Capítulo XIVCondiciones materiales y fines ideales
¿Es justo o razonable que la mayoría de las voces, oponiéndose a la principal razón de ser del Estado, deban esclavizar a la minoría que quiera ser libre? Más justo es, sin duda, que, si resultase forzoso, los menos obliguen a los más a permanecer libres, lo cual no puede traerles daño, y no que los más, para satisfacción de su vileza, fuercen perniciosamente a los menos a ser sus compañeros de esclavitud. Los que no pretenden sino su propia y justa libertad tienen siempre el derecho a ganarla, cuando quiera que tengan poder,por numerosas que sean las voces que se les opongan.
John Milton[359]
Agrada a nuestra generación imaginarse que concede menos peso que sus padres o sus abuelos a las consideraciones económicas. El «Final del Hombre Económico» promete ser uno de los mitos directores de nuestra época.[360] Antes de aceptar esta pretensión o considerar estimable el cambio, tenemos que investigar un poco más lo que haya de verdad en ello. Cuando consideramos las demandas de reconstrucción social que más apremiantemente se solicitan, resulta que son casi todas de carácter económico.Hemos visto ya que la «reinterpretación en términos económicos» de los ideales políticos del pasado, a saber, la libertad, la igualdad y la seguridad, es una de las principales demandas planteadas por quienes, a la vez, proclaman el final del hombre económico. Tampoco puede dudarse mucho que en sus creencias y aspiraciones los hombres se gobiernan hoy más que nunca por doctrinas económicas, por la idea, cuidadosamente fomentada, de la irracionalidad de nuestro sistema económico, por las falsas afirmaciones acerca de la «plétora potencial», por pseudoteorías acerca de la inevitable tendencia hacia el monopolio y por las impresiones, nacidas de algunos acontecimientos muy difundidos, tales como la destrucción de las existencias de materias primas o la supresión temporal de inventos, condenando a la libre competencia como causante de todo ello, aunque son precisamente estas cosas las que no pueden suceder bajo la libre competencia y sólo son posibles en el monopolio y, generalmente, en el monopolio favorecido por el Estado.[361]
En un sentido diferente, empero, es cierto sin duda que nuestra generación está menos dispuesta a obedecer a consideraciones económicas que lo estuvieron sus predecesoras. Se muestra decididamente más reacia a sacrificar a lo que se llaman argumentos económicos cualquiera de sus demandas, se impacienta y opone ante cualquier restricción de sus ambiciones inmediatas y no está dispuesta a doblegarse ante las necesidades económicas.
Lo que distingue a nuestra generación no es en modo alguno el desprecio del bienestar material o ni siquiera un menor deseo de él, sino, por el contrario, la negativa a reconocer cualquier obstáculo, cualquier conflicto con otros fines que pudiera impedir el logro de sus propios deseos. «Economofobia» sería una expresión más correcta para describir esta actitud que el doblemente equívoco «final del hombre económico», el cual sugiere un cambio a partir de una situación que jamás ha existido y en una dirección en la que no nos movemos. El hombre ha llegado a odiar las fuerzas impersonales a las que en el pasado se sometió y a rebelarse contra ellas porque a menudo han frustrado sus esfuerzos individuales.
Esta rebeldía es ejemplo de un fenómeno mucho más general, de una nueva repugnancia a someterse a cualquier norma o necesidad cuya razón de ser el hombre no comprenda. Se hace sentir en muchos ámbitos de la vida, especialmente en el de la moral, y es con frecuencia una actitud elogiable. Pero hay ámbitos en los que no puede satisfacerse plenamente esta apetencia de lo inteligible y donde, a la vez, la negativa a someterse a algo que no podemos comprender tiene que conducir a la ruina de nuestra civilización. Aunque es natural que, conforme el mundo en torno se nos hace más complejo, crezca nuestra resistencia contra las fuerzas incomprensibles para nosotros que interfieren constantemente con nuestras esperanzas y planes individuales, es precisamente en estas circunstancias cuando decrece para todos la posibilidad de un pleno conocimiento de tales fuerzas. Una civilización compleja como la nuestra se basa necesariamente sobre la acomodación del individuo mismo a cambios cuya causa y naturaleza no puede comprender. Por qué poseerá más o menos, por qué tendrá que cambiar de ocupación, por qué le será difícil obtener algunas cosas que desea más que otras; todo ello estará siempre ligado a tal multitud de circunstancias, que ninguna mente aislada será capaz de comprenderlo.O, todavía peor, los afectados dirigirán todos sus reproches hacia una obvia causa inmediata y evitable, mientras que las interrelaciones más complejas que determinan el cambio quedarán ineludiblemente ocultas para ellos. El mismo jefe de una sociedad completamente planificada, si desease dar una adecuada explicación a alguien acerca de por qué tiene que ser desplazado a otro empleo, o por qué tiene que variarse su remuneración, no podría hacerlo del todo sin explicar y defender su plan entero; lo que significa, por lo demás, que no podría explicarlo sino a unos pocos.
