Ensayos sobre la libertad y el poder

Ensayos sobre la libertad y el poder
Autor: 
John Emerich Edward Dalberg-Acton

John Emerich Edward Dalberg-Acton (1834 - 1902) fue un político y escritor inglés, así como también uno de los más grandes historiadores liberales de todos los tiempos. Su temática fue "la historia de la libertad" y a pesar de que nunca fue capaz de completar una obra maestra bajo ese título, escribió numerosos ensayos, reseñas literarias y conferencias acerca del tema. También inspiró la publicación de múltiples volúmenes de Cambridge Modern History.

Pocos reconocían los peligros del poder político tan claramente como Lord Acton. Él comprendía que los gobernantes colocan sus intereses por encima de todo y que harían prácticamente cualquier cosa para mantenerse en el poder. Acton afirmaba que la libertad individual era el estándar moral por el cual los gobiernos deben ser juzgados.

Edición utilizada:

Acton, John Emerich Edward Dalberg. Ensayos sobre la libertad y el poder. Madrid: Unión Editorial, 2011.

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Capítulo XII: Nacionalidad

Capítulo XII

Nacionalidad

Siempre que un gran desarrollo intelectual se ha combinado con el sufrimiento que es inseparable de los grandes cambios en la condición de los pueblos, los hombres con genio especulativo o imaginativo han buscado en la contemplación de la sociedad ideal un remedio o al menos un consuelo a los males que ellos en la práctica eran incapaces de eliminar.

La poesía ha conservado siempre la idea de que en algún lugar o tiempo remoto, en las islas Occidentales o en la región de Arcadia, un pueblo inocente y feliz, libre de la corrupción y de las restricciones de la vida civilizada, ha realizado las leyendas de la Edad de Oro. El oficio de los poetas es casi siempre el mismo y existe poca variación en los rasgos de su mundo ideal; pero cuando los filósofos intentan aconsejar o reformar a la humanidad mediante el diseño de un Estado imaginario, su móvil es más definido e inmediato y su república es tanto una sátira como un modelo. Platón y Plotino, Moro y Campanella, construyeron sus sociedades imaginarias con aquellos materiales que se echaban en falta en la construcción de las comunidades existentes y cuyos defectos les sirvieron de inspiración. La República, la Utopía y La Ciudad del Sol fueron protestas contra el estado de cosas que la experiencia de sus autores les llevó a condenar y de cuyas faltas huyeron buscando refugio en los extremos opuestos. Permanecieron sin influencia y nunca han pasado de la historia literaria a la historia política, pues se necesita algo más que descontento e ingenuidad especulativa para conferir a una idea política poder sobre las masas humanas. El sistema de un filósofo puede disponer de la lealtad real sólo de los fanáticos, no de las naciones; y aunque la opresión pueda dar lugar a violentos y repetidos estallidos, como las convulsiones de un hombre preso del dolor, no puede madurar un proyecto sereno y un plan de regeneración, a menos que una nueva idea de felicidad se una a la percepción de los males presentes.

La historia de la religión ofrece un ejemplo perfecto de lo que venimos diciendo. Entre las sectas tardomedievales y el protestantismo hay una diferencia esencial que tiene más fuerza que los puntos de contacto que se encuentran en aquellos sistemas considerados como precursores de la Reforma, y es suficiente para explicar la vitalidad de esta última en comparación con aquéllas. Mientras que Wycliff y Hus rechazaron ciertas particularidades de la doctrina católica, Lutero negó la autoridad de la Iglesia y dio a la conciencia individual una independencia que con toda seguridad la iba a llevar a una permanente resistencia. También se da una diferencia similar entre la Revolución de los Países Bajos, la Gran Rebelión, la Guerra de la Independencia o la sublevación de Brabante de un lado y la Revolución Francesa del otro. Antes de 1789 las insurrecciones eran provocadas por injusticias particulares y estaban justificadas por quejas concretas y por una apelación a los principios que todos los hombres reconocían. A veces se dibujaron nuevas teorías en el proceso de la controversia, pero eran accidentales, y el mayor argumento contra la tiranía era la fidelidad a las antiguas leyes. Pero desde el cambio que produjo la Revolución Francesa, esas aspiraciones, que eran estimuladas por los males y defectos del estado social, han venido a actuar como fuerzas enérgicas y permanentes en todo el mundo civilizado. Son fuerzas espontáneas y agresivas; no necesitan profeta que las proclame ni campeón que las defienda; son populares, no racionalizadas y casi irresistibles. La Revolución efectuó este cambio, en parte por sus doctrinas, en parte por la influencia indirecta de los acontecimientos. Enseñó al pueblo a considerar sus deseos y necesidades como el supremo criterio del Derecho. Las rápidas vicisitudes del poder, en las cuales cada partido apeló sucesivamente al favor de las masas como árbitro del éxito, acostumbró a las masas a ser arbitrarias y también insubordinadas. La caída de muchos gobiernos y la frecuente redistribución del territorio privó a cuanto estaba establecido de la dignidad de la permanencia. La tradición y la prescripción dejaron de ser guardianes de la autoridad y los arreglos que nacieron de las revoluciones, de los triunfos bélicos y de los tratados de paz, fueron igualmente desconsiderados con los derechos establecidos. El deber no puede ser disociado del Derecho y las naciones rechazan ser gobernadas por leyes que no sirven de protección.

En esta situación del mundo, teoría y acción van estrechamente unidas, y los males reales fácilmente pueden dar lugar a sistemas opuestos. En la esfera de la arbitrariedad, la regularidad del progreso natural se mantiene por el conflicto de los extremos. El impulso de la reacción lleva a los hombres de un extremo a otro. La persecución de un objetivo ideal y remoto, que cautiva la imaginación con su esplendor y la razón con su simplicidad, provoca una energía que podría no estar inspirada por un fin racional y posible, limitado por muchas pretensiones antagónicas y reducido a lo que es razonable, practicable y justo. Un exceso o exageración es la corrección de otro, y el error fomenta la verdad en lo que respecta a las masas por el contrapeso de un error contrario. La minoría no tiene fuerza para conseguir grandes cambios sin ayuda; la mayoría no tiene sabiduría para inclinarse hacia la verdad pura. Cuando la enfermedad es múltiple, ninguna medicina concreta puede satisfacer las necesidades de todos. Sólo la atracción de una idea abstracta o de un Estado ideal pueden unir en una acción común a multitudes que buscan una cura universal para diversos males concretos y un remedio común aplicable a muchas situaciones diferentes. Y por eso, principios falsos, que corresponden tanto a las malas aspiraciones como a las aspiraciones justas de la humanidad, son un elemento normal y necesario en la vida social de las naciones.

Teorías de este tipo son justas en tanto estén provocadas por unos problemas bien concretos y se propongan su eliminación. Son útiles en tanto se oponen, como un aviso o una amenaza, para modificar las cosas existentes y para mantener despierta la conciencia de lo injusto. No pueden servir como base de reconstrucción de la sociedad civil, lo mismo que una medicina no puede servir de alimento; pero podrían tener una gran influencia porque pueden indicar la dirección, aunque no la medida, en la que se necesita la reforma. Se oponen a un orden de cosas que es el resultado del abuso egoísta y violento del poder por las clases dirigentes, y de una restricción artificial del progreso natural del mundo, desprovisto de un elemento ideal o de un propósito moral. Los extremos prácticos difieren de los extremos teóricos que aquéllos despiertan, porque los primeros son arbitrarios y violentos, mientras que los últimos, aunque también revolucionarios, aportan al mismo tiempo alguna idea de solución. En un caso el daño es voluntario, en el otro es inevitable. Este es el carácter general de la lucha entre el orden existente y las teorías subversivas que niegan su legitimidad. Existen tres teorías principales que impugnan la presente distribución del poder, de la propiedad y del territorio, y atacan respectivamente a la aristocracia, la clase media y la soberanía. Son las teorías de la igualdad, el comunismo y la nacionalidad. Aunque han surgido de un origen común al oponerse a males afines y estar conectadas por muchos puntos, no aparecieron simultáneamente. Rousseau proclamó la primera, Babeuf la segunda, y Mazzini la tercera. La tercera es la más reciente en su aparición, la más atractiva en nuestro tiempo y la más rica en promesas para el poder en el futuro.

