Camino de servidumbre

Camino de servidumbre
Autor: 
Friedrich A. Hayek

Friedrich August von Hayek (1899 – 1992) nació en Viena, Austria, que en ese entonces era una de las grandes capitales intelectuales de Europa. Hayek es particularmente conocido como un defensor del liberalismo clásico y del capitalismo en contra del socialismo y el pensamiento colectivista. Fue miembro de la Escuela Austriaca de economía y escribió extensamente acerca teoría monetaria, el cálculo en una economía socialista, la teoría de los órdenes espontáneos y la teoría del derecho evolutivo. Inició su carrera como profesor universitario en la Universidad de Viena, luego en la London School of Economics y posteriormente en la Universidad de Chicago y en la Universidad de Freiburg. En 1974 obtuvo el Premio Nobel de Economía por su trabajo relacionado a "la teoría monetaria y las fluctuaciones económicas y por su profundo análisis de la interdependencia entre los fenómenos económicos, sociales e institucionales".

El libro de Hayek, Camino de servidumbre —en alusión a la frase de Alexis de Tocqueville “el camino a la esclavitud”— fue publicado en el Reino Unido el 10 de marzo de 1944. De inmediato generó controversia puesto que explicaba de manera sencilla y clara la relación entre la libertad individual y la planificación económica centralizada. Para Hayek, las ideas colectivistas —ya sean de izquierda o de derecha— no conducen a una utopía sino que al darle cada vez más poder al Estado para controlar la economía, inevitablemente conducen a horrores como los de la Alemania Nazi y la Italia Fascista.

Edición utilizada:

Hayek, F.A. Camino de servidumbre. Textos y documentos. Madrid: Unión Editorial, 2008.

Este título está disponible en los siguientes formatos:
HTML Esta versión ha sido adaptada del texto original. Se hizo todo lo posible por trasladar las características únicas del libro impreso, al medio HTML.
HTML por capítulo Ver este título un capítulo a la vez
PDF facsímile 2.59 MB Este es un facsímile, o PDF, creado de imágenes escaneadas del libro original.
PDF libro electrónico 1.63 MB Este PDF basado en texto o libro electrónico fue creado de la versión HTML de este libro y forma parte de la Biblioteca Portátil de la Libertad.
Si desea comprar la versión física de esta obra, lo puede hacer visitando la página de Unión Editorial aquí.

Información de Copyright:

© 2008 de Unión Editorial, S.A. El copyright de esta edición española, tanto en formato impreso como electrónico, pertenece a Unión Editorial. Es reproducida aquí con la debida autorización y no puede ser reproducida en ninguna manera sin una autorización escrita.

Declaración de uso apropiado:

Este material se encuentra disponible en línea con el fin de promover los objetivos educativos del Liberty Fund, Inc. y el Cato Institute. Al menos que se manifieste lo contrario en la sección de Información de Copyright de arriba, este material puede ser usado libremente para fines educativos y académicos. Bajo ninguna circunstancia puede ser utilizado con fines de lucro.

Capítulo IX: Seguridad y libertad

Capítulo IX

Seguridad y libertad

La sociedad entera se habrá convertido en una sola oficina y una sola fábrica, con igualdad en el trabajo y en la remuneración.

V.I. LENIN, 1917[227]

En un país donde el único patrono es el Estado, la oposición significa la muerte por consunción lenta. El viejo principio, «el que no trabaje no comerá», ha sido reemplazado por uno nuevo: el que no obedezca no comerá.

L. TROTSKY, 1937[228]

Igual que la espuria «libertad económica», y con más justicia, la seguridad económica se presenta a menudo como una indispensable condición de la libertad efectiva. Esto es, en un sentido, tan cierto como importante. La independencia de criterio o la energía de carácter rara vez se encuentra entre quienes no confían en abrirse camino por su propio esfuerzo. Sin embargo, la idea de la seguridad económica no es menos vaga y ambigua que la mayoría de las expresiones sobre estas materias; y por ello la aprobación general que se concede a la demanda de seguridad puede ser un peligro para la libertad. Evidentemente, cuando la seguridad se entiende en un sentido demasiado absoluto, la general porfía por ella, lejos de acrecentar las oportunidades de libertad, se convierte en su más grave amenaza.

