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"Entre el instinto y la razón"

Publicado por Gabriela Calderón de Burgos

Este es el texto del discurso que di en la presentación de mi libro hace un mes: 

Buenos días, gracias por acompañarnos hoy.

Quisiera empezar explicando el título del libro. Tuve cierta dificultad de llegar a este. Tenía que encontrar un título que represente a 99 artículos sobre temas tan variados como, por ejemplo: la política fiscal de Ecuador, películas como Toy Story y Dallas Buyers Club, los momentos difíciles que nos hace pasar la aduana —especialmente cada Navidad, la moralidad del socialismo y del capitalismo, la futilidad de la guerra contra las drogas, etc. Quería algo que refleje “el hilo conductor” entre lo que he escrito desde 2006.

Ese hilo conductor por supuesto que ha sido siempre la libertad del individuo. Yo me adhiero a una tradición de pensamiento conocida como el liberalismo clásico. Esta tradición sostiene que cada individuo, sin importar su nivel de ingreso o formación u otra particularidad, tiene el derecho de llevar a cabo su proyecto de vida y asimismo la correspondiente obligación de respetar el mismo derecho de los demás. Si cada individuo es soberano sobre su proyecto de vida, entonces no se justifica una amplia gama de intervenciones del Estado –en ámbitos tanto íntimos como cotidianos— que van más allá de proteger los derechos fundamentales de las personas. Lo que distingue a esta tradición de otras es su coherencia. Los liberales no solo defendemos la libertad para que los individuos realicen intercambios voluntarios en lo económico (por ejemplo, el libre comercio a través de las fronteras), sino también para que tengan la libertad de tomar todo tipo decisiones personales (como la libertad para elegir qué leer o qué sustancias consumir). El verdadero respeto a la dignidad de cada persona implica un Estado limitado.

Pero, ¿por qué este título? Cuando estaba con la fecha límite para enviarle a la editorial un título yo andaba con la idea de la tribu en la cabeza. Es una idea que descubrí hace algunos años en el filósofo Karl Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos. Allí él explica que el atractivo de todo tipo de colectivismo (nacionalismo, comunismo, fascismo, socialismo —y aquí podríamos incluir a los actuales populismos autoritarios de América Latina) es que se parece más a los tiempos de la tribu que las aparentemente caóticas sociedades modernas, donde casi todo lo que consumimos para vivir es producido por gente que no conocemos y donde casi todo lo que producimos será consumido por gente que tampoco conocemos. Nuestros instintos tribales no han evolucionado a la misma velocidad que lo ha hecho el mundo globalizado. Nuestros instintos nos llevan a favorecer de manera casi impulsiva la organización colectiva de la sociedad. Creemos que alguien debe estar a cargo sino, nos dice ese cavernícola interno, ¡nos comerán vivos! Y es un instinto que en la era de los nómadas tenía sentido: sino te mantenías unido al grupo y obedecías lo que el cacique había determinado, te quedabas solo y ¡te comían vivo! Una versión actualizada de este razonamiento es cuando algunos economistas observan la economía ecuatoriana y alzan las manos y dicen, “Hay que promover y proteger la industria nacional, sino ¡habrá desempleo y más pobreza!”

Y estos economistas, así como otros expertos, adolecen también de otro problema, que pareciera ser opuesto pero en realidad va de la mano: aquí es donde nuestro cavernícola interno se topa con nuestro sabelotodo.

Así como tenemos impulsos tribales también tenemos la tendencia de subestimar nuestra ignorancia o, dicho de otra forma, creer que sabemos mucho más de lo que en realidad sabemos. Esta es la fatal arrogancia de la que nos hablaba Hayek y esto es a lo que Adam Smith se refería cuando hablaba del “hombre doctrinario”, quien decía Smith: “se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo…Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana, cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle”.

