Camino de servidumbre

Camino de servidumbre
Autor: 
Friedrich A. Hayek

Friedrich August von Hayek (1899 – 1992) nació en Viena, Austria, que en ese entonces era una de las grandes capitales intelectuales de Europa. Hayek es particularmente conocido como un defensor del liberalismo clásico y del capitalismo en contra del socialismo y el pensamiento colectivista. Fue miembro de la Escuela Austriaca de economía y escribió extensamente acerca teoría monetaria, el cálculo en una economía socialista, la teoría de los órdenes espontáneos y la teoría del derecho evolutivo. Inició su carrera como profesor universitario en la Universidad de Viena, luego en la London School of Economics y posteriormente en la Universidad de Chicago y en la Universidad de Freiburg. En 1974 obtuvo el Premio Nobel de Economía por su trabajo relacionado a "la teoría monetaria y las fluctuaciones económicas y por su profundo análisis de la interdependencia entre los fenómenos económicos, sociales e institucionales".

El libro de Hayek, Camino de servidumbre —en alusión a la frase de Alexis de Tocqueville “el camino a la esclavitud”— fue publicado en el Reino Unido el 10 de marzo de 1944. De inmediato generó controversia puesto que explicaba de manera sencilla y clara la relación entre la libertad individual y la planificación económica centralizada. Para Hayek, las ideas colectivistas —ya sean de izquierda o de derecha— no conducen a una utopía sino que al darle cada vez más poder al Estado para controlar la economía, inevitablemente conducen a horrores como los de la Alemania Nazi y la Italia Fascista.

Edición utilizada:

Hayek, F.A. Camino de servidumbre. Textos y documentos. Madrid: Unión Editorial, 2008.

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Capítulo V: Planificación y democracia

Capítulo V

Planificación y democracia

El gobernante que intentase dirigir a los particulares en cuanto a la forma de emplear sus capitales, no sólo echaría sobre sí el cuidado más innecesario, sino que se arrogaría una autoridad que no fuera prudente confiar ni siquiera a Consejo o Senado alguno; autoridad que en ningún lugar sería tan peligrosa como en las manos de un hombre con la locura y presunción bastantes para imaginarse capaz de ejercerla.

Adam Smith[188]

Los rasgos comunes a todos los sistemas colectivistas pueden describirse, con una frase siempre grata a los socialistas de todas las escuelas, como la organización deliberada de los esfuerzos de la sociedad en pro de un objetivo social determinado. Que nuestra presente sociedad carece de esta dirección «consciente  » hacia una sola finalidad, que sus actividades se ven guiadas por los caprichos y aficiones de individuos irresponsables, ha sido siempre una de las principales lamentaciones de sus críticos socialistas.

En muchos aspectos esto plantea muy claramente la cuestión fundamental y nos dirige, a la vez, al punto en que surge el conflicto entre libertad individual y colectivismo. Las diversas clases de colectivismo: comunismo, fascismo, etc., difieren entre sí por la naturaleza del objetivo hacia el cual desean dirigir los esfuerzos de la sociedad. Pero todas ellas difieren del liberalismo y el individualismo en que aspiran a organizar la sociedad entera y todos sus recursos para esta finalidad unitaria, y porque se niegan a reconocer las esferas autónomas dentro de las cuales son supremos los fines del individuo. En resumen, son totalitarias en el verdadero sentido de esta nueva palabra que hemos adoptado para describir las inesperadas, pero, sin embargo, inseparables manifestaciones de lo que en teoría llamamos colectivismo.

El «objetivo social» o el «designio común», para el que ha de organizarse la sociedad, se describe frecuentemente de un modo vago, como el «bien común  », o el «bienestar general», o el «interés general». No se necesita mucha reflexión para comprender que estas expresiones carecen de un significado suficientemente definido para determinar una vía de acción cierta. El bienestar y la felicidad de millones de gentes no pueden medirse con una sola escala de menos y más. El bienestar de un pueblo, como la felicidad de un hombre, depende de una multitud de cosas que pueden lograrse por una infinita variedad de combinaciones. No puede expresarse adecuadamente en una finalidad singular, sino tan sólo en una jerarquía de fines, en una amplia escala de valores en la que cada necesidad de cada persona tiene su sitio. Dirigir todas nuestras actividades de acuerdo con un solo plan, supone que a cada una de nuestras necesidades se le dé su lugar en una ordenación de valores que ha de ser lo bastante completa para permitir la decisión entre todas las diferentes vías que el planificador tiene para elegir. Supone, en resumen, la existencia de un completo código ético en el que todos los diferentes valores humanos han recibido el sitio debido.

