Camino de servidumbre

Camino de servidumbre
Autor: 
Friedrich A. Hayek

Friedrich August von Hayek (1899 – 1992) nació en Viena, Austria, que en ese entonces era una de las grandes capitales intelectuales de Europa. Hayek es particularmente conocido como un defensor del liberalismo clásico y del capitalismo en contra del socialismo y el pensamiento colectivista. Fue miembro de la Escuela Austriaca de economía y escribió extensamente acerca teoría monetaria, el cálculo en una economía socialista, la teoría de los órdenes espontáneos y la teoría del derecho evolutivo. Inició su carrera como profesor universitario en la Universidad de Viena, luego en la London School of Economics y posteriormente en la Universidad de Chicago y en la Universidad de Freiburg. En 1974 obtuvo el Premio Nobel de Economía por su trabajo relacionado a "la teoría monetaria y las fluctuaciones económicas y por su profundo análisis de la interdependencia entre los fenómenos económicos, sociales e institucionales".

El libro de Hayek, Camino de servidumbre —en alusión a la frase de Alexis de Tocqueville “el camino a la esclavitud”— fue publicado en el Reino Unido el 10 de marzo de 1944. De inmediato generó controversia puesto que explicaba de manera sencilla y clara la relación entre la libertad individual y la planificación económica centralizada. Para Hayek, las ideas colectivistas —ya sean de izquierda o de derecha— no conducen a una utopía sino que al darle cada vez más poder al Estado para controlar la economía, inevitablemente conducen a horrores como los de la Alemania Nazi y la Italia Fascista.

Edición utilizada:

Hayek, F.A. Camino de servidumbre. Textos y documentos. Madrid: Unión Editorial, 2008.

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Capítulo XV: Las perspectivas de un orden internacional

Capítulo XV

Las perspectivas de un orden internacional

De todos los frenos a la democracia, la federación ha sido el más eficaz y el más adecuado... El sistema federal limita y restringe el poder soberano, dividiéndolo y asignando al Estado solamente ciertos derechos definidos. Es el único método para doblegar, no sólo el poder de la mayoría, sino el del pueblo entero.

Lord Acton[367]

En ningún otro campo ha pagado el mundo tan caro el abandono del liberalismo del siglo XIX como en aquel donde comenzó la retirada: en las relaciones internacionales. Sin embargo, sólo hemos aprendido una pequeña parte de la lección que la experiencia debió enseñarnos. Más todavía en ésta que en ninguna otra cuestión, las opiniones comunes acerca de lo deseable y practicable son quizá de las que pueden muy bien producir lo contrario de lo que prometen.

La parte de la lección del pasado reciente que va siendo lenta y gradualmente estimada es que muchos tipos de planificación económica, si se conducen independientemente a escala nacional, provocan de manera inevitable un efecto global pernicioso, incluso desde un punto de vista puramente económico, y, además, serias fricciones internacionales. No es ya menester subrayar cuán pocas esperanzas quedan de armonía internacional o paz estable si cada país es libre para emplear cualquier medida que considere adecuada a su interés inmediato, por dañosa que pueda ser para los demás. En realidad, muchas formas de planificación económica sólo son practicables si la autoridad planificadora puede eficazmente cerrar la entrada a todas las influencias extrañas; así, el resultado de esta planificación es inevitablemente la acumulación de restricciones a los movimientos de personas y bienes.

Menos obvios, pero no menos reales, son los peligros que para la paz surgen de la solidaridad económica artificialmente reforzada entre todos los habitantes de un país cualquiera, y de los nuevos bloques de intereses opuestos creados por la planificación a escala nacional. No es ni necesario ni deseable que las fronteras nacionales marquen agudas diferencias en el nivel de vida, o que los miembros de una colectividad nacional se consideren con derecho a una participación muy diferente en la tarta que la que les ha correspondido a los miembros de otras colectividades. Si los recursos de cada nación son considerados como propiedad exclusiva del conjunto de ésta; si las relaciones económicas internacionales, de ser relaciones entre individuos pasan cada vez más a ser relaciones entre naciones enteras, organizadas como cuerpos comerciales, inevitablemente darán lugar a fricciones y envidias entre los países. Una de las más fatales ilusiones es la de creer que con sustituir la lucha por los mercados o la adquisición de materias primas por negociaciones entre Estados o grupos organizados se reduciría la fricción internacional. Pero esto no haría sino sustituir por un conflicto de fuerza lo que sólo metafóricamente puede llamarse la «lucha» de competencia, y transferiría a Estados poderosos y armados, no sujetos a una ley superior, las rivalidades que entre individuos tienen que decidirse sin recurrir a la fuerza. Las transacciones económicas entre organismos nacionales, que son a la vez los jueces supremos de su propia conducta, que no se someten a una ley superior y cuyos representantes no pueden verse atados por otras consideraciones que el interés inmediato de sus respectivos países, han de terminar en conflictos de fuerza.[368]

Si no hiciéramos de la victoria otro uso mejor que el impulso de las tendencias existentes en este campo, demasiado visibles antes de 1939, podríamos encontrarnos con que habíamos derrotado al nacionalsocialismo tan sólo para crear un mundo de múltiples socialismos nacionales, diferentes en el detalle, pero todos igualmente totalitarios, nacionalistas y en recurrente conflicto entre sí. Los alemanes habrían resultado, como ya lo piensan algunos,[369] los perturbadores de la paz, sólo porque fueron los primeros en tomar el camino que todos los demás acabaron por seguir.

