Capítulo VIII¿Quién, a quién?
La más sublime oportunidad que alguna vez tuvo el mundo se malogró porque la pasión por la igualdad hizo vana la esperanza de libertad.
Lord Acton[217]
Es significativo que una de las objeciones más comunes contra el sistema de la competencia consiste en decir que es «ciega». No es inoportuno recordar que para los antiguos la ceguera era un atributo de su diosa de la justicia. Aunque la competencia y la justicia tengan poco más en común, es un mérito, tanto de la competencia como de la justicia, que no hacen acepción de personas. El hecho de ser imposible pronosticar quién alcanzará la fortuna o a quién azotará la desgracia, el que los premios y castigos no se repartan conforme a las opiniones de alguien acerca de los méritos o deméritos de las diferentes personas, sino que dependan de la capacidad y la suerte de éstas, tiene tanta importancia como que, al establecer las leyes, no seamos capaces de predecir qué personas en particular ganarán y quiénes perderán con su aplicación. Y no pierde rigor este hecho porque en la competencia la ocasión y la suerte sean a menudo tan importantes como la destreza y la sagacidad en la determinación del destino de las personas.
Los términos de la elección que nos está abierta no son un sistema en el que todos tendrán lo que merezcan, de acuerdo con algún patrón absoluto y universal de justicia, y otro en el que las participaciones individuales están determinadas parcialmente por accidente o buena o mala suerte, sino un sistema en el que es la voluntad de unas cuantas personas la que decide lo que cada uno recibirá, y otro en el que ello depende, por lo menos en parte, de la capacidad y actividad de los interesados y, en parte, de circunstancias imprevisibles. No pierde esto importancia porque en un sistema de libertad de empresa las oportunidades no sean iguales, dado que este sistema descansa necesariamente sobre la propiedad privada y (aunque, quizá, no con la misma necesidad) la herencia, con las diferencias que éstas crean en cuanto a oportunidades. Hay, pues, un fuerte motivo para reducir esta desigualdad de oportunidades hasta donde las diferencias congénitas lo permitan y en la medida en que sea posible hacerlo sin destruir el carácter impersonal del proceso por el cual cada uno corre su suerte, y los criterios de unas personas sobre lo justo y deseable no predominan sobre los de otras.
El hecho de ser mucho más restringidas, en una sociedad en régimen de competencia, las oportunidades abiertas al pobre que las ofrecidas al rico, no impide que en esta sociedad el pobre tenga mucha más libertad que la persona dotada de un confort material mucho mayor en una sociedad diferente. Aunque, bajo la competencia, la probabilidad de que un hombre que empieza pobre alcance una gran riqueza es mucho menor que la que tiene el hombre que ha heredado propiedad, no sólo aquél tiene alguna probabilidad, sino que el sistema de competencia es el único donde aquél sólo depende de sí mismo y no de los favores del poderoso, y donde nadie puede impedir que un hombre intente alcanzar dicho resultado. Sólo porque hemos olvidado lo que significa la falta de libertad, despreciamos a menudo el hecho patente de que, en cualquier sentido real, un mal pagado trabajador no calificado tiene mucha más libertad en Inglaterra para disponer de su vida que muchos pequeños empresarios en Alemania o un mucho mejor pagado ingeniero o gerente en Rusia. En cuanto a cambiar de quehacer o de lugar de residencia, a profesar ciertas opiniones o gastar su ocio de una particular manera, aunque a veces pueda ser alto el precio que ha de pagar por seguir las propias inclinaciones y a muchos parezca demasiado elevado, no hay impedimentos absolutos, no hay peligros para la seguridad corporal y la libertad que le aten por la fuerza bruta a la tarea y al lugar asignados por un superior.
Es cierto que el ideal de justicia de la mayor parte de los socialistas se satisfaría con abolir tan sólo las rentas privadas procedentes de la propiedad, aunque las diferencias entre las rentas ganadas por las diferentes personas siguieran como ahora.[218] Lo que estas personas olvidan es que, al transferir al Estado toda la propiedad de los medios de producción, le colocan en una posición en que sus actos determinan, de hecho, todas las demás rentas. El poder dado así al Estado y la demanda de que el Estado lo utilice para «planificar » no significa sino que éste lo use con pleno conocimiento de todos estos efectos.
Creer que el poder así conferido al Estado supone simplemente transferírselo de alguien, es un error. Se trata de un poder de nueva creación, que nadie poseería en una sociedad en régimen de competencia. En tanto que la propiedad esté dividida entre muchos poseedores, ninguno de ellos, actuando independientemente, tiene poder exclusivo para determinar la renta y la posición de alguien en particular; nadie está ligado a él si no es porque él puede ofrecer mejores condiciones que ninguna otra persona.
