Aún cuando la popularidad del Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, se desploma, aún cuando la revista The Economist urge al gobierno colombiano a "poner a las Farc en evidencia", aún cuando el jefe negociador oficial Humberto de la Calle afirma que el proceso de paz con la guerrilla "se está acabando", no es muy tarde para que el mandatario salve su presidencia.
Es cierto que Santos hizo de las negociaciones con las Farc el eje de su administración, actuando completamente en contra de la voluntad de los votantes que lo eligieron en el 2010. Cuando fue hora de reelegirse en el 2014, Santos tuvo que acudir al apoyo de maquinarias políticas poco salubres y de antiguos opositores suyos de la izquierda estatista, principalmente Clara López, quien había prometido quitarle su independencia al Banco de la República, y Gustavo Petro, quien estaba en medio de su gestión poco eficaz (en el mejor de los casos) como Alcalde de Bogotá.
En ese momento Santos capturó una buena cantidad del voto de centro y “de opinión” al insistir vez tras vez que la paz con las Farc estaba a la vuelta de la esquina. "Con paz haremos más", fue su eslogan, y, entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, anunció que iba a “acelerar el proceso y terminar esta guerra de una vez por todas".
Cuestionado por sus extrañas y repentinas alianzas políticas, pero nunca corto de presunción, Santos se comparó a sí mismo con Franklin Delano Roosevelt aliándose con la Unión Soviética de Stalin para derrotar a la Alemania Nazi. En teoría, si Santos era FDR, entonces Gustavo “el Latin Stalin” Petro era su contraparte en el Kremlin.
Tal grandilocuencia aparte, hoy sabemos muy bien que la cercanía de la paz con las Farc no era más que un espejismo. Las negociaciones se estancaron en el tema de la justicia, el cuarto de cinco puntos sobre la mesa que, mirando hacia atrás, ha debido ser el primero. Como era de esperar, las Farc pretenden obtener una impunidad prácticamente absoluta por sus crímenes, exigencia que no tolera la opinión pública. Mucho menos las leyes vigentes y en especial los tratados internacionales que debe cumplir el Estado.
Mientras tanto las Farc, en el último año, han secuestrado a un general, asesinado a 11 soldados mientras dormían en el Cauca, derribado helicópteros del Ejército, y causado una catástrofe ambiental en el Pacífico colombiano al bombardear un oleoducto. El miércoles pasado, un vocero de la guerrilla le dijo a la prensa internacional que incrementarían los ataques en Colombia para “debilitar la confianza de la economía y de los inversores”. Al día siguiente varios civiles resultaron heridos al estallar dos explosivos en Bogotá, uno de ellos en medio del centro financiero de la capital.
Aunque las Farc han negado su autoría del atentado, el cual ha sido atribuido a sus aliados del ELN, hay que recordar que también desmintieron su participación en el ataque al Club El Nogal en el 2003. A estas alturas del juego, ¿quién de buena fe puede creer algo que digan estos personajes?
Independientemente de quién esté detrás de los ataques en Bogotá, es indudable que la paciencia de la mayoría de los colombianos con las Farc se está agotando. Santos, tal como su predecesor Andrés Pastrana (1998-2002), cometió un gravísimo error al confiar en la palabra de la guerrilla. No fue prudente apostarle su legado a un acuerdo de paz con un grupo armado ilegal que, día tras día, demuestra saber hacer sólo violencia.
No obstante, a diferencia de Pastrana, Santos todavía tiene suficiente tiempo para corregir sus errores. Si cambia de rumbo ahora, no podrá congraciarse con todos los colombianos, pero muchos le darán el beneficio de la duda si demuestra que sus intenciones eran benévolas pero que, defraudado por las Farc- plus ça change- tomó la decisión correcta justo en el momento crítico.
Ciertamente, acabar el proceso de paz con las Farc no es fácil para Santos. Él ha dicho que se está jugando su “capital político”, pero sin duda el orgullo es un factor importante. Según la narrativa establecida, si Santos se para de la mesa en La Habana, le daría la razón a su antiguo jefe y ahora archienemigo político, el ex Presidente Álvaro Uribe (2002-2010), un acérrimo crítico del proceso de paz desde su inicio.
Pero Santos tiene la capacidad de responder a sus críticos con la espléndida frase del novelista Evelyn Waugh: “hasta cierto punto, Lord Copper”.
De hecho, liquidar las infructuosas negociaciones con las Farc no necesariamente significa volver a la época de la “seguridad democrática” de Uribe. Por lo menos no del todo.
Ciertamente la guerra frontal contra las Farc será necesaria, y pocos están mejor calificados que Santos, antiguo Ministro de Defensa de Uribe, para librarla. Pero Santos también puede argumentar con validez que el enfoque estrictamente bélico se intentó desde el 2002 hasta el 2010 y, aunque la guerrilla resultó muy debilitada, no fue del todo vencida.
Y es acá donde surge la posibilidad de implementar una estrategia nunca antes vista en Colombia, donde, durante décadas, los gobiernos han enfrentado el problema de las guerrillas al oscilar entre la guerra frontal y la negociación. Pero ningún gobierno ha optado por una estrategia más inteligente, la de luchar contra las Farc no sólo con las armas, sino a la vez quitándoles su principal fuente de financiación.
Me refiero a la suma de entre 2.400 y 3.500 millones de dólares que recaudan al año las Farc al controlar gran parte del narcotráfico en Colombia.
Santos podría arrebatarle a la guerrilla tales ingresos colosales rápidamente al usar la mayoría de su coalición gobernante en el Congreso para legalizar la producción y el consumo de todas las drogas en el país. Tal como sucedió en Estados Unidos tras el fin de la Prohibición en 1933, el crimen organizado (es decir, las Farc y sus aliados) perdería prácticamente todo su control sobre los mercados negros de la droga tan pronto se regulara su comercio y se creara una industria dominada por empresas legítimas y serias.
En ese escenario, las Farc difícilmente podrían mantener su poderío financiero actual y, con la pérdida de su poder bélico, resultaría mucho más factible para el Estado derrotarlas militarmente. Al menos surgiría una posibilidad real de asediarlas hasta el punto en que no les quede otra opción aparte de negociar la entrega de sus armas sin condición alguna.
Santos es el Presidente apropiado para implementar tal estrategia, un ejemplo del “enfoque indirecto” por medio del cual se ganan la mayoría de las guerras, tal como demostró el gran teórico militar B.H. Liddell Hart.
En el 2011, Santos les dijo a los estudiantes de la Universidad de Brown en Estados Unidos que buscaran “nuevas estrategias, nuevas visiones y nuevos enfoques” para la fallida guerra contra las drogas. Hoy, cuando varios estados de Estados Unidos han legalizado la marihuana, es hora de que Santos siga sus propios consejos.