Derecho y política
Esta serie de conferencias, bajo el epígrafe general de «El derecho como reclamación individual», la impartió el Autor en la Freedom School de Colorado Springs, Colorado, en los días 2 a 6 de diciembre de 1963.
Una versión del primer capítulo apareció, en 1964, con ciertas modificaciones, en Archives for Philosophy of Law and Social Philosophy, Hermann Luchterhand Verlag, Berlín.
El capítulo tercero se basa, en su mayor parte, en dos artículos anteriores del Autor: «The Economic Approach to Politics», Il Politico, 26/3, 196l, pp. 491-502, y «The Meaning of ‘Political’ in Political Decisions», Political Studies, 5/3, octubre 1957, pp.225-239.
El capítulo cuarto se basa en «Political Decisions and Majority Rule», Il Politico, 25/4, 1960, pp. 724-733.
Las cuatro conferencias aparecen en la reciente edición de The Freedom and the Law de Liberty Fund (Indianápolis 1994). La traducción de las mismas para la presente edición ha sido realizada por Alberto Caballero. [N. del E.]
1 El derecho como reclamación individual
Es probable que las escuelas filosóficas contemporáneas que se centran en el análisis del lenguaje nos hayan enseñado menos de lo que pretenden. Aun así, nos han recordado algo que sabemos de sobra pero olvidamos con facilidad: las palabras son «palabras» y no es posible ocuparse de ellas como si fueran «cosas» o, por decirlo de otro modo, como si fuesen objetos de experiencia sensorial cuyas definiciones tienen sentido en tanto se refieran, más o menos directamente, a dicha experiencia. En concreto, las palabras «ley» o «derecho» no pueden, más que otras, ser tratadas como una «cosa»; muy al contrario, ya que carecen de un significado directa o especialmente atribuible a semejante experiencia sensorial.
Cualquier análisis del «derecho» aparece, ante todo, como análisis lingüístico, es decir, como un intento de superar la dificultad ya mencionada de descubrir el significado real de esa palabra en el lenguaje. Lo cual no resulta fácil, ya que podemos utilizar el término derecho desde diferentes puntos de vista y con significados que no sólo varían conforme a las diversas clases de personas que lo emplean, sino que también puede diferir dentro del lenguaje utilizado por una misma clase de personas. Incluso entre los profesores de derecho puede percibirse que el sentido del término no es siempre el mismo; cabe mencionar, a este respecto, las permanentes controversias entre expertos en derecho internacional o constitucional por un lado y expertos en derecho civil por otro.
Como esta dificultad tiende a resultar fatigosa y desalentadora, quienes inician un análisis lingüístico sobre el derecho o la «ley» pueden verse tentados, antes o después, a suspenderlo para adherirse a una de las siguientes afirmaciones: a) la ley es aquello que mis colegas X, Y y Z, y yo mismo sabemos que es la «ley», y no nos preocupan otras opiniones; b) la ley es lo que yo propongo o «estipulo» denominar así, sin que otras «estipulaciones » relativas al mismo término me importen demasiado; c) la ley es todo aquello que cada cual desee denominar de este modo, cualquiera que sea su significado, y no merece la pena proseguir una investigación que no tiene fin.
Mientras que la tercera postura conduce al escepticismo, las dos anteriores dan origen, en realidad, a la mayoría de las llamadas teorías generales del derecho. Para ser francos, debe reconocerse que la fatiga no constituye la fuente única de la que emanan las dos primeras afirmaciones. Existe asimismo una razón de índole práctica: los juristas o los profesores de derecho no se interesan primordialmente por el análisis teórico del significado de la palabra «ley»; directa o indirectamente, se inclinan —como todo el que actúa en el campo del derecho— hacia los resultados positivos, como, por ejemplo, lograr convencer a un juez y ganar un pleito. Cualquier definición convencional que les conduzca a su meta es acogida gustosamente.
Mas, suponiendo que carezcamos de fines prácticos y, al mismo tiempo, tratemos de eludir el escepticismo, creo que existe sólo una vía para evitar la arbitrariedad de las dos primeras posturas, a saber: tomar en cuenta —hasta donde sea posible— todas las acepciones en que se emplea la palabra «ley», con el fin de intentar descubrir un significado común mínimo de la misma. No debe confundirse este tipo de investigación con la del lexicógrafo, quien se limita a señalar uno o más significados del mismo término, sin preocuparse necesariamente de las conexiones entre los diversos significados; esta investigación sólo resulta posible si aceptamos un postulado: que existe un significado común mínimo. Dicho de otra forma, hemos de suponer que el lenguaje del hombre de la calle, así como el de los expertos en los tecnicismos de tribunales, estatutos y precedentes legales son lo bastante homogéneos como para justificar la investigación.[107]
No me sorprendería que esta investigación del significado común mínimo de la palabra «ley» fuera, en definitiva, el arduo destino del denominado filósofo del derecho.
La ausencia de una teoría previa sobre las definiciones y de un enfoque lingüístico satisfactorio del problema de definir la «ley» es responsable de que el lenguaje empleado en la mayoría de las teorías generales del derecho proceda simplemente del empleo que de esa palabra hacen los juristas, o, más concretamente, ciertas clases de juristas. Y así, se transplanta de un ámbito en el que, de una manera más o menos directa, sólo se persiguen resultados prácticos a un ámbito completamente distinto, donde esta finalidad práctica no preocupa lo más mínimo, pues de lo que se trata es de alcanzar conclusiones de índole teórica.
Uno de los significados frecuentes de la palabra «ley» en las teorías generales tomado del lenguaje de los profesionales del derecho es el de «norma legal» o, en términos generales, el de «sistema» u «ordenamiento» de normas. Este «sistema» u ordenamiento es, en realidad, el límite conceptual no sólo de los discursos de los juristas profesionales, sino también de todos cuantos se mueven en el campo del derecho; es decir, de cuantos tratan de solventar ciertos problemas prácticos, como son el pago de una deuda, la disolución de un matrimonio y cuestiones parecidas. A tales fines, les resulta suficiente dar por sentado que el derecho es sencillamente el ordenamiento de esas normas, cuya aplicación les capacita para alcanzar su objetivo. Análogamente, para los agentes económicos la economía es simplemente el mercado o, mejor dicho, «el mercado» donde pueden vender y comprar bienes o servicios económicos a un precio determinado. Quienes desean disolver su matrimonio o ser pagados por su deudor precisan, ante todo, conocer las normas que les atañen, del mismo modo que quienes desean vender o comprar algunos productos en el mercado precisan, ante todo, conocer sus precios. Las razones por las que cada país tiene unas determinadas normas (que difieren, tal vez, de las de otros países, o de las del mismo país en otra época) referentes a la disolución de matrimonios o al pago de la deudas no suele ser, por regla general, un asunto que incumba a los prácticos del derecho, a menos que se hallen interesados personalmente por la historia del derecho o el derecho comparado. De un modo similar, las (con frecuencia remotas) razones por las que los precios son como son en un mercado determinado y en un momento dado no suele interesar a vendedores o compradores, a no ser que sean economistas o historiadores de la economía.
Tanto los prácticos del derecho como los agentes económicos prescinden aún más de las razones por las que existen normas en general en el ámbito legal y precios en general en el mercado. Los juristas profesionales, al igual que los asesores económicos, tampoco precisan conocer dichas razones para atender debidamente a sus clientes. El resultado es que todos ellos tratan las normas y los precios, respectivamente, como datos últimos de los que parten con la finalidad de alcanzar sus propios objetivos.
Ahora bien, la tarea del economista es descubrir las conexiones existentes entre las acciones de los agentes económicos y los precios de los bienes que compran o venden; la del filósofo del derecho, reconstruir las relaciones existentes entre los agentes jurídicos y las correspondientes normas que éstos pueden invocar para conseguir sus propósitos. Esto significa que para el filósofo del derecho las normas no constituyen los datos últimos del proceso legal, así como tampoco lo son los precios para el economista.
Los economistas han seguido la pista de los precios hasta averiguar el origen de este fenómeno social, su punto de partida: las opciones individuales entre bienes escasos. Yo propongo que los filósofos del derecho hagan otro tanto con respecto a las normas jurídicas como fenómenos sociales hasta llegar a ciertas acciones o actitudes de los individuos. Dichas acciones, en alguna medida, se reflejan en las normas existentes dentro del marco de un sistema jurídico, así como las opciones individuales entre los bienes escasos se reflejan en los precios del mercado en un sistema monetario.
Asimismo propongo que a tales acciones o actitudes individuales se las denomine demandas o reclaraciones. Los diccionarios definen la reclamación como «una demanda de algo que es debido». Doy por sentado a este respecto que sólo los individuos pueden tener reclamaciones, al igual que sólo los individuos pueden efectuar elecciones. Los individuos reclaman y eligen. Mas si bien para efectuar una elección no precisan involucrar necesariamente a otros individuos, sí precisan hacerlo para efectuar una reclamación.
Sé muy bien que reducir las normas jurídicas a reclamaciones individuales puede parecer paradójico. Incluso puede sorprender a quienes parten de presupuestos tópicos que se hallan en la base de la mayoría de las teorías del derecho contemporáneas. ¿No es la norma expresión de un deber? ¿No es una norma «legal» ante todo la expresión de un deber legal? ¿No son los «derechos» legales (cuando existen) el reflejo de los correspondientes deberes tal como están establecidos en normas legales? ¿No es la norma, considerada lógicamente, una sentencia prescriptiva? ¿No se halla la naturaleza del deber legal tal como se expresa en la norma patentizada mediante sanciones y coacciones contempladas, a su vez, en las normas legales? Son éstas algunas de las objeciones «obvias» que podrían suscitarse contra mi propuesta. Mi modesta respuesta es que, del mismo modo que las normas no son el dato último del proceso jurídico, la denominada naturaleza prescriptiva u obligatoria de la norma jurídica tampoco constituye, para el filósofo del derecho, su naturaleza última.
A primera vista, la analogía entre un llamado deber legal y un deber moral podría resultar tentadora. Los deberes morales están considerados, en la tradición kantiana, como datos últimos de la moral. ¿Por qué, entonces, no considerar igualmente los deberes legales como datos últimos del derecho? Pero esto es imposible, ya que antes deberíamos distinguir los deberes morales de los legales para situar conceptualmente a estos últimos. No conozco un solo intento afortunado a este respecto. Es frecuente sostener que los deberes legales difieren de los morales en que aquéllos, a diferencia de éstos, se presentan relacionados con alguna forma de «coacción » o por lo menos con la contemplación de una posible coacción en la fórmula en que dichos deberes se expresan. A mí no me convence esta teoría, pues no podemos ignorar que muchas normas consideradas habitualmente como legales (y específicamente las consideradas básicas para cualquier ordenamiento jurídico) carecen de todo tipo de coacción, así como de cualquier mención de coacción en la fórmula en que son expresadas.
Por supuesto, existe un buen motivo para ello, aunque parece que dicho motivo ha pasado inadvertido a muchos teóricos. Si observar las normas legales dependiera principalmente de la coacción, o incluso de la mera amenaza de coacción, todo el proceso se hallaría tan lleno de fricciones y sería tan dificultoso que no surtiría efecto. Es curioso observar cómo ciertas personas se hallan tan impresionadas por la naturaleza peculiar de la coacción como componente supuestamente característico de las normas legales, que tienden a pasar totalmente por alto la importancia marginal de la coacción en el conjunto de cualquier orden jurídico real.
No son las sanciones ni las coacciones las que conforman la ley. Se hallan presentes tan sólo en un número limitado de casos, y además, como ya he señalado, pueden únicamente aplicarse a ciertas clases de normas que podríamos considerar subordinadas a otras. Las normas principales a menudo ni siquiera las mencionan, por la sencilla razón de que ninguna sanción o coacción podrían servirles de una manera efectiva; nos referimos a las normas constitucionales de cada nación o a normas internacionales que afectan a las relaciones entre diferentes naciones.
Los intentos realizados para distinguir entre normas morales y normas legales sobre otras bases no resultan más convincentes que los de concebir las sanciones y coacciones como elementos característicos de las normas legales. Al menos, yo no conozco hasta ahora ningún intento afortunado en tal sentido.
Por otra parte, la con frecuencia tentadora analogía entre normas legales por un lado y normas técnicas por otro tampoco ha tenido éxito. Normas legales y normas técnicas parecen presentar cierta semejanza porque ambas se hallan formuladas de una manera «prescriptiva» y, por lo general, parten de las mismas hipótesis. La fórmula general de ambos tipos de normas o reglas puede reducirse, poco más o menos, a lo siguiente: si se desea A, es preciso hacer B. Pero, nuevamente, lo que resulta difícil aquí es situar el área de las denominadas normas legales diferenciándolas de las normas técnicas en general. Cualquier intento de tomar en consideración simultáneamente la pretendida naturaleza del deber de las normas legales junto con su pretendida naturaleza técnica no hace más que complicar el problema. Las teorías sincretistas de la norma jurídica son poco más que metáforas y no aclaran demasiado: nos referimos a las teorías de Alessandro Levi, según el cual la norma jurídica debiera ser una especie de gozne o bisagra que juntase las reglas económicas y morales, así como a las de Gurvitch, para el que las normas jurídicas presentarían siempre una «tensión dramática» por tratarse de una mezcla inextricable de lógica, moral, economía, etc.
Hasta la fecha, ninguna teoría normativa del derecho ha sido capaz de explicar convincentemente qué es una norma jurídica, o, dicho en otras palabras, qué es lo que hace que una norma sea «jurídica» y no, digamos, «moral» o «técnica» o «social». Tampoco el concepto de «autoridad» ha demostrado ser de mayor utilidad para permitirnos diferenciar las normas jurídicas de las demás. Ciertas personas son consideradas autoridades «jurídicas » debido sólo a que existen algunas normas «jurídicas» que definen o prescriben quién ha de ser considerado «autoridad» en el ámbito jurídico. Significativamente, el concepto básico de las más famosas teorías «normativas » del derecho no es el de autoridad, sino el de «norma»; según dicha teoría, ninguna autoridad real en sentido legal crea la norma fundamental de un sistema jurídico.
