Capítulo IEl camino abandonado
Un programa cuya tesis fundamental no estriba en que el sistema de la libre empresa, orientada hacia el beneficio, haya fracasado en esta generación sino en que no ha sido todavía intentado.
F.D. Roosevelt[149]
Cuando el curso de la civilización toma un giro insospechado, cuando, en lugar del progreso continuo que esperábamos, nos vemos amenazados por males que asociábamos con las pasadas edades de barbarie, culpamos, naturalmente, a cualquiera menos a nosotros mismos. ¿No hemos trabajado todos de acuerdo con nuestras mejores luces y no han trabajado incesantemente muchas de nuestras finas inteligencias para hacer de éste un mundo mejor? ¿No se han dirigido todos nuestros esfuerzos y esperanzas hacia una mayor libertad, justicia y prosperidad? Si el resultado es tan diferente de nuestros propósitos, si en lugar de disfrutar de libertad y prosperidad nos enfrentamos con esclavitud y miseria, ¿no es evidente que unas fuerzas siniestras deben haber frustrado nuestras intenciones, que somos las víctimas de alguna potencia maligna, la cual ha de ser vencida antes de reanudar el camino hacia cosas mejores? Por mucho que podamos disentir cuando señalamos el culpable, séalo el inicuo capitalismo o el espíritu malvado de un particular país, la estupidez de nuestros antepasados o un sistema social no derrumbado por completo, aunque venimos luchando contra él durante medio siglo, todos estamos, o por lo menos lo estábamos hasta hace poco, ciertos de una cosa: que las ideas directoras que durante la última generación han ganado a la mayor parte de las gentes de buena voluntad y han determinado los mayores cambios en nuestra vida social no pueden ser falsas. Estamos dispuestos a aceptar cualquier explicación de la presente crisis de nuestra civilización, excepto una: que el actual estado del mundo pueda proceder de nuestro propio error y que el intento de alcanzar algunos de nuestros más caros ideales haya, al parecer, producido resultados que difieren por completo de los esperados.
Mientras todas nuestras energías se dirigen a conducir esta guerra a un final victorioso, resulta a veces difícil recordar que ya antes de la guerra se minaban aquí y se destruían allá los valores por los cuales ahora luchamos. Aunque de momento los diferentes ideales estén representados por naciones hostiles que luchan por su existencia, es preciso no olvidar que este conflicto ha surgido de una pugna de ideas dentro de lo que, no hace aún mucho, era una civilización europea común; y que las tendencias culminantes en la creación de los sistemas totalitarios no estaban confinadas en los países que a ellas sucumbieron. Aunque la primera tarea debe ser ahora la de ganar la guerra, ganarla nos reportará tan sólo otra oportunidad para hacer frente a los problemas fundamentales y para encontrar una vía que nos aleje del destino que acabó con civilizaciones afines.
Es algo difícil imaginarse ahora a Alemania e Italia, o a Rusia, no como mundos diferentes, sino como productos de una evolución intelectual en la que hemos participado; es más sencillo y confortante pensar, por lo menos en lo que se refiere a nuestros enemigos, que son enteramente diferentes de nosotros y que les ha sucedido lo que aquí no puede acontecer. Y, sin embargo, la historia de estos países en los años que precedieron al orto del sistema totalitario muestra pocos rasgos que no nos sean familiares. La pugna externa es el resultado de una transformación del pensamiento europeo, en la que otros avanzaron tanto que la llevaron a un conflicto irreconciliable con nuestros ideales, pero la transformación no ha dejado de afectarnos.
