Ensayos sobre la libertad y el poder

Ensayos sobre la libertad y el poder
Autor: 
John Emerich Edward Dalberg-Acton

John Emerich Edward Dalberg-Acton (1834 - 1902) fue un político y escritor inglés, así como también uno de los más grandes historiadores liberales de todos los tiempos. Su temática fue "la historia de la libertad" y a pesar de que nunca fue capaz de completar una obra maestra bajo ese título, escribió numerosos ensayos, reseñas literarias y conferencias acerca del tema. También inspiró la publicación de múltiples volúmenes de Cambridge Modern History.

Pocos reconocían los peligros del poder político tan claramente como Lord Acton. Él comprendía que los gobernantes colocan sus intereses por encima de todo y que harían prácticamente cualquier cosa para mantenerse en el poder. Acton afirmaba que la libertad individual era el estándar moral por el cual los gobiernos deben ser juzgados.

Edición utilizada:

Acton, John Emerich Edward Dalberg. Ensayos sobre la libertad y el poder. Madrid: Unión Editorial, 2011.

Este título está disponible en los siguientes formatos:
HTML Esta versión ha sido adaptada del texto original. Se hizo todo lo posible por trasladar las características únicas del libro impreso, al medio HTML.
HTML por capítulo Ver este título un capítulo a la vez
PDF facsímile 1.14 MB Este es un facsímile, o PDF, creado de imágenes escaneadas del libro original.
PDF libro electrónico 1.07 MB Este PDF basado en texto o libro electrónico fue creado de la versión HTML de este libro y forma parte de la Biblioteca Portátil de la Libertad.

Si desea comprar la versión física de esta obra, lo puede hacer visitando la página de Unión Editorial aquí.

Información de Copyright:

© 1998 de Unión Editorial, S.A. El copyright de esta edición española, tanto en formato impreso como electrónico, pertenece a Unión Editorial. Es reproducida aquí con la debida autorización y no puede ser reproducida en ninguna manera sin una autorización escrita.

Declaración de uso apropiado:

Este material se encuentra disponible en línea con el fin de promover los objetivos educativos del Liberty Fund, Inc. y el Cato Institute. Al menos que se manifieste lo contrario en la sección de Información de Copyright de arriba, este material puede ser usado libremente para fines educativos y académicos. Bajo ninguna circunstancia puede ser utilizado con fines de lucro.

Presentación

Presentación

PALOMA DE LA NUEZ

Si existe algo de divino en lo humano, eso es para Lord Acton el anhelo de libertad; un deseo de libertad contagioso que explica el devenir de la historia de la humanidad. A ese mismo anhelo responde su propio afán por reconciliar sus hondas creencias religiosas con el liberalismo, a pesar de que la consecuencia de tal empeño fuera la soledad y el aislamiento. De ahí, quizás, esa profunda melancolía que se desprende de sus escritos más íntimos y personales, pues estaba convencido de que sus contemporáneos no le comprendían, de que su apego incondicional a unos principios morales objetivos y universales —derivados casi siempre de la religión— le convertían a los ojos de los demás en un severo juez moral de las conductas de los hombres, sobre todo de los más poderosos. Y sabía que en la Inglaterra de su tiempo muy pocos aceptarían que un católico fuese simultáneamente un convencido liberal, como tampoco la Iglesia Católica comprendería cómo uno de sus fieles podía ser amigo de los liberales. Su liberalismo histórico, moral y religioso era para la mayoría una extraña y, a veces, peligrosa novedad.

Sin embargo, para Lord Acton no existía contradicción alguna entre su catolicismo y su liberalismo; todo lo contrario. Pensaba que el papel de la Iglesia Católica es precisamente la defensa y la protección de la libertad personal, y toda su obra está dedicada a demostrar cómo la libertad surge precisamente de la confrontación entre el poder de la Iglesia y el poder del Estado, porque la actitud de la Iglesia Católica negándose a someterse al poder temporal puso las semillas de la libertad en Occidente.

Una de las tesis más conocidas de nuestro autor es aquella que afirma que la historia constituye el desarrollo progresivo de la libertad. No se trata de una afirmación puramente historicista, pero puede relacionarse con una tradición de pensadores —entre los que se cuenta Leibniz, filósofo al que admiraba— que considera que existe en la historia algún plan o designio (en este caso de la Providencia) que conduce o guía a los hombres hacia una meta preestablecida; que la historia es el escenario dramático de la lucha entre el bien y el mal, entre el poder absoluto y la libertad. Si Dios acompaña al hombre en este proceso, al final, a pesar de los errores y de los pecados, la idea de libertad no se perderá para siempre.

Podría pensarse, por lo tanto, que Lord Acton tenía razones para ser un optimista convencido, y sin embargo en sus escritos prevalece muy a menudo el escepticismo o el pesimismo. Quizás, como escribe Gertrude Himmelfarb, porque poseía grandes ideales pero modestas expectativas.[1] Probablemente esto se debiera, en parte, a que había llegado a la conclusión de que el estudio de la historia (también el de la historia de la Iglesia Católica) revela una constante: el ejercicio ilimitado del poder conduce inevitablemente a la corrupción; el poder, cuando no está limitado, confunde el intelecto de los hombres, corrompe la conciencia, degrada el sentido moral y endurece el corazón. Por eso estaba convencido de que los grandes hombres son casi siempre hombres malos.

