Capítulo IVLa «inevitabilidad» de la planificación
Fuimos los primeros en afirmar que conforme la civilización asume formas más complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo.
Benito Mussolini[180]
Es un hecho revelador lo escasos que son los planificadores que se contentan con decir que la planificación centralizada es deseable. La mayor parte afirma que ya no podemos elegir y que las circunstancias nos llevan, fuera de nuestra voluntad, a sustituir la competencia por la planificación. Se cultiva deliberadamente el mito de que nos vemos embarcados en la nueva dirección, no por nuestra propia voluntad, sino porque los cambios tecnológicos, a los que no podemos dar vuelta ni querríamos evitar, han eliminado espontáneamente la competencia. Rara vez se desarrolla con alguna amplitud este argumento; es una de esas afirmaciones que un escritor toma de otro hasta que, por simple iteración, llega a aceptarse como un hecho establecido. Y, sin embargo, está desprovisto de fundamento. La tendencia hacia el monopolio y la planificación no es el resultado de unos «hechos objetivos» fuera de nuestro dominio, sino el producto de opiniones alimentadas y propagadas durante medio siglo hasta que han terminado por dominar toda nuestra política.
De los diversos argumentos empleados para demostrar la inevitabilidad de la planificación, el que con más frecuencia se oye es que los cambios tecnológicos han hecho imposible la competencia en un número constantemente creciente de sectores, y que la única elección que nos queda es: o que los monopolios privados dominen la producción, o que la dirija el Estado. Esta creencia deriva principalmente de la doctrina marxista sobre la «concentración de la industria», aunque, como tantas ideas marxistas, se la encuentra ahora en muchos círculos que la han recibido de tercera o cuarta mano y no saben de dónde procede.
El hecho histórico del progresivo crecimiento del monopolio durante los últimos cincuenta años y la creciente restricción del campo en que juega la competencia no puede, evidentemente, discutirse; pero, a menudo, se exagera mucho la extensión de este fenómeno.[181] Lo importante es saber si este proceso es una consecuencia necesaria del progreso de la tecnología, o si se trata simplemente del resultado de la política seguida en casi todos los países. Veremos ahora que la historia efectiva de esta evolución sugiere con fuerza lo último. Pero antes debemos considerar hasta qué punto el desarrollo tecnológico moderno es de tal naturaleza que haga inevitable en muchos campos el crecimiento de los monopolios.
La causa tecnológica alegada para el crecimiento del monopolio es la superioridad de la gran empresa sobre la pequeña debido a la mayor eficiencia de los métodos modernos de producción en masa. Los métodos modernos, se asegura, han creado, en la mayoría de las industrias, condiciones por las cuales la producción de la gran empresa puede aumentarse con costes unitarios decrecientes, y el resultado es que las grandes empresas están superando y expulsando de todas partes a las pequeñas; este proceso seguirá hasta que en cada industria sólo quede una, o, a lo más, unas cuantas empresas gigantes. Este argumento destaca un efecto que a veces acompaña al progreso tecnológico, pero menosprecia otros que actúan en la dirección opuesta, y recibe poco apoyo de un estudio serio de los hechos. No podemos investigar aquí con detalle esta cuestión, y tenemos que contentarnos con aceptar los mejores testimonios disponibles. El más amplio estudio de estos hechos emprendido recientemente es el del «Temporary National Economic Committee» americano sobre la Concentración del poder económico. El dictamen final de esta Comisión (que no puede, ciertamente, ser acusada de desmedidas preferencias liberales) concluye que la opinión según la cual la mayor eficiencia de la producción en gran escala es causa de la desaparición de la competencia, «encuentra insuficiente apoyo en todos los testimonios disponibles en la actualidad ».[182] Y la detallada monografía que sobre este problema preparó la Comisión resume la respuesta de esta manera:
«La superior eficiencia de las grandes instalaciones no ha sido demostrada; en muchos campos, no han podido ponerse de manifiesto las ventajas que se supone han destruido la competencia. Ni tampoco exigen, inevitablemente, el monopolio las economías de escala donde éstas existen... La dimensión o las dimensiones de eficiencia óptima pueden alcanzarse mucho antes de quedar sometida a tal control la mayor parte de una oferta. La conclusión de que la ventaja de la producción en gran escala tiene, inevitablemente, que conducir a la abolición de la competencia, no puede aceptarse.Téngase, además, presente que el monopolio es, con frecuencia, el producto de factores que no son el menor coste de una mayor dimensión. Se llega a él mediante confabulaciones, y lo fomenta la política oficial. Si esas colusiones se invalidan y esta política se invierte, las condiciones de la competencia pueden ser restauradas.»[183]
Una investigación de las condiciones en la Gran Bretaña conduciría a resultados muy semejantes. Todo el que ha observado cómo los aspirantes a monopolistas solicitan regularmente, y obtienen muchas veces, la asistencia de los poderes del Estado para hacer efectivo su dominio, apenas dudará que no hay nada de inevitable en este proceso.