En el antiguo Sistema Europeo los derechos de las nacionalidades no eran reconocidos por los gobiernos, ni reclamados por el pueblo. El interés de las familias reinantes, no el de las naciones, regulaba las fronteras; y la administración se ejercía generalmente sin preocuparse por los deseos populares. Donde todas las libertades estaban suprimidas, las demandas de independencia nacional eran necesariamente ignoradas, y una princesa, en palabras de Fénelon, llevaba una monarquía como su dote de boda. En el Continente, durante el siglo XVIII, se admitió este olvido de los derechos corporativos porque los absolutistas se preocupaban sólo por el Estado y los liberales sólo por el individuo. La Iglesia, los nobles y la nación no tenían sitio en las teorías populares de la época y no proyectaban nada para su propia defensa, puesto que no eran atacados abiertamente. La aristocracia mantenía sus privilegios y la Iglesia su propiedad, y el interés dinástico, que dominaba la natural inclinación de las naciones y destruía su independencia, mantenía sin embargo la integridad de éstas. El sentimiento nacional no había sido herido en su parte más sensible. Desposeer a un soberano de su corona hereditaria y anexionar sus dominios hubiera sido considerado infligir una injuria a todas las monarquías y suministrar a sus súbditos un ejemplo peligroso, puesto que era privar a la realeza de su carácter inviolable. En tiempo de guerra, como no había ninguna causa nacional en juego, no había motivo para que surgiera un sentimiento nacional. La cortesía de los gobernantes entre sí era proporcional al desprecio hacia las clases inferiores. Se cruzaban los cumplidos entre los generales de ejércitos enemigos; no había encarnizamiento ni pasión; las batallas eran libradas con la pompa y el orgullo de un desfile. El arte de la guerra se convirtió en un juego pausado y erudito. Las monarquías estaban unidas no sólo por una comunidad natural de intereses, sino también por alianzas familiares. Un matrimonio a veces se convertía en la señal para una guerra interminable; sin embargo, las conexiones familiares frecuentemente ponían una barrera a la ambición. Después de que terminaron las guerras de religión en 1648, las únicas guerras eran aquellas que se hacían por una herencia o por una posesión, o contra países cuyos sistemas de gobierno los ponían fuera de la ley común de los Estados dinásticos y les hacían no sólo vulnerables sino también odiosos. Estos países eran Inglaterra y Holanda: hasta que Holanda dejó de ser una República, y hasta que en Inglaterra la derrota de los jacobitas en 1745 terminó la lucha por la corona.[269] Había, sin embargo, un país que todavía continuaba siendo una excepción, un monarca cuyo lugar no estaba admitido en el círculo refinado de los reyes.

Polonia no poseía aquellas seguridades para la estabilidad que proporcionaban las conexiones dinásticas y la teoría de la legitimidad, allí donde una corona podía obtenerse mediante matrimonio o herencia. Un monarca sin sangre real, una corona otorgada por la nación, eran una anomalía y un ultraje en esa época del absolutismo dinástico. El país estaba excluido del Sistema Europeo por la naturaleza de sus instituciones. Excitó una codicia que no podía ser satisfecha: no daba a las familias reinantes de Europa ninguna esperanza de aumentar su poder de modo permanente por casamiento con sus gobernantes, o de obtener su corona por legado o por herencia. Los Habsburgo habían disputado la posesión de España y las Indias con los Borbones franceses, la de Italia con los Borbones españoles, la del Imperio con la Casa de Wittelsbach, la de Silesia con la casa Hohenzollern. La mitad de los territorios de Italia y Alemania dio lugar a guerras entre casas rivales. Pero ninguna podría esperar compensar sus pérdidas o incrementar sus poderes en un país al que ni el matrimonio ni la herencia le daban título alguno. Como no podían heredar permanentemente, se esforzaron, mediante intrigas, en prevalecer en cada elección, y después de haber luchado por el apoyo de candidatos que eran de su cuerda, los vecinos al fin se pusieron de acuerdo en la demolición final del Estado polaco. Hasta entonces ninguna nación había sido privada de su existencia política por las potencias cristianas, y aunque se habían pasado por alto los intereses y simpatías nacionales, siempre se había tenido cuidado de ocultar la injusticia mediante una hipócrita perversión de la ley. Pero la división de Polonia fue un acto de caprichosa violencia, cometido en abierto desafío no sólo del sentimiento popular sino del Derecho público. Por primera vez en la historia moderna un gran Estado fue suprimido y toda una nación dividida entre sus enemigos.

Esta famosa medida, el acto más revolucionario del viejo absolutismo, despertó la teoría de la nacionalidad en Europa, convirtiendo un derecho latente en una aspiración, y un sentimiento en una demanda política. «Ningún hombre sabio u hombre honesto —escribió Edmund Burke— puede aprobar ese reparto o puede contemplarlo sin pronosticar que de ello va a salir un gran daño para todos los países en algún tiempo futuro.»[270] Y a partir de entonces existió una nación que exigía estar unida en un Estado; un alma, por así decirlo, vagando en busca de un cuerpo en el cual poder vivir de nuevo, y, por primera vez, se oyó el grito de que el concierto de los Estados era injusto, que sus límites eran artificiales, y que todo un pueblo estaba privado de su derecho a constituir una comunidad independiente. Antes de que esta pretensión pudiera ser eficientemente afirmada contra el abrumador poder de sus oponentes, antes de que ganara energía, después del último reparto, para superar la influencia de largos hábitos de sumisión y del desprestigio que los desórdenes previos habían traído sobre Polonia, el viejo Sistema Europeo estaba en ruinas y un nuevo mundo estaba surgiendo en su lugar.

La antigua política despótica que convirtió a los polacos en su botín tenía dos adversarios: el espíritu de libertad inglés y las doctrinas de la revolución que destruyó la monarquía francesa con sus propias armas. Los dos contradecían por vías opuestas la teoría de que las naciones no tienen derechos colectivos. En el momento presente, la teoría de la nacionalidad es no sólo el auxiliar más poderoso de la revolución, sino que es el núcleo más dinámico en los movimientos de los últimos tres años. Esta, sin embargo, es una alianza reciente, desconocida para la primera Revolución Francesa. La teoría moderna de la nacionalidad surgió en parte como una legítima consecuencia, y en parte como una reacción en contra. Como el sistema que pasaba por alto las divisiones nacionales fue contestado por el liberalismo en dos formas, la francesa y la inglesa, así el sistema que se basa en éstas procede de dos fuentes distintas y muestra el carácter de 1688 o el de 1789. Cuando el pueblo francés abolió las autoridades bajo las que vivía y se convirtió en su propio dueño, Francia estuvo en peligro de disolución, pues la voluntad común es difícil de descubrir y no se forma fácilmente. «Las leyes —dijo Vergniaud en el debate sobre el juicio del rey— son obligatorias sólo como voluntad presunta del pueblo, el cual conserva el derecho de aprobarlas o reprobarlas. En el instante en que el pueblo manifiesta su deseo, la obra de la representación nacional, la ley, tiene que desaparecer.» Esta doctrina disolvió la sociedad en sus elementos naturales y amenazó con romper el país en tantas repúblicas como comunas había. Pues el verdadero republicanismo es el principio de autogobierno en el conjunto y en todas sus partes. En un país extenso el republicanismo puede prevalecer sólo por la unión de varias comunidades independientes en una única confederación, como en Grecia, en Suiza, en los Países Bajos y en América, de modo que una gran república que no esté fundada en el principio federal vendría a parar en el gobierno de una sola ciudad, como Roma y París y, en un grado inferior, Atenas, Berna, y Amsterdam. En otras palabras, una gran democracia tiene que sacrificar el autogobierno a la unidad o preservarlo por medio del federalismo.

