Bases: y puntos de partida para la organización política de la República Argentina

Bases
Autor: 
Juan Bautista Alberdi

Juan Bautista Alberdi (1810-1884) destaca como uno de los gigantes intelectuales no solo de Argentina sino de toda América Latina. Durante la guerra civil de Argentina, Alberdi se mantuvo firme del lado de los federalistas liberales y en contra del dictador Manuel Rosas. Fue abogado, político, economista y autor intelectual de la Constitución Argentina de 1853. Aunque vivió gran parte de su vida en exilio en Chile, Uruguay y Francia, fue uno de los liberales argentinos más influyentes de su época.

Nació en Tucumán, pero huérfano a muy temprana edad, se mudó a Buenos Aires para sus estudios, que culminó en Montevideo. Se le vincula con la llamada "Generación del 37", grupo de jóvenes intelectuales simpatizantes con las ideas de la democracia liberal. Su principal obra, Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, consiste en un tratado de derecho público que posteriormente en su reedición incluiría un proyecto de Constitución. Las obras de Alberdi no comprendían solamente los estudios constitucionales, sino también una amplia gama de intereses, incluyendo la música, las artes, las ciencias, la filosofía y la economía política.

Edición utilizada:

Alberdi, Juan Bautista. Bases: y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Buenos Aires: Fundación Bases.

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II. Carácter histórico del derecho constitucional sudamericano: su división esencial en dos períodos

II

Carácter histórico del derecho constitucional sudamericano: su división esencial en dos períodos.

Todo el derecho constitucional de la América antes española es incompleto y vicioso, en cuanto a los medios que deben llevarla a sus grandes destinos. Voy a señalar esos vicios y su causa disculpable, con el objeto de que mi país se abstenga de incurrir en el mal ejemplo general. Alguna ventaja ha de sacar de ser el último que viene a constituirse.

Ninguna de las constituciones de Sudamérica merece ser tomada por modelo de imitación, por los motivos de los que paso a ocuparme.

Dos períodos esencialmente diferentes comprende la historia constitucional de nuestra América del Sur: uno que principia en 1810 y concluye con la guerra de la Independencia contra España, y otro que data de esta época y acaba en nuestros días.

Todas las constituciones del último período son reminiscencia, tradición, reforma muchas veces textual de las constituciones dadas en el período anterior.

Esas reformas se han hecho con miras interiores: unas veces de robustecer el poder en provecho del orden, otras de debilitarlo en beneficio de la libertad; algunas veces de centralizar la forma de su ejercicio, otras en localizarlo: pero nunca con la mira de suprimir en el derecho constitucional de la primera época lo que tenía de contrario al engrandecimiento y progreso de los nuevos Estados, ni de consagrar los medios conducentes al logro de este gran fin de la revolución americana.

¿Cuáles son, en qué consisten los obstáculos contenidos en el primer derecho constitucional? Voy a indicarlos.

Todas las constituciones dadas en Sudamérica durante la guerra de la Independencia fueron expresión completa de la necesidad dominante de ese tiempo. Esa necesidad consistía en acabar con el poder político que Europa había ejercido en este continente, empezando por la conquista y siguiendo por el coloniaje; y como medio de garantizar su completa extinción, se iba hasta arrebatarle cualquier clase de ascendiente en estos países. La independencia y la libertad exterior eran los vitales intereses que preocupaban a los legisladores de ese tiempo. Tenían razón: comprendían su época y sabían servirla.

Se hacía consistir y se definía todo el mal de América en su dependencia de un gobierno conquistador perteneciente a Europa; se miraba por consiguiente todo el remedio del mal en el alejamiento del influjo de Europa. Mientras combatíamos contra España disputándole palmo a palmo nuestro suelo americano, y contra el ejemplo monárquico de Europa disputándole la soberanía democrática de este continente, nuestros legisladores no veían nada más arriba de la necesidad de proclamar y asegurar nuestra independencia, y de sustituir los principios de igualdad y libertad como bases del gobierno interior, en lugar del sistema monárquico que había regido antes en América y subsistía todavía en Europa. Europa nos era antipática por su dominación y por su monarquismo.

En ese período, en que la democracia y la independencia eran todo el propósito constitucional, la riqueza, el progreso material, el comercio, la población, la industria, en fin, todos los intereses económicos, eran cosas accesorias, beneficios secundarios, intereses de segundo orden, mal conocidos y mal estudiados, y peor atendidos por supuesto. No dejaban de figurar escritos en nuestras constituciones, pero sólo era en clase de pormenores y detalles destinados a hermosear el conjunto.

Bajo ese espíritu de reserva, de prevención y de temor hacia Europa, y de olvido y abandono de los medios de mejoramiento por la acción de los intereses económicos, diéronse las constituciones contemporáneas de San Martín, de Bolívar y O'Higgins, sus inspiradores ilustres, repetidas más tarde casi textualmente y sin bastante criterio por las constituciones ulteriores, que aún subsisten.