Confirma enérgicamente esta conclusión el orden histórico en que se ha manifestado en diferentes países el ocaso de la competencia y el crecimiento del monopolio. Si hubieran sido el resultado del desarrollo tecnológico o un necesario producto de la evolución del «capitalismo», podríamos esperar que apareciesen, primero, en los países de sistema económico más avanzado.De hecho, aparecieron en primer lugar durante el último tercio del siglo XIX en los que eran entonces países industriales comparativamente jóvenes: Estados Unidos y Alemania. En esta última, especialmente, que llegó a considerarse como el país modelo de la evolución necesaria del capitalismo, el crecimiento de los cárteles y sindicatos ha sido sistemáticamente muy alimentado desde 1878 por una deliberada política. No sólo el instrumento de la protección, sino incitaciones directas y, al final, la coacción, emplearon los gobiernos para favorecer la creación de monopolios, con miras a la regulación de los precios y las ventas. Fue allí donde, con la ayuda del Estado, el primer gran experimento de «planificación científica» y «organización explícita de la industria» condujo a la creación de monopolios gigantescos que se tuvieron por desarrollos inevitables cincuenta años antes de hacerse lo mismo en Gran Bretaña. Se debe, en gran parte, a la influencia de los teóricos alemanes del socialismo, especialmente Sombart, generalizando la experiencia de su país, la extensión con que se aceptó el inevitable desembocar del sistema de competencia en el «capitalismo monopolista».[184] Que en los Estados Unidos una política altamente proteccionista haya permitido un proceso en cierto modo semejante, pareció confirmar esta generalización. Como quiera que sea, la evolución de Alemania, más que la de Estados Unidos, llegó a ser considerada como representativa de una tendencia universal; y se convirtió en un lugar común hablar de una «Alemania donde todas las fuerzas políticas y sociales de la civilización moderna habían alcanzado su forma más avanzada»[185] —por citar un reciente ensayo político muy leído.
Qué poco había de inevitable en todo esto, y hasta qué punto es el resultado de una política preconcebida, se pone de manifiesto cuando consideramos la situación británica hasta 1931 y la evolución a partir de aquel año, cuando Gran Bretaña se embarcó también en una política de proteccionismo general.[186] Si se exceptúan unas cuantas industrias, que habían logrado antes la protección, hace no más que una docena de años la industria británica era, en su conjunto, tan competitiva, quizá, como en cualquier otro tiempo de su historia. Y aunque en la década de 1920 sufrió agudamente las consecuencias de las incompatibles medidas tomadas respecto a los salarios y el dinero, los años hasta 1929 no resultan desfavorables, comparados con los de la década de 1930, si se atiende a la ocupación y a la actividad general. Sólo a partir de la transición al proteccionismo y el cambio general en la política económica británica que le acompañó, ha avanzado con una velocidad sorprendente el crecimiento de los monopolios, que ha transformado la industria británica en una medida que, sin embargo, el público apenas ha advertido.Argumentar que este proceso tiene algo que ver con el progreso tecnológico durante este periodo, que las necesidades tecnológicas que operaron en Alemania en las décadas de 1880 y 1890 se hicieron sentir en Inglaterra en la de 1930, no es mucho menos absurdo que el pretender, como está implícito en la frase de Mussolini (citada a la cabeza de este capítulo), ¡que Italia tuvo que abolir la libertad individual antes que ningún otro pueblo europeo porque su civilización había largamente sobrepasado a la de los demás países!