Que un cambio de ideas, y la fuerza de la voluntad humana, han hecho del mundo lo que ahora es, aunque los hombres no previesen los resultados, y que ningún cambio espontáneo en los hechos nos obligaba a amoldar así nuestro pensamiento, es quizá particularmente difícil de ver para un inglés, y ello porque el inglés, afortunadamente para él, marchó en esta evolución a la zaga de la mayor parte de los pueblos europeos. Todavía consideramos los ideales que nos guían y nos han guiado durante la pasada generación, como ideales que sólo en el futuro han de alcanzarse, y no vemos hasta qué punto han transformado ya en los últimos veinticinco años, no sólo el mundo, sino también Inglaterra.Todavía creemos que hasta hace muy poco estábamos gobernados por lo que se llamaba vagamente las ideas del siglo XIX o el principio del laissez-faire. En comparación con algunos otros países, y desde el punto de vista de los impacientes por apresurar el cambio, puede haber alguna justificación para esta creencia. Pero aunque hasta 1931 Inglaterra sólo había seguido lentamente el sendero por el que otros caminaban, también nosotros habíamos avanzado tanto, que únicamente quienes alcanzan con su memoria los años anteriores a la primera guerra saben lo que era un mundo liberal.[150]
El punto decisivo, que las gentes apenas han reconocido todavía, no es ya la magnitud de los cambios ocurridos durante la última generación, sino el hecho de significar una alteración completa en el rumbo de nuestras ideas y nuestro orden social. Al menos durante los veinticinco años anteriores a la transformación del espectro del totalitarismo en una amenaza real, hemos estado alejándonos progresivamente de las ideas esenciales sobre las que se fundó la civilización europea. Que este movimiento, en el que entramos con tan grandes esperanzas y ambiciones, nos haya abocado al horror totalitario, ha sido un choque tan profundo para nuestra generación, que todavía rehúsa relacionar los dos hechos. Sin embargo, esta evolución no hace más que confirmar los avisos de los padres de la filosofía liberal que todavía profesamos. Hemos abandonado progresivamente aquella libertad en materia económica sin la cual jamás existió en el pasado libertad personal ni política. Aunque algunos de los mayores pensadores políticos del siglo XIX, como De Tocqueville y Lord Acton, nos advirtieron que socialismo significa esclavitud, hemos marchado constantemente en la dirección del socialismo.[151] Y ahora, cuando vemos surgir ante nuestros ojos una nueva forma de esclavitud, hemos olvidado tan completamente la advertencia, que rara vez se nos ocurre relacionar las dos cosas.[152]
Cuán fuerte es la ruptura, no sólo con el pasado reciente, sino con todo el desarrollo de la civilización occidental, que significa el rumbo moderno hacia el socialismo, se ve con claridad si la consideramos, no sólo sobre el fondo del siglo XIX, sino en una perspectiva histórica más amplia. Estamos abandonando rápidamente, no sólo las ideas de Cobden y Bright, de Adam Smith y Hume e incluso de Locke y Milton,[153] sino una de las características de la civilización occidental tal como se ha desarrollado a partir de sus fundamentos establecidos por el Cristianismo y por Grecia y Roma. No sólo el liberalismo de los siglos XIX y XVIII, sino el fundamental individualismo que heredamos de Erasmo y Montaigne, de Cicerón y Tácito, Pericles y Tucídides, se han abandonado progresivamente.[154]
El dirigente nazi que describió la revolución nacionalsocialista como un Contrarrenacimiento estaba más en lo cierto de lo que probablemente suponía. Ha sido el paso decisivo en la ruina de aquella civilización que el hombre moderno vino construyendo desde la época del Renacimiento,y que era, sobre todo, una civilización individualista. Individualismo es hoy una palabra mal vista, y ha llegado a asociarse con egotismo y egoísmo.[155] Pero el individualismo del que hablamos, contrariamente al socialismo y las demás formas de colectivismo, no está en conexión necesaria con ellos. Sólo gradualmente podremos, a lo largo de este libro, aclarar el contraste entre los dos principios opuestos. Ahora bien, los rasgos esenciales de aquel individualismo que, con elementos aportados por el Cristianismo y la filosofía de la antigüedad clásica, se logró plenamente por vez primera durante el Renacimiento y ha crecido y se ha extendido después en lo que conocemos como civilización occidental europea, son: el respeto por el hombre individual qua hombre, es decir, el reconocimiento de sus propias opiniones y gustos como supremos en su propia esfera, por mucho que se estreche ésta, y la creencia en que es deseable que los hombres puedan desarrollar sus propias dotes e inclinaciones individuales. «Independencia» y «libertad» son palabras tan gastadas por el uso y el abuso, que se duda en emplearlas para expresar los ideales que representaron durante este periodo. Tolerancia es quizá la sola palabra que todavía conserva plenamente el significado del principio que durante todo este periodo floreció, y que sólo en los tiempos recientes ha decaído de nuevo hasta desaparecer por completo con el nacimiento del Estado totalitario.
