Los vaivenes que da el barco de las reformas fiscales en El Salvador, sacrificando la seguridad jurídica y la estabilidad de la inversión a cambio de aumentar en algún porcentaje la recaudación, tiene a contribuyentes, grandes y pequeños, a la expectativa de cómo nuevos impuestos van a afectar su bolsillo. Es entendible que haga falta dinero para hacer obras: el estado de las vías salvadoreñas está engrosando las ganancias de llanterías y talleres del país; sin embargo, se ve más énfasis por parte de nuestro gobierno en aumentar la carga fiscal, que en emprender políticas de austeridad.
La austeridad, tan publicitada para efectos electorales, no ha pasado de las vallas publicitarias y de los discursos gubernamentales. Esa austeridad, que tantos hogares salvadoreños ponen en práctica para hacerle frente a las crisis económicas, no ha sido trasladada al ámbito de lo macroeconómico. Tal y como dijera el escritor Miguel Aranguren, otro panorama nos tocaría en los temas presupuestarios si un séquito de madres de familia se tomaran el manejo de fondos del Estado.
La sabiduría económica que conlleva la administración de hogares, donde se sabe que el dinero que se gasta en chicles es dinero que se deja de gastar en otras “carteras” prioritarias como colegiaturas o consultas médicas, tendría efectos sumamente positivos de ser aplicada ante algunos despilfarros estatales como carros del año y computadoras, cuyo costo no podrá ser invertido ya en programas de educación o de seguridad ciudadana.
Una madre de familia, acostumbrada a comprar pantalones con ruedo largo, “para que duren”, podría dar un par de lecciones sobre cómo austeridad no significa comprar equipos de trabajo de mala calidad, sino hacer buen uso y esmerarse en el cuido de los que se tienen. Quizás lo que las carteras del Estado necesitan, es de la auditoría de un papá meticuloso, que acostumbrado a la vigilancia de que el encargado de comprar el pan en el hogar no se quede con el vuelto, podrá servir para asegurar que un finiquito de la Corte de Cuentas de la República huela realmente a transparencia, y no a negociaciones ocultas. No haría falta con urgencia una Ley de Transparencia, si el riguroso control con el que algunos padres enseñan a sus hijos la administración de una mesada limitada, se aplicara a la administración de las también limitadísimas arcas estatales.
La habilidad multiplicadora de recursos de las madres de familia, que del mismo pollo sacan variedad de menús: sopas, panes, arroces, ensaladas y hasta huesos para el perro, le caería bien a algunos de nuestros gobernantes, que podrían dejar de justificar su inactividad en la constante falta de fondos. También la propensión al “multitasking” que tienen algunas madres solteras, que pueden hacer loncheras, hablar por teléfono y coordinar lavados de dientes a distancia, podría ser de gran utilidad a muchos legisladores y ministros, ahorrándole al Estado el gasto mensual en concepto de salarios para asistentes, secretarios, asesores, miembros de sub-comisiones y expertos que le ayudan al funcionario a hacer más liviana su carga de tareas.
A pesar de los múltiples ejemplos en los que la aplicación del sentido común doméstico podría traducirse en bonanza para las arcas del Estado, el mayor obstáculo para las políticas de austeridad sigue siendo que quienes administran nuestros recursos, no tienen los incentivos de poner el cuidado que pone quien se gasta lo propio, pues sabe lo que le ha costado.
Publicado originalmente en El Diario de Hoy (El Salvador) el 5 de septiembre de 2010.