores que les permiten navegar por las aguas de la burocracia estatal. Pero a los pobres no les queda otra que tirarse a las calles a ganarse el sustento a como dé lugar. Como indica Mario Vargas Llosa en el prólogo de El otro sendero, en nuestros países la legalidad es “un privilegio al que sólo se accede mediante el poder económico y político”. Hoy, en Costa Rica, un tercio de la población se encuentra atrapado en ese apartheid económico y legal llamado informalidad.
El sesgo mercantilista también lo podemos ver en la política monetaria del país. Por años el énfasis del Banco Central ha sido apuntalar al sector externo de la economía mediante un tipo de cambio “competitivo”. Esta intervención, sin embargo, causó altos niveles de inflación que castigaron desproporcionadamente a los pobres. Así lo confesó el año pasado nada menos que el entonces presidente del Banco Central, Rodrigo Bolaños, quien en una reveladora entrevista en La Nación denunció cómo la política monetaria de los últimos 30 años ha constituido un enorme subsidio para exportadores y el sector financiero a expensas de los que menos tienen.
Pero no hay un área de política pública donde el carácter mercantilista de nuestro modelo sea más repugnante que en el comercial. Aquí, nos hemos dedicado a negociar acuerdos comerciales por doquier, incluso con Liechtenstein, lo cual no está mal si no fuera porque la estrategia detrás de estos tratados siempre ha sido la apertura de mercados extranjeros, al tiempo que tratamos de mantener el nuestro lo más cerrado posible. Y, cuando nuestros negociadores comerciales piadosamente deciden dejar de protegernos de productos extranjeros baratos, optan por desgravar aquellos que más comúnmente se encuentran en los estantes de AutoMercado o Sareto que en los anaqueles de Palí o de las pulperías del país.
De tal forma, tras la negociación con la Unión Europea hace unos años, el comunicado de prensa del Ministerio de Comercio Exterior se preciaba de cómo los consumidores nacionales ahora podían tener acceso, sin pagar impuestos de importación, “a vinos, aceitunas y perfumes”. Pero los productos que más peso tienen en la canasta básica, como el arroz, la leche, los frijoles y el pollo, son los primeros en ser excluidos de toda negociación o en contar con plazos de desgravación de hasta 20 años. Todo esto con el fin de beneficiar a grandes oligopolios como Conarroz, Dos Pinos y Pipasa. Como consecuencia de esta política comercial mercantilista, una madre soltera en La Carpio puede comprar un Ribera del Duero libre de aranceles, pero no una caja de leche.
La línea de pensamiento predominante dentro del establishment político, empresarial e intelectual cree que el país ha logrado grandes avances en las últimas tres décadas con este modelo mercantilista y que simplemente debemos mantener el rumbo haciendo algunas correcciones aquí y allá. Son personas que ven el libre mercado como un extremo equiparable al socialismo. Es un sector que está satisfecho con el “nadadito de perro” de los últimos 30 años y que se conforma con que Costa Rica sea campeona de segunda división. Para ellos, el flagelo de la pobreza no se enfrenta permitiendo que los pobres puedan ganarse el sustento de manera propia, sino dándoles ayudas y subsidios. Esa ha sido la tónica asistencialista de los últimos gobiernos. El año pasado el Estado gastó casi ¢500.000 millones (US$ 932,4 millones) en 44 programas antipobreza administrados por 24 instituciones públicas. Y aún así, las estadísticas indican que cada vez tenemos más pobres en Costa Rica.
Si bien es cierto que nuestro país es hoy más próspero que hace 30 años, los liberales no podemos ver con orgullo a este modelo económico. Más bien, debemos condenarlo y señalarlo como uno de los principales responsables de la persistente pobreza en la que vive una quinta parte de los costarricenses. No hacerlo nos enfrenta a otro gran reto: un segmento importante de la población identifica estas políticas con el liberalismo, y cree, por ende, que la solución radica en regresar a ese Nirvana estatista de los años setenta que nos vende nuestro presidente.