La Francia de la historia cayó junto con el Estado francés, que era el producto de siglos. La antigua soberanía fue destruida. Las autoridades locales eran miradas con aversión y alarma. La nueva autoridad central necesitaba ser establecida sobre un nuevo principio de unidad. El estado de naturaleza, que era el ideal de sociedad, fue convertido en la base de la nación; la descendencia tomó el lugar de la tradición, y el pueblo francés fue considerado como un producto físico: una unidad etnológica, no histórica. Se dio por hecho que existía una unidad separada de la representación y del gobierno, enteramente independiente del pasado, y capaz en cualquier momento de expresar o de cambiar su mente. En palabras de Sieyès, ya no era Francia, sino un cierto país desconocido al cual había sido transferida la nación. El poder central poseía la autoridad, en tanto obedecía al todo, y no estaba permitida ninguna divergencia del sentimiento universal. Este poder, dotado de volición, fue personificado en la República Una e Indivisible. El título significaba que una parte no podía hablar o actuar por la totalidad, que había un poder supremo sobre el Estado, distinto e independiente de sus miembros; y esto expresaba, por primera vez en la historia, el concepto de una nacionalidad abstracta. De este modo la idea de soberanía del pueblo, no controlada por el pasado, dio nacimiento a la idea de la nacionalidad independiente de la influencia política de la historia. Surgió del rechazo de dos autoridades, la del Estado y la del pasado. El reino de Francia era, tanto geográfica como políticamente, el producto de una larga serie de acontecimientos, y los mismos factores que construyeron el Estado formaron el territorio. La revolución rechazó igualmente los órganos a los que Francia debía sus límites como a los que debía su gobierno. Todo trazo borrable y toda reliquia de la historia nacional fue cuidadosamente eliminado: el sistema de administración, las divisiones físicas del país, las clases sociales, las corporaciones, los pesos y medidas, el calendario. Francia ya no quedó ceñida por los límites que había recibido de la censurada influencia de su historia; podría aceptar sólo aquellos que venían de la naturaleza. La definición de nación fue tomada en préstamo del mundo natural y, para evitar una pérdida de territorio, se convirtió no sólo en una abstracción, sino en una ficción.

Había un principio de la nacionalidad en el carácter etnológico del movimiento, que es la fuente de la observación común de que la revolución es más frecuente en los países católicos que en los protestantes. Es, de hecho, más frecuente en el mundo latino que en el teutónico, porque depende en parte de un impulso nacional que sólo se despierta donde hay un elemento extraño, el vestigio de una dominación extranjera que hay que expulsar. La Europa Occidental ha sufrido dos conquistas, una por los romanos y otra por los germanos, y dos veces ha recibido leyes de los invasores. Cada vez volvió a alzarse contra la raza victoriosa, y las dos grandes reacciones, si bien difieren de acuerdo con los diferentes caracteres de las dos conquistas, tienen en común el fenómeno del imperialismo. La República romana trabajó para compactar a las naciones subyugadas en una masa homogénea y obediente; pero el crecimiento que la autoridad proconsular obtuvo en el proceso terminó subvirtiendo al gobierno republicano, y la reacción de las provincias contra Roma ayudó al establecimiento del Imperio. El sistema cesarista dio una libertad sin precedentes a las provincias, elevándolas a la igualdad civil, que puso fin al dominio de una raza sobre otra y una clase sobre otra. La monarquía fue aclamada como una protección frente al orgullo y la codicia del pueblo romano; y el amor a la igualdad, el odio a la nobleza y la tolerancia del despotismo implantado por Roma se convirtieron, al menos en la Galia, en el primer rasgo del carácter nacional. Pero entre las naciones cuya vitalidad había sido destrozada por la austera República, ninguna retuvo los materiales necesarios para disfrutar de la independencia o para desarrollar una nueva historia. La capacidad política que organiza los Estados y construye la sociedad dentro de un orden moral quedó exhausta, y los doctores cristianos buscaban en vano entre la inmensidad de las ruinas un pueblo con cuya ayuda la Iglesia pudiera sobrevivir a la decadencia de Roma. Un nuevo elemento de vida nacional fue traído a este mundo en decadencia por los enemigos que lo destruyeron. La marea de los pueblos bárbaros lo inundó por un tiempo, y luego empezó a remitir, y cuando los hitos de la civilización emergieron de nuevo, se vio que el suelo había quedado impregnado con una influencia fertilizante y regeneradora, y que la inundación había dejado los gérmenes de los futuros Estados y de una nueva sociedad. El sentido político y la energía vinieron con la nueva sangre, y se manifestaron en el poder ejercido por la raza joven sobre la vieja y en el establecimiento de una libertad escalonada. En vez de derechos iguales universales, cuyo efectivo disfrute es necesariamente dependiente del poder y está en proporción al mismo, los derechos del pueblo fueron hechos dependientes de una variedad de condiciones, la primera de las cuales fue la distribución de la propiedad. La sociedad civil se convirtió en un organismo estratificado en vez de una informe combinación de átomos, y el sistema feudal fue apareciendo gradualmente.

La Galia romana había adoptado tan completamente las ideas de autoridad absoluta y de una uniforme igualdad durante los cinco siglos entre César y Clodoveo, que el pueblo no pudo nunca reconciliarse con el nuevo sistema. El feudalismo permaneció como una importación extranjera, y la aristocracia feudal como una raza ajena. El pueblo común de Francia buscó protección contra ambas en la jurisprudencia romana y en el poder de la corona. El desarrollo de la monarquía absoluta con la ayuda de la democracia es el único carácter constante de la historia de Francia. El poder real, feudal primero, y limitado después por las inmunidades y los grandes vasallos, se fue haciendo más popular a medida que se hacía más absoluto; mientras, la supresión de la aristocracia, la remoción de las autoridades intermedias, fue el objeto tan particular de la nación, que fue ejecutado con la mayor energía después de la caída del trono. La monarquía, que se había empeñado desde el siglo XIII en refrenar a los nobles, fue finalmente expulsada por la democracia, porque fue demasiado lenta en el trabajo y fue incapaz de negar su propio origen, arruinando efectivamente la clase de la que había surgido. Todas estas cosas que constituyen el carácter peculiar de la Revolución Francesa, la demanda de igualdad, el odio a la nobleza y al feudalismo y a la Iglesia que estaba aliada con ellos, la constante referencia a ejemplos paganos, la supresión de la monarquía, el nuevo código de Derecho, la ruptura con la tradición, y la sustitución de todo lo que había surgido de la mezcla y la mutua acción de las razas por un sistema ideal, todo esto es una muestra del tipo común de una reacción contra los efectos de la invasión de los francos. El odio a la realeza era menor que el odio hacia la aristocracia; los privilegios eran más detestados que la tiranía; y el rey pereció más por el origen de su autoridad que por su abuso. En Francia la monarquía, desconectada de la aristocracia, llegó a ser popular, incluso en los momentos de más descontrol; por el contrario, el intento de reconstruir el trono y limitarlo y encasillarlo con sus pares se vino abajo, porque los antiguos elementos teutónicos en los que se apoyaba, nobleza hereditaria, primogenitura y privilegios, ya no eran tolerados. La esencia de las ideas de 1789 no es la limitación del poder soberano, sino la abrogación de los poderes intermediarios. Estos poderes y las clases que los disfrutaban llegaron a la Europa latina desde su origen bárbaro; mientras que el movimiento que se llama a sí mismo liberal es esencialmente nacional. Si la libertad fuera su objetivo, sus medios serían el establecimiento de grandes autoridades independientes no derivadas del Estado, y su modelo hubiera sido Inglaterra. Pero su objetivo es la igualdad, y pretende, como en Francia en 1789, expulsar los elementos de desigualdad que fueron introducidos por la raza teutónica. Este es el objetivo que España e Italia han tenido en común con Francia, y en esto consiste la natural liga de las naciones latinas.

