Ensayos sobre la libertad y el poder

Ensayos sobre la libertad y el poder
Autor: 
John Emerich Edward Dalberg-Acton

John Emerich Edward Dalberg-Acton (1834 - 1902) fue un político y escritor inglés, así como también uno de los más grandes historiadores liberales de todos los tiempos. Su temática fue "la historia de la libertad" y a pesar de que nunca fue capaz de completar una obra maestra bajo ese título, escribió numerosos ensayos, reseñas literarias y conferencias acerca del tema. También inspiró la publicación de múltiples volúmenes de Cambridge Modern History.

Pocos reconocían los peligros del poder político tan claramente como Lord Acton. Él comprendía que los gobernantes colocan sus intereses por encima de todo y que harían prácticamente cualquier cosa para mantenerse en el poder. Acton afirmaba que la libertad individual era el estándar moral por el cual los gobiernos deben ser juzgados.

Edición utilizada:

Acton, John Emerich Edward Dalberg. Ensayos sobre la libertad y el poder. Madrid: Unión Editorial, 2011.

Este título está disponible en los siguientes formatos:
HTML Esta versión ha sido adaptada del texto original. Se hizo todo lo posible por trasladar las características únicas del libro impreso, al medio HTML.
HTML por capítulo Ver este título un capítulo a la vez
PDF facsímile 1.14 MB Este es un facsímile, o PDF, creado de imágenes escaneadas del libro original.
PDF libro electrónico 1.07 MB Este PDF basado en texto o libro electrónico fue creado de la versión HTML de este libro y forma parte de la Biblioteca Portátil de la Libertad.

Si desea comprar la versión física de esta obra, lo puede hacer visitando la página de Unión Editorial aquí.

Información de Copyright:

© 1998 de Unión Editorial, S.A. El copyright de esta edición española, tanto en formato impreso como electrónico, pertenece a Unión Editorial. Es reproducida aquí con la debida autorización y no puede ser reproducida en ninguna manera sin una autorización escrita.

Declaración de uso apropiado:

Este material se encuentra disponible en línea con el fin de promover los objetivos educativos del Liberty Fund, Inc. y el Cato Institute. Al menos que se manifieste lo contrario en la sección de Información de Copyright de arriba, este material puede ser usado libremente para fines educativos y académicos. Bajo ninguna circunstancia puede ser utilizado con fines de lucro.

Capítulo XI: La democracia en Europa

Capítulo XI

La democracia en Europa

Apenas treinta años separan la Europa de Guizot y de Metternich de los tiempos en que en Francia y en la Alemania unificada se ha instaurado el sufragio universal. Tiempos en los que un insurgente condenado en 1848 es ministro constitucional de Austria; en los que los amigos de Mazzini gobiernan Italia desde los Alpes hasta el Adriático, y en los que los políticos que rechazaron las temeridades de Peel han duplicado la circunscripción electoral en Inglaterra. Si hubiese vivido para verlo, el filósofo que proclamó la ley del progreso constante e irreprimible de la democracia se habría sorprendido de la exactitud de su profecía.

A lo largo de estos años de cambios revolucionarios Sir Thomas Erskine May ha estado más estrecha y constantemente vinculado al centro de los asuntos públicos que cualquier otro ciudadano inglés, y durante la mayor parte del tiempo su lugar ha estado en la Cámara de los Comunes, donde, como Canuto, ha estado observando la marea creciente. Pocos hombres estarían mejor preparados que él para escribir la historia de la democracia europea, ya que después de estudiar durante tanto tiempo los mecanismos del gobierno popular en la más ilustre de las asambleas en la cúspide de su poder, ha escrito su historia y mostrado al mundo sus métodos.

No es extraño que no se haya acometido antes una tarea tan delicada y laboriosa. La democracia es una corriente gigantesca alimentada por muchos torrentes. Causas físicas y espirituales han contribuido a aumentar su caudal; mucho han contribuido las teorías económicas, y más aún las leyes económicas. Algunas veces la doctrina ha sido la fuerza impulsora; otras, los hechos. Y el error ha sido tan poderoso como la verdad.

En alguna ocasión ha sido la legislación, en otras un libro, un invento o un crimen, lo que ha determinado el progreso popular. Podemos trazar su origen hasta llegar a la influencia de los metafísicos griegos, o de los juristas romanos, de la costumbre de los bárbaros y la ley eclesiástica, de los reformadores y de los filósofos que rechazaron las sectas. La escena ha ido cambiando a medida que una nación sucedía a otra, y durante la época de mayor estancamiento de la vida europea fue el nuevo mundo el que acumuló las fuerzas que han transformado el viejo.

Una historia que rastreara, de principio a fin, todas las sutiles conexiones podría ser realmente valiosa, pero no como tributo a la paz y la reconciliación. Pocos descubrimientos resultan tan irritantes como aquellos que exponen el pedigrí de las ideas. Las definiciones agudas y los análisis despiadados levantarían el velo bajo el cual la sociedad oculta sus divisiones; daría lugar a disputas políticas tan violentas que sería imposible llegar a ningún compromiso y harían de las alianzas políticas algo sumamente precario. La pasión de las disputas sociales y religiosas envenenaría la política.

Sir Erskine May escribe para todos aquellos que se encuentran dentro de los amplios márgenes de nuestra constitución. Su opinión huye de los extremos, se aleja de la discusión de las teorías y, por su convencimiento de que las leyes dependen mucho de la condición de la sociedad y poco de las nociones y disputas que no se basan en la realidad, examina su objeto a la luz de las instituciones. Confiesa que no cree ni siquiera en la influencia de Locke, y se preocupa poco por investigar hasta qué punto el autogobierno se debe a la Independencia, o la igualdad a los cuáqueros, o cómo afectó a la democracia la doctrina del contrato social, o la teoría de que la felicidad es el fin último de todo gobierno, o la idea de que el trabajo constituye la única fuente de riqueza.

Todos leerán este libro con provecho y prácticamente nadie se sentirá ofendido, porque el autor siempre mantiene los pies sobre la tierra y consigue, sobre la base de un vasto conjunto de hechos escudriñados, aportar la luz del sentido común y de la experiencia consolidada en lugar de dictar sentencias dogmáticas.

A pesar de que insiste en no inculcar ninguna moral, ha expuesto en sus páginas introductorias las ideas que le guían y, de hecho, el lector que no acierte a reconocer la lección del libro en cada uno de sus capítulos lo habrá leído en vano. Sir Erskine May está convencido de que la tendencia del progreso moderno consiste en mejorar las condiciones de las masas, en incrementar su participación en la obra y en los frutos de la civilización, en el bienestar y en la educación, en la autoestima y la independencia, en el conocimiento político y en el poder. Considerada como ley universal de la historia, esta afirmación podría resultar tan visionaria como ciertas generalizaciones de Montesquieu y de Tocqueville; pero con las necesarias restricciones de tiempo y lugar, es algo que indudablemente no se puede rebatir. Otra conclusión sustentada en una inducción más general es que la democracia, al igual que la monarquía, resulta saludable si permanece dentro de unos límites, y fatal si los sobrepasa; que puede ser la mejor aliada de la libertad o su más implacable enemiga según se trate de una democracia mixta o pura. Y esta antigua y elemental verdad del gobierno constitucional se ve reforzada con una variedad de ejemplos emocionantes y sugestivos, desde los tiempos de los patriarcas hasta la Revolución de 1874 que convirtió a la Suiza federal en una democracia ilimitada gobernada directamente por la voz del pueblo.

La distinción entre libertad y democracia, que ocupa gran parte de los pensamientos del autor, no puede dibujarse con demasiada nitidez. Se han asociado en tantas ocasiones la esclavitud y la democracia, que hace ya tiempo un gran historiador consideraba a la primera consustancial a la segunda, y los filósofos de la Confederación del Sur han insistido en esta teoría con sumo fervor. Porque la esclavitud funciona como una franquicia restringida, une el poder a la propiedad y pone dificultades al socialismo, enfermedad de las democracias maduras. El más inteligente de los tiranos griegos, Periandro, no alentaba el empleo de esclavos; y Pericles establece como la prerrogativa distintiva de Atenas el que sus ciudadanos no tuvieran que realizar un trabajo manual. En Roma, al establecimiento de la igualdad política por Licinio le siguió inmediatamente un impuesto sobre la manumisión. La Declaración de Independencia suprimió cuidadosamente la censura a Inglaterra por haber establecido la esclavitud en América, y la Asamblea francesa, habiendo proclamado los derechos del hombre, precisó que dichos derechos no se extendían a las colonias. La controversia sobre la abolición ha hecho familiarizarse a todo el mundo con la afirmación de Burke de que los hombres aprenden lo que vale la libertad al convertirse en propietarios de esclavos.

Desde los tiempos de mayor esplendor de Atenas —los de Anaxágoras, Protágoras y Sócrates— ha existido siempre una extraña afinidad entre la democracia y la persecución religiosa. El acto más sanguinario cometido entre las guerras de religión y la revolución tuvo su origen en el fanatismo de los hombres que vivían bajo la primitiva república de los Alpes réticos, y de los seis cantones democráticos sólo uno toleró a los protestantes, y eso tras una lucha que duró casi dos siglos. De no haber sido por el furioso fanatismo de Gante, las quince provincias católicas se habrían unido en 1578 a la rebelión de los Países Bajos. La democracia de Frisia fue la más intolerante de todos los Estados. Las colonias aristocráticas de América defendieron la tolerancia frente a sus vecinos democráticos, y su triunfo en Rhode Island y Pensilvania fue fruto no de la política sino de la religión. La república francesa se derrumbó porque encontró la lección de la libertad religiosa muy difícil de aprender. Realmente, hasta el siglo XVIII las monarquías la entendieron mejor que los Estados libres. Richelieu admitió este principio al tiempo que ponía los cimientos del despotismo de los Borbones, lo mismo que hicieron los electores de Brandenburgo en la época en que abrazaron el absolutismo. Y, tras la caída de Clarendon, la noción de indulgencia se hizo inseparable del propósito de Carlos II de derribar la constitución.

Un gobierno lo bastante fuerte como para actuar en contra del sentimiento popular puede hacer caso omiso del plausible error de que la prevención es mejor que el castigo precisamente porque puede castigar. Pero un gobierno que depende totalmente de la opinión trata de conocer con seguridad en qué consiste ésta, lucha por controlar las fuerzas que la moldean y teme que el pueblo sea educado en sentimientos hostiles hacia sus instituciones. Cuando el general Grant intentó resolver el problema de la poligamia en Utah, se hizo necesario alterar los jurados nombrando gentiles, pero la Corte Suprema decidió que el procedimiento había sido ilegal y que los prisioneros debían ser puestos en libertad. Incluso el asesino Lee fue absuelto en 1875 por un jurado de mormones.

