Camino de servidumbre

Camino de servidumbre
Autor: 
Friedrich A. Hayek

Friedrich August von Hayek (1899 – 1992) nació en Viena, Austria, que en ese entonces era una de las grandes capitales intelectuales de Europa. Hayek es particularmente conocido como un defensor del liberalismo clásico y del capitalismo en contra del socialismo y el pensamiento colectivista. Fue miembro de la Escuela Austriaca de economía y escribió extensamente acerca teoría monetaria, el cálculo en una economía socialista, la teoría de los órdenes espontáneos y la teoría del derecho evolutivo. Inició su carrera como profesor universitario en la Universidad de Viena, luego en la London School of Economics y posteriormente en la Universidad de Chicago y en la Universidad de Freiburg. En 1974 obtuvo el Premio Nobel de Economía por su trabajo relacionado a "la teoría monetaria y las fluctuaciones económicas y por su profundo análisis de la interdependencia entre los fenómenos económicos, sociales e institucionales".

El libro de Hayek, Camino de servidumbre —en alusión a la frase de Alexis de Tocqueville “el camino a la esclavitud”— fue publicado en el Reino Unido el 10 de marzo de 1944. De inmediato generó controversia puesto que explicaba de manera sencilla y clara la relación entre la libertad individual y la planificación económica centralizada. Para Hayek, las ideas colectivistas —ya sean de izquierda o de derecha— no conducen a una utopía sino que al darle cada vez más poder al Estado para controlar la economía, inevitablemente conducen a horrores como los de la Alemania Nazi y la Italia Fascista.

Edición utilizada:

Hayek, F.A. Camino de servidumbre. Textos y documentos. Madrid: Unión Editorial, 2008.

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Capítulo VI: La planificación y el estado de derecho

Capítulo VI

La planificación y el estado de derecho

Estudios recientes de sociología del Derecho confirman una vez más que el principio fundamental de la ley formal, según el cual todo caso debe juzgarse de acuerdo con preceptos racionales generales, sujetos al menor número posible de excepciones y basados sobre supuestos lógicos, sólo prevalece en la fase competitiva y liberal del capitalismo.

Karl Mannheim[197]

Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho (Rule of Law). Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento.[198] Aunque este ideal nunca puede alcanzarse plenamente, porque los legisladores, como aquellos a quienes se confía la administración de la ley, son hombres falibles, queda suficientemente clara la cuestión esencial: que debe reducirse todo lo posible la discreción concedida a los órganos ejecutivos dotados de un poder coercitivo. Aun cuando toda ley restringe hasta cierto punto la libertad individual alterando los medios que la gente puede utilizar en la consecución de sus fines, bajo la supremacía de la ley le está prohibido al Estado paralizar por una acción ad hoc los esfuerzos individuales. Dentro de las reglas del juego conocidas, el individuo es libre para procurarse sus fines y deseos personales, seguro de que los poderes del Estado no se usarán deliberadamente para frustrar sus esfuerzos.

La distinción que antes establecimos entre la creación de una estructura legal permanente, dentro de la cual la actividad productiva es guiada por las decisiones individuales, y la dirección de la actividad económica por una autoridad central, es realmente un caso particular de la distinción más general entre el Estado de Derecho y el gobierno arbitrario. Bajo el primero, el Estado se limita a fijar normas determinantes de las condiciones bajo las cuales pueden utilizarse los recursos disponibles, dejando a los individuos la decisión sobre los fines para los que serán usados. Bajo el segundo, el Estado dirige hacia fines determinados el empleo de los medios de producción. Las normas del primer tipo pueden establecerse de antemano, con el carácter de normas formales que no se dirigen a los deseos y necesidades de ningún individuo en particular. Pretenden ser tan sólo instrumentos para la consecución de los diversos fines individuales de las gentes.Y se proyectan, o deben serlo, para tan largos periodos que sea imposible saber si favorecerán a alguien en particular más que a otros. Pueden casi describirse como un tipo de instrumento de la producción que permite a cualquiera prever la conducta de las gentes con quienes tiene que colaborar, más que como esfuerzos para la satisfacción de necesidades particulares.