La concepción de un código ético completo no es familiar, y exige un cierto esfuerzo imaginativo para ver lo que envuelve. No tenemos el hábito de pensar en códigos morales como algo más o menos completo. El hecho de elegir nosotros constantemente entre diferentes valores sin un código social que nos prescriba cómo debemos elegir, no nos sorprende y no nos sugiere que nuestro código moral sea incompleto. En nuestra sociedad no hay ni ocasión ni razón para que la gente desarrolle opiniones comunes sobre lo que en cada situación deba hacerse. Pero donde todos los medios que han de usarse son propiedad de la sociedad, y han de usarse en nombre de la sociedad, de acuerdo con un plan unitario, una visión «social» acerca de lo que debe hacerse tiene que guiar todas las decisiones. En un mundo semejante, pronto encontraríamos que nuestro código moral está lleno de huecos.

No nos ocuparemos aquí de averiguar si convendría disponer de un código ético tan completo. Sólo indicaremos que, hasta el presente, al desarrollo de la civilización ha acompañado una constante reducción de la esfera en que las acciones individuales están sujetas a reglas fijas. Las reglas que componen nuestro código moral común han disminuido progresivamente y han tomado un carácter cada vez más general. Desde el hombre primitivo, que estaba atado a un complicado ritual en casi todas sus actividades diarias, que se veía limitado por innumerables tabús y que apenas podía concebir un hacer algo de manera diferente que sus compañeros, la moral ha tendido, cada vez más, a constituir solamente los límites que circunscriben la esfera dentro de la cual el individuo puede comportarse a su gusto. La adopción de un código ético común suficientemente extenso para determinar un plan económico unitario significaría una inversión completa de esa tendencia.

Lo esencial para nosotros es que no existe un código ético tan completo. El intento de dirigir toda la actividad económica de acuerdo con un solo plan alzaría innumerables cuestiones, cuya respuesta sólo podría provenir de una regla moral, pero la ética existente no tiene respuesta para ellas, y cuando la tiene, no hay acuerdo respecto a lo que se deba hacer. La gente, o no tiene opiniones definidas, o tiene opiniones opuestas sobre estas cuestiones, porque en la sociedad libre en que hemos vivido no ha existido ocasión para pensar sobre ellas y todavía menos para formar una opinión común.

No es sólo que carezcamos de una escala de valores que lo abarque todo; es que sería imposible para una mente abarcar la infinita variedad de las diversas necesidades de las diferentes personas que compiten por los recursos disponibles y asignar un peso definido a cada una. Para nuestro problema es de menor importancia si los fines que son la aspiración de una persona abarcan sólo sus propias necesidades individuales o incluyen las necesidades de sus allegados más cercanos o incluso las de los más distantes; es decir, si es egoísta o altruista, en el sentido ordinario de estas palabras. El hecho trascendental es que al hombre le es imposible abarcar un campo ilimitado, sentir la urgencia de un número ilimitado de necesidades. Se centre su atención sobre sus propias necesidades físicas o tome con cálido interés el bienestar de cualquier ser humano que conozca, los fines de que puede ocuparse serán tan sólo y siempre una fracción infinitésima de las necesidades de todos los hombres.

Sobre este hecho fundamental descansa la filosofía entera del individualismo. Este no supone, como se afirma con frecuencia, que el hombre es interesado o egoísta o que deba serlo. Se limita a partir del hecho indiscutible de que la limitación de nuestras facultades imaginativas sólo permite incluir en nuestra escala de valores un sector de las necesidades de la sociedad entera, y que, hablando estrictamente, como sólo en las mentes individuales pueden existir escalas de valores, no hay sino escalas parciales, escalas que son, inevitablemente, diferentes y a menudo contradictorias entre sí. De esto, el individualista concluye que debe dejarse a cada individuo, dentro de límites definidos, seguir sus propios valores y preferencias antes que los de otro cualquiera, que el sistema de fines del individuo debe ser supremo dentro de estas esferas y no estar sujeto al dictado de los demás. El reconocimiento del individuo como juez supremo de sus fines, la creencia en que, en lo posible, sus propios fines deben gobernar sus acciones, es lo que constituye la esencia de la posición individualista.

Esta posición no excluye, por lo demás, el reconocimiento de unos fines sociales, o, mejor, de una coincidencia de fines individuales que aconseja a los hombres concertarse para su consecución. Pero limita esta acción común a los casos en que coinciden las opiniones individuales. Lo que se llaman «fines sociales» son para ella simplemente fines idénticos de muchos individuos o fines a cuyo logro los individuos están dispuestos a contribuir, en pago de la asistencia que reciben para la satisfacción de sus propios deseos. La acción común se limita así a los campos en que las gentes concuerdan sobre fines comunes. Con mucha frecuencia, estos fines comunes no serán fines últimos de los individuos, sino medios que las diferentes personas pueden usar con diversos propósitos. De hecho, las gentes están más dispuestas a convenir en una acción común cuando el fin común no es un fin último para ellas, sino un medio capaz de servir a una gran variedad de propósitos.

