XVDe la inmigración como medio de progreso y de cultura para la América del Sur. Medios de fomentar la inmigración. Tratados extranjeros. La inmigración espontánea y no la artificial. Tolerancia religiosa. Ferrocarriles. Franquicias. Libre navegación fluvial.
¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro el espíritu vivificante de la civilización europea a nuestro suelo? Como vino en todas épocas: Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de industria, sus prácticas de civilización, en las inmigraciones que nos envíe.
Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilizaciones en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el catecismo más edificante.
¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de los Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslas aquí.
¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del industrial europeo pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se propaga de semilla. Es como la viña, prende de gajo.
Este es el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser un mundo opulento en poco tiempo. La reproducción por sí sola es medio lentísimo.
Si queremos ver agrandados nuestros Estados en corto tiempo, traigamos de fuera sus elementos ya formados y preparados.
Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay progreso considerable; todo es mezquino y pequeño. Naciones de medio millón de habitantes, pueden serlo por su territorio; por su población serán provincias, aldeas; y todas sus cosas llevarán siempre el sello mezquino de provincia.
Aviso importante a los hombres de Estado sudamericanos: las escuelas primarias, los liceos, las universidades, son, por sí solos, pobrísimos medios de adelanto sin las grandes empresas de producción, hijas de las grandes porciones de hombres.
La población—necesidad sudamericana que representa todas las demás—es la medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos. El ministro de Estado que no duplica el censo de estos pueblos cada diez años, ha perdido su tiempo en bagatelas y nimiedades.
Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y confortablemente. Poned el millón de habitantes, que forma la población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación posible, tan instruido como el cantón de Ginebra en Suiza, como la más culta provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y floreciente Estado? Ciertamente que no: un millón de hombres en territorio cómodo para 50 millones, ¿es otra cosa que una miserable población?
Se hace este argumento: educando nuestras masas, tendremos orden; teniendo orden vendrá la población de fuera.
Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis orden ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación.
Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores, desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en medio de un mundo absorbido por ocupaciones graves.
¿Cómo conseguir todo esto? Más fácilmente que gastando millones en tentativas mezquinas de mejoras interminables.
Tratados extranjeros. Firmad tratados con el extranjero en que deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad civil, de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respetados. Esos tratados serán la más bella parte de la Constitución; la parte exterior, que es llave del progreso de estos países, llamados a recibir su acrecentamiento de fuera. Para que esa rama del derecho público sea inviolable y duradera, firmad tratados por término indefinido o prolongadísimo. No temáis encadenaros al orden y a la cultura.
Temer que los tratados sean perpetuos es temer que se perpetúen las garantías individuales en nuestro suelo. El tratado argentino con la Gran Bretaña ha impedido que Rosas hiciera de Buenos Aires otro Paraguay.
No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía interiores. El temor a los tratados es resabio de la primera época guerrera de nuestra revolución: es un principio viejo y pasado de tiempo, o una imitación indiscreta y mal traída de la política exterior que Washington aconsejaba a los Estados Unidos en circunstancias y por motivos del todo diferentes de los que nos cercan.
Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y todas las garantías de industria, de propiedad y libertad civil, consagradas por ellas, vivan inviolables bajo el protectorado del cañón de todos los pueblos, sin mengua de nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y garantías civiles, que ellas otorgan a sus habitantes, en tratados de amistad, de comercio y de navegación con el extranjero. Manteniendo, haciendo él mantener los tratados, no hará sino mantener nuestra Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero, mayores derechos asegurados tendréis en vuestro país.
Tratad con todas las naciones, no con algunas, conceded a todas las mismas garantías, para que ninguna pueda subyugaros, y para que las unas sirvan de obstáculo contra las aspiraciones de las otras. Si Francia hubiera tenido en el Plata un tratado igual al de Inglaterra, no habría existido la emulación oculta bajo el manto de una alianza, que por diez años ha mantenido el malestar de las cosas del Plata, obrando a medias y siempre con la segunda mira de conservar ventajas exclusivas y parciales.