Fue la sumisión de los hombres a las fuerzas impersonales del mercado lo que en el pasado hizo posible el desarrollo de una civilización que de otra forma no se habría alcanzado. Sometiéndonos así, hemos contribuido día tras día a construir algo que es más grande de lo que cualquiera de nosotros puede comprender plenamente. No importa que en el pasado lo que hicieron los hombres fue someterse a creencias que algunos consideran hoy como supersticiones: a un religioso espíritu de humildad o a un exagerado respeto por las toscas enseñanzas de los primeros economistas. Lo decisivo está en que es infinitamente más difícil comprender racionalmente la necesidad de someterse a fuerzas cuya acción no podemos seguir en su detalle, que acatarlas por el humilde temor que la religión, o incluso el respeto hacia las doctrinas de la economía, inspiren.Aun simplemente para mantener nuestra compleja civilización presente, sería necesario que todos los seres humanos estuviesen dotados de una inteligencia infinitamente superior a la que ahora poseen, si nadie hubiese de hacer cosas cuya necesidad no se le alcanzase. La negativa a someternos a fuerzas que ni entendemos ni podemos reconocer como decisiones conscientes de un ser inteligente es el producto de un incompleto y, por tanto, erróneo racionalismo. Es incompleto porque no acierta a comprender que la coordinación de los variados esfuerzos individuales en una sociedad compleja tiene que tener en cuenta hechos que ningún individuo puede dominar totalmente.Y no acierta a ver que, si no ha de ser destruida esta compleja sociedad, la única alternativa al sometimiento a las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mercado es la sumisión a un poder igualmente irrefrenable y, por consiguiente, arbitrario, de otros hombres. En su ansiedad por escapar a las enojosas restricciones que siente ahora, el hombre no advierte que las nuevas prohibiciones autoritarias que habrían de imponerse deliberadamente en lugar de aquéllas serían aún más penosas.
Quienes arguyen que hemos aprendido a dominar hasta un grado asombroso las fuerzas de la Naturaleza, pero que estamos lastimosamente atrasados en el uso eficaz de las posibilidades de colaboración social, tienen toda la razón en cuanto a lo que esta afirmación dice. Pero se equivocan cuando llevan la comparación más allá y argumentan que debemos aprender a dominar las fuerzas de la Sociedad de la misma manera que lo hemos hecho con las fuerzas de la Naturaleza. Eso no es sólo el camino del totalitarismo, sino el de la ruina de nuestra civilización y una vía cierta para impedir todo progreso futuro. Quienes esto demandan muestran, por sus propias demandas, que todavía no han comprendido hasta qué punto la mera conservación de todo lo que hemos logrado depende de la coordinación de los esfuerzos individuales mediante fuerzas impersonales.
Tenemos que volver nuevamente al punto crucial: que la libertad individual no se puede conciliar con la supremacía de un solo objetivo al cual debe subordinarse completa y permanentemente la sociedad entera. La única excepción a la regla de que una sociedad libre no puede someterse a un solo objetivo la constituyen la guerra y otros desastres temporales, circunstancias en las que la subordinación de casi todo a la necesidad inmediata y apremiante es el precio por el cual se preserva a la larga nuestra libertad. Esto explica también por qué son tan equívocas tantas de las frases de moda respecto a la aplicación con fines de paz de lo que hemos aprendido a hacer con fines de guerra: es razonable sacrificar temporalmente la libertad para hacerla más segura en el futuro; pero no puede decirse lo mismo de un sistema propuesto como organización permanente.
A ningún propósito singular debe atribuirse en la paz una preferencia absoluta sobre los demás, y esto vale incluso para aquel objetivo que por el común consenso ocupa ahora el primer lugar: la supresión del paro. Sin duda, éste tiene que ser el objetivo de nuestros mayores esfuerzos; pero aun así, ello no significa que se deba permitir a esta finalidad que nos domine hasta excluir toda otra cosa; que, según el dicho irreflexivo, deba lograrse «a cualquier precio». Es, en efecto, en este campo donde la fascinación de vagas pero populares frases, como la «plena ocupación», puede muy bien conducir a medidas extremadamente miopes, y donde el categórico e irresponsable «tiene que hacerse a toda costa», de los idealistas ingenuos, es probable que ocasione el mayor daño.
Es de la máxima importancia que nos acerquemos con los ojos abiertos a la tarea que en este campo habrá de afrontarse después de la guerra, y que nos hagamos cargo lúcidamente de qué es lo que cabe lograr. Uno de los rasgos dominantes de la situación al término de la guerra lo constituirán los cientos de miles de hombres y mujeres que por las especiales necesidades del conflicto habrán sido atraídos a tareas especializadas en las que, durante la guerra, han conseguido ganar salarios relativamente altos. En muchos casos no habrá posibilidad de mantener empleado al mismo número de personas en estas particulares industrias. Será de una necesidad urgente transferir gran número de personas a otros oficios, y muchas de ellas encontrarán que el trabajo que pueden realizar no está tan bien remunerado como su empleo durante la guerra. Ni siquiera la readaptación, que sin duda deberá suministrarse en una liberal escala, puede enteramente dominar este problema. Quedará todavía mucha gente que, si hubiera de ser pagada de acuerdo con lo que sus servicios valdrán entonces para la sociedad, bajo cualquier sistema tendrá que contentarse con una reducción de su posición material comparada con la de otros.