La transformación gradual de un sistema organizado rígidamente en jerarquías en otro donde los hombres pudieron, al menos, intentar la forja de su propia vida, donde el hombre ganó la oportunidad de conocer y elegir entre diferentes formas de vida, está asociada estrechamente con el desarrollo del comercio.Desde las ciudades comerciales del norte de Italia, la nueva concepción de la vida se extendió con el comercio hacia el Occidente y el Norte, a través de Francia y el suroeste de Alemania, hasta los Países Bajos y las islas Británicas, enraizando firmemente allí donde un poder político despótico no la sofocó. En los Países Bajos y en Gran Bretaña disfrutó por largo tiempo su más completo desarrollo y por primera vez logró una oportunidad para crecer libremente y servir de fundamento a la vida política y social de estos países.Y desde aquí, después, en los siglos XVII y, XVIII, comenzó de nuevo a extenderse, en una forma más plena, hacia Occidente y Oriente, al Nuevo Mundo y al centro del continente europeo, donde unas guerras devastadoras y la opresión política habían ahogado los primeros albores de una expansión semejante.[156]
Durante todo este moderno periodo de la historia europea, el desarrollo general de la sociedad se dirige a libertar al individuo de los lazos que le forzaban a seguir las vías de la costumbre o del precepto en la prosecución de sus actividades ordinarias. El reconocimiento consciente de que los esfuerzos espontáneos y no sometidos a control de los individuos fueran capaces de producir un orden complejo de actividades económicas, sólo pudo surgir cuando aquel desarrollo hubo logrado cierto progreso. La posterior elaboración de unos argumentos consecuentes en favor de la libertad económica ha sido el resultado de un libre desarrollo de la actividad económica que fue el subproducto espontáneo e imprevisto de la libertad política.
Quizá el mayor resultado del desencadenamiento de las energías individuales fue el maravilloso desarrollo de la ciencia, que siguió los pasos de la libertad individual desde Italia a Inglaterra y más allá. Que la facultad inventiva del hombre no fue menor en los periodos anteriores, lo demuestra la multitud de ingeniosos juguetes automáticos y otros artificios mecánicos construidos cuando la técnica industrial estaba aún estacionada, y el desarrollo de algunas industrias que, como la minería o la relojería, no estaban sujetas a intervenciones restrictivas.Pero los escasos intentos para un uso industrial más extenso de las invenciones mecánicas, algunas extraordinariamente avanzadas, fueron pronto cortados, y el deseo de conocimiento quedaba ahogado cuando las opiniones dominantes obligaban a todos: se permitió que las creencias de la gran mayoría sobre lo justo y lo conveniente cerrasen el camino al innovador individual. Sólo cuando la libertad industrial abrió la vía al libre uso del nuevo conocimiento, sólo cuando todo pudo ser intentado —si se encontraba alguien capaz de sostenerlo a su propio riesgo— y, debe añadirse, no a través de las autoridades oficialmente encargadas del cultivo del saber, la ciencia hizo los progresos que en los últimos ciento cincuenta años han cambiado la faz del mundo.
Como ocurre tantas veces, sus enemigos han percibido más claramente que la mayor parte de sus amigos la naturaleza de nuestra civilización. «La perenne enfermedad occidental, la rebelión del individuo contra la especie», como un totalitario del siglo XIX,Auguste Comte, caracterizó aquélla, fue precisamente la fuerza que construyó nuestra civilización.[157] Lo que el siglo XIX añadió al individualismo del período precedente fue tan sólo la extensión de la conciencia de libertad a todas las clases, el desarrollo sistemático y continuo de lo que había crecido en brotes y al azar y su difusión desde Inglaterra y Holanda a la mayor parte del continente europeo.
El resultado de este desenvolvimiento sobrepasó todas las previsiones. Allí donde se derrumbaron las barreras puestas al libre ejercicio del ingenio humano, el hombre se hizo rápidamente capaz de satisfacer nuevos órdenes de deseos.Y cuando el nivel de vida ascendente condujo al descubrimiento de trazos muy sombríos en la sociedad, trazos que los hombres no estaban ya dispuestos a tolerar más, no hubo probablemente clase que no lograra un beneficio sustancial del general progreso. No podemos hacer justicia a este asombroso desarrollo si lo medimos por nuestros niveles presentes, que son el resultado de este desarrollo y hacen patentes ahora muchos defectos.A fin de apreciar lo que significó para quienes en él tomaron parte, tenemos que medirlo por las esperanzas y deseos que los hombres alimentaron en su comienzo. Y no hay duda que el resultado sobrepasó los más impetuosos sueños del hombre; al comienzo del siglo XX el trabajador había alcanzado en el mundo occidental un grado de desahogo material, seguridad e independencia personal, que difícilmente se hubieran tenido por posibles cien años antes.