Nuestra generación ha olvidado que el sistema de la propiedad privada es la más importante garantía de libertad, no sólo para quienes poseen propiedad, sino también, y apenas en menor grado, para quienes no la tienen.No hay quien tenga poder completo sobre nosotros,y, como individuos, podemos decidir, en lo que hace a nosotros mismos, gracias tan sólo a que el dominio de los medios de producción está dividido entre muchas personas que actúan independientemente. Si todos los medios de producción estuvieran en una sola mano, fuese nominalmente la de la «sociedad» o fuese la de un dictador, quien ejerciese este dominio tendría un poder completo sobre nosotros.
Nadie pondrá seriamente en duda que un miembro de una pequeña minoría racial o religiosa sería más libre sin propiedad, si sus compañeros de comunidad disponían de ella y estaban, por tanto, en condiciones de darle empleo, que lo sería si se hubiera abolido la propiedad privada y se le hiciese propietario de una participación nominal en la propiedad común. Y el poder que un multimillonario, que puede ser mi vecino y quizá mi patrono, tiene sobre mí, ¿no es mucho menor que el que poseería el más pequeño funcionario que manejase el poder coercitivo del Estado, y a cuya discreción estaría sometida mí manera de vivir o trabajar? ¿Y quién negará que un mundo donde los ricos son poderosos es, sin embargo, mejor que aquel donde solamente puede adquirir riquezas el que ya es poderoso?
Es patético, pero a la vez alentador, ver a un viejo comunista tan prominente como Max Eastman redescubrir esta verdad:
«Me parece evidente ahora, aunque he tardado, debo decirlo, en llegar a esta conclusión, que la institución de la propiedad privada es una de las principales cosas que han dado al hombre aquella limitada cantidad de libertad e igualdad que Marx esperaba hacer infinita aboliendo esta institución. Lo extraño es que Marx fue el primero en verlo. El fue quien nos enseñó, mirando hacia atrás, que el desarrollo del capitalismo privado, con su mercado libre, ha sido una condición previa para el desarrollo de todas nuestras libertades democráticas. Jamás se le ocurrió, mirando hacia adelante, que si fue así, estas otras libertades pudieran desaparecer con la abolición de la libertad de mercado.[219]
Se dice a veces, en respuesta a estos temores, que no habría motivo para que el planificador determinase las rentas de los individuos. Las dificultades políticas y sociales que lleva consigo decidir la participación de las diferentes personas en la renta nacional son tan evidentes, que incluso el planificador más inveterado dudaría mucho antes de cargar con esta tarea a cualquier autoridad. Probablemente, todo el que comprende lo que ello envuelve preferiría confinar la planificación a la producción, usarla sólo para asegurar una «organización racional de la industria», abandonando, en todo lo posible, la distribución de las rentas a las fuerzas impersonales. Aunque es imposible dirigir la industria sin ejercer alguna influencia sobre la distribución, y aunque ningún planificador desearía entregar enteramente la distribución a las fuerzas del mercado, todos ellos preferirían, probablemente, limitarse a vigilar para que esta distribución se conformase con ciertas reglas generales de equidad y justicia, para que se evitasen desigualdades extremas y para que la relación entre las remuneraciones de las principales clases de la población fuese justa, sin cargar con la responsabilidad de la posición de cada individuo en particular dentro de su clase o de las gradaciones o diferenciaciones entre pequeños grupos y entre individuos.
Ya hemos visto que la estrecha interdependencia de todos los fenómenos económicos hace difícil detener la planificación justamente en el punto deseado, y que, una vez obstruido allende cierto límite el libre juego del mercado, el planificador se verá obligado a extender sus intervenciones hasta que lo abarquen todo. Estas consideraciones económicas, que explican por qué es imposible parar el control deliberado allí justamente donde se desearía, se ven grandemente reforzadas por ciertas tendencias políticas y sociales cuya influencia se hace sentir crecientemente conforme se extiende la planificación.
A medida que se hace más cierto, y más se reconoce, que la posición del individuo no está determinada por fuerzas impersonales, ni como resultado de los esfuerzos de muchos en competencia, sino por la deliberada decisión de la autoridad, la actitud de las gentes respecto a su posición en el orden social cambia necesariamente. Siempre existirán desigualdades que parecerán injustas a quienes las padecen, contrariedades que se tendrán por inmerecidas y golpes de la desgracia que quienes los sufren no han merecido. Pero cuando estas cosas ocurren en una sociedad deliberadamente dirigida, la reacción de las gentes será muy distinta que cuando no hay elección consciente por parte de nadie.
