Por más que hayan instrumentos de gran utilidad que prestan innumerables servicios a la humanidad, si se utilizan mal no sirven a los propósitos para los que fueron concebidos originalmente. Este es, por ejemplo, el caso del martillo: si en lugar de utilizárselo para clavar una estaca o un clavo se lo emplea para romperle la nuca al vecino. Es el caso del mercado cuando en lugar de bienes y servicios que apuntan a la excelencia se demandan estupefacientes para usos no medicinales hasta perder el conocimiento y cuando se comercian dosis crecientes de armas para la guerra y aparatos de tortura. La culpa no es del martillo o de los procesos que sirven para conocer las preferencias y los arreglos contractuales de la gente, sino que se trata de un tema eminentemente axiológico.
Fenómeno parecido ocurre en nuestro tiempo con la telefonía celular. Sin duda que se trata de un instrumento de gran provecho para todo aquello que los usuarios estimen conveniente al efecto de lograr diversos propósitos personales, pero esto puede dividirse en dos planos bien diferenciados. En el primer caso se trata de usos para situaciones de emergencia, contactos urgentes y conversaciones que estrechan las vinculaciones entre las personas. En el segundo, en cambio, conjeturamos un fenomenal desvío de la comunicación de una envergadura tal que, en la práctica, significa la más palmaria incomunicación.
Veamos más de cerca este último plano. Da la impresión que se trata de quienes hacen alarde (en verdad resulta tragicómico) ante terceros de que se los requiere insistentemente. Están hablando con alguien pero interrumpen reiteradamente para atender llamados varios con lo que no están comunicados con el interlocutor con el que se hallan personalmente en contacto ni tampoco con los que se comunican telefónicamente en el contexto de absurdos tartamudeos telegráficos. En última instancia, no están comunicados con nadie.Hay casos extremadamente ridículos y son cuando quien atiende un celular susurra que no le es posible atender en ese momento porque está en el cine o en una “reunión importante”. No se sabe para que diablos atiende en primer lugar, tal vez sea la irrefrenable tentación de contestar llamados ya que son en general personas sin agenda definida que se dejan dominar por los tiempos y las inquietudes de los demás con lo que van a la deriva según los llamados telefónicos que no resisten contestar.
Personalmente no digiero ese cuadro de situación. He debido decirle a mi interlocutor circunstancial en las oportunidades en que ha ocurrido ese desliz que elija si prefiere hablar por teléfono o estar conmigo porque me niego rotundamente a seguir conversaciones en ese clima donde cualquier intruso nos intercepta a la primera de cambio. En una oportunidad en que estaba conversando con tres personas, una de ellas se levantó para tomar una llamada en su celular e interrumpía con su voz chillona nuestras deliberaciones desde la habitación contigua. Me levanté y cerré una puerta que nos separaba y advertí que le estaba arruinando el alarde a la del celular con lo que instantáneamente dejó de hablar porque no había material para trasmitir y el alarde ya no tenía sentido (a menos que lo pudiera hacer con un tercero al tomar otra línea y así sucesivamente).
Una persona con un mínimo de educación en una oficina, cuando recibe a otra, lo primero es decirle a la secretaria que no le pase llamadas. Por respeto y consideración elemental las comunicaciones son por turno riguroso, no hay tal cosa como las comunicaciones simultáneas por temas distintos con distintas personas. Las conversaciones pueden ser grupales hablando secuencialmente sobre temas comunes, ya sea de modo presencial o por conferencias a distancia pero nunca en medio del aludido cotorreo.
En el mundo de los “gerentitos” son habituales estos alardes debido a lo que podríamos bautizar como “el complejo de la ocupación permanente” o el “síndrome del gran trabajador”. Son en realidad los que duermen la siesta de la vida ya que no le dan cabida a lo relevante y los que muchas veces padecen la “crisis de los domingos” por el páramo existencial en el que están envueltos: la soledad los espanta porque no pueden oír la voz interior, como que no hay vida interior alguna. Apagado el celular solo queda la nada absoluta.
Ningún empresario o funcionario de jerarquía anda con el celular prendido a cuestas (y habitualmente sin celular a secas). Una comunicación implica respeto e interés recíproco, lo otro es frivolidad y simulacro de comunicación por ello es que resulta paradójico que en la era de los celulares hay casos en los que se acentúa la incomunicación. Es como si siempre se le diera prioridad al nuevo personaje que se interpone último sin que nadie en verdad tenga prioridad porque la vida se desdibuja en alardes, sin contenido, sin brújula y sin parámetro extramuros del celular.