Y Lord Acton no creía, lo que en cierto momento de su vida le separó de su más querido maestro, que un determinismo histórico, o que la ignorancia y debilidad de los hombres pudiera justificar un comportamiento contrario a los principios morales. En oposición a la tradición socrática, no creía que el mal fuese fruto de la ignorancia: «Nunca pude constatar que al pueblo le pervirtiera la ignorancia», escribe.[2] Los hombres poseen una voluntad y una conciencia libres, son responsables de sus decisiones, y nunca puede justificarse una conducta inmoral ni por el éxito ni por la razón de Estado. «La ley moral está escrita en las tablas de la eternidad»; por eso el historiador se convierte en un severo juez.[3]

Precisamente esa severidad de sus juicios morales, basada en la inflexible autoridad de un código moral que consideraba universal y eterno, cuyo máximo criterio lo constituía el respeto por el ser humano en cuanto reflejo de lo divino, le aislaba de sus colegas que, según él, pecaban de laxitud moral en sus análisis históricos. Sin embargo, para él, «las guerras de conquista y engrandecimiento son a mis ojos, ni más ni menos, tan detestables como el asesinato».[4]

El rigorismo moral de Acton, que le hace parecer tan poco comprensivo y tolerante con las flaquezas y debilidades humanas, también pudiera deberse a su propio carácter doctrinario, a su formación o, como escribe Mathew, a su herencia alemana; pero lo cierto es que nunca le abandonó y contribuyó en gran medida a su falta de aceptación. Cuando su amigo y maestro Döllinger escribió una necrología del ultramontano Dupanloup excusándole de sus errores con el argumento de que había que explicar y no sólo juzgar, Acton se sintió prácticamente traicionado y más aislado que nunca. También reaccionó con dureza por el mismo motivo en una recensión que escribió acerca de la obra sobre historia del Papado de su amigo y colaborador Creighton, a propósito de la cual se intercambiaron algunas cartas en las que aparece su célebre frase «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente».[5]

Pensaba que el progreso de la historia consiste en que las causas físicas se ven relegadas por los motivos morales y la materia por el espíritu. Por eso no podía ser partidario del great man approach to history al estilo de Carlyle. No le gustaba la doctrina de los héroes ni la idea de la voluntad por encima de la ley, aunque sí creía —como otro gran liberal, John Stuart Mill— que son los hombres originales, a menudo incomprendidos, los que lanzan las ideas que marcarán el futuro.

De estas ideas, la de libertad es la más importante, la que permanece constante a pesar de los cambios, y el único principio de una filosofía de la historia; por eso el historiador debe rastrear sus orígenes, descubrir sus filiaciones, trazar su radiación y desarrollo. Esta es la razón por la que, en una época en que la historia de las ideas era una novedad, Acton se interesó enormemente por la marcha de las ideas, por la historia intelectual. Se movía con facilidad en este ámbito y consideraba que las ideas son «las fuerzas que mueven el mundo».[6]

Como creía (seguramente por su formación en Alemania) en la superioridad del espíritu sobre la materia, estaba convencido de que la causa de los acontecimientos son las ideas y de que una nueva época comienza siempre con una nueva idea. Asimismo, pensaba que la persecución de unos ideales determina la historia, aunque estos ideales no siempre puedan realizarse.

Ahora bien, ¿cómo debe estudiarse esa historia sin la cual no puede comprenderse el verdadero sentido y valor del liberalismo, sin cuyo estudio no puede llevarse a cabo la reconciliación entre liberalismo y catolicismo romano? Acton quería ser considerado como un historiador profesional, científico, y no solamente como un aristócrata dilettante.[7]

Había estudiado en Munich con el sacerdote e historiador alemán Johann Joseph Ignaz von Döllinger, en un momento en que Alemania ocupaba la primera línea de los estudios históricos y en el que se buscaba convertir a la historia es una disciplina científica.[8]

Cuando Acton comenzó sus estudios en Alemania, en 1850, Döllinger era, además, el líder del movimiento liberal católico de Munich. Éste le enseñó a estudiar la historia de la Iglesia —que era la especialidad del sacerdote alemán— con libertad, sin miedo a que la verdad científica se mostrara incompatible con la religión, y también le preparó para acercarse al estudio de la historia con un espíritu científico, manejando fuentes, archivos, documentos originales y una gran bibliografía (como ya hacía otro gran historiador alemán, Ranke).

Así, cuando Lord Acton vuelve a Inglaterra tras sus años de estudio y una serie de viajes por el continente (también había viajado a los Estados Unidos, viaje que fue uno de los que encontró más atractivos), pretende introducir en su país esa forma moderna de hacer historia que deja de considerarla mera literatura para tratarla como una auténtica ciencia. Quería elevar el nivel de la investigación histórica en Inglaterra y por eso fundó varias revistas de estudios históricos en las que colaboró generosamente.

Su proyecto más ambicioso, que según algunos provocó la ruina de su salud, fue la Cambridge Modern History, empresa que siguió a su nombramiento, tras la muerte de John Seele y a instancias del Primer Ministro Lord Rosebery, de Regius Proffesor of Modern History de la Universidad de Cambridge que, curiosamente, muchos años antes se había negado a admitirlo como alumno por ser católico.

En esta empresa, aunque tenía colaboradores, Lord Acton lo hacía prácticamente todo, y su insistencia en leer todo aquello que caía en sus manos provocaba que no siempre pudiera llevar a cabo el trabajo que se había propuesto. Esta fue otra de las razones por las que nunca apareció esa ‘historia de la libertad’ que pretendía se convirtiera en la gran obra de su vida, pues siempre pensaba que había leído poco, que tenía que manejar más fuentes, más bibliografía, además de que el temor a la censura eclesiástica y la sensación de estar aislado intelectualmente le desanimaban. Por eso su obra no es sistemática y se halla más bien dispersa.