La dificultad de centrar una teoría general del derecho sobre el concepto de norma jurídica, y en definitiva sobre la idea de deber jurídico tal como se expresa en la norma jurídica, radica en el tratamiento indiscriminado de la famosa palabra alemana Sollen, que se refiere a la vez al sustantivo «deber» y al verbo «estar obligado» o «tener un deber». No basta en absoluto utilizar ese verbo en su modo infinitivo para comprender qué es un deber jurídico. Cuando afirmo: «Yo he de...», ello puede significar cualquiera de estas tres cosas: a) tengo el deber moral de...; b) estoy obligado a..., si quiero alcanzar el fin que anhelo; c) alguien me reclama «legalmente » que haga...
Bien podría suceder que más de una, o incluso las tres significaciones susodichas se hallen presentes en la expresión «yo he de...». En todo caso, se trata de tres significados distintos que no debieran confundirse entre sí. Únicamente el tercero parece ser el significado jurídico de la expresión. Pero la diferencia entre este significado y los mencionados en los apartados a) y b) se apoya sólo en el hecho de que en aquél se alude a la voluntad de alguien que desea que yo haga lo que debería hacer. El significado conforme a a) se refiere sólo a mi sentido moral, lo cual podría considerarse como un dato último a la manera kantiana; el significado conforme a b) alude a la hipótesis de que yo deseo algo que es un efecto de una causa que puedo decidir por medio de mi proceder. A diferencia de ambos significados previos, el significado conforme a c) se refiere, por último, a una pretensión o reclamación de otros en relación con mi persona. Si nadie deseara, según el derecho, que hiciese algo, no existiría efectivamente ningún deber jurídico por mi parte y la expresión «yo he de...» carecería de significado. En resumen: la expresión «yo he de...», contemplada en sentido jurídico, no se explica si no se refiere a la reclamación (jurídica) de otra persona.
Por supuesto, deberíamos ahora definir qué es una reclamación y qué es una reclamación jurídica. Quiere esto decir que hemos de elevar nuestra atención desde las personas que dicen «yo he de...» hasta las que afirman «yo tengo una reclamación» o «yo demando» o «yo exijo» o «yo solicito». Sin tales personas no existe «derecho», aunque haya otras que no tengan esa reclamación; y aunque estas otras personas sientan deberes morales o adoptan reglas técnicas. Naturalmente, esto no significa que la reclamación sea satisfecha si las personas cuyo comportamiento es objeto de la misma no sienten el correspondiente deber moral o, simplemente, no son conscientes de que es «técnicamente» conveniente para ellas hacerlo. Pero si bien el concepto central en la significación conforme a a) es el del deber, y el concepto central en la significación conforme a b) es el de la conveniencia, el concepto central en la significación conforme a c) es, en definitiva, el de una reclamación por parte de otras personas.
¿Qué significa «pretender» o «reclamar»? Psicológicamente, es una acción compleja. Ante todo, es evidente que no todas las demandas son pretensiones jurídicas, según los diversos significados que podemos tomar en consideración a este respecto. El asaltante que me aguarda en un paraje oscuro y solitario «pretende» mi dinero; por otro lado, el prestamista pretende mi dinero si tengo que devolverle cierta suma. Pero mientras la primera reclamación sería, de ordinario, considerada «ilegal» en todos los países del mundo, la segunda, por lo general, se considera «legal» en cualquier parte. Me parece que la diferencia más evidente entre ambas pretensiones es que todo el mundo (inclusive los asaltantes) se propone, generalmente, no ser robado por nadie. Generalmente, todo el mundo tiene intención de devolver el dinero que le ha sido prestado, incluidos esos granujas que tratan de evitar reintegrar los préstamos a sus acreedores. El asaltante o el granuja tienen una reclamación especial, que se halla en contradicción con la demanda común, siendo ésta una reclamación que ellos mismos harían valer frente a todos los posibles asaltantes o deudores de mala fe.
Los partidarios de la teoría «normativa» del derecho podrían objetar que lo que nos permite hablar de una contradicción entre demandas «comunes » y demandas «especiales» es, en realidad, la existencia de una «norma »; más exactamente, de una norma jurídica. Sin embargo, me gustaría replicar que no es en absoluto necesario pensar en una norma de tipo jurídico como criterio para demostrar la mencionada contradicción. La noción clásica de «id quod plerumque accidit» (lo sucede en general) en una determinada sociedad resultaría más que suficiente para permitirnos diferenciar las pretensiones «legales» de las «ilegales». La probabilidad estadística de que un viandante se transforme en asaltante al encontrase con otro viandante en un paraje solitario es relativamente baja, y en todo caso mucho más baja que la contraria en cualquier momento dado; otro tanto es aplicable a quien pide dinero prestado y a la probabilidad de que no tenga intención alguna de devolverlo. El popular refrán ruso de «donde todos roban, nadie es ladrón» es cierto. Es decir, donde todos roban, las propias premisas no sirven para definir al asaltante o ladrón, puesto que no existe realmente ninguna comunidad organizada. La reclamación que hemos calificado como especial es, estadísticamente, no probable en la comunidad. Se trata, por así decirlo, de una excepción a la norma, y entiendo por norma, en general, no necesariamente una norma jurídica, sino una descripción de sucesos reales conforme a un esquema.
Lo que se halla implícito en la reclamación del acreedor frente al deudor es la previsión de que el deudor pagará. Lo que se halla implícito en la reclamación de un transeúnte de no ser asaltado ni molestado por nadie es, a su vez, la previsión de que nadie le molestará. Los juicios de probabilidad constituyen el fundamento de sus respectivas pretensiones.
Por otra parte, lo que se halla implícito en la actitud de un asaltante o de un deudor de mala fe cuando desea alcanzar sus propósitos es la previsión de que su reclamación no sería satisfecha por sus víctimas en circunstancias normales. Tal es el motivo de que semejantes individuos traten de colocarse a sí mismos y/o a sus víctimas en una situación muy especial para poder aumentar las probabilidades, ordinariamente mínimas, de que sus pretensiones especiales sean satisfechas.
Propongo que llamemos «jurídicas» en sentido estricto a aquellas exigencias o pretensiones que tienen una alta probabilidad de ser satisfechas por las personas a quienes corresponde en una sociedad dada y en cualquier momento dado, siendo variables y estando basadas alternativa o conjuntamente en normas morales o técnicas las razones por las cuales pudieran satisfacerse en cada caso concreto.
Al contrario, las «exigencias o pretensiones ilegales» serían aquellas que tienen poca o ninguna probabilidad de resultar satisfechas por las personas a quienes corresponde en circunstancias normales (por ejemplo, si un asaltante demandara dinero a plena luz del día y en una calle muy concurrida).
Las pretensiones claramente «legales», por un lado, y las claramente «ilegales », por otro, se hallan situadas en los extremos opuestos de un espectro que comprende todas las pretensiones que pueden efectuarse en una determinada sociedad y en cualquier momento dado. No deberíamos olvidar, sin embargo, el vasto sector intermedio de las menos definibles pretensiones «cuasi-legales» o «cuasi-ilegales», cuyas probabilidades de ser satisfechas son inferiores a las de las pretensiones claramente «legales», pero superiores a las de las claramente «ilegales».
La ubicación de muchas de las pretensiones, si no todas, en dicho espectro puede cambiar y de hecho cambia en cualquier sociedad, en cualquier momento dado. Este proceso, por emplear las célebres palabras de Justiniano, «semper in infinitum decurrit» (se produce indefinidamente) y no podríamos abarcarlo sin introducir la dimensión temporal. Surgirían nuevas pretensiones, en tanto que las antiguas se desvanecerían, y las pretensiones actuales cambiarían su situación en el espectro. Por consiguiente, todo el proceso puede describirse como un cambio continuo de las probabilidades respectivas que poseen todas las pretensiones de ser satisfechas en una sociedad dada y en un tiempo dado.
Como hemos visto, las pretensiones o reclamaciones se basan en previsiones. Sin embargo, no son reducibles a meras previsiones. La posición del agente jurídico no es exactamente la de un astrónomo que prevé un eclipse; se asemejaría a la del astrónomo si éste no sólo previera sino que deseara que dicho eclipse tuviera lugar por razones propias y, al mismo tiempo, pudiese influir en este acontecimiento mediante su propia actuación. Ninguna reclamación es posible sin un elemento de voluntad, basado en un interés de la persona afectada. Por otra parte, ninguna voluntad de ésta resulta posible si no se basa en la previsión antes mencionada. Debemos, desde luego, distinguir entre diversas clases de previsión en relación con la meta última que queremos alcanzar cuando formulamos una reclamación. Alguien puede prever, en calidad de acreedor, que su deudor le pagará, pero el acreedor también desea que su deudor le pague, por lo que está determinado a emplear ciertos medios a su disposición para que éste salde su deuda. Esto no significa necesariamente que desee o precise recurrir a cualquier tipo de «coacción». Acaso el deudor pagará de grado; acaso sólo pagará cuando el acreedor se lo recuerde o tras una pequeña discusión, algún reproche, etc. Aun cuando el acreedor recurra, incluso, a la coacción (o a la amenaza de coacción), este concepto no es tan relevante en todo el proceso como a primera vista podría parecer, puesto que la coacción referida al deudor requiere la cooperación de las personas que han de aplicarla. Estas personas, a su vez, podrían aplicar la coacción de grado o, nuevamente, tras la intervención personal del acreedor, sin necesidad de que éste tenga que recurrir forzosamente a otras formas de coacción sobre quienes tienen que cooperar para facilitar la coacción sobre el deudor. La idea decisiva aquí es, como antes, no la coacción sino la voluntad del acreedor de conseguir un comportamiento que él prevé como estadísticamente probable por parte de otras personas.[108]
Las pretensiones se entremezclan e incluso podrían entrar en conflicto unas con otras: «legal» contra «ilegal», y asimismo «legal» contra «legal», e «ilegal» contra «ilegal», dependiendo su respectivo éxito de sus probabilidades respectivas de ser satisfechas por las personas a quienes conciernen.
Es interesante comparar los resultados del análisis arriba perfilado con algunos de los principales conceptos de los letrados y —podría añadir— de todos los agentes jurídicos. Ya he señalado que habitualmente parten del concepto de norma jurídica en vez del de «reclamación jurídica». Incluso aquellos juristas que trataron de teorizar el concepto de reclamación jurídica como concepto básico del lenguaje jurídico se enredaron en contradicciones siempre que se asieron al concepto de norma jurídica como fundamental para desarrollar sus teorías.
Debo subrayar ahora algunas otras diferencias que podemos observar en el lenguaje y, respectivamente, en el humor o estado anímico de letrados y agentes jurídicos en general cotejados con el lenguaje que yo he indicado como característico del filósofo del derecho. Los juristas no sólo «deducen» las pretensiones legales de las normas jurídicas, sino que conciben sus deducciones como las únicas posibles. Las reclamaciones son legales para los juristas si resultan «derivables» de una norma legal, e ilegales en caso contrario. A su vez, las normas son legales o ilegales según sean o no sean aceptadas por los susodichos juristas y los agentes jurídicos en general en orden a alcanzar sus propios objetivos prácticos. Tertium non datur. La imagen de las normas y, respectivamente, de las pretensiones de los agentes jurídicos es, por así decirlo, siempre en blanco y negro. En dicha imagen no se hace referencia alguna a una dimensión temporal: los agentes jurídicos se preocupan de la norma legal del día de hoy; no de las de ayer o mañana. Finalmente, sólo se preocupan de la norma legal que ellos han aceptado como tal, con miras a sus propios objetivos prácticos, e ignoran todas las demás. Poseen una visión exclusivista de la sociedad jurídica. En realidad, sólo se preocupan de su propia sociedad jurídica. Pueden también aludir a otras sociedades, mas sólo hasta donde éstas les resultan aceptables o rechazables, partiendo de la base de las normas únicas que ellos han aceptado. Lo que los agentes jurídicos precisan, de hecho, es realizar ciertas reclamaciones, y a dicho fin adaptan su lenguaje y su estado de ánimo. El filósofo del derecho, por el contrario, no desea efectuar o apoyar reclamación alguna propia, sino que se sirve de las ya existentes para reconstruir las relaciones básicas entre ellas y con las normas jurídicas de cualquier sociedad dada, en cualquier momento dado.
El filósofo del derecho no sólo se aleja del concepto de pretensión o reclamación, sino que comprende asimismo que tales pretensiones pueden ser contradictorias. Más aún: comprende que las pretensiones pueden resultar contradictorias aun cuando todas sean consideradas «legales» por diferentes personas a un mismo tiempo. La imagen de la ley del filósofo del derecho nunca es, por consiguiente, en blanco y negro, puesto que en ella se ha de tener en cuenta todo un sector de reclamaciones del cual los juristas no se preocupan. Sabe que exactamente en ese sector es donde acaecen hechos que pueden modificar, en cualquier momento dado, la imagen completa del agente jurídico. El filósofo del derecho sabe igualmente que no existe una sola sociedad legal, esto es, la aceptada por cada agente jurídico por motivos prácticos, sino también otras sociedades «legales » que pueden resultar contradictorias con la anterior, aceptadas por otras personas, a su vez, por sus propias razones prácticas. La imagen resultante que ofrece el filósofo del derecho es una imagen matizada y multilateral, y se despliega a través del tiempo, como esas pinturas japonesas que únicamente pueden examinarse desenrollando el largo pergamino que las contiene. En la perspectiva del filósofo, la norma jurídica no sólo posee una ubicación diferente que en la imagen del agente jurídico: tiene, además, un significado diferente. Una norma jurídica es una regla en sentido estadístico, mientras que a los ojos del agente jurídico es sólo la descripción de las pretensiones que él considera legales, sin reparar en todas las demás, posiblemente contradictorias.