Este elemento nacional en el movimiento no fue entendido por los líderes revolucionarios. Al principio, su doctrina aparecía enteramente opuesta a la idea de nacionalidad. Enseñaban que ciertos principios generales de gobierno eran absolutamente correctos en todos los Estados; y afirmaban en teoría la libertad ilimitada del individuo y la supremacía de la voluntad sobre toda necesidad u obligación externa. Esto está en contradicción evidente con la teoría nacional, a saber, que ciertas fuerzas naturales deberían determinar el carácter, la forma, y la política del Estado, con lo que se pone una especie de destino en lugar de la libertad. Por consiguiente, el sentimiento nacional no fue desarrollado directamente sacándolo de la revolución en la que estaba encerrado, sino que apareció primero en la resistencia hacia ella, cuando el intento de liberar fue absorbido por el deseo de someter, y la República fue sucedida por el Imperio. Napoleón dio existencia a un nuevo poder atacando la nacionalidad en Rusia, dándole rienda suelta en Italia y gobernando contra ella en Alemania y España. Los soberanos de esos países fueron depuestos o degradados, y se introdujo un sistema de administración que era francés en su origen, en su espíritu y en sus instrumentos. El pueblo se opuso al cambio. Era una oposición popular y espontánea porque los gobernantes estaban ausentes o eran impotentes, y era nacional porque iba directamente en contra de instituciones extranjeras. En el Tirol, en España y posteriormente en Prusia, el pueblo no recibió el impulso desde el gobierno, sino que emprendió por iniciativa propia la expulsión de los ejércitos y las ideas de la Francia revolucionaria. Los hombres tomaron conciencia del elemento nacional de la revolución no en el momento en que ésta surgió, sino por obra de sus conquistas. Las tres cosas que el Imperio más abiertamente oprimió —religión, independencia nacional y libertad política— se unieron en una episódica liga para animar el gran levantamiento que trajo la caída de Napoleón. Bajo la influencia de tan memorable alianza, un espíritu político apareció en el Continente, que se adhirió a la libertad y aborreció la revolución, y buscó restaurar, desarrollar y reformar las decaídas instituciones nacionales. Los hombres que proclamaron estas ideas, Stein y Görres, Humboldt, Müller y de Maistre,[271] eran tan hostiles al bonapartismo como al absolutismo de los viejos gobiernos e insistían en los derechos nacionales que habían sido pisoteados igualmente por ambos y que ellos esperaban restaurar mediante la destrucción de la supremacía francesa. Los amigos de la revolución no tenían simpatías por la causa que triunfó en Waterloo, pues habían aprendido a identificar su doctrina con la causa de Francia. Los whigs de la Casa holandesa en Inglaterra, los afrancesados en España, los muratistas en Italia y los partidarios de la Confederación del Rhin, que fusionaban el patriotismo con sus sentimientos revolucionarios, lamentaron la caída del poder francés y miraron con alarma a las nuevas y desconocidas fuerzas que la guerra de liberación había despertado y que amenazaban tanto al liberalismo francés como a la supremacía francesa.

Pero las nuevas aspiraciones de derechos populares y nacionales fueron aplastadas en la Restauración. Los liberales de esos días se preocupaban de la libertad, no bajo la forma de independencia nacional sino de instituciones francesas; y se coaligaron con la ambición de los gobiernos en contra de las naciones. Estaban tan dispuestos a sacrificar la nacionalidad por su ideal, como la Santa Alianza por los intereses del absolutismo. Talleyrand efectivamente declaró en Viena que la cuestión polaca debería tener preferencia sobre el resto de las cuestiones, porque el reparto de Polonia había sido una de las primeras y más importantes causas de los males que Europa había sufrido; pero prevalecieron los intereses dinásticos. Todos los soberanos representados en Viena recobraron sus dominios, excepto el rey de Sajonia, que fue castigado por su fidelidad a Napoleón; pero los Estados que no estaban representados en las familias reinantes —Polonia, Venecia y Génova— no fueron restablecidos, e incluso el Papa tuvo grandes dificultades para recuperar las Legaciones de las garras de Austria. La nacionalidad que el Antiguo Régimen había ignorado, que había sido ultrajada por la Revolución y el Imperio, recibió, después de su primera afirmación abierta, el más duro golpe en el Congreso de Viena. El principio que había sido generado por la primera partición, al que la Revolución había dado una base teórica, que había sido zarandeado por el Imperio hasta convertirlo en un episódico esfuerzo convulsivo, llegó a madurar, gracias al permanente error de la Restauración, en una doctrina consistente, alimentada y justificada por la situación europea.

Los gobiernos de la Santa Alianza se dedicaron a suprimir con igual cuidado el espíritu revolucionario por el que habían sido amenazados, y el espíritu nacional por el que habían sido restaurados. Austria, que no debía nada al movimiento nacional y que había impedido su reanimación después de 1809, tomó de forma natural la iniciativa en la represión. Toda perturbación de los arreglos finales de 1815, toda aspiración de cambios o reformas, fue condenada como sedición. Este sistema reprimió las buenas tendencias de la época junto con las malas, y la resistencia que provocó durante la generación que vivió desde la Restauración hasta la caída de Metternich y de nuevo bajo la reacción que comenzó con Schwarzenberg y terminó con las administraciones de Bach y Manteuffel procedía de varias combinaciones de las diferentes formas de liberalismo. En las sucesivas fases de aquella lucha la idea de que las exigencias nacionales están por encima de todos los demás derechos se elevó gradualmente a la supremacía que ahora posee entre los activistas revolucionarios.

El primer movimiento liberal, el de los carbonarios en el Sur de Europa, no tenía un carácter específicamente nacional, y fue apoyado por los bonapartistas tanto en España como en Italia. En los años siguientes las ideas opuestas de 1813 subieron a primer plano y comenzó un movimiento revolucionario en muchos puntos hostil a los principios de la Revolución en defensa de la libertad, la religión y la nacionalidad. Todas estas causas estaban unidas en la agitación irlandesa, y en las revoluciones griega, belga y polaca. Estos sentimientos, que habían sido ultrajados por Napoleón y que se habían alzado en su contra, se levantaron en contra de los gobiernos de la Restauración. Habían sido oprimidos por la espada, y luego por los tratados. El principio nacional añadió fuerza, pero no justicia, a este movimiento, que en todos los casos, menos en Polonia, tuvo éxito. Siguió un periodo en el que el principio nacional degeneró en una idea puramente nacional, cuando la agitación en pro de la revocación sucedió a la emancipación y el Paneslavismo y Panhelenismo surgieron bajo los auspicios de la Iglesia Oriental. Esta fue la tercera fase de resistencia contra el arreglo de Viena, que fue débil porque no fue capaz de satisfacer las aspiraciones nacionales o constitucionales cualquiera de las cuales hubiera sido una salvaguardia frente a la otra mediante una justificación si no popular, al menos moral. Al principio, en 1813, el pueblo se levantó contra sus conquistadores en defensa de sus legítimos gobernantes. Rechazaron ser gobernados por usurpadores. En el periodo entre 1825 y 1831 resolvieron que no serían mal gobernados por extranjeros. La administración francesa era frecuentemente mejor que aquella a la que desplazó, pero ésta tenía unos pretendientes que tenían prioridad a la autoridad que ejercían los franceses, y al principio la lucha nacional fue una lucha por la legitimidad. En el segundo periodo faltó este elemento. Ningún príncipe desposeído lideró a los griegos, a los belgas o a los polacos. Los turcos, los holandeses, y los rusos fueron atacados no como usurpadores sino como opresores, porque gobernaban mal y no porque fueran de una raza diferente. Entonces empezó un tiempo en el que el lema simplemente era que las naciones no deberían ser gobernadas por extranjeros. El poder obtenido legítimamente y ejercido con moderación ya no fue considerado válido. Los derechos nacionales, como la religión, habían tomado parte en las combinaciones previas y habían colaborado en las luchas por la libertad, pero ahora la nacionalidad se convirtió en una exigencia suprema que iba a afirmarse solamente por sí misma, y que podía enarbolar como pretextos los derechos de los gobernantes, las libertades del pueblo, el bien de la religión, pero que, si no se pudiera conseguir tal unión, iba a prevalecer a expensas de cualquier otra de las causas por las que se sacrifican las naciones.