Este sector del electorado, que representó una pluralidad del voto en la primera ronda de las pasadas elecciones, piensa que la liberalización económica es la responsable del estancamiento de la pobreza y del aumento de la desigualdad. Muchos de ellos incluso asocian la apertura con corrupción. Por lo general, sienten que el país perdió el rumbo cuando abandonamos el Estado Paternalista de los años sesenta y setenta. No es casualidad, entonces, que a estas personas se les erizara la piel cuando vieron el lacrimoso video de "Nuestro nombre es Costa Rica", con sus constantes referencias a aquel idílico antaño. Paradójicamente, muchos son jóvenes que no se acuerdan, o ni siquiera habían nacido en esa época. Esta es gente que, como nosotros los liberales, detesta la corrupción y el clientelismo, pero cree que estos se solucionan simplemente con ética, mística y acción ciudadana.
A esta disyuntiva nos enfrentamos los liberales hoy en día. A un modelo económico mercantilista de un lado y a los cantos de sirena del estatismo por el otro. Es aquí donde nos corresponde presentar nuestro caso a favor de una Costa Rica liberal. ¿Cómo podemos hacerlo?
Primero, debemos erradicar la noción de que el cambio vendrá mediante la aparición de un político con las ideas correctas. No olvidemos las palabras de Friedrich Hayek a Anthony Fisher: “Ningún político tiene éxito en cambiar la política pública hasta que la gente esté convencida de una mejor alternativa. Se precisa cambiar la opinión pública de una manera fundamental”. Si allá en 1975 Margaret Thatcher tiró sobre la mesa una copia de Los fundamentos de la libertad de Hayek en una reunión del Partido Conservador diciendo “Esto es en lo que creemos”, fue gracias al trabajo intelectual que por muchos años venía realizando el Institute of Economic Affairs.
Desde diferentes ámbitos, llámese la academia, el periodismo, el análisis de políticas públicas, la literatura, la cultura, las organizaciones estudiantiles, y demás frentes, los liberales debemos continuar fomentando el entendimiento de las ideas liberales en Costa Rica. Organizaciones como ANFE, la Asociación de Consumidores Libres, Estudiantes por la Libertad y el mismo Cato Institute, debemos redoblar esfuerzos en ese sentido.
Segundo, debemos tener paciencia. El cambio de opinión pública al que aspiramos no ocurrirá de la noche a la mañana, o siquiera de una elección a la otra. Lamentablemente, los liberales partimos en desventaja. El sistema educativo estatal inculca desde temprano la noción del Estado Social que promueve la solidaridad y vela por los que menos tienen, mientras que el mercado y la empresa privada son, en el mejor de los casos, vistos con escepticismo, y en el peor, vilipendiados como mecanismos de explotación. Las universidades estatales, en muchos casos, son un hervidero de pensamiento socialista y nacionalista. Esto hace que nuestra labor sea aún más formidable.
Arthur Seldon, codirector del Institute of Economic Affairs, señalaba que cuando él y Ralph Harris unieron fuerzas en 1958, se prepararon para una campaña que tomaría 30 o incluso 40 años. Según su plan, IEA sería la artillería de larga distancia que lenta pero decididamente desgastaría al frente enemigo. En las dos décadas siguientes, Seldon y Harris vieron cómo la otrora gran potencia británica, cuna de John Locke, Adam Smith y David Hume, descendía en el caos económico y social debido a las políticas socialistas implementadas por gobiernos laboristas y conservadores. Sin embargo, 20 años de bombardeo intelectual dieron fruto en 1979 con la elección de Margaret Thatcher bajo una plataforma económica destinada a recortar el tamaño del Estado y fomentar la iniciativa privada. De igual forma, en Costa Rica debemos prepararnos para una campaña de ideas que tomará muchos años en rendir frutos.
Tercero, hay que hacerles ver a los costarricenses que las ideas tienen consecuencias. De poco vale elegir líderes que sean honestos, inteligentes y bienintencionados, si sus programas de gobierno llaman a rescatar un Estado elefantiásico que nos empobrece a todos. Para eso, debemos echar mano infatigablemente de la riqueza intelectual del liberalismo clásico, y sus enormes aportes en el campo de la economía, la filosofía, el derecho, la historia y la psicología.
