Nouriel Roubini es un reconocido economista de la Universidad de Nueva York, quien tuviera una alta exposición en todas las discusiones sobre la crisis de 2008. Increíblemente se descuelga ahora con un artículo “luddita” (artesanos ingleses que protestaban contra las maquinarias a comienzos del siglo XIX), llamando la atención sobre el desempleo que generaría la actual revolución tecnológica. Un tema bastante increíble, dadas las veces que los economistas han demostrado su absoluta falsedad. Dice:
“A los ejecutivos e innovadores tecnológicos se los ve muy optimistas estos días: las nuevas tecnologías de fabricación generan un entusiasmo febril por lo que algunos ven como una tercera revolución industrial. En los años venideros, las mejoras tecnológicas en robótica y automatización aumentarán la productividad y la eficiencia, con importantes beneficios económicos para las empresas. Pero a menos que se implementen políticas adecuadas para estimular la creación de empleo, no está claro que la demanda de mano de obra siga creciendo a la par del progreso de la tecnología”.
Sí, parece que no lo tiene claro, aunque propone la siempre popular dedicación estatal a la educación, algo siempre políticamente correcto. Concluye:
“En nuestra incipiente búsqueda de soluciones inteligentes a los desafíos de la tercera revolución industrial, se destaca un tema recurrente: hay que canalizar las ventajas de la tecnología a una base de población más amplia que la que las disfrutó hasta ahora. Y eso exige hacer hincapié en la educación. Para que la prosperidad alcance a más gente, los trabajadores necesitarán las habilidades que demanda la participación en el nuevo mundo de la economía digital. Y tal vez no sea suficiente, en cuyo caso habrá que dar subsidios permanentes a los que vean sus puestos de trabajo eliminados por el software y las máquinas. En esto debemos prestar mucha atención a las lecciones del pasado”.
Eso es, hay que prestar atención a las lecciones del pasado. Es lo que Roubini debería hacer. Aquí va una de ellas, de parte de Henry Hazlitt, en su famoso libro La economía en una lección (1946):
“Constituye uno de los errores económicos más corrientes la creencia de que las máquinas, en definitiva, crean desempleo. Mil veces destruido, ha resurgido siempre de sus propias cenizas con mayor fuerza y vigor. Cada vez que se produce un prolongado desempleo en masa, las máquinas vuelven a ser el blanco de todas las iras. Sobre este sofisma descansan todavía muchas prácticas sindicales que el público tolera, sea porque en el fondo considera que los sindicatos tienen razón, sea porque se halla demasiado confuso para poder apreciar claramente las causas de su error.
La creencia de que las máquinas provocan desempleo, cuando es sostenida con alguna consistencia lógica, llega a descabelladas conclusiones. Bajo tal supuesto, no sólo debe estarse causando desempleo hoy en día con cada perfeccionamiento técnico, sino que el hombre primitivo debió empezar a producirlo con sus primeros esfuerzos por liberarse de la necesidad y de la fatiga inútiles.
Si fuese realmente cierto que la introducción de la maquinaria es causa de creciente desempleo y miseria, las deducciones lógicas serían revolucionarias, no sólo en el aspecto técnico, sino también en lo que se refiere a nuestro concepto global de la civilización. No sólo tendríamos que considerar calamitoso todo futuro progreso técnico, sino que deberíamos contemplar con igual horror los progresos técnicos alcanzados en el pasado.
Diariamente cada uno de nosotros se esfuerza en reducir en lo posible el trabajo que un determinado fin exige; todos procuramos simplificar nuestro trabajo y economizar los medios necesarios para alcanzar el objetivo deseado. Cualquier empresario, grande o pequeño, ansía constantemente conseguir realizar sus particulares objetivos con mayor economía y eficacia; es decir, ahorrando esfuerzo. Todo obrero inteligente procura reducir el esfuerzo que le exige la tarea encomendada. Los más ambiciosos entre nosotros tratan incansablemente de aumentar los resultados que puedan obtenerse en un número determinado de horas. Si obrasen con lógica y consecuencia, los tecnófobos deberían desechar todo este progreso e ingenio, no ya por inútil, sino por perjudicial. ¿Para qué transportar mercancías entre Nueva York y Chicago por ferrocarril cuando podrían emplearse muchísimos más hombres, por ejemplo, si las llevasen a hombros? Teorías tan falsas como la señalada se articulan de manera lógica, pero causan gran perjuicio por el mero hecho de ser mantenidas”.
Tratemos, por consiguiente, de ver con exactitud lo que realmente sucede cuando se introducen en la producción máquinas y perfeccionamientos técnicos. Los detalles variarán en cada caso, según sean las condiciones particulares que prevalezcan en una industria o período determinados. Pero tomaremos un ejemplo que comprenda las circunstancias más generales. Supongamos que un fabricante de telas tiene conocimiento de la existencia de una máquina capaz de confeccionar abrigos de caballero y señora, empleando tan sólo la mitad de la mano de obra que anteriormente se precisaba. Instala la maquinaria y despide a la mitad del personal.
