XVIIIContinuación del mismo asunto. Fines de la Constitución Argentina.
Del mismo modo que el Congreso debe guiarse por la observación y el estudio de los hechos normales, para determinar la base que más conviene al Gobierno general argentino, así también debe acudir a la observación y al estudio de los hechos para estudiar los fines más convenientes de la Constitución.
Todo el presente libro no está reducido más que a la exposición de los fines que debe proponerse el nuevo derecho constitucional sudamericano; sin embargo, vamos a enumerarlos con más precisión en este capitulo, a propósito de la constitución de la República Argentina.
En presencia del desierto, en medio de los mares, al principio de los caminos desconocidos y de las empresas inciertas y grandes de la vida, el hombre tiene necesidad de apoyarse en Dios, y de entregar a su protección la mitad del éxito de sus miras.
La religión debe ser hoy, como en el siglo XVI, el primer objeto de nuestras leyes fundamentales. Ella es a la complexión de los pueblos lo que es la pureza de la sangre a la salud de los individuos. En este escrito de política, sólo será mirada como resorte de orden social, como medio de organización política; pues, como ha dicho Montesquieu, es admirable que la religión cristiana, que proporciona la dicha del otro mundo, haga también la de éste.
Pero en este punto, como en otros muchos, nuestro derecho constitucional moderno debe separarse del derecho indiano o colonial, y del derecho constitucional de la primera época de la revolución.
El derecho colonial era exclusivo en materia de religión, como lo era en materia de comercio, de población, de industria, etc. El exclusivismo era su esencia en todo lo que estatuía, pues baste recordar que era un derecho colonial, de exclusión y monopolio. El culto exclusivo era empleado en el sentido de esa política como resorte de Estado. Por otra parte, España excluía de sus dominios los cultos disidentes, en cambio de concesiones que los Papas hacían a sus revés sobre intereses de su tiempo. Pero nuestra política moderna americana, que en vez de excluir debe propender a atraer, a conceder, no podrá ratificar y restablecer el sistema colonial, sobre exclusión de cultos, sin dañar los fines y propósitos del nuevo régimen americano. Ella debe mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe protegerla por la libertad, por la tolerancia y por todos los medios que son peculiares y propios del régimen democrático y liberal, y no como el antiguo derecho indiano por exclusiones y prohibiciones de otros cultos cristianos. Los Estados Unidos e Inglaterra son las naciones más religiosas de la Tierra en sus costumbres, y han llegado a ese resultado por los mismos medios precisamente que deseamos ver adoptados por la América del Sur.
En los primeros días de la revolución americana, nuestra política constitucional hacía bien en ofrecer al catolicismo el respeto de sus antiguos privilegios y exclusiones en este continente, como procedía con igual discreción protestando al trono de España que la revolución era hecha en su provecho. Eran concesiones de táctica exigidas por el éxito de la empresa. Pero América no podría persistir hoy en la misma política constitucional, sin dejar ilusorios e ineficaces los fines de su revolución de progreso y de libertad. Será necesario, pues, consagrar el catolicismo como religión de Estado; pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos. La libertad religiosa es tan necesaria al país como la misma religión católica. Lejos de ser inconciliables, se necesitan y completan mutuamente. La libertad religiosa es el medio de poblar estos países. La religión católica es el medio de educar esas poblaciones. Por fortuna, en este punto, la República Argentina no tendrá sino que ratificar y extender a todo su territorio lo que ya tiene en Buenos Aires hace 25 años. Todos los obispos recibidos en la República de veinte años a esta parte han jurado obediencia a esas leyes de libertad de cultos. Ya seria tarde para que Roma hiciese objeciones sobre ese punto a la moderna constitución de la nación. Los otros gr andes fines de la Constitución argentina no serán hoy, como se ha demostrado en este libro, lo que eran en el primer periodo de la revolución.
En aquella época se trataba de afianzar la independencia por las armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento material y moral de nuestros pueblos.
Los fines políticos eran los grandes fines de aquel tiempo; hoy deben preocuparnos especialmente los fines económicos.
Alejar la Europa, que nos había tenido esclavizados, era el gran fin constitucional de la primera época; atraerla para que nos civilice libres por sus poblaciones, como nos civilizó esclavos por sus gobiernos, debe ser el fin constitucional de nuestro tiempo. En este punto nuestra política constitucional americana debe ser tan original como es la situación de la América del Sur, que debe servirle de regla. Imitar el régimen externo de naciones antiguas, ya civilizadas, exuberantes de población y escasas de territorio, es caer en un grosero y funesto absurdo; es aplicar a un cuerpo exhausto el régimen alimenticio que conviene a un hombre sofocado por la plétora y la obesidad. Mientras la América del Sur no tenga una política constitucional exterior suya y peculiar a sus necesidades especialísimas, no saldrá de la condición oscura y subalterna en que se encuentra. La aplicación a nuestra política económica exterior de las doctrinas internacionales que gobiernan las relaciones de las naciones europeas ha dañado nuestro progreso tanto como los estragos de la guerra civil.