La democracia moderna presenta muchos problemas, problemas demasiado diferentes y oscuros como para que puedan resolverse sólo con lo que Tocqueville consiguió de las autoridades americanas o de su propia observación. Para comprender por qué las esperanzas y los temores que excita la democracia han sido siempre inseparables, para determinar bajo qué condiciones hace avanzar o retrasar el progreso de los pueblos o el bienestar de los Estados libres, no hay mejor opción que la de seguir el camino que Sir Erskine May ha sido el primero en abrir.

En medio de un despotismo invencible, entre monarquías paternalistas, militares y sacerdotales, un nuevo día amanece con la liberación de la esclavitud de Israel y con la alianza que inició su vida política. Las tribus se desmembraron en comunidades más pequeñas que administraban sus propios asuntos bajo una ley que habían jurado observar, pero en ausencia de un poder civil que la pudiera imponer. Se gobernaban a sí mismos sin una autoridad central, legislatura o sacerdocio dominante, y esta política que bajo las condiciones de una sociedad primitiva hizo realidad algunas de las aspiraciones de la democracia desarrollada, resistió casi trescientos años el constante peligro de la anarquía y el despotismo. La propia monarquía estuvo limitada por esa ausencia de un poder legislativo, por la sumisión del rey a la ley que obligaba a sus súbditos, por la apelación continua de los profetas a la conciencia del pueblo como si se tratara de su guardián, y por el recurso a la deposición. Incluso más adelante, durante el declive de la constitución religiosa y nacional, esas mismas ideas aparecieron con intensa energía en una asociación extraordinaria de hombres que vivían con austeridad y sacrificio, que rechazaban la esclavitud, mantenían la igualdad y ponían la propiedad en común, y que en miniatura constituyeron una república casi perfecta. Pero los Esenios perecieron con la ciudad y el Templo, y durante mucho tiempo el ejemplo de los hebreos sirvió más a la autoridad que a la libertad. Después de la Reforma, las sectas que rompieron resueltamente con la Iglesia y el Estado tal y como habían permanecido desde los tiempos católicos y que buscaron para sus nuevas instituciones una autoridad mayor que la de la costumbre, volvieron a la memoria de una comunidad fundada en un contrato voluntario, en el autogobierno, el federalismo y la igualdad, en la que primaba la elección sobre la herencia y en la que la monarquía constituía un emblema de paganismo; e imaginaron que no existía mejor modelo para ellos que una nación constituida por la religión que no tuviera más legislador que Moisés y que no obedeciera a otro rey que a Dios. Hasta entonces, el pensamiento político había sido guiado por la experiencia pagana.

Entre los griegos, Atenas, la más audaz pionera en el descubrimiento de la democracia, fue la única que prosperó; experimentó los cambios propios de la sociedad griega, pero se enfrentó a ellos de una forma tal que puso de manifiesto su singular genio político. La competencia de las clases por la supremacía, causa de opresión y de derramamiento de sangre en casi todas partes, se convirtió en su caso en una auténtica lucha por la libertad. Y la constitución ateniense se desarrolló, con escasa influencia de las clases bajas, bajo la acción inteligente de los gobernantes, movidos por el razonamiento político más que por la opinión pública. Evitaron los cambios violentos y convulsivos porque el ritmo de sus reformas iba por delante de las demandas del pueblo. Solón, cuyas leyes dieron comienzo al reinado de la inteligencia sobre la fuerza, instituyó la democracia haciendo del pueblo no el administrador sino el origen del poder; no entregó el gobierno al rango o al nacimiento, sino a la tierra, y reguló la influencia política de los terratenientes haciéndoles compartir las cargas del servicio público. A las clases más bajas, que no poseían armas ni pagaban impuestos y que estaban excluidas del gobierno, les concedió el privilegio de elegir y de pedir cuentas a los hombres que les gobernaban, así como el de confirmar o rechazar los actos de la asamblea y los juicios de los tribunales. Aunque encomendó al Areópago la defensa de sus leyes, estipuló que pudieran ser revisadas en función de las necesidades; su ideal era el gobierno de todos los ciudadanos libres; sus concesiones al elemento popular fueron limitadas y cuidadosamente vigiladas; no cedía más de lo que era necesario para garantizar la adhesión de todo el pueblo al Estado, pero admitió principios que iban más allá de las reclamaciones que había atendido. Sólo dio un paso hacia la democracia, pero fue el primero de una larga serie.

A partir de las guerras con Persia —que convirtieron la Atenas aristocrática en un Estado marítimo y que desarrollaron nuevas fuentes de riqueza y un nuevo género de intereses– ya no podría excluirse del poder a la clase que había proporcionado muchos de los barcos y la mayor parte de los hombres que habían salvado la independencia nacional y fundado un imperio. El principio de Solón de que la influencia política debía ser proporcional al servicio público rompió los límites en que lo había confinado, porque el espíritu de su constitución era más fuerte que la letra. La cuarta clase fue admitida en el gobierno, y para que sus candidatos pudieran obtener la parte que les correspondía, y nada más que su parte, y para que no prevaleciera por su número e intereses, se designaron por sorteo muchos funcionarios públicos. La idea que los atenienses se hacían de la república consistía en sustituir el gobierno de los hombres por la supremacía impersonal de la ley. La mediocridad era una salvaguardia frente a las pretensiones del talento superior, porque lo que ponía en peligro el orden establecido no era el ciudadano medio, sino hombres que, como Milcíades, gozaban de una reputación excepcional. El pueblo de Atenas veneraba su constitución como si se tratara de un don de los dioses, como el origen y título de su poder, algo demasiado sagrado para cambiarlo sin motivo alguno. Había exigido un código para que la ley no escrita dejase de ser interpretada de acuerdo con la voluntad de los arcontes y areopagitas; una legislación bien definida y con autoridad era un triunfo de la democracia.

Tan bien se entendió este espíritu conservador que la revolución que abolió los privilegios de la aristocracia fue promovida por Arístides y completada por Pericles, hombres a los que no se les podía reprochar el querer halagar a la multitud. Asociaron a todos los atenienses libres al interés del Estado, y sin distinción de clases los llamaron a administrar los poderes que les pertenecían. Solón había amenazado con la pérdida de la ciudadanía a todos aquellos que se mostraran indiferentes en los conflictos partidistas, y Pericles declaró inútil para la comunidad a todo aquel que rechazara su participación en los asuntos públicos. Para que la riqueza no pudiera conceder ninguna ventaja injusta, para que los pobres no tuvieran que aceptar sobornos de los ricos, el Estado se encargaría de pagarles un sueldo cuando tuvieran que ser miembros de un jurado; para que su número no pudiera otorgarles una superioridad injusta, limitó el derecho de ciudadanía a aquellos que fueran hijos de padre y madre ateniense, y de esta manera expulsó de la asamblea a más de cuatro mil hombres de descendencia mixta. Esta audaz medida, que fue aceptada gracias a la distribución de grano de Egipto entre aquellos que demostraron su completa filiación ateniense, redujo el número de la cuarta clase igualándolo al de los propietarios de bienes raíces. Porque Pericles —o Efialtes, ya que parece ser que todas las reformas se llevaron a cabo en el año 460, cuando Efialtes murió— fue el primer gobernante democrático que entendió la igualdad política. Las medidas que hicieron iguales a todos los ciudadanos podrían haber provocado una nueva desigualdad entre las clases, y el privilegio artificial de la tierra podría haber sido sustituido por la más aplastante preponderancia del número. Pero Pericles sostenía que era intolerable exigir a una parte del pueblo que obedeciera las leyes que otros tenían en exclusiva el derecho de elaborar; y durante treinta años consiguió mantener el equilibrio gobernando con el consentimiento general de la comunidad, resultado del debate libre.

Hizo soberano a todo el pueblo, pero sometió la iniciativa popular a la revisión de un tribunal y estableció una multa para todo aquel que propusiera una medida que pudiera ser contraria a la constitución. La Atenas de Pericles fue la república con más éxito que existió antes de la aparición del sistema representativo. Pero su esplendor terminó con su muerte.

El peligro que para la libertad suponía tanto el predominio del privilegio como el de las mayorías se hizo tan manifiesto que surgió la idea de que la igualdad de fortunas sería el único remedio para prevenir el conflicto de los intereses de clase. Los filósofos Faleas, Platón y Aristóteles sugirieron varias medidas para equilibrar las diferencias entre ricos y pobres. Solón se había empeñado en controlar el aumento de la propiedad y Pericles no solamente reforzó los recursos públicos al colocar a los ricos bajo el control de una asamblea en la que no eran mayoría, sino que además empleó esos mismos recursos para mejorar la condición y el bienestar de las masas; el agravio de aquellos que tenían que pagar impuestos para el beneficio de otros se soportaba fácilmente siempre que los tributos de los confederados llenaran el tesoro. Pero la guerra del Peloponeso redujo los ingresos y privó a Atenas de su sostén. El equilibrio se rompió, y la política consistente en que una clase diera y otra recibiera ya no se recomendaba exclusivamente por el interés de los pobres, sino de acuerdo con la teoría cada vez más generalizada según la cual la riqueza y la pobreza hacen malos ciudadanos, y que la clase media es la que más fácilmente se guía por la razón. Según esta teoría, el modo de hacer que dicha clase sea la predominante consiste en rebajar todo lo que sobresale por encima del nivel medio y elevar lo que queda por debajo. Esta teoría, que se hizo inseparable de la democracia y que tenía tal fuerza que por sí sola parece capaz de destruirla, fue fatal para Atenas, porque hizo que una minoría se inclinara a la traición. La gloria de los demócratas atenienses no reside en haber escapado a las peores consecuencias que se derivaban de su principio, sino en que, habiendo extirpado dos veces la oligarquía usurpadora, pusieron límites a su propio poder; perdonaron a sus enemigos vencidos, abolieron la paga por asistir a la asamblea, establecieron la supremacía de la ley colocando la constitución por encima del pueblo. Supieron distinguir lo que era constitucional de lo que era legal, y decidieron que no se aprobara ninguna ley que no hubiese sido declarada conforme con la constitución.