Metternich es, después de Napoleón, el principal promotor de esta teoría. Puesto que el carácter antinacional de la Restauración era especialmente claro en Austria, fue en la oposición al gobierno austriaco donde la nacionalidad se convirtió en un sistema. Napoleón, que, confiado en sus ejércitos, despreció las fuerzas morales en la política, fue derrotado por el surgimiento de éstas. Austria cometió el mismo fallo en el gobierno de sus provincias italianas. El reino de Italia había unido toda la parte norte de la península en un único Estado, y los sentimientos nacionales, que los franceses reprimieron en cualquier otro sitio, eran alentados como una salvaguardia de su poder en Italia y en Polonia. Cuando cambió la marea de la victoria, Austria invocó en contra de los franceses la ayuda del nuevo sentimiento que estos habían fomentado. Nugent anunció en su proclama a los italianos que se convertirían en una nación independiente. El mismo espíritu servía a diferentes amos: contribuyó primero a la destrucción de los antiguos Estados, después a la expulsión de los franceses, y de nuevo, bajo Carlos Alberto, a una nueva revolución. Fue invocado en nombre de los más contradictorios principios de gobierno y sirvió a todos los partidos sucesivamente, porque era un principio en el que todos podían unirse. Empezó con una protesta en contra del dominio de una raza sobre otra raza, su forma más suave y menos desarrollada, pasó a convertirse en una condena de todo Estado que incluyera diferentes razas, y finalmente llegó a ser la teoría completa y consistente de que el Estado y la nación tienen que ser coextensivos. «En general —dice Mr. Mill— es una condición necesaria de las instituciones libres que las fronteras de los gobiernos deban coincidir lo más posible con los de las nacionalidades.»[272]

El progreso histórico de esta idea desde una aspiración indefinida hasta ser la piedra angular de un sistema político puede seguirse en la vida del hombre que le dio el elemento en el que reside su fuerza: Giuseppe Mazzini. Mazzini encontró al carbonarismo impotente en contra de los gobiernos, y resolvió dar una nueva vida al movimiento liberal llevándolo al terreno de la nacionalidad. El exilio es el semillero de la nacionalidad, lo mismo que la opresión es la escuela del liberalismo. Mazzini concibió la idea de la Joven Italia cuando era un refugiado en Marsella. De la misma manera los exiliados polacos son los campeones de todo el movimiento nacional, pues para ellos todos los derechos políticos están absorbidos en la idea de independencia, la cual, por más que pueda ser diferente para cada uno, es la única aspiración común a todos ellos. Hacia el año 1830 la literatura también contribuyó a la idea nacional. «Fue el tiempo —dice Mazzini— del gran conflicto entre la escuela romántica y la clásica, que podría con igual verdad ser llamado un conflicto entre los partidarios de la libertad y de la autoridad.» La escuela romántica fue pagana en Italia y católica en Alemania, pero en las dos tuvo el efecto común de fomentar la historia y la literatura nacional, y Dante fue una autoridad tan grande para los demócratas italianos como para los líderes del resurgimiento medieval en Viena, Munich y Berlín. Pero ni la influencia de los exiliados, ni la de los poetas y críticos del nuevo partido, tuvo acogida entre las masas. Fue una secta sin simpatía ni fuerza popular, una conspiración fundada no en un agravio, sino en una doctrina. Cuando el intento de insurrección tuvo lugar en Saboya, en 1834, bajo el estandarte con el lema «Unidad, Independencia, Dios y Humanidad  », el pueblo quedó perplejo ante su objetivo e indiferente ante su fracaso. Pero Mazzini continuó su propaganda, desarrolló su Giovine Italia en una Giovine Europa, y fundó en 1847 la Liga Internacional de Naciones. «El pueblo —dijo en su discurso inaugural— está penetrado por una sola idea: la unidad y nacionalidad... No hay un problema internacional por lo que respecta a las formas de gobierno, sino sólo un problema nacional.»

La revolución de 1848, fracasada en su objetivo nacional, preparó las victorias posteriores de la nacionalidad de dos maneras. La primera de ellas fue la restauración del poder austriaco en Italia, con una nueva y más enérgica centralización, que no dio esperanzas de libertad. Mientras este sistema prevaleció, el derecho estaba del lado de las aspiraciones nacionales, que eran revividas por Manin en una forma más completa y culta. La política del gobierno austriaco, que fracasó durante sus diez años de reacción en su intento de transformar la posesión por la fuerza en una posesión por el Derecho y en el de establecer con instituciones libres la base de la lealtad, dio un impulso negativo a la teoría. Privó a Francisco José de todo soporte y simpatía activa en 1859 porque verdaderamente él estaba más equivocado en su conducta que sus enemigos en sus doctrinas. La causa real de la energía que la teoría nacional ha adquirido es, sin embargo, el triunfo del principio democrático en Francia y su reconocimiento por las potencias europeas. La teoría de la nacionalidad está envuelta en la teoría democrática de la soberanía de la voluntad general. «Uno difícilmente sabe para qué otra cosa tendría libertad una porción de la raza humana sino es para decidir con cuál de los diversos cuerpos colectivos de seres humanos elige asociarse.»[273] Es este el hecho por el que una nación se constituye a sí misma. La unidad es necesaria para tener voluntad colectiva, y la independencia es el requisito para afirmarla. Unidad y nacionalidad son todavía más esenciales para la noción de soberanía del pueblo que la destitución de los monarcas o la derogación de las leyes. Actos arbitrarios de esta clase pueden ser impedidos por la felicidad del pueblo o la popularidad del rey, pero una nación inspirada por la idea democrática no puede con coherencia permitir que una parte de ella pertenezca a un Estado extranjero, o que el conjunto sea dividido en varios Estados nativos. La teoría de la nacionalidad, por lo tanto, procede de los dos principios que dividen el mundo político: el de la legitimidad, que ignora sus demandas, y el de la revolución, que las asume. Por la misma razón es la principal arma de esta última contra la primera.

El seguimiento del crecimiento exterior y visible de la teoría nacional nos ha preparado para un examen de su carácter y valor político. El absolutismo, que la ha creado, niega igualmente aquel derecho absoluto de la unidad nacional que es producto de la democracia, y aquella exigencia de libertad nacional que pertenece a la teoría de la libertad. Estos dos puntos de vista de la nacionalidad, que corresponden a los sistemas francés e inglés, están conectados solamente por el nombre, y son en realidad los extremos opuestos del pensamiento político. En un caso, la nacionalidad está fundada en la perpetua supremacía de la voluntad colectiva, cuya necesaria condición es la unidad de la nación ante la cual cualquier otro interés debe ceder, y en contra de la cual ninguna obligación goza de autoridad y toda resistencia es tiránica. La nación es aquí una unidad ideal fundada en la raza, en desafío a las acciones modificadoras de causas externas, de la tradición, y de los derechos existentes. La nación está por encima de los derechos y deseos de los habitantes, absorbiendo sus intereses divergentes en una unidad ficticia; sacrifica sus inclinaciones y deberes diversos a la exigencia prioritaria de la nacionalidad, y aplasta todos los derechos naturales y todas las libertades establecidas con el fin de reivindicarse a sí misma.[274] Siempre que un único y definido objeto se convierte en el fin supremo del Estado —sea la ventaja de una clase, la seguridad o el poder del país, la mayor felicidad del mayor número, o la defensa de cualquier idea especulativa—, el Estado deviene inevitablemente absoluto en esa situación. Solamente la libertad demanda para su realización la limitación de la autoridad pública, pues la libertad es el único objetivo que beneficia a todos igualmente y no despierta una verdadera oposición. En defensa de las pretensiones de unidad nacional hay que derrocar gobiernos aunque su título sea perfectamente legítimo y su política sea benéfica y equitativa, y los súbditos tienen que ser obligados a transferir su lealtad a una autoridad con la que ellos no tienen ningún vínculo y que podría ser prácticamente una dominación extranjera. Sin conexión alguna con esta teoría, excepto en la enemistad común del Estado absoluto, está la teoría que representa la nacionalidad como un elemento esencial, pero no supremo, en la determinación de las formas del Estado. Se distingue de aquella otra, porque ésta tiende a la diversidad y no a la uniformidad, a la armonía y no a la unidad, porque se dirige no a un cambio político arbitrario sino a un cuidadoso respeto por las condiciones ya existentes de la vida política, y porque se somete a las leyes y los resultados de la historia, no a las aspiraciones de un ideal para el futuro. Mientras la teoría de la unidad hace de la nación una fuente de despotismo y revolución, la teoría de la libertad la ve como el baluarte del autogobierno y el principal límite al excesivo poder del Estado. Los derechos privados, que son sacrificados a la unidad, quedan preservados por la unión de naciones. Ningún poder puede resistir tan eficientemente las tendencias de centralización, corrupción y absolutismo como aquella comunidad que es la más grande que puede ser incluida en un Estado, que impone a sus miembros una consistente similitud de carácter, interés y opinión, y que frena la acción del soberano mediante el influjo de un patriotismo dividido. La presencia de diferentes naciones bajo la misma soberanía es similar en sus efectos a la independencia de la Iglesia dentro del Estado. Es un recurso contra el servilismo, que florece bajo la sombra de una única autoridad, al equilibrar los intereses, multiplicar las asociaciones, y dar al sujeto la moderación y el apoyo de una opinión plural. Asimismo promueve la independencia mediante la formación de grupos definidos de opinión pública y mediante la provisión de una gran fuente y centro de sentimientos políticos y de nociones del deber no derivadas de la voluntad soberana. La libertad promueve la diversidad y la diversidad preserva la libertad al aportar medios de organización. Todos estos aspectos del Derecho, que gobiernan las relaciones de los hombres entre sí y regulan la vida social, son el resultado variado de las costumbres nacionales y la creación de la sociedad privada. En estas cosas, por lo tanto, las distintas naciones pueden diferir unas de las otras, pues se han producido a sí mismas y no se deben al Estado que las gobierna a todas. Esta diversidad en el mismo Estado es una firme barrera contra la expansión del gobierno más allá de la esfera política que es común a todas y contra su intromisión en el ámbito social que se queda fuera de la legislación y es regulado por leyes consuetudinarias. Este tipo de interferencia es característico de un gobierno absoluto, y es seguro que va a terminar provocando una reacción, y finalmente una salida. Es seguro que esta intolerancia de la libertad social, connatural al absolutismo, encuentra en las diversidades nacionales un correctivo que ninguna otra fuerza podría proveer tan eficientemente. La coexistencia de diferentes naciones bajo el mismo Estado es una prueba de su libertad así como la mejor garantía de la misma. Es además uno de los principales instrumentos de civilización y, en cuanto tal, está dentro del orden natural y providencial e indica un estado más avanzado que la unidad nacional: es el ideal del liberalismo moderno.