La historia tenía para él una función pedagógica en cuanto maestra de vida. Y precisamente como educador o filósofo de las ideas se veía a sí mismo nuestro historiador. A pesar de que llegó a ser miembro de la Cámara de los Comunes por el partido whig, nunca destacó como político. No sentía esa pasión política de algunos de sus correligionarios, no era hombre de partido y no comprendía las cuestiones comerciales e industriales que tan a menudo centraban los debates de la Cámara. Por eso apenas se recuerdan sus escasas intervenciones. En el fondo no se sentía cómodo y añoraba la vida tranquila del estudio. «¡Ojalá pudiera abandonar el Parlamento de una manera decente y sumergirme en mis libros!», confesaba.[9]

Sin embargo, fue un fiel amigo y colaborador de William Gladstone, de quien su padrastro, Lord Granville, era asociado político. Granville, típico exponente de la aristocracia whig anglicana, le puso en contacto con los círculos liberales de Londres, y aunque en un primer momento Acton, todavía más católico y conservador que liberal, no sintió una gran atracción por el Primer Ministro, en años sucesivos serían grandes amigos.

El historiador admiraba al político. Gladstone no le parecía ni pragmático ni utilitarista; rechazaba el materialismo y creía que la conducta ética exige la coherencia con los propios principios. Parecía comprender que la política es filosofía en acción, y era capaz de reconciliar el liberalismo y la democracia, y por eso Lord Acton aplaudió sus proyectos de reforma de 1867 y 1884. Gladstone era, pues, un hombre culto que, aunque anglicano, según sus enemigos se acercaba peligrosamente al catolicismo.

Precisamente debido a esta amistad, Acton pudo pensar en algún momento que el Jefe del Gobierno le encomendaría alguna tarea política relevante como, por ejemplo, un ministerio o una embajada en Alemania. Sin embargo, estos proyectos no se realizaron. Gladstone le consiguió el nombramiento de Par en 1869, en un momento en que por primera vez se iba a permitir la entrada de judíos y católicos en la Cámara Alta, y algunos vieron en esta medida el apoyo del ministro al catolicismo liberal que pasaba por entonces momentos difíciles. En 1891 le recomendó a la Reina Victoria y fue nombrado Lord in waiting (gentilhombre de cámara),[10] pero nunca obtuvo un puesto político de importancia, lo que quizás se sumara a ese sentimiento de la futilidad de su vida.

El fin del orden político era para Lord Acton la libertad. La libertad es el más elevado fin e ideal político, the highest political end, pues para el verdadero liberal la libertad es siempre un fin, nunca un medio. Una libertad que tiene un claro contenido moral, puesto que da al hombre la posibilidad de hacer las elecciones morales correctas y perseguir los más altos fines privados y públicos. La libertad significa, pues, la seguridad de que estoy protegido cuando hago lo que creo que debo hacer en contra de la presión de la autoridad, la mayoría, la costumbre o la opinión. Y es en la conciencia donde esta libertad reside; la conciencia individual es el santuario de la libertad. Así, pues, aunque la libertad se manifieste exteriormente, es una condición interior; por eso el respeto hacia la conciencia es el germen de toda libertad civil.

Es aquí donde juega el cristianismo un papel esencial, pues fue la religión cristiana la que estableció la responsabilidad de la conciencia frente a Dios y la que protegió su ámbito frente a la injerencia del poder político, otorgando al ser humano una hasta entonces desconocida dignidad. Por eso el liberalismo es el fruto de la civilización cristiana, y por ello el liberalismo de Acton es un liberalismo religioso: «Para Acton, el verdadero liberalismo tiene una intrínseca religiosidad.  »[11] Es decir, el liberalismo debe estar siempre de acuerdo con los ideales de la religión cristiana, y el único carácter de un Estado cristiano ha de ser la libertad.

Como fruto de una civilización concreta (Acton repudia la tesis de Rousseau de que el hombre era libre en un supuesto estado natural anterior a la civilización ), el liberalismo es «una planta que crece lentamente y madura tarde».[12] Un lento desarrollo, un proceso que tiene su origen en la Antigüedad, en concreto, en Atenas. Pero durante la Antigüedad la libertad se identificaba con la participación política y sólo se entendía dentro del Estado y no frente a él, y a pesar de la importante aportación de los estoicos al introducir la noción de una ley superior por encima del derecho positivo, no puede hablarse todavía de libertad en la Edad Antigua, porque la política no se diferenciaba de la moral ni la religión del Estado. Sólo con el cristianismo se separa la Iglesia del Estado, y esa fue su crucial aportación a la idea de libertad y la razón por la que la historia de la libertad es en gran medida la historia de la religión.

Aunque la Iglesia no siempre supo reconocerlo, su papel consiste en limitar el poder del Estado. A ello contribuyó en gran medida el conflicto de poderes durante la Edad Media que, para Lord Acton, lejos de ser una edad de ignorancia y oscuridad, constituye más bien —contra la interpretación liberal oficial, pero sin caer en el mito romántico— un periodo fundamental en la historia de la libertad, porque es durante la Edad Media cuando se forjan ideas trascendentales para su futuro: la idea de que el poder deriva del pueblo, la idea de representación, la idea de que los impuestos han de ser por todos aceptados y votados, el autogobierno, el respeto a la ley y la resistencia al poder. Por eso considerará fundamentales las aportaciones de Marsilio de Padua y de Santo Tomás de Aquino que inauguran, en definitiva, la tradición del pensamiento constitucional.

En esta época, sobre todo con el desarrollo de las ciudades, fermenta el germen del liberalismo («las ciudades fueron el plantel de la libertad  »), un tesoro que se perdería con el Renacimiento y la Reforma.[13] Por un lado, Maquiavelo representa el triunfo del Estado moderno, de la monarquía absoluta y de la perversión del sentido moral, y, por otro, la Reforma, si bien en un primer momento trajo aires de libertad y responsabilidad individual, acabó fortaleciendo aún más el poder del Estado al abandonar la separación de la religión y el poder político. El poder derriba, así, todas las barreras y, por lo tanto, no es al protestantismo de Lutero al que se debe precisamente el liberalismo.