Los que, por lo menos en parte, se hacen cargo de estos peligros, llegan de ordinario como consecuencia a la necesidad de plantear la planificación económica «internacionalmente», es decir, a cargo de alguna institución supranacional. Pero aunque esto evitaría algunos de los peligros evidentes que surgen de la planificación a escala nacional, parece que quienes defienden tan ambiciosos proyectos se dan poca idea de los todavía mayores peligros y dificultades que contienen sus proposiciones. Los problemas que plantea la dirección consciente a escala nacional de los asuntos económicos adquieren inevitablemente aún mayores dimensiones cuando aquélla se intenta internacionalmente. El conflicto entre la planificación y la libertad no puede menos de hacerse más grave a medida que disminuye la semejanza de normas y valores entre los sometidos al plan unitario. Pocas dificultades debe haber para planificar la vida económica de una familia, y relativamente pocas para una pequeña comunidad. Pero cuando la escala crece, el nivel de acuerdo sobre la gradación de los fines disminuye y la necesidad de recurrir a la fuerza y la coacción aumenta. En una pequeña comunidad existirá unidad de criterio sobre la relativa importancia de las principales tareas y coincidencia en las normas de valor, en la mayoría de las cuestiones. Pero el número de éstas decrecerá más y más cuanto mayor sea la red que arrojemos; y como hay menos comunidad de criterios, aumenta la necesidad de recurrir a la fuerza y la coerción.

Se puede persuadir fácilmente a la gente de cualquier país para que haga un sacrificio a fin de ayudar a lo que considera como «su» industria siderúrgica o «su» agricultura, o para que en el país nadie caiga por debajo de un cierto nivel de vida. Cuando se trata de ayudar a personas cuyos hábitos de vida y formas de pensar nos son familiares, o de corregir la distribución de las rentas o las condiciones de trabajo de gentes que nos podemos imaginar bien y cuyos criterios sobre su situación adecuada son, en lo fundamental, semejantes a los nuestros, estamos generalmente dispuestos a hacer algún sacrificio. Pero basta parar mientes en los problemas que surgirían de la planificación económica aun en un área tan limitada como Europa occidental, para ver que faltan por completo las bases morales de una empresa semejante. ¿Quién se imagina que existan algunos ideales comunes de justicia distributiva gracias a los cuales el pescador noruego consentiría en aplazar sus proyectos de mejora económica para ayudar a sus compañeros portugueses, o el trabajador holandés en comprar más cara su bicicleta para ayudar a la industria mecánica de Coventry, o el campesino francés en pagar más impuestos para ayudar a la industrialización de Italia?

Si la mayoría de las gentes no están dispuestas a ver la dificultad, ello se debe sobre todo a que, consciente o inconscientemente, suponen que serán ellas quienes arreglen para todos estas cuestiones, y a que están convencidas de su propia capacidad para hacerlo de un modo justo y equitativo. El pueblo inglés, quizá aún más que otros, comienza a comprender lo que significan estos proyectos cuando se le advierte que puede no ser más que una minoría en el organismo planificador y que las líneas fundamentales del futuro desarrollo económico de Gran Bretaña pueden ser determinadas por una mayoría no británica. ¿Cuántos ingleses estarían dispuestos a someterse a la decisión de un organismo internacional, por democráticamente constituido que estuviese, el cual tuviera poder para decretar que el desarrollo de la industria siderúrgica española tendría preferencia respecto a la del sur de Gales, que la industria óptica debería concentrarse en Alemania y excluirse de Gran Bretaña, o que Gran Bretaña sólo podría importar gasolina refinada, reservándose para los países productores todas las industrias relativas al refino?

Imaginarse que la vida económica de una vasta área que abarque muchos pueblos diferentes puede dirigirse o planificarse por procedimientos democráticos, revela una completa incomprensión de los problemas que surgirían. La planificación a escala internacional, aún más de lo que es cierto en una escala nacional, no puede ser otra cosa que el puro imperio de la fuerza; un pequeño grupo imponiendo al resto los niveles de vida y ocupaciones que los planificadores consideran deseables para los demás. Si hay algo cierto, es que el Grossraumwirtschft de la especie que han pretendido los alemanes sólo puede realizarlo con éxito una raza de amos, un Herrenvolk, imponiendo brutalmente a los demás sus fines y sus ideas. Es un error considerar la brutalidad y el desprecio de todos los deseos e ideales de los pueblos pequeños, mostrados por los alemanes, simplemente como un signo de su especial perversidad; es la naturaleza de la tarea que se atribuyeron lo que hacía inevitable estas cosas. Emprender la dirección de la vida económica de gentes con ideales y criterios muy dispares es atribuirse responsabilidades que obligan al uso de la fuerza; es asumir una posición en la que las mejores intenciones no pueden evitar que se actúe forzosamente de una manera que a algunos de los afectados parecerá altamente inmoral.[370]