No obstante, para eso tenemos que hacer de la construcción de una sociedad libre no solo una aventura intelectual, sino también un acto de valor, para usar las palabras de Hayek. No lograremos capturar la atención de la opinión pública con discursos de medias tintas. Estamos condenados a la irrelevancia si nuestras propuestas consisten simplemente en reducir un arancel del 15 al 5 por ciento, o en decir que el IVA no debería gravar la educación y la salud privadas. Hayek lo puso de la mejor manera al decir que los liberales necesitamos “un programa que no parezca ni una mera defensa de las cosas como son, ni una especie diluida de socialismo, sino un verdadero radicalismo liberal que no perdone a las susceptibilidades del establishment… y que no se limite a lo que parece hoy en día como políticamente posible”. Los compromisos dejémoslos a los políticos. Nuestro papel es hacer políticamente posible aquello que hoy parece imposible.
Aquí, los liberales debemos enfatizar la moralidad del sistema económico que promovemos. Como señala Tom Palmer, “no hay otro sistema que haga de la libertad y responsabilidad de los seres humanos, de su capacidad de solidaridad espontánea, de la honestidad y el respeto mutuo, de la pasión por el trabajo bien hecho y de la colaboración pacífica entre personas, su eje valórico”. Solo somos los liberales los que consideramos a cada ser humano como un fin en sí mismo, dueño absoluto de su vida, anhelos y sueños. Y es la creencia en ese derecho individual a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, la que guía nuestro trabajo.
Pero también los liberales nos beneficiamos de esa “muy feliz coincidencia” a la que se refería Karl Popper: nuestras ideas no solo son justas y morales, sino que también funcionan. El capitalismo de mercado es el mejor programa antipobreza jamás concebido. Como muestra el índice de Libertad Económica en el Mundo que publica anualmente el Fraser Institute, los países con las economías más libres del planeta son también los más prósperos, cuentan con los mejores indicadores sociales y ambientales, tienen mejores calificaciones en cuanto a respeto a las libertades políticas y derechos civiles y, por lo general, son democracias sólidas con menores niveles de corrupción. Esta es la evidencia empírica irrefutable.
Sin embargo, esta agenda liberal para Costa Rica no debe, bajo ninguna circunstancia, limitarse a la promoción de la libertad económica. A los liberales no nos gusta un Estado que se meta en nuestras billeteras ni en nuestras habitaciones. Tenemos, por ende, que liderar los esfuerzos por hacer de Costa Rica un país que esté a la vanguardia de la tolerancia y la igualdad ante la ley. Por lo tanto, los liberales debemos encabezar el movimiento pro derechos civiles de nuestro tiempo: lograr el reconocimiento de la igualdad de derechos de las parejas del mismo sexo. También tenemos que promover la eliminación de nuestra Constitución del Estado confesional, acabar con la fallida guerra contra las drogas, garantizar el respeto a la privacidad y a la autonomía individual en decisiones como la fecundación in vitro y el derecho a tener una muerte digna. Debemos también luchar por un país que sea abierto a los inmigrantes que tanto han contribuido a nuestra cultura y progreso. Y, tenemos que estar siempre atentos a repeler los constantes embates contra el derecho individual a portar armas para defensa propia.
Finalmente, parafraseando a Frédéric Bastiat, aun cuando amemos la libertad intuitivamente, siempre debemos defenderla racionalmente. Y esto involucra no caer en absolutismos randianos o de ningún otro tipo. Bastiat decía que lo peor que le puede pasar a una buena causa no es ser hábilmente atacada, sino ineptamente defendida. Por eso, los liberales debemos mantener siempre la promoción de nuestras ideas apegados a la honestidad intelectual, recurriendo a los datos y cifras que apuntalan nuestros argumentos, y a la humildad de reconocer que, a diferencia de las otras ideologías, nosotros no vendemos utopías.
El domingo pasado celebramos el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. En su momento algunos pensaron que con el fin del comunismo en Europa Oriental se acababa la historia; que la batalla de las ideas había sido ganada. Hoy, un cuarto de siglo más tarde, sabemos que no fue así. El populismo y el nacionalismo continúan azotando en diferentes latitudes. Y, a pesar del fracaso evidente del socialismo, mucha gente en nuestro país aún encuentra atractiva esa ideología.
Esto demuestra que todavía quedan muchos muros erguidos contra la libertad. Sin embargo, los liberales sabemos cómo derribarlos: con ideas y convicción. No me queda duda que así podemos convencer a los costarricenses, que aún tienen una visión romántica del Estado, de esta agenda liberal y de esta forma aspirar a ese país abierto, moderno, cosmopolita y tolerante con el que soñamos.
Muchas gracias.