Si creían que hay una rara contradicción entre el Che Guevara y el frenético disparo de su merchandising invadiendo las tiendas “capitalistas” que él juro destruir, es porque no le han prestado atención a Hollywood. Como muestra vale un botón dice el refrán, aunque ahora serán dos. Me refiero a las últimas superproducciones cinematográficas, 2012 y Avatar, que nos dan una clara señal de cuán profundo ha penetrado en las mentes la ideología que presenta al capitalismo como una encarnación maldita que sostiene a los demonios egoístas más repugnantes y que no merecen otra cosa que ser aplastados cuanto antes.
Aunque, al igual como suceden con las playeritas del Che, estas superproducciones que han movido millones de dólares para dar un mensaje en contra de si mismo, las contradicciones que encierran el fenómeno, pasan casi inadvertidas, reduciéndonos a un enjambre de idiotas que alaban la ultra sofisticada tecnología empleada, para finalmente sentenciar, tal cual pretende el mensaje, que la evolución del hombre da asco.
Esta no es una crítica en contra de los vendedores de souvenirs ni de los que están detrás de estas superproducciones, sino una observación de lo eficaz que son los anticapitalistas a la hora de confundir a las masas. Los que lucran de esto, quizás ni se habrán dado por enterado de la filosofía que encierran sus productos, simplemente aprovechan la brillante oportunidad que les brinda el capitalismo “consumista” asociado a las tendencias, mas románticas que racionales, que en términos de mercado, significan satisfacer gustos y por ende buen dinero.
El primer misilazo proviene de la película 2012. La tan gastada idea de la ingeniería social: la destrucción de lo conocido para la reconstrucción y la búsqueda del hombre nuevo con otro código moral que serian impartidos por los intelectuales. Este libreto si entrara en un litigio judicial por plagio, se estaría ante un terrible caos legal, pues si existieran herederos de Platón, Saint Simon, Gobineau, Marx, Fichte, Hitler entre otros de seguro lo reclamarían, pues todos ellos han apuntado a lo mismo: destruir para reconstruir, según sus parámetros morales por supuesto. Es decir, a pesar de los siglos, las intenciones han cambiado muy poco. Ya enfocándome en dicha película, no sabría si debería reír o llorar al ver a los a los personajes de 2012, denostar en contra del capital privado que construiría las poderosas y costosísimas naves, a los otros que fungían de lideres mundiales que les daba vergüenza esa realidad y que inventan que se salvarían las mejores mentes y no los malditos capitalistas que han aportado, para finalmente, cual guerrillero comiendo en McDonald’s, utilizar alegremente esas naves, reconociendo en silencio que, al igual que lo grafica Aynd Rand, los capitalistas eran los Atlas que sostenían toda esa mega empresa de salvataje mundial.
En el caso de Avatar, antes que un thriller de Pocahontas más bien me pareció una de Las venas abiertas de América Latina. Pero en honor a la verdad y antes que a Eduardo Galeano le tome un mal de hybris y se le ocurra reclamar el plagio, es bueno aclarar que esa idea es tan vieja como la historia misma. La condena hacia los que expandían su cultura por la razón o por la fuerza, sometiendo a las civilizaciones más débiles, venían de ambos bandos, tanto de sometedores como de sometidos. Los judíos contra los egipcios, estos contra los romanos, las sin fines de culturas contra los helenos, estos contra los romanos nuevamente y un largo etc., que convertiría este artículo en volúmenes enciclopédicos. La fina ironía empleada por el protagonista de Avatar, preguntándose si una Coca Light o un par de jeans era lo mejor que podíamos ofrecer a los nativos, como si fueran estos dos productos la cúspide de la civilización, nos demuestra lo instalado que está la culpa de la invasión a América por parte de los blancos que solo han traído su corrupción y ambición a esta tierra sin mal y de armonía perfecta. Esta creencia hubiera sido tan inofensiva como el cuento de Santa Claus, si es que los populistas no hubieran echado mano de ella en provecho propio. Por citar un ejemplo, Ecuador, insertó en su seuda constitución el Sumak Kawsai, que reivindica este estado perfecto pre-capitalista que se convierte en excusa perfecta para arrasar con la propiedad privada. Más allá de discutir si los nativos depredaban o no su hábitat, calculando cuantos loros mataban para hacerse un solo penacho, sacrificar a sus semejantes en rituales o que si no harían lo mismo en Europa de haber tenido la tecnología que alcanzaron sus conquistadores, la discusión se centra en lo que hubiera sido correcto: expulsar a los colonizadores como sugiere la película o permitir la trasmisión de las informaciones que traían y llegar a lo que somos hoy.
Si la crítica solo se basa en la forma en que se hizo la conquista, sería muy razonable. La utilización de la fuerza y el terror eran los métodos de dominación por excelencia pero mucho menos eficaz que otro sistema silencioso, pacífico y que optó por la construcción antes que la destrucción, uniendo a civilizaciones enteras sin distinguir en sus respectivas culturas, como lo fue siempre el comercio. De hecho, el comercio ha servido para trasmitir conocimientos y todo tipo de progresos gracias al trabajo de sus actores, tanto que el método, por decirlo así, perdura hasta hoy cuando los sin fines de imperios poderosos han sucumbido inexorablemente. Pero honestamente, la crítica a la colonización no pasa por la forma sino por el fondo, es decir a la transmisión del desarrollo en si. Los principales detractores están convencidos de que los nativos debían quedarse en el tiempo y ser una especie de museo viviente, aún desconociendo que sus propias historias personales se remontan a la época de la recolección y la caza como supervivencia. Es mas, la condena a la globalización es tan persistente como irracional. Los principales argumentos son que los ricos solo venden porquerías lavando el cerebro de los consumidores, llevándose todo el dinero de los países pobres, como si a Coca Cola o a Toyota, le interesaría empobrecer a la gente para expandir su producto. Curiosamente tampoco se sonrojan en pedir con la misma fuerza con que condenan, por sus derechos de usar vacunas, transporte, Internet y hasta de su sagrado “derecho a la recreación”, por ejemplo, para ir al cine a ver superproducciones que precisamente no se realizaron en sus patios traseros. En fin, ¡qué mundo tan loco!