Será bueno contraponer desde un principio las dos clases de seguridad: la limitada, que pueden alcanzar todos y que, por consiguiente, no es un privilegio, sino un legítimo objeto de deseo, y la seguridad absoluta, que en una sociedad libre no pueden lograr todos, y que no debe concederse como un privilegio —excepto en unos cuantos casos especiales, como el de la judicatura, donde una independencia completa es de extraordinaria importancia—. Estas dos clases de seguridad son: la primera, la seguridad contra una privación material grave, la certidumbre de un determinado sustento mínimo para todos, y la segunda, la seguridad de un determinado nivel de vida o de la posición que una persona o grupo disfruta en comparación con otros. O, dicho brevemente, la seguridad de un ingreso mínimo y la seguridad de aquel ingreso concreto que se supone merecido por una persona. Veremos ahora que esa distinción coincide ampliamente con la diferencia entre la seguridad que puede procurarse a todos, fuera y como suplemento del sistema de mercado, y la seguridad que sólo puede darse a algunos y sólo mediante el control o la abolición del mercado.

No hay motivo para que una sociedad que ha alcanzado un nivel general de riqueza como el de la nuestra, no pueda garantizar a todos esa primera clase de seguridad sin poner en peligro la libertad general. Se plantean difíciles cuestiones acerca del nivel preciso que de esa manera debe asegurarse; hay, en particular, la importante cuestión de saber si aquellos que así dependerán de la comunidad deberán gozar indefinidamente de las mismas libertades que los demás.[229] Una consideración imprudente de estas cuestiones puede causar serios y hasta peligrosos problemas políticos; pero es indudable que un mínimo de alimento, albergue y vestido, suficiente para preservar la salud y la capacidad de trabajo, puede asegurarse a todos. Por lo demás, hace tiempo que una considerable parte de la población británica ha alcanzado ya esta clase de seguridad.

No existe tampoco razón alguna para que el Estado no asista a los individuos cuando tratan de precaverse de aquellos azares comunes de la vida contra los cuales, por su incertidumbre, pocas personas están en condiciones de hacerlo por sí mismas. Cuando, como en el caso de la enfermedad y el accidente,ni el deseo de evitar estas calamidades,ni los esfuerzos para vencer sus consecuencias son, por regla general, debilitados por la provisión de una asistencia; cuando, en resumen, se trata de riesgos genuinamente asegurables, los argumentos para que el Estado ayude a organizar un amplio sistema de seguros sociales son muy fuertes. En estos programas hay muchos puntos de detalle sobre los que estarán en desacuerdo quienes desean preservar el sistema de la competencia y quienes desean sustituirlo por otro diferente; y es posible introducir bajo el nombre de seguros sociales medidas que tiendan a hacer más o menos ineficaz la competencia. Pero no hay incompatibilidad de principio entre una mayor seguridad, proporcionada de esta manera por el Estado,y el mantenimiento de la libertad individual.A la misma categoría pertenece también el incremento de seguridad a través de la asistencia concedida por el Estado a las víctimas de calamidades como los terremotos y las inundaciones. Siempre que una acción común pueda mitigar desastres contra los cuales el individuo ni puede intentar protegerse a sí mismo ni prepararse para sus consecuencias, esta acción común debe, sin duda, emprenderse.

Queda, por último, el problema, de la máxima importancia, de combatir las fluctuaciones generales de la actividad económica y las olas recurrentes de paro en masa que las acompañan. Este es, evidentemente, uno de los más graves y acuciantes problemas de nuestro tiempo. Pero, aunque su solución exigirá mucha planificación en el buen sentido, no requiere —o al menos no es forzoso que requiera— aquella especial clase de planificación que, según sus defensores, se propone reemplazar al mercado. Muchos economistas esperan que el remedio último se halle en el campo de la política monetaria, que no envolvería nada incompatible incluso con el liberalismo del siglo XIX. Otros, es cierto, creen que el verdadero éxito sólo puede lograrse con la realización de obras públicas en gran escala emprendidas con la más cuidadosa oportunidad.[230] Esto llevaría a mucho más serias restricciones de la esfera de la competencia, y al hacer experiencias en esta dirección tendremos que vigilar cuidadosamente nuestros pasos si queremos evitar que toda la actividad económica se haga cada vez más dependiente de la orientación y el volumen del gasto público. Pero no es éste ni el único ni, en mi opinión, el más prometedor camino que permite afrontar el peligro más grave para la seguridad económica. En todo caso, los muy necesarios esfuerzos para asegurar protección contra estas fluctuaciones no conducen a aquella clase de planificación que constituye un riesgo tan grande para nuestra libertad.