Pero en la Edad Moderna, como consecuencia de las guerras de religión, surge también la reivindicación de la libertad de culto y de conciencia, que será el germen de todas las demás. La guerra civil en Inglaterra, con la lucha de los independientes y las sectas protestantes por la libertad de conciencia, aportarán las ideas que después florecerán en la Gloriosa de 1688, en la Guerra de Independencia americana de 1776 (que, desafiando una vez más la interpretación liberal ortodoxa, Acton prefiere a la inglesa de 1688 por haber recibido ésta una influencia excesiva de Locke), y en la Revolución Francesa de 1789, en cuyo transcurso se irá pervirtiendo la idea originaria de libertad.

Vemos, pues, que la historia de la libertad está intrínsecamente unida a la de la religión y que es de la lucha por la libertad de conciencia de donde surge el liberalismo. En esta historia el papel de la Iglesia Católica, salvo cuando durante el absolutismo sigue la corriente y se supedita al poder del Estado, ha sido el de enfrentarse al poder temporal para evitar el dominio de las conciencias.

Acton creía sinceramente que el papel de la Iglesia Católica consiste en educar al hombre para la verdadera libertad, que le interesa promover la libertad política como condición de su propia acción social. La Iglesia Católica y el liberalismo no deberían, pues, estar en conflicto sino en armonía, porque el catolicismo es una garantía de libertad en la medida en que la religión ayuda a emancipar a los individuos. Por eso deseaba con todas sus fuerzas que la Iglesia Católica se adaptara a los tiempos modernos, que se dirigiera «a todas las épocas y naciones en su propio lenguaje».[14] Influido por su maestro Döllinger, deseaba que los católicos comprendieran que no había nada que temer de la libertad política ni del avance de la ciencia. La verdad no debe temer la confrontación, y ni la ciencia ni la razón tienen por qué ser contrarias a la fe; todo lo contrario, sirven a los verdaderos fines de la Iglesia, una Iglesia que debe ser autónoma e internacional.

De ahí que tanto Döllinger como su discípulo recibieran con suma preocupación la noticia de que en el Concilio Vaticano I, que se iba a celebrar en 1869 (el primero después del Concilio de Trento), el papa Pío IX estaba dispuesto a proclamar el dogma de la infalibilidad pontificia.

Aunque el proceso de unificación italiana y el liberalismo de Cavour amenazaban la independencia de la Iglesia y el poder temporal del Papa, que se mantenía fundamentalmente gracias a las tropas de Napoleón III, Acton pensaba que estos acontecimientos podían servir para el rejuvenecimiento de la Iglesia. Pero los ultramontanos, fieles seguidores de la filosofía de De Maistre, que gozaban de gran influencia en el Vaticano, no lo entendían así en absoluto.

Lord Acton marchó a Roma con Döllinger para tratar de evitar la proclamación del dogma de la infalibilidad. Su actividad durante el concilio fue intensísima —«se dedicaba a revolotear como una mosca alrededor del Concilio»[15] —; escribía cartas a Gladstone, al que quería hacer comprender que el asunto era de vital importancia para los ingleses en la medida en que, si se proclamaba la infalibilidad del Papa, los católicos ingleses no serían vistos como súbditos leales. Sin embargo, el cardenal Manning no era de la misma opinión y consideraba a Acton un traidor, aunque él era también amigo de Gladstone.

Döllinger y Acton pensaban que la infalibilidad era una afrenta a la verdad histórica, al liberalismo, y un acto de absolutismo. Suponía el fin de un proyecto de Iglesia moderna adaptada a los tiempos, motor de progreso y de libertad. No en vano, el Syllabus errorum, de 1864, acompañado de una encíclica, Quanta cura, que condenaba el liberalismo, ya había manifestado ese repudio a todo lo que representaba la sociedad moderna; en palabras de Unamuno, «el Syllabus fue el reto arrogante de la Iglesia papal al espíritu del siglo».[16]

El Concilio suponía el triunfo de los ultramontanos y el declive de ese movimiento católico liberal que se había producido en algunos países europeos, como en la propia Inglaterra, donde hacia 1850 hubo un renacimiento católico debido, en parte, a la emigración irlandesa y a las conversiones de Oxford.

El llamado Movimiento de Oxford, que se expresaba en los Tracts for the Times, escritos religiosos que aparecieron entre 1833 y 1841, en los que destacaba Newman, se extendió por todo el país. En estos escritos se criticaba la situación de la Iglesia de Inglaterra, y las posturas de los que en ellos escribían se acercaban a las de la Iglesia de Roma. No en vano el propio Newman se convirtió al catolicismo, como por otra parte haría también el futuro cardenal Manning. Así que parecía que la comunidad católica se revitalizaba en Inglaterra, tal como deseaba fervientemente Wiseman.

Pero la realidad era que los católicos eran pocos y estaban aislados. Se ha calculado que había dos millones de católicos en una población de cuarenta y tres millones de habitantes, personas que, además, llevaban sufriendo tres siglos de inferioridad (no olvidemos que en Inglaterra los católicos no consiguieron que se les abrieran las puertas del Parlamento y de la Administración hasta 1829, gracias a la Emancipation Act).[17] Y, en general, no eran mirados con simpatía.

Entre los católicos había, además, dos grupos: los más conservadores, que contemplaban con recelo a los conversos que abandonaban las filas de la Iglesia anglicana defraudados por su falta de disciplina y autoridad, y los que, como nuestro autor, pretendían acercar a los católicos y anglicanos con una interpretación diferente del catolicismo.