Las causas que arruinaron la república de Atenas muestran, más que los vicios inherentes a la democracia, las conexiones de la ética con la política. Apenas puede ser democrático un Estado que cuenta únicamente con 30.000 ciudadanos de pleno derecho en una población de 500.000, y que prácticamente está gobernado por cerca de 3.000 personas reunidas en una asamblea pública. El breve triunfo de la libertad ateniense y su rápido declive pertenece a una época que carecía de un criterio fijo del bien y del mal. Una actividad intelectual sin paralelo estaba cuestionando la confianza en los dioses, y de los dioses provenían las leyes; sólo había un pequeño paso desde la sospecha de Protágoras de que los dioses no existían a la afirmación de Critias de que no existe nada que sancione las leyes. Si nada era cierto en el terreno de la teología, tampoco habría ninguna certeza en el de la ética ni ninguna obligación moral. La voluntad del hombre y no la de Dios era la regla de vida, y todos y cada uno de los hombres tenían derecho a hacer todo lo que estuviera en sus manos hacer. La tiranía no era nada malo y era una hipocresía negarse a uno mismo las ventajas que ofrece. La doctrina de los sofistas ni proveía de límites al poder ni de seguridad a la libertad; inspiró el clamor de los atenienses de que nadie debía impedirles hacer lo que desearan, e igualmente inspiró los discursos de hombres como Atenágoras y Eufemo en los que se afirmaba que la democracia puede castigar incluso a hombres que no hayan hecho nada malo, y que nada que resulte ventajoso está mal. Sócrates murió por la reacción que todo esto provocó.

La posteridad escuchó a los discípulos de Sócrates. Su testimonio contra un gobierno que había ejecutado al mejor de sus ciudadanos se conserva religiosamente en obras que compiten con la Cristiandad en su ánimo de influir sobre el pensamiento de los hombres. Grecia ha gobernado el mundo con su filosofía, y la característica más señalada de la filosofía griega es el rechazo de la democracia ateniense. Pero aunque Sócrates ridiculizó la práctica de dejar al azar la elección de los magistrados, aunque Platón admiraba a Critias, un tirano con las manos manchadas de sangre, y aunque Aristóteles juzgaba a Teramenes mejor gobernante que Pericles, a pesar de todo serían estos hombres los que pusieran los cimientos de un sistema más puro y los que se convertirían en legisladores para los Estados del futuro.

La idea principal del método de Sócrates era esencialmente democrática: instaba a los hombres a examinarlo todo mediante una investigación incesante y a no contentarse con el veredicto de la autoridad, la mayoría o la costumbre; a juzgar el bien y el mal no según la voluntad o la opinión de los demás, sino a la luz que Dios había depositado en la razón y en la conciencia de cada hombre. Proclamó que la autoridad se equivocaba a menudo y que no estaba autorizada para silenciar o imponer una convicción, pero no por ello justificó la resistencia. Liberaba el pensamiento de los hombres, no así sus acciones. La sublime historia de su muerte muestra que su desprecio hacia los legisladores no alteró la superstición del Estado.

Platón no sentía ni el patriotismo de su maestro ni su reverencia hacia el poder civil; creía que ningún Estado podría exigir obediencia si no se hacía merecedor de respeto y animaba a los ciudadanos a desdeñar a su gobierno si sus gobernantes no eran sabios. Asignó a la aristocracia de los filósofos un poder ilimitado, pero como ningún gobierno pasaba la prueba de la sabiduría, su alegato a favor del despotismo fue sólo hipotético. Cuando el paso de los años le despertó del fantástico sueño de su República, su confianza en el gobierno divino moderó su intolerancia hacia la libertad humana. Platón no admitiría un gobierno democrático, pero desafió a todas las autoridades existentes a que se justificaran ante un tribunal superior. Deseaba que todas las constituciones fueran profundamente remodeladas y proporcionó lo que más necesitaba la democracia griega: la convicción de que la voluntad del hombre está sometida a la voluntad de Dios y de que cualquier autoridad civil, salvo la de un Estado imaginario, es limitada y condicional. La prodigiosa vitalidad de sus escritos ha mantenido permanentemente ante la humanidad los peligros manifiestos del gobierno popular, pero también ha preservado la creencia en una política ideal y la idea de juzgar los poderes de este mundo según un modelo celestial. No ha habido nunca mayor enemigo de la democracia, pero tampoco mayor defensor de la revolución.

En su Ética, Aristóteles condena la democracia, incluso la que se basa en el requisito de la propiedad, como el peor de los gobiernos; pero al final de su vida, cuando escribió su Política, se vio obligado, muy a su pesar, a hacer una concesión memorable: para preservar la soberanía de la ley, constituida por la razón y la costumbre de generaciones, y para limitar el terreno de la elección y el cambio, pensó que era mejor que ninguna clase social fuera preponderante, que ningún hombre quedara sometido a otro, que todos debían mandar y todos debían obedecer; recomendó que se distribuyera el poder entre las clases altas y las clases bajas; a las primeras de acuerdo con su propiedad, a las otras según su número, y que el poder se centrara en la clase media. Pensaba que si se combinaban la aristocracia y la democracia en justa proporción, equilibrándose la una con la otra, a nadie le interesaría perturbar la serena majestad de un gobierno impersonal. Para reconciliar los dos principios, admitiría, incluso, que los ciudadanos más pobres pudieran participar en el gobierno y que se les pagara por la carga de los deberes públicos; pero obligaría a los ricos a asumir su parte y se elegiría a los magistrados por votación, no porsorteo. Guiado por su indignación contra las extravagancias de Platón y por su convencimiento respecto a la importancia de los hechos, se convirtió, contra su voluntad, en el exponente profético de una democracia limitada y regenerada. Pero la Política, que para el mundo actual es la más valiosa de sus obras, no tuvo influencia alguna en la Antigüedad, y antes de los tiempos de Cicerón no fue citada nunca. De nuevo desapareció durante muchos siglos. Los comentaristas árabes desconocían su existencia, y en Europa occidental vio la luz por primera vez gracias a Santo Tomás de Aquino, justo en un momento en que una serie de elementos populares comenzaban a modificar el feudalismo, ayudando a emancipar a la filosofía política de las teorías despóticas y a confirmarla en el camino hacia la libertad.

Las tres generaciones de la escuela socrática hicieron más por la futura soberanía popular que todas las instituciones de los Estados de Grecia: reivindicaron la conciencia frente a la autoridad y sometieron a ambas a una ley superior; proclamaron la doctrina de la forma mixta de gobierno que finalmente ha prevalecido sobre la monarquía absoluta y que aún hoy debe enfrentarse a los republicanos y socialistas radicales y a los jefes de innumerables legiones. Pero su concepto de libertad se basaba en la conveniencia, no en la justicia; legislaban para los afortunados ciudadanos de Grecia y no entendían ningún otro principio que extendiera esos mismos derechos a los extranjeros o los esclavos. Ese descubrimiento, sin el cual toda la ciencia política sería meramente convencional, pertenece a los discípulos de Zenón.

La debilidad y la pobreza de su especulación teológica provocó que los estoicos atribuyeran el gobierno del universo no a un incierto designio de los dioses sino a una categórica ley de la naturaleza. Por esa ley —superior a las tradiciones religiosas y a las autoridades nacionales, y que cada hombre puede aprender de un ángel guardián que ni duerme ni se equivoca— todos los hombres son gobernados del mismo modo, todos son iguales, todos están unidos al prójimo en la caridad como miembros de una misma comunidad e hijos de un mismo Dios. La unidad de la raza humana supone la existencia de derechos y obligaciones comunes a todos los hombres que la legislación no puede ni conceder ni retirar. Los estoicos no valoraban las instituciones que varían según la época y el lugar, y su sociedad ideal se parecía más a una Iglesia universal que a un auténtico Estado; en caso de conflicto entre el gobierno y la conciencia, preferían dejarse guiar por la conciencia, y, en palabras de Epícteto, respetaban las leyes de los dioses, no las despreciables leyes de los muertos. Su doctrina sobre la igualdad, la fraternidad, la humanidad, su defensa del individualismo frente a la autoridad política, su rechazo de la esclavitud, salvaba a la democracia de sus limitaciones, la redimía de su carencia de principios y de compasión, que era lo que los griegos le reprochaban. Para la vida diaria preferían una constitución mixta a un gobierno estrictamente popular. Crisipo creía que era imposible agradar al mismo tiempo a los dioses y a los hombres, y Séneca afirmaba que el pueblo era corrupto e inútil y que bajo el gobierno de Nerón lo único que le quedaba a la libertad era la posibilidad de que se acabara con ella. Pero su elevado concepto de la libertad, no como privilegio excepcional sino como derecho natural de la humanidad, sobrevivió en el derecho de las naciones y purificó la justicia de Roma.

Mientras que en Grecia fueron los oligarcas dorios y los reyes macedonios los que acabaron con las libertades, la república romana se vino abajo, no a causa de sus enemigos —pues no había enemigo al que no hubieran conquistado—, sino por sus propios vicios. Roma se libró de muchas de las causas de la inestabilidad y disolución presentes en Grecia —una inteligencia impaciente, la filosofía, el pensamiento independiente, la búsqueda de la gracia y la belleza insustanciales— por múltiples estratagemas sutiles que la protegían contra el gobierno de la mayoría y contra leyes imprevistas. Las batallas constitucionales se repetían una y otra vez y el progreso era tan lento que a menudo las reformas se votaban muchos años antes de que entraran en vigor. La autoridad concedida a los padres, a los amos, a los acreedores, era tan incompatible con el espíritu de la libertad como las prácticas del Oriente servil. El ciudadano romano gozaba del lujo del poder, y su miedo receloso a cualquier cambio que pudiera mermar ese gozo dejaba presagiar una oscura oligarquía. La causa que transformó el dominio de los estrictos y exclusivos patricios en el modelo de la república y que a partir de su descomposición creó el arquetipo de todo despotismo, fue el hecho de que la república romana consistía en dos Estados en uno. La constitución se había elaborado a base de compromisos entre cuerpos independientes, y la seguridad permanente de la libertad consistía en la obligación de cumplir los contratos. La plebe consiguió el autogobierno y una soberanía igual con la ayuda de los tribunos populares, el peculiar, sobresaliente y decisivo invento de la política de Roma. Los poderes concedidos a los tribunos para que actuaran como guardianes de los más débiles estaban mal definidos, pero en la práctica eran irresistibles; no podían gobernar, pero podían detener cualquier gobierno. El primer y último paso en el progreso de los plebeyos no se ganó ni por medio de la violencia ni de la persuasión, sino por medio de la secesión. Y del mismo modo vencieron los tribunos a todas las autoridades del Estado, con el arma de la obstrucción. Licinio consiguió establecer la igualdad democrática paralizando los asuntos públicos durante cinco años. La salvaguardia contra cualquier abuso consistía en el derecho de cada tribuno a vetar los actos de sus colegas; como eran independientes de sus electores y resultaba muy difícil que al menos entre los diez no hubiera un hombre sensato y honesto, éste se convirtió en el instrumento más eficaz que el hombre haya ideado jamás para la defensa de las minorías. Tras la ley Hortensia, que en el año 287 otorgó a la asamblea plebeya una autoridad legislativa coordinada, los tribunos dejaron de representar la causa de una minoría —habían hecho su trabajo.