Esto es cierto, aunque supongamos que el poder dominante es todo lo idealista y altruista que quepa imaginar. ¡Pero cuán escasas probabilidades hay de que sea altruista y a cuántas tentaciones estará expuesto! Creo que el nivel de honestidad y justicia, particularmente respecto a los asuntos internacionales, es tan alto en Inglaterra como en cualquier otro país, si no lo es más.Y, sin embargo, podemos ya oír que la victoria debe utilizarse para crear condiciones en las que la industria británica sea capaz de utilizar plenamente las instalaciones especiales que ha levantado durante la guerra; que la reconstrucción de Europa tiene que dirigirse de manera que se ajuste a las especiales exigencias de las industrias británicas y a la finalidad de asegurar a cada cual en Inglaterra la clase de ocupación para la que se considere a sí mismo más adecuado. Lo alarmante en estas sugerencias no es que se hayan hecho, sino que las hayan hecho con toda inocencia y considerado como cosa natural personas honestas que ignoraban por completo la enormidad moral implícita en el empleo de la fuerza para estos fines.[371]

Quizá el más poderoso agente causal de la creencia en que es posible la dirección centralizada única de la vida económica de muchos pueblos diferentes, por medios democráticos, sea la fatal ilusión de creer que si las decisiones se entregaran al «pueblo», la comunidad de intereses de las clases trabajadoras superaría fácilmente las diferencias que existen entre las clases dirigentes. Hay sobrados motivos para esperar que, con una planificación mundial, la pugna de intereses que suscita ahora la política económica de cualquier nación adoptaría de hecho la forma de una lucha de intereses aún más violenta entre pueblos enteros, que sólo podría decidirse por la fuerza. Sobre las cuestiones en que tendría que decidir una autoridad planificadora internacional, habría, inevitablemente, tanto conflicto entre los intereses y opiniones de las clases trabajadoras de los diferentes países como entre las diferentes clases sociales de un país cualquiera, y aun habría entre aquéllas menos base de común acuerdo para un arreglo equitativo. Para el trabajador de un país pobre, la demanda de protección contra la competencia del salario bajo formulada por su colega de un país más afortunado, mediante una legislación de salario mínimo, protección que se afirma corresponder al interés del pobre, no es, frecuentemente, más que un medio de privar a éste de la única posibilidad de mejorar sus condiciones, superando las desventajas naturales con jornales inferiores a los de sus compañeros de otros países.

Y para él, el hecho de tener que dar el producto de diez horas de su trabajo por el producto de cinco horas del hombre de otra parte que está mejor equipado con maquinaria es tanta «explotación» como la practicada por cualquier capitalista.

Es bastante seguro que en un sistema internacional planificado las naciones más ricas y, por ello, más poderosas serían, en un grado mucho mayor que en una economía libre, objeto del odio y la envidia de las más pobres; y éstas, acertada o equivocadamente, estarían convencidas de que su posición podría mejorarse mucho más rápidamente tan sólo con ser libres para hacer lo que quisieran. Si llegara a considerarse como deber de un organismo internacional la realización de la justicia distributiva entre los diferentes pueblos, la transformación de la lucha de clases en una pugna entre las clases trabajadoras de los diferentes países sería, sin duda, según la doctrina socialista, una evolución consecuente e inevitable.

Muchas tonterías se dicen ahora sobre la «planificación para igualar los niveles de vida». Es instructivo considerar con algún mayor detalle una de estas proposiciones para ver con precisión lo que encierra. El área por la que ahora muestran mayor afición en sus proyectos nuestros planificadores es la cuenca del Danubio y Europa Sudoriental.[372] No puede ponerse en duda la urgente necesidad de mejorar las condiciones económicas de esta región, por consideraciones humanitarias y económicas tanto como en interés de la futura paz de Europa, ni que ello sólo puede lograrse dentro de una estructura política diferente de la del pasado. Pero esto no es lo mismo que el deseo de ver la vida económica de esta región dirigida de acuerdo con un único plan general y de fomentar el desarrollo de las diferentes industrias conforme a un programa trazado de antemano, de tal manera que la iniciativa local sólo puede triunfar si logra la aprobación de la autoridad central y su incorporación al plan de ésta. No se puede, por ejemplo, crear una especie de Tennessee Valley Authority para la cuenca danubiana sin determinar previamente con ello, para muchos años, el grado de progreso relativo de las diferentes razas que habitan esta región y sin subordinar todas sus aspiraciones y deseos individuales a esta tarea.[373]

La planificación de esta clase tiene necesariamente que comenzar por fijar un orden de preferencia para los diferentes objetivos. Planificar para la deliberada igualación de los niveles de vida significa que han de ordenarse las diferentes pretensiones con arreglo a sus méritos, que unos tienen que dar preferencia a otros y que aquéllos deben aguardar su turno, aunque quienes se ven así preteridos pueden estar convencidos, no sólo de su mejor derecho, sino también de su capacidad para alcanzar antes su objetivo sólo con que se les concediera libertad para actuar con arreglo a sus propios proyectos. No existe base que nos consienta decidir si las pretensiones del campesino rumano pobre son más o menos urgentes que las del todavía más pobre albanés, o si las necesidades del pastor de las montañas eslovacas son mayores que las de su compañero esloveno. Pero si la elevación de sus niveles de vida ha de efectuarse de acuerdo con un plan unitario, alguien tiene que contrapesar deliberadamente los merecimientos de todas estas pretensiones y decidir entre ellas. Una vez en ejecución este plan, todos los recursos del área planificada tienen que estar al servicio de aquél; y no puede haber excepción para quienes sienten que podrían hacerlo mejor por sí mismos. Si sus pretensiones han recibido un puesto inferior, tendrán que trabajar ellos para satisfacer con anterioridad las necesidades de quienes lograron preferencia.