Así, pues, cuando Acton regresó en 1858 a Inglaterra, pensó con ilusión que tenía una misión que cumplir y que ésta consistía en impulsar ese movimiento liberal dentro de la Iglesia Católica. Pero pronto, a pesar de su juventud, de su ilusión y de sus esfuerzos, se hicieron patentes las dificultades, porque dentro del propio movimiento de los católicos muchos temían desafiar la ortodoxia, enfrentarse a Roma, o sencillamente odiaban el liberalismo.

A pesar de todo, en 1859, edita la revista Rambler, con el propósito de educar a sus lectores dando a conocer las enseñanzas de su admirado maestro alemán, ya que pensaba que los católicos ingleses carecían de toda educación política. La revista se oponía a la ultramontana Dublin Review, y pronto chocó con la jerarquía católica, que consideraba inadecuada esa aplicación del método crítico al estudio de la religión. Lord Acton era ahora considerado el líder de los católicos liberales ingleses y sobre él caería la censura por no defender el poder temporal del Papa. (Se entiende, pues, que Acton escribiera en alguna ocasión, en cartas privadas, que consideraba al obispado iletrado y al clero ignorante y lleno de prejuicios, y que por ello se sentía pertenecer más al alma que al cuerpo de la Iglesia.)

The Rambler dejó de publicarse, pero en 1862 Acton emprendió otra nueva aventura editorial fundando esta vez The Home and Foreign Review, que cerró por motivos similares en 1864, a pesar de ser considerada como la mejor revista de su época. Todavía colaboraría con otras publicaciones, como Chronicle (en 1867) y la North British Review (en 1869), a la que Gladstone consideraba demasiado católica para los liberales y demasiado liberal para los católicos.[18]

Pero a pesar de los problemas con la jerarquía eclesiástica y la censura; a pesar de sus actividades durante el Concilio Vaticano y de la excomunión de Döllinger, Acton pudo permanecer dentro de la Iglesia, aunque durante mucho tiempo temió la excomunión.[19] Logró, pues, continuar dentro de la Iglesia católica, de la que era fiel devoto sin tener que retractarse. Sin embargo, la proclamación de la infalibilidad papal le marcaría para siempre. A partir de ese momento, y tras un periodo de escasa productividad intelectual, se dedicó a sus estudios históricos. Pero ya no le abandonaría nunca esa sensación de que todo lo que había hecho y escrito no había servido para nada.[20]

Acton había aprendido que la libertad tiene muchos enemigos, a veces disfrazados de buenos amigos. No sólo la ignorancia, la superstición, la codicia, el amor a lo fácil o el deseo de poder arruinan muchas veces la libertad, sino que continuamente debe ésta enfrentarse a nuevos peligros.

Acton veía con preocupación cómo en su época surgían estas nuevas amenazas a la libertad, cómo las nuevas fuerzas emergentes amenazaban las bases morales de la civilización; en concreto, se trataba del socialismo materialista, del nacionalismo y el racismo, el estatismo y la democracia absoluta.

Respecto al socialismo, Acton —que como buen bibliófilo leía todo lo que caía en sus manos— conocía la obra de Marx, aunque parece ser que no muy profundamente. Es claro que el historiador no podía aceptar ese determinismo materialista del socialismo científico, ni su rechazo frontal del liberalismo, ni su nulo respeto a las minorías, cuya salvaguarda constituía para él una de las más importantes pruebas de la existencia de una sociedad libre. Y aunque Acton no era contrario a las reformas sociales y económicas, y sentía un deber de generosidad frente a las clases bajas, no podía aceptar un socialismo que conduciría al ocaso de la libertad individual.

Hay que decir, no obstante, que Acton (quizá como fruto de su educación católica y de la influencia del idealismo alemán) rechazaba un liberalismo materialista basado en la primacía de la propiedad —al estilo del de John Locke, Adam Smith, David Ricardo o Malthus— o en el utilitarismo —al estilo del de John Stuart Mill, aunque a éste le reconocía su profundo amor a la libertad. Se lamentaba de que este tipo de liberalismo, que reverenciaba la propiedad, olvidara la dimensión espiritual del hombre, y recordaba que la propiedad no garantiza ninguna superioridad espiritual.[21]

El potencial revolucionario del nacionalismo constituía otro grave peligro para la libertad. Acton era un ciudadano del mundo, hablaba varios idiomas y, además de viajar constantemente, poseía residencias en algunos países europeos. Amaba la diversidad y creía que también el cristianismo se complacía en ella. Además, el ideal del liberalismo era la convivencia de varios pueblos en el mismo Estado, por lo que la contradicción entre el liberalismo y el nacionalismo era inevitable. Recordaba que la nación no es más que una ficción; la moderna teoría de la nacionalidad, despótica, abstracta y ficticia —de la que responsabilizaba en parte a Sieyès— amenaza a las minorías y olvida que la libertad provoca inevitablemente la diversidad y que la diversidad preserva, a su vez, la libertad. No podía compartir la fuerza revolucionaria y democrática del nacionalismo de Mazzini o Cavour. Sólo el federalismo, el autogobierno local o una forma de organización multinacional pueden servir de antídoto. Por eso apoyó, a pesar de la esclavitud, a los Estados del Sur en la Guerra de Secesión americana, pues creía que en ella se debatía el triunfo de la democracia sobre el federalismo; es decir, temía la victoria de la extensión del poder central sin límite alguno.

Las diferencias nacionales son, pues, garantía de pluralismo y sirven de freno al poder absoluto; la civilización mejora cuanto más se trasciende la nacionalidad: «El curso de la civilización depende de la superación de la nacionalidad.»[22] Lo que significa sustituir lo accidental por lo racional. El racismo no hacía sino añadir a todo esto la supresión de la libertad moral.