La planificación económica de tipo colectivista envuelve necesariamente todo lo opuesto. La autoridad planificadora no puede confinarse a suministrar oportunidades a personas desconocidas para que éstas hagan de ellas el uso que les parezca. No puede sujetarse de antemano a normas generales y formales que impidan la arbitrariedad.Tiene que atender a las necesidades efectivas de la gente a medida que surgen, y para esto ha de elegir deliberadamente entre ellas. Tiene que decidir constantemente sobre cuestiones que no pueden contestarse por principios formales tan sólo, y al tomar estas decisiones tiene que establecer diferencias de mérito entre las necesidades de los diversos individuos. Cuando el Estado tiene que decidir respecto a cuántos cerdos cebar o cuántos autobuses poner en circulación, qué minas de carbón explotar o a qué precio vender el calzado, estas resoluciones no pueden deducirse de principios formales o establecerse de antemano para largos periodos. Dependen inevitablemente de las circunstancias del momento, y al tomar estas decisiones será siempre necesario contrapesar entre sí los intereses de las diversas personas y grupos. Al final, las opiniones de alguien decidirán cuáles de estos intereses son más importantes, y estas opiniones pasan así a formar parte de la ley del país: una nueva distinción de jerarquías que el aparato coercitivo del Estado impone al pueblo.

La distinción que hemos empleado entre ley o justicia formal y normas sustantivas es muy importante y a la vez sumamente difícil de expresar con precisión en la práctica. Y, sin embargo, el principio general que interviene es bastante simple. La diferencia entre los dos tipos de normas es la misma que existe entre promulgar un código de la circulación u obligar a la gente a circular por un sitio determinado; o mejor todavía, entre suministrar señales indicadoras o determinar la carretera que ha de tomar la gente.

Las normas formales indican de antemano a la gente cuál será la conducta del Estado en cierta clase de situaciones, definidas en términos generales, sin referencia al tiempo, al lugar o a alguien en particular. Atañen a situaciones típicas en que todos pueden hallarse, y en las cuales la existencia de estas normas será útil para una gran variedad de propósitos individuales. El conocimiento de que en tales situaciones el Estado actuará de una manera definida o exigirá que la gente se comporte de un cierto modo, es aportado como un medio que la gente puede utilizar al hacer sus propios planes. Las normas formales son así simples instrumentos, en el sentido de proyectarse para que sean útiles a personas anónimas, a los fines para los que estas personas decidan usarlos y en circunstancias que no pueden preverse con detalle. De hecho, el que no conozcamos sus efectos concretos, que no conozcamos a qué fines particulares ayudarán estas normas o a qué individuos en particular asistirán, el que reciban simplemente la forma en que es más probable que beneficien a todas las personas afectadas por ellas, todo esto constituye la cualidad más importante de las normas formales, en el sentido que aquí hemos dado a esta expresión. No envuelven una elección entre fines particulares o individuos determinados, precisamente porque no podemos conocer de antemano por quién y de qué manera serán usadas.

En nuestro tiempo, con su pasión por la intervención expresa sobre todas las cosas, puede resultar paradójico reclamar consideración de virtud para un sistema al hecho de conocerse menos en él que bajo la mayor parte de los demás sistemas los efectos particulares de las medidas que el Estado tome, y calificar como superior a un método de intervención social precisamente por nuestra ignorancia acerca de sus resultados concretos. Y sin embargo, esta consideración es, en realidad, la razón de ser del gran principio liberal del Estado de Derecho. Pero la aparente paradoja se deshace rápidamente cuando llevamos un poco más lejos la argumentación.

Este argumento es doble; por un lado es económico, y aquí sólo puede formularse brevemente. El Estado tiene que limitarse a establecer reglas aplicables a tipos generales de situaciones y tiene que conceder libertad a los individuos en todo lo que dependa de las circunstancias de tiempo y lugar, porque sólo los individuos afectados en cada caso pueden conocer plenamente estas circunstancias y adaptar sus acciones a ellas. Si los individuos han de ser capaces de usar su conocimiento eficazmente para elaborar sus planes, tienen que estar en situación de prever los actos del Estado que pueden afectar a estos planes. Mas para que sean previsibles los actos del Estado, tienen estos que estar determinados por normas fijas, con independencia de las circunstancias concretas que ni pueden preverse ni tenerse en cuenta por anticipado: por lo que los efectos particulares de aquellos actos serán imprevisibles. Si, de otra parte, el Estado pretendiese dirigir las acciones individuales para lograr fines particulares, su actuación tendría que decidirse sobre la base de todas las circunstancias del momento, y sería imprevisible. De aquí el hecho familiar de que, cuanto más «planifica» el Estado, más difícil se le hace al individuo su planificación.