Sería difícil encontrar un esquema menos plausible o menos esperanzador que este que creó dos legislaturas soberanas una junto a otra dentro de la misma comunidad. Y, sin embargo, impidió eficazmente el conflicto durante siglos y trajo a Roma una época de constante grandeza y prosperidad. No subsistía entre el pueblo ninguna división real que correspondiera a la división artificial del Estado. Pasaron cincuenta años antes de que la asamblea popular hiciera uso de su prerrogativa y aprobara una ley con la oposición del Senado. Polibio no pudo encontrar ni un solo defecto en el sistema, tal y como estaba concebido; parecía reinar una armonía total y pensaba que no podría darse un ejemplo más perfecto de constitución mixta. Pero durante aquellos felices años la causa que acabó con la libertad romana seguía en plena actividad, porque fue el estado de guerra permanente lo que dio lugar a los tres grandes cambios que iban a ser el principio del fin: las reformas de los Graco, la entrega de armas a los pobres y la concesión del sufragio a los pueblos de Italia.

Antes de que los romanos emprendieran la carrera por la conquista del mundo, contaban con un ejército de 770.000 hombres, pero desde ese momento las guerras no dejaron de reclamar ciudadanos. Regiones que en su día estuvieron atestadas de pequeñas propiedades de cuatro o cinco acres, que constituían la unidad ideal de la sociedad romana y el nervio del ejército y del Estado, se vieron inundadas por hordas de ganado y de esclavos, con lo cual se terminó con la parte esencial de la democracia imperante. La política de la reforma agraria consistió en reconstituir esta clase campesina mediante propiedades públicas, es decir, con tierras que las familias dirigentes habían poseído durante generaciones, que habían comprado y vendido, heredado, dividido, cultivado y mejorado. El conflicto de intereses que durante tanto tiempo había permanecido dormido resurgió con una furia que ni siquiera la controversia entre patricios y plebeyos había conocido. Porque ahora no se trataba de la igualdad de derechos, sino de la subyugación. La restauración social de elementos democráticos no podía culminarse sin echar abajo al Senado; y, en definitiva, esta crisis puso de manifiesto el defecto del mecanismo y el peligro de la división de unos poderes que no se podían ni controlar ni reconciliar. La asamblea popular, dirigida por Graco, tenía el poder de hacer leyes, y el único freno constitucional consistía en que uno de los tribunos se viera impulsado a obstruir el procedimiento. Así, pues, el tribuno Octavio interpuso su veto. El poder tribunicio, el más sagrado de todos, que no podía ser cuestionado porque estaba basado en un pacto entre las dos partes de la comunidad y formaba la piedra angular de su unión, fue utilizado —contra la voluntad del pueblo— para impedir una reforma de la que dependía la preservación de la democracia. Graco hizo que Octavio fuese depuesto. Aunque era ilegal, nunca antes se había sabido de algo así, y a los romanos les pareció un acto sacrílego que sacudía los cimientos del Estado porque se trataba de la primera manifestación significativa de la soberanía democrática. Un tribuno podía quemar el arsenal y entregar la ciudad, pero no podía ser llamado a rendir cuentas antes de que hubiera expirado su mandato de un año; pero al emplear contra el pueblo la autoridad con la que éste le había investido, el hechizo se desvaneció. Los tribunos habían sido instituidos como defensores de los oprimidos en un momento en que la plebe temía ser oprimida: habían sido elegidos por el pueblo como su salvaguardia frente a la aristocracia. No podía permitirse que se convirtieran en los agentes de la aristocracia y que le concediesen, una vez más, la supremacía. Contra un tribuno popular a quien ningún colega podía enfrentarse, los ricos estaban indefensos. Es cierto que únicamente ocupaba el cargo público —y que por lo tanto era inviolable— por un año. Pero el joven Graco fue reelegido; los nobles lo acusaron de aspirar a la corona. Un tribuno que era prácticamente inamovible y, además, legalmente irresistible era poco menos que un emperador. El Senado dirigió el conflicto como los hombres que luchan movidos por su propia supervivencia y no por el interés público: revocaron las leyes agrarias; ejecutaron a los líderes populares; abandonaron la constitución para salvarse a sí mismos, y para exterminar a sus enemigos invistieron a Sila con un poder superior al de cualquier monarca. La terrible concepción de un magistrado al que legalmente se le ha declarado superior a todas las leyes resultaba familiar al severo espíritu de los romanos. Los decenviros habían disfrutado de esa autoridad arbitraria, aunque en la práctica se la podía frenar con las dos únicas disposiciones que resultaban eficaces en Roma: el breve mandato de los cargos y su distribución entre varios magistrados. Pero la designación de Sila no implicaba límites o reparto alguno; duraría tanto como él quisiera. Todo lo que hiciera estaría bien hecho. Le otorgaron el poder de sentenciar a muerte a quien quisiera sin juicio o acusación. La masacre de todas las víctimas perpetrada por sus acólitos fue sancionada por la ley.

Cuando finalmente la democracia triunfó, la monarquía de Augusto —mediante la cual perpetuaron su triunfo— fue moderada en comparación con la consentida tiranía del jefe aristocrático. El emperador era el jefe constitucional de la República, armado con todos los poderes necesarios para dominar al Senado. El instrumento que había servido para derribar a los patricios resultó eficaz contra la nueva aristocracia del poder y el dinero. El poder tribunicio, concedido a perpetuidad, hizo que no fuera necesario crear un rey o un dictador; tres veces le propuso el Senado a Augusto el supremo poder de hacer leyes. Augusto declaró que el poder de los tribunos ya le proporcionaba todo lo que necesitaba: le permitía preservar las formas de una república ficticia. La más popular de todas las magistraturas de Roma constituyó la esencia del imperialismo, porque el Imperio no se creó por usurpación, sino a través del acto legal de un pueblo lleno de júbilo y deseoso de poner fin a una etapa sangrienta y de asegurar la afluencia de grano y dinero que suponía al final 900.000 libras al año. El pueblo transfirió al emperador la plenitud de su propia soberanía. Limitar su poder delegado significaba desafiar su omnipotencia, renovar el conflicto entre la minoría y la mayoría que había sido resuelto en Farsala y Filipo. Los romanos apoyaron el absolutismo del Estado porque era su absolutismo. El elemental antagonismo entre libertad y democracia, entre el bienestar de las minorías y la supremacía de las masas, se puso de manifiesto; el amigo de los unos era un traidor para los otros. El dogma de que el poder absoluto puede (si hipotéticamente tiene un origen popular) ser tan legítimo como la libertad constitucional, comenzó con el apoyo combinado del pueblo y el trono a oscurecer el horizonte.

El Imperio no pretendía ser legítimo en el sentido técnico de la política moderna; aparte de la voluntad del pueblo, su existencia no podía basarse en derecho o prerrogativa alguna. Limitar la autoridad del emperador significaba renunciar a la suya propia, pero despojarle de ella suponía aseverarla; le daban y quitaban al Imperio lo que querían. La revolución fue tan legal e irresponsable como el Imperio; continuaron desarrollándose instituciones democráticas; las provincias dejaron de estar sometidas a una asamblea que se reunía en una lejana capital; obtuvieron los privilegios de la ciudadanía romana. Mucho después de que Tiberio hubiera despojado a los habitantes de Roma de toda función electoral, los habitantes de las provincias continuaron disfrutando sin ningún tipo de trabas del derecho a elegir a sus magistrados. Se gobernaban como una vasta confederación de repúblicas municipales, e incluso después de que Diocleciano introdujera la apariencia y la realidad del despotismo, las asambleas provinciales —el germen oscuro de las instituciones representativas— ejercieron cierto control sobre los agentes del Imperio.

Pero el Imperio debía la intensidad de su fuerza a la ficción popular. El principio de que el emperador no está sometido a las leyes de las que puede dispensar a otros, princeps legibus solutus, se interpretó como que él se hallaba por encima de cualquier limitación legal; no había apelación a su sentencia; él era la reencarnación de la ley. Al mismo tiempo que los juristas romanos adornaban sus escritos con la exaltada filosofía de los estoicos, consagraban todos los excesos del poder imperial con aquellas famosas máximas que han sido bálsamo para muchas conciencias y que han sancionado tantos errores. El Código de Justiniano se convirtió en el mayor obstáculo, junto con el feudalismo, con el que la libertad tuvo que enfrentarse.

La democracia antigua, como la de Atenas en los mejores tiempos de Pericles o como la de Roma tal y como la describió Polibio, o como la que idealizó Aristóteles en sus seis libros de la Política o Cicerón en el comienzo de su República, nunca fue más que una solución parcial e hipócrita al problema del gobierno popular. Los políticos antiguos no aspiraban a nada más que a distribuir el poder entre una clase numerosa. Su libertad estaba estrechamente vinculada a la esclavitud; nunca intentaron fundar un Estado libre sobre la base de la economía y la energía del trabajo libre. Nunca adivinaron la empresa más dura pero más gratificante que constituye la vida política de las naciones cristianas.

La Iglesia, que predicaba el evangelio a los pobres, tenía puntos visibles de contacto con la democracia al humillar la supremacía del rango y de la riqueza, al prohibir que el Estado se inmiscuyera en los dominios que pertenecen a Dios, al enseñar al hombre a amar al prójimo como a sí mismo; al promover el sentido de la igualdad, al condenar el orgullo de la raza que era un estímulo para la conquista, y al condenar la doctrina de la desigualdad natural que constituía la defensa de la esclavitud por parte del filósofo; al dirigirse no a los legisladores sino a las masas de la humanidad y establecer la supremacía de la opinión frente a la autoridad. Y, sin embargo, el cristianismo no influyó directamente en el progreso político. Papiniano tradujo la antigua consigna de la república al lenguaje de la Iglesia: Summa est ratio quae pro religione fiat; y durante mil cien años, desde el primero hasta el último de los Constantinos, el Imperio cristiano fue tan despótico como el pagano.

Mientras tanto, Europa occidental estaba en manos de hombres que en sus lugares de origen habían sido republicanos. La primitiva constitución de las comunidades germanas no se basaba tanto en la subordinación como en la asociación. Estaban acostumbrados a gobernar sus asuntos deliberando en común y a obedecer a unas autoridades de carácter temporal y definido. Encontrar el origen de las instituciones libres de Europa, América y Australia en la vida que se desarrollaba en los bosques de Alemania constituye una de las empresas más apremiantes de la ciencia histórica. Pero los nuevos Estados fueron fundados mediante la conquista, y en tiempos de guerra los germanos eran gobernados por los reyes. La doctrina del autogobierno, aplicada a la Galia y a España, habría hecho desaparecer a los francos y a los godos entre la multitud de pueblos conquistados. Se necesitaban todos los recursos de una monarquía vigorosa, de una aristocracia militar y de un clero territorial para construir Estados que fueran capaces de durar en el tiempo. El resultado fue el sistema feudal, la más absoluta contradicción de la democracia que jamás haya coexistido con la civilización.