El estatismo, la ausencia de límites al poder del Estado, sea cual sea su forma, la extensión de la burocracia, es otra amenaza para la sociedad libre, ya que «toda libertad consiste in radice en preservar un ámbito interior exento del poder estatal».[23] Si el fin supremo del Estado consiste en un único objetivo, el Estado será un Estado absoluto.

El Estado es un instrumento de la sociedad, y el objetivo de la sociedad civil ha de ser la justicia. Ha de ser un Estado fuerte, ya que debe proteger los derechos de los ciudadanos e impedir la opresión del débil por el fuerte, del pobre por el rico o de la minoría por la mayoría.

El Estado, como la Iglesia, debe servir al hombre y no al revés. Su fin debe ser la libertad, proteger la libertad de conciencia, educar a los súbditos para la libertad y crear los instrumentos necesarios para preservarla: cuerpos intermedios, autonomía local, autonomía de la Iglesia, superioridad del derecho, etc. Porque el Estado no puede hacer buenos a los hombres, pero sí puede fácilmente hacerlos malos.

Acton valoraba extremadamente como garantía de la libertad la existencia de una constitución al estilo de la descrita por Burke en su obra política, y creía que la tradición y la constitución británica eran perfectamente coherentes con un Estado cristiano. Valoraba la experiencia en la política y repudiaba la mentalidad antihistórica que pretendía hacer tabla rasa del pasado para construir un nuevo orden político. (Aunque parece que a medida que Acton se alejaba de su conservadurismo inicial y se acercaba al liberalismo, la influencia de Burke en su pensamiento fue decreciendo.)

Hacer tabla rasa es lo que pretendieron los revolucionarios franceses en 1789. Esta revolución, a diferencia de la americana de 1776, y aunque en sus comienzos iba bien encaminada, es un claro ejemplo de otro de los peligros que amenazan a la libertad: el estatismo ligado a la democracia, aliada con el socialismo. Los desmanes de las masas durante la Revolución francesa, la arbitrariedad, la supresión de los cuerpos intermedios, la homogeneidad y uniformidad y, sobre todo, el amor a la igualdad por encima del amor a la libertad, impidieron el desarrollo de una democracia liberal como la que surgiría en los Estados Unidos, continuadores de la historia europea de la libertad en un nuevo continente.[24]

No obstante, Acton no se oponía al cambio o las reformas, pues comprendía que había que acomodar las instituciones a los nuevos tiempos.

La democracia genera tanto miedo como esperanza. Lord Acton identifica el gobierno democrático con el gobierno del pueblo, pero sobre todo con el gobierno de las masas, siempre pobres e ignorantes. En este sentido comparte con otros ilustres filósofos liberales un miedo aristocrático a que el gobierno popular se convierta en el gobierno de la mediocridad y a que el deseo de riqueza, bienestar e igualdad acabe con los límites y los principios constitucionales.

Pero el recelo que provoca en él la democracia se debe fundamentalmente al peligro de la tiranía de la mayoría —del que ya advirtieron Mill y Tocqueville— y recuerda que donde no existe seguridad para las minorías no hay libertad.

Pero también reconoce que la Iglesia predica el Evangelio a los pobres, que se dirige a las masas y que promueve el sentido de igualdad, y en ese sentido no podría oponerse al gobierno democrático, que eleva a las masas al otorgarles la libertad.

En definitiva, la democracia debe frenarse a sí misma, evitar el culto a las masas y la igualdad. Los Estados Unidos lo han comprendido y han ideado una serie de frenos, entre los que destacan el federalismo, el autogobierno local y la existencia de dos cámaras legislativas. Otros correctivos, como podría ser un sistema electoral adecuado, pueden contribuir al equilibrio entre libertad e igualdad.

Es quizás en esta última cuestión —la de los peligros que acechan a la libertad— donde el pensamiento de Acton ha alcanzado una mayor actualidad. Tal vez por eso su obra fue redescubierta hacia 1930 y, sobre todo, tras la II Guerra Mundial. También como historiador, su fama ha ido creciendo con los años, y como autor liberal es hoy considerado un pensador de suprema importancia dentro de la tradición del liberalismo clásico («Acton fue un liberal en el sentido clásico de la palabra», escribe Fear[25] ) y su influencia se deja percibir en el pensamiento de Hayek o Popper.

Pero seguramente nunca creyó que en el futuro su obra sería valorada de esta manera. Toda su vida se sintió solo e incomprendido, frustrado, sin discípulos ni seguidores: «He renunciado a la vida pública, a toda posición favorable a influir en mi propio país, a perseguir un objetivo que no puedo alcanzar. Estoy absolutamente solo en mi posición ética esencial y por lo tanto inútil (...) He malgastado mi vida.»[26] Su anhelo juvenil de contribuir a la conciliación entre el liberalismo y el catolicismo dejó paso a un sereno escepticismo, que en muchas ocasiones se deslizaba hacia el pesimismo, como cuando escribía que la lección del pasado enseña que lo que ha prevalecido a lo largo de la historia ha sido la fuerza y no la libertad. El entusiasmo de toda una vida por ella no impidió, pues, que únicamente unos pocos llegaran a comprender cómo este «laborioso y honrado erudito»,[27] convencido liberal, podía ser a la vez un buen católico; y tal vez por eso en nuestro país, donde el catolicismo ha considerado al liberalismo más un enemigo que un aliado, se le haya considerado tan poco digno de atención.