Si entonces los sindicatos obreros se oponen con éxito a toda reducción de los salarios de los grupos particulares en cuestión, sólo quedarán abiertas dos alternativas: o habrá de usarse la coerción, es decir, tendrá que seleccionarse a ciertas personas para su transferencia obligatoria a otras posiciones relativamente peor pagadas, o habrá que consentir que quienes no pueden ser empleados por más tiempo con los salarios comparativamente altos que han ganado durante la guerra queden sin empleo hasta que estén dispuestos a aceptar una ocupación con un salario relativamente más bajo. Este problema surgiría en una sociedad socialista no menos que en cualquier otra, y la gran mayoría de los trabajadores no se mostraría, probablemente, más inclinada a garantizar a perpetuidad los salarios presentes a quienes fueron llevados a empleos extraordinariamente bien pagados por las especiales necesidades de la guerra. Una sociedad socialista usaría sin duda la coerción en este caso. Lo que aquí nos interesa es que, si estamos determinados, cualquiera que sea el precio, a no permitir el paro y no estamos dispuestos a utilizar la coerción, nos veremos llevados a toda clase de desesperados expedientes, ninguno de los cuales puede traer una ayuda decisiva, pero todos ellos contribuirán a estorbar gravemente el uso más productivo de nuestros recursos. Debe en especial señalarse que la política monetaria no puede suministrar una cura real para esta dificultad, si se exceptúa una general y considerable inflación suficiente para elevar todos los demás salarios y precios con respecto a aquellos que no pueden bajarse; inflación que, por lo demás, traería el resultado deseado, no de otro modo que efectuando encubiertamente aquella reducción de los salarios reales que no se pudo llevar a cabo de manera directa. Pero elevar los demás salarios y rentas en una magnitud suficiente para ajustar la posición del grupo considerado envolvería una expansión inflacionista de tal escala que las perturbaciones, dificultades e injusticias causadas serían mucho mayores que las que se pretende curar.
Este problema, que surgirá en forma particularmente aguda después de la guerra, es de los que siempre nos acompañarían en tanto que el sistema económico tenga que adaptarse por sí a cambios continuos. Siempre será posible alcanzar por medio de una expansión monetaria una máxima ocupación a corto plazo dando empleo a todas las gentes allí donde se encuentren. Mas no es sólo que para mantener este máximo sea indispensable una progresiva expansión inflacionista, con el efecto de detener aquellas redistribuciones de trabajadores entre las industrias exigidas por la alteración de las circunstancias; redistribuciones que, en tanto los trabajadores tengan libertad para elegir ocupación, se efectuarán con algún retraso y, por consiguiente, causarán algún paro. Es que la política encaminada constantemente a lograr el máximo de ocupación alcanzable por medios monetarios lleva a la postre a la destrucción segura de sus mismos propósitos. Tiende a bajar la productividad del trabajo y, por consiguiente, incrementa constantemente la proporción de la población trabajadora que sólo por fines artificiales puede mantenerse ocupada a los salarios corrientes.
Apenas puede dudarse que después de la guerra el acierto en la conducción de nuestros asuntos económicos será aún más trascendental que antes y que la suerte de nuestra civilización dependerá finalmente de cómo resolvamos los problemas económicos que tengamos que afrontar. Al principio seremos pobres, verdaderamente pobres, y el problema de recuperar y mejorar nuestros niveles anteriores puede de hecho resultar más difícil para Gran Bretaña que para otros muchos países. Si actuamos con prudencia, es casi seguro que mediante un duro trabajo y dedicando una considerable parte de nuestros esfuerzos a revisar y renovar nuestro equipo y organización industrial, en el curso de unos cuantos años estaremos en condiciones de recuperar y hasta de rebasar el nivel que habíamos alcanzado. Pero esto exige que nos contentemos con no consumir entre tanto más de lo que es posible sin perjudicar a la tarea de la reconstrucción, que unas esperanzas exageradas no creen mayores e irresistibles pretensiones y que consideremos más importante usar nuestros recursos de la mejor manera y para los fines que mejor puedan contribuir a nuestro bienestar que utilizarlos todos, pero de cualquier manera.[362] Quizá no sea menos importante evitar que los intentos precipitados de remediar la pobreza por una redistribución, en lugar de hacerlo por un incremento de nuestro ingreso, empobrezcan a amplias capas sociales hasta convertirlas en enemigos decididos del orden político existente. No se debe olvidar nunca que un factor decisivo en el desarrollo del totalitarismo en el continente europeo, que hasta ahora no ha aparecido en Inglaterra, fue la existencia de una extensa clase media recientemente desposeída.