La diferencia entre ambos puntos de vista no es siempre tan fácil de percibir. Tanto el jurista como el filósofo del derecho consideran, al fin y al cabo, legales las pretensiones cuya satisfacción juzgan probable. Mientras el jurista se halla ocupado en el proceso de influenciar ese suceso probable, el filósofo del derecho espera para contemplarlo; pero ambos consideran la norma jurídica como una sentencia que expresa reclamaciones. Mientras el jurista invoca dicha sentencia para apoyar sus propias reivindicaciones, el filósofo la estudia como un reflejo de pretensiones que no son necesariamente las suyas propias. En consecuencia, el jurista no pone en duda la validez de la sentencia, ya que no duda de la validez de sus (correspondientes) reivindicaciones; el filósofo del derecho siempre está dispuesto a examinar atentamente tal sentencia para averiguar si describe fielmente las pretensiones «jurídicas» en sentido estadístico.
De estos dos puntos de vista diferentes se derivan dos distintas perspectivas de las normas jurídicas y de su importancia en todo el proceso jurídico. El jurista entiende que fijar normas jurídicas, digamos, mediante la legislación es el origen del proceso jurídico. El filósofo del derecho, por su parte, ha de considerarlo únicamente como uno de los factores de dicho proceso; ni siquiera el factor decisivo. A decir verdad, la legislación no describe necesariamente las reclamaciones estadísticamente legales, aunque, por supuesto, puede influir sobre las probabilidades de que sean satisfechas en cualquier sociedad dada y en cualquier momento dado. En realidad, sólo unas pocas personas (los representantes del pueblo) participan directamente en el proceso de crear la legislación, y cuanto hacen es describir las pretensiones o reivindicaciones que ellos efectúan o apoyan, sin que, por regla general, hayan de coincidir forzosamente con las reivindicaciones que efectivamente sean o vayan a ser satisfechas en esa sociedad. Resulta característico que, en todas las épocas (y esto es aplicable especialmente a nuestra era contemporánea), haya existido una fuerte tendencia a sobrevalorar si no la precisión de la descripción de las reclamaciones estadísticamente «legales» por parte de los legisladores, sí al menos el poder de éstos para influenciar, mediante la legislación, las probabilidades de las reclamaciones legales ya existentes.
Yo insinuaría que esta tendencia es la contraparte práctica del supuesto teórico que sitúa las «normas» al principio de todo el proceso jurídico y considera únicamente las reclamaciones como una consecuencia lógica de las «prescripciones» normativas. Es tarea del filósofo del derecho, además de reconstruir las auténticas conexiones existentes entre las reclamaciones estadísticamente legales y las normas jurídicas, traer a la memoria de todos los operadores o agentes jurídicos que la fijación de las normas jurídicas tiene un radio de alcance limitado en cualquier proceso jurídico.
Podríamos considerar la legislación como una tentativa más o menos venturosa de describir las reclamaciones estadísticamente legales, además de «prescribirlas». Lo que los legisladores describen puede ser: a) aquello que creen son las normas legales estadísticamente vigentes en su propia sociedad, o b) aquello que creen serán las normas legales estadísticamente vigentes en dicha sociedad como resultado de su legislación y del empleo de los medios que para producir tal resultado creen tener a su disposición (a saber, la coacción física o psicológica). Mas nuevamente, llegados a este punto, debemos retroceder a lo que antes observé en relación con la coacción y su importancia en el proceso jurídico en su conjunto. La legislación, al describir una situación que los legisladores desean para el futuro, debe relacionarse con las dificultades que surgen del hecho de que la coacción dentro del proceso jurídico tenga una importancia marginal. Por supuesto, la legislación puede también describir sencillamente cuál es la presente situación legal, sin propender a modificarla, o aun con el mero propósito de mantenerla: los códigos de leyes que fueron aprobados y sancionados en el siglo pasado en Europa constituyen un ejemplo pertinente. Las leyes y decretos que actualmente se promulgan en todo el mundo constituyen en su mayoría un ejemplo de legislación que tiende a modificar la situación ya existente. La legislación, en todos los casos, es tanto la exposición de reclamaciones apoyadas por los propios legisladores como una descripción de reclamaciones que han de ser consideradas, en su propia sociedad y por dichos legisladores, estadísticamente legales, pudiendo variar ostensiblemente en cualquier legislación el grado en que cada uno de ambos aspectos está presente.
Análogas observaciones podemos hacer sobre otras formas de fijar las normas jurídicas al margen de la legislación, como las realizadas por los jueces. Las resoluciones de un juez o los dictámenes de un jurisconsulto (como en los tiempos romanos) son siempre, al mismo tiempo, formulaciones de pretensiones que se consideran estadísticamente legales y reclamaciones que, asimismo, son defendidas, hasta cierto grado, por sus autores. Sin embargo, juristas y jueces se hallan aún más condicionados que los legisladores en su intento de apoyar sus propias pretensiones al tiempo que describen las pretensiones estadísticamente legales en el ámbito de su propia sociedad en un momento dado. Si bien el trabajo del legislador pretende hallarse, al menos por definición, libre de condicionamientos, el de un juez o el de un jurisconsulto, también por su misma definición, está condicionado por los precedentes, los estatutos y las propias reivindicaciones de las partes interesadas. Jueces y jurisconsultos, más aún que en el caso del legislador, se ven confrontados con la importancia marginal de la coacción y otros medios para forzar las probabilidades de que las reclamaciones sean realmente satisfechas por aquellos a quienes corresponde.
El proceso jurídico, en último término, se remonta siempre a la reclamación individual. Los individuos crean el derecho en tanto en cuanto efectúan reclamaciones que prosperan. No hacen únicamente previsiones y predicciones, sino que intentan que éstas tengan buen fin mediante su propia intervención en el proceso. Así, los jueces, los jurisconsultos y, sobre todo, los legisladores no son sino individuos que se encuentran en una situación especial para influir, a través de su propia intervención, en todo el proceso jurídico. Como ya he señalado antes, las posibilidades de esta intervención están limitadas y no deberían ser sobrevaloradas. Y, por otra parte, he de agregar que tampoco deberíamos sobrevalorar las distorsiones que la intervención de esos individuos especiales, sobre todo los legisladores, pudiera provocar en todo el proceso.
Cualquiera que sea su origen —resoluciones de los jueces, dictámenes de los jurisconsultos, o leyes aprobadas formalmente—, las normas jurídicas influyen casi siempre en el proceso mencionado hasta cierto punto. Incluso cuando se limitan a describir la situación ya existente de las reclamaciones legales, tienden al menos a perpetuar dicha situación ofreciéndonos una imagen nítida de cuanto acaece en el ya existente proceso jurídico. De otro lado, cuando las normas legales describen una situación futura que sus autores, influyendo sobre el proceso jurídico en vigor, desean lograr, es muy posible que consigan impedir a la gente salir airosa en sus propias reclamaciones, aunque los autores no consigan hacer aceptar la satisfacción de otras reclamaciones (contrarias). Sin duda existe una consecuencia negativa de las normas legales que es de mayor eficacia que cualquier consecuencia positiva, ya que resulta más fácil impedir a la gente que haga su voluntad que forzarla, de un modo efectivo, a hacer algo que no desea. Los individuos que gozan de una situación especial dentro del proceso jurídico pueden aprovecharse de ello, mas no tanto como desearían o posiblemente creen. Si no me equivoco, es ésta una enseñanza que, más o menos veladamente, nos ha sido impartida por la antigua doctrina del derecho natural, esto es, por la doctrina de los derechos del hombre. Esta enseñanza debe sernos útil, aun cuando carezca —o precisamente por ello— de consistencia práctica. No es tanto la reivindicación de un agente jurídico como una conclusión teórica del filósofo del derecho.
2. La elaboración del derecho y de la economía
Los estudios generales sobre la naturaleza de la ciencia económica son bastante escasos; otro tanto cabe afirmar, bien considerado, de los estudios generales de la ciencia jurídica. Probablemente, es ésta una buena razón que explica la falta de estudios dignos de mención que comparen la naturaleza del proceso de elaboración de las leyes con la naturaleza del proceso económico, y concretamente con la naturaleza del proceso de mercado. Pero ciertamente no es lo único que explica tal escasez. En esta era nuestra de especialización, pocos economistas son también juristas, y viceversa. Contamos con unos cuantos ejemplos notables de economistas expertos en derecho: los profesores Mises y Hayek, entre ellos. Algunos consejeros económicos o jurídicos de grandes empresas o federaciones industriales son, a su vez, abogados expertos en economía (a este respecto, podría mencionar a mi buen amigo Arthur Shenfield, quien es tanto abogado como economista y desempeña actualmente el cargo de consejero económico jefe de la Federación de Industrias Británicas). Son sumamente escasas las personas que a la vez se encuentran dispuestas y capacitadas para ahondar en un estudio comparativo de ambos procesos, y no pretendo yo figurar entre ellas. No obstante, por ser abogado de profesión y hallándome además vivamente interesado en la teoría y la práctica de la economía, he considerado siempre de suma importancia para abogados y economistas tener una idea clara de la naturaleza de estos procesos, de cuáles son sus aspectos principales mutuamente comparados y, en definitiva, de cuáles son las relaciones teóricas y prácticas entre ambos procesos.
La importancia de una indagación de esta índole no es meramente teórica. Si los políticos se sienten o no autorizados a adoptar ciertas líneas políticas con miras a alcanzar determinados fines en el ámbito económico depende, en buen grado, de sus ideas tocantes a los aspectos respectivos de cada proceso y a sus relaciones recíprocas. El que el hombre de la calle exija o apruebe o sencillamente tolere tales líneas políticas depende, en sumo grado, de cuáles sean esas ideas.
No creo que los políticos y el hombre de la calle se hallen necesariamente condicionados, en lo que respecta a sus ideas sobre las relaciones entre el proceso de elaboración del derecho y el proceso económico, por su propia ideología política. Al contrario, sospecho que su propia ideología política puede, en muchos casos, estar condicionada por sus ideas más o menos claras en torno a la naturaleza y relaciones de los dos procesos susodichos.
Partiré de un intento por describir las principales clases de procesos de formación del derecho tal como los conocemos al menos en la historia de Occidente. Veremos luego que todas ellas pueden hacerse remontar hasta una manera más general, aunque menos evidente, de producir o generar la ley, sobre la cual hablaré al final.
Deseo compendiar mi argumento afirmando que, a lo largo de la historia de Occidente, existen tres modos o métodos principales de elaborar el derecho, que emergen desde los antiguos griegos hasta el día de hoy con rasgos distintivos independientes, aunque ninguno de ellos al margen o con exclusión de los otros. Éstos son: 1) La producción del derecho conforme a los criterios de una clase especial de expertos llamados iuris-consulti en Roma, Juristen en la Alemania de la Edad Media, y lawyers en los países anglosajones. Dichos expertos generaron un tipo de derecho que, desde su origen, se denomina «derecho de los juristas» o, como dicen los alemanes, Juristenrecht. 2) La producción del derecho por parte de otra clase especial de expertos llamados jueces. La expresión inglesa judge-made law (el juez hace la ley) encierra exactamente lo que tengo presente al referirme a este tipo de ley. 3) La producción de la ley a través del proceso legislativo. Es éste un proceso que ha llegado a ser tan habitual en la actualidad que el hombre de la calle de muchos países no puede siquiera imaginar otro tipo de producción de lo que entendemos por ley. La legislación se concibe como el resultado de la voluntad de ciertas personas llamadas legisladores; la idea subyacente es que lo que los legisladores disponen debe considerarse, en definitiva, como la ley de un país.
La legislación difiere profundamente de las dos maneras precedentes de «producir la ley». Los juristas y los jueces producen la ley partiendo de ciertos materiales que les han sido otorgados con la finalidad de condicionar su propia producción. Por adoptar una afortunada metáfora de un gran erudito contemporáneo, Sir Carleton Kemp Allen, «hacen» la ley en el mismo sentido en que quien trocea un árbol «hace» la leña.[109] La ambición de los legisladores es, al contrario, elaborar la ley sin verse así condicionados: no sólo «producen» la ley, sino que la producen mediante una suerte de fiat, al margen de los materiales y aun de las voluntades y opiniones contrarias de otras personas. Lo que se proponen no es una mera producción, sino —como diría uno de los más célebres teóricos contemporáneos y defensor de este proceso— una auténtica creación de la ley.[110] Durante siglos, la naturaleza peculiar de estos rasgos distintivos de la legislación la han entendido y expresado los estudiosos mediante la contraposición de términos como jus y lex, ley y voluntad, ley y rey, ley y soberano, etc. Esta contraposición ha estado con frecuencia a través de los tiempos impregnada de significaciones e implicaciones metafísicas o religiosas.
Sin embargo, dicha contraposición también puede entenderse perfectamente en simples términos humanos o mundanos. Si se supone que la ley es creación de un legislador, debemos igualmente suponer, almenos implícitamente, que es consecuencia de la voluntad sin condicionamiento alguno de personas como un rey, un soberano, etc. Por consiguiente, la legislación se remonta, más o menos implícitamente, a la voluntad libre de condicionamientos de tal soberano, sea cual fuere. La auténtica idea de legislación alienta las esperanzas de todos aquellos que imaginan que, en su calidad de voluntad no condicionada de ciertas personas, será capaz de alcanzar fines que nunca podrían alcanzarse mediante procedimientos ordinarios adoptados por hombres también ordinarios; es decir, por jueces y por juristas. La frase hoy frecuente en el hombre de la calle, «Debería haber una ley» para esto o lo otro, es la cándida expresión de su fe en la legislación. En tanto los procesos conducentes al derecho jurisprudencial y al derecho judicial aparecen como maneras condicionadas de producir la ley, el proceso legislativo aparece, o tiende a aparecer, como algo no condicionado y como materia pura de voluntad.
