El pasado lunes, la marcha de la Federación Colombiana de Educadores (Fecode) en contra del gobierno del Presidente Juan Manuel Santos obstruyó varias vías principales en Bogotá, donde el flujo del tráfico es de por sí tan lamentable que el tiempo de cualquier viaje emprendido entre semana y cuya distancia supere las 30 cuadras podría medirse en la escala geológica.
Poco tiene que ver la ya maltratada ciudadanía de la capital con la pugna Santos-Fecode, pero, una vez más, al aguantarnos trancones innecesarios y más congestión que la usual, debemos pagar el precio de unas políticas diseñadas únicamente para que ciertos gremios privilegiados mantengan sus prebendas a costa del resto del país.
Hay que ser claros: con sus vehementes exigencias, su sectaria resistencia a la evaluación objetiva de los maestros y su uso de los alumnos como meros peones en su incesante juego por el poder, los señores de Fecode representan el principal obstáculo a la buena educación pública en Colombia.
Llegué a esta conclusión el año pasado al ver cómo Fecode y su satélite bogotano, la Asociación Distrital de Educadores (ADE), flexionaron sus músculos políticos en el Concejo de Bogotá y en otros escenarios para sabotear el excelente modelo de colegios en concesión, los cuales operan desde 1999 y cuyos contratos originales se vencieron en diciembre del 2014. Pese a los sólidos resultados académicos de los 25 colegios distritales operados por instituciones independientes, y pese a los deseos de los padres y de los alumnos de continuar con las concesiones, la ADE movilizó a toda su maquinaria de presión para que el Distrito le brindara un coup de grâce a este modelo alternativo de educación pública.
La ADE mantiene que los colegios en concesión sólo existen para enriquecer al sector privado y para explotar a sus maestros, quienes en muchos casos deben trabajar ocho horas diarias. Estos argumentos dejan en evidencia la filosofía de los líderes sindicales del sector educativo: les importa un ápice la calidad de la educación que reciben los alumnos del Distrito, donde siete de los primeros diez colegios públicos son en concesión. También habitan un universo paralelo donde trabajar más de cuatro o seis horas al día de manera voluntaria significa ser vilmente despojado por opulentos industriales con sacoleva y habano en boca.
Las exigencias actuales de Fecode revelan a la vez una cósmica lejanía de la realidad. Al discutir el asunto de los salarios, por ejemplo, escasamente se menciona que, como demuestra el economista Alejandro Ome de la Universidad de Chicago, los docentes públicos colombianos obtienen en promedio “salarios más altos que los otros trabajadores” del país, mientras que “las diferencias salariales entre docentes y otros trabajadores se han profundizado” desde 1995.
Aunque es verdad que los docentes colombianos ganan menos que otros trabajadores del sector público, los mismos aliados de Fecode en el Concejo de Bogotá y en el Senado de la República deberían ser los primeros en mostrar que su solidaridad va más allá de las meras palabras al reducir sus propios salarios astronómicos.
Vale la pena resaltar que, anualmente, un congresista colombiano gana 31 millones de pesos (ca. 13.000 dólares) más que un parlamentario británico pese al hecho de que el PIB per cápita del Reino Unido supera al colombiano por más de 24.000 dólares. Así que no es que los maestros ganen muy poco, sino que los burócratas colombianos reciben salarios que no se merecen.
Lo último no quiere decir que el Estado colombiano no deba remunerar mejor --o mucho mejor-- a los buenos maestros, pero resulta difícil identificarlos sin pruebas exigentes que midan su competencia general y, en especial, su “valor agregado” con base en el progreso de cada alumno en pruebas estandarizadas. Tratar de convencer a Fecode de que acepte evaluaciones de este tipo, sin embargo, es tan fructífero como predicarle a Atila el Huno las virtudes del pacifismo.
También está la exigencia de Fecode de que el gobierno le asigne más del 7% del PIB a la educación pública tal como prometió el año pasado el Presidente Santos en medio de su afán reeleccionista. Este brote de populismo fue un gravísimo error basado en la falsa suposición de que, mágicamente, el solo hecho de incrementar el gasto estatal en educación producirá un mejor servicio para los alumnos y sus padres.
La evidencia, de hecho, demuestra que este no es necesariamente el caso.
Argentina, por ejemplo, invierte por lo menos el 6% de su PIB en la educación pública según cifras oficiales --por lo menos un punto porcentual más que Colombia-- pero sus resultados en la prueba PISA 2012 fueron muy similares a los nuestros: entre 65 países, Argentina ocupó el puesto número 59 y Colombia el 62.
Mientras tanto Singapur, país que invierte únicamente el 3% de su PIB en la educación pública, obtuvo el segundo lugar en PISA 2012. Corea del Sur y Suiza no invierten mucho más que el 5% del PIB en la educación pública y ocuparon el quinto y el noveno lugar respectivamente en el escalafón.
Pero no hay que ir al exterior para encontrar un buen ejemplo de cómo se puede brindar una mejor educación pública con menos burocracia y sin incrementar drásticamente el gasto.
En Bogotá, educar a un alumno en un colegio en concesión cuesta 1,5 millones de pesos (ca. 625 dólares) menos que en el Distrito cada año. En el 2013, el 88% de colegios en concesión obtuvo un puntaje de alto o superior en la prueba estandarizada Saber 11, mientras que más del 50% de los colegios administrados por el Distrito en los mismos barrios (UPZ) se situaron en un nivel medio o bajo.
Hay que mencionar que, en este momento, los colegios en concesión, los cuales contratan a su personal de manera independiente, no están en paro.
Sin duda alguna, los esfuerzos de Fecode por recolectar un millón de firmas exigiendo la renuncia de la Ministra de Educación son una manifestación más de su poderío político en un año electoral. Como reporta el diario El Tiempo, Fecode, “además de (ser) un potente sindicato” con 150.000 miembros y 2.500 millones de pesos (más de un millón de dólares) en ingresos mensuales, “también es un fortín político” dominado por los caimacanes de la izquierda colombiana.
La única respuesta sensata a las amenazas del sindicato es quitarle gradualmente su monopolio sobre la educación pública. Esto se lograría al incrementar la competencia por medio de más concesiones como las que operan la Alianza Educativa y el Gimnasio Moderno en Bogotá. También debe implementarse un ambicioso programa de vouchers o bonos escolares, los cuales le permiten al padre escoger el colegio privado de su preferencia.
Esta política no sólo tiene sentido económico, sino que también refleja la voluntad de muchísimos de los padres más necesitados que, en busca de las mejores oportunidades posibles para sus hijos, no confían en Fecode.