Nuestras esperanzas de evitar el destino que nos amenaza tienen ciertamente que descansar en gran parte sobre la idea de que podemos reanudar un rápido progreso económico, el cual, por bajo que pueda ser nuestro punto de partida, continuará elevándonos.Y la principal condición para este progreso es que todos debemos estar dispuestos a adaptarnos rápidamente a un mundo muy cambiado, que no debe permitirse que el respeto al nivel habitual de grupos particulares obstruya esta adaptación, y que debemos aprender a dirigir otra vez todos nuestros recursos a donde mejor contribuyan a que todos seamos más ricos. Los ajustes que necesitaremos para recobrar y sobrepasar nuestros antiguos niveles de vida serán mayores que cualesquiera otros realizados en el pasado, y sólo si cada uno de nosotros está dispuesto individualmente a obedecer a las necesidades de este reajuste, seremos capaces de atravesar un periodo difícil como hombres libres que puedan elegir su propia forma de vida. Asegúrese por cualquier medio un mínimo uniforme a todos; pero a la vez admitamos que con esta seguridad de un mínimo básico tienen que cesar todas las pretensiones de una seguridad privilegiada para particulares grupos y desaparecer todas las excusas que permitan a cualquier grupo excluir de la participación en su relativa prosperidad a los recién llegados, a fin de mantener para sí mismo un nivel especial.
Puede parecer magnífico que se diga: «¡Al diablo la economía, y rehagamos un mundo decoroso!» Pero esto, de hecho, es pura irresponsabilidad. Con nuestro mundo tal como está, convencidos todos de que las condiciones materiales deben ser mejoradas en todas partes, nuestra sola posibilidad de construir un mundo decoroso está en poder continuar mejorando el nivel general de la riqueza. Lo único que la democracia moderna no soportará sin deshacerse es una reducción sustancial de los niveles de vida en la paz o, ni siquiera, un estancamiento prolongado de la situación económica.
Los que admiten que las actuales tendencias políticas constituyen una seria amenaza para nuestro porvenir económico y, a través de sus efectos económicos, ponen en peligro valores mucho más altos, están, sin embargo, dispuestos a engañarse a sí mismos y creer que estamos realizando sacrificios materiales para alcanzar objetivos espirituales. Es, sin embargo, más que dudoso que los cincuenta años de movimiento hacia el colectivismo hayan elevado nuestras normas morales o incluso que el cambio no nos haya llevado en la dirección opuesta. Aunque tenemos el hábito de enorgullecernos del aumento de sensibilidad de nuestra conciencia social, no está en modo alguno claro que ello se justifique por la práctica de nuestra conducta individual. En el aspecto crítico, en su indignación por las iniquidades del orden social existente, nuestra generación sobrepasa, probablemente, a la mayoría de sus predecesoras. Pero es cosa muy diferente el efecto de esta actitud sobre nuestras normas positivas en el campo propio de la moral, es decir, en la conducta individual, y sobre la firmeza de nuestra defensa de los principios morales contra las conveniencias y exigencias del mecanismo social.
En este campo, las cuestiones se han vuelto tan confusas que es necesario retroceder a los fundamentos. Lo que nuestra generación corre el peligro de olvidar no es sólo que la moral es necesariamente un fenómeno de la conducta individual, sino, además, que sólo puede existir en la esfera en que el individuo es libre para decidir por sí y para sacrificar sus ventajas personales ante la observancia de la regla moral. Fuera de la esfera de la responsabilidad individual no hay ni bondad ni maldad, ni oportunidad para el mérito moral, ni lugar para probar las convicciones propias sacrificando a lo que uno considera justo los deseos personales. Sólo cuando somos responsables de nuestros propios intereses y libres para sacrificarlos, tiene valor moral nuestra decisión. Ni tenemos derecho a ser altruistas a costa de otros, ni tiene mérito alguno ser altruista si no se puede optar. Los miembros de una sociedad a quienes, en todos los aspectos, se les hace hacer el bien, no tienen motivo para alabarse. Como dijo Milton: «Si cada acción, buena o mala, de un hombre maduro estuviese sujeta a límite, prescripción o violencia, ¿qué sería la virtud sino un nombre? ¿Qué alabanza merecerían las buenas obras? ¿Cómo premiar al sobrio, al justo o al puro?»[363]
La única atmósfera en la que el sentido moral se desarrolla y los valores morales se renuevan a diario en la libre decisión del individuo es la de libertad para ordenar nuestra propia conducta en aquella esfera en la que las circunstancias materiales nos fuerzan a elegir y de responsabilidad para la disposición de nuestra vida de acuerdo con nuestra propia conciencia. La responsabilidad, no frente a un superior, sino frente a la conciencia propia, el reconocimiento de un deber no exigido por coacción, la necesidad de decidir cuáles, entre las cosas que uno valora, han de sacrificarse a otras y el aceptar las consecuencias de la decisión propia son la verdadera esencia de toda moral que merezca ese nombre.