En lo que a Inglaterra se refiere, la tesis según la cual el cambio en la opinión y la política no hace sino seguir a un cambio inexorable en los hechos, puede lograr cierta apariencia de verdad precisamente por haber seguido a distancia Inglaterra la evolución intelectual de los demás. Pudo así argüirse que la organización monopolística de la industria creció, a pesar del hecho de mostrarse todavía la opinión pública en favor de la competencia, pero que los acontecimientos exteriores frustraron esta inclinación. La verdadera relación entre teoría y práctica se aclara, sin embargo, en cuanto contemplamos el prototipo de esta evolución: Alemania. No puede dudarse que allí la supresión de la competencia fue cuestión de una política preconcebida, que se emprendió en servicio del ideal que ahora llamamos planificación. En el progresivo avance hacia una sociedad completamente planificada, los alemanes, y todos los pueblos que están imitando su ejemplo, no hacen más que seguir la ruta que unos pensadores del siglo XIX, en su mayoría alemanes, prepararon con tal fin. La historia intelectual de los últimos sesenta u ochenta años es ciertamente ilustración perfecta de una verdad: que en la evolución social nada es inevitable, a no ser que resulte así por así creerlo.
Cuando se afirma que el progreso tecnológico moderno hace inevitable la planificación, puede esto interpretarse de otra manera diferente. Puede significar que la complejidad de nuestra moderna civilización industrial crea nuevos problemas que no podemos intentar resolver con eficacia si no es mediante la planificación centralizada. En cierto modo esto es verdad, pero no en el amplio sentido que se pretende. Es, por ejemplo, un lugar común que muchos de los problemas creados por la ciudad moderna, como muchos otros problemas ocasionados por la apretada contigüidad en el espacio, no pueden resolverse adecuadamente por la competencia. Pero no son estos problemas, ni tampoco los de los «servicios públicos» y otros semejantes, los que ocupan la mente de quienes invocan la complejidad de la civilización moderna como un argumento en pro de la planificación centralizada. Lo que, generalmente, sugieren es que la creciente dificultad para obtener una imagen coherente del proceso económico completo hace indispensable que un organismo central coordine las cosas si la vida social no ha de disolverse en el caos.
Este argumento supone desconocer completamente cómo opera la competencia. Lejos de ser propia para condiciones relativamente sencillas tan sólo, es la gran complejidad de la división del trabajo en las condiciones modernas lo que hace de la competencia el único método que permite efectuar adecuadamente aquella coordinación. No habría dificultad para establecer una intervención o planificación eficiente si las condiciones fueran tan sencillas que una sola persona u oficina pudiera atender eficazmente a todos los hechos importantes. Sólo cuando los factores que han de tenerse en cuenta llegan a ser tan numerosos que es imposible lograr una vista sinóptica de ellos, se hace imperativa la descentralización. Pero cuando la descentralización es necesaria, surge el problema de la coordinación; una coordinación que deje en libertad a cada organismo por separado para ajustar sus actividades a los hechos que él sólo puede conocer, y, sin embargo, realice un mutuo ajuste de los respectivos planes. Como la descentralización se ha hecho necesaria porque nadie puede contrapesar conscientemente todas las consideraciones que entran en las decisiones de tantos individuos, la coordinación no puede, evidentemente, efectuarse a través de una «intervención explícita», sino tan sólo con medidas que procuren a cada agente la información necesaria para que pueda ajustar con eficacia sus decisiones a las de los demás.Y como jamás pueden conocerse plenamente todos los detalles de los cambios que afectan de modo constante a las condiciones de la demanda y la oferta de las diferentes mercancías, ni hay centro alguno que pueda recogerlos y difundirlos con rapidez bastante, lo que se precisa es algún instrumento registrador que automáticamente recoja todos los efectos relevantes de las acciones individuales, y cuyas indicaciones sean la resultante de todas estas decisiones individuales y, a la vez, su guía.
Esto es precisamente lo que el sistema de precios realiza en el régimen de competencia y lo que ningún otro sistema puede, ni siquiera como promesa, realizar. Permite a los empresarios, por la vigilancia del movimiento de un número relativamente pequeño de precios, como un mecánico vigila las manillas de unas cuantas esferas, ajustar sus actividades a las de sus compañeros. Lo importante aquí es que el sistema de precios sólo llenará su función si prevalece la competencia, es decir, si el productor individual tiene que adaptarse él mismo a los cambios de los precios y no puede dominarlos. Cuanto más complicado es el conjunto, más dependientes nos hacemos de esta división del conocimiento entre individuos, cuyos esfuerzos separados se coordinan por este mecanismo impersonal de transmisión de las informaciones importantes que conocemos por el nombre de sistema de precios.