Lo que en el futuro se considerará probablemente como el efecto más significativo y trascendental de este triunfo es el nuevo sentimiento de poder sobre el propio destino, la creencia en las ilimitadas posibilidades de mejorar la propia suerte, que los triunfos alcanzados crearon entre los hombres. Con el triunfo creció la ambición; y el hombre tiene todo el derecho a ser ambicioso. Lo que fue una promesa estimulante ya no pareció suficiente; el ritmo del progreso se consideró demasiado lento; y los principios que habían hecho posible este progreso en el pasado comenzaron a considerarse más como obstáculos, que urgía suprimir, para un progreso más rápido, que como condiciones para conservar y desarrollar lo ya conseguido.
No hay nada en los principios básicos del liberalismo que haga de éste un credo estacionario, no hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre. El principio fundamental, según el cual en la ordenación de nuestros asuntos debemos hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción, permite una infinita variedad de aplicaciones. En particular, hay una diferencia completa entre crear deliberadamente un sistema dentro del cual la competencia opere de la manera más beneficiosa posible y aceptar pasivamente las instituciones tal como son. Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire. Y, sin embargo, en cierto sentido era necesario e inevitable. Contra los innumerables intereses que podían mostrar los inmediatos y evidentes beneficios que a algunos les producirían unas medidas particulares, mientras el daño que éstas causaban era mucho más indirecto y difícil de ver, nada, fuera de alguna rígida regla, habría sido eficaz. Y como se estableció, indudablemente, una fuerte presunción en favor de la libertad industrial, la tentación de presentar ésta como una regla sin excepciones fue siempre demasiado fuerte para resistir a ella.
Pero con esta actitud de muchos divulgadores de la doctrina liberal era casi inevitable que, una vez rota por varios puntos su posición, pronto se derrumbase toda ella. La posición se debilitó, además, por el forzosamente lento progreso de una política que pretendía la mejora gradual en la estructura institucional de una sociedad libre. Este progreso dependía del avance de nuestro conocimiento de las fuerzas sociales y las condiciones más favorables para que éstas operasen en la forma deseable. Como la tarea consistía en ayudar y, donde fuere necesario, complementar su operación, el primer requisito era comprenderlas. La actitud del liberal hacia la sociedad es como la del jardinero que cultiva una planta, el cual, para crear las condiciones más favorables a su desarrollo, tiene que conocer cuanto le sea posible acerca de su estructura y funciones.
Ninguna persona sensata debiera haber dudado que las toscas reglas en las que se expresaron los principios de la economía política del siglo XIX eran sólo un comienzo, que teníamos mucho que aprender aún y que todavía quedaban inmensas posibilidades de avance sobre las líneas en que nos movíamos. Pero este avance sólo podía lograrse en la medida en que ganásemos el dominio intelectual de las fuerzas que habíamos de utilizar. Existían muchas evidentes tareas, tales como el manejo del sistema monetario, la evitación o el control del monopolio y aun otras muchísimas más, no tan evidentes pero difícilmente menos importantes, que emprender en otros campos, las cuales proporcionaban, sin duda, a los gobiernos enormes poderes para el bien y para el mal; y era muy razonable esperar que con un mejor conocimiento de los problemas hubiéramos sido capaces algún día de usar con buen éxito estos poderes.