Recogemos en este libro algunos de los ensayos más importantes del historiador liberal ordenados de tal manera que pueda percibirse con claridad el nexo de unión de sus escritos y la idea que dirige y orienta cada uno de ellos, idea que no es otra que la del desarrollo de la libertad desde la Antigüedad. Se trata de mostrar su génesis, desarrollo y evolución histórica, el conflicto entre sus partidarios y sus enemigos, las ideas que colaboraron a su difusión y las que provocaron su eclipse, las amenazas que se ciernen sobre ella, así como los medios que la experiencia histórica enseña que son adecuados para preservarla.

No son textos fáciles. Como se ha señalado a menudo, los escritos de Acton, llenos de ideas profundas, complejas, originales y a veces contradictorias, están redactados en un estilo que no siempre facilita su comprensión. Sin embargo, nadie se atrevería a negar que merece la pena adentrarse en su lectura.[28]

PALOMA DE LA NUEZ[29]



Notas al pie de página

[1]

Gertrude Himmelfarb, Lord Acton, A Study in Conscience and Politics (Chicago: Chicago University Press, 1952), p. 241.


[2]

Citado por Rufus Fears en la introducción al tercer volumen de ensayos de Lord Acton, Essays in Religion, Politics and Morality (Indianápolis: Liberty Fund, 1985), p. xliv.


[3]

Véase G. Himmelfarb, op. cit., p. 199.


[4]

Véase Lord Acton, «Letter to Mary Gladstone», en Essays in Religion, Politics and Morality, cit., p. 515.


[5]

Lytton Strachey comenta esta violenta respuesta de Lord Acton a la Historia del Papado de Creighton, y escribe: «Lord Acton montó en cólera (...). Se advierte con sorpresa y alegría el cambio de papeles: el fervor inflexible del católico reclamando el fuego del cielo contra sus propios papas abominables, y contra el mundano protestantismo que los disculpaba.  » Véase Retratos en miniatura (Madrid: Valdemar, 1997), pp. 198 y 199.


[6]

G. Himmelfarb, op. cit., p. viii. También pensaba Acton que las ideas «son extraterritoriales y no pagan derechos de aduanas cuando pasan de un país a otro» (Lord Acton, Essays in Politics, Religion and Moraliy, cit., p. 644), lo que recuerda la frase de S. Zweig en el sentido de que «Les idées n’ont pas de vèritable patrie sur terre». Véase Sigmund Freud y Stefan Zweig, Correspondance (París: Bibliotèque Rivages, 1991), p. 117. Es Mathew quien señala «ese mundo de ideas que él consideraba su propio mundo». Véase David Mathew, Acton. The Formative Years (Londres: Eyre and Spottiswoode, 1946), p. 103.


[7]

John Emerich Edward Dalberg-Acton (Nápoles, 1834-Baviera, 1902) pertenecía a una familia de aristócratas tanto por parte de padre como por parte de madre. Los Acton ocupaban Aldenham (Shropshire) desde el siglo XIV y los Dalberg tenían casa solariega en Herrnsheim. El padre de Lord Acton, Sir Ferdinand Richard Edward Acton, hijo de Sir John Francis Edward Acton, ministro del rey de Nápoles Fernando IV, le dejó al morir el título de octavo barón, y su madre, Marie Louise Pelline von Dalberg, hija del duque Emerico José de Dalberg que representó a Luis XVIII en el Congreso de Viena, estaba ligada a la familia imperial austriaca.

Después de haberse quedado viuda con tan sólo veintitrés años, su madre contrajo nuevas nupcias con Lord Leveson Gower, con quien no tuvo hijos. El futuro conde Gran ville, a pesar de tener un temperamento completamente opuesto al de Acton, siempre lo apreció mucho. A su vez, John Emerich, cumpliendo con una promesa que le había hecho a su madre, se casó con su prima Marie Anna Ludomilla Euphrosyne Acton- Valley, hija de un conde bávaro con la que tuvo cuatro hijos, de los que no todos le sobrevivieron. Así, pues, Acton se movió siempre entre lo más granado de la aristocracia europea.


[8]

Antes de llegar a Alemania, Acton había estudiado en París en San Nicolás de Chardonnet con Monseñor Félix Dupanloup, confesor de la familia. En 1843 se incorporó a St. Mary’s College, Oscott (Warwickshire), dirigido por Nicolás Wiseman, centro del mundo católico británico en el que algunos profesores de Oxford impartían clases. Después de un breve periodo en Edimburgo con un instructor privado, Mr. Logan, y tras el rechazo de su solicitud en Cambridge a causa de su catolicismo, entra en contacto con Döllinger, de quien varios autores aseguran que representaba para él la figura paterna.


[9]

Véase Rafael Olivar Bertrand, Dos católicos frente a frente: Lord Acton y Ramón Nocedal (Madrid: Ateneo, 1955), p. 23. Lord Acton consiguió su primer escaño en 1859 en Carlow (Shropshire, Irlanda) gracias a su padrastro Lord Granville. En 1865 consigue de nuevo, y con muy pocos votos de diferencia respecto a su rival, otro escaño por Bridgnorth, cerca de Aldenham, en Shropshire. Pero ya en 1868, al no conseguir escaño alguno, abandona definitivamente su escasamente brillante carrera política.

Por otra parte, Acton poseía una estupenda biblioteca en Aldenham. Acaparaba libros y documentos de todos los viajes que realizaba con su maestro Döllinger o con familiares y amigos. No obstante, en 1890, debido a una crisis financiera, tuvo que venderla. Aunque gracias a Chamberlain, su comprador, Andrew Carnegie, le permitió su cuidado y su uso a condición de que nunca se le revelara el nombre de su benefactor. Hoy sus setenta mil volúmenes se encuentran en Cambridge.


[10]

Parece ser que Lord Acton fue muy apreciado por Su Majestad por sus maneras, conocimientos e integridad. En virtud de este nombramiento, Acton se dedicaba al cuidado de la biblioteca y documentos de la corte. Pero E. Capozzi asegura que para Lord Acton el nombramiento fue «casi humillante». Véase su Introducción a Lord Acton, Storia della libertà (Roma: Ideazione, 1999), p. 33.