La desigualdad se soporta, sin duda, mejor y afecta mucho menos a la dignidad de la persona si está determinada por fuerzas impersonales que cuando se debe al designio de alguien. En una sociedad en régimen de competencia no hay menosprecio para una persona, ni ofensa para su dignidad por ser despedida de una empresa particular que ya no necesita sus servicios o que no puede ofrecerle un mejor empleo.Cierto es que en los periodos de prolongado paro en masa el efecto sobre muchas personas puede ser muy diferente, pero hay otros y mejores métodos que la dirección centralizada para prevenir esta calamidad. Mas el paro o la pérdida de renta a que siempre se verá sometido alguien en cualquier sociedad es, sin duda, menos degradante si resulta de la mala suerte y no ha sido impuesto deliberadamente por la autoridad. Por amargo que sea el trance, lo sería mucho más en una sociedad planificada. En ella, alguien tendría que decidir no sólo si una persona es necesaria en una determinada ocupación, sino incluso si es útil para algo y hasta qué punto lo es. Su posición en la vida le sería asignada por alguien.
Si bien la gente estará dispuesta a sufrir lo que a cualquiera le pueda suceder, no estará tan fácilmente dispuesta a sufrir lo que sea el resultado de la decisión de una autoridad. Será desagradable sentirse un simple diente en una máquina impersonal; pero es infinitamente peor que no podamos abandonarla, que estemos atados a nuestro sitio y a los superiores que han sido escogidos para nosotros. El descontento de cada uno con su suerte crecerá, inevitablemente, al adquirir conciencia de ser el resultado de una deliberada decisión humana.
Una vez el Estado se ha embarcado en la planificación en obsequio a la justicia, no puede rehusar la responsabilidad por la suerte o la posición de cualquier persona. En una sociedad planificada todos sabríamos que estábamos mejor o peor que otros, no por circunstancias que nadie domina y que es imposible prever con exactitud, sino porque alguna autoridad lo quiso.Y todos nuestros esfuerzos dirigidos a mejorar nuestra posición tendrían como fin, no el de prever las circunstancias que no podemos dominar y prepararnos para ellas lo mejor que supiéramos, sino el de inclinar en nuestro favor a la autoridad que goza de todo el poder. La pesadilla de todos los pensadores políticos ingleses del siglo XIX: el Estado en que «ningún camino para la riqueza ni el honor existiría, salvo a través del Gobierno»,[220] se convertiría en realidad hasta un grado que ellos jamás hubieran imaginado; pero que hoy es un hecho bastante familiar en algunos países que después entraron en el totalitarismo.
Tan pronto como el Estado toma sobre sí la tarea de planificar la vida económica entera, el problema de la situación que merece cada individuo y grupo se convierte, inevitablemente, en el problema político central. Como sólo el poder coercitivo del Estado decidirá lo que tendrá cada uno, el único poder que merece la pena será la participación en el ejercicio de este poder directivo. No habrá cuestiones económicas o sociales que no sean cuestiones políticas, en el sentido de depender exclusivamente su solución de quién sea quien disfruta el poder coercitivo, a quién pertenecen las opiniones que prevalecerán en cada ocasión.
Creo que fue el propio Lenin quien introdujo en Rusia la famosa frase «¿Quién, a quién?», durante los primeros años del dominio soviético, frase en la que el pueblo resumió el problema universal de una sociedad socialista.[221] ¿Quién planifica a quién? ¿Quién dirige y domina a quién? ¿Quién asigna a los demás su puesto en la vida y quién tendrá lo que es suyo porque otros se lo han adjudicado? Estas son, necesariamente, las cuestiones esenciales, que sólo podrá decidir el poder supremo.
Más recientemente, un escritor político americano ha ampliado la frase de Lenin afirmando que el problema de todo Estado es: «¿Quién gana?, ¿Qué, cuándo y cómo lo gana?»[222] En cierto sentido, esto no es falso. Que todo gobierno influye sobre la posición relativa de las diferentes personas y que apenas hay un aspecto de nuestra vida que, bajo cualquier sistema, no sea afectado por la acción del Estado, es, sin duda, cierto. En cuanto el Estado hace algo, su acción provoca siempre algún efecto sobre «quién gana» y sobre «qué, cuándo y cómo lo gana».
Es preciso, sin embargo, sentar dos distinciones fundamentales: Primero, pueden disponerse medidas particulares sin saberse cómo afectarán a personas en particular y sin proponerse particulares efectos. Ya hemos discutido este punto. Segundo, la amplitud de las actividades del Estado es lo que decide si todo lo que cualquier persona obtiene en cualquier momento depende del Estado, o si la influencia de éste se confina a que algunas personas obtengan algo, de alguna manera, en algún momento. En esto descansa toda la diferencia entre un sistema libre y otro totalitario.
Ilustra de manera característica el contraste entre un sistema liberal y otro totalmente planificado la común lamentación de nazis y socialistas por las «artificiales separaciones de la economía y la política» y su demanda, igualmente común, del predominio de la política sobre la economía. Probablemente, estas frases no sólo expresan que ahora les está permitido a las fuerzas económicas trabajar para fines que no forman parte de la política del gobierno, sino también que el poder económico puede usarse con independencia de la dirección del gobierno y para fines que el gobierno puede no aprobar. Pero la alternativa no es simplemente que haya un solo poder, sino que este poder único, el grupo dirigente, domine todas las finalidades humanas y, en particular, que disponga de un completo poder sobre la posición de cada individuo en la sociedad.