La planificación con fines de seguridad que tan dañinos efectos ejerce sobre la libertad es la que se dirige a una seguridad de clase muy diferente. Es la planificación destinada a proteger a individuos o grupos contra unas disminuciones de sus ingresos que, aunque de ninguna manera las merezcan, ocurren diariamente en una sociedad en régimen de competencia, contra unas pérdidas que imponen severos sufrimientos sin justificación moral, pero que son inseparables del sistema de la competencia. Esta demanda de seguridad es, pues, otra forma de la demanda de una remuneración justa, de una remuneración adecuada a los méritos subjetivos y no a los resultados objetivos de los esfuerzos de un hombre. Esta clase de seguridad o justicia parece irreconciliable con la libertad de elegir el propio empleo.

En todo sistema que confíe la distribución entre las diferentes industrias y ocupaciones a la propia elección de los hombres, las remuneraciones tendrán necesariamente que corresponder a la utilidad que los resultados aporten a los demás miembros de la sociedad, incluso si ellas no resultaran en proporción a los méritos subjetivos. Aunque los resultados logrados estarán a menudo en proporción con los esfuerzos e intenciones, no siempre será así, en cualquier forma de sociedad. En particular, no será cierto en los muchos casos en que la utilidad de alguna industria o especial cualificación se altera por circunstancias que no podían preverse.Todos conocemos la trágica situación de los hombres muy especializados, cuya destreza, de difícil aprendizaje, ha perdido repentinamente su valor por causa de algún invento que beneficia grandemente al resto de la sociedad. La historia de los últimos cien años está llena de hechos de esta clase, algunos de los cuales afectaron a la vez a cientos de miles de personas.

Ofende indudablemente a nuestro sentido de justicia el que alguien tenga que sufrir una gran disminución de sus ingresos y el amargo fracaso de todas sus esperanzas sin cometer por su parte ninguna falta y a pesar de un trabajo difícil y de excepcional destreza. Las demandas de ayuda del Estado de quienes así sufren, a fin de salvaguardar sus legítimas aspiraciones, reciben, sin duda, la simpatía y el apoyo popular. La aprobación general de estas demandas ha tenido por efecto que el Estado interviniera en todas partes, no sólo para proteger a las personas así amenazadas de duros sufrimientos y privaciones, sino para asegurarles la percepción continuada de sus antiguos ingresos y guarecerlas de las vicisitudes del mercado.[231]

No puede, sin embargo, darse a todos la certidumbre de unos determinados ingresos si ha de concederse alguna libertad a cada cual para que elija su ocupación. Y si se procura a algunos esta certidumbre, se convierte en un privilegio a costa de los demás, cuya seguridad disminuye con eso necesariamente. Fácil es demostrar que la seguridad de unos ingresos invariables sólo puede procurarse a todos mediante la abolición completa de la libertad en la elección del empleo de cada uno.Y, sin embargo, aunque esta garantía general de las legítimas esperanzas se considera frecuentemente como el ideal pretendido, no es cosa que en serio se haya intentado. Lo que constantemente se hace es conceder esta clase de seguridad de manera fragmentaria, a este grupo o al otro, con el resultado de aumentar constantemente la inseguridad de quienes quedaron abandonados a su suerte. No es maravilla que, en consecuencia, el valor atribuido al privilegio de la seguridad aumente constantemente y que su demanda sea cada vez más apremiante, hasta llegarse a que ningún precio, ni siquiera el de la libertad, parezca demasiado alto.