Pero la modernidad, ese impresionante salto hacia a la prosperidad que dio la humanidad durante los últimos apenas tres siglos, no se debió al instinto ni a la razón, sino más bien a algo que está entre ambos y ese algo es lo que distingue a los seres humanos de los demás animales: somos capaces de imitar y aprender de otros, heredando costumbres y tradiciones que no son el fruto de la razón ni del instinto. Los idiomas con los que nos comunicamos de manera eficiente, el dinero que nos permite facilitar los intercambios, el mercado a través del cual los consumidores y productores comunicamos la escasez o abundancia de algo en determinado momento, todas estas son cosas que nadie en particular diseñó y de las cuáles todos nos beneficiamos sin entender cómo funcionan o al menos sin entenderlo de la forma cómo uno puede comprender algo que fue construido o inventado por alguien.

El instinto precede a esas costumbres y tradiciones y la razón vino después. ¿Por qué nos fuimos alejando de nuestros instintos? Hayek explica que “Las normas y usos aprendidos fueron progresivamente desplazando a nuestras instintivas predisposiciones, no porque los individuos llegaran a constatar racionalmente el carácter favorable de sus decisiones, sino porque fueron capaces de crear un orden de eficacia superior —hasta entonces por nadie imaginado”. El problema es que cuando llegó la razón, y esto le pasa a cualquier adolescente, nos creemos capaces de diseñar un orden superior, incluso perfecto.

Por eso este libro se titula así, porque la libertad y la prosperidad le deben mucho a ese orden complejo de las sociedades modernas al que se oponen nuestros instintos más primitivos, un orden que nadie diseñó, y que por lo tanto no se puede replicar deliberadamente con planes impuestos desde arriba por un grupo de supuestos iluminados.

Al escribir estos artículos me esforcé para que sean claros y, ojalá, para empujar el debate hacia propuestas de políticas públicas que nos acerquen cada vez más a una sociedad de personas libres. El tribalismo  prospera cuando el debate público está plagado de lenguaje poco claro y una serie de mitos. La economía, la filosofía política, el derecho, no son como nos quisieran hacer creer algunos especializados en esas ramas, cosas obscuras e incomprensibles para el resto de los mortales.

Recuerdo lo que decía el economista inglés W.H. Hutt: “si alguna vez debemos de tener un mundo mejor, alguien debe soñar; y debe soñar acerca de una era en la que las masas ya no son engañadas”. El Premio Nobel de Economía Milton Friedman consideraba importante el papel de los intelectuales públicos y sostenía que su función básica era la de: “desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable”.

Mi mayor ambición con este libro es contribuir a este esfuerzo, despertando la duda y la curiosidad en el lector como los mejores profesores, colegas de trabajo y escritores lo hicieron en mi. La duda y la curiosidad, son el principio del fin del reino de nuestro cavernícola y de los “expertos” que, creyéndose en posesión de todo el conocimiento, sienten que tienen derecho de violar los derechos del resto de los individuos.

Escribir una columna semanal —que abarca una amplia variedad de temas— de aproximadamente 540 palabras es un esfuerzo de constante estudio. Mis colegas aquí presentes lo saben. Lo que les quiero contar hoy es cuál es mi equipo detrás de cada “producto final”. Yo diría que un 90% de lo que escribo ha sido revisado, mejorado, y criticado por ellos. Rodrigo Calderón, mi papá, que todas las semanas me propone potenciales temas a tratar en un artículo y quien siempre me envía comentarios de cada noticia, opinión o libro que atraviesa su radar. Ian Vásquez, mi jefe en el Instituto Cato, quien muchas veces ha señalado contradicciones o debilidades en mis argumentos y de quien he aprendido mucha acerca del desarrollo económico. Y Luis Francisco Burgos, mi esposo, una de las personas más difíciles de convencer que conozco, ¡cómo le gusta cuestionar todo y qué curioso que es! Gracias a él también he aprendido a ponerme en los zapatos de personas que no piensan como yo al momento de escribir.

Sin saberlo, empecé a escribir este libro en 2007. Lo hice sin obedecer a una agenda política, pero sí con la intención de promover las ideas liberales en el debate de políticas públicas en Ecuador y América Latina. Yo no tuve la oportunidad de conocer acerca del liberalismo hasta después de graduarme de la universidad y ojalá algunos de mis lectores puedan hacer lo mismo a una edad más temprana. Aquí presento una selección de artículos escritos entre principios de 2007 y 2014, años durante los cuáles empecé a dudar de mis instintos y a comprender lo limitados que son mis conocimientos.

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