Parece a primera vista que ha habido una evidente disminución de ocupación. Ahora bien, la propia máquina requirió mano de obra para ser fabricada; así, pues, como primera compensación aparece un trabajo que de otra forma no hubiese existido. El fabricante, sin embargo, sólo decide adoptar la maquinaria, si con ella consigue hacer mejores trajes por la mitad de traba]o, o el mismo tipo de traje a un costo menor. Suponiendo lo segundo, no es posible admitir que el trabajo invertido en la construcción de la maquinaria fuese tan considerable, en cuanto a volumen de salarios, como el que espera economizar a la larga el fabricante de telas al adoptar la maquinaria; de lo contrario no habría economía y la maquinaria no sería adquirida.
Vemos, por consiguiente, que todavía existe aparentemente una pérdida global de empleo, atribuible a la maquinaria. Sin embargo, debemos siempre tener presente la posibilidad real y efectiva de que el resultado final de la introducción de la maquinaria representa, a la larga, un aumento global de empleo, porque al adoptar la maquinaria, es tan sólo a largo plazo cuando el fabricante de telas espera, ordinariamente, ahorrar dinero, y puede se precisen varios años para que la maquinaria «se pague a sí misma».
Cuando el coste de la máquina ha quedado compensado por las economías que facilita, el fabricante de telas ve aumentar su beneficio (supondremos que se limita a vender sus abrigos al mismo precio que sus competidores, sin esforzarse por abaratarlos). En este punto puede parecer que se ha producido una pérdida neta de empleo, siendo el fabricante, el capitalista, el único beneficiario. Ahora bien, en estos beneficios extras radica precisamente el origen de subsiguientes ganancias sociales. El fabricante ha de emplear su beneficio extraordinario en una de estas tres formas y posiblemente empleará parte de aquél en las tres: 1) ampliación de sus instalaciones, con adquisición de nuevas máquinas para hacer un mayor número de abrigos; 2) inversión en cualquier otra industria, y 3) incremento de su propio consumo. Cualquiera de estas tres posibilidades ha de producir demanda de trabajo.
En otras palabras, como resultado de sus economías, el fabricante obtiene un beneficio que no tenía antes. Cada dólar ahorrado en salarios directos, por haber podido disminuir el importe de sus nóminas, ha de ir a parar indirectamente a los obreros que construyen la nueva máquina, a los trabajadores de otras industrias o a aquellos que intervienen en la construcción de una nueva casa o automóvil para el fabricante o en la confección de joyas y pieles para su esposa. En cualquier caso (a menos que sea un obtuso acaparador) proporciona indirectamente tantos empleos como directamente dejó de facilitar.
Pero no termina aquí la cosa. Si nuestro emprendedor industrial realiza grandes economías con respecto a sus competidores, o éstos imitarán su ejemplo o aquél empezará a ampliar sus negocios a expensas de aquéllos, con lo que se proporcionará, por lo tanto, más trabajo a los productores de las máquinas. Competencia y producción comenzarán entonces a reducir el precio de los abrigos. Ya no habrá tan grandes beneficios para los que adopten las nuevas máquinas; irán reduciéndose, al tiempo que desaparecen para aquellos fabricantes que todavía no hayan adquirido maquinaria. Las economías, en otras palabras, serán transferidas a los compradores de abrigos, es decir, a los consumidores.
Ahora bien, como los abrigos son más baratos, los comprará más gente, y aunque requiera menos mano de obra la confección de un mismo número de abrigos, éstos se producirán en mayor cantidad que antes. Si la demanda de abrigos es de las que los economistas llaman «elástica», es decir, si un descenso en el precio determina una mayor cantidad de dinero invertida en abrigos, puede que en su confección se precisen todavía más operarios que los que eran necesarios antes de la aparición de las nuevas máquinas. Ya hemos visto que fue esto lo ocurrido realmente en el caso de las medias y otros productos textiles.
Pero el nuevo empleo no depende de la elasticidad de la demanda del producto particular de que se trate. Supongamos que aunque el precio de los abrigos quedase reducido casi a la mitad —descendiesen, por ejemplo, de 5 a 30 dólares—, no se vendiese ningún abrigo adicional. El resultado sería que al tiempo que los consumidores seguirían proveyéndose de nuevos abrigos en igual medida que antes, cada comprador dispondría ahora de 20 dólares con los que previamente no contaba. Gastará, por consiguiente, estos 20 dólares en cualquier otra cosa proporcionando así más empleos en otros sectores de la producción.
En resumen, las máquinas, los perfeccionamientos técnicos, las economías y la eficiencia, en definitiva, no dejan sin trabajo a los hombres.
Publicado originalmente en El Foro y el Bazar el 12 de enero de 2015.