Cuando los individuos se combinan en un esfuerzo conjunto para realizar fines que les son comunes, las organizaciones, como el Estado, que forman con ese propósito reciben sistemas de fines propios y medios propios. Pero la organización así formada no deja de ser una «persona» entre otras; en el caso del Estado, mucho más poderosa que cualquier otra, cierto es, pero también con su esfera separada y limitada, sólo dentro de la cual son supremos sus fines. Los límites de esta esfera están determinados por la extensión en que los individuos se conciertan sobre fines particulares; y la probabilidad del acuerdo sobre una particular vía de acción decrece necesariamente a medida que se extiende el alcance de esta acción. Hay ciertas funciones del Estado en cuyo ejercicio se logrará prácticamente la unanimidad entre sus ciudadanos; habrá otras sobre las cuales recaerá el acuerdo de una mayoría importante, y así, sucesivamente, hasta llegar a campos donde, aunque cada individuo desearía que el Estado actuase de alguna manera, habría casi tantas opiniones como personas acerca de lo que el Estado debiera hacer.

Sólo podemos contar con un acuerdo voluntario para guiar la acción del Estado cuando ésta se limita a las esferas en que el acuerdo existe. Pero no sólo cuando el Estado emprende una acción directa en campos donde no existe tal acuerdo es cuando se ve obligado a suprimir la libertad individual. Por desgracia, no podemos extender indefinidamente la esfera de la acción común y mantener, sin embargo, la libertad de cada individuo en su propia esfera. Cuando el sector comunal, en el que el Estado domina todos los medios, llega a sobrepasar una cierta proporción de la totalidad, los efectos de sus acciones dominan el sistema entero. Si el Estado domina directamente el uso de una gran parte de los recursos disponibles, los efectos de sus decisiones sobre el resto del sistema económico se hacen tan grandes, que indirectamente lo domina casi todo. Donde, como aconteció, por ejemplo, en Alemania ya desde 1928, las autoridades centrales y locales dominan directamente el uso de más de la mitad de la renta nacional (según una estimación oficial alemana de entonces, el 53 por 100),[189] dominan indirectamente casi la vida económica entera de la nación. Apenas hay entonces un fin individual que para su logro no dependa de la acción del Estado, y la «escala social de valores  » que guía la acción del Estado tiene que abarcar prácticamente todos los fines individuales.

No es difícil ver cuáles serán las consecuencias si la democracia se lanza a una carrera de planificación que en su ejecución requiera más conformidad que la que de hecho existe. La gente puede ponerse de acuerdo para adoptar un sistema de economía dirigida porque esté convencida de que producirá una gran prosperidad. En las discusiones que a esta decisión llevasen, el objetivo de la planificación se habría descrito con una expresión tal como el «bienestar común», que no hace sino ocultar la falta de un acuerdo real sobre los fines de la planificación. El acuerdo sólo existirá de hecho sobre el mecanismo utilizable. Pero es un mecanismo que sólo puede utilizarse para un fin común; y la cuestión del fin preciso hacia el que ha de dirigirse toda la actividad surgirá tan pronto como el poder ejecutivo tenga que traducir la demanda de un plan único en la materialización de un plan particular. Resultará entonces que el acuerdo sobre la deseabilidad de la planificación no encuentra apoyo en un acuerdo sobre los fines a los que ha de servir el plan. El efecto del acuerdo general respecto a la adopción de una planificación centralizada, sin un acuerdo sobre sus fines, sería como si un grupo de personas se comprometiesen a pasar un día juntas, sin lograr acuerdo sobre el lugar preferido, con el resultado de que todas se verían forzadas a una excursión que la mayor parte de ellas no desearían en modo alguno. Uno de los rasgos que más contribuyen a determinar el carácter de un sistema planificado es que la planificación crea un estado de cosas en el que nos es necesario el acuerdo sobre un número de cuestiones mucho mayor de lo que es costumbre, y que en un sistema planificado no podemos limitar la acción colectiva a las tareas en que cabe llegar a un acuerdo, sino que nos vemos forzados a llegar a un acuerdo sobre todo, si es que ha de ser posible una acción cualquiera.