Pero como el progreso hacia lo que se llama comúnmente la acción «positiva » era por fuerza lento, y como, para la mejoría inmediata, el liberalismo tenía que confiar grandemente en el gradual incremento de la riqueza que la libertad procuraba, hubo de luchar constantemente contra los proyectos que amenazaban este progreso. Llegó a ser considerado como un credo «negativo », porque apenas podía ofrecer a cada individuo más que una participación en el progreso común; un progreso que cada vez se tuvo más por otorgado y que dejó de reconocerse como el resultado de la política de libertad. Pudiera incluso decirse que el éxito real del liberalismo fue la causa de su decadencia. Por razón del éxito ya logrado, el hombre se hizo cada vez más reacio a tolerar los males subsistentes, que ahora se le aparecían, a la vez, como insoportables e innecesarios.[158]
A causa de la creciente impaciencia ante el lento avance de la política liberal, la justa irritación contra los que usaban la fraseología liberal en defensa de privilegios antisociales y la ambición sin límites aparentemente justificada por las mejoras materiales logradas hasta entonces, sucedió que, al caer el siglo, la creencia en los principios básicos del liberalismo se debilitó más y más. Lo logrado vino a considerarse como una posición segura e imperecedera, adquirida de una vez para siempre. La atención de la gente se fijó sobre las nuevas demandas, la rápida satisfacción de las cuales parecía dificultada por la adhesión a los viejos principios. Se aceptó cada vez más que no podía esperarse un nuevo avance sobre las viejas líneas dentro de la estructura general que hizo posible el anterior progreso, sino mediante una nueva y completa modelación de la sociedad. No era ya cuestión de ampliar o mejorar el mecanismo existente, sino de raerlo por completo.Y como la esperanza de la nueva generación vino a centrarse sobre algo completamente nuevo, declinó rápidamente el interés por el funcionamiento de la sociedad existente y la comprensión de su mecanismo; y al declinar el conocimiento sobre el modo de operar el sistema libre, decreció también nuestro saber acerca de qué es lo que de su existencia depende.
No es aquí el lugar de discutir cómo fue alimentado este cambio de perspectiva por la incuestionada transposición, a los problemas de la sociedad, de los hábitos mentales engendrados en la reflexión sobre los problemas tecnológicos, los hábitos mentales del hombre de ciencia y del ingeniero; de discutir cómo éstos tendieron, a la vez, a desacreditar los resultados del anterior estudio de la sociedad que no se adaptaban a sus prejuicios y a imponer ideales de organización a una esfera para la que no eran apropiados.[159] Lo que aquí nos preocupa es mostrar cuán completamente, aunque de manera gradual y por pasos casi imperceptibles, ha cambiado nuestra actitud hacia la sociedad. Lo que en cada etapa de este proceso de cambio pareció tan sólo una diferencia de grado, ha originado ya en su efecto acumulativo una diferencia fundamental entre la vieja actitud liberal frente a la sociedad y el enfoque presente en los problemas sociales. El cambio supone una completa inversión del rumbo que hemos bosquejado, un completo abandono de la tradición individualista que creó la civilización occidental.
De acuerdo con las opiniones ahora dominantes, la cuestión no consiste ya en averiguar cuál puede ser el mejor uso de las fuerzas espontáneas que se encuentran en una sociedad libre. Hemos acometido, efectivamente, la eliminación de las fuerzas que producen resultados imprevistos y la sustitución del mecanismo impersonal y anónimo del mercado por una dirección colectiva y «consciente» de todas las fuerzas sociales hacia metas deliberadamente elegidas. Nada ilustra mejor esta diferencia que la posición extrema adoptada en un libro muy elogiado, y cuyo programa de la llamada «planificación para la libertad» hemos de comentar más de una vez. Jamás hemos tenido que levantar y dirigir el sistema entero de la naturaleza [escribe el Dr. Karl Mannheim] como nos vemos forzados a hacerlo hoy con la sociedad... La Humanidad tiende cada vez más a regular su vida social entera, aunque jamás ha intentado crear una segunda naturaleza.»[160]