La combinación de diferentes naciones en un Estado es una condición de la vida civilizada tan necesaria como la combinación de los hombres en sociedad. Las razas inferiores son elevadas mediante la convivencia en una unión política con razas intelectualmente superiores. Naciones agotadas y decadentes reviven por el contacto con una vitalidad más joven. Naciones en las que los elementos de organización y la capacidad para el gobierno se han perdido, ya sea por la influencia desmoralizante del despotismo o por la acción desintegradora de la democracia, son restauradas y educadas de nuevo bajo la disciplina de una raza más fuerte y menos corrompida. Este proceso fertilizante y regenerador sólo puede ser obtenido viviendo bajo un gobierno. Es en la fragua del Estado donde tiene lugar la fusión, mediante la cual el vigor, el conocimiento y la capacidad de una porción de humanidad puede ser comunicada a otra. Donde los límites políticos y nacionales coinciden, la sociedad deja de progresar y las nacionesrecaen en una condición que corresponde a la de los hombres que renuncian al trato con sus semejantes. La diferencia entre los dos une a la humanidad no sólo por los beneficios que confiere a los que viven juntos, sino porque conecta la sociedad por un lazo político o nacional y da a cada pueblo un interés en sus vecinos, sea porque están bajo el mismo gobierno, sea porque pertenecen a la misma raza, y así promueve los intereses de la humanidad, de la civilización y de la religión.

La cristiandad se complace con la mezcla de razas como el paganismo se identifica con sus diferencias, porque la verdad es universal y los errores son diversos y particulares. En el mundo antiguo la idolatría y la nacionalidad iban juntas, y en la Sagrada Escritura se aplica el mismo término a los dos. Fue misión de la Iglesia superar las diferencias nacionales. El periodo de su supremacía indiscutida fue aquel en que toda la Europa Occidental obedecía las mismas leyes, toda la literatura estaba expresada en una lengua, la unidad política de la cristiandad estaba personificada en una única autoridad, y su unidad intelectual estaba representada en la universidad única. Mientras los antiguos romanos completaron sus conquistas llevándose los dioses del pueblo conquistado, Carlomagno venció la resistencia nacional de los sajones solamente por la destrucción coactiva de sus ritos paganos. De aquel periodo medieval y de la acción combinada de la raza germánica y de la Iglesia nació un nuevo sistema de naciones y una nueva concepción de la nacionalidad. La naturaleza fue superada tanto en la nación como en el individuo. En tiempos paganos e incultos las naciones se distinguían unas de otras por la más amplia diversidad, no solamente en religión, sino en costumbres, idioma y carácter. Bajo la nueva ley tenían muchas cosas en común: las viejas barreras que las separaban fueron removidas, y el nuevo principio de autogobierno, que impuso el cristianismo, les permitió vivir juntas bajo la misma autoridad sin perder necesariamente sus queridos hábitos, costumbres, o leyes. La nueva idea de libertad hizo sitio para diferentes razas en un solo Estado. Una nación ya no fue nunca más lo que había sido en el mundo antiguo, la descendencia de un ancestro común o el producto autóctono de una región particular, es decir, un resultado de causas meramente físicas y materiales, sino un ser moral y político; no la creación de una unidad geográfica o fisiológica, sino una unidad desarrollada en el curso de la historia mediante la acción del Estado. Derivada del Estado, no superior a él. En el transcurso del tiempo un Estado puede producir una nacionalidad, pero que una nacionalidad deba constituir un Estado es contrario a la naturaleza de la civilización moderna. La nación deriva sus derechos y su poder de la memoria de una anterior independencia.

En este aspecto la Iglesia se ha puesto de acuerdo con la tendencia del progreso político y ha desanimado, donde ha podido, el aislamiento de las naciones, instruyéndolas sobre sus deberes mutuos y contemplando la conquista y la investidura feudal como los medios naturales de elevar naciones bárbaras o hundidas a un nivel más alto. Aunque la Iglesia nunca ha atribuido a la independencia nacional una inmunidad frente a las consecuencias accidentales de la ley feudal, a las demandas de reclamaciones hereditarias o a los arreglos testamentarios, defiende la libertad nacional contra la uniformidad y centralización con una energía inspirada en la idea de la perfecta comunidad de intereses. Pues el mismo enemigo amenaza a los dos: el Estado que sea reacio a tolerar diferencias y hacer justicia al carácter peculiar de diferentes razas tiene por la misma causa que interferir en el gobierno interno de la religión. La conexión de la libertad religiosa con la emancipación de Polonia o Irlanda no es meramente el resultado accidental de causas locales, y el fracaso del Concordato para unir los súbditos de Austria es la consecuencia natural de una política que no deseaba proteger las provincias en su diversidad y autonomía, sino que buscaba sobornar a la Iglesia con favores en vez de reforzarla con su independencia. De esta influencia de la religión en la historia moderna ha nacido una nueva definición de patriotismo.

La diferencia entre la nacionalidad y el Estado aparece en la naturaleza de la adhesión patriótica. Nuestra conexión con la raza es meramente natural o física, mientras que nuestros deberes para con la nación política son éticos. Aquélla es una comunidad de afectos e instintos infinitamente importantes y poderosos en la vida salvaje, pero que son más propios del animal que del hombre civilizado; ésta es una autoridad que gobierna con leyes, que impone obligaciones, y que da sanción y carácter moral a las relaciones naturales de la sociedad. El patriotismo es en la vida política lo que la fe es en la religión, y está emparentado con los sentimientos familiares y con la nostalgia del hogar como la fe con el fanatismo y la superstición. Tiene un aspecto derivado de la vida privada y de la naturaleza, pues es una extensión de los sentimientos familiares, como la tribu es una extensión de la familia. Sin embargo, en su verdadero carácter político, el patriotismo consiste en la transformación del instinto de autoconservación en un deber moral que puede incluir el propio sacrificio. La autoconservación es tanto un instinto como un deber, natural e involuntaria por un lado, y una obligación moral por otro. Por el primero da lugar a la familia; por el segundo da lugar al Estado. Si la nación pudiera existir sin el Estado, sujeta solamente al instinto de autoconservación, sería incapaz de negar, controlar, o sacrificarse; sería un fin y una norma para sí misma. Pero en el orden político se realizan objetivos morales y se buscan fines públicos a los cuales han de ser sacrificados intereses privados e incluso la existencia. El gran signo del verdadero patriotismo, la evolución del egoísmo hasta el sacrificio, es el producto de la vida política. Aquel sentido del deber que es proporcionado por la raza no está enteramente separado de su base egoísta e instintiva, y el amor del país, como el amor matrimonial, se basa al mismo tiempo en un fundamento material y en otro moral. El patriota tiene que distinguir entre las dos causas u objetos de su devoción. El apego que se da solamente al país es como la obediencia que se da solamente al Estado: una sumisión a influencias físicas. El hombre que antepone su país a todo otro deber muestra el mismo espíritu que el hombre que cede todo derecho al Estado. Ambos niegan que el Derecho es superior a la autoridad.