El segundo argumento, moral o político, es aún más directamente importante para la cuestión que se discute. Si el Estado ha de prever la incidencia de sus actos, esto significa que no puede dejar elección a los afectados. Allí donde el Estado puede prever exactamente los efectos de las vías de acción alternativas sobre los individuos en particular, es el Estado quien elige entre los diferentes fines. Si deseamos crear nuevas oportunidades abiertas a todos, ofrecer opciones que la gente pueda usar como quiera, los resultados precisos no pueden ser previstos. Las normas generales, o leyes genuinas, a diferencia de las órdenes específicas, tienen que proyectarse, pues, para operar en circunstancias que no pueden preverse con detalle, y, por consiguiente, no pueden conocerse de antemano sus efectos sobre cada fin o cada individuo en particular. Sólo de este modo le es posible al legislador ser imparcial. Ser imparcial significa no tener respuesta para ciertas cuestiones: para aquella clase de cuestiones sobre las que, si hemos de decidir nosotros, decidimos tirando al aire una moneda.

En un mundo donde todo estuviera exactamente previsto, le sería muy difícil al Estado hacer algo y permanecer imparcial. Allí donde se conocen los efectos precisos de la política del Estado sobre los individuos en particular, donde el Estado se propone directamente estos efectos particulares, no puede menos de conocer esos efectos, y no puede, por ende, ser imparcial. Tiene necesariamente que tomar partido, imponer a la gente sus valoraciones y, en lugar de ayudar a ésta al logro de sus propios fines, elegir por ella los fines. Cuando al hacer una ley se han previsto sus efectos particulares, aquélla deja de ser un simple instrumento para uso de las gentes y se transforma en un instrumento del legislador sobre el pueblo y para sus propios fines. El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución «moral»; donde «moral» no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales estas opiniones. En este sentido, el nazi u otro Estado colectivista cualquiera es «moral», mientras que el Estado liberal no lo es.

Quizá pueda decidirse que todo esto no plantea un problema serio, pues por la naturaleza de las cuestiones sobre las que el planificador económico ha de decidir, éste no necesita guiarse, ni debe hacerlo, por sus prejuicios individuales, sino que debe sujetarse a la general convicción acerca de lo que es justo y razonable. Esta objeción recibe usualmente apoyo de quienes tienen experiencia sobre la planificación en una industria particular y encuentran que no hay una dificultad insuperable para llegar a una decisión que aceptarían como justa todos los inmediatamente afectados. La razón por la que esta experiencia no demuestra nada es precisamente la selección de «intereses  » afectados cuando la planificación se limita a una industria en particular. Los más de cerca interesados en una cuestión particular no son necesariamente los mejores jueces sobre los intereses de la sociedad en general. Para recoger sólo el caso más característico: cuando el capital y el trabajo, dentro de una industria, convienen sobre alguna política de restricción y explotan así a los consumidores, no surge usualmente ninguna dificultad para la división del botín en proporción a los antiguos ingresos o según otro principio semejante. Por lo general, la pérdida que se reparte entre miles o millones se desprecia simplemente o se considera de manera por completo inadecuada. Si deseamos poner a prueba la utilidad del principio de lo «justo» para decidir en la clase de cuestiones que surgen en la planificación económica, tenemos que aplicarlo a alguna cuestión donde las ganancias y las pérdidas sean igualmente claras. En estos casos se reconoce sin dificultad que ningún principio general, tal como el de lo justo, puede proveer una respuesta. Cuando tenemos que elegir entre sueldos más altos para las enfermeras o los médicos o una mayor extensión de los servicios sanitarios, más leche para los niños o mayores jornales para los trabajadores agrícolas, o entre ocupación para los parados o mejores jornales para los ya ocupados, se necesita para procurar una respuesta nada menos que un sistema completo de valores en que cada necesidad de cada persona o grupo ocupe un lugar definido.

De hecho, a medida que se extiende la planificación se hace normalmente necesario adaptar con referencia a lo que es «justo» o «razonable» un número creciente de disposiciones legales. Esto significa que se hace cada vez más necesario entregar la decisión del caso concreto a la discreción del juez o de la autoridad correspondiente. Se podría escribir una historia del ocaso de la supremacía de la ley, de la desaparición del Rechtsstaat, siguiendo la introducción progresiva de aquellas vagas fórmulas en la legislación y la jurisprudencia y la creciente arbitrariedad e incertidumbre de las leyes y la judicatura, con su consiguiente degradación, que en estas circunstancias no pueden menos de ser un instrumento de la política.[199] Es importante señalar una vez más a tal respecto que el ocaso del Estado de Derecho había avanzado constantemente en Alemania durante algún tiempo antes de que Hitler llegara al poder, y que una política muy avanzada hacia la planificación totalitaria había ya realizado gran parte de la obra que Hitler completó.