En semejante situación todos se sentirían, justamente, peor que si se hubiera adoptado algún otro plan y, por la decisión y el poder de las potencias dominantes, condenados a un puesto menos favorable que el que pensaron que se les debía. Intentar tal cosa en una región poblada de pequeñas naciones, cada una de las cuales cree en su propia superioridad con igual fervor que las otras, es emprender una tarea que sólo puede realizarse mediante el uso de la fuerza. Lo que sucedería en la práctica es que las decisiones británicas y el poder británico tendrían que resolver si el nivel de vida de los campesinos macedonios o el de los búlgaros debería elevarse más rápidamente, o si el de los mineros checos o el de los húngaros debería aproximarse más de prisa a los niveles occidentales. No se necesita mucho conocimiento de la naturaleza humana y sólo, ciertamente, una ligera información sobre los pueblos de Europa Central para comprender que, cualquiera que fuese la decisión impuesta, serían muchos, probablemente mayoría, los que considerasen como una suprema injusticia el orden particular elegido, y su común odio pronto se volvería contra la potencia que, por desinteresadamente que fuese, estaba determinando su suerte.

Aunque, sin duda, hay muchas personas que creen honradamente que si se les permitiera encargarse de la tarea serían capaces de resolver todos estos problemas de un modo justo e imparcial, y que se sorprenderían de verdad al descubrir sospechas y odios volviéndose contra ellas, éstas serían, probablemente, las primeras en aplicar la fuerza cuando aquellos a quienes se proponían beneficiar mostrasen resistencia, y las que actuarían con la mayor dureza para obligar a la gente a hacer lo que se presuponía era su propio interés. Lo que estos peligrosos idealistas no ven es que cuando asumir una responsabilidad moral supone recurrir a la fuerza para hacer que los propios criterios morales prevalezcan sobre los dominantes en otros países, al aceptar esta responsabilidad pueden colocarse en una situación que les impida una actuación moral. Imponer semejante imposible tarea moral a las naciones victoriosas es un seguro camino para corromperlas moralmente y desacreditarlas.

Asistamos por todos los medios posibles a los pueblos más pobres, en sus propios esfuerzos para rehacer sus vidas y elevar su nivel. Un organismo internacional puede ser muy recto y contribuir enormemente a la prosperidad económica si se limita a mantener el orden y a crear las condiciones en que la gente pueda desarrollar su propia vida; pero es imposible que sea recto o consienta a la gente vivir su propia vida si este organismo distribuye las materias primas y asigna mercados, si todo esfuerzo espontáneo ha de ser «aprobado» y nada puede hacerse sin la sanción de la autoridad central.

Después de lo dicho en los primeros capítulos, apenas es necesario insistir en que estas dificultades no pueden vencerse confiriendo a las diversas autoridades internacionales «solamente» poderes económicos específicos. La creencia en que ésta sería una solución práctica descansa sobre la falacia de suponer que la planificación económica es solamente una tarea técnica, que pueden desempeñarla de una manera estrictamente objetiva los técnicos, y que las cosas realmente vitales podrían quedar en manos de las autoridades políticas. Cualquier institución económica internacional no sujeta a un poder político superior, aunque quedase estrictamente confinada a un campo particular, podría fácilmente ejercer el más tiránico e irresponsable poder imaginable. El control con carácter exclusivo de una mercancía o servicio esencial (como, por ejemplo, el transporte aéreo) es, en efecto, uno de los más amplios poderes que pueden conferirse a cualquier organismo. Pues como apenas hay algo que no se pueda justificar por «necesidades técnicas», que nadie ajeno a la materia puede eficazmente discutir —o incluso por argumentos humanitarios, y posiblemente del todo sinceros, acerca de las necesidades de algún grupo especialmente mal situado que no podría recibir ayuda de otra manera—, apenas hay posibilidad de dominar aquel poder. La organización de los recursos del mundo en forma de instituciones más o menos autónomas, que ahora encuentra apoyo en los lugares más sorprendentes, un sistema de monopolios reconocidos por todos los gobiernos nacionales, pero no sometidos a ninguno, se convertiría, inevitablemente, en el peor de todos los bandidajes concebibles; y ello aunque todos los encargados de su administración demostrasen ser los más fieles guardianes de los intereses particulares colocados bajo su cuidado.

Basta considerar seriamente todas las consecuencias de unos proyectos al parecer tan inocentes como el control y distribución de la oferta de las materias primas esenciales, muy aceptados como base fundamental del futuro orden económico, para ver qué aterradoras dificultades políticas y peligros morales crearían. El interventor de la oferta de una materia prima tal como el petróleo o la madera, el caucho o el estaño, sería el dueño de la suerte de industrias y países enteros. Al decidir el consentimiento de un aumento de la oferta y una reducción del precio y de la renta de los productores, decidiría si permitir el nacimiento de alguna nueva industria en algún país o impedirlo. Dedicado a «proteger» los niveles de vida de aquellos a quienes considera como especialmente encomendados a su cuidado, privaría de su mejor y quizá única posibilidad de prosperar a muchos que están en una posición más desfavorable. Si todas las materias primas esenciales fueran así controladas, no habría, ciertamente, nueva industria ni nueva aventura en la que pudieran embarcarse las gentes de un país sin el permiso de los controladores, ni plan de desarrollo o mejora que no pudiera ser frustrado por su veto. Lo mismo es cierto de todo acuerdo internacional para la «distribución» de los mercados y aún más del control de las inversiones y de la explotación de los recursos naturales.