Puede suceder que el pueblo haya expresado unánimemente el deseo de que el parlamento prepare un plan económico completo, sin que para ello ni el pueblo ni sus representantes necesiten estar de acuerdo sobre plan alguno en particular. La incapacidad de las asambleas democráticas para llevar a término lo que parece ser un claro mandato del pueblo causará, inevitablemente, insatisfacción en cuanto a las instituciones democráticas mismas. Los parlamentos comienzan a ser mirados como ineficaces tertulias, incapaces de realizar las tareas para las que fueron convocados. Crece el convencimiento de que, si ha de lograrse una planificación eficaz, la dirección tiene que quedar «fuera de la política» y colocarse en manos de expertos, funcionarios permanentes u organismos autónomos.

Los socialistas conocen muy bien la dificultad. Pronto hará medio siglo que los Webb comenzaron a lamentarse de «la creciente incapacidad de la Cámara de los Comunes para cumplir su cometido».[190] Más recientemente, el profesor Laski ha perfeccionado el argumento: «Es del dominio común que la actual máquina parlamentaria resulta por completo inadecuada para aprobar rápidamente una gran masa de complicada legislación. El Gobierno nacional, por lo demás, lo ha admitido en realidad al dar vida a sus medidas económicas y aduaneras, no por un minucioso debate en los Comunes, sino gracias a un extenso sistema de legislación delegada. Un gobierno laborista, creo yo, operaría sobre la base de este amplio precedente. Reduciría los Comunes a las dos funciones que puede en realidad llenar: el examen de las reclamaciones y la discusión de los principios generales de sus medidas. Sus leyes tendrían el carácter de fórmulas generales confiriendo amplios poderes a los departamentos ministeriales competentes, y estos poderes serían ejercidos por decretos, a los cuales podrían oponerse los Comunes con un voto de censura. La necesidad y el valor de la legislación delegada han sido reafirmados con gran fuerza en fecha reciente por la comisión Donoughmore, y su ampliación es inevitable si no ha de hundirse el proceso de socialización bajo los métodos de obstrucción normales sancionados por el actual procedimiento parlamentario.»

Y para que quede bien claro que un gobierno socialista no debe dejarse estorbar mucho por el procedimiento democrático, el profesor Laski, al final del mismo artículo, plantea la cuestión de «si, en un periodo de tránsito hacia el socialismo, un gobierno laborista puede arriesgarse a que el resultado de las primeras elecciones generales arruine sus medidas»;y, significativamente, la deja sin respuesta.[191]

Es importante ver con claridad las causas de esta admitida ineficacia de los parlamentos cuando se enfrentan con una administración detallada de los asuntos económicos de la nación. La falta no está en las personas de los representantes ni en las instituciones parlamentarias en cuanto tales, sino en las contradicciones inherentes a la tarea que se les encomienda. No se les pide que actúen en lo que puedan estar de acuerdo, sino que lleguen a un acuerdo en todo, a un acuerdo sobre la completa dirección de los recursos nacionales. Para una tarea semejante, empero, el sistema de la decisión por mayoría es inapropiado. Las mayorías se lograrán cuando se trate de una elección entre pocas alternativas; pero es una superstición el creer que tiene que existir una opinión mayoritaria sobre todas las cosas. No hay razón para que deba existir una mayoría dentro de cada una de las diferentes vías posibles de acción positiva si su número forma legión. Cada miembro de la asamblea legislativa puede preferir, para la dirección de la actividad económica, algún particular plan antes que la falta de plan; mas, para la mayoría, puede no resultar ningún plan preferible a la falta de todo plan.

Tampoco puede lograrse un plan coherente rompiéndolo en partes y votando sobre las cuestiones particulares. Una asamblea democrática votando y enmendando un plan económico global, artículo por artículo, tal como se delibera sobre un proyecto de ley ordinario, carece de sentido. Un plan económico, si ha de merecer tal nombre, tiene que responder a una concepción unitaria. Incluso si el parlamento pudiera, avanzando paso a paso, aprobar un proyecto, éste, al final, no satisfaría a nadie. Un todo complejo, cuyas partes todas deben ajustarse cuidadosísimamente entre sí, no puede lograrse a través de un compromiso entre opiniones contrapuestas. Redactar un plan económico de esta manera es todavía más imposible que, por ejemplo, planificar con éxito por el procedimiento democrático una campaña militar.Como en estrategia, sería inevitable delegar la tarea en los técnicos.