Plan de inmigración. La inmigración espontánea es la verdadera y grande inmigración. Nuestros gobiernos deben proveerla, no haciéndose ellos empresarios, no por mezquinas concesiones de terreno habitables por osos, en contratos falaces y usurarios, más dañinos a la población que al poblador, no por puñaditos de hombres, por arreglillos propios para hacer el negocio de algún especulador influyente; eso es la mentira, la farsa de la inmigración fecunda; sino por el sistema grande, largo y desinteresado, que ha hecho nacer a California en cuatro años por la libertad prodigada, por franquicias que hagan olvidar su condición al extranjero, persuadiéndolo de que habita su patria; facilitando, sin medida ni regla, todas las miras legitimas, todas las tendencias útiles.
Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado porque se componen y se han compuesto incesantemente de elementos europeos. En todas épocas han recibido una inmigración abundantísima de Europa. Se engañan los que creen que ella sólo data desde la época de la Independencia. Los legisladores de los Estados propendían a eso muy sabiamente; y uno de los motivos de su rompimiento perpetuo con la metrópoli fue la barrera o dificultad que Inglaterra quiso poner a esta inmigración que insensiblemente convertía en colosos sus colonias. Ese motivo está invocado en el acta misma de la declaración de la independencia de los Estados Unidos. Véase según eso, si la acumulación de extranjeros impidió a los Estados Unidos conquistar su independencia y crear una nacionalidad grande y poderosa.
Tolerancia religiosa. Si queréis pobladores morales y religiosos, no fomentéis el ateísmo. Si queréis familias que formen las costumbres privadas, respetad su altar a cada creencia. La América española, reducida al catolicismo con exclusión de otro culto, representa un solitario y silencioso convento de monjes. El dilema es fatal: o católica exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera, y tolerante en materia de religión. Llamar la raza anglosajona y las poblaciones de Alemania, de Suecia y de Suiza, y negarles el ejercicio de su culto, es lo mismo que no llamarlas, sino por ceremonia, por hipocresía de liberalismo.
Esto es verdadero a la letra: excluir los cultos disidentes de la América del Sur, es excluir a los ingleses, a los alemanes, a los suizos, a los norteamericanos, que no son católicos; es decir, a los pobladores de que más necesita este continente. Traerlos sin su culto es traerlos sin el agente que los hace ser lo que son; a que vivan sin religión, a que se hagan ateos.
Hay pretensiones que carecen de sentido común, y es una de ellas querer población, familias, costumbres y al mismo tiempo rodear de obstáculos el matrimonio del poblador disidente: es pretender aliar la moral y la prostitución. Si no podéis destruir la afinidad invencible de los sexos, ¿qué hacéis con arrebatar la legitimidad a las uniones naturales? Multiplicar las concubinas en vez de las esposas; destinar a nuestras mujeres americanas a ser escarnio de los extranjeros; hacer que los americanos nazcan manchados; llenar toda nuestra América de guachos, de prostitutas, de enfermedades, de impiedad, en una palabra. Eso no se puede pretender en nombre del catolicismo sin insulto a la magnificencia de esta noble Iglesia, tan capaz de asociarse a todos los progresos humanos.
Querer el fomento de la moral en los usos de la vida y perseguir iglesias que enseñan la doctrina de Jesucristo, ¿es cosa que tenga sentido recto?
Sosteniendo esta doctrina no hago otra cosa que el elogio de una ley de mi país que ha recibido la sanción de la experiencia. Desde octubre de 1825 existe en Buenos Aires la libertad de cultos, pero es preciso que esa concesión provincial se extienda a toda la República Argentina por su Constitución, como medio de extender al interior el establecimiento de la Europa inmigrante. Ya lo está por el tratado con Inglaterra, y ninguna constitución local, interior, debe ser excepción o derogación del compromiso nacional contenido en el tratado de 2 de febrero de 1825.