Es evidente que un gobierno que emprenda la dirección de la actividad económica usará su poder para realizar el ideal de justicia distributiva de alguien. Pero, ¿cómo puede utilizar y cómo utilizará este poder? ¿Qué principios le guiarán o deberán guiarle? ¿Hay una contestación definida para las innumerables cuestiones de méritos relativos que surgirán y que habrán de resolverse expresamente? ¿Hay una escala de valores que pudiese contar con la conformidad de las gentes razonables, que justificaría un nuevo orden jerárquico de la sociedad y presentaría probabilidades de satisfacer las demandas de justicia?
Sólo hay un principio general, una norma simple, que podría, ciertamente, proporcionar una respuesta definida para todas estas cuestiones: la igualdad, la completa y absoluta igualdad de todos los individuos en todos los puntos que dependan de la intervención humana. Si la mayoría la considerase deseable (aparte de la cuestión de si sería practicable, es decir, si proporcionaría incentivos adecuados), daría a la vaga idea de la justicia distributiva un claro significado y proporcionaría al planificador una guía concreta. Pero está completamente fuera de la realidad suponer que la gente, en general, considera deseable una igualdad mecánica de esta clase. Ningún movimiento socialista que ha propugnado una igualdad completa ganó jamás un apoyo sustancial. Lo que el socialismo prometió no fue una distribución absolutamente igualitaria, sino una más justa y más equitativa. No la igualdad en sentido absoluto, sino una «mayor igualdad», es el único objetivo que se ha propuesto seriamente.
Aunque estos dos ideales suenen como muy semejantes, son lo más distinto que cabe, en lo que concierne a nuestro problema. Así como la igualdad absoluta determinaría con claridad la tarea del planificador, el deseo de una mayor igualdad es simplemente negativo, no más que una expresión del disgusto hacia el presente estado de cosas.Y, en tanto no estemos dispuestos a admitir que es deseable todo movimiento que lleve hacia la igualdad completa, difícilmente dará respuesta aquel deseo a ninguna de las cuestiones que el planificador tiene que resolver.
No es esto un juego de palabras. Nos enfrentamos aquí con una cuestión crucial que puede quedar oculta por la semejanza de los términos usados. Mientras que el acuerdo sobre la igualdad completa respondería a todos los problemas de mérito que el planificador tiene que resolver, la fórmula de la aproximación a una mayor igualdad no contestaría prácticamente a ninguno. El contenido de ésta es apenas más concreto que el de las frases «bien común» o «bienestar social». No nos libera de la necesidad de decidir en cada caso particular entre los méritos de individuos o grupos particulares y no nos ayuda en esta decisión. Todo lo que, de hecho, nos dice es que tomemos del rico cuanto podamos. Pero cuando se llega a la distribución del botín, el problema es el mismo que si no se hubiera concebido jamás la fórmula de una «mayor igualdad».
A la mayoría de la gente le es difícil admitir que no poseemos patrones morales que nos permitan resolver estas cuestiones, si no perfectamente, al menos con una mayor satisfacción general que la que consiente el sistema de competencia. ¿No tenemos todos alguna idea de lo que es un «precio justo» o un «salario equitativo»? ¿No podemos confiar en el firme sentido de la equidad que posee el pueblo? Y aun si no nos ponemos ahora de acuerdo plenamente sobre lo que es justo y equitativo en un caso particular, ¿no se consolidarían pronto en patrones más definidos las ideas populares si se diera a la gente una oportunidad para ver realizados sus ideales?
Por desgracia, hay poco fundamento para estas esperanzas. Los patrones que tenemos surgieron del sistema de competencia que hemos conocido, y desaparecerían, necesariamente, tan pronto como se perdiese la competencia. Lo que entendemos por un precio justo o un salario equitativo es, o el precio o salario usuales, la remuneración que la experiencia pasada ha permitido a la gente esperar, o el precio o salario que existiría si no hubiera explotación monopolista. La única excepción importante a esto fue la pretensión de los trabajadores al «producto íntegro de su trabajo», en la que tanto de la doctrina socialista tiene su antecedente. Pero pocos socialistas de hoy creen que en una sociedad socialista el producto de cada industria debería repartirse enteramente entre los trabajadores de la misma; porque esto significaría que los obreros de las industrias que usan una gran proporción de capital dispondrían de unos ingresos mucho mayores que los empleados en las industrias poco dotadas de capital, lo cual considerarían muy injusto la mayoría de los socialistas. Y ahora se reconoce con bastante generalidad que esta pretensión particular se basa en una interpretación equivocada de los hechos. Pero, una vez que se rechaza la pretensión del trabajador individual a la totalidad de «su» producto, y que ha de dividirse todo el rendimiento del capital entre todos los obreros, el problema de cómo dividirlo plantea la misma cuestión fundamental.