Es curioso observar que todos aquellos que presumen de ser los más firmes realistas y que no pierden oportunidad para verter el ridículo sobre el «utopismo  » de quienes creen en la posibilidad de un orden político internacional, consideran, sin embargo, más practicable la interferencia, mucho más íntima e irresponsable en las vidas de los diferentes pueblos, a que obliga la planificación económica. Y creen que, una vez se otorgara este inesperado poder a un gobierno internacional, al que acaban de presentar como incapaz hasta de imponer simplemente un Estado de Derecho, este poder más amplio sería empleado de manera tan altruista y tan evidentemente recta que lograría el consenso general. Si algo es evidente, lo será que, mientras las naciones podrían aceptar normas formales previamente convenidas, nunca se someterán a la dirección que supone una planificación económica internacional; pues si bien pueden llegar a un acuerdo sobre las reglas del juego, nunca se conformarán con el orden de preferencia que una mayoría de votos fije a las necesidades de cada una ni con el ritmo en que se las consienta avanzar en su progreso. Aunque, al principio, los pueblos, ilusionados en cuanto al significado de estos proyectos, conviniesen en transferir tales poderes a un organismo internacional, pronto hallarían que lo que habían delegado no era simplemente una tarea técnica, sino el más dilatado poder sobre sus vida enteras.

Lo que hay, evidentemente, en el fondo del pensamiento de los no del todo cándidos «realistas» que defienden estos proyectos es que las grandes potencias no estarán dispuestas a someterse a una autoridad superior, pero estarán en condiciones de emplear estas instituciones «internacionales» para imponer su voluntad a las pequeñas naciones dentro del área en que ejerzan su hegemonía. Hay tanto «realismo» en ello, que, efectivamente, enmascarando así como «internacionales» a las instituciones planificadoras, pudiera ser más fácil lograr la única condición que hace practicable la planificación internacional, a saber: que la realice, en realidad, una sola potencia predominante. Este disfraz no alteraría, sin embargo, el hecho de significar para todos los Estados pequeños una sujeción mucho más completa a una potencia exterior, contra la que no sería ya posible una resistencia real, sujeción que traería consigo la renuncia a una parte claramente definible de la soberanía política.

Es significativo que los más apasionados abogados de un Nuevo Orden económico para Europa, centralmente dirigido, muestran, como sus prototipos fabiano y alemán, el más completo desprecio por la individualidad y los derechos de los pequeñas naciones. Las opiniones del profesor Carr, que representa en esta esfera aún más que en la de la política interior la tendencia hacia el totalitarismo en Inglaterra, han llevado ya a uno de sus colegas a plantear esta tan pertinente cuestión: «Si la conducta nazi respecto a los pequeños Estados soberanos va a hacerse realmente general, ¿para qué la guerra?».[374] Los que han observado la intranquilidad y alarma que han causado entre nuestros aliados menores algunas manifestaciones recientes sobre estas cuestiones en periódicos tan diversos como The Times y New Statesman[375] no dudarán cuánto está ofendiendo esta actitud a nuestros amigos más firmes y cuán fácilmente se disiparía la reserva de buena voluntad que se ha acumulado durante la guerra si se hiciera caso a estos consejeros.

Los que están tan dispuestos a brincar sobre los derechos de los pequeños Estados tienen, por lo demás, razón en una cosa: no podemos esperar orden o paz duraderos, después de esta guerra, si los Estados, grandes o pequeños, recuperan una soberanía sin trabas en la esfera económica. Pero esto no significa que sea menester dar a un nuevo superestado poderes que no hemos sabido usar inteligentemente ni siquiera en una escala nacional; no significa que se dé poder a una institución internacional para dirigir a las diversas naciones en el uso de sus recursos. Significa solamente que debe existir un poder que pueda prohibir a las diferentes naciones una acción dañosa para sus vecinas; significa la existencia de un conjunto de normas que definan lo que un Estado puede hacer y una institución capaz de hacer cumplir estas normas. Los poderes que tal institución necesita son, principalmente, de carácter prohibitivo; tiene que estar, sobre todo, en condiciones de poder decir «no» a toda clase de medidas restrictivas.

Lejos de ser cierto, como ahora se cree con frecuencia, que necesitamos una organización económica internacional, pero que los Estados pueden, al mismo tiempo, conservar su ilimitada soberanía política, la verdad es casi exactamente lo opuesto. Lo que necesitamos y cabe alcanzar no es un mayor poder en manos de irresponsables instituciones económicas internacionales, sino, por el contrario, un poder político superior que pueda mantener a raya los intereses económicos y que, ante un conflicto entre ellos, pueda, verdaderamente, mantener un equilibrio, porque él mismo no está mezclado en el juego económico. Lo que se necesita es un organismo político internacional que, careciendo de poder para decidir lo que los diferentes pueblos tienen que hacer, sea capaz de impedirles toda acción que pueda perjudicar a otros.