Si quienes ven reducida la utilidad de sus esfuerzos por circunstancias que no pueden ni prever ni dominar fueran protegidos contra las pérdidas inmerecidas, y si a quienes ven aumentada su utilidad social se les prohibiera, a su vez, conseguir una ganancia inmerecida, la remuneración dejaría en seguida de mantener una relación con la utilidad efectiva. Dependería de las opiniones sostenidas por alguna autoridad acerca de lo que una persona debía haber hecho, de lo que debía haber previsto y de la bondad o maldad de sus intenciones. Decisiones tales no podrían menos de ser arbitrarias en gran medida. La aplicación de este principio llevaría necesariamente a que gentes que hiciesen el mismo trabajo recibiesen remuneraciones distintas. Las diferencias de remuneración no serían ya un impulso adecuado para que las gentes realizasen los cambios socialmente deseables, y ni siquiera sería posible a los individuos afectados juzgar si un cambio particular merece las perturbaciones que causa.

Pero si los cambios en la distribución de los empleos entre las personas, que son constantemente necesarios en toda sociedad, no pueden ya provocarse mediante «premios» y «castigos» pecuniarios (que no están en necesaria conexión con los méritos subjetivos), tendrán que realizarse por órdenes directas. Cuando los ingresos de una persona están garantizados, no puede permitírsela, ni permanecer en su puesto sólo porque le guste, ni elegir otro trabajo que le agradaría hacer. Como no es ella quien logra la ganancia o sufre la pérdida dependiente de que cambie o no cambie de puesto, la elección tiene que hacerla para ella quien gobierne la distribución de la renta disponible.

El problema del incentivo adecuado, que aquí surge, se discute generalmente como si fuera sobre todo un problema de buena voluntad de la gente. Pero esto, aunque importante, no es todo el problema, y ni siquiera su más importante aspecto. No es sólo que si deseamos que las gentes pongan de su parte todo lo posible hemos de hacer que les merezca la pena a ellas. Lo más importante es que, si deseamos dejarles la elección a ellas, si han de poder juzgar sobre lo que deben hacer, es preciso darles algún metro fácilmente inteligible, con el que midan la importancia social de las diferentes ocupaciones. Ni con la mejor voluntad del mundo sería posible a cualquiera elegir inteligentemente entre las diversas alternativas si las ventajas que se le ofrecieran no presentasen ninguna relación con su utilidad social. Para saber si, como resultado de una alteración de las circunstancias, un hombre debe dejar un oficio y un ambiente que se le han hecho gratos y cambiarlos por otros, es necesario que la variación del valor relativo de estas ocupaciones para la sociedad encuentre expresión en las remuneraciones que se le ofrecen.

El problema es, sin duda, todavía mucho más importante porque, tal como es el mundo, los hombres no están dispuestos de hecho a entregarse a algo durante largos periodos si no van en ello directamente envueltos sus propios intereses. Multitud de personas, al menos, necesitan alguna presión externa para entregar a algo todo su esfuerzo. El problema del incentivo es, en este sentido, muy real, tanto en la esfera del trabajo ordinario como en la de las actividades directivas. La aplicación de la técnica de la ingeniería a una nación entera —y esto es lo que la planificación significa— «plantea problemas de disciplina difíciles de resolver», como ha expresado acertadamente un ingeniero americano con gran experiencia en la planificación oficial, que ha visto con claridad el problema.

«La ejecución de una tarea de ingeniería exige la existencia de un área externa relativamente amplia de actividad económica no planificada. Tiene que haber un lugar donde buscar los trabajadores, y cuando se despida a un obrero, éste tiene que desaparecer del trabajo y de la nómina. A falta de semejante depósito libre, sólo mediante el castigo corporal, como en el trabajo de los esclavos, puede mantenerse la disciplina.»[232]

En la esfera del trabajo directivo, el problema de las sanciones por negligencia surge en una forma diferente, pero no menos seria. Con acierto se ha dicho que mientras el último resorte de una economía en régimen de competencia es el alguacil, la sanción última en una economía planificada es el verdugo.[233] Los poderes otorgados al director de cada empresa tendrían que ser considerables en todo caso. Pero en un sistema planificado la posición y los ingresos del director no pueden solamente depender, como no dependen los del obrero, del éxito o el fracaso del trabajo que dirige. Como ni el riesgo ni la ganancia son suyos, no puede ser su juicio personal lo que decida, sino que tendrá que hacer lo que le corresponda de acuerdo con alguna norma establecida. Un error que él «debía» haber evitado no es ya cuenta suya, sino un crimen contra la comunidad, y como tal debe tratarse. Mientras se mantenga dentro del firme sendero del deber objetivamente reconocible, puede estar más seguro de sus ingresos que el empresario capitalista; pero el peligro que corre en el caso de un fracaso real es peor que la bancarrota. Puede estar económicamente seguro en tanto satisfaga a sus superiores; pero compra esta seguridad al precio de la garantía de la libertad y la vida.