Es significativo que este cambio en el rumbo de las ideas ha coincidido con una inversión del sentido que siguieron éstas al atravesar el espacio. Durante más de doscientos años las ideas inglesas se extendieron hacia el Este. La supremacía de la libertad, que fue lograda en Inglaterra, parecía destinada a extenderse al mundo entero. Pero hacia 1870 el reinado de estas ideas había alcanzado, probablemente, su máxima expansión hacia el Este. Desde entonces comenzó su retirada, y un conjunto de ideas diferentes, en realidad no nuevas, sino muy viejas, comenzó a avanzar desde el Este. Inglaterra perdió la dirección intelectual en las esferas política y social y se convirtió en importadora de ideas. Durante los sesenta años siguientes fue Alemania el centro de donde partieron hacia Oriente y Occidente las ideas destinadas a gobernar el mundo en el siglo XX. Fuese Hegel o Marx, List o Schmoller, Sombart o Mannheim, fuese el socialismo en su forma más radical o simplemente la «organización» o la «planificación» de un tipo menos extremo, las ideas alemanas entraron fácilmente por doquier y las instituciones alemanas se imitaron.[161] Aunque las más de las nuevas ideas, y particularmente el socialismo, no nacieron en Alemania, fue en Alemania donde se perfeccionaron y donde alcanzaron durante el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX su pleno desarrollo. Se olvida ahora a menudo que fue muy considerable durante este periodo la primacía de Alemania en el desenvolvimiento de la teoría y la práctica del socialismo; que una generación antes de llegar a ser el socialismo una cuestión importante en Inglaterra, contaba Alemania con un dilatado partido socialista en su Parlamento, y que, hasta no hace mucho, el desarrollo doctrinal del socialismo se realizaba casi enteramente en Alemania y Austria, de manera que incluso las discusiones de hoy en Rusia parten, en gran medida, de donde los alemanes las dejaron. La mayoría de los socialistas ingleses ignoran todavía que la mayor parte de los problemas que comienzan a descubrir fueron minuciosamente discutidos por los socialistas alemanes hace mucho tiempo.[162]
La influencia intelectual que los pensadores alemanes fueron capaces de ejercer sobre el mundo entero durante este periodo descansó no sólo en el gran progreso material de Alemania, sino más aún en la extraordinaria reputación que los pensadores y hombres de ciencia alemanes habían ganado durante los cien años anteriores, cuando Alemania llegó, una vez más, a ser un miembro cabal e incluso rector de la civilización europea común. Pero pronto sirvió esto para ayudar a la expansión, desde Alemania, de las ideas dirigidas contra los fundamentos de esta civilización. Los propios alemanes —o al menos aquellos que extendieron estas ideas— tuvieron plena conciencia del conflicto. Lo que había sido común herencia de la civilización europea se convirtió para ellos, mucho antes de los nazis, en civilización «occidental»; pero «occidental» no se usaba ya en el viejo sentido de Occidente, sino que empezó a significar a occidente del Rhin. «Occidente», en este sentido, era liberalismo y democracia, capitalismo e individualismo, librecambio y cualquier forma de internacionalismo o amor a la paz.
Mas, a pesar de este mal disfrazado desprecio de un cierto número, cada vez mayor, de alemanes hacia aquellos «frívolos» ideales occidentales, o quizá a causa de ello, los pueblos de Occidente continuaron importando ideas alemanas y hasta se vieron llevados a creer que sus propias convicciones anteriores eran simples racionalizaciones de sus intereses egoístas; que el librecambio era una doctrina inventada para extender los intereses británicos y que los ideales políticos que Inglaterra dio al mundo habían pasado de moda irremediablemente y eran cosa de vergüenza.
Notas al pie de página
[149] [Franklin D. Roosevelt, «Recommendations to the Congress to Curb Monopolies and the Concentration of Economic Power», The Continuing Struggle for Liberalism, vol. 7 de The Public Papers and Addresses of Franklin D. Roosevelt (Nueva York: Macmillan, 1941), p. 320. El mensaje fue emitido el 29 de abril de 1938. Roosevelt lamentaba en su discurso la concentración de poder, o «colectivismo » en la América empresarial, e hizo un llamamiento por la reintroducción de un «orden democrático competitivo» por medio de una regulación federal adicional de las empresas.Hayek estaba más esperanzado en estas fechas respecto a la futura vía emprendida por los Estados Unidos de lo que lo estaba respecto a Gran Bretaña en lo que atañe a la libre empresa. Para más información sobre esto, véanse sus observaciones en «Planning, Science, and Freedom,» Nature, vol. 143, 15 de noviembre de 1941, pp. 581-82, reproducido en el capítulo 10 de F.A. Hayek, Socialism and War: Essays, Documents, Reviews, cit., p. 219.—Ed.] {Trad. esp.: «Planificación, ciencia y libertad», capítulo X de Socialismo y guerra, vol. X de Obras Completas de F.A. Hayek, cit.}.