Podría concebirse como objetivamente determinable el «precio justo» de una mercancía particular o la remuneración «equitativa» por un servicio particular, si las cantidades necesarias se fijasen independientemente. Si éstas fuesen ajenas a los costes, el planificador podría tratar de averiguar qué precio o salario es necesario para obtener tal oferta. Pero el planificador tiene que decidir también cuánto ha de producirse de cada clase de bienes, y, al hacerlo, determina cuál será el precio justo o el salario equitativo que se pague. Si el planificador decide que se necesitan menos arquitectos o relojeros y que la necesidad puede llenarse con aquellos que están dispuestos a permanecer en la profesión a pesar de una remuneración más baja, el salario «equitativo» disminuiría. Al decidir sobre la importancia relativa de los diferentes fines, el planificador decide también acerca de la importancia relativa de los diferentes grupos y personas. Como no se le supone autorizado a considerar a la gente como un simple medio, tiene que tener en cuenta estos efectos y contrapesar expresamente la importancia de los diferentes fines con los efectos de su decisión. Lo cual significa que ejercerá forzosamente un control directo sobre la situación de las diferentes personas.
Esto se aplica a la posición relativa de los individuos, no menos que a las diferentes ocupaciones. Estamos, en general, demasiado dispuestos a suponer más o menos uniformes los ingresos dentro de una determinada industria o profesión. Pero las diferencias entre los ingresos, no sólo del más y el menos próspero médico o arquitecto, escritor o actor de cine, boxeador o jockey, sino también del más y el menos próspero fontanero u hortelano, tendero o sastre, son tan grandes como las que existen entre las clases propietarias y las no propietarias. Y, aunque, sin duda, se intentaría reducirlas a un cierto número de categorías por un proceso de normalización, la necesidad de discriminación entre individuos sería la misma, tanto si se ejerciese fijando los ingresos individualmente como distribuyéndolos en determinadas categorías.
No necesitamos decir más acerca de las probabilidades de que los hombres de una sociedad libre se sometiesen a tal control, o de que permaneciesen libres si se sometieran. Sobre toda esta cuestión, lo que John Stuart Mill escribió hace casi cien años sigue siendo igualmente cierto hoy: «Una norma inmutable, como la de la igualdad, podría aceptarse lo mismo que se aceptaría la suerte o una necesidad externa; pero que un puñado de personas pesara a todos en la balanza y diese más a uno y menos a otro, sin más que su gusto y juicio, sólo podría aceptarse de seres considerados sobrehumanos y apoyados por terrores sobrenaturales.»[223]
Estas dificultades no condujeron a conflictos abiertos en tanto el socialismo sólo fue la aspiración de un grupo limitado y perfectamente homogéneo. Salieron a la superficie cuando se intentó realmente una política socialista con el favor de muchos grupos diferentes que componían la mayoría de un pueblo. Pronto se plantea la candente cuestión de decidir cuál de los diferentes conjuntos de ideales será impuesto a todos, poniendo a su servicio los recursos enteros del país. La restricción de nuestra libertad respecto a las cosas materiales afecta tan directamente a nuestra libertad espiritual, porque el éxito de la planificación exige crear una opinión común sobre los valores esenciales.
Los socialistas, progenitores cultos de una bárbara casta, esperaban tradicionalmente resolver este problema por la educación. Pero, ¿qué significa la educación a este respecto? Bien hemos aprendido que la ilustración no puede crear nuevos valores éticos, que ninguna suma de conocimientos conducirá a la gente a compartir las mismas opiniones sobre las cuestiones morales que surgen de una ordenación expresa de todas las relaciones sociales. No es la convicción racional, sino la aceptación de un credo, lo que se requiere para justificar un particular plan.Y, como era lógico, los mismos socialistas fueron los primeros en reconocer por doquier que la tarea que se echaron sobre sí mismos exigía la general aceptación de una Weltanschauung común, de un conjunto definido de valores. En sus esfuerzos para producir un movimiento de masas, apoyado en una concepción uniforme del mundo, los socialistas fueron los primeros en crear la mayoría de los instrumentos de adoctrinamiento que con tanta eficacia han empleado nazis y fascistas.