El renacimiento de la democracia no fue debido ni a la Iglesia cristiana ni al Estado teutón, sino al conflicto entre ambos. El efecto siguió instantáneamente a la causa. El conflicto comenzó en cuanto Gregorio VII independizó al Papado del Imperio, y el mismo Pontificado provocó el nacimiento de la teoría de la soberanía popular. Los partidarios de Gregorio argumentaban que el emperador debía su corona al pueblo y que la nación podía retirar lo que había concedido; los partidarios del emperador replicaban que nadie podía quitarle lo que la nación le había otorgado. No tiene sentido buscar su origen ni en uno ni en otro. El objetivo de las dos partes era una supremacía sin reservas.

Fitnigel no sabe más de libertad eclesiástica que Juan de Salisbury de libertad política. Inocencio IV fue un absolutista tan perfecto como Pedro de Vineis. Pero al buscar el apoyo de las ciudades, cada partido contribuyó al progreso de la democracia, y al hacer un llamamiento al pueblo reforzaron la teoría constitucional. En el siglo XIV los parlamentos ingleses juzgaban y deponían a sus reyes como algo establecido por el derecho. Los Estados gobernaban Francia sin reyes ni nobles y la riqueza y las libertades de las ciudades, que habían desarrollado su independencia desde el centro de Italia hasta el mar del Norte, parecieron por un momento destinadas a transformar la sociedad europea. Incluso en las capitales de los grandes príncipes, en Roma, en París y durante dos terribles días en Londres, el pueblo obtuvo el poder. Pero la maldición de la inestabilidad se había instalado en las repúblicas municipales. Según Erasmo y Bodino, Estrasburgo, la mejor gobernada de todas, estaba sometida a continuas conmociones. Un ingenioso historiador ha contado hasta siete mil revoluciones en las ciudades italianas. A la hora de equilibrar las diferencias entre ricos y pobres, las democracias no tuvieron más éxito que el feudalismo. Las atrocidades de la Jacquerie y de la rebelión de Wat Tyler endurecieron los corazones de los hombres contra la gente del pueblo; la Iglesia y el Estado se unieron para someterlos. Y durante los primeros años de la Reforma, Carlos V terminó con los últimos conflictos memorables a favor de la libertad medieval: la insurrección de los Comuneros en Castilla, la guerra de los campesinos en Alemania, la República de Florencia y la rebelión de Gante.

La Edad Media había forjado un completo arsenal de máximas constitucionales: juicios con jurado, impuestos con representación, autogobierno local, independencia eclesiástica, responsabilidad del poder. Pero ninguna institución las aseguraba y la Reforma comenzó endureciendo aún más las cosas. Lutero decía ser el primer teólogo que hacía justicia al poder civil; convirtió a la iglesia luterana en el baluarte de la estabilidad política y legó a sus discípulos la doctrina del derecho divino y de la obediencia pasiva. Zwinglio, que era un republicano incondicional, deseaba que todos los magistrados fueran elegidos y que pudieran ser revocados por sus electores. Pero murió demasiado pronto como para que se notara su influencia, y la permanente actuación de la Reforma sobre la democracia se ejerció a través de la constitución presbiteriana de Calvino.

Pasó mucho tiempo antes de que el elemento democrático del Presbiterianismo se empezara a notar. Quince años se resistieron los Países Bajos a Felipe II hasta que reunieron el coraje suficiente para deponerlo; y por la incapacidad de Leicester y por la consumada política de Barneveldt se frustró el plan del ultra-calvinista Deventer para subvertir la ascendencia de los principales Estados mediante la acción soberana de todo el pueblo. Los hugonotes, tras haber perdido a sus líderes en 1572, se reorganizaron según un modelo democrático y comprendieron que un rey que asesina a sus súbditos no puede tener ningún derecho a gobernar. Pero Junio Bruto y Buchanan, al defender el tiranicidio, dañaron su reputación, y Hotman, cuya Franco-Gallia es la obra más seria del grupo, abandonó sus ideas liberales cuando el jefe de su partido se convirtió en rey. La explosión más violenta de la democracia en aquella época provino del bando opuesto. Cuando Enrique de Navarra se convirtió en el inmediato heredero al trono de Francia, la teoría de la revocación del poder que durante un siglo había sido totalmente ineficaz resurgió con nueva y vigorosa vida; la mitad de la nación aceptaba la idea de que no tenía por qué obedecer a un rey que no hubiera elegido. Un comité de dieciséis se hizo dueño de París y, con la ayuda de España, consiguió mantener a Enrique fuera de su capital. Se produjo un impulso que permanecería en la literatura durante una generación y que dio lugar a un gran conjunto de tratados sobre el derecho de los católicos a elegir, controlar y destituir a sus magistrados. Estaban del lado de los perdedores. La mayor parte de ellos estaba sedienta de sangre y fueron rápidamente olvidados. Pero una gran parte de las ideas políticas de Milton, Locke y Rousseau pueden encontrarse en el laborioso latín de los jesuitas súbditos de la Corona española, en Lessio, Molina, Mariana y Suárez.

Las ideas estaban allí y los fervientes partidarios de Roma y de Ginebra las recogieron cuando mejor les convino, aunque no darían un fruto duradero hasta que un siglo después de la Reforma se incorporaron a nuevos sistemas religiosos. Cinco años de guerra civil no podían agotar el monarquismo de los presbiterianos, y fue necesaria la expulsión de la mayoría para que el Parlamento Largo abandonara la monarquía. Había defendido la constitución contra la Corona mediante ardides legales, defendiendo el precedente frente a la innovación y situando un ideal en el pasado que, con toda la sabiduría de Selden y Prynne, era menos seguro de lo que suponían los hombres de Estado puritanos. Los independientes aportaron un nuevo principio; para ellos la tradición no tenía autoridad ni el pasado virtud alguna. Muchos de ellos valoraban más la libertad de conciencia —algo que no se podría encontrar en la constitución— que todas las leyes de los Plantagenet. Su idea de que cada congregación debería gobernarse a sí misma acabó con la fuerza necesaria para preservar la unidad y privó a la monarquía del arma que la hacía nociva para la libertad.

Una inmensa energía revolucionaria se alojaba en su doctrina. Echó raíces en América y permeó profundamente el pensamiento político de épocas posteriores. Pero en Inglaterra la democracia sectaria sólo tenía fuerza para destruir. Cromwell no quiso someterse a ella y John Lilburne, el pensador más audaz de los demócratas ingleses, dijo que sería mejor para la libertad volver a los tiempos de Carlos Estuardo que vivir bajo la espada del Protector.

Lilburne fue de los primeros en comprender las condiciones reales de la democracia y los obstáculos para su triunfo en Inglaterra. Salvo el recurso a la violencia, la igualdad en el ejercicio del poder no podría mantenerse junto con una extrema desigualdad en las propiedades; siempre existiría el peligro de que si el poder no se sometía a la propiedad, la propiedad fuera a parar a manos de los que tenían el poder. Esta idea del equilibrio necesario de las propiedades, desarrollada por Harrington y adoptada por Milton en sus últimos panfletos, le parecía a Toland e incluso a John Adams tan importante como la invención de la imprenta o como el descubrimiento de la circulación de la sangre. Al menos indica la verdadera explicación de la completa desaparición del partido republicano una docena de años después del solemne juicio y ejecución del rey. Ningún mal gobierno fue capaz de revivirla; ni siquiera cuando se divulgó la traición de Carlos II contra la constitución y los whigs conspiraron para expulsar a la incorregible dinastía, aspiraron más que a una oligarquía veneciana con Monmouth como dogo. La revolución de 1688 confió el poder a la aristocracia de los propietarios. El conservadurismo de la época fue inexpugnable. El republicanismo fue desvirtuado incluso en Suiza, que en el siglo XVIII se hizo tan autoritaria e intolerante como sus vecinos.

En 1769, cuando Paoli huyó de Córcega, pareció que al menos en Europa la democracia había muerto. De hecho, en los últimos tiempos, la había defendido en sus libros un hombre de mala reputación a quien los líderes de la opinión pública trataban con contumelia y cuyas declaraciones resultaban tan poco alarmantes que incluso Jorge III le ofreció una pensión. Lo que le dio a Rousseau un poder que excedía con mucho el que ningún otro escritor político hubiera obtenido jamás fue el desarrollo de los acontecimientos en América; los Estuardo deseaban que las colonias sirvieran de refugio frente a su sistema de Iglesia y Estado, y entre todas las colonias la más favorecida fue la que se concedió a William Penn. De acuerdo con los principios de la sociedad a la que pertenecía, era necesario que el nuevo Estado se fundase sobre los principios de la libertad y la igualdad; pero para los cuáqueros Penn se destacó más por ser seguidor de la nueva doctrina de la tolerancia. Así ocurrió que Pensilvania llegó a disfrutar de la constitución más democrática del mundo, mostrando, ante la admiración del siglo XVIII, un ejemplo único de libertad. Fue principalmente a través de Franklin y del Estado de los cuáqueros como América influyó sobre la opinión política en Europa y como el fanatismo de una época revolucionaria se convirtió en el racionalismo de otra. La independencia americana era el comienzo de una nueva era, no sólo por el resurgir de la revolución, sino porque ninguna otra revolución había comenzado nunca por una causa tan insignificante ni había sido conducida con tanta moderación.

Las monarquías europeas la apoyaron. Los grandes políticos de Inglaterra afirmaron que se trataba de una causa justa: establecía una democracia pura, pero se trataba de una democracia en su forma más perfecta, armada y vigilante no tanto contra la aristocracia y la monarquía como contra sus propios excesos y debilidades. Si Inglaterra era admirada por las garantías con las que a lo largo de muchos siglos había fortalecido la libertad frente al poder de la Corona, América parecía más digna de admiración por las garantías que en los debates de un único año memorable había establecido contra el poder de su propio pueblo soberano. No se parecía a ninguna otra democracia conocida, porque respetaba la libertad, la autoridad y la ley; no se parecía a ninguna otra constitución, porque ésta se reducía a media docena de artículos inteligibles. La vieja Europa abrió su mente a dos nuevas ideas: que por muy pequeña que fuera la provocación que diera lugar a una revolución, ésta podía ser justa, y que por muy grande que fuera el Estado, la democracia también podía resultar segura.