Trátase, evidentemente, de un conflicto esencial entre dos tipos de organización social irreconciliables, que, por las formas más características en que aparecen, se han designado a menudo como sociedades de tipo comercial y militar. Fueron quizá expresiones desafortunadas, porque dirigen la atención hacia lo accesorio y hacen difícil ver que nos enfrentamos aquí con una alternativa real y que no hay una tercera posibilidad. O la elección y el riesgo corresponden al individuo, o se le exonera de ambos. El ejército es, sin duda, en muchos aspectos, la representación más ajustada y la que nos es más familiar, del segundo tipo de organización, donde trabajo y trabajador son igualmente designados por la autoridad, y donde, si los medios disponibles son escasos, todo el mundo es puesto a media ración. Es éste el único sistema en el que se puede conceder al individuo plena seguridad económica y que, extendido a la sociedad entera, permite otorgarla a todos sus miembros. Esta seguridad es, por consiguiente, inseparable de la restricción de la libertad y propia del orden jerárquico de la vida militar; es la seguridad de los cuarteles.

Es posible, por lo demás, organizar sobre este principio ciertas secciones de una sociedad que se mantiene libre en lo restante, y no hay razón para que esta forma de vida, con sus necesarias restricciones de la libertad individual, no esté abierta a quien la prefiera. Además, algún servicio voluntario de trabajo, sobre líneas militares, podría ser la mejor forma en que el Estado proporcionase a todos la certidumbre de una oportunidad de trabajo y un ingreso mínimo. Los proyectos de esta clase se demostraron en el pasado tan escasamente aceptables porque quienes estaban dispuestos a ceder su libertad a cambio de la seguridad exigían siempre, para entregar su plena libertad, que se quitase también ésta a todos los que no estaban dispuestos a ello. Es difícil encontrar justificación a una pretensión semejante.

El tipo de organización militar que conocemos nos da, sin embargo, una imagen muy inadecuada de lo que sería si se extendiese a toda la sociedad. Cuando sólo una parte de la sociedad está organizada sobre líneas militares, la falta de libertad de los miembros de la organización militar está mitigada por el hecho de seguir existiendo un ámbito libre al cual pueden pasar si las restricciones se hacen demasiado molestas. Para formarnos una imagen de lo que sería probablemente aquella sociedad si, de acuerdo con el ideal que ha seducido a tantos socialistas, se organizase como una gran fábrica única, tenemos que mirar hacia la antigua Esparta o la Alemania actual que, después de avanzar en esta dirección durante dos o tres generaciones, está ahora tan cerca de alcanzar ese ideal.

En una sociedad acostumbrada a la libertad es improbable que haya mucha gente dispuesta a adquirir la seguridad a este precio. Pero la política que ahora se sigue por doquier, con la que se proporciona el privilegio de la seguridad ora a este grupo, ora a aquel otro, está creando rápidamente unas condiciones en las que el afán de seguridad tiende a ser más fuerte que el amor a la libertad. La razón de ello es que con cada concesión de una completa seguridad a un grupo se acrecienta necesariamente la inseguridad del resto. Si se garantiza a alguien un trozo fijo en la distribución de una tarta de tamaño variable, la porción correspondiente a las restantes personas tiene que fluctuar proporcionalmente más que el tamaño de la tarta entera. Y el elemento esencial de seguridad que el sistema de competencia ofrece, que es la gran variedad de oportunidades, se reduce más y más.