La sola idea de que podría existir una forma no condicionada de producir la ley ha sido negada en todas las épocas por eminentes estudiosos. Por ejemplo, en la antigua Roma uno de los más notables estadistas, Catón el Censor, adalid del modo de vida tradicional contra el modo de vida extranjero (es decir, el modo griego), solía jactarse de que la superioridad del sistema jurídico romano frente al griego estribaba en el hecho de que aquél había sido producido, fragmento a fragmento, a través de una larga serie de siglos y de generaciones por un gran número de personas, cada una de las cuales tuvo que fundamentar su trabajo en la experiencia y en los precedentes, y estuvo siempre condicionado por la situación vigente. Posteriormente, durante la Edad Media, el célebre jurista inglés Henry de Bracton acostumbraba decir —en un lenguaje radicalmente diferente, debido a su también diferente cultura filosófica y religiosa— que el propio rey se halla sujeto a la ley, puesto que es la ley la que hace a los reyes: «Dejad, pues, que el Rey atribuya a la ley lo que la ley le atribuye a él, a saber, autoridad y poder, pues no existe Rey alguno en quien domine la voluntad y no la ley.» Si hubiéramos de traducir el lenguaje de Bracton a términos más modernos, diríamos que ni siquiera el Rey con todo su poder puede crear la ley; sólo puede hacerla cumplir. No existe ninguna forma incondicionada de elaborar la ley a voluntad, aunque se tenga un gran poder sobre los demás.
Otro jurista inglés diría lo mismo con otras palabras en el siglo XVIII. Me refiero a Blackstone, quien solía decir que el soberano no es la fuente sino sólo el depósito de la ley, del cual, y a través de miles de conductos, se derivan para el individuo la justicia y la ley.
Igual juicio crítico sobre la supuesta posibilidad que tiene el legislador de crear la ley de la nada ha sido compartido por los más notables juristas del mundo occidental. Así, por ejemplo, el más grande jurista alemán del siglo XIX, Savigny, considerado el fundador de la Escuela Histórica del Derecho, escribió al comienzo de aquel siglo que lo que unifica las reglas de nuestro comportamiento (incluso el comportamiento legal) en un todo «es la convicción común de la gente, el sentimiento afín de una necesidad íntima, excluyendo toda noción de un origen arbitrario y accidental». Y otro gran jurista, Eugen Ehrlich, cuya influencia en los Estados Unidos ha sido en los últimos tiempos cada vez mayor por medio de colegas como Pound, Timasheff, Cairns y Julius Stone, declaró categóricamente, ya en nuestro siglo, que «actualmente, como en cualquier tiempo pretérito, el centro de gravedad del progreso jurídico no descansa en la legislación... sino en la misma sociedad». A todos estos críticos de la idea del proceso legislativo como forma no condicionada de producir la ley a voluntad podríamos añadir muchos economistas tanto de la escuela clásica como de la neoclásica. (Volveremos luego sobre el tema de la legislación y la idea que subyace a todas las tentativas de sustituirla por cualquier otro tipo de proceso de elaboración del derecho.)
Examinemos ahora las otras dos maneras de producir la ley antes mencionadas. La primera es la forma adoptada por los juristas. Todos los países de Occidente, con la probable excepción de la Antigua Grecia, consideraron a los juristas como una clase especial de expertos una vez alcanzado cierto grado en el desarrollo de su civilización. El lugar donde parecen haber gozado de un status superior fue, con todo, la Antigua Roma: sus jurisconsultos «produjeron» la ley a lo largo de los siglos de una manera profesional, públicamente acreditada y casi oficial. Verdad es que, por lo común, ellos mismos no se mostraban ávidos en reconocer este hecho. Mientras desarrollaban las normas jurídicas solían a menudo remitirse a viejos y legendarios estatutos, como el de las Doce Tablas; aun así, desarrollaron, en efecto, esas normas y sus conciudadanos las aceptaron de buen grado, a la vez que su gobierno no interfirió, por lo general, en aquel proceso. Por supuesto, los romanos aprobaron y sancionaron numerosos estatutos en el curso de su historia, pero tales estatutos eran, en su mayor parte, relativos al funcionamiento de su propio gobierno y sólo en escasas ocasiones se referían a las relaciones privadas entre los individuos. Desde el principio al final de su historia, que abarca más de un milenio, los poderes legislativos romanos aprobaron y sancionaron escasamente medio centenar de decretos aplicables a las relaciones privadas entre los ciudadanos.
Análoga situación disfrutaron los juristas italianos, franceses y alemanes, tanto en la Edad Media como en la Edad Moderna, hasta el comienzo del siglo pasado y, en lo que respecta a los países germanos, hasta el final del mismo. La forma peculiar en que estos juristas producían la ley difería bastante del viejo modelo romano; pese a ello, «produjeron» su propia ley de una manera que fue pública e incluso oficialmente reconocida, aunque de cuando en cuando se viera sometida a diversas constricciones hasta la introducción en el continente europeo de los códigos hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. En otra parte he tratado de definir brevemente la naturaleza del proceso adoptado por los jurisconsultos romanos. En dicho intento, me apoyé en los sugestivos estudios de algunos eruditos contemporáneos, como los italianos Rotondi y Vincenzo Arangio Ruiz, el inglés Buckland y el alemán Schulz. A este respecto consigné:
El jurista romano era una especie de científico: los objetos de su investigación eran las soluciones a casos que los ciudadanos le sometían a estudio, lo mismo que los industriales pueden hoy someter a un físico o a un ingeniero un problema técnico relacionado con sus fábricas o su producción. Por eso, el derecho privado romano era algo que había que describir o descubrir, no promulgar; un mundo de cosas que estaban ahí, formando parte de la herencia común de todos los ciudadanos romanos. Nadie promulgaba esa ley; nadie la podía cambiar porque así le apetecía. Esto no suponía que no hubiera cambios, pero sí que nadie se acostaba por la noche planificando su vida de acuerdo con los dogmas actuales para levantarse a la mañana siguiente y encontrarse con que esas normas habían sido modificadas por una innovación legislativa.
Los romanos aceptaron y aplicaron un concepto de la certeza de la ley que podría describirse como la noción de que la ley no debe estar sometida nunca a cambios súbitos e imprevisibles. Además, la ley nunca debería someterse, como norma, a la voluntad arbitraria o al poder arbitrario de una asamblea legislativa, o de cualquier persona, incluidos los senadores y otros magistrados conspicuos del Estado. Este es el concepto a largo plazo o, si se prefiere, el concepto romano de la certeza de la ley.[111]
Ya he señalado que este concepto del derecho fue indudablemente fundamental para la libertad de que, por lo general, disfrutaban los ciudadanos romanos en sus negocios y en toda su vida privada. Resulta de suma importancia, a este respecto, hacer notar que el proceso de elaboración de la ley adoptado por los jurisconsultos romanos se tradujo en situar las relaciones jurídicas entre los ciudadanos en un plano muy semejante al que el mercado libre sitúa las relaciones económicas. La ley en su totalidad se hallaba no menos libre de injerencia que el propio mercado, o, por emplear las palabras del Profesor Schulz, el derecho privado en Roma se desarrolló «sobre la base de la libertad y el individualismo».[112]
Aprovecharé esta oportunidad para refutar una de las críticas que se hicieron a La libertad y la ley [113] en la que fui acusado de mostrarme demasiado entusiasta respecto del sistema romano. Yo no lo creo así. Nunca sostuve que el derecho romano proporcionase un «paraíso de libertad», y menos aún que deparara ese «paraíso» bajo el gobierno de sus emperadores. Creo, sin embargo, que hay mucho que decir en pro del sistema jurídico de los romanos, incluso bajo el régimen de los emperadores, cuando comparamos dicho sistema con tantos otros que predominan hoy en día. Es cierto que aquellos gobernantes romanos que eran omnipotentes disponían en ocasiones a su voluntad de la vida y las propiedades de algunos ciudadanos. Pero esto ocurría y era considerado siempre como una excepción y, además, como una excepción ilegal de la regla general, según la cual el estado no podía disponer de la vida y las propiedades de los ciudadanos. Si comparamos aquella regla general con las que prevalecen en casi todos los estados contemporáneos, donde las prácticas confiscatorias u otras limitaciones a la libre elección de los individuos en el mercado afectan, de hecho, o por lo menos en principio, a todos los ciudadanos; es decir, si efectuamos una comparación entre los sistemas jurídicos actuales y el viejo sistema romano, el resultado es muy lisonjero para éste.
Un tirano romano de los días de la antigua República, como Sulla, podía vengarse de sus enemigos tratando de ajusticiarles o confiscando sus propiedades. Un emperador romano de tiempos posteriores podía ordenar a un asesino que diera muerte a algún pretendiente al trono o a algún rival peligroso y emitir un decreto que confiscara sus bienes. Pero las leyes contemporáneas, incluso en países libres como éste, tienen, en principio, la potestad —sólo con que se atengan a ciertas formalidades legales— de despojar a todos los ciudadanos de casi todos sus bienes, cuando no de su vida.
Si comparamos el sistema tributario romano con muchos contemporáneos, llegamos a conclusiones análogas. La reseña de mi libro antes mencionada aludía a la supuesta «tributación abrumadora» que pesaba sobre los antiguos romanos. Por desgracia, desconocemos el modo real en que hacían funcionar su sistema fiscal, ya que existen diversos extremos relacionados con él que todavía se ignoran. Sin embargo, es seguro que los ciudadanos romanos no se hallaban sometidos, en principio, a ninguna tributación real, por lo menos en el periodo clásico. Todo cuanto su gobierno hizo fue recurrir al préstamo coactivo cuando era preciso emprender una guerra. Si dicha guerra se ganaba —lo que sucedía con frecuencia—, el dinero tomado en préstamo por el gobierno se devolvía a los ciudadanos. A su vez, los países conquistados eran, ordinariamente, sometidos a una tributación (la denominada vectigal) concebida como una especie de rescate que, por la utilización de su propia tierra, los sojuzgados debían abonar a los conquistadores romanos. Pero incluso esta tributación nunca sobrepasó, por regla general, el diez por ciento de los ingresos de quienes habían de satisfacerla. Si consideramos que el poder fiscal de nuestros gobiernos contemporáneos —aun en países libres como éste— es prácticamente ilimitado y puede absorber la casi totalidad de los ingresos de algunos contribuyentes de las llamadas clases altas, la comparación con el sistema tributario romano probablemente nos deje sin aliento debido a la generosidad de éste. Los gobiernos contemporáneos de los denominados países libres se comportan con sus ciudadanos, almenos en lo que a su política fiscal se refiere, de un modo que ningún gobierno romano lo hubiera hecho, no sólo con sus propios ciudadanos, sino incluso con los de los países sojuzgados.
Debo finalmente referirme, para completar esta comparación antes de volver al tema principal, a la llamada red represiva de controles y medidas de bienestar supuestamente adoptadas por los romanos, según el autor de la crítica a mi libro. Aun aquí, deberíamos claramente distinguir entre el periodo romano clásico y el periodo postclásico de lo que conocemos como decadencia del Imperio Romano. Tales controles y medidas de bienestar fueron prácticamente desconocidos durante el primer periodo. Se introdujeron ocasionalmente por algunos emperadores durante el segundo, y alcanzaron su apogeo en la época de Diocleciano, durante el siglo IV después de Cristo, es decir, hacia el final de la historia del Imperio Romano de Occidente. Pero si comparamos el estado de bienestar y la planificación introducidas por Diocleciano con el estado asistencial, la nacionalización y la planificación realizadas por nuestros gobiernos contemporáneos, dicha comparación resultaría favorable a los antiguos romanos. Normalmente, las tierras de propiedad privada jamás fueron confiscadas en Roma, y el gobierno nunca interfería en la explotación de las empresas privadas. Algo parecido podemos afirmar acerca de la inflación y la depreciación de la moneda. Todo cuanto el gobierno romano podía hacer a este respecto, comparado con el poder sin límites de los gobiernos contemporáneos para desatar la inflación mediante leyes sobre moneda de curso legal y prácticas semejantes, era relativamente poco.
Pero volvamos a nuestro tema principal, esto es, a la «producción» de la ley por parte de los juristas. Trataremos ahora de analizar un poco más detenidamente de qué modo y de qué lugar los jurisconsultos romanos hacían emanar sus normas jurídicas. Estudios recientes nos permiten llegar a la conclusión de que, muy probablemente, aquéllos nunca estuvieron seguros sobre su propio método de trabajo. Podemos, no obstante, inferir que los datos últimos en que se apoyaban eran siempre los sentimientos y el comportamiento de sus conciudadanos. Esto se deduce de sus hábitos y costumbres de concertar tratos entre los sujetos, y en las expectativas del comportamiento ajeno sobre la base de estos acuerdos, o incluso a falta de acuerdos explícitos. Los jurisconsultos romanos englobaban estos datos en el concepto de «naturaleza de las cosas» y del no menos importante concepto de «lo que ordinariamente acontece». Su propia actitud hacia aquellos datos era tratar de interpretarlos para que sus propias reglas implícitas aparecieran. No fue, desde luego, una labor sencilla en muchos casos, especialmente cuando los antiguos usos y costumbres, como es evidente, iban cesando de forma gradual, y se iban creando otros nuevos, relativamente sin precedentes.
Fue tarea de los jurisconsultos desarrollar una norma que pudiera considerarse, en la medida de lo posible, como prolongación o analogía de una regla conocida, o por lo menos como una norma nueva encajable en las anteriores y que pudiera armonizarse coherentemente con las ya existentes. Según aquellos juristas, esta clase de interpretación de los datos era no sólo posible sino también susceptible de un procedimiento más o menos riguroso. De hecho, según ellos, siempre era posible realizar una especie de cálculo para averiguar las razones del comportamiento de las personas en sus relaciones mutuas y descubrir su lógica implícita. Es lo que los jurisconsultos romanos denominaban la ratio de dichas relaciones y de sus reglas implícitas. A esta ratio solían denominarla natural para designar que no dependía de la voluntad arbitraria de nadie, y menos aún de la voluntad arbitraria de los juristas que intentaban descubrirla. Sólo en el caso de que un jurisconsulto romano se hallase perplejo respecto no tanto a la formulación de una norma jurídica sino a las razones en que apoyarla, se acogía a la autoridad de otro jurisconsulto que le hubiera precedido y que habría llegado a conclusiones análogas en semejante caso.