[150] Ya en aquel año, en Informe Macmillan pudo hablar de «el cambio de perspectiva del Gobierno de este país en los últimos tiempos, su creciente preocupación, con independencia de partido político, acerca de la dirección de la vida del pueblo», y añadía que «el Parlamento se encuentra comprometido crecientemente en una legislación que tiene como finalidad consciente la regulación de los negocios diarios de la comunidad e interviene ahora en cuestiones que antes se habrían considerado completamente fuera de su alcance». Y esto pudo decirse antes de que aquel mismo año el país, finalmente, se zambullese de cabeza y, en el breve e inglorioso espacio que va de 1931 a 1938, transformase su sistema económico hasta dejarlo desconocido. [Hayek se refiere al Committee on Finance and Industry Report, Cmd. 3897 (Londres: HMSO, 1931). Los dos pasajes que cita Hayek se encuentran en las páginas 4 y 4-5, respectivamente. El Comité, presidido por el jurista británico Hugo Pattison Macmillan (1873- 1952), estaba encargado de descubrir las causas y formular los remedios para la deprimida economía de Inglaterra; sirvió asimismo como lugar donde J.M. Keynes se opuso a la «Treasury View.» —Ed.]
[151] [Para más información sobre Acton y Tocqueville, véase el prólogo de la edición americana en rústica de 1956, notas 10 y 22, respectivamente. —Ed.]
[152] Incluso advertencias mucho más recientes, que han demostrado ser terriblemente ciertas, se olvidaron casi por entero. No hace treinta años que Mr. Hilaire Belloc, en un libro que explica más de lo que ha sucedido desde entonces en Alemania que la mayoría de las obras escritas después del acontecimiento, expuso que «el efecto de la doctrina socialista sobre la sociedad capitalista consiste en producir una tercera cosa diferente de cualquiera de sus dos progenitores: el Estado de siervos» (The Servile State, 1913, 3.ª ed., 1927, pág., XIV). [El escritor y poeta británico, nacido en Francia, Hilaire Belloc (1870-1953), amigo de G.K. Chesterton y escritor de versos para niños, fue autor también de The Servile State (1912; 2.ª ed.: Londres y Edimburgo:T.N. Foulis, 1913; reedición, Indianápolis: Liberty Classics, 1977), de donde se ha tomado la cita (p. 32). —Ed.
[153] [Los políticos ingleses Richard Cobden (1804-1865) y John Bright (1811-1889), ambos importantes miembros de la Anti-Corn Law League, fueron defensores acérrimos del libre comercio en la Inglaterra del siglo XIX. El economista escocés Adam Smith (1723-1790) ensalzaba el sistema de la libertad natural y condenaba las restricciones mercantilistas al comercio en su obra clásica An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. El filósofo e historiador escocés (y amigo íntimo de Adam Smith) David Hume (1711-1776) fue autor de A Treatise of Human Nature, obra fundamental de la tradición empirista en la filosofía británica, y de una History of England, en varios volúmenes. El filósofo inglés John Locke (1632-1704), otro miembro de la tradición empirista británica, enunció la teoría del contrato social en su Two Treatises of Government. El poeta inglés John Milton (1608-1674), autor de Paradise Lost and Paradise Regained, escribió asimismo un panfleto en apoyo de la Commonwealth y de la libertad de prensa. —Ed.]
[154] [El humanista renacentista Desiderio Erasmo (1466-1536), «Erasmo de Rotterdam», fue autor de Laus stultitiae. El escritor francés Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) introdujo el ensayo como género literario. En sus ensayos adoptó una actitud escéptica hacia lo que podía saberse y criticó a quienes defendían puntos de vista dogmáticos. El estadista y hombre de letras romano Marco Tulio Cicerón (106-43 aC) fue famoso por su habilidad oratoria; sus Filípicas contra Marco Antonio acabó costándole la vida. En sus Anales e Historias, el historiador romano Publio Tácito (ca. 55—ca. 120) hizo la crónica del Imperio Romano en el siglo primero. Bajo el gobierno del estadista ateniense Pericles (490-429 aC), florecieron en Atenas la arquitectura, la escultura, y el teatro. El historiador griego Tucídides (ca. 460—ca. 400 aC) fue autor de la Historia de la guerra del Peloponeso.—Ed.]