No puede dudarse que la planificación envuelve necesariamente una discriminación deliberada entre las necesidades particulares de las diversas personas y permite a un hombre hacer lo que a otro se le prohíbe.Tiene que determinarse por una norma legal qué bienestar puede alcanzar cada uno y qué le será permitido a cada uno hacer y poseer. Significa de hecho un retorno a la supremacía del status, una inversión del «movimiento de las sociedades progresivas» que, según la famosa frase de Sir Henry Maine, «hasta ahora ha sido un movimiento desde el status hacia el contrato».200 Sin duda, el Estado de Derecho debe considerarse probablemente, más que la primacía de 1 contrato, como lo opuesto, en realidad a la primacía del status. El Estado de Derecho, en el sentido de primacía de la ley formal, es la ausencia de privilegios legales para unas personas designadas autoritariamente, lo que salvaguarda aquella igualdad ante la ley que es lo opuesto al gobierno, arbitrario.

Un resultado necesario, y sólo aparentemente paradójico, de lo dicho es que la igualdad formal ante la ley está en pugna y de hecho es incompatible con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente á la igualación material o sustantiva de los individuos, y que toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho. Provocar el mismo resultado para personas diferentes significa, por fuerza, tratarlas diferentemente. Dar a los diferentes individuos las mismas oportunidades objetivas, no significa darles la misma chance subjetiva. No puede negarse que el Estado de Derecho produce desigualdades económicas; todo lo que puede alegarse en su favor es que esta desigualdad no pretende afectar de una manera determinada a individuos en particular. Es muy significativo y característico que los socialistas (y los nazis) han protestado siempre contra la justicia «meramente» formal, que se han opuesto siempre a una ley que no encierra criterio respecto al grado de bienestar que debe alcanzar cada persona en particular[201] y que han demandado siempre una «socialización de la Ley», atacado la independencia de los jueces y, a la vez, apoyado todos los movimientos, como el de la Freirechtsschule, que minaron el Estado de Derecho.

Puede incluso decirse que para un eficaz Estado de Derecho es más importante que el contenido mismo de la norma el que ésta se aplique siempre, sin excepciones.A menudo no importa mucho el contenido de la norma, con tal que la misma norma se haga observar universalmente. Para volver a un ejemplo anterior: lo mismo da que todos tengamos que llevar la derecha o la izquierda en la carretera, en tanto que todos tengamos que hacer lo mismo. Lo importante es que la norma nos permita prever correctamente la conducta de los demás, y esto exige que se aplique a todos los casos, hasta si en una circunstancia particular sentimos que es injusta.

El conflicto entre la justicia formal y la igualdad formal ante la Ley, por una parte, y los intentos de realizar diversos ideales de justicia sustantiva y de igualdad, por otra, explica también la extendida confusión acerca del concepto de «privilegio» y el consiguiente abuso de este concepto. Mencionaremos sólo el más importante ejemplo de tal abuso: la aplicación del término privilegio a la propiedad como tal. Sería en verdad privilegio si, por ejemplo, como fue a veces el caso en el pasado, la propiedad de la tierra se reservase para los miembros de la nobleza. Y es privilegio si, como ocurre ahora, el derecho a producir o vender alguna determinada cosa le está reservado a alguien en particular designado por la autoridad. Pero llamar privilegio a la propiedad privada como tal, que todos pueden adquirir bajo las mismas leyes, porque sólo algunos puedan lograr adquirirla, es privar de su significado a la palabra privilegio.

La imposibilidad de prever los efectos particulares, que es la característica distintiva de las leyes formales en un sistema liberal, es también importante porque ayuda a aclarar otra confusión acerca de la naturaleza de este sistema: la creencia en que su actitud característica consiste en la inhibición del Estado. La cuestión de si el Estado debe o no debe «actuar» o «interferir  » plantea una alternativa completamente falsa, y la expresión laissez-faire describe de manera muy ambigua y equívoca los principios sobre los que se basa una política liberal. Por lo demás, no hay Estado que no tenga que actuar, y toda acción del Estado interfiere con una cosa o con otra. Pero ésta no es la cuestión. Lo importante es si el individuo puede prever la acción del Estado y utilizar este conocimiento como un dato al establecer sus propios planes, lo que supone que el Estado no puede controlar el uso que se hace de sus instrumentos y que el individuo sabe con exactitud hasta dónde estará protegido contra la interferencia de los demás, o si el Estado está en situación de frustrar los esfuerzos individuales. El control oficial de pesas y medidas (o la prevención del fraude y el engaño por cualquier otra vía) supone, sin duda, una actuación, mientras que permanece inactivo el Estado que permite el uso de la violencia, por ejemplo, en las coacciones de los huelguistas. Y sin embargo, es en el primer caso cuando el Estado observa los principios liberales, y no en el segundo. Lo mismo ocurre con la mayoría de las normas generales y permanentes que el Estado puede establecer respecto a la producción, tales como las ordenanzas sobre construcción o sobre las industrias: pueden ser acertadas o desacertadas en cada caso particular, pero no se oponen a los principios liberales en tanto se proyecten como permanentes y no se utilicen en favor o perjuicio de personas determinadas. Cierto que en estos ejemplos, aparte de los efectos a la larga, que no pueden predecirse, habrá también efectos a corto plazo sobre determinadas personas, que pueden claramente conocerse. Pero en esta clase de leyes los efectos a corto plazo no son (o por lo menos no deben ser), en general, la consideración orientadora. Cuando estos efectos inmediatos y previsibles ganan importancia en comparación con los efectos a largo plazo, nos aproximamos a la frontera donde la distinción, clara en principio, se hace borrosa en la práctica.