Los poderes que se deben ceder a una institución internacional no son las nuevas facultades asumidas por los Estados en los tiempos recientes, sino aquel mínimo de poderes sin el cual es imposible mantener relaciones pacíficas, es decir, esencialmente los poderes del Estado de laissez-faire ultraliberal. Y aún más que en la esfera nacional, es esencial que el Estado de Derecho circunscriba estrechamente estos poderes del organismo internacional. La necesidad de semejante institución supranacional aumenta a medida que los Estados individuales se convierten, cada vez más, en unidades de administración económica y que, por esto, se hace probable que las fricciones surjan no entre individuos, sino entre Estados.

La forma de gobierno internacional que permite transferir a un organismo internacional ciertos poderes estrictamente definidos,mientras en todo lo demás cada país conserva la responsabilidad de sus asuntos interiores, es, ciertamente, la federación. No debemos permitir que las numerosas iniciativas irreflexivas y a menudo extremadamente disparatadas que surgieron en apoyo de una organización federal del mundo entero durante el apogeo de la propaganda por la «Unión Federal», oscurezcan el hecho de ser el principio federativo la única forma de asociación de pueblos diferentes que crearía un orden internacional sin agraviarlos en su legítimo deseo de independencia.[376] El federalismo no es, por lo demás, otra cosa que la aplicación de la democracia a los asuntos internacionales, el único medio de intercambio pacífico que el hombre ha inventado hasta ahora. Pero es una democracia con poderes estrictamente limitados. Aparte del ideal, más impracticable, de fundir diferentes países en un solo Estado centralizado, cuya conveniencia está lejos de ser evidente, es el único camino por el que puede convertirse en realidad el ideal del Derecho internacional. No debemos engañarnos nosotros mismos creyendo que, cuando en el pasado llamábamos Derecho internacional a las reglas de la conducta internacional, hacíamos otra cosa que expresar un buen deseo. Cuando pretendemos evitar que las gentes se maten unas a otras, no podemos contentarnos con declarar prohibido matar, sino que debemos dar facultades a una autoridad para evitarlo. De la misma manera, no puede haber un Derecho internacional sin la existencia de un poder que obligue a su cumplimiento. El obstáculo para la creación de este poder internacional fue, en gran parte, la idea de que necesitaba reunir todas las facultades, prácticamente ilimitadas, que posee el Estado moderno. Pero con la división de poderes en el sistema federal esto no es necesario en modo alguno.

Esta división de poderes obraría, inevitablemente, limitando a la vez el poder de todos y el de cada uno de los Estados.Además, muchos de los tipos de planificación que ahora están de moda serían, probablemente, del todo imposibles.[377]

Pero en modo alguno constituiría un obstáculo para toda planificación. Precisamente una de las principales ventajas de la federación es que puede proyectarse de tal manera que dificulte la mayoría de las planificaciones dañosas, pero deje libre el camino para todas las deseables. Impide o puede hacer que se eviten la mayoría de las formas de restriccionismo.Y confina la planificación internacional a los campos en que puede alcanzarse un verdadero acuerdo, no sólo entre los «intereses» inmediatamente envueltos, sino entre todos los afectados. Las formas deseables de planificación que puedan efectuarse localmente y sin necesidad de medidas restrictivas, quedan libres y en manos de los mejor calificados para emprenderlas. Puede incluso esperarse que dentro de una federación, donde ya no subsistirán las mismas razones para que los Estados individuales se hagan todo lo fuertes que les sea posible, se invierta hasta cierto punto el proceso de centralización del pasado y se registre alguna transferencia de poderes del Estado a las autoridades locales.

Conviene recordar que la idea de un mundo que, al fin, encuentra la paz mediante un proceso de absorción de los Estados separados, para formar grandes grupos federados y, por último, quizá, una sola federación, lejos de ser nueva, fue, sin duda, el ideal de casi todos los pensadores liberales del siglo XIX. Desde Tennyson, a cuya visión, tantas veces citada, de la «batalla del aire» sigue la de una federación de los pueblos que vendría tras su última gran lucha, y hasta el final del siglo, la esperanza del inmediato gran paso en el avance de la civilización se cifró, una vez tras otra, en el logro último de una organización federal.[378] Los liberales del siglo XIX pueden no haber tenido plena conciencia de cuán esencial complemento de sus principios era una organización federal de los diversos Estados,[379] pero fueron pocos los que no expresaron su creencia en ella como un objetivo último.[380] Sólo al aproximarse nuestro siglo XX, ante la triunfante ascensión de la Realpolitik, empezaron a considerarse impracticables y utópicas estas esperanzas.

No podemos reconstruir la civilización a una escala aumentada. No es un accidente que, en conjunto, se encuentre más belleza y dignidad en la vida de las naciones pequeñas y que, entre las grandes, haya más felicidad y contento en la medida en que evitaron la mortal plaga de la centralización. Difícilmente preservaremos la democracia o fomentaremos su desarrollo si todo el poder y la mayoría de las decisiones importantes corresponden a una organización demasiado grande para que el hombre común la pueda comprender o vigilar. En ninguna parte ha funcionado bien, hasta ahora, la democracia sin una gran proporción de autonomía local, que sirve de escuela de entrenamiento político, para el pueblo entero tanto como para sus futuros dirigentes. Sólo donde la responsabilidad puede aprenderse y practicarse en asuntos que son familiares a la mayoría de las personas, donde lo que guía la acción es el íntimo conocimiento del vecino más que un saber teórico sobre las necesidades de otras gentes, puede realmente el hombre común tomar parte en los negocios públicos, porque éstos conciernen al mundo que él conoce. Cuando el objetivo de las medidas políticas llega a ser tan amplio que el conocimiento necesario lo posee casi exclusivamente la burocracia, decaen los impulsos creadores de las personas particulares. Creo que, sobre esto, la experiencia de los países pequeños, como Holanda y Suiza, tiene mucho que enseñar, incluso a los más afortunados de los grandes países, como Gran Bretaña. Todos ganaremos si somos capaces de crear un mundo adecuado para que los Estados pequeños puedan vivir en él.

