Camino de servidumbre

Camino de servidumbre
Autor: 
Friedrich A. Hayek

Friedrich August von Hayek (1899 – 1992) nació en Viena, Austria, que en ese entonces era una de las grandes capitales intelectuales de Europa. Hayek es particularmente conocido como un defensor del liberalismo clásico y del capitalismo en contra del socialismo y el pensamiento colectivista. Fue miembro de la Escuela Austriaca de economía y escribió extensamente acerca teoría monetaria, el cálculo en una economía socialista, la teoría de los órdenes espontáneos y la teoría del derecho evolutivo. Inició su carrera como profesor universitario en la Universidad de Viena, luego en la London School of Economics y posteriormente en la Universidad de Chicago y en la Universidad de Freiburg. En 1974 obtuvo el Premio Nobel de Economía por su trabajo relacionado a "la teoría monetaria y las fluctuaciones económicas y por su profundo análisis de la interdependencia entre los fenómenos económicos, sociales e institucionales".

El libro de Hayek, Camino de servidumbre —en alusión a la frase de Alexis de Tocqueville “el camino a la esclavitud”— fue publicado en el Reino Unido el 10 de marzo de 1944. De inmediato generó controversia puesto que explicaba de manera sencilla y clara la relación entre la libertad individual y la planificación económica centralizada. Para Hayek, las ideas colectivistas —ya sean de izquierda o de derecha— no conducen a una utopía sino que al darle cada vez más poder al Estado para controlar la economía, inevitablemente conducen a horrores como los de la Alemania Nazi y la Italia Fascista.

Edición utilizada:

Hayek, F.A. Camino de servidumbre. Textos y documentos. Madrid: Unión Editorial, 2008.

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Capítulo III: Individualismo y colectivismo

Capítulo III

Individualismo y colectivismo

Los socialistas creen en dos cosas que son absolutamente diferentes y hasta quizá contradictorias: libertad y organización

Élie Halévy[175]

Para poder progresar en nuestro principal problema, es menester remontar antes un obstáculo. Una confusión ha de aclararse, muy responsable del camino por el que somos arrastrados hacia cosas que nadie desea. Esta confusión concierne nada menos que al propio concepto de socialismo. Puede éste tan sólo significar, y a menudo se usa para describir, los ideales de justicia social, mayor igualdad y seguridad, que son los fines últimos del socialismo. Pero significa también el método particular por el que la mayoría de los socialistas espera alcanzar estos fines, y que muchas personas competentes consideran como el único método por el que pueden plena y prontamente lograrse. En este sentido, socialismo significa abolición de la empresa privada y de la propiedad privada de los medios de producción y creación de un sistema de «economía planificada», en el cual el empresario que actúa en busca de un beneficio es reemplazado por un organismo central de planificación.

Hay muchas gentes que se llaman a sí mismas socialistas aunque sólo se preocupan de lo primero, que creen fervientemente en estos fines últimos del socialismo, pero que ni comprenden cómo pueden alcanzarse ni les preocupa, y sólo están ciertos de que tienen que alcanzarse cualquiera que sea el precio. Mas para casi todos los que consideran el socialismo no sólo una esperanza, sino un objeto de la práctica política, los métodos característicos del socialismo moderno son tan esenciales como los fines mismos. Muchas personas, por otra parte, que valoran los fines últimos del socialismo no menos que los socialistas, se niegan a apoyar al socialismo a causa de los peligros que ven para otros valores en los métodos propugnados por los socialistas. La discusión sobre el socialismo se ha convertido así principalmente en una discusión sobre los medios y no sobre los fines; aunque vaya envuelta también la cuestión de saber si los diferentes fines del socialismo pueden alcanzarse simultáneamente.

