A menos que ocurra el muy improbable suceso de que, antes del último día de 2009, el presidente Álvaro Uribe manifieste que no tendrá intención de ser nuevamente candidato a la presidencia, el año 2010 será decisivo para Colombia, y al menos durante los primeros meses buena parte de la atención del país —y de la región, y de muchos en el mundo— se concentrará con intensa ansiedad en la espera de esta histórica decisión. Cosa que en sí misma no es nada provechosa, pues la ansiedad limita de manera muy difusa con la incertidumbre, y ésta última es el más indeseable elemento que pueda haber cuando se desea una recuperación de la economía.
Muchos temores se han expresado acerca de lo que pasaría si Uribe decide ser candidato. Se ha señalado en numerosas ocasiones, por ejemplo, que el equilibrio de contrapesos que se concibió en la Constitución quedaría fracturado, pues si un Presidente ejerce durante doce años poderes de nominación, es concebible que la independencia de algunos órganos del poder quede comprometida. Y sin querer restar importancia a este tipo de temores, el que personalmente más me angustia es de otra naturaleza: temo que, de darse vía libre a una nueva reelección, Colombia se desvíe de su histórica tradición constitucional. Gracias a esta tradición, Colombia se ha acercado de manera notable a la idea de que quienes en último término gobiernan son las leyes y no los hombres, y esto lo ha convertido en una excepción en las tierras de los Perón y los Chávez. El caudillismo no ha tenido mayor lugar en la historia de Colombia, y la idea de un hombre providencial a quien se le debe entregar el destino de la Nación es extraña a la cultura política colombiana. Como tampoco tiene lugar en esa cultura la idea de que las mayorías son todopoderosas, y de que sus presuntos dictámenes no conocen límites. Pero la defensa de la nueva reelección se erige precisamente sobre esos dos pilares: la supuesta soberanía ilimitada de la opinión mayoritaria, y la presunción de que Uribe —la persona, no sus políticas— es imprescindible para la nación.