Es inevitable, e innegable a la vez, que en esta esfera de la conducta individual el colectivismo ejerza un efecto casi enteramente destructivo.Un movimiento cuya principal promesa consiste en relevar de responsabilidad[364] , no puede ser sino antimoral en sus efectos, por elevados que sean los ideales a los que deba su nacimiento. ¿Puede dudarse que el sentimiento de la personal obligación en el remedio de las desigualdades, hasta donde nuestro poder individual lo permita, ha sido debilitado más que forzado? ¿Que tanto la voluntad para sostener la responsabilidad como la conciencia de que es nuestro deber individual saber elegir han sido perceptiblemente dañadas? Hay la mayor diferencia entre solicitar que las autoridades establezcan una situación deseable, o incluso someterse voluntariamente con tal que todos estén conformes en hacer lo mismo, y estar dispuesto a hacer lo que uno mismo piensa que es justo, sacrificando sus propios deseos y quizá frente a una opinión pública hostil. Mucho es lo que sugiere que nos hemos hecho realmente más tolerantes hacia los abusos particulares y mucho más indiferentes a las desigualdades en los casos individuales desde que hemos puesto la mirada en un sistema enteramente diferente, en el que el Estado lo enmendará todo. Hasta puede ocurrir, como se ha sugerido, que la pasión por la acción colectiva sea una manera de entregarnos todos, ahora sin remordimiento, a aquel egoísmo que, como individuos, habíamos aprendido a refrenar un poco.
Lo cierto es que las virtudes menos estimadas y practicadas ahora —independencia, autoconfianza y voluntad para soportar riesgos, ánimo para mantener las convicciones propias frente a una mayoría y disposición para cooperar voluntariamente con el prójimo— son esencialmente aquellas sobre las que descansa el funcionamiento de una sociedad individualista. El colectivismo no tiene nada que poner en su lugar,y en la medida en que ya las ha destruido ha dejado un vacío que no llena sino con la petición de obediencia y la coacción del individuo para que realice lo que colectivamente se ha decidido tener por bueno. La elección periódica de representantes, a la cual tiende a reducirse cada vez más la opción moral del individuo, no es una oportunidad para contrastar sus normas morales, o para reafirmar y probar constantemente su ordenación de los valores y atestiguar la sinceridad de su profesión de fe mediante el sacrificio de los valores que coloca por debajo en favor de los que sitúa más altos.
Como las reglas de conducta desarrolladas por los individuos son la fuente de donde la acción política colectiva obtiene sus normas morales, sería para sorprender que el relajamiento de las reglas de la conducta individual fuera acompañado por una elevación de los niveles de la acción social. Es evidente que se han producido grandes cambios. Cada generación, por supuesto, pone más altos que sus predecesoras algunos valores y más bajos otros. ¿Cuáles son los fines que ocupan ahora un lugar más bajo? ¿Cuáles son los valores que estamos ahora dispuestos a abandonar si entran en conflicto con otros? ¿Qué especies de valores figuran ahora, en la imagen del futuro ofrecida por los escritores y oradores populares, con menos relieve que lo fueron en los sueños y esperanzas de nuestros padres?
Cierto que no es el bienestar material, cierto que no es una elevación de nuestro nivel de vida o la seguridad de una determinada situación en la sociedad lo que figura más bajo. ¿Hay algún escritor u orador popular que se atreva a sugerir a las masas un sacrificio en sus aspiraciones materiales para favorecer una finalidad espiritual? ¿No se sigue enteramente el camino opuesto? ¿No son valores morales todas las cosas que cada vez con más frecuencia enseñamos a considerar como «ilusiones del siglo XIX»: libertad e independencia, sinceridad y honestidad intelectual, paz y democracia y respeto por el individuo qua hombre en lugar de verlo solamente como miembro de un grupo organizado?
¿Cuáles son los polos fijos que ahora se miran como sacrosantos, que, ningún reformador osaría tocar, pues son considerados como las fronteras inmutables que han de respetarse en todo plan para el futuro? No son ya las libertades del individuo, su libertad de movimiento y, raramente, la de expresión. Son los niveles de vida protegidos de este o aquel grupo, su «derecho» a excluir a otros de la facultad de proveer al prójimo con lo que éste necesita. La discriminación entre miembros y no miembros de los grupos cerrados, para no hablar de los nacionales de diferentes países, se acepta cada vez más como cosa natural. Las injusticias infligidas a los individuos por la acción del Estado, en interés de un grupo, son despreciadas con una indiferencia difícilmente distinguible de la insensibilidad, y las mayores violaciones de los derechos más elementales del individuo, como las contenidas en los traslados forzosos de poblaciones, son excusadas cada vez más a menudo incluso por gentes que se supone liberales.