Hay un país moral y político, en palabras de Burke, distinto del geográfico, que puede entrar en colisión con él. Los franceses que se alzaron en armas contra la Convención eran tan patriotas como los ingleses que tomaron las armas contra el rey Carlos, pues reconocían un deber más alto que el de la obediencia al soberano existente. «Si queremos relacionarnos con Francia —dijo Burke—, si intentamos tratar con ella o pensar en cualquier proyecto relativo a ella, es imposible que queramos decir la Francia geográfica; necesariamente queremos decir siempre el país moral y político... La verdad es que Francia está fuera de sí: la Francia moral está separada de la geográfica. El señor de la casa ha sido expulsado y los ladrones han tomado posesión. Si buscamos el pueblo de Francia en corporación, existiendo como corporación ante los ojos del Derecho público (aquel pueblo corporativo, quiero decir, que es libre para deliberar y para decidir, y que tiene capacidad de tratar y concluir), está en Flandes y Alemania, en Suiza, España, Italia e Inglaterra. Son todos los príncipes de sangre, todos los órdenes del Estado, todos los parlamentos del reino... Estoy seguro que si la mitad de aquellos que corresponden a esta descripción fueran expulsados de este país, apenas quedaría nada que yo pudiera llamar el pueblo de Inglaterra.»[275] Rousseau establece casi la misma distinción entre el país al cual pertenecemos por casualidad y aquel que cumple para nosotros las funciones políticas del Estado. En el Emilio tiene una frase cuyo sentido no es fácil dar en una traducción: «Qui n’a pas une patrie a du moins un pays.» Y en su opúsculo sobre Economía Política escribe: «¿Cómo van los hombres a amar su país si para ellos no es nada más que lo que es para los extranjeros, y les proporciona solamente aquello que no puede rehusar a nadie?» En el mismo sentido dice un poco más adelante: «La patrie ne peut subsister sans la liberté.»[276]

La nacionalidad formada por el Estado es, por tanto, la única para la cual tenemos deberes políticos, y es, pues, la única que tiene derechos políticos. Los suizos son etnológicamente franceses, italianos o alemanes, pero ninguna nacionalidad tiene la más mínima pretensión sobre ellos, excepto la nacionalidad puramente política de Suiza. El Estado toscano o el napolitano han formado una nacionalidad, pero los ciudadanos de Florencia y de Nápoles no tienen comunidad política entre sí. Hay otros Estados que no han tenido éxito ni en absorber las distintas razas en una nacionalidad política, ni en separar un distrito particular de una nación grande. Austria y México son ejemplos por un lado, Parma y Baden por el otro. El progreso de la civilización tiene muy poco que ver con este último tipo de Estados. Para mantener su integridad tienen que ligarse por confederaciones o alianzas de familia a potencias más grandes y así perder algo de su independencia. Su tendencia es aislar y encerrar a sus habitantes, estrechar el horizonte de sus visiones y achicar en algún grado las dimensiones de sus ideas. La opinión pública no puede mantener su libertad y pureza en tan reducidas dimensiones, y los temas que nacen en comunidades más extensas pasan de largo sobre un territorio tan reducido. En una población pequeña y homogénea apenas hay sitio para una clasificación natural de la sociedad o para grupos internos de intereses que pongan límites al poder soberano. El gobierno y los súbditos luchan con armas prestadas. Los recursos de uno y las aspiraciones de los otros se derivan de alguna fuente externa y la consecuencia es que el país se convierte en el instrumento y el escenario de conflictos en los que no está interesado. Estos Estados, como las minúsculas comunidades de la Edad Media, sirven a un propósito al constituir distritos y garantías de autogobierno en los Estados más extensos, pero son impedimentos para el progreso de la sociedad, que depende de la mezcla de razas bajo los mismos gobiernos.

La vanidad y el peligro de las demandas nacionales no fundadas en una tradición política sino sólo en la raza aparecen en México. Allí las razas están divididas por la sangre, sin haber sido agrupadas en diferentes regiones. Por lo tanto, ni es posible unirlas ni convertirlas en los elementos de un Estado organizado. Son fluidas, informes y desconectadas, y no pueden ser transformadas para incluirlas en la base de las instituciones políticas. Como no pueden ser empleadas por el Estado, tampoco pueden ser reconocidas por él; y sus cualidades peculiares, capacidades, pasiones y vínculos no valen para nada y, por tanto, no obtienen ninguna consideración. Son ignoradas necesariamente y, por consiguiente, perpetuamente ultrajadas. De esta dificultad de razas con pretensiones políticas pero sin posición política ha escapado el mundo oriental mediante la institución de las castas. Donde hay solamente dos razas, queda el recurso a la esclavitud; pero cuando diferentes razas habitan los diferentes territorios de un Imperio compuesto de varios Estados más pequeños, es, de todas las combinaciones posibles, la más favorable para el establecimiento de un sistema de libertad altamente desarrollado. En Austria hay dos circunstancias que añaden dificultades al problema, pero también aumentan su importancia. Las diferentes nacionalidades están en muy distintos grados de desarrollo y no hay una única nación que sea tan predominante como para colocarse por encima de o absorber a las otras. Estas son las condiciones necesarias para que se dé el más alto grado de organización que un régimen es capaz de recibir. Proporcionan la variedad más grande de recursos intelectuales, el incentivo permanente para el progreso que es el resultado no solamente de la competición sino también del espectáculo de un pueblo más avanzado, los elementos más abundantes de autogobierno, combinados con la imposibilidad de que el Estado gobierne para regular todo según su propia voluntad, y la más completa seguridad para la preservación de las costumbres locales y los antiguos derechos. En un tal país, la libertad conseguiría sus resultados más gloriosos, mientras que la centralización y el absolutismo serían su destrucción.

La necesidad de admitir las demandas nacionales hace que el problema que tiene que afrontar el gobierno de Austria sea más complejo que el que ya está resuelto en Inglaterra. El sistema parlamentario falla al querer atenderlas, puesto que presupone la unidad del pueblo. De ahí que, en aquellos países en los que habitan juntas diferentes razas, el sistema parlamentario no ha satisfecho sus deseos y es contemplado como una forma imperfecta de libertad. Saca a la luz más claramente que antes las diferencias que no reconoce, y así continúa la obra del antiguo absolutismo, y aparece como una fase nueva de la centralización. En esos países, por tanto, el poder del Parlamento imperial tiene que ser limitado con tanto cuidado como el poder de la corona, y muchas de sus funciones tienen que ser transferidas a dietas provinciales y a una serie descendente de autoridades locales.

La gran importancia de la nacionalidad en el Estado consiste en el hecho de que es la base de la capacidad política. El carácter de una nación determina en gran medida la forma y la vitalidad del Estado. Ciertos hábitos políticos y ciertas ideas políticas pertenecen a naciones concretas y varían con el curso de la historia nacional. Un pueblo que está justamente emergiendo del barbarismo o un pueblo gastado por los excesos de una civilización de molicie no puede poseer los medios de gobernarse a sí mismo; un pueblo entregado a la igualdad o a la monarquía absoluta es incapaz de producir una aristocracia; un pueblo contrario a la institución de la propiedad privada carece del primer elemento de la libertad. Cada uno de ellos puede ser convertido en miembro eficiente de una comunidad libre sólo por el contacto con una raza superior en cuyo poder han de residir los proyectos futuros del Estado. Un sistema que ignora estas cosas y que no tiene apoyo en el carácter y actitud del pueblo, no tiene como objetivo que éste pueda administrar sus propios asuntos, sino simplemente que sea obediente al mando supremo. La negación de la nacionalidad, por tanto, implica la negación de la libertad política.