En Alemania e Italia los nazis y los fascistas apenas tuvieron que inventar algo. Los usos de los nuevos movimientos políticos que impregnaron todos los aspectos de la vida habían sido ya introducidos en ambos países por los socialistas. La idea de un partido político que abrazase todas las actividades del individuo, desde la cuna a la tumba, que pretendía guiar sus opiniones sobre todas las cosas y que se recreaba en hacer de todos los problemas cuestiones de la Weltanschauung del partido, fue aplicada primero por los socialistas. Un escritor socialista austriaco, hablando del movimiento socialista de su país, refiere con orgullo que fue su «rasgo característico la creación de organizaciones especiales para todas los campos de actividad de los trabajadores y empleados».[224]
Pero aunque los socialistas austriacos puedan haber llegado más lejos en este aspecto, la situación no fue muy diferente en otros lugares. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes comenzaron a reunir a los niños desde su más tierna edad en organizaciones políticas, para asegurarse que crecieran como buenos proletarios. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes primero pensaron en organizar deportes y juegos, fútbol y excursionismo, en clubs de partido donde los miembros no pudieran infectarse con otras opiniones. Fueron los socialistas quienes primero insistieron en que el miembro del partido debe distinguirse del resto por los modos de saludar y los tratamientos. Fueron ellos quienes, con su organización de «células» y las medidas para la supervisión permanente de la vida privada, crearon el prototipo del partido totalitario. Balilla y Hitlerjugend, Dopolavoro y Kraft Durch Freude, uniformes políticos y formaciones militares del partido, son poco más que remedos de las viejas instituciones socialistas.[225]
En tanto el movimiento socialista de un país está estrechamente ligado a los intereses de un grupo particular, generalmente el de los trabajadores industriales más cualificados, el problema de crear una opinión común acerca de la condición deseable para los diferentes miembros de la sociedad es relativamente simple. El movimiento se preocupa inmediatamente de la condición de un grupo particular, y su propósito consiste en elevar su status por encima del de otros grupos. El carácter del problema cambia, por consiguiente, cuando en el curso del progresivo avance hacia el socialismo se hace a todos cada vez más evidente que sus ingresos y su posición general son determinados por el aparato coercitivo del Estado y que puede mantener o mejorar su posición sólo en cuanto miembro de un grupo organizado capaz de influir o dominar en su propio interés la máquina del Estado.
En la lucha real entre los varios grupos porfiantes que surge en esta etapa no es seguro en modo alguno que prevalezcan los intereses de los grupos más pobres y numerosos. Ni es necesariamente una ventaja para los viejos partidos socialistas, que declaradamente representaron a los intereses de un grupo particular, el haber sido los primeros en el campo y haber proyectado toda su ideología para atraer a los trabajadores manuales de la industria. Su real éxito, y su insistencia en la aceptación del credo completo, lleva por fuerza a crear un poderoso contramovimiento, no de los capitalistas, sino de las clases muy numerosas e igualmente no propietarias que ven amenazada su posición relativa por el avance de la elite de los trabajadores industriales.
La teoría y la táctica socialistas, incluso cuando no estaban dominadas por el dogma marxista, se han basado en todas partes sobre la idea de una división de la sociedad en dos clases, con intereses comunes, pero en conflicto mutuo: capitalistas y trabajadores industriales. El socialismo contaba con una rápida desaparición de la vieja clase media y despreció completamente el nacimiento de una nueva: el ejército innúmero de los oficinistas y las mecanógrafas, de los trabajadores administrativos y los maestros de escuela, los artesanos y los funcionarios modestos y las filas inferiores de las profesiones liberales. Durante algún tiempo estas clases proporcionaron con frecuencia muchos de los dirigentes del movimiento obrero; pero, a medida que se hizo más claro que la posición de aquellas clases empeoraba relativamente a la de los trabajadores industriales, los ideales que guiaron a estos últimos perdieron mucho de su atractivo para los primeros. Si bien todos eran socialistas, en el sentido de aborrecer el sistema capitalista y desear una distribución deliberada de la riqueza de acuerdo con sus ideas de justicia, estas ideas resultaron ser muy diferentes de las incorporadas a la práctica de los primitivos partidos socialistas.
Los medios que emplearon, con buen éxito, los viejos partidos socialistas para asegurarse el apoyo de un grupo de ocupaciones —la elevación de su posición económica relativa— no se podían utilizar para asegurarse el apoyo de todos. Es forzosa entonces la aparición de movimientos socialistas rivales que soliciten el favor de quienes ven empeorada su situación relativa. Hay, una gran parte de verdad en la afirmación, a menudo oída, de ser el fascismo y el nacionalsocialismo una especie de socialismo de la clase media; sólo que en Italia y Alemania los que apoyaron estos nuevos movimientos apenas eran, ya, económicamente, una clase media. Fueron, en gran medida, la revuelta de una nueva clase preterida, contra la aristocracia del trabajo creada por el movimiento obrero industrial.