Todo esto indica con seguridad que nuestro sentido moral se ha embotado, más que agudizado. Cuando se nos recuerda, como sucede cada vez con más frecuencia, que no se pueden hacer tortillas sin romper huevos, lo cierto es que los huevos que se rompen son casi todos de aquella clase que hace una o dos generaciones se consideraban como la base esencial de la vida civilizada. ¿Y qué atrocidades cometidas por las potencias con cuyos profesados principios simpatizan muchos de nuestros llamados «liberales» no han sido fácilmente condonadas por éstos?
Hay un aspecto en el cambio de los valores morales provocado por el avance del colectivismo que ahora ofrece especial alimento para la meditación. Y es que las virtudes que cada vez se tienen menos en estima y que, consiguientemente, se van enrareciendo son precisamente aquellas de las que más se enorgullecía, con justicia, el pueblo británico y en las que se le reconocía, generalmente, superioridad. Las virtudes que el pueblo británico poseía en un grado superior a casi todos los demás pueblos, exceptuando tan sólo algunos de los más pequeños, como el suizo y el holandés, fueron independencia y confianza en sí mismo, iniciativa individual y responsabilidad local, eficaz predilección por la actividad voluntaria, consideración hacia el prójimo y tolerancia para lo diferente y lo extraño, respeto de la costumbre y la tradición y un sano recelo del poder y la autoridad. La energía, el carácter y los hechos británicos son, en una gran parte, el resultado del cultivo de lo espontáneo. Pero casi todas las tradiciones e instituciones en las que el genio moral británico ha encontrado su expresión más característica y que, a su vez, han moldeado el carácter nacional y el clima moral entero de Inglaterra, son aquellas que el avance del colectivismo y sus inherentes tendencias centralizadoras están destruyendo progresivamente.
La perspectiva con un trasfondo extranjero es útil, a veces, para ver con más claridad a qué circunstancias se deben las peculiares excelencias de la atmósfera moral de una nación.Y, si puede decirlo una persona que, diga lo que diga la ley, será siempre un extranjero, uno de los espectáculos más desalentadores de nuestro tiempo está en ver hasta qué punto algunas de las más preciadas cosas que Inglaterra ha dado al mundo son despreciadas ahora por Inglaterra misma. Difícilmente comprende el inglés hasta qué punto difiere de la mayoría de los demás pueblos por defender él, en medida mayor o menor, cualquiera que sea su partido, las ideas que, en su forma más pronunciada, se conocen por liberalismo. Comparados con casi todos los demás pueblos, hace sólo veinte años la mayoría de los ingleses eran liberales, por muy alejados que pudieran estar del partido liberal. Y aun hoy día, el inglés conservador o socialista, no menos que el liberal, que salga al extranjero, aunque puede encontrar las ideas y los escritos de Carlyle o Disraeli, de los Webbs o H.G.Wells, sobremanera populares, lo será en círculos con los que tiene poco en común, entre nazis y otros totalitarios; pero si encuentra una isla intelectual donde viva la tradición de Macauley y Gladstone, de J.S. Mill o John Morley, hallará espíritus hermanos que «hablan la misma lengua», por mucho que él pueda diferir de los ideales que aquellos hombres concretamente defendían.[365]
En ninguna parte se manifiesta tanto esta pérdida de fe en los valores específicos de la civilización británica, y en ninguna parte ha ejercido un efecto más entorpecedor para la prosecución de nuestro gran objetivo inmediato, como en la fatua ineficacia de casi toda la propaganda británica. El primer requisito para el éxito de la propaganda dirigida a otros países es el ufano reconocimiento de los valores característicos y los rasgos distintivos por los que el país que la hace es conocido en los otros pueblos. La principal causa de la ineficacia de la propaganda británica es que quienes la dirigen parecen haber perdido su propia fe en los valores peculiares de la civilización inglesa o ignorar completamente los principales puntos en que ésta difiere de la de otras naciones. Los intelectuales de izquierdas, además, han adorado tanto tiempo a los dioses extranjeros, que parecen haberse hecho casi incapaces de ver algo bueno en las instituciones y las tradiciones característicamente inglesas. Estos socialistas no admiten, por supuesto, que los valores morales de los cuales se enorgullecen la mayoría de ellos mismos sean, en gran parte, el producto de las instituciones que tratan de destruir.Mas, por desgracia, esta actitud no se confina a los socialistas declarados. Aunque tenía que esperarse que éste no fuese el caso de los ingleses cultos, menos habladores pero más numerosos, si se juzga por las ideas que encuentran expresión en la discusión política ordinaria y la propaganda, parece haberse casi desvanecido el inglés que no sólo «habla la lengua que Shakespeare habló», sino que también «sostiene la fe y la moral que Milton sostuvo».[366]
Creer, por consiguiente, que la clase de propaganda producida con esta actitud puede ejercer el efecto deseado sobre nuestros enemigos, y especialmente los alemanes, es un desatino fatal. Los alemanes conocen Inglaterra, no bien, quizá, pero lo suficiente para distinguir los valores tradicionales característicos de la vida británica y lo que ha provocado la creciente separación, durante las dos o tres últimas generaciones, de las mentalidades de los dos países. Si deseamos convencerlos, no sólo de nuestra sinceridad, sino también de que podemos ofrecerles una alternativa real a la vía que han seguido, no será mediante concesiones a su sistema de ideas. No debemos desilusionarlos con una añeja reproducción de las ideas de sus padres, tomadas de ellos en préstamo; sea el socialismo de Estado, la «Realpolitik», la planificación «científica» o el corporativismo. No los persuadiremos siguiéndolos hasta la mitad del camino que conduce al totalitarismo. Si los mismos ingleses abandonan el ideal supremo de la libertad y la felicidad del individuo; si implícitamente admiten que no vale la pena conservar su civilización y no se les ocurre nada mejor que seguir la senda por la que han marchado los alemanes, nada tienen que ofrecer. Para los alemanes, todo esto es simplemente un tardío reconocimiento de que los ingleses han equivocado por completo el camino y que son ellos, los alemanes, quienes marchan hacia un mundo nuevo y mejor, por espantoso que pueda ser el periodo de transición. Los alemanes saben que sus propios ideales actuales y lo que ellos consideran todavía como la tradición británica son criterios de vida fundamentalmente opuestos e irreconciliables. Puede convencérseles de que el camino que eligieron era equivocado; pero jamás les convencerá nadie de que los ingleses serán mejores guías para la senda alemana.
