Ensayos sobre la libertad y el poder

Ensayos sobre la libertad y el poder
Autor: 
John Emerich Edward Dalberg-Acton

John Emerich Edward Dalberg-Acton (1834 - 1902) fue un político y escritor inglés, así como también uno de los más grandes historiadores liberales de todos los tiempos. Su temática fue "la historia de la libertad" y a pesar de que nunca fue capaz de completar una obra maestra bajo ese título, escribió numerosos ensayos, reseñas literarias y conferencias acerca del tema. También inspiró la publicación de múltiples volúmenes de Cambridge Modern History.

Pocos reconocían los peligros del poder político tan claramente como Lord Acton. Él comprendía que los gobernantes colocan sus intereses por encima de todo y que harían prácticamente cualquier cosa para mantenerse en el poder. Acton afirmaba que la libertad individual era el estándar moral por el cual los gobiernos deben ser juzgados.

Edición utilizada:

Acton, John Emerich Edward Dalberg. Ensayos sobre la libertad y el poder. Madrid: Unión Editorial, 2011.

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Capítulo VI: El auge de los whigs

Capítulo VI

El auge de los whigs

Las ideas liberales, surgidas en círculos de las sectas tanto entre nosotros los ingleses como en América, no se convirtieron en patrimonio común de la humanidad hasta que no fueron desligadas de su raíz teológica convirtiéndose en credo de un partido. Esta transición se produjo en el reinado de Carlos II. Fue la época en que los partidos vinieron a ocupar el puesto de las iglesias como fuerzas políticas.

Un señor me ha escrito para recordarme que los Independientes no renunciaron conjuntamente o en cuanto organización al vínculo entre Iglesia y Estado, ni defendieron la libertad religiosa como principio de gobierno. Pero que hicieron individualmente lo que nunca hicieron en forma colectiva, siguiendo en ello la lógica del sistema. En la Petición de 1616 escribían: «También negamos que una Iglesia nacional, provincial o diocesana pueda ser, a la luz del Evangelio, una Iglesia verdadera, visible, política.» John Robinson escribía: «Es a la Iglesia de Inglaterra, o Estado eclesiástico, a la que nosotros llamamos Babilonia, y a la que negamos nuestra comunión espiritual.» En 1644 se dijo: «Godwin es un encarnizado enemigo de los presbiterianos, y se pronuncia abiertamente a favor de la plena libertad de conciencia para todas las sectas, incluso las formadas por turcos, judíos o papistas.» El autor del escrito Qué queremos los Independientes afirma que considera pecado tanto seguir una conciencia errónea como ir contra ella; pero que oponerse a ella es el pecado más grave, ya que quien comete el más mínimo pecado contra su propia conciencia está dispuesto a cometer también el más grave. Reconoce, pues, que la libertad de conciencia es el mayor bien de Inglaterra.

Cuando dije[140] que los exiliados ingleses en Holanda estuvieron en contacto con los más inspirados entre los veteranos de la Reforma, me refería a los anabaptistas alemanes. Los baptistas ingleses y los cuáqueros eran tan contrarios al principio de la persecución como los Independientes a que me referí anteriormente.

Sólo dos condiciones se le impusieron a Carlos II para que volviera. Una de ellas era la libertad de conciencia. Cromwell había muerto sin dejar tras de sí una constitución establecida, y sus lugartenientes no tuvieron más éxito que su hijo. El ejército se negó a obedecer a un parlamento de su propia creación, al resto que de él había quedado una vez que Pride había expulsado a la mayoría. Era un parlamento basado no en la ley sino en la violencia, en la actuación de hombres sedientos de la sangre del rey. La solución más simple era restaurar el Parlamento Largo, para otorgar el poder a la mayoría presbiteriana, que había sido excluida, y no era responsable de los fracasos y de la inestabilidad constitucional de los últimos once años. La idea era tan obvia que se les ocurrió a todos: a Monk en Escocia, a Fairfax en York, y al ejército que Lambert había reunido para hacer frente a Monk en Newcastle, y que se dispersó sin combatir por su propia supremacía imperial.