El Estado de Derecho sólo se desenvolvió conscientemente durante la era liberal, y es uno de sus mayores frutos, no sólo como salvaguardia, sino como encarnación legal de la libertad. Como Immanuel Kant lo dijo (y Voltaire lo había expresado antes que él en términos casi idénticos), «el hombre es libre si sólo tiene que obedecer a las leyes y no a las personas».[202] Pero como un vago ideal, ha existido por lo menos desde el tiempo de los romanos, y durante los siglos más próximos a nosotros jamás ha sido tan seriamente amenazado como lo es hoy. La idea de que no existe límite para el poder del legislador es, en parte, un resultado de la soberanía popular y el gobierno democrático. Se ha reforzado con la creencia en que el Estado de Derecho quedará salvaguardado si todos los actos del Estado están debidamente autorizados por la legislación. Pero esto es confundir completamente lo que el Estado de Derecho significa. Este tiene poco que ver con la cuestión de si los actos del Estado son legales en sentido jurídico. Pueden serlo y, sin embargo, no sujetarse al Estado de Derecho. La circunstancia de tener alguien plena autoridad legal para actuar de la manera que actúa, no da respuesta a la cuestión de si la ley le ha otorgado poder para actuar arbitrariamente o si la ley le prescribe inequívocamente lo que tiene que hacer. Puede ser muy cierto que Hitler obtuviera de una manera estrictamente constitucional sus ilimitados poderes y que todo lo que hace es, por consiguiente, legal en el sentido jurídico. Pero ¿quién concluiría de ello que todavía subsiste en Alemania un Estado de Derecho?

Decir que en una sociedad planificada no puede mantenerse el Estado de Derecho, no equivale, pues, a decir que los actos del Estado sean ilegales o que aquélla sea necesariamente una sociedad sin ley. Significa tan sólo que el uso de los poderes coercitivos del Estado no estará ya limitado y determinado por normas preestablecidas. La ley puede y, para permitir una dirección central de la actividad económica, tiene que legalizar lo que de hecho sigue siendo una acción arbitraria. Si la ley dice que una cierta comisión u organismo puede hacer lo que guste, todo lo que aquella comisión u organismo haga es legal: pero no hay duda que sus actos no están sujetos a la supremacía de la ley.Dando al Estado poderes ilimitados, la norma más arbitraria puede legalizarse,y de esta manera una democracia puede establecer el más completo despotismo imaginable.[203]

Si, por consiguiente, las leyes han de permitir a las autoridades dirigir la vida económica, deben otorgarles poderes para tomar e imponer decisiones en circunstancias que no pueden preverse y sobre principios que no pueden enunciarse en forma genérica. La consecuencia es que cuando la planificación se extiende, la delegación de poderes legislativos en diversas comisiones y organismos se hace mayor cada vez. Cuando, antes de la primera guerra mundial, en una causa sobre la que el difunto Lord Hewart llamó recientemente la atención, el juez Darling dijo «que hasta el año pasado no ha decretado el Parlamento que el Ministerio de Agricultura, al actuar como lo hace, no será más impugnable que el Parlamento mismo», referíase todavía a un caso raro.[204] Después se ha convertido en el hecho diario. Constantemente se confieren los más amplios poderes a nuevos organismos que, sin estar sujetos a normas fijas, gozan de la más ilimitada discreción para regular esta o aquella actividad de las gentes.