España era sabia en emplear por táctica el exclusivismo católico, como medio de monopolizar el poder de estos países, y como medio de civilizar las razas indígenas. Por eso el Código de Indias empezaba asegurando la fe católica de las colonias. Pero nuestras constituciones modernas no deben copiar en eso la legislación de Indias, porque es restablecer el antiguo régimen de monopolio en beneficio de nuestros primeros pobladores católicos, y perjudicar las miras amplias y generosas del nuevo régimen americano.
Inmigración mediterránea. Hasta aquí la inmigración europea ha quedado en los pueblos de la costa, y de ahí la superioridad del litoral de América, en cultura, sobre los pueblos de tierra adentro.
Bajo el gobierno independiente ha continuado el sistema de la legislación de Indias que excluía del interior al extranjero bajo las más rígidas penas. El título 27 de la Recopilación Indiana contiene 38 leyes destinadas a cerrar herméticamente el interior de la América del Sur al extranjero no peninsular. La más suave de ellas era la ley 7a, que imponía la pena de muerte al que trataba con extranjeros. La ley 9a mandaba limpiarla tierra de extranjeros, en obsequio del mantenimiento de la fe católica.
¿Quién no ve que la obra secular de esa legislación se mantiene hasta hoy latente en las entrañas del nuevo régimen? ¿Cuál otro es el origen de las resistencias que hasta hoy mismo halla el extranjero en el interior de nuestros países de Sudamérica?
Al nuevo régimen le toca invertir el sistema colonial, y sacar al interior de su antigua clausura, desbaratando por una legislación contraria y reaccionaria de la de Indias el espíritu de reserva y de exclusión que había formado ésta en nuestras costumbres.
Pero el medio más eficaz de elevar la capacidad y cultura de nuestros pueblos de situación mediterránea a la altura y capacidad de las ciudades marítimas es aproximarlos a la costa, por decirlo así, mediante un sistema de vías de transporte grande y liberal, que los ponga al alcance de la acción civilizante de Europa.
Los grandes medios de introducir Europa en los países interiores de nuestro continente, en escala y proporciones bastante poderosas para obrar un cambio portentoso en pocos años, son el ferrocarril, la libre navegación interior y la libertad comercial. Europa viene a estas lejanas regiones en alas del comercio y de la industria, y busca la riqueza en nuestro continente. La riqueza, como la población, como la cultura, es imposible donde los medios de comunicación son difíciles, pequeños y costosos.
Ella viene a América al favor de la facilidad que ofrece el océano. Prolongad el Océano hasta el interior de este continente por el vapor terrestre y fluvial, y tendréis el interior tan lleno de inmigrantes europeos como el litoral.
Ferrocarriles. El ferrocarril es el medio de dar vuelta al derecho lo que la España colonizadora colocó al revés en este continente. Ella colocó las cabezas de nuestros Estados donde deben estar los pies. Para sus miras de aislamiento y monopolio, fue sabio ese sistema; para las nuestras de expansión y libertad comercial, es funesto. Es preciso traer las capitales a las costas, o bien llevar el litoral al interior del continente. El ferrocarril y el telégrafo eléctrico, que son la supresión del espacio, obran este portento mejor que todos los potentados de la tierra. El ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más difíciles, sin decretos ni asonadas.
El hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los congresos.
Los congresos podrán declarar una e indivisible; sin el camino de fierro que acerque sus extremos remotos, quedará siempre divisible y dividida contra todos los decretos legislativos.
Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la distancia hace imposible la acción del poder central. ¿Queréis que el gobierno, que los legisladores, que los tribunales de la capital litoral, legislen y juzguen los asuntos de las provincias de San Juan y Mendoza, por ejemplo? Traed el litoral hasta esos parajes por el ferrocarril, o viceversa; colocad esos extremos a tres días de distancia, por lo menos. Pero tener la metrópoli o capital a 20 días es poco menos que tenerla en España, como cuando regia el sistema antiguo, que destruimos por ese absurdo especialmente. Así, pues, la unidad política debe empezar por la unidad territorial, y sólo el ferrocarril puede hacer de dos parajes separados por quinientas leguas un paraje único.