El mayor adversario de los derechos de la nacionalidad es la teoría moderna de la nacionalidad. Al hacer que el Estado y la nación coincidan una con la otra en teoría, reduce prácticamente a la condición de súbditos todas las otras nacionalidades que puedan existir dentro de las fronteras. No puede admitirlas a una igualdad con la nación dirigente que constituye el Estado, porque el Estado entonces cesaría de ser nacional, lo cual sería una contradicción del principio de su existencia. Por lo tanto, de acuerdo con el grado de humanidad y civilización que haya en el cuerpo dominante que reclama todos los derechos de la comunidad, las razas inferiores son exterminadas, o reducidas a servidumbre, o puestas fuera de la ley, o puestas en una condición de dependencia.

Si aceptamos que el establecimiento de la libertad para la realización de deberes morales es el fin de la sociedad civil, tenemos que concluir que son sustancialmente más perfectos aquellos Estados que, como los Imperios británico y austriaco, incluyen varias nacionalidades distintas sin oprimirlas. Aquellos en los que no se ha dado mixtura de razas son imperfectos. Y aquellos en los que sus efectos han desaparecido son decrépitos. Un Estado que es incapaz de dar satisfacción a las distintas razas se condena a sí mismo. Un Estado que trabaja para neutralizarlas, absorberlas o expulsarlas, destruye su propia vitalidad. Un Estado que no las incluye está desprovisto de la principal base de autogobierno. La teoría de la nacionalidad, por lo tanto, es un paso atrás en la historia. Es la forma más avanzada de la revolución y ha de mantener su poder hasta el final del periodo revolucionario, cuya proximidad anuncia. Su gran importancia histórica depende de dos causas principales.

Primero, es una quimera. La institucionalización a la que aspira es imposible. Puesto que nunca puede ser completamente satisfecha y siempre continúa insistiendo, impide al gobierno que vuelva a caer en la condición que provocó su aparición. El peligro es demasiado amenazador y el poder sobre las mentes de los hombres es demasiado grande para permitir que perdure cualquier sistema que justifique la resistencia de la nacionalidad. Tiene que contribuir, por tanto, a obtener lo que en teoría condena: la libertad de las diferentes nacionalidades como miembros de una comunidad soberana. Esta es una función que ninguna otra fuerza podría prestar, puesto que al mismo tiempo es un correctivo de la monarquía absoluta, de la democracia, y del constitucionalismo, así como de la centralización que es común a los tres. Ni el sistema monárquico ni el revolucionario ni el parlamentario pueden lograr este objetivo; todas las ideas que han despertado entusiasmo en tiempos pasados son impotentes para este fin, excepto la nacionalidad.

Y segundo, la teoría nacional marca el fin de la doctrina revolucionaria y su lógica consunción. Al proclamar la supremacía de los derechos de la nacionalidad, el sistema de igualdad democrática va más allá de sus propios límites y cae en contradicción consigo mismo. Entre la fase democrática y la nacional de la revolución ha entrado en liza el socialismo que ha llevado las consecuencias del principio hasta el absurdo. Pero esa fase ya ha pasado. La revolución sobrevivió a su criatura y produjo un ulterior resultado. La nacionalidad es más avanzada que el socialismo, porque es un sistema más arbitrario. La teoría socialista se esforzó por dar un remedio a la existencia del individuo abrumado bajo las terribles cargas que la moderna sociedad acumula sobre el trabajo. No es meramente un desarrollo de la noción de igualdad, sino un refugio contra la miseria real y el hambre. Aunque la solución fuera falsa, era una demanda razonable que el pobre debía ser salvado de la destrucción, y si la libertad del Estado era sacrificada a la seguridad del individuo, se habría conseguido, al menos en teoría, el objetivo más inmediato. Pero la nacionalidad no aspira ni a la libertad ni a la prosperidad; sacrifica ambas a la imperiosa necesidad de hacer que la nación sea el molde y la medida del Estado. Su avance estará marcado con ruinas materiales y morales, el precio para que esta nueva invención pueda prevalecer sobre las obras de Dios y los intereses de la humanidad. No hay un principio de cambio ni es concebible una fase de especulación política más absorbente, más subversiva o más arbitraria que la nacionalidad. Es un rechazo de la democracia, porque pone límites al ejercicio de la voluntad popular y lo sustituye por un principio más alto. Impide no sólo la división, sino la extensión del Estado. Impide terminar una guerra con una conquista, y obtener una seguridad a cambio de paz. Así, después de entregar el individuo a la voluntad colectiva, el sistema revolucionario hace que la voluntad colectiva se sujete a condiciones que son independientes de ella, y rechaza toda ley, sólo para ser controlado por factores accidentales.

Por tanto, aunque la teoría de la nacionalidad es más absurda y criminal que la teoría del socialismo, tiene una importante misión en el mundo, y marca el conflicto último y, por tanto, el final de las dos fuerzas que son los peores enemigos de la libertad civil: la monarquía absoluta y la revolución. [Traducción de Fernando Prieto]

Notas al pie de página

[269]

Es la derrota definitiva de los Estuardo (jacobitas porque la dinastía comienza con Jacobo I) que lucharon por recuperar la corona que habían perdido en 1688 (N. del T.).


[270]

«Observations of the Conduct of the Minority», Works, V. 112.


[271]

Hay algunas ideas notables sobre nacionalidad en los Escritos Políticos del Conde de Maistre: «En premier lieu les nations sont quelque chose dans le monde, il n’est pas permis de les compter pour rien, de les affliger dans leurs convenances, dans leurs affections, dans leurs intérêts les plus chers... Or le traité du 30 mai anéantit complétement la Savoie; il divise l’indivisible; il partage en trois portions une malhereuse nation de 400.000 hommes, une par la langue, une par la religion, une par le caractère, une par l’habitude invétérée, une enfin par les limites naturelles... L’union de nations ne souffre pas de difficultés sur la carte géographique, mai dans la réalité, c’est autre chose; il y a des nations immiscibles... Je lui parlai par occasion de l’esprit italien qui s’agite dans ce moment; il (Count Nesselrode) me répondit: “Oui, Monsieur; mais cet esprit est un grand mal, car il peut gêner les arrangements de l’Italie.”» (Correspondance Diplomatique de J. de Maistre, ii. 7, 8, 21, 25). En el mismo año, 1815, Görres escribió: «In Italien wie allerwarts ist das Volk gewecht; es will etwas grossartiges, es will Ideen haben, die, wenn es sie auch nicht ganz begreift, doch einen freien unendlichen Gesichtskreis seiner Einbildung eröffnen... Es ist reiner Naturtrieb, dass ein Volk, also scharf und deutlich in seine natürlichen Gränzen eingeschlossen, aus der Zerstreuung in die Einheit sich zu sammeln sucht.» (Werke, ii. 20).


[272]

Considerations on Representative Government, p. 298.


[273]

Mill, Considerations, p. 296.


[274]

«Le sentiment d’indépendance nationale est encore plus général et plus profondément gravé dans le coeur des peuples que l’amour d’une liberté constitutionnelle. Les nations les plus soumises au despotisme éprouvent ce sentiment avec autant de vivacité que les nations libres; les peuples les plus barbares le sentent même encore plus vivement que les nations policées.» (L’Italie au Dix-neuvième Siècle, p. 148, París 1821).


[275]

«Remarks on the Policy of the Allies» (Works, V, 26, 29, 30).


[276]

Oeuvres, i. 593, 595, ii. 717. Bossuet, en un pasaje de gran belleza sobre el amor al país, no logra acercarse a la definición política de la palabra: «La société humaine demande qu’on aime la terre où l’on habite ensemble, ou la regarde comme une mère et une nourrice commune.. Les hommes en effet se sentent liés par quelque chose de fort, lorsqu’ils songent, que la même terre qui les a portés et nourris étant vivants, les recevra dans son sein quand ils seront morts» («Politique tirée de l’Escriture Sainte», Oeuvres, X. 317).