Mientras América conquistaba su independencia, en Europa se difundía el espíritu de reforma. Ministros inteligentes como Campo manes y Struensee, monarcas bienintencionados entre los cuales Leopoldo de Toscana era el más liberal, intentaban descubrir qué se podía hacer desde el poder para que los hombres fueran felices. Los siglos de poder intolerante y absoluto habían dejado el legado de una serie de abusos que sólo el empleo enérgico del poder podría extirpar. La época prefería el reinado de la razón al de la libertad. Turgot, el reformador más capaz y con más visión de futuro, intentó hacer por Francia lo que hombres menos hábiles estaban consiguiendo con éxito en Lombardía, Toscana y Parma. Trató de poner el poder real al servicio del pueblo a costa de los privilegiados; pero estos resultaron ser demasiado poderosos para la Corona, y en su desesperación Luis XVI abandonó las reformas internas y, como compensación, se lanzó a una guerra con Inglaterra por la independencia de las colonias americanas. Cuando el crecimiento progresivo de la deuda le obligó a buscar remedios heroicos y de nuevo los privilegiados los rechazaron, el rey acudió, al fin, a la nación. Cuando se reunieron los Estados Generales, el poder ya estaba en manos de la clase media, porque sólo ella podía salvar al país; era lo bastante fuerte como para triunfar con sólo esperar. Y ni la corte ni los nobles ni el ejército podían nada contra ella. En los seis meses que transcurrieron entre enero de 1789 y la toma de la Bastilla en julio de ese mismo año, Francia recorrió el mismo camino que había recorrido Inglaterra en los seiscientos años transcurridos desde los tiempos del conde de Leicester y los de Lord Beaconsfield.

Diez años después de la alianza americana, se repitió en Versalles la declaración de los derechos del hombre que se había proclamado en Filadelfia. La alianza había dado sus frutos a ambos lados del Atlántico, y para Francia significó el triunfo de las ideas americanas sobre las inglesas. Eran ideas más populares, más simples, de mayor eficacia contra el privilegio y, aunque resulte extraño decirlo, más aceptables para la Corona. La nueva constitución francesa no permitió ni el privilegio ni el gobierno parlamentario ni el poder de disolución; sólo el veto suspensivo. Pero se rechazaron las garantías características del gobierno americano: el federalismo, la separación de la Iglesia y el Estado, una segunda cámara, el arbitraje político de un cuerpo judicial supremo. Se adoptó todo lo que debilitaba al ejecutivo y se abandonó aquello que limitaba el poder legislativo. Abunda ban los obstáculos para la Corona, pero en caso de vacante del trono los poderes que quedaran no tendrían límite alguno. Todas las precauciones seguían la misma dirección, pero nadie parecía contemplar la posibilidad de que pudiera no haber rey. La constitución se inspiraba en una profunda desconfianza hacia Luis XVI y en una fe pertinaz en la monarquía. La asamblea votó sin debate alguno, por aclamación, un presupuesto para la Casa Real que era tres veces superior al de la reina Victoria. Cuando el rey huyó y quedó vacante el trono, le hicieron volver a ocuparlo porque preferían el fantasma de un rey prisionero a la realidad de no tener rey.

Además de por la mala aplicación del ejemplo americano —error que compartieron casi todos los políticos relevantes salvo Mounier, Mirabeau y Sieyès—, la causa de la revolución se vio perjudicada por su política religiosa. La lección más novedosa e impresionante que enseñaron los padres de la revolución americana fue que era el pueblo, y no la administración, quien debía gobernar. Los hombres del gobierno eran representantes asalariados a través de los cuales la nación imponía su voluntad; la autoridad se sometía a la opinión pública y a ella se le dejaba no sólo el control sino también la iniciativa del gobierno. La paciencia para esperar la corriente, la diligencia para hacerse con ella y el miedo a ejercer una influencia innecesaria, caracterizaron a los primeros presidentes. Algunos de los políticos franceses compartían esta opinión aunque de forma menos exagerada que Washington; deseaban descentralizar el gobierno y obtener, para bien o para mal, la expresión genuina del sentimiento popular. Tanto Necker y Buzot, el más serio de los girondinos, soñaban con hacer de Francia un Estado federal. En los Estados Unidos no había ni una opinión pública ni una combinación de fuerzas que hubiera que temer seriamente; el gobierno no necesitaba tomar precauciones para evitar ser conducido en una dirección equivocada. Pero la Revolución francesa se llevó a cabo a expensas de las clases poderosas. La asamblea —que con la entrada del clero se había convertido en suprema y que en un principio fue dirigida por eclesiásticos populares como Sieyès, Talleyrand, Cicè, La Luzerne— se convirtió en enemiga de la nobleza y del clero. No se podía destruir la prerrogativa sin tocar a la Iglesia. El patronazgo de la Iglesia había ayudado a hacer de la Corona un poder absoluto. Abandonarla en manos de Luis y sus ministros significaba renunciar a todos los principios de la constitución; desestabilizarla suponía traspasarla a manos del Papa. Era coherente con el principio democrático introducir elecciones en el seno de la Iglesia; suponía romper con Roma, pero eso es lo que realmente hicieron las leyes de José II, Carlos III y Leopoldo. Si podía evitarlo, era poco probable que el Papa renunciase a la amistad con Francia y que el clero francés diera problemas por su compromiso con Roma. Por consiguiente, ante la indiferencia de muchos y contra las urgentes y probablemente sinceras protestas de Robespierre y Marat, los jansenistas, que tenían que vengar un siglo de persecuciones, aprobaron la Constitución civil. Las medidas coercitivas que la reforzaban condujeron a la ruptura con el rey y a la caída de la monarquía, a la revuelta de las provincias y al fin de la libertad. Los jacobinos decidieron que la opinión pública no debía gobernar, que el Estado no debía permanecer a merced de combinaciones poderosas. Mantuvieron a los representantes del pueblo bajo el control del pueblo mismo; atribuyeron una autoridad mayor a la voz directa, no a la indirecta, del oráculo democrático; se armaron del poder necesario para aplastar a cualquier adversario, a cualquier fuerza independiente y especialmente para derribar a la Iglesia a favor de cuya causa se habían levantado las provincias contra la capital; respondieron al federalismo centrífugo de los amigos de la Gironda con el más decidido centralismo. París gobernaba Francia y París era gobernado por su ayuntamiento y por la muchedumbre. Obedeciendo a la máxima de Rousseau según la cual el pueblo no puede delegar su poder, colocaron a las rudimentarias circunscripciones por encima de sus representantes. Dado que el mayor número de electores, la acumulación más numerosa de electores primarios, la mayor parte de la soberanía, se concentraba en el pueblo de París, decidieron que el pueblo de la capital gobernara sobre el resto de Francia al igual que el pueblo de Roma, el populacho y el Senado habían gobernado —y no sin cierta gloria— sobre Italia y sobre la mitad de las naciones que rodean el Mediterráneo. Aunque los jacobinos eran apenas más irreligiosos que el abate Sieyès o Madame Roland, a pesar de que Robespierre quería obligar a los hombres a creer en Dios, aunque Danton se confesaba y Barère era cristiano practicante, entre todos inculcaron a la democracia moderna un odio implacable hacia la religión que contrasta de forma extraña con el ejemplo de su modelo puritano.

La causa más profunda de que la Revolución francesa resultara tan perjudicial para la libertad radica en su teoría de la igualdad. La libertad era la consigna de la clase media; la igualdad, la de las clases bajas. Fueron éstas las que ganaron las batallas del tercer estado: tomaron la Bastilla e hicieron de Francia una monarquía constitucional; asaltaron las Tullerías y convirtieron a Francia en una república. Y por ello reclamaban su recompensa. La clase media, tras haber conseguido la derrota de los privilegiados con la ayuda de las clases bajas, instauró una nueva desigualdad y se dotó de nuevos privilegios. A través de los requisitos impositivos privó a sus cómplices del derecho al voto; por consiguiente, aquellos que habían llevado a cabo la revolución no vieron cumplidas sus promesas. La igualdad no había hecho nada por ellos. En aquella época era una opinión comúnmente aceptada que la sociedad se basaba en un acuerdo voluntario y condicional, y que podían romperse los lazos que ligaban a los hombres a aquel contrato si existía una razón suficiente, del mismo modo que podían romperse aquellos lazos que los sometían a la autoridad. La lógica de Marat sacó sus sanguinarias conclusiones de estas ideas populares: dijo al pueblo hambriento que las condiciones bajo las cuales habían consentido llevar su pesada carga absteniéndose de ejercer la violencia, no habían sido respetadas; era un suicidio, un asesinato, dejarse morir de hambre y ver cómo sus hijos morían por culpa de los ricos; los lazos de la sociedad quedaban disueltos por el daño que ésta les había infligido; habían vuelto al estado de naturaleza en el cual cada hombre tiene derecho a todo lo que pueda tomar para sí; había llegado la hora de que los ricos dejaran el camino libre a los pobres. Con esta teoría de la igualdad, la libertad se ahogó en un charco de sangre y los franceses se prepararon a sacrificar todo lo demás para salvar su vida y su fortuna.

Veinte años después de la espléndida oportunidad que se había brindado en 1789, la Reacción triunfaba en toda Europa. Las antiguas y las nuevas constituciones desaparecieron y ni siquiera Inglaterra les ofreció su protección o comprensión. El resurgir liberal, o al menos democrático, vino de España; los españoles lucharon contra los franceses por un rey que estaba prisionero en Francia. Se dieron una constitución y colocaron en ella el nombre del rey. Tenían una monarquía sin rey que debían diseñar de tal manera que funcionase en la ausencia, probablemente permanente, del monarca. Así que se convirtió en una monarquía únicamente nominal, compuesta, de hecho, por fuerzas democráticas. La constitución de 1812 fue el intento de unos hombres inexpertos de realizar la tarea más difícil de la política. Su castigo fue la esterilidad. Durante muchos años fue el prototipo de revolución frustrada entre los llamados países latinos. Defendía la idea de un rey que sólo lo era de nombre y que ni siquiera debía desempeñar la humilde función que Hegel atribuye a la monarquía: la de poner los puntos sobre las íes.

El derrocamiento de la constitución de Cádiz en 1823 supuso el mayor triunfo de la monarquía restaurada de Francia. Cinco años después, con un ministro sabio y liberal, la Restauración fue avanzando correctamente por el camino constitucional hasta que la desconfianza incurable del partido liberal derrotó a Martignac ocasionando que el ministerio se llenara de realistas radicales que arruinaron la monarquía. En su intento de transferir el poder desde la clase a la que la revolución se lo había concedido a aquellos a los que se lo había negado, Polignac y La Bourdonnay habrían llegado gustosamente a un acuerdo con las clases trabajadoras. Acabar con la influencia de la educación y la renta a través del sufragio universal era una idea por la que hacía tiempo que abogaban algunos de sus seguidores. Carecieron de la precaución o de la habilidad necesaria para dividir a sus adversarios y en 1830 fueron vencidos por las fuerzas democráticas unidas.