El Estado de Derecho implica, pues, un límite al alcance de la legislación. Restringe ésta a aquella especie de normas generales que se conoce por ley formal, y excluye la legislación dirigida directamente a personas en particular o a facultar a alguien en el uso del poder coercitivo del Estado con miras a esa discriminación. Significa, no que todo sea regulado por ley, sino, contrariamente, que el poder coercitivo del Estado sólo puede usarse en casos definidos de antemano por la ley, y de tal manera que pueda preverse cómo será usado. Un particular precepto puede, pues, infringir la supremacía de la ley. Todo el que esté dispuesto a negarlo tendría que afirmar que si el Estado de Derecho prevalece hoy o no en Alemania, Italia o Rusia, depende de que los dictadores hayan obtenido o no su poder absoluto por medios constitucionales.[205]

Importa relativamente poco que, como en algunos países, las principales aplicaciones del Estado de Derecho se establezcan por una Carta de derechos o por un Código constitucional, o que el principio sea simplemente una firme tradición. Pero será fácil ver que, cualquiera que sea la forma adoptada, la admisión de estas limitaciones de los poderes legislativos implica el reconocimiento del derecho inalienable del individuo, de los derechos inviolables del hombre.

Es lamentable, pero característico de la confusión en que muchos de nuestros intelectuales han caído por la contradicción interior entre sus ideales, ver que un destacado defensor de la planificación central más amplia, Mr. H.G.Wells, haya escrito también una ardiente defensa de los derechos del hombre.[206] Los derechos individuales que Mr.Wells espera salvar se verán obstruidos inevitablemente por la planificación que desea. Hasta cierto punto, parece advertir el dilema, y por eso los preceptos de su «Declaración de los Derechos del Hombre» resultan tan envueltos en distingos que pierden toda significación. Mientras, por ejemplo, su Declaración proclama que todo hombre «tendrá derecho a comprar y vender sin ninguna restricción discriminatoria todo aquello que pueda legalmente ser comprado y vendido  », lo cual es excelente, inmediatamente invalida por completo el precepto al añadir que se aplica sólo a la compra y la venta «de aquellas cantidades y con aquellas limitaciones que sean compatibles con el bienestar común».[207] Pero como, por supuesto, toda restricción alguna vez impuesta a la compra o la venta de cualquier cosa se estableció por considerarla necesaria para «el bien común», no hay en realidad restricción alguna que esta cláusula efectivamente impida, ni derecho individual que quede salvaguardado por ella.

Si se toma otra cláusula fundamental, la Declaración sienta que toda persona «puede dedicarse a cualquier ocupación legal» y que «está autorizada para conseguir una ocupación pagada y para elegirla libremente siempre que tenga abierta una diversidad de ocupaciones».[208] Pero no se indica quién decidirá si un particular empleo está «abierto» a una persona determinada, y el precepto agregado, según el cual «puede procurarse ocupación por sí misma, y su pretensión tiene que ser públicamente considerada, aceptada o negada»,[209] muestra que Mr.Wells piensa en una autoridad que a aquel hombre «autoriza  » para una particular posición; lo cual ciertamente significa lo opuesto a la libre elección de un empleo. En cuanto a cómo se puede asegurar en un mundo planificado la «libertad de trasladarse de lugar y de emigrar», cuando no sólo los medios de comunicación y las divisas están intervenidos, sino planificada también la localización de las industrias; o cómo puede salvaguardarse la libertad de prensa cuando la oferta de papel y todos los canales de la distribución están intervenidos por la autoridad planificadora, son cuestiones para las que Mr.Wells tiene tan escasa respuesta como otro planificador cualquiera.

A este respecto muestran mucha mayor coherencia los más numerosos reformadores que, ya desde el comienzo del movimiento socialista, atacaron la idea «metafísica» de los derechos individuales e insistieron en que, en un mundo ordenado racionalmente, no habría derechos individuales, sino tan sólo deberes individuales. Esta, en realidad, es la actitud hoy más corriente entre nuestros titulados progresistas, y pocas cosas exponen más a uno al reproche de ser un reaccionario que la protesta contra una medida por considerarla como una violación de los derechos del individuo. Incluso un periódico liberal como The Economist nos echaba en cara hace pocos años el ejemplo de Francia, nada menos, que habría aprendido la lección en virtud de la cual el gobierno democrático, no menos que la dictadura, debe tener siempre [sic] poderes plenarios in posse, sin sacrificar su carácter democrático y representativo. No existe un área de derechos individuales restrictiva que nunca puede ser tocada por el Estado por medios administrativos, cualesquiera que sean las circunstancias. No existe límite al poder de regulación que puede y debe emplear un gobierno libremente elegido por el pueblo, y al cual pueda criticar plena y abiertamente una oposición.[210]

Esto puede ser inevitable en tiempo de guerra, cuando, además, hasta la crítica libre y abierta tiene necesariamente que restringirse. Pero el «siempre  » del párrafo citado no sugiere que The Economist lo considere como una lamentable necesidad de los tiempos de guerra.Y, sin embargo, como institución permanente, aquella idea es, en verdad, incompatible con el mantenimiento del Estado de Derecho, y lleva directamente al Estado totalitario. Pero es la idea que tienen que compartir todos los que desean que el Estado dirija la vida económica.