La diferencia es, sin embargo, que, mientras al general encargado de la campaña se le encomienda un solo objetivo, al cual, en tanto dura la misma, han de ser consagrados exclusivamente todos los medios a su disposición, al planificador económico no se le puede señalar también un objetivo único, y no puede existir una limitación semejante en cuanto a los medios que se le entregan. El general no tiene que contrapesar diferentes finalidades independientes; para él sólo hay un objetivo supremo. Pero los fines de un plan económico, o de cualquiera de sus partes, no pueden definirse separados del plan particular. Pertenece a la esencia del problema que la confección de un plan económico envuelve la elección entre fines en conflicto o competitivos: las diferentes necesidades de las diferentes personas. Pero cuáles fines, de los que están en conflicto, deberán sacrificarse, si deseamos obtener otros, o, en resumen, cuáles son las alternativas entre las que hemos de elegir, sólo pueden saberlo quienes conozcan todos los hechos; y sólo ellos, los técnicos, están en situación de decidir a cuáles de los diferentes fines ha de darse preferencia. Es inevitable que ellos impongan su escala de preferencias a la comunidad para la que planifican.

Esto no se ha visto siempre con claridad, y la delegación se justifica usualmente por el carácter técnico de la tarea. Pero ello no significa que sólo se deleguen los detalles técnicos, ni tampoco que la incapacidad de los parlamentos para comprender los detalles técnicos sea la raíz de la dificultad.[192]

Las alteraciones en la estructura del Código civil no son menos técnicas ni menos difíciles de apreciar en todas sus complejidades, y sin embargo, nadie ha sugerido seriamente que esta legislación se delegase en un cuerpo de peritos. El hecho es que en estos campos la legislación no va más allá de ciertas reglas generales sobre las que puede alcanzarse un acuerdo verdaderamente mayoritario, mientras que en la dirección de la actividad económica los intereses que han de conciliarse son tan divergentes que no es posible conseguir un verdadero acuerdo en una asamblea democrática.

Hay que reconocer, sin embargo, que la delegación de la facultad legislativa no es en sí lo cuestionable. Oponerse a la delegación en sí es oponerse a un síntoma y no a una causa, y como aquélla puede ser el resultado necesario de otras causas, sería debilitar la argumentación. En tanto la facultad que se delega sea simplemente la de establecer reglas generales, puede haber muy buenas razones para que dicten estas reglas las autoridades locales mejor que las centrales. Lo discutible es que deba recurrirse tan a menudo a la delegación porque las cuestiones no puedan reglamentarse por preceptos generales, sino únicamente por la decisión discrecional en cada caso particular. Entonces la delegación significa que se ha concedido poder a alguna autoridad para dar fuerza de ley a lo que, a todos los efectos, son decisiones arbitrarias (descritas comúnmente con la expresión «juzgar el caso según sus circunstancias particulares»).

La delegación de las diversas tareas técnicas a organismos separados, cuando se convierte en un hecho normal, es tan sólo el primer paso en el proceso por el cual una democracia que se embarca en la planificación cede progresivamente sus facultades. El expediente de la delegación no puede, en realidad, eliminar las causas de la impotencia de la democracia, que tanto impacienta a los abogados de la planificación general. La delegación de facultades particulares en organismos autónomos crea un nuevo obstáculo para la consecución de un plan unitario coordinado. Aun si, por este expediente, una democracia lograse planificar todos los sectores de la actividad económica, todavía se vería frente al problema de integrar estos planes separados en un todo unitario. Muchos planes separados no forman un todo planificado —como, de hecho, los planificadores tienen que ser los primeros en admitir—, y el resultado aún sería peor que la falta de un plan. Pero los cuerpos legislativos democráticos dudarán mucho antes de ceder la facultad de decisión sobre los puntos de interés vital, y en tanto no la cedan harán imposible a cualquiera la consecución de un plan general. Sin embargo, el acuerdo sobre la necesidad de la planificación, junto con la incapacidad de las asambleas democráticas para producir un plan, provocará demandas cada vez más fuertes a fin de que se otorguen al gobierno o a algún individuo en particular poderes para actuar bajo su propia responsabilidad. Cada vez se extiende más la creencia en que, para que las cosas marchen, las autoridades responsables han de verse libres de las trabas del procedimiento democrático.

El clamor, no infrecuente en Inglaterra, en pro de un dictador económico es una etapa característica del movimiento hacia la planificación. Han transcurrido ya varios años desde que uno de los más agudos investigadores extranjeros sobre Inglaterra, el difunto Élie Halévy, sugería: «Si se hiciera una composición fotográfica que incluyese a Lord Eustace Percy, Sir Oswald Mosley y Sir Stafford Cripps, creo que se hallaría en ellos un rasgo común, que se les encontraría a todos de acuerdo en decir: “Vivimos en un caos económico y no podemos salir de él sin alguna forma de dirección dictatorial”.»[193] El número de hombres públicos influyentes cuya inclusión no alteraría esencialmente los rasgos de esta «composición fotográfica» ha crecido de modo considerable desde entonces.