La revolución de julio prometía una reconciliación entre monárquicos y demócratas. El rey le aseguró a Lafayette que era un republicano de corazón y Lafayette aseguró a Francia que la monarquía de Luis Felipe era la mejor de las repúblicas. El sobresalto del gran acontecimiento se dejó notar en Polonia, Bélgica e incluso Inglaterra y dio un impulso directo a los movimientos democráticos en Suiza.

Desde 1815 la democracia suiza había estado en suspenso. La voluntad nacional no disponía de ningún órgano; los cantones eran soberanos y estaban gobernados con tanta ineficacia como muchos otros gobiernos bajo la sombra protectora de la Santa Alianza. Pero el principal obstáculo para introducir cualquier mejora era el número de cantones: era inútil que hubiese veinticinco gobiernos en un país del tamaño de un Estado americano inferior en número de habitantes a una gran ciudad; era imposible que fueran buenos gobiernos. Un poder central era lo que manifiestamente necesitaba el país. En ausencia de un poder federal eficaz, varios cantones formaron una liga aparte para la protección de sus propios intereses. Mientras las ideas democráticas se abrían camino en Suiza, el Papado caminaba en dirección contraria, mostrando una inflexible hostilidad hacia las ideas que constituyen el aliento de la vida democrática. La creciente marea de la democracia y el ultramontanismo también creciente acabaron por colisionar. El Sonderbund podía denunciar justamente que bajo la Constitución federal no existía ninguna seguridad para sus derechos; los otros podían replicar, también con razón, que la constitución no estaba a salvo con el Sonderbund. En 1874 derivó en una guerra entre la soberanía nacional y la cantonal; se disolvió el Sonderbund y se adoptó una nueva constitución federal a la que deliberada y ostensiblemente se le encargó el deber de dar paso a la democracia y de reprimir la influencia adversa de Roma. Se trataba de una ilusoria imitación del sistema americano: el presidente no tenía ningún poder; el Senado y el Tribunal Supremo tampoco. Minaron la soberanía de los cantones y sus poderes se centraron en la Cámara de representantes. La constitución de 1848 significaba un primer paso hacia la destrucción del federalismo; en 1874 se produjo otro, acaso el último, paso en la dirección hacia la centralización. Los grandes intereses que aparecieron con los ferrocarriles provocaron que la posición de los gobiernos cantonales fuese insostenible. El conflicto con los ultramontanos aumentó la exigencia de acciones enérgicas, y la destrucción de los derechos de los Estados en la guerra americana fortaleció a los partidarios de la centralización. La constitución de 1874 es una de las obras más significativas de la democracia moderna: supone el triunfo de la fuerza democrática sobre la libertad democrática; no solamente pasa por encima del principio federal sino también del principio representativo; detrae del legislativo federal medidas importantes para someterlas al voto de todo el pueblo separando la decisión de la deliberación. La operación es tan engorrosa que generalmente resulta ineficaz. Pero, tal y como existe, constituye un poder que no creemos que se dé bajo las leyes de ningún otro país. Un jurista suizo ha definido con sinceridad el espíritu del sistema operante al decir que se ha hecho del Estado la conciencia de la nación.

En Suiza la fuerza impulsora ha sido una democracia liberada de toda restricción, el principio de poner en acción la mayor fuerza del mayor número. La prosperidad del país ha evitado las complicaciones que surgieron en Francia. Los ministros de Luis Felipe, hombres capaces e inteligentes, creyeron que podrían hacer prosperar al pueblo si se les dejaba seguir su propio camino al margen de la opinión pública. Actuaron como si los cielos hubieran designado a la inteligente clase media para gobernar —la clase alta había demostrado que no estaba capacitada para hacerlo antes de 1789, la clase baja a partir de 1789—. El gobierno de profesionales, manufactureros y sabios estaría a salvo y seguramente sería un gobierno razonable y práctico. El dinero se convirtió en el objeto de una superstición política, como la que antes iba unida a la tierra y después iría unida al trabajo. Las masas del pueblo que habían luchado contra Marmont se percataron de que no habían luchado por sus propios intereses; continuaban bajo el gobierno de sus empleadores.

Cuando el rey se deshizo de Lafayette y se descubrió que no solamente iba a reinar sino también a gobernar, los republicanos dieron rienda suelta a su indignación con actos violentos en las calles. En 1836, cuando los horrores de la máquina infernal hubieron armado a la Corona con poderes más amplios y hubo silenciado al partido republicano, apareció el término socialismo en la literatura. Tocqueville, que estaba escribiendo los capítulos filosóficos que concluyen su obra, no acertó a descubrir el poder que el nuevo sistema estaba destinado a ejercer sobre la democracia. Hasta entonces, los demócratas y los comunistas se habían mantenido alejados. Aunque los mejores intelectuales de Francia, Thierry, Comte, Chevalier y Georges Sand, defendieron las doctrinas socialistas, estas ideas provocaban más atención como curiosidad literaria que como causa de revoluciones futuras. Hacia 1840, con el retroceso de las sociedades secretas, los republicanos y los socialistas se coaligaron; mientras que los líderes liberales, Lamartine y Barrot, discurseaban superficialmente sobre las reformas, Ledru-Rollin y Louis Blanc cavaban en silencio las tumbas de la monarquía, del partido liberal y del gobierno del dinero. Gracias a esta coalición, los vencidos republicanos recuperaron la influencia que habían perdido por una larga serie de crímenes y locuras, y trabajaron tan bien que en 1848 vencieron sin tener que luchar. El fruto de la victoria fue el sufragio universal.

Desde este momento, las promesas del socialismo han supuesto la mejor energía para la democracia. Su coalición ha dominado la política francesa. Dio lugar al «salvador de la sociedad» y a la Comuna, y todavía hoy enreda los pasos de la república. Constituye la única forma en la que la democracia ha podido entrar en Alemania. La libertad ha perdido su encanto y la democracia se mantiene por la promesa de bienes sustanciosos a la masa del pueblo.

Desde que la revolución de julio y la presidencia de Jackson dieran el impulso que ha provocado que la democracia prevalezca, los escritores políticos más competentes, Tocqueville, Calhoun, Mill y Laboulaye, han lanzado, en nombre de la libertad, acusaciones formidables contra ella. Han presentado una democracia sin respeto alguno por el pasado, despreocupada ante el futuro, indiferente respecto a la fe popular y al honor nacional, extravagante e inconstante, envidiosa del talento y de la sabiduría, indiferente a la justicia pero servil a la opinión, incapaz de organizarse, impaciente ante la autoridad, hostil a la obediencia, a la religión y a las leyes establecidas. Aunque no pueda demostrarse la verdadera causa, realmente existen abundantes pruebas de ello. Pero no debemos imputar el peligro permanente y el conflicto incontrolable a estos síntomas. Lo mismo podría imputársele a la monarquía, y del mismo modo un pensador poco comprensivo podría argüir que la religión es intolerante, que la conciencia engendra cobardes y que la piedad se regocija en el fraude. La experiencia reciente poco ha añadido a las observaciones de aquellos que fueron testigos de la decadencia que sobrevino tras la desaparición de Pericles, de Tucídides, Aristófanes, Platón y del autor cuyo brillante tratado contra la república ateniense se cuenta entre las obras de Jenofonte. La dificultad manifiesta y reconocida es que la democracia, no en menor medida que la monarquía o la aristocracia, lo sacrifica todo para mantenerse, y lucha con una energía y una plausibilidad que no pueden alcanzar ni los reyes ni los nobles para pisotear la representación, para anular toda resistencia y desviación y para asegurar mediante plebiscito, referéndum o convocatorias electorales el libre juego de la voluntad de la mayoría. El verdadero principio democrático de que nadie debe tener poder sobre el pueblo se entiende en el sentido de que nadie debe poner límites o eludir su poder; el verdadero principio democrático de que no se debe obligar a hacer al pueblo lo que no quiere hacer, se entiende en el sentido de que nunca deberá tolerar lo que no es de su agrado; el verdadero principio democrático de que la libre voluntad de cada hombre debe encontrar las menos trabas posibles se entiende en el sentido de que la libre voluntad del pueblo no encontrará restricción alguna. Cuando el pueblo maneja la fuerza concentrada del Estado, la tolerancia religiosa, la independencia judicial, el temor a la centralización, el celo ante la injerencia del Estado, dejan de ser salvaguardias de la libertad para convertirse en sus obstáculos. La democracia no sólo pretende ser suprema, sin autoridad por encima de ella, sino que pretende ser absoluta, sin independencia alguna por debajo; pretende ser su propio amo, no sólo un administrador. Los antiguos soberanos del mundo son reemplazados por uno nuevo al que se puede adular y engañar pero a quien es imposible corromper o resistir y a quien se debe dar lo que es del César y lo que es de Dios. Ya no es el absolutismo del Estado el enemigo al que hay que vencer, sino la libertad de los súbditos. Nada resulta más significativo que el entusiasmo con el que Ferrari, el escritor democrático de mayor influencia desde Rousseau, enumera los méritos de los tiranos, y por el interés de la comunidad prefiere encomendarse al diablo antes que a Dios.

Las antiguas nociones de libertad civil y de orden social no beneficiaron a la masa del pueblo. Aumentó la riqueza, pero no se aliviaron sus necesidades. El progreso del conocimiento les dejó en la más abyecta ignorancia. La religión florecía, pero no llegaba hasta ellos. La sociedad, cuyas leyes dictaba exclusivamente la clase alta, anunció que lo mejor que le podía haber ocurrido al pobre era no haber nacido o, si no, haber muerto en la infancia, y permitió que vivieran en la miseria, el crimen y el dolor. Tan seguro como que el largo reinado de los ricos se ha empleado para promover la acumulación de riqueza, es que a la llegada de los pobres al poder le seguirá una serie de planes para repartirla. Viendo lo poco que hizo la sabiduría de tiempos pasados por la educación y la sanidad pública, por la seguridad, el asociacionismo y el ahorro, por la protección del trabajo frente a la ley del propio interés, y viendo todo lo que se ha hecho en esta generación, existen razones para creer que era necesario un gran cambio y que la democracia no ha luchado en vano. Para las masas, la libertad no es la felicidad, y las instituciones no son un fin, sino un medio. Lo que buscan es una fuerza suficiente para barrer los escrúpulos y el obstáculo de los intereses rivales y, en cierta medida, mejorar su condición. Pretenden que el fuerte brazo que hasta ahora ha creado grandes Estados, protegido a las religiones y defendido la independencia de las naciones, les ayude a seguir viviendo y les conceda al menos algunas de las cosas para las que vive el hombre. Ese es el peligro notorio de la democracia moderna; ese es también su propósito y su fuerza. Y contra este poder amenazador nada pueden las armas que derribaron a otros déspotas. El principio de la mayor felicidad lo confirma definitivamente. El principio de igualdad, además de ser tan fácilmente aplicable a la propiedad como al poder, se opone a la existencia de personas o grupos de personas exentas del derecho común o independientes de la voluntad general. Y el principio de que la autoridad deriva de un contrato puede esgrimirse con éxito contra los reyes pero no contra el pueblo soberano, porque un contrato implica que hay dos partes.