En el segundo volumen del Richard Cromwell de Guizot se estudia con justificada atención la consumada habilidad política con que Monk preparó el resultado deseado. En efecto, llamar de nuevo a los miembros excluidos representaba la vuelta al poder de hombres que habían persistido en negociar con Carlos I, hombres que habían sido monárquicos en toda circunstancia. No eran ciertamente favorables a un gobierno arbitrario, pero no había duda de que restaurarían la monarquía. Se desbarató un prematuro levantamiento de monárquicos incautos; y el objetivo de Monk era ganar tiempo, hasta que los más ciegos pudieran percibir lo que era inevitable. Recibió el impulso de Fairfax, quien, a pesar de estar enfermo de gota, tomó su caballo y sublevó al Yorkshire a favor de un parlamento libre. Enarbolando esta bandera, Monk atravesó el Tweed en Coldstream el día de Año Nuevo. Era ya el amo de Inglaterra, y no encontró resistencia alguna en el camino hacia Westminster. Los republicanos, puestos en aprietos, le ofrecieron la corona, que él rechazó. También rechazó la oferta del rey de nombrarle canciller y gran condestable, así como la de enormes sumas de dinero, que, se decía, el general apreciaba mucho. Estaba seguro de que recibiría su recompensa cuando llegara el momento. El Parlamento Largo abrió el camino a un Parlamento-Convención que renovó las leyes fundamentales, y finalmente derogó los derechos feudales de la corona. Mientras se tomaban estas medidas, Carlos emitió la Declaración de Breda, propuesta por Monk, y recuperó la corona pacíficamente.

El país se alegró de haber sido liberado del malgobierno de la República, que se había dejado sentir fuertemente sobre muchos estamentos, y pensaba que la corona había recibido una lección que no olvidaría fácilmente. El nuevo régimen no fue impuesto por una monarquía victoriosa, sino que era la expresión de un deseo popular. El parlamento conservó su poder, y no hubo reacción política.

Los cambios introducidos tendían a fortalecer no la prerrogativa regia sino a la gentry, que era la clase dominante. Esta fue exonerada del pago de los tributos feudales estableciéndose en su lugar una tasa que recayó sobre otros estamentos; algunos de sus miembros fueron trasladados de las ciudades a los distritos rurales; y la milicia, que debía proteger a la sociedad del ejército parlamentario, pasó a manos de la gentry. El nuevo orden no fue obra de un partido sino de una clase. Los caballeros dominantes se negaban a toda costa a compartir su poder con el viejo enemigo puritano, y sobrepasaron toda medida en las discriminaciones que infligieron a los noconformistas. Éstos fueron excluidos de todo cargo público, tanto en la Iglesia como en el Estado, incluso en las administraciones locales. De este modo, por medio de un criterio religioso, la clase formada principalmente por eclesiásticos se aseguró para sí misma todo el poder político. Además, añadió también una seguridad política: impuso un juramento a favor de la no-resistencia. Nadie que no fuera lo que más tarde se denominaría un tory podía desempeñar un cargo público. Tal era la doctrina anglicana, y el clero se puso a la obra para gobernar el país en unión con la conservadora aristocracia rural basándose en principios trazados por Hobbes, el filósofo del momento, que negaba los derechos, e incluso la existencia misma, de la conciencia.

Clarendon fue ministro, y consideró ingenioso y políticamente hábil suprimir las ‘cabezas redondas’ eliminando directamente el presbiterianismo. Había reflexionado más profundamente que cualquier otro hombre sobre el problema de la Iglesia y del Estado, llegando a la conclusión de que las divisiones basadas únicamente en modelos de gobierno eclesiástico no pueden mantenerse como algo absolutamente inmutable. El arzobispo Ussher había hecho grandes concesiones a los presbiterianos; Baxter las había hecho al clero episcopal. Se le ofreció la sede de Hereford, y se pensaba que la aceptaría. Leighton, el mayor teólogo puritano en Escocia como Baxter lo era en Inglaterra, aceptó la oferta de una mitra, convirtiéndose en arzobispo de Glasgow. El gobierno restaurado era intolerante, porque con la intolerancia podía ejercer la represión política. Esto no se aplicaba a los católicos. Clarendon se había comprometido a permitir que se beneficiaran de la indulgencia que posteriormente se concedería en Breda. Cuando emprendió la política de coacción contra los puritanos, fue incapaz de mantener su promesa. Esta situación artificial no pudo mantenerse tras su caída. Los puritanos habían hecho la guerra al trono, mientras que los católicos lo habían defendido. Restaurada la monarquía, proclamaron sus propios principios en una serie de declaraciones voluntarias en las que no faltaban las habituales sospechas y reproches, y que satisfacían plenamente los fines propuestos por el juramento de fidelidad. Nadie podía estar más lejos de la actitud de un Allen o de un Parsons que los benedictinos ingleses o los franciscanos irlandeses que habían celebrado el retorno de la monarquía. Contra tales hombres carecían de fuerza los argumentos de los perseguidores isabelinos.