Tampoco podréis llevar hasta el interior de nuestros países la acción de Europa por medio de sus inmigraciones, que hoy regeneran nuestras costas, sino por vehículos tan poderosos como los ferrocarriles. Ellos son o serán a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos inferiores del cuerpo humano, manantiales de vida. Los españoles lo conocieron así, y en el último tiempo de su reinado en América se ocuparon seriamente en la construcción de un camino carril interoceánico al través de los Andes y del desierto argentino. Era eso un poco más audaz que el canal de los Andes, en que pensó Rivadavia, penetrado de la misma necesidad. ¿Por qué llamaríamos utopía la creación de una vía que preocupó al mismo Gobierno español de otra época, tan positivo y parsimonioso en sus grandes trabajos de mejoramiento?
El virrey Sobremonte, en 1804, restableció el antiguo proyecto español de canalizar el río Tercero, para acercar los Andes al Plata; y en 1813, bajo el Gobierno patrio, surgió la misma idea. Con el título modesto de la navegación del río Tercero, escribió entonces el coronel don Pedro Andrés García un libro que daría envidia a Mr. Miguel Chevalier, sobre vías de comunicación como medios de gobierno, de comercio y de industria.
Para tener ferrocarriles, abundan medios en estos países. Negociad empréstitos en el extranjero, empeñad vuestras rentas y bienes nacionales para empresas que los harán prosperar y multiplicarse. Seria pueril esperar a que las rentas ordinarias alcancen para gastos semejantes; invertid esa orden, empezad por los gastos, y tendréis rentas. Si hubiésemos esperado a tener rentas capaces de costear los gastos de la guerra de la independencia contra España, hoy seríamos colonos. Con empréstitos tuvimos cañones, fusiles, buques y soldados, y conseguimos hacernos independientes. Lo que hicimos para salir de la esclavitud, debe mas hacer para salir del atraso, que es igual a la servidumbre: la gloria no debe tener más títulos que la civilización.
Pero no obtendréis préstamos si no tenéis crédito nacional, es decir, un crédito fundado en las seguridades y responsabilidades unidas de todos los pueblos del Estado. Con créditos de cabildos o provincias, no haréis caminos de hierro, ni nada grande. Uníos en cuerpo de nación, consolidad la responsabilidad de vuestras rentas y caudales presentes y futuros, y tendréis quien os preste millones para atender a vuestras necesidades locales y generales; porque si no tenéis plata hoy, tenéis los medios de ser opulentos mañana. Dispersos y reñidos, no esperéis sino pobreza y menosprecio.
Franquicias, privilegios. Proteged al mismo tiempo empresas particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo el favor imaginable, sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro. En Lima se ha dado todo un convento y 99 años de privilegio al primer ferrocarril entre la capital y el litoral: la mitad de todos los conventos allí existentes habría sido bien dada, siendo necesario. Los caminos de fierro son en este siglo lo que los conventos eran en la Edad Media: cada época tiene sus agentes de cultura. El pueblo de la Caldera se ha improvisado alrededor de un ferrocarril, como en otra época se formaba alrededor de una iglesia; el interés es el mismo: aproximar al hombre de su Creador por la perfección de su naturaleza;
¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas? Entregadlos entonces a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera como los hombres se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidad y de privilegios el tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros.
Esta América necesita de capitales tanto como de población. El inmigrante sin dinero es un soldado sin armas. Haced que inmigren los pesos en estos países de riqueza futura y pobreza actual. Pero el peso es un inmigrado que exige muchas concesiones y privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo del progreso de estos países. Es el secreto de que se valieron los Estados Unidos y Holanda para dar impulso mágico a su industria y comercio. Las Leyes de Indias para civilizar este continente, como en la Edad Media por la propaganda religiosa, colmaban de privilegios a los conventos, como medio de fomentar el establecimiento de estas guardias avanzadas de la civilización de aquella época. Otro tanto deben hacer nuestras leyes actuales, para dar pábulo al desarrollo industrial y comercial, prodigando el favor a las empresas industriales que levanten su bandera atrevida en los desiertos de nuestro continente. El privilegio a la industria heroica es el aliciente mágico para atraer riquezas de fuera. Por eso los Estados Unidos asignaron al Congreso general, entre sus grandes atribuciones, la de fomentar la prosperidad de la Confederación por la concesión de privilegios a los autores e inventores; y aquella tierra de libertad se ha fecundado, entre otros medios, por privilegios dados por la libertad al heroísmo de empresa, al talento de mejoras.