Si no hemos avanzado más que los antiguos en el estudio del mal, al menos les hemos sobrepasado en el estudio del remedio. Además de la Constitución francesa del año III y de la de los Confederados americanos (los intentos más significativos que se han producido desde el arcontado de Euclides para remediar los males democráticos con los antídotos que la misma democracia ofrece), nuestra época ha sido muy prolífica en esta rama de la política experimental.

Muchos han sido los remedios que se han puesto a prueba, que se han ignorado o rechazado. Se ha demostrado que un ejecutivo dividido, que supuso una fase importante en la transformación de las monarquías antiguas en repúblicas y que con la mediación de Condorcet echó raíces en Francia, es un ejecutivo débil.

La constitución de 1795, obra de un sacerdote ilustrado, limitó el derecho al voto a aquellos que supieran leer y escribir, y en 1849 los hombres que esperaban derribar la república con el voto de los ignorantes rechazaron esta medida. En nuestros tiempos ninguna democracia podría subsistir sin educar a las masas, y el plan de Daunou es sencillamente un estímulo indirecto a la instrucción elemental.

En 1799 Sieyès sugirió a Bonaparte la idea de un gran consejo cuya función consistiera en mantener los actos de la legislatura en armonía con la constitución, una función que ya desempeñaban los Nomophylakes en la antigua Atenas y el Tribunal Supremo en los Estados Unidos y que dio lugar al Sénat Conservateur, uno de los mecanismos favoritos del imperialismo. Sieyès pretendía que este consejo sirviera también como una especie de exilio dorado, pues tendría poder para absorber a cualquier político molesto al que podría silenciar con mil francos al año.

El plan de Napoleón III de privar a los hombres solteros de su derecho al voto habría privado del voto a las dos mayores clases conservadoras de Francia: a los sacerdotes y a los soldados.

En la constitución americana se propuso que el jefe del ejecutivo fuese elegido por un colegio de electores cuidadosamente seleccionados. Pero desde que en 1825 el candidato popular se viera derrotado por otro que había obtenido sólo una pequeña parte de los votos, la práctica habitual ha sido que los compromisarios delegados del sufragio universal elijan al Presidente.

La exclusión de los ministros del Congreso ha constituido una de las más severas limitaciones del sistema americano, y la ley que requería una mayoría de tres a uno permitió que Luis Napoleón se autoproclamara emperador. De las grandes circunscripciones se obtienen diputados independientes, pero la experiencia demuestra que el gobierno puede manejar las pequeñas asambleas producto de grandes circunscripciones.

El voto compuesto y el voto plural se han rechazado casi universalmente porque desconciertan a la mayoría. Pero el principio de dividir a los representantes entre la población y la riqueza de forma equitativa nunca ha funcionado bien. Lo introdujo Thoruet en la constitución de 1791 y la revolución lo hizo inoperante. Entre 1817 y 1848 la funesta destreza de Guizot lo manipuló de tal manera que consiguió que la opinión se inclinara a favor del sufragio universal.

Evidentemente, las constituciones que prohíben pagar a los diputados, que prohíben el mandato imperativo, que no contemplan el poder de disolución y que fijan un periodo de duración de las legislaturas o que las renuevan mediante elecciones parciales, y que exigen un intervalo entre los diferentes debates sobre la misma medida, refuerzan la independencia de la asamblea representativa. El veto suizo tiene el mismo efecto porque suspende la legislación sólo cuando se opone a ella la mayor parte de todo el cuerpo electoral, y no cuando se opone la mayoría de aquellos que realmente votan esa ley.

Aunque, salvo en Alemania, las elecciones indirectas son muy poco comunes, para muchos políticos serios constituían uno de los correctivos favoritos de la democracia. Allí donde la extensión de las circunscripciones electorales provoca que los electores voten a candidatos que no conocen, la elección no es libre; la manipulan los intrigantes y la maquinaria del partido fuera del alcance del control de los electores. El sufragio indirecto deja la elección de los dirigentes en sus manos. La objeción estriba en que los electores intermediarios suelen ser demasiado pocos para cubrir el espacio entre votantes y candidatos y que no se eligen representantes de mejor calidad sino de ideas políticas diferentes. Si el órgano intermediario estuviera constituido por uno de cada diez de la circunscripción total, se podría mantener el contacto, el pueblo estaría realmente representado y se echaría abajo el sistema de listas.

El mal más extendido de la democracia es la tiranía de la mayoría o, mejor dicho, de aquel partido no siempre mayoritario que, mediante el fraude o la fuerza, controla las elecciones. Terminar con esto supone apartar el peligro, pero el sistema ordinario de representación lo perpetúa. Un electorado heterogéneo no ofrece ninguna seguridad a las mayorías, y un electorado uniforme ninguna seguridad a las minorías. Hace treinta y cinco años se sugirió que el remedio consistía en la representación proporcional. Es profundamente democrática, porque aumenta la influencia de miles de personas que de otra manera no tendrían voz en el gobierno y acerca a los hombres a la igualdad al idear un sistema en el que no se pierde un solo voto y en el qutodos los votantes contribuyen a llevar al Parlamento a un diputado de sus mismas ideas políticas. El origen de la idea se atribuye bien a Lord Grey o bien a Considérant. El positivo ejemplo de Dinamarca y la ardiente defensa de Mill le concedieron la preeminencia en el mundo de la política. Ha ido ganando en popularidad con el progreso de la democracia y por las noticias de M. Naville sabemos que en Suiza los conservadores y los radicales se aliaron para promoverla.

El federalismo ha sido el más eficaz y el más conveniente de todos los controles de la democracia, pero al haber sido asociado a la república roja, al feudalismo, a los jesuitas, a la esclavitud, ha ido cayendo en desgracia y dejando paso al centralismo. El sistema federal limita y contiene el poder soberano dividiéndolo y atribuyendo al gobierno únicamente unos cuantos derechos definidos. Es el único método para refrenar no solamente el poder de la mayoría sino el de todo el pueblo, y proporciona el argumento más sólido en pro de la existencia de una segunda cámara, algo que en las democracias auténticas ha sido considerado esencial para asegurar la libertad.

La caída de Guizot desacreditó la famosa máxima de los doctrinarios de que la razón y no el rey o el pueblo es el soberano. Más adelante, Comte se mofaría de ella al prometer que los filósofos positivistas producirían las ideas políticas que a nadie le estaría permitido discutir. Pero dejando a un lado el derecho internacional y el derecho penal, en los que existe un cierto acercamiento hacia la uniformidad, el terreno de la economía política parece destinado a admitir la rigurosa certeza de la ciencia. Cuando esto se consiga, cuando termine la batalla entre economistas y socialistas, se agotará la nefasta fuerza con la que el socialismo impregna la democracia. La lucha continúa con más violencia que nunca, pero ha entrado en una fase nueva por la aparición de un partido intermedio. Independientemente de que ese extraordinario movimiento, promovido por algunos de los mejores economistas europeos, esté o no destinado a cuestionar la autoridad de su ciencia o a vencer al socialismo arrebatándole aquello que constituye el secreto de su fuerza, debe recordarse aquí que se trata del último y más serio esfuerzo que se ha producido para refutar la máxima de Rousseau de que la democracia es un gobierno más propio de dioses que de hombres.

Tan sólo hemos podido tocar algunos de los numerosos temas que abundan en los volúmenes de Sir Erskine May. Aunque ha percibido con más claridad que Tocqueville la relación entre democracia y socialismo, su opinión no está impregnada del desaliento de Tocqueville y contempla la dirección del progreso con una confianza que se aproxima al optimismo. La noción de una lógica inflexible en la historia no le deprime, pues a él más que las doctrinas lo que le preocupa son los hechos y los hombres, y su libro es la historia de varias democracias, no de la democracia. Existen conexiones en el razonamiento, fases en su desarrollo que no ha considerado, pues su objetivo no ha consistido en describir las cualidades y la conexión de las ideas, sino en explicar el resultado de la experiencia. Si quisiéramos descubrir el origen y el desarrollo de los dogmas democráticos —la igualdad de todos los hombres, la libertad de pensamiento y expresión, la idea de que cada generación está comprometida sólo consigo misma, de que no deben existir dotes, vínculos, primogenituras, que el pueblo es soberano, que el pueblo nunca se equivoca— probablemente consultaríamos sus páginas sin resultado alguno. El gran número de aquellos que, por necesidad, está interesado en la política práctica no posee esa curiosidad de anticuario. Quiere saber qué se puede aprender de aquellos países donde se han ensayado experiencias democráticas, pero no está interesado en saber cómo M. Waddington ha enmendado el Monumentum Ancyranum, qué conexión existía entre Mariana y Milton, o entre Penn y Rousseau, o quién inventó el proverbio vox populi vox dei. La reluctancia de Sir Erskine May a enfrentarse a cuestiones especulativas y doctrinales, a tener que dedicar su tiempo a la mera historia literaria de la política, le confiere un estilo algo indeterminado cuando trata la actividad política del cristianismo, tal vez la cuestión más compleja y extensa que puede desconcertar a un historiador. Menosprecia la influencia de la Iglesia medieval sobre las naciones que emergían de un paganismo bárbaro y la exalta cuando se asocia al despotismo y a la persecución. Insiste en la acción liberadora de la Reforma en el siglo XVI, cuando dio estímulo al absolutismo, y le cuesta reconocer en el entusiasmo y la violencia de las sectas del siglo XVII al agente más poderoso que ha existido nunca en la historia de la democracia. La omisión del caso americano crea un vacío entre 1660 y 1789 y deja muchas cosas sin explicar del movimiento revolucionario de los últimos cien años, que es la cuestión principal del libro. Pero aunque falten algunas cosas en el plan de la obra, aunque no todo esté igual de logrado, debe reconocérsele a Sir Erskine May el mérito de haber sido el único escritor que ha recopilado todo el material necesario para hacer un estudio comparativo de la democracia evitando el partidismo y mostrando una solidaridad sincera con el progreso y la evolución de la humanidad, así como una fe firme en la sabiduría y el poder que la guían.