Pero el pequeño sólo puede preservar su independencia, en la esfera internacional como en la nacional, dentro de un verdadero sistema legal que, a la vez, garantice el cumplimiento invariable de ciertas normas y asegure que la autoridad facultada para hacerlas cumplir no puede emplear este poder con ningún otro propósito. Mientras en su tarea de garantizar el derecho común ha de ser muy poderosa la institución supranacional, su constitución tiene que haberse proyectado de manera que impida, tanto a las autoridades internacionales como a las nacionales, convertirse en tiránicas. Nunca evitaremos el abuso del poder si no estamos dispuestos a limitarlo en una forma que, ocasionalmente, puede impedir también su empleo para fines deseables. La gran oportunidad que tendremos al final de esta guerra es que las grandes potencias victoriosas, sometiéndose ellas mismas las primeras a un sistema de normas que está en sus manos imponer, adquieran al mismo tiempo el derecho moral para imponerlas a las demás.

Una institución internacional que limite eficazmente los poderes del Estado sobre el individuo será una de las mayores garantías de la paz. El Estado de Derecho internacional tiene que llegar a ser la salvaguarda tanto contra la tiranía del Estado sobre el individuo como contra la tiranía del nuevo superestado sobre las comunidades nacionales. Nuestro objetivo no puede ser ni un superestado omnipotente, ni una floja asociación de «naciones libres», sino una comunidad de naciones de hombres libres. Hemos alegado mucho tiempo que se había hecho imposible comportarse en la forma que consideramos deseable en los asuntos internacionales, porque otros no seguían las reglas del juego. El convenio al que hay que llegar nos dará la oportunidad de demostrar que hemos sido sinceros y que estamos dispuestos a aceptar las mismas restricciones de nuestra libertad de acción que, en el interés común, pensamos necesario imponer a los demás.

Utilizado con prudencia, el principio federal de organización puede, sin duda, mostrarse como la solución mejor para algunos de los más difíciles problemas del mundo. Pero su aplicación es una tarea de extrema dificultad, y no tendremos, probablemente, éxito en ella si en un intento excesivamente ambicioso la forzamos más allá de su capacidad. Existirá, probablemente, una fuerte tendencia a que una nueva organización internacional lo abarque y absorba todo; y será, sin duda, una necesidad imperativa contar con algún organismo universal, con una nueva Sociedad de Naciones. El gran peligro está en que, si en el intento de confiar exclusivamente en esta organización mundial, se le encomiendan todas las tareas que parece deseable colocar en manos de una institución internacional, no se podrán cumplir adecuadamente. He estado siempre convencido de que esta ambición fue la raíz de la debilidad de la Sociedad de Naciones; que en el fracasado intento de abarcar el mundo entero encontró su debilidad, y que una Sociedad más pequeña y, a la vez, más poderosa pudiera haber sido un mejor instrumento para el mantenimiento de la paz. Creo que estas consideraciones valen todavía y que podría lograrse un grado de cooperación entre, digamos, el Imperio británico, las naciones de Europea occidental y, probablemente, los Estados Unidos, que no sería posible a una escala mundial. La asociación relativamente íntima que una Unión Federal representa no será practicable al principio más allá, quizá, de los límites de una región tan reducida como la formada por una parte de Europa occidental, aunque podría ser posible extenderla gradualmente.

Es cierto que con la formación de estas federaciones regionales subsiste la posibilidad de una guerra entre los diferentes bloques, y que para reducir este riesgo en todo lo posible tenemos que contar con una organización más amplia y menos apretada. Mi creencia es que la necesidad de esta otra organización no constituye un obstáculo para una asociación más estrecha entre aquellos países que son más semejantes por su civilización, orientación y niveles de vida. Aunque tenemos que hacer todo lo posible para evitar futuras guerras, no debemos creer que podemos montar de un golpe una organización permanente que haría enteramente imposible todo conflicto en cualquier parte del mundo. No solo no tendríamos éxito en este intenso, sino que, probablemente, malograríamos con él nuestras posibilidades de alcanzar éxito en una esfera más limitada. Como es verdad respecto de otros grandes males, las medidas por las que cabría impedir luchas en el futuro pueden ser peores que la misma guerra. Reducir los riesgos de fricción capaces de conducir a la guerra es, probablemente, todo lo que, de una manera razonable, podemos tener la esperanza de lograr.

Notas al pie de página

[367]

[Lord Acton, «Review of Sir Erskine May’s Democracy in Europe», cit., p. 98 {p. 330 de la edición española, citada}. Acton dijo en ralidad: «De todas las pruebas de la democracia, el federalismo ha sido la más eficaz y la más apropiada.» —Ed.]