No hay exageración en decir que si hubiéramos tenido que confiar en una planificación centralizada directa para el desarrollo de nuestro sistema industrial, jamás habría éste alcanzado el grado de diferenciación, complejidad y flexibilidad que logró. Comparado con esta solución del problema económico mediante la descentralización y la coordinación automática, el método más convincente de dirección centralizada es increíblemente tosco, primitivo y corto en su alcance. La extensión lograda por la división del trabajo, a la que se debe la civilización moderna, resultó del hecho de no haber sido necesario crearla conscientemente, sino que el hombre vino a dar con un método por el cual la división del trabajo pudo extenderse mucho más allá de los límites a los que la hubiera reducido la planificación. Por ende, todo posterior crecimiento de su complejidad, lejos de exigir una dirección centralizada, hace más importante que nunca el uso de una técnica que no dependa de un control explícito.
Existe, sin embargo, otra teoría que relaciona el crecimiento de los monopolios con el progreso tecnológico, y que emplea argumentos opuestos en su mayoría a los que acabamos de considerar; aunque a menudo no se formula con claridad, ha ejercido también considerable influencia. Afirma, no que la técnica moderna destruya la competencia, sino que, por el contrario, sería imposible utilizar muchas de las nuevas posibilidades tecnológicas, a menos de asegurarlas la protección contra la competencia, es decir, de conferirlas un monopolio. Este tipo de argumentación no es necesariamente falaz, como quizá sospechará el lector crítico; la respuesta obvia, a saber, que si una nueva técnica es realmente mejor para la satisfacción de nuestras necesidades debe ser capaz de mantenerse contra toda competencia, no abarca todos los casos a que se refiere esta argumentación. Sin duda, en muchas ocasiones se usa tan sólo como una forma especial de defensa de las partes interesadas. Pero más a menudo se basa, probablemente, sobre una confusión entre las excelencias técnicas desde un estrecho punto de vista de ingeniería y la conveniencia desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto.
Queda, sin embargo, un grupo de casos en que el argumento tiene alguna fuerza. Es, al menos, concebible, por ejemplo, que la industria automovilística británica podría ofrecer un automóvil más barato y mejor que los usados en los Estados Unidos si a todos en Inglaterra se les obligara a utilizar el mismo tipo de automóvil; o que el uso de la electricidad para todos los fines pudiera resultar más barato que el carbón o el gas si a todos se les obligara a emplear solamente electricidad. En casos como éstos es, por lo menos, posible que pudiéramos estar todos mejor y prefiriésemos la nueva situación si cupiera elegir; pero nadie individualmente tiene la elección a su alcance, porque la alternativa es que tendríamos que usar todos el mismo automóvil barato (o usar todos solamente electricidad) o podríamos escoger entre las diversas cosas, pero pagando precios mucho más altos por cualquiera de ellas.
No sé si esto es cierto en alguno de los casos citados; pero hay que admitir como posible que la estandarización obligatoria o la prohibición de sobrepasar un cierto número de variedades, pudiese, en algunos campos, aumentar la abundancia más que lo suficiente para compensar las restricciones en la elección del consumidor. Cabe incluso concebir que un día pueda lograrse un nuevo invento, cuya adopción apareciese indiscutiblemente beneficiosa, pero que sólo podría utilizarse si se hiciese que muchos o todos estuvieran dispuestos a aprovecharlo a la vez.
Sea mayor o menor la importancia de estos casos, lo cierto es que no puede pretenderse de ellos legítimamente que el progreso técnico haga inevitable la dirección centralizada. Únicamente obligarían a elegir entre obtener mediante la coacción una ventaja particular o no obtenerla; o, en la mayoría de los casos, obtenerla un poco más tarde, cuando un posterior avance técnico haya vencido las dificultades particulares. Cierto es que en estas situaciones tendríamos que sacrificar una posible ganancia inmediata, como precio de nuestra libertad; pero evitaríamos, por otra parte, la necesidad de subordinar el desarrollo futuro a los conocimientos que ahora poseen unas determinadas personas. Con el sacrificio de estas posibles ventajas presentes preservamos un importante estímulo para el progreso futuro.Aunque a corto plazo pueda, a veces, ser alto el precio que pagamos por la variedad y la libertad de elección, a la larga incluso el progreso material dependerá de esta misma variedad, porque nunca podemos prever de cuál, entre las múltiples formas en que un bien o un servicio puede suministrarse, surgirá después una mejor. No puede, por lo demás, afirmarse que toda renuncia a un incremento de nuestro bienestar material presente, soportada para salvaguardar la libertad, vaya a ser siempre premiada. Pero el argumento en favor de la libertad es precisamente que tenemos que dejar espacio para el libre e imprevisible crecimiento. Se aplica no menos cuando, sobre la base de nuestro conocimiento presente, la coacción parece traer sólo ventajas, y aunque en un caso particular pueda, efectivamente, no provocar daño.