En ocasiones, de un modo bastante paradójico, recurría a invocar su propia autoridad en la materia, aunque era infrecuente. Lo que en relación a este concepto romano de la autoridad resulta digno de señalarse es que recurrir a él no entrañaba, por parte de los juristas, implicaciones místicas de índole alguna. Los jurisconsultos romanos no se remitían a ninguna especie de revelación divina para solventar correctamente una cuestión jurídica. Lo que con toda probabilidad daban por supuesto era una suerte de hipótesis de que su propia solución era correcta, aunque por el momento no pudiera demostrarse su validez. También en la historia de las matemáticas podemos percibir una actitud similar adoptada por algunos representantes máximos del pensamiento matemático. Existen teoremas, como el de Fermat, de los que desconocemos si sus presuntas demostraciones existieron realmente, o si en el futuro podrá efectivamente realizarse una demostración de los mismos. De un modo análogo, conceptos de capital importancia en las matemáticas modernas, como el de función, ideado por el italiano de nacimiento Lagrange, o el de cálculo infinitesimal, ideado por el alemán Leibnitz y el británico Newton, se emplearon al principio como resultados provisionales de razonamientos que no podían justificarse por completo, ya que las correspondientes demostraciones estaban aún por hacer.
Dicho con otras palabras: lo que los jurisconsultos romanos pensaban sobre su propio trabajo era que siempre, o casi siempre, podían reconstruir completamente tanto la lógica del comportamiento de sus propios ciudadanos como la lógica de las relaciones en dicho comportamiento. De modo semejante, los economistas modernos que estudian el comportamiento económico del hombre dan por supuesta la posibilidad de reconstruir tanto la racionalidad de este comportamiento como sus relaciones con las acciones de otros agentes económicos.
Examinemos ahora brevemente cuál fue la labor y la actitud de los juristas en épocas menos remotas. Durante la Edad Media, los juristas del Continente trataron de desarrollar normas jurídicas como lo habían hecho sus predecesores romanos. Tanto ellos como sus contemporáneos consideraron preferiblemente esta labor como actividad lógica, basada en una lógica fundamental implícita en los datos de dicha tarea.
Había, sin embargo, una diferencia capital entre la obra de unos y otros juristas. Antes de la introducción de los códigos, y durante la Edad Media y la Edad moderna, los juristas elaboraron sus normas jurídicas derivándolas de un tipo distinto de datos. En vez de considerar directamente como tales el comportamiento de las gentes, estudiaron dicho comportamiento de un modo indirecto contemplando a sus contemporáneos a través del tamiz de un conjunto de normas ya desarrolladas antes por los propios romanos, y continuado en esa magna Biblia jurídica de los pueblos occidentales del Continente que fue el Corpus Juris, promulgado por el emperador Justiniano en la primera mitad del siglo VI. Así, los juristas de esa nueva era no interpretaban propiamente el comportamiento de sus conciudadanos, sino que, por el contrario, aplicaban los términos utilizados por los juristas romanos para entender ese comportamiento y para elaborar unas normas jurídicas que les fueran aplicables. Era, ciertamente, por parte de los nuevos juristas, una forma algo paradójica y bastante anacrónica de desarrollar normas legales para sus contemporáneos, pero funcionó; lo cual parece probar que la base lógica del comportamiento humano, dentro de lo que se denomina habitualmente el ámbito jurídico, no es tan contingente y casual como para circunscribirla humanamente a un período histórico determinado o a un determinado país del mundo.
No es mi tarea, llegados a este punto, tratar de explicar los motivos de ese procedimiento paradójico por parte de los juristas de la Edad Media y de épocas más modernas en los países europeos. Únicamente deseo poner de relieve, una vez más, que lo que hicieron aquellos hombres de leyes no fue exactamente lo que pretendían hacer. Lo que en realidad llevaron a cabo fue mucho más una interpretación del comportamiento de sus contemporáneos y su base lógica que de las palabras, y su significado, de sus predecesores romanos. Por otra parte, ya hemos señalado que dichos predecesores habían pretendido, a su vez, hacer algo distinto de lo que hicieron; esto es, interpretar las palabras —las cláusulas de una supuesta ley escrita (la de las Doce Tablas)— en lugar de los hechos —el comportamiento real de personas vivas—.
En esencia, los juristas medievales y modernos, de un lado, y los jurisconsultos romanos, de otro, hicieron todos lo mismo: interpretar el comportamiento de sus propios conciudadanos y reconstruir su propia base lógica y sus normas implícitas.
Echemos ahora un vistazo a esa otra categoría de «productores» del derecho que mencioné al principio: los jueces. El proceso de elaboración de la ley por medio de los jueces es probablemente tan antiguo como nuestra civilización occidental. Cuando Homero desea ilustrar en la Odisea la condición bárbara de los Cíclopes, afirma que carecían incluso de asambleas para adoptar decisiones colectivas e, igualmente, carecían de resoluciones judiciales. Los Cíclopes, como agrega Homero, vivían simplemente en sus casas con sus familias, sin poseer ningún tipo de sistema político o jurídico, como diríamos actualmente.
Probablemente, las resoluciones judiciales hayan sido, en realidad, la forma esencial de descubrir y explicitar muchas de las normas jurídicas que predominaban en la antigua Roma con anterioridad a la era de la legislación. Las resoluciones judiciales, una vez más, constituían en la antigua Roma una manera frecuente de desentrañar normas jurídicas mediante el denominado jus honorarium, esto es, a través de las decisiones de la máxima autoridad judicial de los romanos: el Pretor. Este proceso de explicitar la ley a través de los juristas y el de explicitarla a través los jueces coexistieron con éxito en Roma durante varios siglos. No sólo no resultaban incompatibles, sino que incluso eran complementarios siempre que los ciudadanos adoptaban o demandaban nuevas normas jurídicas. El pretor no aspiraba a penetrar en el núcleo de la problemática suscitada posiblemente por las nuevas normas en lo tocante a su coherencia con las antiguas; pretendía sencillamente pronunciarse sobre detalles técnicos de procedimiento, siempre que de este modo se consiguiera el fin de que las nuevas normas se aceptaran y cumplieran. Esto constituía, en verdad, una especie de ardid al cual con probabilidad se veía inducido el pretor por el respeto que sentía tanto hacia las antiguas costumbres como hacia el trabajo profesional de los juristas. Lo mismo que los jueces romanos habían generado el derecho simulando ocuparse únicamente de tecnicismos de procedimiento, los jurisconsultos romanos lo habían generado de un modo enmascarado pretendiendo interpretar viejas palabras en vez de hechos nuevos. Los jueces griegos engendraron las leyes más abiertamente, como asimismo los jueces ingleses de las épocas medieval y moderna, aunque sabemos que al menos éstos fueron propensos a lo largo de su historia a emplear diversos tipos de ardides. Mas nuevamente lo que los jueces, tanto en Grecia como en Roma y en Inglaterra, tenían presente era el comportamiento de sus respectivos ciudadanos, su base lógica y el fundamento de sus relaciones. Todos ellos podían —y de hecho lo hicieron— recurrir a conceptos análogos a los de los jurisconsultos romanos, como el de «naturaleza de las cosas», cuyo significado usual era que los problemas con los que se enfrentaban no permitían maquinar soluciones a voluntad propia o libres de condicionamientos. Esto era lo que los jueces y los oradores griegos daban a entender cuando afirmaban que ellos seguían simplemente el dictamen de la diosa Themis o el del Oráculo de Delfos. Otro tanto insinuaba el pretor romano cuando pretendía únicamente ocuparte se detalles técnicos de procedimiento y no de la propia sustancia de la ley. Y lo mismo se puede afirmar de los jueces ingleses, quienes acostumbraban hablar de la ley de la tierra como algo superior a su propia y arbitraria elección.
Hemos señalado una semejanza básica entre ambas formas de producir la ley: la de los juristas y la de los jueces. Pasemos, pues, a examinar más a fondo las relaciones entre los datos de su labor y la labor misma. Como tales relaciones no resultan fáciles de escrutar, no debe sorprendernos que las opiniones de los estudiosos difieran ampliamente desde varios puntos de vista. Los teóricos han formulado y defendido dos concepciones principales de dichas relaciones.
Según una de estas concepciones, representada principalmente por el ya mencionado Savigny, los intérpretes de la ley desempeñan una tarea en su mayor parte pasiva y receptiva: la de reflejar los usos y costumbres de la gente describiéndolos con su propio lenguaje, lo mismo que un físico describiría en el lenguaje de su ciencia las relaciones entre las fuerzas físicas. Según esta teoría, no existiría reacción especial alguna sobre los mismos usos y costumbres a consecuencia de la labor de los intérpretes profesionales; en otras palabras, éstos no influirían con su labor sobre los usos y costumbres. Serían como tuberías de un líquido al que no alteraran. Para que resulten eficientes, por supuesto las tuberías deben ser de buen material y estar construidas de un modo conveniente. A semejanza de éstas, los intérpretes profesionales de la ley serían doctos, hábiles y cualificados, pero, según esta teoría, producen fundamentalmente la ley en el sentido de que la escudriñan con atención.
La teoría contraria sostiene que los usos y costumbres se derivarían de la labor de juristas y jueces. Algunos eruditos, como Maine en su conocido libro Ancient Law, mantienen por ejemplo que eso fue lo que sucedió con los antiguos griegos, cuyas costumbres habrían sido creadas por las resoluciones de sus jueces. Otro erudito, el francés Lambert, ha hecho hincapié en la llamada fuerza creativa de la jurisprudencia, esto es, de las resoluciones judiciales, que serían un elemento esencial del derecho, y uno de sus medios más fecundos. Una teoría intermedia, desarrollada por Erlich, sostiene que es preciso diferenciar claramente entre las normas jurídicas aplicadas por los tribunales, de un lado, y las disposiciones legales existentes en la sociedad, de otro.
En consecuencia, la función del intérprete sería doble: por una parte, averiguar las convicciones jurídicas existentes en el seno de la comunidad, a fin de describirlas, y por otra, construir generalizaciones uniformes que reflejen tales convicciones, con la finalidad de aplicarlas en todos los casos. Esta última función entraña aspectos técnicos que han de diferenciarse de las convicciones y la consciencia de las personas. Precisamente para esta última función, deberíamos distinguir entre el derecho jurisprudencial y el derecho popular, y deberíamos reconocer que, si bien el derecho jurisprudencial emana del derecho popular, podría reaccionar sobre éste último. Mas todas las teorías —con independencia de su énfasis sobre los usos y costumbres, de una parte, y las técnicas y generalizaciones de los juristas, de otra— por lo general reconocen que no existiría derecho jurisprudencial ni derecho judicial alguno sin los puntos en común de las costumbres de la gente, de sus hábitos y de sus convicciones. Hasta Lambert, quien fue uno de los defensores más firmes de la teoría de que el derecho jurisprudencial influye poderosamente sobre los usos y costumbres de la gente, admitió que dicha teoría, después de todo, es una especie de cristalización en normas de lo que los antiguos romanos y los canonistas de la Iglesia Católica Romana hubiesen llamado el común asentimiento de aquellos a quienes afecta (communis consensus utentium). Ambas teorías opuestas pueden recurrir a diversos ejemplos históricos en que sustentar sus propias conclusiones. Aunque no es cierto que la costumbre sea algo resultante de una larga serie de juicios en la Antigua Grecia, como Maine sostenía, sí es verdad que los juicios influyeron muy probablemente en la costumbre durante el periodo histórico de la civilización griega previo a la aparición del derecho escrito. Aunque no es cierto que quienes viven en países basados en el derecho consuetudinario y en el derecho judicial, como Inglaterra, adapten sencillamente su propia conducta a las decisiones de los jueces por conformidad forzosa, como sostenía Lambert, sí es cierto que la historia de la common law en Inglaterra revela la decisiva influencia que sobre la misma ejercieron las fuertes personalidades de algunos juristas y jueces, e incluso ciertos decretos del Parlamento que actualmente nos resulta difícil documentar.
La historia nunca es sencilla y nunca se adapta del todo a las teorías coherentes. Pero existe una buena razón por la que debiéramos, creo yo, tomar muy en serio la opinión sostenida por Savigny de que no son los juristas quienes crean las leyes del pueblo, sino que es el propio pueblo quien crea a los juristas. Como un distinguido estudioso contemporáneo hizo notar a este respecto, sea cual fuere la importancia y la influencia de sus intérpretes, no sólo existe una ley que surge de la comunidad, sino que el mejor intérprete concebible sólo puede actuar con materiales «que su propio entorno se digne proporcionarle, y sólo puede expresarlo en un lenguaje y respecto a ciertas cosas que sean inteligibles para las mentalidades contemporáneas». Asimismo deberíamos recordar a este respecto una de las comparaciones más sugestivas efectuadas por Savigny en su famoso ensayo sobre la vocación de nuestra época por la legislación y la jurisprudencia: la comparación entre el derecho y el lenguaje. El derecho, dice, lo mismo que el lenguaje, es una expresión espontánea de las mentalidades de las personas a quienes atañe. Yo añadiría que los gramáticos pueden ejercer una gran influencia sobre el lenguaje, y las normas que desarrollan es muy posible que reaccionen sobre la costumbre lingüística de su país, pero los gramáticos no pueden crear un lenguaje; simplemente, se les otorga. Quienes crean lenguajes por lo general fracasan. Los lenguajes preconcebidos no dan resultado, al margen de su supuesta utilidad como formas sencillas y posiblemente universales de comunicación entre personas distintas. Sólo la gente medianamente ilustrada puede depositar su confianza en las tentativas realizadas para introducir el Esperanto o lenguajes análogos como medios universales preconcebidos de comunicación. De lo que carecen estos lenguajes propuestos es de personas que les apoyen. De igual modo, no podría crearse una ley universal, o incluso una ley particular, si no existiera gente que la apoyase con sus convicciones, sentimientos y costumbres. La ley, como el lenguaje, no es un artilugio que un hombre pueda inventar a voluntad. Desde luego, puede intentarse. Pero según toda la experiencia que hemos acumulado, podrá únicamente obtener éxito dentro de unos confines muy angostos, o no alcanzarlo en absoluto.