Puede casi asegurarse que ningún factor económico aislado ha favorecido más a estos movimientos que la envidia de los profesionales fracasados, el ingeniero o abogado u otros universitarios, y, en general, el «proletariado de cuello blanco», hacia el maquinista y el tipógrafo y otros miembros de los más fuertes sindicatos obreros, cuyos ingresos montaban a varias veces los suyos. Tampoco cabe apenas dudar que, en cuanto a ingresos en dinero, el simple afiliado del movimiento nazi, en los primeros años de éste, era, por término medio, más pobre que el promedio de los miembros de un sindicato o del viejo partido socialista; circunstancia tanto más acerba cuanto que los primeros, a menudo, habían visto días mejores y aún vivían con frecuencia en ambientes que correspondían a su pasado. La expresión «lucha de clases à rebours», frecuente en Italia en los tiempos del nacimiento del fascismo, apuntaba a un aspecto muy importante del movimiento. El conflicto entre el fascista o el nacionalsocialista y los primitivos partidos socialistas tiene que considerarse, en gran parte, como uno de aquellos que es forzoso surjan entre facciones socialistas rivales. No había diferencia entre ellos en cuanto a que la voluntad del Estado debía ser la que asignase a cada persona su propio lugar en la sociedad. Pero había, como las habrá siempre, las más profundas diferencias acerca de cuál fuere el lugar apropiado de las diferentes clases y grupos.
Los viejos dirigentes socialistas, que habían considerado siempre a sus partidos como la natural vanguardia del futuro movimiento general hacia el socialismo, no podían fácilmente comprender que con cada extensión del uso de los métodos socialistas se volviera contra ellos el resentimiento de extensas clases pobres. Pero,mientras los viejos partidos socialistas, o las organizaciones laborales dentro de ciertas industrias, no encontraban, generalmente, mayores dificultades para llegar a un acuerdo de acción conjunta con los patronos en sus respectivas industrias, clases muy amplias quedaban marginadas. Para ellas, y no sin alguna justificación, las secciones más prósperas del movimiento obrero parecían pertenecer a la clase explotadora más que a la explotada.[226]
El resentimiento de la baja clase media, en la que el fascismo y el nacionalsocialismo reclutaron una tan gran proporción de sus seguidores, se intensificó por el hecho de aspirar en muchos casos, por su educación y preparación, a posiciones directivas y considerarse ellos mismos con títulos para ser miembros de la clase dirigente. La generación más joven, con el desprecio por las actividades lucrativas fomentado por la enseñanza socialista, rechazaba las posiciones independientes que envolvían riesgo y se congregaba, en cantidades crecientes, en torno a las posiciones asalariadas que prometían seguridad. Pero, a la vez, demandaba puestos que procurasen los ingresos y el poder a que, en opinión suya, le daba derecho su preparación. Creían en una sociedad organizada, y esperaban en ésta un lugar muy diferente del que la sociedad regida por el trabajo parecía ofrecerles. Estaban prontos a apoderarse de los métodos del viejo socialismo, pero dispuestos a emplearlos en servicio de una clase diferente. El movimiento tenía atractivos para todos los que, conformes con la conveniencia de que el Estado dirigiese la actividad económica entera, discrepaban en cuanto a los fines a cuya consecución dirigía su fuerza política la aristocracia de los trabajadores industriales.
El nuevo movimiento socialista partía con algunas ventajas tácticas. El socialismo obrero se había desarrollado en un mundo democrático y liberal, adaptando a él sus tácticas y apoderándose de muchos ideales del liberalismo; sus protagonistas todavía creían que la implantación del socialismo resolvería por sí todos los problemas. El fascismo y el nacionalsocialismo, por otra parte, surgieron de la experiencia de una sociedad cada vez más regulada, consciente de que el socialismo democrático e internacional propugnaba ideales incompatibles. Sus tácticas se desarrollaron en un mundo ya dominado por la política socialista y los problemas que ésta crea. No se hacían ilusiones sobre la posibilidad de la solución democrática de unos problemas que exigen más acuerdo entre las gentes que lo que puede razonablemente esperarse. No se hacían ilusiones sobre la capacidad de la razón para decidir acerca de todas las cuestiones de relativa importancia que sobre las necesidades de los diferentes hombres o grupos inevitablemente surgen de la planificación, o sobre la respuesta que podría dar la fórmula de la igualdad. Sabían que el más fuerte grupo que reuniese bastantes seguidores en favor de un nuevo orden jerárquico de la sociedad y que prometiese francamente privilegios a las clases a que apelaba, obtendría probablemente el apoyo de todos los defraudados porque, después de prometérseles la igualdad, descubrieron que no habían hecho sino favorecer los intereses de una clase particular. Sobre todo, lograron éxito porque ofrecían una teoría, o Weltanschauung, que parecía justificar los privilegios prometidos a sus seguidores.
Notas al pie de página
[217] [Lord Acton, «The History of Freedom in Christianity,» en History of Freedom and Other Essays, cit., p. 57 {trad. esp.: «Historia de la libertad en el cristianismo», en Lord Acton, Ensayos sobre la libertad y el poder, cit., p. 111}. —Ed.]