En la mayor parte de las discusiones actuales sobre los efectos del progreso tecnológico se nos presenta este progreso como si fuera algo exterior a nosotros, que pudiera obligarnos a usar los nuevos conocimientos con arreglo a un criterio determinado. Cuando lo cierto es que si bien las invenciones nos han dado un poder tremendo, sería absurdo que se nos sugiriese la necesidad de usar este poder para destruir nuestra más preciosa herencia: la libertad. Lo cual significa que si deseamos conservarla debemos defenderla más celosamente que nunca, y tenemos que prepararnos para hacer sacrificios por ella. Si bien no hay nada en el desarrollo tecnológico moderno que nos fuerce a una planificación económica global, hay, sin embargo, mucho en él que hace infinitamente más peligroso el poder que alcanzaría una autoridad planificadora.
Si escasamente puede ya dudarse que el movimiento hacia la planificación es el resultado de una acción deliberada, y que no hay exigencias externas que a él nos fuercen, merece la pena averiguar por qué tan gran proporción de técnicos milita en las primeras filas de los planificadores. La explicación de este fenómeno está muy relacionada con un hecho importante que los críticos de la planificación deberían tener siempre en la mente: apenas cabe dudar que casi todos los ideales técnicos de nuestros expertos se podrían realizar dentro de un tiempo relativamente breve, si lograrlo fuera el único fin de la Humanidad. Hay un infinito número de cosas buenas que todos estamos de acuerdo en considerar altamente deseables y a la vez posibles, pero de las cuales sólo al logro de unas cuantas podemos aspirar dentro de nuestra vida, o sólo hemos de aspirar a lograrlas muy imperfectamente. Es la frustración de sus ambiciones en su propio campo lo que hace al especialista revolverse contra el orden existente.A cualquiera le duele ver cosas sin hacer que todos consideramos deseables y posibles. Que todas estas cosas no puedan hacerse al mismo tiempo, que una cualquiera de ellas no pueda lograrse sin el sacrificio de otras, sólo se comprenderá si se tienen en cuenta factores que caen fuera de todo especialista y únicamente pueden apreciarse con un penoso esfuerzo intelectual; penoso, porque nos obliga a considerar sobre un fondo más amplio los objetos a los que se dirigen la mayor parte de nuestros esfuerzos y a contrapesarlos con otros que quedan fuera de nuestro interés inmediato y que, por esta razón, nos importan menos.
Cada uno de los múltiples fines que, considerados aisladamente, sería posible alcanzar en una sociedad planificada, crea entusiastas de la planificación, que confían en su capacidad para infundir a los directores de aquella sociedad su propio juicio de valor sobre un objetivo particular; y las esperanzas de algunos de ellos se cumplirían, indudablemente, pues una sociedad planificada perseguirá algunos objetivos más que la del presente. Locura sería negar que los ejemplos conocidos de sociedades planificadas o semiplanificadas suministran ilustraciones sobre este punto: que hay cosas que las gentes de estos países deben por entero a la planificación. Las magníficas autopistas de Alemania e Italia son un ejemplo a menudo citado, aunque no representan una clase de planificación que no sea igualmente posible en una sociedad liberal. Pero no sería menor locura citar estos ejemplos de excelencia técnica en campos particulares como prueba de la superioridad general de la planificación. Sería más correcto decir que tan extremas excelencias técnicas, desproporcionadas con las condiciones generales, son prueba de una mala dirección de los recursos. A todo el que ha corrido por las famosas autopistas alemanas y ha observado que su tráfico es menor que el de muchas carreteras secundarias de Inglaterra, le quedarán pocas dudas acerca de la escasa justificación de aquéllas, en lo que a finalidades pacíficas se refiere. Otra cuestión es si se trata de un caso en que los planificadores se decidieron en favor de los «cañones» y en contra de la «mantequilla»[187] . Mas, para nuestros criterios, esto no es motivo de entusiasmo.