Con un millón escaso de habitantes por toda población en un territorio de doscientas mil leguas, no tiene de nación la República Argentina sino el nombre y el territorio. Su distancia de Europa le vale el ser reconocida nación independiente. La falta de población que le impide ser nación, le impide también la adquisición de un gobierno general completo.
Según esto, la población de la República Argentina, hoy desierta y solitaria, debe ser el grande y primordial fin de su Constitución por largos años. Ella debe garantizar la ejecución de todos los medios de obtener ese vital resultado. Yo llamaré estos medios garantías públicas de progreso y de engrandecimiento. En este punto la Constitución no debe limitarse a promesas; debe dar garantías de ejecución y realidad.
Así, para poblar el país, debe garantizar la libertad religiosa y facilitar los matrimonios mixtos, sin lo cual habrá población, pero escasa, impura y estéril.
Debe prodigar la ciudadanía y el domicilio al extranjero sin imponérselos. Prodigar, digo, porque es la palabra que expresa el medio de que se necesita. Algunas constituciones sudamericanas han adoptado las condiciones con que Inglaterra y Francia conceden la naturalización al extranjero, de que esas naciones no necesitan para aumentar su población excesiva. Es la imitación llevada al idiotismo y al absurdo.
Debe la Constitución asimilar los derechos civiles del extranjero, del que tenemos vital necesidad, a los derechos civiles del nacional, sin condiciones de una reciprocidad imposible, ilusoria y absurda.
Debe abrirles acceso a los empleos públicos de rango secundario, más que en provecho de ellos, en beneficio del país, que de ese modo aprovechará de su aptitud para la gestión de nuestros negocios públicos y facilitará la educación oficial de nuestros ciudadanos por la acción del ejemplo práctico, como en los negocios de la industria privada. En el régimen municipal será ventajosísimo este sistema. Un antiguo municipal inglés o norteamericano, establecido en nuestros países e incorporado a nuestros cabildos, o consejos locales, seria el monitor más edificante o instructivo en ese ramo, en que los hispanoamericanos nos desempeñamos de un modo tan mezquino y estrecho de ordinario, como en la policía de nuestras propias casas privadas.
Siendo el desarrollo y la explotación de los elementos de riqueza que contiene la República Argentina el principal elemento de su engrandecimiento y el aliciente más enérgico de la inmigración extranjera de que necesita, su Constitución debe reconocer, entre sus grandes fines, la inviolabilidad del derecho de propiedad y la libertad completa del trabajo y de la industria. Prometer y escribir estas garantías, no es consagrarlas. Se aspira a la realidad, no a la esperanza. Las constituciones serias no deben constar de promesas, sino de garantías de ejecución. Así la Constitución argentina no debe limitarse a declarar inviolable el derecho privado de propiedad, sino que debe garantizar la reforma de todas las leyes civiles y de todos los reglamentos coloniales vigentes, a pesar de la República, que hacen ilusorio y nominal ese derecho. Con un derecho constitucional republicano y un derecho administrativo colonial y monárquico, la América del Sur arrebata por un lado lo que promete por otro: la libertad en la superficie y la esclavitud en el fondo.
Debe pues dar garantías de que no se expedirá ley orgánica o civil que altere, por excepciones reglamentarias, la fuerza del derecho de propiedad consagrado entre sus grandes principios, como hace la Constitución de California.
Nuestro derecho colonial no tenía por principal objeto garantizar la propiedad del individuo sino la propiedad del fisco. Las colonias españolas eran formadas para el fisco, no el fisco para las colonias. Su legislación era conforme a su destino: eran máquinas para crear rentas fiscales. Ante el interés fiscal era nulo el interés del individuo. Al entrar en la revolución, hemos escrito en nuestras constituciones la inviolabilidad del derecho privado; pero hemos dejado en presencia subsistente el antiguo culto del interés fiscal. De modo que, a pesar de la revolución y de la independencia, hemos continuado siendo Repúblicas hechas para el fisco. Es menester otorgar garantías de que esto será reformado, y de que las palabras de la Constitución sobre el derecho de propiedad se volverán realidad práctica por leyes orgánicas y reglamentarias, en armonía con el derecho constitucional moderno.
