En otras oportunidades —al efecto de recordar que la sociedad abierta debe ser mantenida y alimentada si se desea que subsista— lo he citado a Paul Johnson quien escribió que “Una de las lecciones de la historia que uno debe aprender, por más que resulte desagradable, es que ninguna civilización puede darse por sentada; siempre hay una era oscura esperando a la vuelta de cada esquina”. En una línea argumental equivalente, muchos años atrás escribí un artículo que titulé “La civilización es frágil”: resulta relativamente fácil destruir instituciones que apuntalan la sociedad abierta pero es sumamente difícil reconstruirlas y apuntalarlas.
Muchos han sido los ejemplos de excelencia a través de la historia, pero por más admirables que hayan sido si no se sostienen en el tiempo la mediocridad gana terreno hasta convertirse en pura decadencia. Tal vez los ejemplos sobresalientes de excelencia y decadencia estrepitosa hayan sido los de Fenicia, Atenas, Roma, la Viena decimonónica y EE.UU. de la actualidad.
En el primer caso, se dio al mundo antiguo un ejemplo de espíritu pacífico y de cooperación a través del comercio. Como señala Edgar Sanderson en su monumental historia, los fenicios no estaban interesados en conquistar sino en civilizar a través de acuerdos libres y voluntarios entre muy diversos pueblos del mundo. Fundaron puertos como la célebre Cartago y Gades (luego Cádiz) y construyeron notables embarcaciones para poder comerciar lo fue una obra educativa debido a que esas actividades requieren el cumplimiento estricto de la palabra empeñada en el contexto de la amabilidad y la cortesía: las partes en la transacción se agradecen recíprocamente como muestra de que ambas ganaron sirviendo al prójimo como un medio inexorable para mejorar la propia posición. Igual que sucedió con nuestros otros ejemplos, la decadencia de valores interna carcomió y minó el tejido social que desembocó en la invasión de fuerzas externas que se apoderaron del lugar.
Por esto es que en los cinco ejemplos que elegimos para ilustrar como puede producirse el auge y la acida de la excelencia debe prestarse especial atención a la reflexión de Albert Schweitzer: “En el movimiento de la civilización que comenzó con el Renacimiento hubo fuerzas tanto materiales como ético-espirituales en juego como si estuvieran en competencia una con la otra y esto continuó. Pero algo sorpresivo ocurrió: la energía ética del hombre se extinguió mientras las conquistas ganadas por su espíritu en la esfera material continuó creciendo. Entonces, durante varias décadas nuestra civilización disfrutó de los grandes adelantos de su progreso material sin prácticamente sentir las consecuencias de los moribundos movimientos éticos. La gente vivió bajo las condiciones producidas por ese movimiento sin ver con claridad que su posición ya no era sustentable [...] De este modo, nuestra propia era, sin tomarse el trabajo de reflexionar, llegó a la opinión que la civilización consiste principalmente en logros científicos, técnicos y artísticos y que pudo lograr su objetivo sin principios éticos”.
En Atenas —“la cuna de la civilización”— se dieron los primeros pasos hacia la democracia moderna y se barajaron prodigiosos conceptos filosóficos hasta que la corrupción en las costumbres y el abandono de principios básicos condujo a su completa destrucción. Idéntico fenómeno ocurrió en Roma donde especialmente en el período de la República se consolidaron las bases de la organización jurídica de la sociedad abierta hasta que los abusos imperiales en el contexto del apartamiento de las nociones del derecho y el consiguiente respeto recíproco inmolaron un maravilloso andamiaje jurídico. Por su parte, el cosmopolitismo de la Viena decimonónica abrió cauces para las manifestaciones culturales más excelesas en la literatura, la música, la economía, el derecho y, con todo lo controvertido que resulta, el psicoanálisis.
Hoy se observa con alarma la traición mayúscula que tiene lugar en EE.UU. respecto de sus principios fundadores: el Leviatán viene haciendo estragos en lo que fue el baluarte del mundo libre. Se le atribuyen al aparato estatal funciones que hada tienen que ver con su misión específica para absorber los más variados aspectos de la vida privada de las personas con lo que el gasto gubernamental, la deuda pública, el déficit fiscal y la manipulación del signo monetario se tornan insoportables.
La respuesta a este cuadro de situación no debe limitarse a la crítica sino que deben estudiarse y proponerse los caminos para corregir y revertir el problema sin ceder en los principios ni contemporizar en las metas: “una cosa es cacarear y otra es poner huevos”. Se necesitan personas de coraje moral e integridad que señalen fundamentadamente el camino hacia el sistema de libertad y responsabilidad individual. La colectivización y su correlato socialista destruyen la dignidad humana y conducen a la pobreza espiritual y material de todos menos los encaramados en el poder que explotan miserablemente a los demás. Tal vez el eje central de la decadencia estribe en la absurda y corruptora noción de que es posible demandar al aparato estatal recursos que pertenecen a otros, pero como bien ha dicho Milton Friedman, en última instancia “no hay tal cosa como un almuerzo gratis”.