Esto bastaría para crear confusión. Mas la confusión ha aumentado todavía por la práctica común de negar que quienes rechazan los medios aprecien los fines. Pero no es esto todo. Se complica más la situación por el hecho de valer los mismos medios, la «planificación económica», que es el principal instrumento de la reforma socialista, para otras muchas finalidades. Tenemos que centralizar la dirección de la actividad económica si deseamos conformar la distribución de la renta a las ideas actuales sobre la justicia social. Propugnan la «planificación», por consiguiente, todos aquellos que demandan que la «producción para el uso» sustituya a la producción para el beneficio. Pero esta planificación no es menos indispensable si la distribución de la renta ha de regularse de una manera que tengamos por opuesta a la justa. Si deseamos que la mayor parte de las cosas buenas de este mundo vaya a manos de alguna elite racial, el hombre nórdico o los miembros de un partido o una aristocracia, los métodos que habríamos de emplear son los mismos que asegurarían una distribución igualitaria.

Puede, quizá, parecer abusivo usar la palabra socialismo para describir sus métodos y no sus fines, utilizar para un método particular un término que para muchas gentes representa un ideal último. Es preferible, probablemente, denominar colectivismo a los métodos que pueden usarse para una gran variedad de fines, y considerar al socialismo como una especie de este género. Con todo, aunque para la mayor parte de los socialistas sólo una especie del colectivismo representará el verdadero socialismo, debe tenerse siempre presente que éste es una especie de aquél, y que, por consiguiente, todo lo que es cierto del colectivismo como tal, debe aplicarse también al socialismo. Casi todas las cuestiones que se discuten entre socialistas y liberales atañen a los métodos comunes a todas las formas del colectivismo y no a los fines particulares a los que desean aplicarlos los socialistas; y todos los resultados que nos ocuparán en este libro proceden de los métodos del colectivismo con independencia de los fines a los que se aplican. Tampoco debe olvidarse que el socialismo no es sólo la especie más importante, con mucho, del colectivismo o la «planificación», sino lo que ha convencido a las gentes de mentalidad liberal para someterse otra vez a aquella reglamentación de la vida económica que habían derribado porque, en palabras de Adam Smith, ponía a los gobiernos en tal posición que, «para sostenerse, se veían obligados a ser opresores y tiránicos».[176]

Las dificultades ocasionadas por las ambigüedades de los términos políticos corrientes no se eliminan, sin embargo, si utilizamos el término colectivismo de modo que incluya todos los tipos de «economía planificada», cualquiera que sea la finalidad de la planificación. El significado de este término gana cierta precisión si hacemos constar que para nosotros designa aquella clase de planificación que es necesaria para realizar cualquier ideal distributivo determinado. Pero como la idea de la planificación económica centralizada debe en buena parte su atractivo a la gran vaguedad de su significado, es esencial que nos pongamos de acuerdo respecto a su sentido preciso antes de discutir sus consecuencias.

La «planificación» debe en gran parte su popularidad al hecho de desear todo el mundo, por supuesto, que tratemos nuestros problemas comunes tan racionalmente como sea posible y que al hacerlo así obremos con toda la previsión que se nos alcance. En este sentido, todo el que no sea un fatalista completo es un partidario de la planificación; todo acto político es (o debe ser) un acto de planeamiento, y, en consecuencia, sólo puede haber diferencias entre buena y mala, entre prudente y previsora y loca y miope planificación.

El economista, cuya entera tarea consiste en estudiar cómo proyectan efectivamente sus asuntos los hombres y cómo podrían hacerlo, es la última persona que puede oponerse a la planificación en este sentido general. Pero no es éste el sentido en que nuestros entusiastas de una sociedad planificada emplean ahora el término, ni tampoco es éste el único sentido en que es preciso planificar si deseamos distribuir la renta o la riqueza con arreglo a algún criterio particular. De acuerdo con los modernos planificadores, y para sus fines, no basta llamar así a la más permanente y racional estructura, dentro de la cual las diferentes personas conducirían las diversas actividades de acuerdo con sus planes individuales. Este plan liberal no es, según ellos, un plan; y verdaderamente no es un plan designado para satisfacer puntos de vista particulares acerca de qué es lo que debe tener cada uno. Lo que nuestros planificadores demandan es la dirección centralizada de toda la actividad económica según un plan único, que determine la «dirección explícita» de los recursos de la sociedad para servir a particulares fines por una vía determinada.

