“Quiero muchísimo a España”, subrayó Mario Vargas Llosa en el Instituto Cervantes de Nueva York después de conocer que había sido premiado con el Nobel de Literatura. Carlos Barral y Carmen Balcells fueron nombres propios en su espontáneo agradecimiento y también “los lectores españoles que me han permitido tener una difusión en el mundo que yo nunca soñé”.
Cuando, ni siquiera era un adolescente y había ya repasado por dos veces el Quijote, obligado por ese buen profesor de literatura y fraile, José Torres, cayó en mis manos La guerra del fin del mundo que un amigo había alquilado. Eran tiempos donde bibliotecas no había muchas, se vendían pocos libros y modestos libreros ayudaban sus ingresos prestando novelas, cómics o revistas juveniles.
Por lo general el lector no conoce al escritor pero sabe que detrás de esas palabras inventoras de imágenes y emociones está alguien. Solo los grandes autores intuyen que sus creaciones, cuando en papel se convierten, alcanzan vida propia. Algo de eso decía Popper. Es el la libertad del hombre y su capacidad para crear sin límite belleza y vida, prueba lógica de que después de la muerte no viene la nada. Es la razón la que dice que si podemos crear libremente vida inmortal, fuimos igualmente creados desde la libertad creadora para ser igualmente inmortales y libres. No parece muy lógico que si las obras permanecen mas allá de la muerte de su creador, esté tenga que desaparecer irremediablemente. Se lo escuché decir en una ocasión a Vargas y lo recordaba al sentirme lector español agradecido.
Si hemos de hacer caso de ese infausto invento —no tan lejano— que es el pasaporte, Vargas Llosa es peruano y español, al tiempo y en ese orden. Pero si hemos de atender a las razones del alma que parecen expresar sus palabras, es un americano español.
Pensar en esto me hace recordar a aquellos diputados “españoles-americanos” (como se les citaba en las crónicas) de las Cortes de Cádiz, unos conservadores, otros liberales (en la acepción política de la época) y que de vuelta a América contribuyeron a la independencia de sus países porque los españoles-peninsulares, conservadores o liberales, que de todo hubo, no atendieron su legítimo reclamo al libre comercio de sus puertos.
Vargas dice y repite con insistencia que el liberalismo no es una ideología y yo estoy de acuerdo. El liberalismo es una doctrina que se fundamenta en el principio de libre elección del ser humano. Abrazarlo y comprenderlo hace natural el rechazar cualquier pretensión totalitaria ya sea en el ámbito de la política, la economía, la cultura o la filosofía. Su declaración de amor por España y su agradecimiento a los españoles que lo han leído son, pienso, fruto de sentimientos profundos fraguados en su propia vida y también la expresión honesta de quien reconoce y ama su propia identidad. No es el caso de América Latina o España, que hace ya doscientos años se debaten en una interminable crisis de identidad alimentada por ideologías contradictorias, izquierdas y derechas, que quieren ser siempre totalizadoras.
Vargas Llosa abomina de los nacionalismos excluyentes sean españoles, europeos o americanos y, además, es un español que quiere mucho a España. Reconoce que existe España cuando los españoles la discuten siempre. Una nación que lo es por la voluntad de los españoles para permanecer juntos expresada en su historia, como en una ocasión señaló Salvador de Madariaga. Religión, lengua, raza y geografía son elementos que están pero no pueden, por si solos ni en conjunto, definir lo que es una nación.
Son invariablemente los españoles que van y vienen, los que se dan cuenta de que existe España. Una nación, finalmente y a pesar de todo, con una lengua y cultura universal que ni si quiera es de su exclusivo patrimonio. Por eso creo que Mario Vargas Llosa es un americano español y también un español americano. Uno de esos pocos americanos y españoles de ambos lados del Atlántico que han contribuido a crear una cultura y un idioma universal. Y eso tiene mucho que ver con ser español, ser americano y ser liberal.