En Alemania, aun antes de que Hitler lograra el poder, el movimiento había llegado mucho más lejos. Es importante recordar que, algún tiempo antes de 1933 Alemania había alcanzado un punto en que hubo de tener en efecto un gobierno dictatorial. Nadie pudo entonces dudar que, por lo pronto, la democracia se había hundido, y que demócratas sinceros, como Brüning, no eran más capaces de gobernar democráticamente que Schleicher o Von Papen.[194] Hitler no tuvo que destruir la democracia; tuvo simplemente que aprovecharse de su decadencia, y en el crítico momento obtuvo el apoyo de muchos que, aunque detestaban a Hitler, le creyeron el único hombre lo bastante fuerte para hacer marchar las cosas.

El argumento de los planificadores para que nos avengamos con esta evolución consiste en afirmar que mientras la democracia retenga el control último, lo esencial de ella queda indemne. Así, Karl Mannheim escribe: «Lo único [sic] en que una sociedad planificada difiere de la del siglo XIX es que cada vez se sujetan a la intervención estatal más y más esferas de la vida social, y finalmente, todas y cada una de ellas. Pero si la soberanía parlamentaria puede mantener unos cuantos controles, también puede mantener muchos...; en un Estado democrático la soberanía puede reforzarse ilimitadamente por medio de los plenos poderes sin renunciar a la fiscalización democrática.»[195]

Esta creencia olvida una distinción vital. Al parlamento le es posible, sin duda, fiscalizar la ejecución de aquellas tareas en las que pueda dar direcciones definidas, en las que primero ha llegado a un acuerdo sobre el objetivo y sólo delega la ejecución del detalle. La situación es enteramente diferente cuando el motivo de la delegación consiste en no existir un acuerdo real sobre los fines, cuando el organismo encargado de la planificación tiene que elegir entre fines cuya conflictividad ni siquiera ha advertido el parlamento, y lo más que cabe es presentar a éste un plan que tiene que aceptar o rechazar por entero. Puede haber, y probablemente habrá, crítica; pero resultará completamente ineficaz, porque no se logrará nunca una mayoría respecto a cualquier otro plan alternativo, y las partes del proyecto impugnadas se presentarán casi siempre como elementos esenciales del conjunto. La discusión parlamentaria puede mantenerse como una válvula de seguridad útil y, aún más, como un eficaz medio de difusión de las respuestas oficiales a las reclamaciones. Puede también evitar algunos abusos flagrantes e instar útilmente para el remedio de algunos errores particulares.Pero no puede dirigir.A lo más, se reduciría a elegir las personas que habrían de disponer de un poder prácticamente absoluto. El sistema entero tendería hacia la dictadura plebiscitaria, donde el jefe del gobierno es confirmado de vez en cuando en su posición por el voto popular, pero dispone de todos los poderes para asegurarse que el voto irá en la dirección que desea.

El precio de la democracia es que las posibilidades de un control explícito se hallan restringidas a los campos en que existe verdadero acuerdo y que en algunos campos las cosas tienen que abandonarse a su suerte. Pero en una sociedad cuyo funcionamiento está sujeto a la planificación central, este control no puede quedar a merced de la existencia de una mayoría dispuesta a dar su conformidad. Con frecuencia será necesario que la voluntad de una pequeña minoría se imponga a todos, porque esta minoría será el mayor grupo capaz de llegar a un acuerdo dentro de ella sobre la cuestión disputada. El gobierno democrático ha actuado con éxito donde y en tanto las funciones del gobierno se restringieron, por una opinión extensamente aceptada, a unos campos donde el acuerdo mayoritario podía lograrse por la libre discusión; y el gran mérito del credo liberal está en que redujo el ámbito de las cuestiones sobre las cuales era necesario el acuerdo a aquellas en que era probable que existiese dentro de una sociedad de hombres libres. Se dice ahora con frecuencia que la democracia no tolerará el «capitalismo». Por ello se hace todavía más importante comprender que sólo dentro de este sistema es posible la democracia, si por «capitalismo» se entiende un sistema de competencia basado sobre la libre disposición de la propiedad privada. Cuando llegue a ser dominada por un credo colectivista, la democracia se destruirá a sí misma inevitablemente.