Navegación interior. Los grandes ríos, esos caminos que andan, como decía Pascal, son otro medio de internar la acción civilizadora de Europa por la imaginación de sus habitantes en lo interior de nuestro continente. Pero los ríos que no se navegan son como si no existieran. Hacerlos del dominio exclusivo de nuestras banderas indigentes y pobres es como tenerlos sin navegación. Para que ellos cumplan el destino que han recibido de Dios, poblando el interior del continente, es necesario entregarlos a la ley de los mares, es decir, a la libertad absoluta. Dios no los ha hecho grandes como mares mediterráneos para que sólo se naveguen por una familia.
Proclamad la libertad de sus aguas. Y para que sea permanente, para que la mano inestable de nuestros gobiernos no derogue hoy lo que acordó ayer, firmad tratados perpetuos de libre navegación.
Para escribir esos tratados, no leáis a Wattel ni a Martens, no recordéis el Elba y el Mississippi. Leed en el libro de las necesidades de Sudamérica, y lo que ellas dicten, escribidlo con el brazo de Enrique VIII, sin temer la risa ni la reprobación de la incapacidad. La América del Sur está en situación tan critica y excepcional que sólo por medios no conocidos podrá escapar de ella con buen éxito. La suerte de Méjico es un aviso de lo que traerá el sistema de vacilación y reserva.
Que la luz del mundo penetre en todos los ámbitos de nuestras Repúblicas. ¿Con qué derecho mantener en perpetua brutalidad lo más hermoso de nuestras regiones? Demos a la civilización de la Europa actual lo que le negaron nuestros antiguos amos. Para ejercer el monopolio, que era la esencia de su sistema, sólo dieron una puerta a la República Argentina; y nosotros hemos conservado en nombre del patriotismo el exclusivismo del sistema colonial. No más exclusión ni clausura, sea cual fuere el color que se invoque. No más exclusivismo en nombre de la patria.
Nuevos destinos de la América mediterránea. Que cada caleta sea un puerto; cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera de Albión; que en las márgenes del Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas banderas de todas partes, que alegran las aguas del Támesis, ría de Inglaterra y del universo.
¡Y las aduanas!, grita la rutina. ¡Aberración! ¿Queréis embrutecer en nombre del fisco? ¿Pero hay nada menos fiscal que el atraso y la pobreza? Los Estados no se han hecho para las aduanas, sino éstas para los Estados. ¿Teméis que a fuerza de población y de riqueza falten recursos para costear las autoridades, que son indispensables para hacer respetar esas riquezas? ¡Economía idiota, que teme la sed entre los raudales dulces del río del Paraná! ¿Y no recordáis que el comercio libre con Inglaterra desde el tiempo del gobierno colonial tuvo un origen rentístico o fiscal en el Río de la Plata, es decir, que se creó la libertad para tener rentas?
Si queréis que el comercio pueble nuestros desiertos, no matéis el tráfico con las aduanas interiores. Si una sola aduana está de más, ¿qué diremos de catorce aduanas? La aduana es la prohibición; es un impuesto que debiera borrarse de las rentas sudamericanas. Es un impuesto que gravita sobre la civilización y el progreso de estos países, cuyos elementos vienen de fuera. Se debiera ensayar su supresión absoluta por 20 años, y acudir al empréstito para llenar el déficit. Eso seria gastar, en la libertad, que fecunda, un poco de lo que hemos gastado en la guerra, que esteriliza.