Dentro del sistema de mercado, sólo la clase de planificación que se conoce por el nombre de restriccionismo (¡que incluye, sin embargo, casi toda la planificación que de hecho se practica!) puede otorgar seguridad a unos grupos particulares. El «control», es decir, la limitación de la producción, de tal forma que los precios aseguren una remuneración «adecuada», es el único camino, en una economía de mercado, para garantizar a los productores unos ciertos ingresos. Pero esto significa necesariamente una reducción de oportunidades abiertas a los demás. Para proteger a un productor, sea trabajador o empresario, contra las ofertas a más bajo precio de otros de fuera, hay que impedir a otros que están peor el participar en la prosperidad relativamente mayor de las industrias favorecidas.Toda restricción de la libertad de entrada en una industria reduce la seguridad de todos los que quedan fuera de ella.

Y a medida que aumenta el número de personas cuyos ingresos se aseguran de aquella manera, se restringe el campo de las oportunidades alternativas abiertas a todo el que sufre una pérdida de ingresos; con lo que disminuyen, en correspondencia, para todos los afectados desfavorablemente por una alteración de las circunstancias, las probabilidades de evitar una disminución fatal de sus ingresos.Y si, como es más cierto cada vez, en toda actividad cuyas circunstancias mejoran se permite a sus miembros excluir a otros para que aquéllos se aseguren toda la ganancia, en forma de jornales o beneficios más altos, los pertenecientes a las industrias cuya demanda ha caído no tienen lugar a donde ir, y cada alteración de aquellas circunstancias es la causa de un aumento del paro.Apenas puede dudarse que son principalmente una consecuencia de estas medidas para acrecentar la seguridad, en las últimas décadas, el gran aumento del paro y la inseguridad para grandes sectores de la población.

En Inglaterra estas restricciones, especialmente las que afectan a las zonas intermedias de la sociedad, no habían alcanzado dimensiones importantes hasta hace relativamente poco tiempo, y por eso apenas hemos advertido todas sus consecuencias. La extrema desesperanza de la situación de quienes, en una sociedad que ha crecido en rigidez, han quedado fuera de las filas de las ocupaciones protegidas, y la magnitud de la sima que les separa del poseedor afortunado de un empleo para quien la protección contra la competencia ha hecho innecesario moverse siquiera un poco a fin de hacer sitio a quienes no lo tienen, sólo pueden apreciarlas los que las han sufrido. No se trata de que los afortunados cediesen sus puestos, sino simplemente de que participasen en la común desgracia con alguna reducción de sus ingresos, o, como bastaría frecuentemente, tan sólo con algún sacrificio de sus perspectivas de mejora, Pero lo impide la protección de su «nivel de vida», o de su «justo precio», o de su «renta profesional», a lo que se creen con derecho, y para lo cual reciben la ayuda del Estado. Por consecuencia, en lugar de serlo los precios, los salarios y las rentas individuales, son ahora el empleo y la producción lo que está sujeto a fluctuaciones violentas. Jamás ha existido una peor y más cruel explotación de una clase por otra, que la de los miembros más débiles o menos afortunados de un grupo de productores a manos de los bien situados; lo cual lo ha permitido la «regulación» de la competencia. Pocas consignas han causado tanto daño como la «estabilización » de precios (o salarios) en particular, que, asegurando los ingresos de algunas personas, hacen más y más precaria la posición de las restantes.

Así, cuanto más intentamos proporcionar seguridad plena, mediante intromisiones en el sistema del mercado, mayor se hace la inseguridad; y, lo que es peor, mayor se hace el contraste entre la seguridad de quienes la han obtenido como un privilegio y la creciente inseguridad de los postergados. Y cuanto más privilegio es la seguridad y mayor el peligro para los excluidos de ella, más apreciada será. A medida que el número de los privilegiados aumenta y la diferencia entre su seguridad y la inseguridad de los demás se eleva, surge gradualmente un conjunto de valores sociales completamente nuevos.Ya no es la independencia, sino la seguridad, lo que da categoría y posición social. El derecho seguro a una pensión, mas que la confianza en su capacidad, hace a un joven preferido para el matrimonio. La inseguridad lleva al temido estado del paria, en el que permanecen por toda su vida quienes en su juventud no fueron admitidos en el refugio de un empleo a sueldo.