Tras la caída de Clarendon se intentó una política distinta. El rígido exclusivismo de los puritanos había legado al pueblo inglés un vicio siniestro. Estaban encantados de su insularidad y tenían prejuicios contra los extranjeros. Estos juicios habían tenido por objeto en otro tiempo a España, a causa de las flotas que era preciso abordar y las costas que había que someter a pillaje, y ahora era aún más fuerte contra los holandeses, que eran peligrosos rivales en el mar, tanto en la paz como en la guerra. Era menor, en aquel tiempo, contra Francia, cuyo gran estadista Mazarino había estrechado lazos con la República para luego mantener la amistad con el rey tras la restauración. Una trivial disputa sobre la costa de Guinea se infló hasta convertirse en un serio incidente por el duque de York, que era marino y esperaba reforzar así su propia posición en la patria gracias a su habilidad profesional, en virtud de la cual, por lo demás, sólo había conseguido algunos éxitos parciales. Fue ésta la guerra que terminó con el memorable cambio de frente de la Triple Alianza que unía a holandeses, ingleses y suecos contra Francia. Fue una iniciativa popular pero totalmente ineficaz, y en 1669 Inglaterra abandonó a sus aliados pasándose a Francia. Luis XIV obtuvo un importante éxito diplomático con el Tratado de Dover, que fue el primero de una serie de acontecimientos que acabarían derrocando a la monarquía Estuardo, dando así origen al modelo moderno de constitución.

Poco después de su vuelta a Inglaterra, Carlos había iniciado conversaciones con Roma, que fueron continuadas por uno de sus hijos, nacido antes de Monmouth, y que luego se hizo jesuita. En esas conversaciones habría tratado de obtener ayuda de Alejandro VII, aunque en vano. Entonces Carlos se dirigió a Francia. Decía que era imposible restaurar la autoridad regia si no era a través de la restauración del catolicismo, lo cual a su vez sólo sería posible si Luis le hacía independiente de los Comunes. En enero de 1669, con el consentimiento de Arlington, se preparó un plan consistente en una ayuda de 12.000 libras. Se tomó la decisión de restaurar la Iglesia Católica en Inglaterra con tal despliegue de fuerzas que permitiera a la corona elevarse por encima de las estrecheces económicas impuestas por el parlamento. Para la realización del proyecto Luis adelantó 80.000 libras, y se comprometió, en caso de resistencia, a proporcionar una fuerza armada de 6.000 hombres como guarnición francesa en Inglaterra para la represión de los protestantes. La cantidad era muy inferior a la que Carlos solicitaba, ya que el objetivo del rey francés no era fortalecer la posición de Carlos sino debilitarla. El segundo punto del tratado decía que Inglaterra se comprometía a apoyar cualquier reclamación que Francia hiciera sobre España. Finalmente, Inglaterra debía ayudar a su aliado contra Holanda, a cambio de otras cantidades y de la anexión de Walcheren. Pero se acordó posponer la guerra de Holanda hasta el año 1672. En eso consistía realmente el fantasma llamado Popish Plot.

Se trataba en realidad de una conjura que, bajo el manto del catolicismo, pretendía introducir la monarquía absoluta y a hacer que Inglaterra dependiera de Francia no sólo a través de la aceptación de los dineros franceses, sino también mediante el sometimiento al ejército francés. Carlos I y sus ministros habían subido al patíbulo por mucho menos.