La disputa entre los planificadores modernos y sus oponentes no es, por consiguiente, una disputa acerca de si debemos guiarnos por la inteligencia para escoger entre las diversas organizaciones posibles de la sociedad; no es una disputa sobre si debemos actuar con previsión y raciocinio al planear nuestros negocios comunes. Es una disputa acerca de cuál sea la mejor manera de hacerlo. La cuestión está en si es mejor para este propósito que el portador del poder coercitivo se limite en general a crear las condiciones bajo las cuales el conocimiento y la iniciativa de los individuos encuentren el mejor campo para que ellos puedan componer de la manera más afortunada sus planes, o si una utilización racional de nuestros recursos requiere la dirección y organización centralizada de todas nuestras actividades, de acuerdo con algún «modelo» construido expresamente. Los socialistas de todos los partidos se han apropiado el término planificación para la de este último tipo, y hoy se acepta, generalmente, en este sentido. Pero aunque con esto se intenta sugerir que es el solo camino racional para tratar nuestros asuntos, lo cierto es que no se prueba. Es el punto en que planificadores y liberales mantienen su desacuerdo.

Es importante no confundir la oposición contra la planificación de esta clase con una dogmática actitud de laissez-faire. La argumentación liberal defiende el mejor uso posible de las fuerzas de la competencia como medio para coordinar los esfuerzos humanos, pero no es una argumentación en favor de dejar las cosas tal como están. Se basa en la convicción de que allí donde pueda crearse una competencia efectiva, ésta es la mejor guía para conducir los esfuerzos individuales. No niega, antes bien, afirma que, si la competencia ha de actuar con ventaja, requiere una estructura legal cuidadosamente pensada, y que ni las reglas jurídicas del pasado ni las actuales están libres de graves defectos. Tampoco niega que donde es imposible crear las condiciones necesarias para hacer eficaz la competencia tenemos que acudir a otros métodos en la guía de la actividad económica. El liberalismo económico se opone, pues, a que la competencia sea suplantada por métodos inferiores para coordinar los esfuerzos individuales. Y considera superior la competencia, no sólo porque en la mayor parte de las circunstancias es el método más eficiente conocido, sino, más aún, porque es el único método que permite a nuestras actividades ajustarse a las de cada uno de los demás sin intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad. En realidad, uno de los principales argumentos en favor de la competencia estriba en que ésta evita la necesidad de un «control social explícito» y da a los individuos una oportunidad para decidir si las perspectivas de una ocupación particular son suficientes para compensar las desventajas y los riesgos que lleva consigo.

El uso eficaz de la competencia como principio de organización social excluye ciertos tipos de interferencia coercitiva en la vida económica, pero admite otros que a veces pueden ayudar muy considerablemente a su operación e incluso requiere ciertas formas de intervención oficial. Pero hay buenas razones para que las exigencias negativas, los puntos donde la coerción no debe usarse, hayan sido particularmente señalados. Es necesario, en primer lugar, que las partes presentes en el mercado tengan libertad para vender y comprar a cualquier precio al cual puedan contratar con alguien, y que todos sean libres para producir, vender y comprar cualquier cosa que se pueda producir o vender.Y es esencial que el acceso a las diferentes actividades esté abierto a todos en los mismos términos y que la ley no tolere ningún intento de individuos o de grupos para restringir este acceso mediante poderes abiertos o disfrazados. Cualquier intento de intervenir los precios o las cantidades de unas mercancías en particular priva a la competencia de su facultad para realizar una efectiva coordinación de los esfuerzos individuales, porque las variaciones de los precios dejan de registrar todas las alteraciones importantes de las circunstancias y no suministran ya una guía eficaz para la acción del individuo.

Esto no es necesariamente cierto, sin embargo, de las medidas simplemente restrictivas de los métodos de producción admitidos, en tanto que estas restricciones afecten igualmente a todos los productores potenciales y no se utilicen como una forma indirecta de intervenir los precios y las cantidades.Aunque todas estas intervenciones sobre los métodos o la producción imponen sobrecostes, es decir, obligan a emplear más recursos para obtener una determinada producción, pueden merecer la pena. Prohibir el uso de ciertas sustancias venenosas o exigir especiales precauciones para su uso, limitar las horas de trabajo o imponer ciertas disposiciones sanitarias es plenamente compatible con el mantenimiento de la competencia. La única cuestión está en saber si en cada ocasión particular las ventajas logradas son mayores que los costes sociales que imponen. Tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un extenso sistema de servicios sociales, en tanto que la organización de estos servicios no se dirija a hacer inefectiva en campos extensos la competencia.