La libertad del trabajo y de la industria consignada en la constitución no pasará de una promesa, si no se garantiza al mismo tiempo la abolición de todas las antiguas leyes coloniales que esclavizan la industria, y la sanción de leyes nuevas destinadas a dar ejecución y realidad a esa libertad industrial consignada en la Constitución, sin destruirlas con excepciones.
De todas las industrias conocidas, el comercio marítimo y terrestre es la que forma la vocación especial de la República Argentina. Ella deriva esa vocación de la forma, producciones y extensión de su suelo, de sus portentosos ríos, que hacen de aquel país el órgano de los cambios de toda la América del Sur, y de su situación respecto de Europa. Según esto, la libertad y el desarrollo del comercio interior y exterior, marítimo y terrestre, deben figurar entre los fines del primer rango de la Constitución argentina. Pero este gran fin quedará ilusorio, si la Constitución no garantiza al mismo tiempo la ejecución de los medios de verlo realizado. La libertad del comercio interior sólo será un nombre, mientras haya catorce aduanas interiores, que son catorce desmentidos dados a la libertad. La aduana debe ser una y nacional, en cuanto al producto de su renta; y en cuanto a su régimen reglamentario, la aduana colonial o fiscal, la aduana inquisitorial, iliberal y mezquina de otro tiempo, la aduana intolerante, del monopolio y de las exclusiones, no debe ser la aduana de un régimen de libertad y de engrandecimiento nacional. Es menester consignar garantías de reforma a este doble respecto, y promesas solemnes de que la libertad de comercio y de industria no será eludida por reglamentos fiscales.
La libertad de comercio sin libertad de navegación fluvial es un contrasentido, porque siendo fluviales todos los puertos argentinos, cerrar los ríos a las banderas extranjeras es bloquear las Provincias y entregar todo el comercio a Buenos Aires.
Esas reformas deben ser otros tantos deberes impuestos por la Constitución al Gobierno general, con designación de un plazo perentorio, si es posible, para su ejecución, y con graves y determinadas responsabilidades por su no ejecución. Las verdaderas y altas responsabilidades ministeriales residen en el desempeño de esos deberes del poder, más que en otro lugar de la constitución de países nacientes.
Esos fines que en otra época eran accesorios, o más bien desatendidos, deben colocarse hoy a la cabeza de nuestras constituciones como los primordiales propósitos de su instituto.
Después de los grandes intereses económicos, como fines del pacto constitucional, entrarán la independencia y los medios de defenderla contra los ataques improbables o imposibles de las potencias europeas. No es que estos fines sean secundarios en importancia, sino que los medios económicos son los que deben llevarnos a su consecución. Vencida y alejada la Europa militar de todo nuestro continente del Sur, no debemos constituirnos como para defendernos de sus remotos y débiles ataques. En este punto no debemos seguir el ejemplo de los Estados Unidos de Norteamérica, que tienen en su vecindad Estados europeos con más territorio que el suyo, los cuales han sido enemigos en otro tiempo, y hoy son sus rivales en comercio, industria y navegación.
Como el origen antiguo, presente y venidero de nuestra civilización y progreso reside en el exterior, nuestra Constitución debe ser calculada, en su conjunto y pormenores, para estimular, atraer y facilitar la acción de ese influjo externo, en vez de contenerlo y alejarlo. A este respecto, la República Argentina sólo tendrá que generalizar y extender a todas las naciones extranjeras los antecedentes que ya tiene consignados en su tratado con Inglaterra. No debe haber más que un derecho público extranjero; toda distinción y excepción son odiosas. La Constitución argentina debe contener una sección destinada especialmente a fijar los principios y las reglas del derecho público referido a los extranjeros en el Río de la Plata, y esas reglas no deben ser otras que las contenidas en el tratado con Inglaterra, celebrado el 2 de febrero de 1825. A todo extranjero deben ser aplicables las siguientes garantías, que en ese tratado sólo se establecen en favor de los ingleses. Todos deben disfrutar constitucionalmente, no precisamente por tratados:
De la libertad de comercio;
De la franquicia de llegar seguros y libremente con sus buques y cargamentos a los puertos y ríos, accesibles por la ley a todo extranjero;
Del derecho de alquilar y ocupar casas a los fines de su tráfico;
De no ser obligados a pagar derechos diferenciales;
De gestionar y practicar en su nombre todos los actos de comercio, sin ser obligados a emplear personas del país a este efecto;
De ejercer todos los derechos civiles inherentes al ciudadano de la República;
De no poder ser obligados al servicio militar;
De estar libres de empréstitos forzosos, de exacciones o requisiciones militares;
De mantener en pie todas estas garantías, a pesar de cualquier rompimiento con la nación del extranjero residente en el Plata;
De disfrutar de entera libertad de conciencia y de culto, pudiendo edificar iglesias y capillas en cualquier paraje de la República Argentina.