[218] Es probable que sobreestimemos habitualmente la parte que en la desigualdad de las rentas se debe principalmente a los ingresos derivados de la propiedad, y, por consiguiente, la proporción en que se reducirían las mayores desigualdades si las rentas de propiedad se aboliesen. La escasa información que poseemos acerca de la distribución de las rentas en la Rusia soviética no indica que las desigualdades sean sustancialmente menores que en una sociedad capitalista. Max Eastman (The End of Socialism in Russia, 1937, pp. 30-34) da alguna información procedente de fuentes oficiales rusas que sugiere que la diferencia entre los salarios más altos y los más bajos pagados en Rusia es del mismo orden de magnitud (del orden de 50 a 1) que en los Estados Unidos; y Leon Trotsky, según un artículo citado por James Burnham (The Managerial Revolution, 1941, p. 43), estimó, no más allá de 1939, que «el 11 ó 12 por 100 superior de la población soviética recibe ahora aproximadamente el 50 por 100 de la renta nacional. Esta diferencia es más aguda que en los Estados Unidos, donde el 10 por 100 más alto de la población recibe aproximadamente el 35 por 100 de la renta nacional». [En el original, Hayek incluye incorrectamente el pasaje de Trotsky como aparece en la página 43, no en la 46, del libro de Burnham. —Ed.]
[219] Max Eastman en The Reader’s Digest, julio de 1941, p. 39. [La cita original de Hayek, en «Max Eastman in the Reader’s Digest, July, 1941, p. 39», presenta el número de la publicación y de la página equivocados, y Hayek se olvidó de intercalar guiones en «free-and-equalness» tal como Eastman había hecho. —Ed.]
[220] Las palabras son del joven Disraeli. [La verdadera cita dice: «no public avenues to wealth and honor would subsist save through the Government», y está tomada del ensayo del político y novelista tory Benjamin Disraeli (1804-1881) «Vindication of the English Constitution in a Letter to a Noble and Learned Lord» (1835), reeditada en Benjamin Disraeli, Disraeli on Whigs and Whiggism, ed. de William Hutcheon (Nueva York: Macmillan, 1914), p. 216, trabajo que consagró «al joven Disraeli» como escritor y pensador político. Utilizó el ensayo para atacar a los utilitaristas y otros que podrían «formar instituciones políticas sobre principios abstractos de ciencia teórica, en vez de permitir que surjan del curso natural de los acontecimientos, y que sea creado de forma natural por las necesidades de las naciones» (p. 119). Sus críticas de aquellos que «revocarían las zafias y casuales instituciones de Inglaterra y las substituirían por sus propias invenciones a la moda, formadas sobre la base indiscutible de la Razón y de la Utilidad» (p. 134) evoca la posterior crítica de Hayek al «constructivismo racionalista ». —Ed.]
[221] Véase. M. Muggeridge, Winter in Moscow, 1934; A. Feiler: The Experiment of Bolshevism, 930.
[222] [El político americano Harold Lasswell (1902-1978) dio la ya clásica definición de la política en su libro Politics:Who Gets What,When and How? (Nueva York y Londres: McGraw-Hill, Whittlesey House, 1936). —Ed.]
[223] J.S. Mill: Principles of Political Economy, libro II, capítulo I, § 4. [En el original, Hayek invirtió los números del libro y del capítulo, escribiendo Libro 1, capítulo 2. —Ed.]
[224] G.Wieser, Ein Staat stirbt, Oesterreich, 1934-1938, París (París: Internationale Verlags-Anstalt, 1938), p. 41.
[225] Los clubs de lectura («book clubs») públicos en Inglaterra proporcionan un paralelo no despreciable. [Balilla era el nombre de una organización fascista italiana para muchachos jóvenes, llamada así por el muchacho que inició la insurrección que expulsó a los austriacos de Génova en 1746. La Hitlerjugend, o Juventudes Hitlerianas, era la organización para el adoctrinamiento de la juventud en Alemania. Dopolavoro era el programa recreativo que comprendía actividades deportivas, culturales y turísticas. Su contrapartida alemana era Kraft durch Freude. Fundada en 1933 en el seno del Frente de Trabajo alemán, y copiada del Dopolavoro, estaba pensada para ganarse a las clases trabajadoras al Nacionalsocialismo, que era especialmente importante una vez abolidos los sindicatos. —Ed.]
[226] Hace ahora doce años, uno de los intelectuales socialistas europeos más destacados, Hendrik de Man (que, consecuente consigo mismo, evolucionó e hizo las paces con los nazis), observaba que, «por primera vez desde los comienzos del socialismo, los resentimentos anticapitalistas se han vuelto contra el movimiento socialista» (Sozialismus und Nacional-Faszismus, Potsdam, 1931, pág. 6). [Hendrik de Man (1885-1953) fue presidente del Partido Socialista belga. Cuando Alemania invadió Bélgica en 1940 el partido fue disuelto y se declaró que la destrucción de la democracia parlamentaria en el «Nuevo Orden» impuesto por los nazis habría permitido liberar a las clases trabajadoras. En ausencia fue procesado en 1946 en Bélgica y acusado de colaboracionismo; los últimos días de su vida residió en Suiza. —Ed.]