Si el acuerdo se hubiera conocido, nadie habría podido prever las consecuencias. Turenne fue puesto al corriente, pues habría que haber contado con él en caso de estallar el conflicto, e informó del plan a una señora conocida suya, la cual se comportó de manera indiscreta. El rey, enfurecido, le preguntó cómo había podido ser tan loco. El mariscal, acostumbrado a la experiencia de verse bajo el fuego enemigo, respondió cándidamente que no era el único hombre en haber sido puesto en ridículo por una mujer, y el rey Luis XIV no halló motivos para proseguir la conversación. Su objetivo político quedaba asegurado, aunque nada se hiciera en Inglaterra para respetar el acuerdo. Tenía a Carlos enteramente en su poder. Bastaba dar a conocer el texto secreto para que el país se levantara contra él: jamás volvería a inspirar temor. Si cualquier otro intento de separarle de su pueblo hubiera resultado insuficiente, éste no podía fallar. Muchos años después, Luis se encargó de que se publicara un libro, escrito por un aventurero italiano, en el que se revelaba el secreto. Para salvar las apariencias, el libro fue prohibido y el autor encarcelado. Pero quedaron 155 ejemplares en circulación, y el imputado fue puesto en libertad al cabo de seis días. Para Carlos, acercarse al parlamento resultaba peligroso. Mucho antes, los hechos habían llegado a conocimiento de Chaftesbury, y fueron determinantes para orientar su conducta desde su dimisión del cargo en noviembre de 1673. Comprendió que el plan trazado en el Tratado de Dover era peligroso, y tras el estallido de la guerra de Holanda no había ya muchas fuerzas francesas disponibles.

Carlos trató de conseguir su objetivo de otro modo. Tanto él como su hermano deseaban establecer el catolicismo sin segundas intenciones. No se habían convertido aún, pero tenían intención de convertirse antes de morir. La diferencia estaba en que Jacobo estaba dispuesto a hacer algunos sacrificios por su religión, mientras que Carlos no lo estaba. Pero ambos lo consideraban como la única forma de poner la corona por encima de la ley. Esto podía conseguirse con mayor seguridad si se reivindicaba el derecho a conceder excepciones a los castigos e impedimentos impuestos por el parlamento. La idea, acariciada desde 1662, maduró al cabo de doce años, cuando las Penal Laws, así como la intolerable legislación de Clarendon contra los puritanos, que habían sido concebidas como la salvaguardia de la monarquía, quedaron sin efecto. Los ministros, incluido Shaftesbury, esperaban obtener el apoyo de los noconformistas, esperanza que resultó fallida. Los disidentes, habiendo recibido la seguridad de que el parlamento les ayudaría en caso de no aceptar las propuestas del rey, se negaron a aceptarlas. El objetivo de la declaración del rey era demasiado evidente, y en realidad había sido reivindicado demasiado a las claras. Precisamente entonces el duque de York se convirtió al catolicismo, y, aunque el asunto no se hiciera público, se tenían de ello fundadas sospechas. Algunos ministros aconsejaron a Carlos mantener su oferta de indulgencia y su reivindicación del derecho de excepción. Pero Carlos cedió y aceptó la derrota. Cedió porque Luis se lo aconsejó, prometiéndole un número mayor de regimientos, respecto a los pactados, apenas estuviera de nuevo en paz con los holandeses.

La Cámara de los Comunes completó su victoria con la aprobación del Test Act, en virtud del cual los católicos quedaban excluidos de los cargos públicos. El duque de York presentó su dimisión de Lord Alto Almirante. Era, dijo, el proyecto de privarle de la sucesión al trono. En noviembre de 1673 Shaftesbury, que había promovido la Declaración de Indulgencia, dimitió de su cargo y pasó a la oposición, para cuyos fines Luis le envió 10.000 libras. Conoció por Arlington los principales puntos del Tratado de Dover, y en el siguiente mes de enero el secreto se hizo público sustancialmente en un panfleto, que ha sido reimpreso en los State Tracts. Desde aquel momento su principal objetivo fue excluir del trono a Jacobo.

En 1676 el duque de York dio a conocer que se había convertido al catolicismo. El anuncio fue tan gratuito que el pueblo lo entendió como signo de que se sentía fuerte con el apoyo que el rey de Francia le había prometido. Se mantenía siempre fiel a la política trazada en el Tratado de Dover, que su hermano en cambio había abandonado, y todavía esperaba la ocasión de imponer con la fuerza la restaura ción de su iglesia. Todo esto se sabía perfectamente, y su enemigo, Shaftesbury, fue implacable.