La experiencia de los diversos países de Europa Central ha demostrado ampliamente hasta qué punto, incluso el reconocimiento formal de los derechos individuales o de la igualdad de derechos de las minorías pierde toda significación en un Estado que se embarca en un control completo de la vida económica. Se ha demostrado allí que es posible seguir una política de cruel discriminación contra las minorías nacionales mediante el uso de conocidos instrumentos de la política económica, sin infringir siquiera la letra del estatuto de protección de los derechos de la minoría. Facilitó grandemente esta opresión por medio de la política económica el hecho de que ciertas industrias y actividades estaban en gran medida en manos de una minoría nacional, de manera que muchas disposiciones orientadas aparentemente contra una industria o clase se dirigían en realidad contra una minoría nacional.

Pero las casi ilimitadas posibilidades para unas políticas de discriminación y opresión proporcionadas por principios tan inocuos aparentemente como el «control oficial del desarrollo de las industrias» son bien patentes para todo el que desee ver cuáles son en la práctica las consecuencias políticas de la planificación.

Notas al pie de página

[197]

[Karl Mannheim, Man and Society in an Age of Reconstruction, cit., p. 180. —Ed.]


[198]

De acuerdo con la clásica exposición de A.V. Dicey, en Introduction to the Study of the Law of the Constitution (8.ª ed. (Londres: Macmillan and Co., 1915), p. 198), rule of law «significa, en primer lugar, la absoluta supremacía o predominio del derecho común, como oposición al ejercicio del poder arbitrario, y excluye la existencia de arbitrariedades, prerrogativas y hasta de una amplia autoridad discrecional por parte del Estado». En gran parte como resultado de la obra de Dicey, esta expresión ha adquirido, sin embargo, en Inglaterra, un significado técnico más estrecho, que aquí no nos concierne. El más amplio y antiguo significado de este concepto de la supremacía o imperio de la ley, que en Inglaterra alcanzó el carácter de una tradición, más tenida por demostrada que discutida, fue objeto de la más completa elaboración en Alemania, precisamente porque levantaba lo que allí eran nuevos problemas, en las discusiones de comienzos del siglo XIX acerca de la naturaleza del Rechtsstaat. [Más datos sobre la última tradición en F.A. Hayek, The Constitution of Liberty, op. cit., capítulo 13; {en español: Los fundamentos de la libertad, cit., cap. XIII}. —Ed.]


[199]

[Hayek trata el declive del estado de derecho en The Constitution of Liberty, cit., capítulo 16. —Ed.]


[200]

[Sir Henry Maine, Ancient Law: Its Connection with the Early History of Society and Its Relation to Modern Ideas. Cuarta edición americana de la décima edición de Londres (Nueva York, Henry Holt, 1906), p. 165. El jurista e historiador inglés Sir Henry Maine (1822-1888), desde 1877 profesor Whewell de derecho internacional en Cambridge, escribió ampliamente sobre los orígenes y desarrollo de las instituciones jurídicas y sociales. La cita está tomada de la frase final del capítulo 5, titulada «Primitive Society and Ancient Law». —Ed.]


[201]

No es, pues, del todo falsa la oposición que el teórico del Derecho del Nacionalsocialismo, Carl Schmitt, establece entre el liberal Rechtsstaat (es decir, el Estado de Derecho, la supremacía de la Ley) y el ideal nacionalsocialista del gerechte Staat (el Estado justo); sólo que la justicia que opone a la justicia formal implica necesariamente la discriminación entre personas. [El jurista alemán Carl Schmitt (1888-1985) criticaba el parlamentarismo liberal y defendía el estado autoritario. En los años 1930 trató de reconciliar sus puntos de vista con los de los nazis, proporcionando justificaciones jurídicas de su toma del poder y defendiendo las Leyes de Nuremberg que excluían a los judíos de la vida pública y social. Pese a que perdió el favor de los nazis hacia 1936, fuera de Alemania fue considerado frecuentemente como teórico jurídico del Nacionalsocialismo. Hayek se refiere también a la Freirechtsschule, que es el término alemán de «realismo jurídico», doctrina que sostiene que el instinto más que el acatamiento de la ley es la base real de la interpretación judicial de la ley. —Ed.]