Es lamentable, aunque no difícil de explicar, que se haya prestado en el pasado mucha menos atención a las exigencias positivas para una actuación eficaz del sistema de la competencia que a estos puntos negativos. El funcionamiento de la competencia no sólo exige una adecuada organización de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de información —algunas de las cuales nunca pueden ser provistas adecuadamente por la empresa privada—, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la competencia y a lograr que ésta opere de la manera más beneficiosa posible. No es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad privada y de la libertad de contrato; mucho depende de la definición precisa del derecho de propiedad, según se aplique a diferentes cosas. Se ha desatendido, por desgracia, el estudio sistemático de las formas de las instituciones legales que permitirían actuar eficientemente al sistema de la competencia; y pueden aportarse fuertes argumentos para demostrar que las serias deficiencias en este campo, especialmente con respecto a las leyes sobre sociedades anónimas y patentes, no sólo han restado eficacia a la competencia, sino que incluso han llevado a su destrucción en muchas esferas.

Hay, por último, ámbitos donde, evidentemente, las disposiciones legales no pueden crear la principal condición en que descansa la utilidad del sistema de la competencia y de la propiedad privada: que consiste en que el propietario se beneficie de todos los servicios útiles rendidos por su propiedad y sufra todos los perjuicios que de su uso resulten a otros. Allí donde, por ejemplo, es imposible hacer que el disfrute de ciertos servicios dependa del pago de un precio, la competencia no producirá estos servicios; y el sistema de los precios resulta igualmente ineficaz cuando el daño causado a otros por ciertos usos de la propiedad no puede efectivamente cargarse al poseedor de ésta. En todos estos casos hay una diferencia entre las partidas que entran en el cálculo privado y las que afectan al bienestar social; y siempre que esta diferencia se hace considerable hay que encontrar un método, que no es el de la competencia, para ofrecer los servicios en cuestión. Así, ni la provisión de señales indicadoras en las carreteras, ni, en la mayor parte de las circunstancias, la de las propias carreteras, puede ser pagada por cada usuario individual. Ni tampoco ciertos efectos perjudiciales de la desforestación, o de algunos métodos de cultivo, o del humo y los ruidos de las fábricas pueden confinarse al poseedor de los bienes en cuestión o a quienes estén dispuestos a someterse al daño a cambio de una compensación concertada. En estos casos es preciso encontrar algo que sustituya a la regulación por el mecanismo de los precios.Pero el hecho de tener que recurrir a la regulación directa por la autoridad cuando no pueden crearse las condiciones para la operación adecuada de la competencia, no prueba que deba suprimirse la competencia allí donde puede funcionar.

Crear las condiciones en que la competencia actuará con toda la eficacia posible, complementarla allí donde no pueda ser eficaz, suministrar los servicios que, según las palabras de Adam Smith, «aunque puedan ser ventajosos en el más alto grado para una gran sociedad, son, sin embargo, de tal naturaleza que el beneficio nunca podría compensar el gasto a un individuo o un pequeño número de ellos», son tareas que ofrecen un amplio e indiscutible ámbito para la actividad del Estado.[177] En ningún sistema que pueda ser defendido racionalmente el Estado carecerá de todo quehacer.Un eficaz sistema de competencia necesita, tanto como cualquier otro, una estructura legal inteligentemente trazada y ajustada continuamente. Sólo el requisito más esencial para su buen funcionamiento, la prevención del fraude y el abuso (incluida en éste la explotación de la ignorancia), proporciona un gran objetivo nunca, sin embargo, plenamente realizado para la actividad legisladora.