Menos que a nadie atraerá este tipo de propaganda a aquellos alemanes con cuya ayuda debemos contar en última instancia para reconstruir Europa, por ser sus valores los más próximos a los nuestros. Porque la experiencia los ha hecho más prudentes y pesimistas; han aprendido que ni las buenas intenciones ni la organización eficiente pueden mantener el honor en un sistema donde se han destruido la libertad y la responsabilidad individuales. Lo que el alemán y el italiano que han aprendido la lección necesitan ante todo es protección contra el Estado monstruo; no grandiosos proyectos de organización en una escala colosal, sino oportunidad pacífica y libre para construir una vez más su propio mundo en torno. Si podemos esperar el apoyo de algunos ciudadanos de los países enemigos, no es porque ellos crean que ser mandados por los británicos es preferible a ser mandados por los prusianos, sino porque creen que en un mundo donde los ideales británicos han triunfado serán menos mandados y se les dejará más en paz para conseguir sus propios designios.
Si hemos de alcanzar la victoria en la guerra de ideologías y atraernos los elementos honrados de los países enemigos, tenemos ante todo que recobrar la fe en los valores tradicionales que Inglaterra defendió en el pasado y el coraje moral para defender vigorosamente los ideales que nuestros enemigos atacan. No ganaremos confianza y apoyo con tímidas apologías y con seguridades de que nos estamos rápidamente reformando, ni con manifestaciones de estar buscando un compromiso entre los valores tradicionales ingleses y las nuevas ideas totalitarias. Lo que cuenta no son las últimas mejoras efectuadas en nuestras instituciones sociales, que significan poco comparadas con las básicas diferencias de los dos opuestos criterios de vida, sino nuestra resuelta fe en aquellas tradiciones que han hecho de Inglaterra un país de gentes libres y rectas, tolerantes e independientes.
Notas al pie de página
[359] [John Milton, «The Ready and Easy Way to Establish a Free Commonwealth», in Areopagitica and Other Prose Works (Londres: J.M. Dent and Sons, Everyman’s Edition, 1927), p. 181. —Ed.]
[360] [En este párrafo Hayek se refiere a temas que encontramos en la obra de Peter Drucker The End of Economic Man: A Study of the New Totalitarianism, cit. Drucker sostenía que los europeos han buscado la libertad y la igualdad durante siglos, primero en la esfera espiritual y, posteriormente, en la intelectual, la política y la económica. El fascismo surgió debido a los fallos del capitalismo y del socialismo por sus promesas de libertad e igualdad en la esfera económica. Las «Sociedades Noeconómicas Fascistas» surgieron en las que la autoridad de mando sustituye al privilegio económico y donde se abandonaron todas las esperanzas de un crecimiento económico y de creación de riqueza. Bajo el fascismo el individuo sirve a una sociedad corporativa más amplia, y aunque se alcanza la igualdad, se ha renunciado a la libertad individual y a la iniciativa. Drucker pronosticaba un enfrentamiento entre los estados totalitarios y las democracias occidentales, y recomendaba que éstas últimas creasen sus propias sociedades no económicas que conservasen la búsqueda de la libertad y de la igualdad de los individuos. —Ed.]
[361] El uso frecuente que, como argumento contra la libre competencia, se hace de la ocasional destrucción de trigo, café y otras materias primas es un buen ejemplo de la deshonestidad intelectual contenida en mucha parte de este argumento, pues un poco de reflexión mostraría que en un mercado en régimen de libre competencia nadie que poseyese tales stocks ganaría con su destrucción. El caso de la supuesta exclusión de patentes útiles es más complicado y no puede discutirse adecuadamente en una nota; pero las condiciones en que sería ventajoso congelar una patente que el interés social aconsejaría utilizar inmediatamente son tan excepcionales, que surgen muchas dudas acerca de si se han producido en algún caso importante.