No tenemos, empero, intención de hacer de la democracia un fetiche. Puede ser muy cierto que nuestra generación habla y piensa demasiado de democracia y demasiado poco de los valores a los que ésta sirve. No puede decirse de la democracia lo que con verdad decía Lord Acton de la libertad: que ésta «no es un medio para un fin político más alto. Es, en sí, el fin político más alto. No se necesita por razones de buena administración pública, sino para asegurar la consecución de los más altos objetivos de la sociedad civil y de la vida privada.»[196] La democracia es esencialmente un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual. Como tal, no es en modo alguno infalible o cierta.Tampoco debemos olvidar que a menudo ha existido una libertad cultural y espiritual mucho mayor bajo un régimen autocrático que bajo algunas democracias; y se entiende sin dificultad que bajo el gobierno de una mayoría muy homogénea y doctrinaria el sistema democrático puede ser tan opresivo como la peor dictadura. Nuestra afirmación no es, pues, que la dictadura tenga que extirpar inevitablemente la libertad, sino que la planificación conduce a la dictadura, porque la dictadura es el más eficaz instrumento de coerción y de inculcación de ideales, y, como tal, indispensable para hacer posible una planificación central en gran escala. El conflicto entre planificación y democracia surge sencillamente por el hecho de ser ésta un obstáculo para la supresión de la libertad, que la dirección de la actividad económica exige. Pero cuando la democracia deja de ser una garantía de la libertad individual, puede muy bien persistir en alguna forma bajo un régimen totalitario. Una verdadera «dictadura del proletariado  », aunque fuese democrática en su forma, si acometiese la dirección centralizada del sistema económico destruiría, probablemente, la libertad personal más a fondo que lo haya hecho jamás ninguna autocracia.

No carece de peligros la moda de concentrarse en torno a la democracia como principal valor amenazado. Es ampliamente responsable de la equívoca e infundada creencia en que mientras la fuente última del poder sea la voluntad de la mayoría, el poder no puede ser arbitrario. La falsa seguridad que mucha gente saca de esta creencia es una causa importante de la general ignorancia de los peligros que tenemos ante nosotros. No hay justificación para creer que en tanto el poder se confiera por un procedimiento democrático no puede ser arbitrario. La antítesis sugerida por esta afirmación es asimismo falsa, pues no es la fuente, sino la limitación del poder, lo que impide a éste ser arbitrario. El control democrático puede evitar que el poder se torne arbitrario; pero no lo logra por su mera existencia. Si la democracia se propone una meta que exige el uso de un poder incapaz de ser guiado por reglas fijas, tiene que convertirse en un poder arbitrario.

Notas al pie de página

[188]

[Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, ed. de R.H. Campbell y A.S. Skinner, vol. 1 de The Glasgow Edition of the Works and Correspondence of Adam Smith, op. cit., libro 4, capítulo 2, p. 456. —Ed.]


[189]

[En 1927 Hayek se convirtió en el primer director del recién creado Instituto Austriaco para la Investigación de los Ciclos Comerciales (Österreichisches Institut für Konjunkturforschung); una de sus tareas era recopilar datos económicos del tipo de los que incluye aquí. —Ed.]


[190]

S. y B.Webb, Industrial Democracy Londres, Nueva York,Bombay y Calcuta: Longmans, Green and Co., 1897), p. 800, n. [El reformista social inglés Sidney (1859-1947) y Beatriz (1858-1943) Webb fueron de los primeros miembros de la Sociedad Fabiana y cofundadores de la London School of Economics. En el pasaje citado, los Webb se lamentaban realmente de la «creciente incapacidad», más que de la «crecida incapacidad» de la Cámara de los Comunes para realizar su trabajo. —Ed.]


[191]

H.J. Laski, «Labour and the Constitution», The New Statesman and Nation, N.S., n.º 81, 10 de septiembre de 1932, p. 277. En un libro (Democracy in Crisis (Chapel Hill, NC: University of North Carolina Press, 1933), p. 87, donde el profesor Laski elaboró después estas ideas, expresa aún más claramente su determinación de no consentir a la democracia parlamentaria que constituya un obstáculo para la realización del socialismo. ¡Un gobierno socialista, no sólo «tomaría amplios poderes y legislaría bajo ellos por órdenes y decretos» y «suspendería las fórmulas clásicas de la oposición normal», y además, la «continuación del régimen parlamentario dependería de que [el gobierno laborista] recibiese del partido conservador garantías de no destrozar por derogación su labor transformadora en el caso de una derrota ante las urnas»!

Como el profesor Laski invoca la autoridad de la comisión Donoughmore, puede ser interesante recordar que el profesor Laski fue miembro de aquella comisión y probablemente uno de los autores de su dictamen. [El Comité Donoughmore sobre los Poderes de los Ministros fue creado para investigar las consecuencias de la expansión de la legislación delegada, es decir, la legislación establecida por los ministros con el fin de verificar la legislación primaria aprobada por el Parlamento. Hayek hace una ulterior referencia a sus hallazgos en la próxima nota. —Ed.]