El empeño general de lograr seguridad por medidas restrictivas, tolerado o favorecido por el Estado, ha producido con el transcurso del tiempo una progresiva transformación de la sociedad, una transformación en la que, como en tantas otras direcciones,Alemania ha guiado y los demás países han seguido. Se ha acelerado esta marcha por otro efecto de la enseñanza socialista: el deliberado menosprecio de todas las actividades que envuelven riesgo económico y el oprobio moral arrojado sobre las ganancias que hacen atractivo el riesgo, pero que sólo pocos pueden conseguir. No podemos censurar a nuestros jóvenes porque prefieran una posición asalariada segura mejor que el riesgo de la empresa, cuando desde su primera juventud han visto aquélla considerada como ocupación superior, más altruista y desinteresada. La generación más joven de hoy ha crecido en un mundo donde, en la escuela y en la prensa, se ha representado el espíritu de la empresa comercial como deshonroso y la consecución de un beneficio como inmoral, y donde dar ocupación a cien personas se considera una explotación, pero se tiene por honorable el mandar a otras tantas. Los viejos quizá consideren esto como una exageración de la situación actual, pero la diaria experiencia del profesor universitario apenas le permite dudar que, como resultado de la propaganda anticapitalista, la alteración de los valores va muy por delante del cambio hasta ahora acontecido en las instituciones británicas. La cuestión es si, al cambiar nuestras instituciones para satisfacer las nuevas demandas, no destruiremos inconscientemente unos valores que todavía cotizamos muy alto.

El cambio de la estructura de la sociedad implicado en la victoria del ideal de seguridad sobre el de independencia no puede ilustrarse mejor que comparando los que, hace diez o veinte años, aún podían considerarse como modelos de la sociedad inglesa y la sociedad alemana. Por grande que pueda haber sido la influencia del Ejército en Alemania, es un grave error atribuir principalmente a esta influencia lo que el inglés consideraba el carácter «militar  » de la sociedad alemana. La diferencia alcanzó mucha mayor profundidad que lo que podía explicarse por este motivo, y los atributos peculiares de la sociedad alemana se daban no menos en los círculos donde la influencia propiamente militar era insignificante, que en aquellos donde era fuerte. Lo que daba a la sociedad alemana su carácter peculiar no era tanto el hecho de estar casi siempre organizada para la guerra una parte mayor del pueblo alemán que la de otros países, como el de emplearse el mismo tipo de organización para otros muchos fines. Lo que daba a su estructura social su peculiar carácter era que en Alemania se organizaba deliberadamente, desde arriba, una parte de la vida civil mayor que en ningún otro país; era que una proporción tan grande de su pueblo no se considerase a sí misma independiente, sino como funcionarios. Alemania ha sido desde hace mucho, y los mismos alemanes se envanecían de ello, un Beamtenstaat, en el cual, no sólo dentro de la administración pública propiamente dicha, sino en casi todas las esferas de la vida, alguna autoridad asignaba y garantizaba renta y posición.[234]

Si es dudoso que el espíritu de libertad pueda en algún sitio extirparse por la fuerza, no es seguro que otro pueblo pueda resistir con éxito al proceso por el cual fue lentamente sofocado en Alemania. Allí donde categoría social y distinción se logran casi exclusivamente convirtiéndose en un sirviente a sueldo del Estado, donde la ejecución de un deber asignado se considera más laudable que la elección por sí de su campo de utilidad, donde todas las actividades que no dan acceso a un lugar reconocido en la jerarquía oficial o derecho a un ingreso fijo, se consideran inferiores e incluso algo deshonrosas, sería excesivo esperar que muchos prefieran largo tiempo la libertad a la seguridad. Y donde la alternativa frente a la seguridad en una posición dependiente es la más precaria posición, en la que a uno se le desprecia tanto si triunfa como si fracasa, pocos serán los que resistan a la tentación de salvarse al precio de la libertad. Cuando las cosas han llegado tan lejos, la libertad casi se convierte realmente en objeto de burla, puesto que sólo puede adquirirse por el sacrificio de la mayor parte de las cosas agradables de este mundo. En tal situación, poco puede sorprender que sean cada vez más las gentes que empiezan a sentir que sin seguridad económica la libertad «carece de valor» y están dispuestas al sacrificio de su libertad para ganar la seguridad. Pero es inquietante ver que el profesor Harold Laski emplea en Inglaterra el mismísimo argumento que ha influido más quizá que ningún otro para llevar al pueblo alemán al sacrificio de su libertad.[235]