[155] [Hayek criticaba la opinión de que el individualismo se asocia necesariamente al egoísmo y al egotismo en su artículo «Individualism: True and False», op. cit. —Ed.]
[156] El más fatal de estos acontecimientos, preñado de consecuencias todavía no extinguidas, fue la sumisión y destrucción parcial de la burguesía alemana por los príncipes territoriales en los siglos XV y XVI. [Los lectores de Hayek podrían haber visto analogías entre sus referencias históricas y la destrucción de la influencia de la burguesía en Alemania después de la I Guerra mundial, cuando la hiperinflación barrió los ahorros de los obligacionistas alemanes de clase media y ayudó a abrir el camino al surgimiento de Hitler. El exterminio de los kulaks en tiempo que Stalin, que consolidó su poder, fue otro caso análogo. —Ed.]
[157] [Auguste Comte, Système de Politique Positive (1851-1854), vol. 4 (París: Librairie Positiviste, 1912), pp. 368-69. El filósofo positivista y teórico social francés Auguste Comte (1798-1857) afirmaba que había tres estadios de conocimiento —el teólogico, el metafísico, y el positivo— y que el positivo era el más elevado. El saber positivo se ha obtenido en muchas ciencias naturales, y Comte opinaba que el positivismo debe ser introducido en el estudio de la sociedad. Hayek explica y critica el punto de vista de Comte en sus ensayos «The Counter-Revolution of Science» y «Comte and Hegel», op. cit. —Ed.]
[158] [Hayek expone un argumento semejante en «The Trend of Economic Thinking,» op. cit. —Ed.]
[159] El autor ha hecho un intento de remontarse a los orígenes de este desarrollo en dos series de artículos sobre «Scientism and the Study of Society» y «The Counter-Revolution of Science,» que aparecieron en Economica, 1941-44. [Revisiones de estos ensayos aparecieron en The Counter-Revolution of Science: Studies in the Abuse of Reason, op. cit., en pp. 17-182 y 183-363, respectivamente. —Ed.]
[160] Karl Mannheim, Man and Society in an Age of Reconstruction, 1940, p. 175. [El sociólogo húngaro Karl Mannheim (1893-1947) enseñó en Heidelberg y Francfort antes de huir a la LSE en 1933.Al haber sido uno de los primeros académicos que dimitieron debido a la ley de restablecimiento del servicio civil de Hitler en marzo de 1933, fue invitado como profesor visitante bajo los auspicios del Academic Freedom Committee creado por Beveridge y sus colegas de la LSE. Para más documentación sobre este asunto, véase Ralf Dahrendorf, LSE: A History of the London School of Economics and Political Science, 1895—1995 (Oxford: Oxford University Press, 1995), pp. 286-87. Mannheim es recordado hoy sobre todo por su contribución a la sociología del conocimiento.—Ed.]
[161] [El filósofo idealista alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) articulaba el método dialéctico describiendo la evolución de la conciencia y del progreso en la historia, que el teórico social revolucionario Karl Marx (1818-1883) situó en un marco materialista para predecir el inevitable hundimiento del capitalismo. En su libro Sistema nacional de economía política, el economista alemán Friedrich List (1789-1846) propugnaba el proteccionismo económico. Muchas de sus recomendaciones para la adopción de una política fueron aceptadas también por la Escuela histórica de economistas alemana, cuyo líder era Gustav Schmoller (1838-1917). Schmoller participó en la batalla por el método (Methodenstreit) con el fundador de la Escuela austriaca de Economía, Carl Menger. El historiador del desarrollo del capitalismo,Werner Sombart (1863-1941), fue quizá el último economista de la escuela histórica.Hayek consideraría su paso de un socialismo de izquierdas hacia un anticapitalismo de la variedad fascista, ejemplificando una tendencia natural. —Ed.]
[162] [Para más datos sobre la tradición socialista alemana, veáse M.C. Howard y J.E. King, A History of Marxian Economics, Vol. I 1883-1914 (Princeton: Princeton University Press, 1989). Uno de los objetivos de Hayek al publicar el volumen Collectivist Economic Planning, cit., era informar a sus lectores ingleses sobre algunos documentos básicos de la literatura socialista en alemán. —Ed.]