3. El enfoque económico de lo político
Ya he manifestado durante estas conferencias que carecemos aún de estudios dignos de mención sobre la naturaleza del proceso de elaboración del derecho en comparación con la naturaleza del proceso de mercado. Sin embargo, esta afirmación precisa de alguna matización. En estos últimos años han aparecido algunos estudios con el propósito de comparar la elección de mercado, por una parte, y la elección política mediante el voto, por otra. El propio derecho puede concebirse como objeto de elección, esto es, de elección política. En la medida en que identificamos derecho con legislación, podemos sacar partido de los recientes estudios mencionados con la finalidad de trazar una comparación entre el mercado y el derecho así concebido.
La perspectiva habitual de las teorías sobre la toma de decisiones y opciones es de índole individualista. Por lo general se admite, al menos de forma implícita, que toda decisión debe ser decisión de alguien. Mas los teóricos son además conscientes de que las decisiones de los individuos no sólo son competitivas (como cuando ambicionan algo para sí mismos), sino también cooperativas (como cuando tratan de alcanzar una sola decisión para todo un grupo). A estas decisiones cooperativas algunos autores las llaman «decisiones de grupo» e intentan desarrollar sistemas especiales que capaciten a individuos diferentes (aplicando, de un modo independiente, los procedimientos estandard del sistema a un conjunto dado de datos) para mostrarse en esencia con las mismas conclusiones y, posiblemente, con las mismas decisiones. Sin embargo, los propios autores reconocen que la validez de su sistema aún debe ser confirmada, cuando menos para decisiones de grupo más allá de los límites del mundo científico. Es una lástima (como afirma uno de ellos), ya que hasta el momento sólo se han inventado muy escasos y sólo cuestionables mecanismos para otras decisiones de grupo; por ejemplo, procedimientos de votación (como la regla de la mayoría) y la negociación o regateo verbal. De hecho, se reconoce que las urnas electorales «funcionan (únicamente) cuando las decisiones son relativamente no-técnicas, y cuando la lealtad del grupo es lo bastante fuerte para que los votantes de la minoría estén dispuestos a permanecer en su seno y acepten la decisión mayoritaria».[114] Por otro lado, el regateo verbal, que puede, desde luego, desarrollarse conjuntamente con los procedimientos de votación, está sometido a serias restricciones.
Creo, sin embargo, que la decisión de grupo, en calidad de decisión cooperativa de un número de individuos de acuerdo con cierto procedimiento, es para el experto en ciencias políticas una idea al mismo tiempo comprensible y provechosa, sin que ello signifique que debamos equiparar la decisión de grupo y la decisión política. Probablemente no podemos excluir a algunos agentes individuales, cuyas decisiones Max Weber llamaría «monocráticas»; tampoco podemos afirmar que todas las decisiones de grupo sean políticas. Los consejos de administración de las sociedades mercantiles llevan a cabo decisiones de grupo que no podríamos calificar de políticas en el sentido ordinario. Así, pues, hemos de ser cautelosos en mostrarnos de acuerdo con el profesor Duncan Black cuando habla de su teoría de las decisiones de comités como decisiones políticas sin más.[115]
Pero es claro que muchas decisiones que habitualmente denominamos «políticas», como las referentes a elecciones o a organismos administrativos o ejecutivos, asambleas legislativas, etc., son verdaderamente decisiones de grupo o decisiones cooperativas en el sentido indicado por Bross de decisiones individuales logradas por varios individuos para todo un grupo.
Llegados a este punto, debemos observar que la perspectiva individualista parece haberse modificado un poco cuando hablamos de decisiones de grupo. La decisión de un «grupo entero» puede ser o puede no ser la misma que efectuaría cada individuo que lo integra si se hallase en situación de decidir por todo el grupo. Me pregunto si ocurriría otro tanto dentro del mundo científico mencionado por Bross... Pero tal es el caso siempre que no existe unanimidad entre las decisiones de los diversos miembros que integran un grupo, y tal falta de unanimidad en los grupos es la regla más que la excepción: de ordinario, las decisiones de grupo no concuerdan con cada decisión individual adoptada en el seno del mismo.
Este hecho nos ayuda a explicar el atractivo de esas interpretaciones semi-místicas o semi-filosóficas en las cuales las colectividades, caso por ejemplo del Estado, se conciben como entidades independientes que toman decisiones como si se tratara de individuos.[116] Creo, sin embargo, que no es necesario apelar a semejante idea de una «persona inaccesible» con la que «no se puede tratar» (como diría la señorita MacDonald) para analizar las consecuencias de la falta de unanimidad en los grupos.[117]
Pero cuando las decisiones políticas son decisiones de grupo, debemos tener en cuenta dicha falta de unanimidad; y el procedimiento habitual para ello es votar conforme al principio mayoritario. En realidad, muchas decisiones políticas se realizan de este modo. Son, por tanto, diferentes de las elecciones individuales del mercado, donde no se precisa de procedimientos de votación para adquirir géneros. El hecho, sin embargo, de que votar implique la elección individual ha llevado a algunos estudiosos a comparar la elección individual en la votación política y en el mercado: en efecto, se ha dicho que «una parte sustancial del análisis resultará intuitivamente familiar a todos los expertos en ciencias sociales, ya que constituye la base de gran parte tanto de la teoría política como de la económica».[118]
Todos los rasgos distintivos del proceso de elección parecen hallarse presentes tanto en las decisiones de grupo como en las individuales: jerarquía de valores, valoraciones de probabilidades, cálculos de expectativas, elección de estrategias, etc. Se afirma que la votación se parece a la elección de mercado, y el propio mercado se concibe (sin mucho fundamento) como un gran grupo de decisión donde todos votan mediante la compra o venta de mercancías, servicios, etc. Basándose en estas analogías, Duncan Black ha llegado incluso a considerar su teoría de los comités como una «teoría general de la elección económica y política». Así concebidas, ambas ciencias «constituyen realmente dos ramas de la misma materia... Cada una de ellas se refiere a algún tipo de elección..., [hace] uso del mismo lenguaje, del mismo modo de abstracción, de los mismos instrumentos de pensamiento y de los mismos métodos de razonamiento.»
Es decir, en ambas ciencias el individuo se halla representado por su escala de preferencias, y ambas dejan realmente al margen hechos tecnológicos. Pese a que hay una diferencia en el grado de conocimiento del resultado de las diversas líneas de actuación que podrían elegirse, siendo a menudo este conocimiento superior en la economía que en la política, no habría en principio diferencia «entre las estimaciones económicas y las políticas que la gente puede realizar». Además (según Black), el mismo instrumento es común a ambas ciencias: el concepto de equilibrio. [119]
También según Black, en la economía «si bien esta concepción ha sido tratada de manera diferente por distintos autores», la idea fundamental ha sido siempre que el equilibrio se obtiene igualando la oferta y la demanda. «En la ciencia política, las mociones ante una comisión ocupan en cierto orden definido el lugar de las escalas de preferencias de los miembros. El equilibrio se alcanzará a través de una moción seleccionada como decisión de la comisión mediante la votación. La fuerza impulsora hacia la selección de una determinada moción la constituirá el rango en que los programas de los miembros, considerados como un grupo, la tengan en una estima superior a las otras...» Black reconoce que existen obstáculos que dificultan este proceso, siendo uno de ellos la particularidad del procedimiento empleado por la comisión, ya que puede demostrarse que con un grupo dado de programas «un procedimiento seleccionará una moción determinada; otro procedimiento diferente seleccionará otra». Este hecho no impide a Black llegar a la conclusión de que si bien cada ciencia utiliza una definición de equilibrio distinta, «los conceptos subyacentes son idénticos en el fondo». Si la definición de equilibrio se refiere a la igualdad entre oferta y demanda, los fenómenos serán de naturaleza económica; si se refiere al equilibrio logrado mediante la votación, serán de naturaleza política, y el modelo más usual de teoría del equilibrio en ambas ciencias «se formularía en términos matemáticos». La teoría pura nos capacitaría para calcular los efectos de cualquier cambio dado en las circunstancias políticas. Se examinaría el estado inicial de equilibrio, antes de introducir el cambio; y cuando los datos hubiesen variado al introducir éste, el nuevo estado de equilibrio ofrecería los efectos del cambio político en cuestión. «El método empleado para descubrir los efectos de semejante cambio político es un método tan familiar dentro de la economía como el de la estática comparativa.»
Me ocupé de las teorías de Black en mis lecciones de Teoría del Estado en la Universidad de Pavía en los años 1953 y 1954, y posteriormente resulté gratamente sorprendido al constatar que algunas de las críticas que yo había formulado habían sido desarrolladas independientemente por Buchanan en su artículo, publicado en 1954, sobre «Individual Choices in Voting and the Market». En aquel tiempo Buchanan se hallaba interesado por el problema general de comparar las elecciones de mercado y las votaciones políticas, no en los términos habituales de la eficiencia relativa de la adopción de decisiones centralizada y descentralizada, sino en términos de una comprensión más plena del comportamiento individual en ambos procesos. Aunque no mencionó la teoría de Black, tal vez porque entonces la desconocía, Buchanan logró probar que existen diferencias sustanciales entre la elección de mercado y la elección de voto, y que la analogía del dicho popular «un dólar, un voto» es cierta sólo en parte. En la elección de mercado, el individuo es la entidad electora, además de la entidad para la cual se llevan a efecto dichas elecciones, mientras que en la votación (por lo menos en lo que solemos denominar votación política), aunque el individuo es la entidad que actúa o elige, la colectividad de todos los individuos restantes es la entidad para quien se efectúan las elecciones. Más aún: la acción de elegir en el mercado y sus consecuencias mantienen una exacta correspondencia, mientras que el votante nunca puede predecir con certeza cuál de las alternativas presentadas resultará elegida.
Buchanan señaló otras diferencias esenciales entre ambos procesos. El individuo que elige en el mercado «tiende a obrar como si todas las variables sociales estuvieran determinadas al margen de su proceder, mientras que, por el contrario, el individuo en el centro electoral reconoce que su voto resulta influyente para determinar la elección colectiva final.» Por otra parte, «puesto que la votación implica una elección colectiva, la responsabilidad de tomar cualquier decisión colectiva o social se halla inevitablemente dividida, sin que exista ningún beneficio o coste tangible imputable directamente al elector a propósito de su elección personal.» El resultado es, con toda probabilidad, una consideración menos precisa y menos objetiva de los costes alternativos que la que se verifica en la mente de aquellos individuos que eligen en el mercado. Buchanan puso de relieve una diferencia ulterior y de mayor trascendencia casi en los mismos términos que yo empleé en las mencionadas lecciones: «Las alternativas de la elección de mercado normalmente sólo están reñidas en el sentido de que se aplica la ley del rendimiento decreciente... Si un individuo desea más de ciertas mercancías o servicios concretos, por lo regular el mercado le exige únicamente que tome menos de otros.» Por el contrario, «las alternativas de la elección de voto son más excluyentes», es decir, la opción por una hace imposible la opción por otra. Las elecciones de grupo, en lo que respecta a los individuos que a él pertenecen, propenden a ser «mutuamente excluyentes por la misma naturaleza de las alternativas», que son por lo regular (como reconoció Buchanan en 1954) de la «variedad de todo o nada». Ello es consecuencia no sólo de la pobreza de los esquemas adoptados y adoptables habitualmente para la distribución de la fuerza electoral, sino también de que (como Buchanan y yo sostuvimos en 1954) muchas alternativas que solemos llamar políticas no permiten esas combinaciones o soluciones mixtas que hacen que las elecciones realizadas en el mercado sean tan articuladas en comparación con las elecciones políticas. Una consecuencia importante es que en el mercado el voto del dólar siempre tiene un valor. Como escribe Mises, el individuo nunca se halla en la situación de una minoría disidente: «...en el mercado ningún voto se emite en vano»,[120] por lo menos en lo que respecta a las alternativas existentes o potenciales de dicho mercado. En otras palabras, el voto implica una posible coacción que no se da en el mercado. El votante únicamente elige entre alternativas potenciales: «Puede perder su voto y verse obligado a aceptar [cito de nuevo a Buchanan] un resultado contrario a su preferencia expresada.»
Podemos observar que no existe coherencia alguna (en el sentido indicado) entre las elecciones de los votantes individuales y las decisiones de grupo resultantes cuando aquéllos se hallan en el bando perdedor. El votante que pierde efectúa inicialmente una elección, pero debe, a la postre, aceptar otra que había previamente rechazado. Su proceso decisorio individual ha sido, pues, subvertido. Es cierto que en el bando ganador puede percibirse coherencia entre las elecciones individuales y las del grupo; mas difícilmente podemos hablar de una coherencia de todo el proceso de las decisiones de grupo del mismo modo que podemos hacerlo en un proceso decisorio individual. Y quizá podamos ir más lejos y dudar de si tiene algún sentido —cualquiera que sea— hablar de racionalidad en este proceso de votación, a no ser que sencillamente nos refiramos a la conformidad con las reglas establecidas para los procedimientos de decisión. Dicho de otro modo: probablemente tendríamos que hablar mejor de procedimiento que de proceso. Cuando no puede encontrarse un proceso plenamente coherente de elección, es posible que el procedimiento coherente sea el menos malo. A algunos estudiosos, una comparación real entre ambos tipos de coherencia les ha parecido tan desprovista de sentido como tratar de averiguar «si un cerdo es más gordo que alta es una jirafa».[121]
Otra conclusión a extraer de lo que antes dijimos es que el concepto de equilibrio puede utilizarse sólo de maneras diferentes en la economía y en la política. En la economía, el equilibrio se define como igualdad entre oferta y demanda, una igualdad comprensible cuando el elector individual puede expresar claramente su elección a fin de permitir a cada uno de los billetes de dólar votar con éxito. Pero ¿qué clase de igualdad entre oferta y demanda para leyes y normas puede haber en política, donde el individuo acaso pierda su voto, y donde puede pedir pan y recibir una piedra?