Al cabo de cinco años desde su dimisión del cargo, en septiembre de 1678, entró en escena Titus Oates. Aún se desconoce quién fue el que le introdujo, junto con los otros testigos, Bedloe, Dangerfield y Turberville (aquel que había recibido 600 libras por su testimonio contra Strafford). Quien planeó todo esto no fue ciertamente Shaftesbury, quien no habría esperado tantos años. El papel que desempeñó en el asunto se limitó a aprovecharse de la alarma popular para destruir al duque de York. Por tanto, a partir del verano de 1678 hubo un segundo complot. El primero, que consistía en el Tratado de Dover, fue tramado por los consejeros católicos del rey, Arundel, Bellasis, el historiador Belling y Leighton, hermano del gran arzobispo. El segundo era el complot protestante contra los católicos, sobre todo el duque de York. La indignación contra el verdadero complot, el de Dover, fue esencialmente política.

En febrero de 1675 la oposición propuso a Jacobo restablecer sus cargos si abandonaba su alianza con Luis. Cuando el embajador imperial, en julio de 1677, se lamentó del grito «No a los papistas», la oposición replicó que no se trataba de una cuestión religiosa, sino de libertad. Pero en el caso de Oates y sus colegas la motivación política pasaba a un muy segundo plano frente a la religiosa. Al principio las pruebas eran muy frágiles. Oates era un hombre ignorante, y el crédito que se le había concedido dependía exclusivamente de la alarma y la desconfianza generadas por el plan de coup d’état. Godfrey, el magistrado que llevó a cabo la investigación, advirtió a Jacobo que el secretario de la duquesa de York estaba implicado. Su nombre era Coleman, y tuvo tiempo para destruir sus documentos. Pero algunos de ellos fueron secuestrados. Hablaban de un gran golpe que se estaba fraguando contra los protestantes. Resultó también que Jacobo estaba al servicio de Luis, y que había pedido al confesor de éste, el padre La Chaise, la suma de 300.000 libras para poder independizarse del parlamento. Se suponía que si hechos tan graves habían aparecido en los papeles que no habían sido quemados, tenía que haber otros hechos más graves aún en los que habían sido destruidos. Se demostraba que el plan de Dover estaba aún en pie y que seguía siendo peligroso.

Entonces el magistrado que había advertido a Jacobo se esfumó. A los pocos días apareció su cuerpo sin vida a los pies de Green Berry Hill, hoy Primrose Hill, y una de las más extraordinarias coincidencias, tan interesantes en el estudio de la crítica histórica, fue que los hombres ahorcados por el asesinato se llamaban Green, Berry y Hill. Naturalmente, se suponía que Godfrey había sido asesinado porque sabía demasiado.

Durante algún tiempo, la excitación fue enorme. El día en que fueron ajusticiados dos jesuitas, uno de los diplomáticos católicos escribió que nada podía salvar la vida de todos los católicos de Londres. Aprovechando el sentimiento popular, Shaftesbury propuso que Jacobo fuera excluido de la sucesión a causa de su religión. La corona pasaría a la heredera más próxima, la princesa de Orange. La propuesta fue rechazada por los lores. Mientras tanto, el segundo Test Act excluía a los pares católicos de la Cámara de los Lores. Jacobo se retiró de la asamblea, del palacio y finalmente del reino.

El segundo Exclusion Bill se inspiraba no en su religión sino en su política, es decir en su traicionera relación con el rey de Francia. Quienes se oponían a la exclusión proponían una limitación del poder real de un modo parecido al que acabaría imponiéndose. Carlos prefería esta enmienda a la constitución a una ley que permitiera al parlamento regular la sucesión. Guillermo de Orange se opuso enérgicamente, puesto que las mismas limitaciones se mantendrían cuando su esposa hubiera de subir al trono. Halifax, que había conseguido hacer prevalecer el Limitation Bill sobre el Exclusion Bill, aseguró al príncipe que jamás sería aplicado, ya que en todo caso Jacobo no tenía ninguna esperanza de suceder a su hermano. Su único fin al proponer esta ley era proteger la sucesión, según la ley, frente al control parlamentario.