No cabe duda que uno de los principales fines de la política deberá ser la adecuada seguridad contra las grandes privaciones y la reducción de las causas evitables de la mala orientación de los esfuerzos y los consiguientes fracasos. Pero si esta acción ha de tener éxito y no se quiere que destruya la libertad individual, la seguridad tiene que proporcionarse fuera del mercado y debe dejarse que la competencia funcione sin obstrucciones. Cierta seguridad es esencial si la libertad ha de preservarse, porque la mayoría de los hombres sólo estará dispuesta a soportar el riesgo que encierra inevitablemente la libertad si este riesgo no es demasiado grande. Pero, si bien no debemos perder jamás de vista esta verdad, nada es tan fatal como la moda de hoy, entre los dirigentes intelectuales, de exaltar la seguridad a expensas de la libertad. Es esencial que aprendamos de nuevo a enfrentarnos francamente con el hecho de que la libertad sólo puede conseguirse por un precio y que, como individuos, tenemos que estar dispuestos a hacer importantes sacrificios materiales para salvaguardar nuestra libertad. Si deseamos conservarla, tenemos que recobrar la convicción en que se basó la primacía dada a la libertad en los países anglosajones, y que Benjamin Franklin expresó en una frase aplicable a nosotros en nuestras vidas individuales no menos que como naciones: «Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad.»[236]

Notas al pie de página

[227]

[La cita está tomada de la más importante contribución a la teoría política marxista de Vladímir Lenin, «The State and Revolution: The Marxist Theory of the State and the Tasks of the Proletariat in the Revolution», cuya traducción puede hallarse en Robert Tucker, ed., The Lenin Anthology (Nueva York: Norton, 1975). La cita se encuentra en el capítulo 5, sección 4, p. 383. —Ed.]


[228]

[Leon Trotsky, The Revolution Betrayed:What Is the Soviet Union and Where Is It Going? Traducción de Max Eastman (Garden City,NY: Doubleday, Doran & Company, 1937), p. 283. —Ed.]


[229]

Si la simple ciudadanía de un país otorga el derecho a un nivel de vida más elevado que en cualquier otro, surgen también serios problemas en las relaciones internacionales, que no deben descartarse con demasiada ligereza.


[230]

[Hayek se refiere aquí a las políticas que luego se llamarían «keynesianas», políticas de gestión de la demanda. —Ed.]


[231]

Sugerencias muy interesantes para mitigar estos sufrimientos, dentro de una sociedad liberal, las ofreció recientemente el profesor W.H. Hutt en un libro que merece un estudio cuidadoso (Plan for Reconstruction, 1943).


[232]

D.C. Coyle, «The Twilight of National Planning», Harpers’ Magazine, octubre de 1935, p. 558. [El primer pasaje citado se encuentra en la página 559 del artículo. —Ed.]


[233]

W. Röpke, Die Gesellscbaftskrisis der Gegenwart, Zurich, 1942, p. 172. [El libro se tradujo más tarde; véase Wilhelm Röpke, The Social Crisis of Our Time (New Brunswick: Transaction Publishers, 1992). —Ed.]


[234]

[Beamtenstaat puede traducirse por «estado de servicio civil», pero si se usa peyorativamente, como Hayek sugiere aquí que es lo apropiado, deberá traducirse también por «estado burocrático». —Ed.]


[235]

H.J. Laski, Liberty in the Modern State (Pelican, 1937, p. 51): «Los que conocen la vida normal del pobre, su obsesionante sensación de una inminente desgracia, su vacilante persecución de una belleza que perpetuamente le escapa, comprenderán bastante bien que sin seguridad económica la libertad carece de valor.»


[236]

[Benjamin Franklin, «Pennsylvania Assembly: Reply to the Governor, November 11, 1755», que se encuentra en The Papers of Benjamin Franklin, ed. de Leonard W. Labaree, vol. 6 (New Haven y Londres : Yale University Press, 1963), p. 242. —Ed.]