[202]

[No he podido localizar la cita atribuida a Kant, pero para la otra Hayek se refiere a François- Marie Arouet de Voltaire, Oeuvres Complètes de Voltaire, vol. 23 (París: Garnier, 1879), p. 526, donde Voltaire escribe: «La liberté consiste à ne dépendre que des lois». —Ed.]


[203]

El conflicto no está, pues, como a menudo se creyó equivocadamente, en las discusiones del siglo XIX entre libertad y ley. Como ya evidenció John Locke, no puede haber libertad sin ley. El conflicto está entre las diferentes clases de ley, tan diferentes que difícilmente pueden designarse con el mismo nombre: una es la ley del Estado de Derecho, principios generales sentados de antemano, «reglas del juego» que permiten al individuo prever cómo se utilizará el aparato coercitivo del Estado o lo que les está prohibido u obligado hacer, en determinadas circunstancias, a él y a sus conciudadanos. La otra especie de ley da de hecho poder a la autoridad para hacer lo que considere conveniente. Así, evidentemente, el Estado de Derecho no puede mantenerse en una democracia que decide resolver cualquier conflicto de intereses, no de acuerdo con las normas previamente establecidas, sino según «las circunstancias del caso». [Locke describía el estado de naturaleza como «un estado de libertad perfecta». Pero continuaba diciendo que los hombres forman sociedades civiles y se someten a las leyes con el fin de preservar mejor su libertad y propiedad. Véase John Locke, Two Treatises of Government, ed. Peter Laslett (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), Tratado 2, capítulos 4, 9. —Ed.]


[204]

[El jurista inglés Charles John, Primer Barón Darling (1849-1936) fue miembro conservador del Parlamento, juez y miembro de varias comisiones reales. Para más datos sobre Lord Hewart, véase el prólogo a la edición americana en rústica de 1956, nota 25. —Ed.]


[205]

Otro ejemplo de infracción legislativa del Estado de Derecho es el bill of attainder, familiar en la historia inglesa. La forma que la supremacía de la ley adopta en el Derecho penal se expresa usualmente por el dicho latino nulla poena sine lege, no hay castigo sin ley que expresamente lo prescriba. La esencia de esta regla consiste en que la ley ha de tener existencia como norma general antes de que surja el caso individual al que se aplique. Nadie aseguraría que cuando, en una famosa causa durante el reinado de Enrique VIII, el Parlamento resolvió con respecto al cocinero del obispo de Rochester: «que el llamado Richard Rose será quemado vivo, sin atender al privilegio de su condición eclesiástica»,promulgó tal disposición bajo la supremacía de la ley. Pero si ésta ha llegado a ser una parte esencial del procedimiento penal en todos los países liberales, no puede mantenerse en los regímenes totalitarios. En éstos, como dijo muy bien E.B.Ashton, la máxima liberal se ha sustituido por el principio nultum crimen sine poena, ningún «crimen» quedará sin castigo, lo disponga o no la ley explícitamente. «Los derechos del Estado no terminan con el castigo de quienes quebrantan la ley. La comunidad tiene derecho a todo lo que considere necesario para la protección de sus intereses; y la observancia de la ley, tal como existe, es sólo una de las más elementales exigencias» (E.B. Ashton, The Fascist, His State and Mind, 1937, p. 119). Lo que haya de entenderse como infracción de los «intereses de la comunidad» son, por supuesto, las autoridades quienes lo determinan. [Hayek incorrectamente afirma que la cita de Ashton la encontró en la p. 119, no en la 127. —Ed.]


[206]

[El noveslita inglés H.G.Wells (1866-1946) es más conocido hoy por sus clásicos de la ciencia ficción The Time Machine y The War of the Worlds. En su época fue conocido asimismo por sus mordaces críticas sociales, contribuciones a la divulgación histórica, y por su compromiso con numerosas causas progresistas. En 1939 redactó una «Declaración de los Derechos Humanos» que fue publicada en The Daily Herald y en otros periódicos, y que provocó numerosos comentarios. Algunas de estas ideas se reelaboraron e incluyeron en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948. La «Declaración» de Wells se reeditó con el título «Diez puntos para la paz mundial», Current History, vol. 51, marzo de 1940, pp. 16-18, de donde se han tomado las siguientes citas. —Ed.]


[207]

[Wells, «Ten Points for World Peace», op. cit., p. 18. —Ed.]


[208]

[Ibid. —Ed.]


[209]

[Ibid. —Ed.]


[210]

[Hayek cita el editorial titulado «True Democracy,» The Economist, vol. 87, 18 de noviembre de 1939, pp. 242-43. —Ed.]