Con el fin de obtener pruebas que comprometieran las expectativas de Jacobo, se decidió entonces someter a juicio a los pares católicos. El primero fue Stafford. No estaba ciertamente al tanto del fatal tratado; pero esta vez el plan se elaboró con gran habilidad. Aunque Stafford era totalmente inocente, el conde Thun, diplomático austriaco, quedó profundamente impresionado por la gravedad de la acusación contra él y por la debilidad de la defensa. Stafford fue decapitado entre gritos de execración y exaltación. Luego vino Arundel, quien sabía bastante para poder comprometer al duque. Pero el plan fracasó: en el proceso contra Stafford no se había descubierto nada que pudiera ayudar a la causa de la exclusión, con lo que se originó un sentimiento de repulsa popular. Entonces fue propuesto Monmouth. Si Jacobo no podía ser excluido, debía dejar paso a Monmouth, una vez que éste fuera legitimado. Se presionó al rey para que le reconociera. Se dijo que una caja negra contenía las pruebas del matrimonio de su madre. Se habló de un obispo que lo sabía todo al respecto. El propio Monmouth aceptó la idea. Al morir el duque de Plymouth, se negó a ponerse de luto. Decía que no tenía por qué llevarlo tratándose de un hermano ilegítimo. Después del Test Act, el Exclusion Bill, y la sucesión de Monmouth, el infatigable Shaftesbury tenía aún una carta que jugar: intentó provocar una insurrección. Cuando vio que era imposible trazar una distinción entre insurrección y asesinato, pensó que su propia posición se había hecho demasiado peligrosa, y huyó al extranjero. Russell y Sidney fueron ajusticiados. Carlos triunfó sobre sus enemigos. Debía su victoria al rey de Francia, quien le había proporcionado 700.000 libras, permitiéndole así gobernar sin parlamento durante tres años.

Fue durante este conflicto contra las amenazadoras sospechas del Tratado de Dover cuando se aprobó la ley del Habeas Corpus y tomaron forma en Inglaterra los partidos políticos. En general, las viejas familias aristocráticas, guiadas por el clero y los abogados, se habían pronunciado a favor de la prerrogativa regia, de la doctrina de la obediencia pasiva, del poder irresistible y absoluto de lo que Hobbes llamaba el Leviatán, entendiendo por tal el concepto abstracto del Estado. Tenían verdadera pasión por el orden, no por la opresión; apreciaban el buen gobierno tanto como sus adversarios, pero creían que no estaba garantizado si se cuestionaba la autoridad soberana. Era el partido de la Corte, conocido con el nombre de Tories. Con el transcurso del tiempo, después de la Revolución, conocieron varias fases de desarrollo; pero al principio eran tan sólo defensores de la autoridad regia contra toda agresión, carentes de cualquier idea original.

El Country Party era el partido de la reforma. Estaba formado por gente que había sido excluida de los cargos públicos en virtud del juramento de no-resistencia. Creían en la legitimidad de la guerra que el Parlamento Largo había emprendido contra el rey, y estaban dispuestos, si era el caso, a ir a la guerra incluso contra Carlos II. Tal era la distinción fundamental entre ellos y los tories. Les horrorizaba la revolución, pero entendían que en casos extremos estaba justificada. «Los actos de tiranía —decía Burnet— no justifican la resistencia de los súbditos; pero sí la justifica una completa subversión de su constitución.  » Cuando Burnet y Tillotson exhortaron a Lord Russell a abrazar esta doctrina, éste contestó que sobre esta base no veía ninguna diferencia entre una constitución legal y una constitución turca.

La historia whig muestra una renuncia gradual a las tesis moderadas de Burnet, según las cuales la resistencia sólo se justifica cuando existe una provocación extrema, así como un progresivo acercamiento a la doctrina de Russell, en la que se basó la Revolución americana. El objetivo último de los whigs no era distinto del de sus padres en el Parlamento Largo. Deseaban seguridad frente a la injusticia y la opresión. Los vencedores de la Guerra Civil habían buscado esta seguridad en una república, y en este intento su fracaso fue total. Era evidente que se equivocaban al pretender abolir la monarquía, la Iglesia oficial y la Cámara de los Lores. Efectivamente, todas estas instituciones habían vuelto, restauradas por una especie de fuerza de la naturaleza, no por el poder de los hombres.