La tarea de crear una estructura adecuada para una operación beneficiosa de la competencia no había avanzado todavía mucho cuando los Estados la abandonaron a fin de suplantar la competencia por un principio diferente e irreconciliable. No se trataba ya de hacer operante a la competencia y complementarla, sino de desplazarla por entero. Es importante dejar bien sentado esto: el moderno movimiento en favor de la planificación es un movimiento contra la competencia como tal, una nueva bandera bajo la cual se han alistado todos los viejos enemigos de la competencia. Y aunque toda clase de intereses está intentando ahora restablecer bajo esta bandera los privilegios que la era liberal barrió, la propaganda socialista en pro de la planificación es la que ha dado nuevo crédito, entre las gentes de mentalidad liberal, a la posición contraria a la competencia y ha debilitado eficazmente la sana sospecha que todo intento de desmontar la competencia solía levantar.[178]

Lo que en realidad une a los socialistas de la izquierda y la derecha es esta común hostilidad a la competencia y su común deseo de reemplazarla por una economía dirigida. Aunque los términos capitalismo y socialismo todavía se usan generalmente para describir las formas pasada y futura de la sociedad, encubren más que ilustran la naturaleza de la transición que estamos viviendo.

Mas aunque todos los cambios que observamos llevan hacia una vasta dirección central de la actividad económica, el combate universal contra la competencia promete producir en primer lugar algo incluso peor en muchos aspectos, una situación que no puede satisfacer ni a los planificadores ni a los liberales: una especie de organización sindicalista o «corporativa» de la industria, en la cual se ha suprimido más o menos la competencia, pero la planificación se ha dejado en manos de los monopolios independientes que son las diversas industrias. Este es el primero, e inevitable, resultado de una situación en que las gentes se ven unidas por su hostilidad contra la competencia, pero en la que apenas si concuerdan en algo más. Al destruir la competencia en una industria tras otra, esta política pone al consumidor a merced de la acción monopolista conjunta de los capitalistas y los trabajadores de las industrias mejor organizadas. Y, sin embargo, aunque esta situación existe ya desde hace algún tiempo en extensos sectores, y aunque mucha de la turbia agitación (y casi toda la movida por intereses) en favor de la planificación tiene esta misma finalidad, no es una situación que pueda probablemente persistir o justificarse racionalmente. Esta planificación independiente a cargo de los monopolios industriales produciría, de hecho, efectos opuestos a los que proclaman los argumentos en favor de la planificación. Una vez alcanzada tal etapa, la única alternativa para volver a la competencia es el control oficial de los monopolios, una intervención que, si ha de ser efectiva, tiene que hacerse progresivamente más completa y minuciosa.A esta etapa nos aproximamos rápidamente. Cuando, poco antes de la guerra, un semanario observó que, «según muchos signos, los dirigentes británicos se acostumbran cada vez más a pensar en un desarrollo nacional a través de monopolios controlados»,[179] enunciaba probablemente un acertado juicio sobre la situación de entonces. Después, la guerra ha acelerado mucho este proceso, y sus graves defectos y peligros se harán cada vez más evidentes con el transcurso del tiempo.

La idea de una centralización completa de la dirección de la actividad económica espanta todavía a mucha gente, no sólo por la tremenda dificultad de la tarea, sino aún más por el horror que inspira el pensamiento de que todo sea dirigido desde un centro único. Si a pesar de ello nos movemos rápidamente hacia tal estado, es principalmente porque la mayoría aún cree posible encontrar una Vía Intermedia entre la competencia «atomística» y la dirección centralizada. Nada, por lo demás, parece a primera vista más plausible, o tiene más probabilidades de atraer a la gente razonable, que la idea de que nuestro objetivo no debe ser ni la descentralización extrema de la libre competencia ni la centralización completa de un plan único, sino alguna prudente mezcla de los dos métodos. Pero el simple sentido común se revela como un engañoso guía en este campo. Aunque la competencia puede soportar cierta mezcla de intervención, no puede combinarse con la planificación en cualquier grado que deseemos si ha de seguir operando como una guía eficaz de la actividad productiva. Tampoco es la «planificación» una medicina que, tomada en dosis pequeñas, pueda producir los efectos que cabe esperar de su aplicación plena. Competencia y dirección centralizada resultan instrumentos pobres e ineficientes si son incompletos; son principios alternativos para la resolución del mismo problema, y una mezcla de los dos significa que ninguno operará verdaderamente, y el resultado será peor que si se hubiese confiado sólo en uno de ambos sistemas. O, para expresarlo de otro modo, la planificación y la competencia sólo pueden combinarse para planificar la competencia, pero no para planificar contra la competencia.