No obstante, existe aún la posibilidad de utilizar el término «equilibrio» en política siempre que uno pueda imaginar que todos los individuos pertenecientes a un grupo se muestren unánimes en tomar una decisión. Como en cierta ocasión dijo Rousseau, cabe concebir una comunidad como «unánime » en la medida en que al menos sus miembros convengan en someterse a la voluntad mayoritaria. Significa esto que siempre que se produce una decisión de grupo, los miembros individuales del mismo están unánimemente convencidos de que una mala decisión es mejor que ninguna, o, por expresarlo con mayor propiedad, que una decisión colectiva que un miembro del grupo considera mala es mejor que ninguna. El acuerdo unánime no requiere procedimiento especial alguno para que la decisión tomada sea adoptada por los miembros del grupo. Una decisión de grupo —cuando ha sido convenida por unanimidad— puede considerarse tan coherente como cualquier otra tomada en el mercado por el elector individual. Así, llegados a este punto, da la impresión de que nos enfrentamos con el mismo tipo de cerdo que en la economía, y cobra por ello sentido preguntarse si este cerdo «político» es más gordo que el «económico». Estas últimas consideraciones pueden conducirnos —y en realidad lo hicieron, de manera independiente, en el artículo que cité más arriba, en las conferencias que pronuncié en Claremont, California, en el año 1958 (las cuales se convirtieron en La libertad y la ley) y en la reciente obra del profesor Buchanan The Calculus of Consent,[122] editada en colaboración con Gordon Tullock— a poner nuevamente de relieve, y con bastante firmeza, ciertas posibles semejanzas entre las decisiones económicas y las políticas.
Si cabe concebir una comunidad como «unánime» en la medida en que sus miembros convengan al menos en someterse a cierto tipo de mayoría o, por decirlo en términos más generales, a cierto tipo de voluntad inferior a la unánime, la semejanza entre las decisiones políticas unánimes y las decisiones económicas reaparece a un nivel más alto. La gente no decide aún ninguna medida política concreta, sino primeramente cuáles son las reglas a adoptar en cualquier decisión política, esto es, en el juego político.
En realidad, la elección de las reglas del juego político podría deberse a un proceso tan racional y tan libre como el que se traduce en cualquier otra elección en el ámbito del mercado. En este nivel superior, la gente puede comparar los beneficios y los costes relativos a cualquier regla por la que opte para efectuar decisiones políticas. Puede, por ejemplo, decidir que, en ciertos casos, determinadas reglas serán más adoptables que otras y, concretamente, que las reglas de unanimidad o las reglas de la mayoría cualificada resultarán más convenientes que otras para proteger a los individuos potencialmente disidentes de posibles efectos nocivos de la acción coactiva de las mayorías que deciden.
La comparación, a este respecto, entre la acción política y la económica no se limita, sin embargo, al nivel de la elección de las reglas generales para efectuar decisiones. Resulta un indudable mérito de Tullock y de Buchanan haber extendido, en fecha reciente, su análisis a las decisiones políticas ordinarias, también bajo el supuesto de que éstas se toman de conformidad con reglas de procedimiento (que ellos llaman normas «constitucionales ») acordadas unánimemente por los miembros del grupo político en cuestión. Un rasgo característico de este análisis es el reconocimiento del hecho de que el comercio del voto (o intercambio de favores políticos) se verifica con mucha frecuencia en el proceso político real, y el reconocimiento correspondiente de que el comercio del voto, en determinadas circunstancias, debería ser considerado beneficioso para todos los miembros del colectivo político, de igual forma que el comercio de bienes y servicios ordinarios ha sido considerado, por los padres de la economía, beneficioso para todos los miembros de la comunidad donde se ha adoptado el sistema de mercado. Además, las condiciones en las cuales el comercio del voto podría resultar beneficioso para todos los miembros de la comunidad política son análogas a las condiciones en que el comercio habitual de bienes y servicios resulta provechoso; es decir, en las condiciones en que uno o más miembros de la comunidad no pueden establecer monopolio ni contubernio alguno con la finalidad de explotar a los demás.
Los miembros de un grupo político, «traficando» con sus votos a través de un proceso largo y continuo de negociación hasta alcanzar un acuerdo unánime, se enfrentan con diversas opciones posibles y pueden impedir a cualquier coalición de miembros del mismo tomar decisiones que puedan ser perjudiciales para los restantes. La situación resultante sería un acuerdo general similar al que posibilita un mercado competitivo eficiente. Esta teoría se presenta como descriptiva además de normativa, según el modelo habitual de las modernas teorías sobre la elección.
Con todo, cabe preguntarse hasta dónde puede llegar semejante análisis asimilando las decisiones políticas a las económicas desde este punto de vista. Me propongo, pues, examinar aquí los límites de un concepto que admite el comercio del voto en la política, dando sencillamente por sentado que la votación significa, exclusivamente, un modo de garantizar al individuo a quien afecta algunas ventajas de acuerdo con cierta escala de valores aceptada privadamente.
En primer lugar, deseo sugerir una reconsideración de un probable punto débil en este por lo demás hábil e interesante análisis de las posibles semejanzas entre las decisiones políticas y económicas. A mi entender, este análisis, en la forma en que lo adoptan los autores en el actual estadio de su trabajo, revela cierta carencia de definiciones preliminares y precisas relativas a algunos de sus conceptos básicos. Distinguen, por una parte, la elección «política» o «colectiva» y, por otra, la elección «privada» o «voluntaria». Según la teoría, las elecciones privadas pueden ser individualistas o cooperativas; a su vez, las elecciones cooperativas, por un lado, y las elecciones colectivas, por otro, se consideran siempre, bastante atinadamente, como distintas en su género, aun cuando parezcan ser semejantes. Pero, a menos que me halle equivocado, en esta teoría la acción «colectiva» nunca se define satisfactoria o explícitamente. La razón de esta debilidad de un análisis por lo demás preciso y penetrante es probablemente de índole psicológica. Toda la teoría se halla basada en un criterio individualista con el que estoy plenamente de acuerdo; sin embargo, cuanto más tratan de subrayar sus autores el papel que en una comunidad política desempeña el asentimiento voluntario, tanto a nivel «constitucional» como a nivel ordinario, menos parecen inclinarse a reconocer abiertamente (aunque implícitamente lo admiten) que lo que en el nivel individualista hace que una decisión «colectiva» sea en efecto «colectiva » y no simplemente «cooperativa» es el hecho de que aquélla, en último término, es siempre susceptible de ser impuesta a todos los miembros del grupo, sin reparar en su actitud individual concreta hacia tal decisión en cualquier momento dado. Y las decisiones que pueden imponerse son, en definitiva, decisiones coactivas. Mientras que la coacción es algo que los economistas nunca precisan tener en cuenta cuando se interesan por los bienes y servicios que se ofrecen o demandan voluntariamente en el mercado, dicha coacción no puede menos de tenerse en cuenta cuando se pasa del mercado a la escena política.
A propósito de su vacilación en reconocer abiertamente la importancia del concepto de «coacción» (sea cual fuere su significado) en su análisis de la política, los autores de la teoría rechazan explícitamente cualquier planteamiento de poder con respecto a los problemas a los que se enfrentan al tratar de decisiones políticas. Dan por sentado que tal enfoque es irremediablemente contradictorio con el planteamiento económico. Apelan al argumento de que si bien pueden maximizarse simultáneamente, mediante el intercambio económico, las utilidades del vendedor y del comprador en el mercado, con el resultado de una ganancia neta para ambos, no ocurre lo mismo cuando se intenta maximizar el poder individual. No se puede maximizar al mismo tiempo los poderes del ganador y del perdedor en la lucha por el poder.
Ya dije en otra ocasión que esta comparación, aunque aceptada como evidente por varios economistas, no se expone de un modo conveniente. Yo no compararía poder y utilidad. El poder, como los bienes y servicios que estudian los economistas, posee su propia utilidad para el individuo interesado. Mas no es ésta la única semejanza entre el poder y los bienes y servicios: también puede hablarse de intercambio de poder en el mismo sentido en que se habla de intercambio de bienes y servicios. Y ese intercambio de poder puede convertirse en una maximización de utilidades para los individuos que participan en el mismo. Así, por ejemplo, si yo les concedo a ustedes poder para impedir que yo les cause daño, a condición de que ustedes me concedan un poder análogo para impedir que ustedes me causen daño a mí, ambas partes hemos ganado tras este intercambio, y lo hemos hecho precisamente en términos de utilidades. Es decir, ambas partes hemos maximizado la utilidad de nuestro respectivo poder. (Evidentemente, una maximización semejante ocurre cuando dos o más individuos acuerdan unir sus poderes a fin de impedir que otros les perjudiquen.)
Creo que puede afirmarse que la comunidad política surge precisamente cuando se verifica este intercambio de poderes, que es previo a cualquier otro, sea de mercancías o de servicios. A decir verdad, el enfoque o aproximación del poder no constituye una invención reciente de los expertos en ciencias políticas. Podemos encontrarlo ya en la literatura política clásica, y toda la teoría aristotélica de la política puede considerarse como basada, en alto grado, en tal enfoque. En efecto, Aristóteles reconoció al principio mismo de su tratado sobre la Política que existen hombres que están destinados por naturaleza a tener poder sobre otros (arjoi) y hombres destinados también por la naturaleza a estar sometidos al poder de otros (arjomenoi). En la teoría aristotélica existe un reconocimiento explícito del beneficio que tanto los arjoi como los arjomenoi obtienen de su cooperación, si bien Aristóteles no ve claramente que toda colaboración entre ambas clases de sujetos entraña siempre la existencia de algunos poderes mínimos (al menos negativos) garantizados a los arjomenoi como una especie de compensación por los poderes más evidentes y positivos concedidos a los arjoi.
Esta manera de considerar la cuestión no excluiría en absoluto el enfoque económico, reconciliándolo con un enfoque (esto es, el enfoque del poder) que hoy encuentra crecientes simpatías entre los expertos en ciencias políticas.
Creo, sin embargo, que existen ciertos límites en esta concepción comercial del voto político que sostiene explícitamente que la votación significa sencillamente un modo de garantizar ciertas utilidades a los afectados, e implica que tales utilidades son de índole semejante a las que obtienen los individuos en el mercado.
1) Hemos visto que los autores de esta teoría suponen que no siempre el comercio del voto es beneficioso. Insisten en la necesidad de que se cumplan, según las reglas de Pareto bajo las cuales tal comercio podría ser realmente beneficioso para todos los miembros de la comunidad interesada, aquellas condiciones que imposibiliten el que uno o varios miembros de la comunidad constituyan un monopolio o conspiración para satisfacer sus «siniestros intereses» a costa de algunos o de todos los demás miembros.
Estas condiciones restrictivas no son, sin embargo, las únicas que debiéramos tener presentes. En primer lugar, existe un estadio en que ningún comercio del voto tendría sentido, esto es, el estadio constitucional. Según los autores de la teoría, es en este momento cuando deben establecerse las normas más idóneas para llevar a cabo con éxito cualquier tipo de decisiones, incluso las que deben alcanzarse mediante negociaciones semejantes a las que se producen en el comercio del voto. El motivo por el cual no tendría ningún sentido, en este estadio, el comercio del voto no es únicamente porque no dispongamos aún de norma de procedimiento alguna con arreglo a la cual votar. Existe una razón más poderosa todavía. El proceso de establecer unas reglas es de naturaleza teórica. Hay, por supuesto, formas útiles de fijar tales reglas, pero no es posible intercambiar sus utilidades, como si se tratara sólo de utilidades propias, con las utilidades de otras formas de fijar idénticas reglas, como si estas últimas utilidades perteneciesen sólo a otras personas. No tiene sentido negociar cuando se trata de conocer cuál es la suma de 2+2, o cuál es, en la geometría euclidiana, el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo.
Por expresarlo en términos más generales, no hay base racional para negociar o comerciar cuando de lo que se trata es de establecer la veracidad de un juicio referente al tema que sea. Los argumentos que conducen a una conclusión correcta no se pueden vender.
Si bien los autores de la teoría dan por sentado, al menos implícitamente, que el comercio del voto no es razonablemente posible en el estadio constitucional, parecen desdeñar la posibilidad de que, en un estadio inferior al constitucional, la votación puede ser un proceso por medio del cual los miembros de una comunidad política podrían emitir juicios de veracidad al margen de su interés personal en el asunto en cuestión. Si realmente es así, la negociación y el comercio del voto serían tan irracionales como lo son en el estadio constitucional.
Podemos imaginar diversos casos en los que se pida a los votantes que emitan juicios de veracidad al margen de sus propios intereses personales. Si, por ejemplo, suponemos que el jurado es una institución política, y que por lo tanto sus miembros emiten mediante el voto una decisión política, no se puede sostener que actuarían racionalmente si intercambiaran sus votos con otros miembros del jurado, de acuerdo con sus personales conveniencias. Naturalmente, podemos concebir que ciertos miembros corruptos de un jurado sean sobornados por gente interesada en su decisión. Podemos calificar su comercio del voto de «racional» aunque muy censurable desde un punto de vista ético. Pero no ocurre así si suponemos que los miembros de un jurado actuarán al margen de todo posible soborno. El comercio del voto aparecería entonces simplemente irracional desde cualquier punto de vista. Análogas consideraciones pueden aplicarse a cualquier otro tipo de juicios de veracidad que emitan los miembros de una comunidad política mediante el proceso de votación.