La ilusión del especialista, de lograr en una sociedad planificada mayor atención para los objetivos que le son más queridos, es un fenómeno más general de lo que la palabra especialista sugiere en un principio. En nuestras predilecciones e intereses, todos somos especialistas en cierta medida. Y todos pensamos que nuestra personal ordenación de valores no es sólo nuestra, pues en una libre discusión entre gentes razonables convenceríamos a los demás de que estamos en lo justo. El amante del paisaje, que desea, ante todo, conservar su tradicional aspecto y que se borren del hermoso rostro natural las manchas producidas por la industria, lo mismo que el entusiasta de la higiene, que pretende derribar todos los viejos caseríos pintorescos, pero malsanos, o el aficionado al automóvil, que aspira a ver cortado el país por grandiosas carreteras, y el fanático de la eficiencia, que ambiciona el máximo de especialización y mecanización, no menos que el idealista que, para el desarrollo de la personalidad, quiere conservar el mayor número posible de artesanos independientes, todos saben que sólo por medio de la planificación podría lograrse plenamente su objetivo; y todos desean, por este motivo, la planificación.Pero, sin duda, adoptar la planificación social por la que claman no haría más que revelar el latente conflicto entre sus objetivos.
El movimiento en favor de la planificación debe, en gran parte, su fuerza presente al hecho de no ser aquélla, todavía, en lo fundamental, más que una aspiración, por lo cual une a casi todos los idealistas de un solo objetivo, a todos los hombres y mujeres que han entregado su vida a una sola preocupación. Las esperanzas que en la planificación ponen, no son, sin embargo, el resultado de una visión amplia de la sociedad, sino más bien de una visión muy limitada, y a menudo el resultado de una gran exageración de la importancia de los fines que ellos colocan en primer lugar. Esto no significa rebajar el gran valor pragmático de este tipo de hombres en una sociedad libre, como la nuestra, que hace de ellos objeto de una justa admiración. Mas, por eso, los hombres más ansiosos de planificar la sociedad serían los más peligrosos si se les permitiese actuar, y los más intolerantes para los planes de los demás. Del virtuoso defensor de un solo ideal al fanático, con frecuencia no hay más que un paso. Aunque es el resentimiento del especialista frustrado lo que da a las demandas de planificación su más fuerte ímpetu, difícilmente habría un mundo más insoportable —y más irracional— que aquel en el que se permitiera a los más eminentes especialistas de cada campo proceder sin trabas a la realización de sus ideales.Además, la «coordinación» no puede ser, como algunos planificadores parecen imaginarse, una nueva especialidad. El economista es el último en pretender que posee los conocimientos que el coordinador necesitaría. Postula un método que procure aquella coordinación sin necesidad de un dictador omnisciente.Pero esto significa precisamente la conservación de algún freno impersonal, y a menudo ininteligible, de los esfuerzos individuales, del género de los que desesperan a todos los especialistas.
Notas al pie de página
[180] [Benito Mussolini, Informe al Gran Consejo Fascista, 1929, citado en E.B.Ashton, The Fascist: His State and His Mind (Nueva York:William Morrow and Co., 1937), p. 63, nota 5. —Ed.]
[181] Para una discusión más completa de estos problemas véase el ensayo del profesor L. Robbins sobre «La inevitabilidad del monopolio», en The Economic Basis of Class Conflict, 1939, pp. 45-80.
[182] Final Report and Recommendations of the Temporary National Economic Committee, 77.º Congreso, 1.ª Sesión, Documento del Senado n.º 35, 1941, p. 89. [Discurso del presidente Roosevelt, extracto del que se toma la cita al comienzo del capítulo I, fue el impulso para la formación del Temporary National Economic Committee . —Ed.]
[183] C,Wilcox, Competition and Monopoly in American Industry, Temporary National Economic Committee, Monografía n.º 21 (Washington, DC: Government Printing Office, 1941), p. 314. [En el original, Hayek indica la fecha de publicación como 1940, no 1941. —Ed.]
[184] [Para más datos sobre Sombart, véase cap. 1, nota 13. —Ed.]
[185] Reinhold Niebuhr, Moral Man and Immoral Society: A Study in Ethics and Politics (Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1932), p. 182.
[186] [En el verano de 1931 la crisis financiera inglesa llevó al hundimiento del gobierno laborista, a la creación de un «Gobierno Nacional» de coalición con Ramsey MacDonald a la cabeza, y al abandono del patrón oro. Una de las primeras decisiones del nuevo Gobierno nacional fue el establecimiento de la tarifa protectora general a la que se refiere Hayek. —Ed.]
[187] Al corregir este texto me llega la noticia de haberse suspendido las obras de conservación de las autopistas alemanas.