No obstante, Andrés de Blas Guerrero, escribe: «Acton disfrutó de una siempre envidiable condición para un intelectual con vocación pública: la de consejero del poder.» Véase «Lord Acton y el pensamiento político liberal», en Sistema, n. 93, noviembre de 1989, p. 29.


[11]

Véase Rocco Pezzimenti, Il pensiero politico di Lord Acton. I cattolici inglesi nell’Ottocento (Roma: Edizioni Studium, 1992), p. 235. El concepto religioso de la libertad propio del historiador británico ha sido señalado por varios autores, entre los que destacamos a E. Capozzi y Bruno Leoni. El primero escribe sobre este concepto de libertad que se trata de «libertad como religión, autonomía de la esfera espiritual respecto al dominio material del poder político». Op. cit., p. 13. Y Leoni: «La libertad que tenía en mente era la que Franklin Delano Roosevelt, en el más famoso de sus slogans, denominó libertad de religión... Muy probablemente, esto mismo era también lo que los miembros de las iglesias libres en el Reino Unido y muchas otras personas de la era victoriana entendían por ‘libertad’, término entonces ampliamente relacionado, entre otras cosas, con tecnicismos legales como la Corporation Act o la Test Act.» Bruno Leoni, La libertad y la ley (Madrid: Unión Editorial, 2.ª ed. 1995), p. 44.


[12]

Véase Mathew, op. cit., p. 177.


[13]

Lord Acton, Essays in Religion, Politics and Morality, cit., p. 529


[14]

Véase J.R. Fears, en la introducción a los Essays in Religión, Politics and Morality, cit., p. xxiv.


[15]

Además de describir muy acertadamente el ambiente que reinaba en Roma durante la celebración de este concilio, Strachey dice de Lord Acton que se trataba de un historiador a quien «no se le había otorgado la sabiduría y el juicio en igual proporción, y que, después de años de investigaciones increíbles, y, a decir verdad, casi míticas, había llegado a la conclusión de que el papa podía errar.» Lytton Strachey, op. cit., p. 107.


[16]

Miguel de Unamuno, Paz en la guerra (Madrid: Alfaguara, 1998), p. 108.


[17]

Las cifras a las que alude el texto son las que ofrece Paolo Alatri en su introducción a los ensayos de Acton en italiano, Cattolicesimo liberale, Saggi Storici (Florencia: Le Monnier, 1950), p. xiii.


[18]

Véase la introducción de Paolo Alatri, op. cit., p. xxii.


[19]

L. Strachey afirma irónicamente no saber si a Lord Acton no le excomulgaron por ser demasiado importante o por no serlo en absoluto. Véase op. cit., p. 111. Sin embargo, Capozzi afirma que la excomunión no llegó porque se habría producido un gran escándalo, al tratarse de un hombre conocido y bien relacionado con los gobiernos europeos. Op. cit., p. 10.


[20]

Tal vez convenga recordar aquí que Acton era católico por tradición familiar y educación. Los Acton se hicieron católicos en 1750, mientras que la familia de su madre, los Dalberg, pertenecía a la aristocracia católica de Baviera. Cuando —tras la muerte de su padre— su madre, que era una mujer muy piadosa, volvió a casarse, exigió a su marido, Lord Granville, que era anglicano, que el niño fuera educado dentro del catolicismo.


[21]

G. Himmelfarb, op. cit., p. 182, escribe que Acton deseaba una aproximación espiritual a la economía política, algo probablemente muy difícil de conseguir. Parece, pues, que el Acton maduro no se mostraba totalmente hostil a un tipo de socialismo ético compatible con la libertad y el individualismo.


[22]

Ibidem, p. 183.


[23]

Véase D. Mathew, op. cit., p. 170.


[24]

Acton había escrito que tanto el absolutismo como la revolución son enemigos de la libertad, pero cuando se trata de una revolución liberal como la que protagonizaron los EE UU, su opinión es favorable. De hecho, llegó a escribir que el liberalismo es «esencialmente revolucionario». Véase G. Himmelfarb, op. cit., p. 205.


[25]

Véase J.R. Fears, en su introducción al primer volumen de ensayos de Lord Acton, Essays in the History of liberty (Indianápolis: Liberty Fund, 1985), p. xv. También Andrés de Blas señala la autoridad y la influencia de Lord Acton en lo que se refiere a la reflexión liberal sobre el nacionalismo, y asegura, asimismo, que esta influencia es comparable a la ejercida por la obra de E. Renan ¿Qué es una nación? Véase op. cit., p. 30.


[26]

G. Himmelfarb, op. cit., p. 153. También Eugenio Capozzi asegura que fue siempre un outsider, extraño al establishment político y cultural británico. Véase op. cit., p. 7.


[27]

Lytton Strachey, op. cit., p. 107.


[28]

Lo expresa muy bien un autor ya citado con estas palabras: «Sus escritos son, en buen número de ocasiones, oscuros y barrocos... Su estilo tortuoso y la acumulación de matizaciones y cautelas en nada ayudan a la lectura de sus textos por un lector del siglo XX.» A. de Blas., op. cit., p. 37.


[29]

Paloma de la Nuez es Doctora en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense con premio extraordinario. Actualmente es Profesora de Historia del Pensamiento Político Contemporáneo en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Especialista en teoría política liberal, es autora de los libros La política de la libertad. Estudio del pensamiento político de F.A. Hayek (Unión Editorial, Madrid, 2010, 2.ª ed.) y Turgot, el último ilustrado (Unión Editorial, Madrid, 2010).