Contribuía a colocarnos en ese camino el ejemplo de las dos grandes revoluciones, que servían de modelo a la nuestra: la Revolución francesa de 1789 y la revolución de los Estados Unidos contra Inglaterra. Indicaré el modo de su influjo para prevenir la imitación errónea de esos grandes modelos, a que todavía nos inclinamos los americanos del sur.

En su redacción nuestras constituciones imitaban las constituciones de la República Francesa y de la República de Norteamérica.

Veamos el resultado que esto producía en nuestros intereses económicos, es decir, en las cuestiones de comercio, de industria, de navegación, de inmigración, de las que depende todo el porvenir de la América del Sur.

El ejemplo de la Revolución francesa nos comunicaba su nulidad reconocida en materias económicas.

Sabido es que la Revolución francesa, que sirvió a todas las libertades, desconoció y persiguió la libertad de comercio. La Convención hizo de las aduanas una arma de guerra, dirigida especialmente contra Inglaterra, esterilizando de ese modo la excelente medida de la supresión de las aduanas provinciales, decretada por la Asamblea nacional. Napoleón acabó de echar a Francia en esa vía por el bloqueo continental, que se convirtió en base del régimen industrial y comercial de Francia y de Europa durante la vida del Imperio. Por resultado de ese sistema, la industria europea se acostumbró a vivir de protección, de tarifas y prohibiciones.

Los Estados Unidos no eran el mejor ejemplo para nosotros en política exterior y en materias económicas, aunque esto parezca extraño.

Una de las grandes miras constitucionales de la Unión del Norte era la defensa del país contra los extranjeros, que allí rodeaban por el norte y sur a la República naciente, poseyendo en América más territorio que el suyo y profesando el principio monárquico como sistema de gobierno. España, Inglaterra, Francia, Rusia y casi todas las naciones europeas tenían vastos territorios alrededor de la Confederación naciente. Era tan justo, pues, que tratase de garantirse contra el regreso practicable de los extranjeros a quienes venció sin arrojar de América, como hoy sería inmotivado ese temor de parte de los Estados de Sudamérica que ningún gobierno europeo tienen a su inmediación.

Desmembración de un Estado marítimo y fabril, los Estados Unidos tenían la aptitud y los medios de ser una y otra cosa, y les convenía la adopción de una política destinada a proteger su industria y su marina contra la concurrencia exterior, por medio de exclusiones y tarifas. Pero nosotros no tenemos fábricas, ni marina, en cuya atención debamos restringir con prohibiciones y reglamentos la industria y la marina extranjeras, que nos buscan por el vehículo del comercio.

Por otra parte, cuando Washington y Jefferson aconsejaban a los Estados Unidos una política exterior de abstención y de reserva para con los poderes políticos de Europa, era cuando daba principio la Revolución francesa y la terrible conmoción de toda Europa, a fines del último siglo, en cuyo sentido esos hombres célebres daban un excelente consejo a su país, apartándolo de ligas políticas con países que ardían en el fuego de una lucha sin relación con los intereses americanos. Ellos hablaban de relaciones políticas, no de tratados y convenciones de comercio. Y ano en este último sentido, los Estados Unidos, poseedores de una marina y de industria fabril, podían dispensarse de ligas estrechas con la Europa marítima y fabricante. Pero la América del Sur desconoce completamente la especialidad de su situación y circunstancias, cuando invoca para sí el ejemplo de la política exterior que Washington aconsejaba a su país, en tiempo y bajo circunstancias tan diversos. La América del Norte por el liberalismo de su sistema colonial siempre atrajo pobladores a su suelo en gran cantidad, ano antes de la independencia; pero nosotros, herederos de un sistema tan esencialmente exclusivo, necesitamos de una política fuertemente estimulante en lo exterior.

Todo ha cambiado en esta época: la repetición del sistema que convino en tiempos y países sin analogía con los nuestros, sólo serviría para llevarnos al embrutecimiento y a la pobreza.

Esto es sin embargo lo que ofrece el cuadro constitucional de la América del Sur: y para hacer más práctica la verdad de esta observación de tanta trascendencia en nuestros destinos, voy a examinar particularmente las más conocidas constituciones ensayadas o vigentes de Sudamérica, en aquellas disposiciones que se relacionan a la cuestión de población, v. g., por la naturalización y el domicilio; a nuestra educación oficial y a nuestras mejoras municipales, por la admisión de extranjeros a los empleos secundarios; a la inmigración, por la materia religiosa; al comercio, por las reglas de nuestra política comercial exterior; y al progreso, por las garantías de reformas.

Empezaré por las de mi país para dar una prueba de que me guía en esta crítica una imparcialidad completa.