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Colombia no es Venezuela, pero tampoco es libre

Publicado por Daniel Raisbeck

Es cierto que, a diferencia de Venezuela, nuestro país vecino al oriente, Colombia no se destaca en las noticias internacionales por las expropiaciones arbitrarias, por la inflación ni por la escasez de productos básicos causada por los controles de precios.

El gobierno colombiano tampoco ha cerrado despóticamente medios de comunicación simplemente porque emiten noticias u opiniones que desagradan al régimen, ni ha legalizado el uso de armas letales en contra de los estudiantes que se manifiestan en las calles.

Pero nada de esto debería enorgullecer mucho a los colombianos que defienden la libertad. Raramente es buena idea compararse con el peor alumno del salón de clase para ufanarse de unas notas mediocres, y el desempeño de Colombia en cuanto a las libertades económicas y civiles es poco brillante en el mejor de los casos.

En cuanto a la economía, los políticos colombianos de todas las vertientes establecidas suelen culpar al “neoliberalismo”- aquella “tremebunda entelequia destructora” según Mario Vargas Llosa- de todo mal real o imaginario. La realidad, sin embargo, es que la libertad de mercado es bastante precaria en Colombia.

Usualmente se requiere a un extranjero para que señale el carácter poco libre y mas bien corporativista de la economía nacional. En el 2012, Juan Carlos Hidalgo, analista costarricense del Instituto Cato y autor de Libremente, me dijo en una entrevista que Colombia es un país “bastante mercantilista, con un sector privado fuerte, pero con empresas fuertes porque han sido protegidas durante muchos años por el Estado, principalmente por medio del proteccionismo comercial y de regulaciones”.

Agregó que los Tratados de Libre Comercio colombianos, denigrados tanto por la izquierda como por la derecha, “abren mucho menos el mercado local a la competencia foránea” que aquellos que firman países vecinos como Perú.

Las palabras de Juan Carlos tienen eco en lo que ha escrito acerca de Colombia el profesor de Harvard James Robinson, quien percibe un altísimo grado de cartelización o monopolio en la economía colombiana. Robinson nota que las tres mayores fortunas creadas en el país durante el siglo XX- en cerveza, bebidas gaseosas y en la banca y servicios financieros- surgieron “a partir de monopolios… protegidos y a veces blindados por el Estado”.

Aparte de esta colusión poco salubre entre grandes grupos económicos y políticos o funcionarios estatales --claramente a costa de la competencia y del consumidor-- están los colosales tentáculos retardatorios de la burocracia y del fisco colombiano. Más allá yace un sistema judicial ineficiente y en muchos casos corrupto.

Según el Banco Mundial, crear una empresa legítima en Colombia requiere 8 trámites que se cumplen en 11 días. Quien intente registrar un nuevo negocio, sin embargo, rápidamente cae en cuenta de que estas cifras son bastante optimistas. Más acordes con la realidad son las cifras de 33 trámites y 1.288 días necesarios para hacer cumplir un contrato en Colombia, lo cual nos deja en el puesto número 168 entre 189 países en el escalafón Doing Business. En materia tributaria, una empresa colombiana puede perder 239 horas anuales al cumplir los requisitos para pagar 11 impuestos que suman el 75,4% de las ganancias totales, una tasa mucho mayor a la de Suiza (29%), Suecia (49%) y Dinamarca (26%).

Aunque “la equidad” es uno de los términos favoritos del gobierno actual- un gravamen nuevo se llama el “Impuesto sobre la renta a la equidad”- la descomunal carga tributaria y burocrática que impone el Estado sobre el sector productivo genera una desigualdad de oportunidades aterradora.

Según la Cámara de Comercio de Bogotá, el 60% de las empresas del país son informales, y ¿quién las puede culpar? Pagar impuestos en Colombia es algo para ricos, pero acá rigen las mismas condiciones que detecta Johan Norberg en Kenia: “¿Quiere usted abrir un negocio para enriquecerse? Olvídelo, usted debe ser rico para abrir un negocio”.

Lo funesto del asunto es que, como escribe Hernando de Soto, los actores en la economía informal no pueden ejercer sus derechos a la propiedad ni hacer valer contrato alguno. Tampoco tienen acceso al crédito o a la acumulación del capital dentro de un sistema financiero legal. En pocas palabras, los informales colombianos no tienen acceso al capitalismo, por medio del cual la gran mayoría podría salir de la pobreza.

Una cosa, sin embargo, es la realidad económica, y otra los mitos que persisten en la academia. Resulta algo irrisorio, de hecho, que la mitad de los historiadores asignados por el gobierno colombiano para hacer una “contribución al entendimiento del conflicto armado” coincidan en que el “capitalismo” es la causa o parte de la causa de la guerra en el país. Como nota el economista Daniel Gómez Gaviria, cuando se habla del rapaz capitalismo colombiano, en realidad se hace referencia “a las estructuras pre-capitalistas que aún persisten” aquí.

En cuanto a las libertades civiles, los medios de comunicación colombianos no están sometidos a una censura brutal por parte del Estado, pero eso no significa que sean del todo libres o independientes.

Recientemente se supo que algunos de los medios más grandes e importantes del país- Revista Semana, RCN y Caracol Televisión- han recibido cientos de miles de dólares por parte del Estado para promover su agenda propagandística a favor de un acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Así que la prensa, la cual debe observar meticulosamente al Estado y alertar de cualquier abuso de su parte, ha comprometido su independencia a cambio del flujo de fondos provenientes de la entidad que debe vigilar. En las palabras del poeta Juvenal, quis custodiet ipsos custodes? (¿Quién vigilará a los propios vigilantes?)

Otro ejemplo de la amenaza a las libertades civiles en Colombia es la denominada Ley Antidiscriminación del 2011, la cual penaliza con cárcel a quien sea declarado culpable de ofender a otra persona por su religión o su ideología entre otras razones. Esto le ha abierto la puerta a las acusaciones en contra del “discurso del odio” que, basadas en la noción falaz de que un supuesto derecho a no ser ofendido es compatible con la libertad de prensa, han socavado considerablemente la libre opinión en Canadá y Francia entre otros países.

Sin duda alguna, los colombianos deberíamos denunciar los abusos contra la libertad que ocurren prácticamente a diario en Venezuela. Pero no debemos perder de vista la manera en que el Estado colombiano quebranta nuestras propias libertades de una manera más gradual y menos notoria, pero a la vez constante y ciertamente peligrosa.

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