No temáis tampoco que la nacionalidad se comprometa por la acumulación de extranjeros, ni que desaparezca el tipo nacional. Ese temor es estrecho y preocupado. Mucha sangre extranjera ha corrido en defensa de la independencia americana. Montevideo, defendido por extranjeros, ha merecido el nombre de Nueva Troya. Valparaíso, compuesto de extranjeros, es el lujo de la nacionalidad chilena. El pueblo inglés ha sido el pueblo más conquistado de cuantos existen; todas las naciones han pisado su suelo y mezclado a él su sangre y su raza. Es producto de un cruzamiento infinito de castas; y por eso justamente el inglés es el más perfecto de los hombres, y su nacionalidad tan pronunciada que hace creer al vulgo que su raza es sin mezcla.
No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel, del caos saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad sudamericana. El suelo prohija a los hombres, los arrastra, los asimila y hace suyos. El emigrado es como el colono; deja la madre patria por la patria de su adopción. Hace dos mil años que se dijo esta palabra que forma la divisa de este siglo: Ubi bene, ibi patria.
Y ante los reclamos europeos por inobservancia de los tratados que firméis, no corráis a la espada ni gritéis: ¡Conquista! No va bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos, que para prosperar necesitan de todo el mundo. Cada edad tiene su honor peculiar. Comprendamos el que nos corresponde. Mirémonos mucho antes de desnudar la espada: no porque seamos débiles, sino porque nuestra inexperiencia y desorden normales nos dan la presunción de culpabilidad ante el mundo en nuestros conflictos externos; y sobre todo porque la paz nos vale el doble que la gloria.
La victoria nos dará laureles; pero el laurel es planta estéril para América.
Vale más la espiga de la paz, que es de oro, no en la lengua del poeta, sino en la lengua del economista.
Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen sentido. El tipo de la grandeza americana no es Napoleón, es Washington; y Washington no representa triunfos militares, sino prosperidad, engrandecimiento, organización y paz. Es el héroe del orden en la libertad por excelencia.
Por sólo sus triunfos guerreros hoy estaría Washington sepultado en el olvido de su país y del mundo. La América española tiene generales infinitos que representan hechos de armas más brillantes y numerosos que los del general Washington. Su título a la inmortalidad reside en la constitución admirable que ha hecho de su país el modelo del universo, y que Washington selló con su nombre. Rosas tuvo en su mano cómo hacer eso en la República Argentina, y su mayor crimen es haber malogrado esa oportunidad.
Reducir en dos horas una gran masa de hombres a su octava parte por la acción del cañón: he ahí el heroísmo antiguo y pasado.
Por el contrario, multiplicar en pocos días una población pequeña es el heroísmo del estadista moderno: la grandeza de creación, en lugar de la grandeza salvaje de exterminio.
El censo de la población es la regla de la capacidad de los ministros americanos.
Desde la mitad del siglo XVI la América interior y mediterránea ha sido un sagrario impenetrable para la Europa no peninsular. Han llegado los tiempos de su franquicia absoluta y general. En trescientos años no ha ocurrido período más solemne para el mundo de Colón.
La Europa del momento no viene a tirar cañonazos a esclavos. Aspira sólo a quemar carbón de piedra en lo alto de los ríos, que hoy sólo corren para los peces. Abrid sus puertas de par en par a la entrada majestuosa del mundo, sin discutir si es por concesión o por derecho; y para prevenir cuestiones, abridlas antes de discutir. Cuando la campana del vapor haya resonado delante de la virginal y solitaria Asunción, la sombra de Suárez quedará atónita a la presencia de los nuevos misioneros, que visan empresas desconocidas a los jesuitas del siglo XVIII. Las aves, poseedoras hoy de los encantados bosques, darán un vuelo de espanto; y el salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará con tristeza el curso de la formidable máquina que lo intima el abandono de aquellas márgenes. Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros pasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de la más noble de las razas.
Sobre las márgenes pintorescas del Bermejo levantará algún día la gratitud nacional un monumento en que se lea: Al Congreso de 1852, libertador de estas aguas, la posteridad reconocida.