[368]

Sobre todos estos y los puntos siguientes, que aquí sólo podemos tocar de manera sucinta, véase el libro del profesor Lionel Robbins, Economic Planning and International Order (Londres: Macmillan, 1937), passim.


[369]

Véase en particular el significativo libro de James Burnham, The Managerial Revolution, 1941.


[370]

La experiencia en la esfera colonial, de Inglaterra tanto como de cualquier otro país, ha mostrado muy ampliamente que incluso las formas moderadas de planificación que denominamos desarrollo colonial envuelven, lo queramos o no, la imposición de ciertos criterios a aquellos a quienes tratamos de ayudar. Es justamente esta experiencia la que ha hecho que los técnicos coloniales, incluso los de mentalidad más internacional, sean tan escépticos acerca de la posibilidad de una administración «internacional» de las colonias.


[371]

Si todavía hay alguien que no ve las dificultades o abriga la creencia de que con algo de buena voluntad podrían dominarse todas ellas, le convendrá tratar de representarse las consecuencias de una dirección centralizada de la actividad económica aplicada a escala mundial. ¿Es muy dudoso que ello significaría un esfuerzo más o menos consciente para asegurar el dominio del hombre blanco, y que así sería considerado rectamente por todas las demás razas? Mientras yo no encuentre una persona normal que crea seriamente en la sumisión voluntaria de las razas europeas para que su nivel de vida y su grado de progreso fuesen determinados por un Parlamento mundial, seguiré considerando absurdos esos planes. Pero esto no impide, desgraciadamente, que se propugnen en serio medidas particulares que sólo podrían justificarse si el principio de la dirección mundial fuese un ideal asequible.


[372]

[Hayek puede haber tenido presentes estudios tales como el de C.A. Macartney, Problems of the Danube Basin (Cambridge: Cambridge University Press, 1942), o Antonin Basch, The Danube Basin and the German Economic Sphere (Nueva York: Columbia University Press, 1943). —Ed.]


[373]

[La Tennessee Valley Authority era una agencia creada durante el New Deal para generar electricidad y controlar las inundaciones en una región formada por los siete estados situados en torno a la cuenca del río Tennessee. —Ed.]


[374]

El profesor C.A.W. Manning, en una reseña del libro Conditions of Peace, del profesor Carr, en el International Affairs Review Supplement, junio de 1942, p. 443.


[375]

Es significativo en más de un aspecto que, como se ha observado recientemente en un semanario, «se había ya comenzado a esperar algo del estilo de Carr lo mismo en las páginas del New Statesman que en las de The Times» («Four Winds», en Time and Tide, 20 de febrero de 1943). [Time and Tide comenzó como una revista y luego se convirtió en un periódico semanal independiente. Editado en el n.º 38 de Bloomsbury Street, estaba dirigido por mujeres y escrito para ellas. —Ed.]


[376]

Es una gran lástima que la inundación de publicaciones federalistas que no hace muchos años cayó sobre nosotros haya privado de la atención que merecen a unas cuantas obras, entre ellas, importantes y sagaces. Una que en particular debe ser cuidadosamente consultada cuando llegue el tiempo de elaborar una nueva estructura política de Europa, es el librito del doctor W. Ivor Jennings, A Federation for Western Europe (Nueva York: Macmillan, y Cambridge: Cambridge University Press, 1940. [Tanto Hayek como Lionel Robbins estaban a favor de alguna forma de federación para Europa; véanse las cartas de Hayek a The Spectator tituladas «War Aims» y «An Anglo-French Federation», incluidas en la obra de F.A. Hayek, Socialism and War, cit., pp. 161-64 {pp. 193-197 de la edición española}. —Ed.]


[377]

Véase sobre esto el artículo del autor: «Economic Conditions of Inter-State Federation», The New Commonwealth Quarterly, vol.V, septiembre de 1939. [Este artículo se publicó posteriormente en F.A. Hayek, Individualism and Economic Order, cit., pp. 255-72. —Ed.]


[378]

[Hayek se refiere al poema de Lord Alfred Tennyson «Locksley Hall.» Véase The Poetical Works of Alfred Lord Tennyson (Boston y Nueva York: Houghton Mifflin, 1892), p. 60, donde una batalla en el cielo termina con las siguientes frases:

Till the war-drum throbb’d no longer, And the battle flags were furl’d In the Parliament of man, the Federation Of the world.

El poema comienza con el amargo lamento de un joven que ha sido separado de su primer amor, su prima, que se ha casado con otro. Existe un paralelo con la propia vida de Hayek; véase Bruce Caldwell, Hayek’s Challenge, cit., p. 133, nota 1. —Ed.]


[379]

Véase sobre esto el libro del profesor Robbins, ya citado, pp. 240-57.


[380]

Ya en los años finales del siglo XIX, Henry Sidgwick pensaba que «no estaría fuera de los límites de una previsión prudente el contar con una cierta integración de los Estados de la Europa occidental; y si esto ocurre, parece probable que se seguirá el ejemplo de América y que el nuevo conjunto político se formará sobre la base de una constitución federal» Véase Henry Sidgwick, The Development of European Polity (Londres: Macmillan, 1903), p. 439), publicado póstumamente. Sidgwick dijo realmente que no está fuera de los límites de una sobria previsión el que pueda tener lugar una ulterior integración en los estados de Europa occidental...» —Ed.]