[192]

Es instructiva a este propósito una breve referencia al documento del gobierno en el que se discutieron estos problemas no hace muchos años. Hace ya trece, es decir, antes de que Inglaterra abandonase por fin el liberalismo económico, el proceso de la delegación de facultades legislativas había llegado a un punto en que se sintió la necesidad de nombrar una comisión a fin de investigar acerca de «las garantías deseables o necesarias para asegurar la soberanía de la Ley». En su dictamen, el «Donoughmore Committee» (Report of the [Lord Chancellor’s] Committee on Ministers’ Powers, Cmd. 4060, 1932) demostró que ya en aquella fecha el Parlamento había recurrido a «la práctica de una delegación general indiscriminada»; pero lo consideraba (¡era antes de haber resbalado verdaderamente hacia el abismo totalitario!) como un desarrollo inevitable y relativamente inocuo. Y es probablemente cierto que esta delegación, como tal, no representara un peligro para la libertad. Pero lo interesante es el motivo de haberse hecho necesaria en tal escala la delegación. En primer lugar, entre las causas enumeradas, señala el dictamen que «el Parlamento aprueba ahora tantas leyes cada año» y que «tantos detalles son tan técnicos, que resultan inapropiados para la discusión parlamentaria  ». Pero si esto fuera todo, no habría razón para que los detalles no se elaborasen antes, mejor que después de aprobar la ley el parlamento. Lo que en múltiples casos es probablemente una razón mucho más importante para explicar por qué, «si el Parlamento no estuviese dispuesto a delegar su facultad legislativa, sería incapaz de aprobar la clase y la cantidad de legislación que la opinión pública exige», se revela inocentemente en una breve frase: «muchas de las leyes afectan tan íntimamente a la vida de las gentes que es esencial la elasticidad.» ¿Qué significa esto sino el otorgamiento de un poder arbitrario, de un poder no limitado por principios fijos y que, según la opinión del Parlamento, no puede limitarse por reglas definidas e inequívocas?


[193]

Élie Halévy, «Socialism and the Problems of Democratic Parliamentarism», International Affairs, vol. 13, julio de 1934, p. 501. [El artículo fue un mensaje dado el 24 de abril de 1934, en Chatham House, que desde 1920 ha sido la base del Royal Institute of International Affairs. El historiador francés Élie Halévy (1870-1937) fue autor de The Growth of Philosophical Radicalism, que hacía la historia del utilitarismo británico, y The Era of Tyrannies, del que Hayek tomó la cita inicial con la que empieza el capítulo 3. El estadista inglés Lord Eustace Percy (1887-1958) escribió libros tales como Democracy on Trial y The Heresy of Democracy. El político inglés Sir Oswald Mosley (1896-1980) empezó siendo conservador y luego giró hacia el Partido Laborista, convirtiéndose en miembro del Parlamento y en miembro del gobierno laborista de 1929 y, finalmente, dimitió para convertirse en líder de la Unión Británica de Fascistas. El político laborista Sir Stafford Cripps (1889-1952) giró cada vez más hacia la izquierda en los años 1930, y acabó siendo expulsado del partido en 1939 por sus actividades con el Frente Popular. Percy, Mosley, y Cripps, pues, representan diferentes extremos del espectro político, aunque, como constataron Hayek y Halévy, en ciertos asuntos los tres habían expresado puntos de vista semejantes. —Ed.]


[194]

[El estadista alemán Heinrich Brüning (1885-1970) fue canciller de Alemania desde 1930 a 1932, pero fue forzado a dimitir por los nazis. Abandonó Alemania dos años más tarde. Franz von Papen (1879-1969) asumió el cargo de canciller en 1932, y sirvió con Hitler, brevemente, como vicecanciller, luego como embajador en Austria y Turquía. Kurt von Schleicher (1882-1934) fue el sucesor de von Papen en el cargo de canciller, pero Hitler tomó el poder de él en 1933. Él y su mujer fueron juzgados sobre la base de acusaciones inventadas y ejecutados por los nazis al año siguiente. —Ed.]


[195]

K. Mannheim: Man and Society in an Age of Reconstruction, op. cit., p. 340. [La segunda mitad de la cita aparece en la página 341. —Ed.]


[196]

[Lord Acton, «The History of Freedom in Antiquity», op. cit., p. 22 {p. 78 de la edición española, op. cit.}]. —Ed.]