Todo eso y algo más está concedido a los súbditos británicos en la República Argentina por el tratado de plazo indefinido, celebrado el 2 de febrero de 1825; y no hay sino muchas razones de conveniencia para el país en extender y aplicar esas concesiones a los extranjeros de todas las naciones del mundo, tengan o no tratados con la República Argentina. La República necesita conceder esas garantías, por una exigencia imperiosa de su población y cultura, y debe concederlas espontáneamente, por medio de su Constitución, sin aspirar a ilusorias, vanas y pueriles ventajas de una reciprocidad sin objeto por larguísimos años.
Hoy más que nunca fuera provechosa la adopción de ese sistema, calculado para recibir las poblaciones, que arrojadas de Europa por la guerra civil y las crisis industriales atraviesan por delante de las ricas regiones del Plata, para buscar en California la fortuna que podrían encontrar allí con más facilidad, con menos riesgos y sin alejarse tanto de Europa.
La paz y el orden interior son otro de los grandes fines que debe tener en vista la sanción de la Constitución argentina; por que la paz es de tal modo necesaria al desarrollo de las instituciones, que sin ella serán vanos y estériles todos los esfuerzos hechos en favor de la prosperidad del país. La paz, por sí misma, es tan esencial al progreso de estos países en formación y desarrollo, que la constitución que no diese más beneficio que ella seria admirable y fecunda en resultados. Más adelante tocaré este punto de interés decisivo para la suerte de estas Repúblicas, que marchan a su desaparición por el camino de la guerra civil, en que Méjico ha perdido ya la mitad más bella de su territorio.
Finalmente, por su índole y espíritu la nueva Constitución argentina debe ser una constitución absorbente, atractiva, dotada de tal fuerza de asimilación, que haga suyo cuanto elemento extraño se acerque al país, una constitución calculada especial y directamente para dar cuatro o seis millones de habitantes a la República Argentina en poquísimos años; una constitución destinada a trasladar la ciudad de Buenos Aires a un paso de San Juan, de La Rioja y de Salta, y a llevar estos pueblos hasta las márgenes fecundas del Plata, por el ferrocarril y el telégrafo eléctrico que suprimen las distancias; una constitución que en pocos años haga de Santa Fe, del Rosario, de Gualeguaychú, del Paraná y de Corrientes otras tantas Buenos Aires en población y cultura, por el mismo medio que ha hecho la grandeza de ésta, a saber, por su contacto inmediato con la Europa civilizada y civilizante; una constitución que arrebatando sus habitantes a Europa, y asimilándolos a nuestra población, haga en corto tiempo tan populoso a nuestro país que no pueda temer a la Europa oficial en ningún tiempo.
Una constitución que tenga el poder de las hadas, que construían palacios en una noche.
California, improvisación de cuatro años, ha realizado la fábula y hecho conocer la verdadera ley de formación de los nuevos Estados en América, trayendo de fuera grandes piezas de pueblo, ya formadas, acomodándolas en cuerpo de nación y dándoles la enseña americana. Montevideo es otro ejemplo precioso de esta ley de población rapidísima. Y no es el oro que ha obrado ese milagro en Norteamérica: es la libertad, que antes de improvisar a California, improvisó los Estados Unidos, cuya existencia representa un solo día en la vida política del mundo, y una mitad de él en grandeza y prosperidad. Y si es verdad que el oro ha contribuido a la realización de ese portento, mejor para la verdad del sistema que ofrecemos, que la riqueza es el hada que improvisa los pueblos.
Convencido de la necesidad de que éstos y no otros más limitados deben ser los fines de la constitución que necesita la República Argentina, no puedo negar que me ha parecido apocado el programa enunciado en el preámbulo del acuerdo de San Nicolás, que declara como su objeto la reunión del Congreso que ha "de sancionar la Constitución política que regularice las relaciones que deben existir entre todos los pueblos argentinos, como pertenecientes a una misma familia; que establezca y defina los altos poderes nacionales, y afiance el orden y prosperidad interior y la respetabilidad exterior de la Nación".
Estos fines son excelentes sin duda; la Constitución que no los tuviera en mira sería inservible; pero no son todos los fines esenciales que debe proponerse la Constitución argentina.
No pretendo que la Constitución deba abrazarlo todo; desearía más bien que pecase por reservada y concisa. Pero será necesario que en lo poco que comprenda, no falte lo que constituye por ahora la salvación de la República Argentina.