Los whigs tomaron en serio esta lección de la experiencia reciente. Consideraban contraria a toda ciencia la destrucción de una fuerza política realmente existente. Monarquía, aristocracia, clero eran realidades que era posible hacer inocuas, que podían ser corregidas, limitadas, y que podían conservarse. La verdadera esencia del nuevo partido era el compromiso. Pensaban que era un error sostener un principio hasta la muerte, llevar la situación hasta el límite, fijar la mirada en un solo aspecto, preferir las abstracciones a la realidad, no tener en cuenta las circunstancias concretas. Eran un punto decepcionantes, demasiado apegados a las soluciones intermedias. Su filosofía, o mejor su filósofo, John Locke, es siempre razonable y sensato, pero también blando y apocado. Se fueron asociando con grandes intereses presentes en la sociedad inglesa, con el comercio, los bancos, la city, con los elementos progresistas, aunque egoístas, entregados a lo privado, no a los fines nacionales. En la medida de lo posible, eran partidarios de la razón, tanto ética como políticamente. Pero procedían con cautela cuando se trataba de ir más allá de las escuetas necesidades del momento. Se trataba de un grupo de hombres más que de una doctrina, y la idea de fidelidad para con sus compañeros era a menudo más fuerte que la fidelidad a la verdad. Los principios generales se hacían notar tan poco en su sistema que algunos excelentes escritores llegaron a sostener que los whigs se reducían a ser ingleses, noconformistas, ligados a la monarquía limitada, sin posibilidad de exportación al extranjero. Se precisó mucho tiempo para que superaran los angostos límites de la sociedad en que habían surgido. Pasaron cien años antes de que el whiggismo asumiera su carácter universal y científico. Los discursos americanos de Chatham y Camden, los escritos de Burke entre 1778 y 1783, la Riqueza de las naciones y los tratados de Sir William Jones denotan un gran desarrollo. Los límites nacionales han sido superados; los principios se han vuelto sagrados, independientes de los intereses. La Carta de Rhode Island se consideró entonces mejor que la constitución británica, y los estadistas whigs brindaban por Washington, celebraban la resistencia de América y presionaban para el reconocimiento de su independencia. La evolución es totalmente coherente; y el discurso de Burke a los colonos es la lógica consecuencia de los principios de libertad y de la idea de una ley superior a los códigos y a las constituciones locales, que habían constituido el punto de partida del whiggismo.

Es la suprema conquista de los ingleses, y la herencia que han dejado a los demás pueblos; pero los padres de la doctrina fueron hombres totalmente infames. Erigieron el monumento que perpetuaba la idea de que los católicos habían pegado fuego a Londres. Inventaron la Caja Negra y el matrimonio de Lucy Waters. Instruyeron, alentaron y recompensaron al asesino Oates. Declararon que el príncipe de Gales había sido introducido subrepticiamente en el lecho de la reina dentro de un calentador[141] . Fueron cómplices de los asesinatos de Rye House, conjura que fue su desastre. Carlos triunfó y no perdonó a sus enemi gos. Cuando murió, a pesar del Tratado de Dover, de su interesado sometimiento a Francia, su deliberado proyecto de derrocar las libertades de Inglaterra, Jacobo, principal imputado de todo ello, le sucedió con un poder idéntico. Los derrotados whigs estaban a merced de Jeffreys.

Pero cuarenta años de agitación habían producido la levadura que levantaría el mundo. El sistema revolucionario se salvó, porque el rey no supo aprovecharse de su ventaja. El partido whig se apoderó del Estado en virtud de una serie de acontecimientos que son los más significativos de la historia inglesa.


Notas al pie de página

[140]

Véase supra, p. 160.


[141]

Alusión a la creencia, divulgada por los opositores a Jacobo II, relativa al inesperado y tardío nacimiento de su hijo, de que el embarazo de la reina había sido inventado y que el recién nacido había sido introducido en su lecho dentro de un calentador.