[362] Quizá sea este el lugar para subrayar que, por grande que pueda ser nuestro deseo de un rápido retorno a una economía libre, esto no puede llevarnos a suprimir de un plumazo la mayoría de las restricciones de guerra. Nada desacreditaría más al sistema de libre empresa que la aguda, aunque probablemente breve, dislocación e inestabilidad que semejante intento provocaría. El problema está en saber hacia qué tipo de sistema debemos apuntar durante el proceso de desmovilización, y no en si debe transformarse el sistema de guerra en una organización más permanente mediante una política cuidadosamente pensada de gradual aflojamiento de los controles, que puede tener que extenderse a varios años.
[363] John Milton, «Areopagitica», reedición como Areopagitica and Other Prose Works, cit., p. 18. —Ed.]
[364] Esto se muestra tanto más claramente cuanto más se aproxima el socialismo al totalitarismo, y en Inglaterra se afirma más explícitamente que en ningún otro lugar en el programa de la última y más totalitaria forma del socialismo inglés: el movimiento de la «Common Wealth» de Sir Richard Acland. El principal rasgo del nuevo orden que promete es que, en él, la comunidad «dirá al individuo: “No te preocupes de la manera de ganarte tu propia vida”». En consecuencia, como es lógico, «tiene que ser la comunidad en cuanto tal la que decida si un hombre será empleado o no, con nuestros recursos, y cómo, cuándo y de qué manera trabajará», y la comunidad tendrá que «establecer campos para vagos, en condiciones muy tolerables». ¿Es extraño que el autor descubra que Hitler «se ha encontrado por casualidad (o por fuerza) con algo, o quizá, se diría, con un aspecto particular de lo que, en última instancia, necesita la Humanidad»? (Sir Richard Acland, Bt., The Forward March, 1941, pp. 127, 126, 135 y 32).
[365] [En este pasaje Hayek compara los escritos de pensadores conservadores como Carlyle y Disraeli, y los de socialistas como los Webb y H.G.Wells, con los de los escritores de la tradición liberal inglesa. Nosotros hemos encontrado a algunos de estos hombres con anterioridad: Carlyle y Morley en la introducción del autor, nota 4; los Webb en el capítulo V, nota 3;Wells en el capítulo VI, nota 10, Disraeli en el capítulo VIII, nota 4, y Gladstone en el capítulo XIII, nota 6, aunque hay que añadir que los trabajos más relevantes de Carlyle en el presente contexto son probablemente sus textos sobre los héroes y la admiración por el héroe (en los que se propugna la necesidad de dirigentes fuertes para forjar la historia de la nación), y su historia en numerosos volúmenes del rey prusiano Federico el Grande. Del lado liberal, la obra del autor, historiador y miembro del Parlamento Thomas Babington Macauley (1800-1859), History of England, suele considerarse ejemplo de la «historia whig». En su libro On Liberty, el filósofo John Stuart Mill (1806-1873) defendía la libertad del individuo frente al control político y social. —Ed.]
[366] Aunque el tema de este capítulo ha invitado ya a más de una referencia a Milton, es difícil resistir la tentación de añadir aquí una más, una muy familiar, aunque tal, al parecer, que nadie sino un extranjero se atrevería hoy a citar: «Que no olvide Inglaterra su prioridad en enseñar a vivir a las naciones.» ¡Es quizá significativo que nuestra generación haya conocido toda una hueste de detractores de Milton, americanos e ingleses, y que el primero de ellos, Mr. Ezra Pound, ha hablado durante esta guerra desde la radio de Italia! [La cita en el texto es del poema de William Wordsworth que comienza: «It Is Not To Be Thought Of,» que se encuentra en The Poetical Works of William Wordsworth, ed. de E. Selincourt y Helen Darbishire (Oxford: Clarendon Press, 1946), volumen 3.º, p. 117. El pasaje completo dice: «debemos ser libres o morir, quien habla la lengua que Shakspeare habló; que sostiene la fe y la moral que Milton sostuvo.» La cita de Milton es de «The Doctrine and Discipline of Divorce», reedición en Areopagitica and Other Prose Works, cit., p. 193.Al poeta y crítico americano Ezra Pound (1885-1972) le atribuyó T.S. Eliot el ser la fuerza impulsora de la poesía «moderna». Pound vivió en Italia de 1924 a 1945, donde se entusiasmó con las ideas fascistas. En la última parte de la guerra lanzó mensajes por la radio criticando la democracia. Después de la guerra fue acusado de traición, pero en vez de ser llevado ante los tribunales, fue declarado loco y pasó más de un decenio en un manicomio. Fue liberado en 1958. —Ed.]