Es de la mayor importancia para la comprensión de este libro que el lector no olvide que toda nuestra crítica ataca solamente a la planificación contra la competencia; a la planificación encaminada a sustituir a la competencia. Ello es de la mayor importancia, dado que no podemos, dentro del alcance de este libro, entrar a discutir la indispensable planificación que la competencia requiere para hacerse todo lo efectiva y beneficiosa que puede llegar a ser. Pero como, en el uso corriente, «planificación» se ha convertido casi en sinónimo de aquella primera clase de planificación, será a veces inevitable, en gracia a la brevedad, referirse a ella simplemente como planificación, aunque esto signifique entregar a nuestros contrincantes una muy buena palabra merecedora de mejor suerte.

Notas al pie de página

[175]

[Élie Halévy, L’Ère des tyrannies: Études sur le socialisms et la guerre (París: Gallimard, 1938), p. 208. Para una traducción inglesa del libro de Halévy, véase Élie Halévy, The Era of Tyrannies: Essays on Socialism and War, traducido por R.K.Webb (Nueva York: New York University Press, 1966). —Ed.]


[176]

Citado por Dugald Stewart en Memoir of Adam Smith, según unas notas escritas por Smith en 1755. [Una reimpresión del informe de Stewart de 1793 se publicó por Augustus M. Kelley in 1966; la cita de Smith se encuentra en la p. 68. —Ed.]


[177]

[El pasaje citado por Hayek se encuentra en Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, ed. de R.H. Campbell y A.S. Skinner, vol. 2 de The Glasgow Edition of the Works and Correspondence of Adam Smith (Oxford: Clarendon Press, 1976, 1979; reedición Liberty Press, Indianapolis 1981), libro 5, capítulo 1, parte 3, p. 723. —Ed.]


[178]

Es cierto que, recientemente, algunos socialistas universitarios, bajo el acicate de la crítica, y animados por el mismo temor a la extinción de la libertad en una sociedad de planificación centralizada, han imaginado una nueva clase de «socialismo competitivo», que esperan evitaría las dificultades y peligros de la planificación central y combinaría la abolición de la propiedad privada con el pleno mantenimiento de la libertad individual. Aunque en las revistas científicas han aparecido algunas discusiones sobre esta nueva clase de socialismo, tiene pocas probabilidades de atraer a los políticos prácticos. Pero si alguna vez lo lograse, no habría dificultad para demostrar (como el autor lo ha intentado en otro lugar: véase Economica, 1940) que tales planes descansan en una ilusión y sufren una contradicción interna. Es imposible intervenir todos los recursos productivos sin decidir asimismo por quién y para quién serán utilizados.Aunque, bajo este supuesto socialismo competitivo, la planificación por la autoridad central tomaría formas algo más indirectas, sus efectos no serían fundamentalmente diferentes y el elemento competitivo apenas pasaría de una ficción. [Hayek se refiere a su artículo «Socialist Calculation: The Competitive “Solution”», op. cit. En el artículo, Hayek reseña y critica las propuestas del libro de H.D. Dickinson, Economics of Socialism (Londres: Oxford University Press, 1939), y de Oskar Lange y Fred M.Taylor, On the Economic Theory of Socialism, cit. Para más datos sobre el significado de la referencia de Hayek al «socialismo competitivo,» véase mi introducción al presente volumen, pp. 49-52. —Ed.]


[179]

[La afirmación de que «Hay muchas señales respecto a que los dirigentes británicos se están acostumbrado a pensar en términos de desarrollo nacional por medio de monopolios controlados…» apareció en The Spectator, n.º 5774, 3 de marzo, 1939, p. 337. —Ed.]