Ciertamente, los autores de la teoría pueden replicar con razón que la votación no es el procedimiento indicado para obtener conclusiones sólidas respecto a una verdad objetiva, y que, por consiguiente, pretender hacerlo en el ámbito político corre el riesgo de ser un puro espejismo. Aun así, existen situaciones en las que los juicios de veracidad formulados por los votantes son útiles para conocer sus posibles opiniones acerca de una cuestión política determinada. En tales casos, el procedimiento de votación puede constituir la fórmula más apropiada para averiguar con precisión cuáles son dichas opiniones, prescindiendo de que estas opiniones puedan ser verdaderas o falsas según un criterio científico. Es claro que no se trata aquí de ningún comercio de votos.
2) Acaso sea razonable sospechar que la aplicabilidad del modelo del comercio del voto se ve restringida siempre que surgen diferencias entre la elección individual en el distrito electoral y en el mercado competitivo, diferencias que son lo suficientemente notables como para obligarnos a desdeñar las semejanzas existentes. Por ejemplo, a) el hecho, ya señalado, de que existe una mayor incertidumbre y en general un mayor desconocimiento de los costes y beneficios presentes en el proceso de elegir mediante el voto que en el proceso de comprar o vender en el mercado hace mucho más difícil comerciar con votos que comerciar con bienes y servicios. Por otra parte, b) el comercio del voto parece ser irremediablemente menos beneficioso que el comercio regular del mercado, ya que el votante asume con su elección una responsabilidad mucho menor que cualquier agente del mercado. Mientras que los agentes económicos que fracasan son excluidos del mercado y sustituidos por otros más afortunados, nada parecido acontece en el escenario político, donde los votantes que fracasan no son eliminados para dejar el lugar a otros posibles votantes con más suerte, como acontece con los que triunfan en el mercado. Podría replicarse que en el proceso político los votantes fracasados pueden verse obligados a abandonar la escena como tales si de algún modo permiten que un tirano acabe con la democracia. Pero este hecho, lejos de constituir una prueba aceptable en favor de las semejanzas entre los votantes fracasados y los agentes del mercado sin éxito, nos obliga a reconocer una diferencia sustancial entre unos y otros. En el caso de los votantes sin éxito eliminados por un tirano, todos y cada uno de ellos se ven excluidos de la escena política en cuanto votantes, incluso los potencialmente exitosos, con lo que la situación resultante no es una selección de los mejores votantes, sino la ruina final de una comunidad política basada en el sistema electoral. c) Una restricción similar a la limitación del modelo del comercio del voto parece surgir allí donde las soluciones políticas alternativas son más excluyentes que las que se ofrecen a los individuos en el mercado. El comercio del voto en presencia de dos soluciones que se excluyen mutuamente es parecido al comercio de bienes y servicios en una situación en que el oligopolio o el oligopsonio dominen el mercado, es decir, en una situación en que los precios de mercado tienen menos probabilidad de emerger que en otra en la que domine la competencia. Finalmente, d) debe advertirse que, aun cuando los inconvenientes que hemos subrayado se verifican bajo cualquier norma de mayoría o minoría, la relación entre la acción colectiva tomada bajo la regla de unanimidad por un lado, y la actuación puramente voluntaria, cual ocurre en el mercado, por otro, no es tan estrecha como probablemente les parece a los autores de la teoría. En el caso de unanimidad, un votante cuya aceptación es imprescindible a todos los demás votantes para efectuar una decisión de grupo sólo hasta cierto punto es equiparable a un individuo cuyo asentimiento es indispensable a quienes en el mercado desean comprarle o venderle bienes o servicios. Ninguno de los dos se halla obligado a aceptar las decisiones de los demás sin su propia aprobación. Ahora bien, esta aprobación es una condición necesaria pero no suficiente para que exista un mercado competitivo.
De hecho, el votante sometido a la regla de unanimidad se encuentra en una posición muy parecida a la del monopolista discriminatorio que puede obtener todo el beneficio del intercambio de bienes o servicios que es capaz de vender y, por tanto, puede adquirir todo o casi todo el denominado excedente del consumidor. Este hecho, que a veces ha sido, bastante impropiamente, considerado como un posible «chantaje» del votante disconforme bajo la regla de la unanimidad, no debería ser desatendido en una teoría que trata de garantizar en la política las condiciones de un mercado competitivo. Si en un grupo de 100 votantes 99 están a favor de una decisión determinada y uno se opone a ella, la pretensión de este último de no sólo ser compensado por renunciar a su oposición, sino más que compensado por sus 99 compañeros de voto con una ganancia neta para él, es perfectamente racional desde el punto de vista de la teoría que estamos comentando. Si esto ocurre, la ley de Pareto acaso sea respetada, pero no podemos equiparar la posición de los votantes a la de los individuos en un mercado competitivo. Podría replicarse que, bajo la regla de unanimidad, cualquier votante puede hallarse interesado en otorgar su aprobación a los 99 restantes a cambio de un pequeño beneficio, antes que arriesgar la pérdida de ese beneficio si aquéllos estiman que el precio exigido a cambio de dicha aprobación es demasiado elevado. Mas este hecho no impide al votante disconforme negociar en una condición más ventajosa que la de los otros 99 votantes, condición equiparable a la del monopolista discriminatorio. Por supuesto, los monopolios discriminatorios pueden existir tanto en el mercado como en las decisiones políticas. Pero mientras en el mercado tienden a ser reducidos al menos a la larga, hasta que los costes se equilibran con los precios, no existen esperanzas de un resultado análogo para las decisiones de grupo bajo la regla de unanimidad.
Los mismos autores admiten que su teoría puede sólo proporcionar una explicación parcial del proceso efectivo de votación en la política; de ahí que su valor normativo sea limitado. Creo que un estudio más preciso de los límites de aplicabilidad de este interesante enfoque económico de lo político sería de gran utilidad tanto a los economistas como a los expertos en ciencias políticas para alcanzar una comprensión más profunda de sus respectivas materias.
4. Voto frente a mercado
Hemos visto en la conferencia anterior que, a pesar de que puedan existir muchas semejanzas entre los votantes, por una parte, y los operadores del mercado o agentes económicos, por otra, las acciones de ambos son profundamente diferentes. Ninguna norma de procedimiento parece capaz de permitir a los votantes actuar de la misma manera flexible, independiente, coherente y eficiente con que actúan los agentes que en el mercado emplean la elección individual. Si bien es cierto que tanto votar como operar en el mercado son acciones individuales, con todo nos vemos obligados a colegir que la votación es una suerte de acción individual que se halla casi inevitablemente sometida a una especie de distorsión en su desarrollo.
La legislación considerada como resultado de una decisión colectiva tomada por un grupo —aun cuando esté formado por todos los ciudadanos afectados, como en las democracias directas de la antigüedad o en algunas pequeñas comunidades democráticas de las épocas medieval y moderna— es un proceso de elaboración de la ley que dista mucho de poder ser identificable con el proceso de mercado. Sólo los votantes que figuran en las mayorías ganadoras (si, por ejemplo, la norma de voto es la mayoritaria) son equiparables a quienes operan en el mercado. Quienes integran las minorías perdedoras no son comparables ni siquiera con los más débiles operadores del mercado, quienes al menos, conforme a la divisibilidad de los bienes (que es el caso más frecuente), siempre pueden encontrar algo que elegir y algo que conseguir, a condición de que paguen su precio. La legislación es el resultado de una decisión «todo-o-nada ». O se gana y se consigue exactamente lo que se deseaba, o se pierde y no se consigue nada. Peor aún, se consigue algo que no se desea y se paga por ello como si se hubiera deseado. Los ganadores y perdedores en las votaciones son, en este sentido, como los ganadores y perdedores en el campo de batalla. La votación parece no ser tanto una reproducción del funcionamiento del mercado como la imagen de una batalla. Bien considerado, no existe en la votación nada «racional» que pueda equipararse con la racionalidad del mercado. La votación puede, desde luego, estar precedida por debates y negociaciones, que pueden ser racionales en el mismo sentido que cualquier operación del mercado. Pero cuando llega el momento de votar, ya no se discute o negocia más. Nos hallamos en una esfera distinta. Se acumulan papeletas de voto como podrían acumularse piedras o conchas; la consecuencia es que no se gana porque se posea más razones que otros, sino simplemente porque se dispone de un mayor número de papeletas. No hay socios o interlocutores en esta operación, sino solamente aliados o enemigos. Claro que la propia actuación puede considerarse tan racional como la de los aliados o enemigos, pero el resultado final no es algo que pueda explicarse simplemente como una mezcla o combinación de las razones de todos los votantes. El lenguaje político refleja muy bien este aspecto de la votación: los políticos gustan de hablar de campañas que van a realizar, de batallas que deben ganar, de enemigos a quienes combatir, y así sucesivamente. Este lenguaje no se da, por lo general, en el mercado. Por una razón evidente: mientras en el mercado la oferta y la demanda no sólo son compatibles sino complementarias, en el ámbito político, al que pertenece la legislación, la elección de ganadores por un lado y de perdedores por otro no sólo no son complementarias sino que ni siquiera son compatibles. Es sorprendente que una consideración tan simple —y yo diría tan evidente— de la naturaleza de las decisiones de grupo (y de la votación, en particular, que es el mecanismo habitual empleado para efectuarlas) pase inadvertida tanto a los expertos como al hombre de la calle. La votación, y en particular la votación según la regla mayoritaria, suele considerarse como un procedimiento racional, no sólo en el sentido de que permite alcanzar decisiones cuando los miembros del grupo no se muestran unánimes, sino también en el sentido de que parece ser el procedimiento más lógico dadas las circunstancias.
Es cierto que, por lo general, se admite que una decisión unánime sería lo perfecto. Pero debido al hecho de que la unanimidad en las decisiones de grupo es poco frecuente, la gente se siente autorizada a inferir que la segunda mejor posibilidad es adoptar decisiones conforme al voto de la mayoría; se supone que estas decisiones no sólo son más convenientes, sino también más lógicas que otras cualesquiera.
Ya en otra ocasión me he ocupado de defender esta postura del Doctor Anthony Downs.[123] Creo que merece la pena reconsiderar la argumentación de Downs, que tiene el mérito de compendiar de manera sucinta las principales razones que se aducen a favor de la regla de la mayoría en la literatura política que conozco. De acuerdo con el Dr. Downs,
Los argumentos básicos a favor de la regla de la mayoría simple se asientan sobre la premisa de que cada votante debería tener un peso igual respecto a los demás votantes. Por consiguiente, si se producen desacuerdos pero la acción no puede posponerse hasta alcanzar la unanimidad, es mejor satisfacer a los más que a los menos. El único arreglo práctico para llevarlo a cabo es la regla de la mayoría simple. Cualquier norma que requiera más que una mayoría simple para la aprobación de un decreto permite a una minoría impedir la actuación de la mayoría, otorgando así al voto de cada miembro de la minoría más peso que al voto de cada miembro de la mayoría.[124]
Prosiguiendo con nuestra equiparación predilecta entre la votación y el funcionamiento del mercado, este argumento parece reducirse a la afirmación de que debemos dar un billete de un dólar a todo el mundo a fin de otorgar a cada uno el mismo poder adquisitivo. Mas cuando consideramos la analogía de cerca, comprendemos que dando por sentado que 51 votantes de un total de 100 son «políticamente» igual a 100, y que los restantes 49 (contrarios) son «políticamente» igual a cero (que es, exactamente, lo que sucede cuando una decisión de grupo se toma conforme a la regla de la mayoría), otorgamos mucho más «peso» a cada votante que figura en el bando de los 51 ganadores que a cada votante que figura en el de los 49 perdedores. Resultaría más apropiado cotejar esta situación con la que se daría en el mercado si 51 personas que poseyeran cada una de ellas un dólar se asociaran para adquirir un artilugio que costara precisamente 51 dólares, mientras que otras 49 personas, también con un dólar cada una, tendrían que prescindir del mismo, ya que sólo existe uno a la venta. El hecho de que no podamos, tal vez, prever quién pertenecerá a la mayoría no modifica mucho el cuadro.
Evidentemente, ciertas razones históricas desempeñaron un papel muy importante en impedir que la gente reflexionase sobre las contradicciones de una doctrina que manifestaba apoyar, en la política, la igualdad de oportunidades para todos y, simultáneamente, denegaba dicha igualdad aplicando la norma del voto mayoritario. Los partidarios de la regla de la mayoría solían imaginarla como el único medio posible de combatir el poder sin restricciones sobre las grandes masas por parte de oligarcas y tiranos. El «peso» otorgado a la voluntad o al «voto ideal» de los tiranos —en las sociedades políticas por ellos dominadas— se mostraba tan desproporcionadamente aplastante comparado con el peso cedido a la voluntad de todos los restantes individuos de aquellas sociedades, que la aplicación de la regla de la mayoría parecía ser la única forma adecuada de restaurar la igualdad de «pesos» para las voluntades de todos los individuos afectados. Fueron muy pocos quienes se preocuparon de preguntarse si la balanza política no iba a acabar por desequilibrarse hacia el lado contrario. Esa postura común a la que hemos aludido queda expresada de modo patético, por ejemplo, en una carta —fechada el 13 de junio de 1817— que Thomas Jefferson escribió a Alexander von Humbolt:
El primer principio del republicanismo es que la lex majoris partis es la ley fundamental de toda sociedad de individuos de iguales derechos; la más importante de las enseñanzas y sin embargo la última que se aprende a fondo, es que la voluntad enunciada por mayoría de un solo voto es tan sagrada como si fuera unánime. Si se desprecia esta ley no queda sino la de la fuerza, que conduce necesariamente al despotismo militar. Esta ha sido la historia de la revolución francesa, y ojalá [añadía Jefferson con talante profético] que el entendimiento de nuestros hermanos del sur llegue a ser lo suficientemente amplio y firme como para comprender que la suerte depende de su sagrada observancia.[125]
Sólo muy entrado el siglo XIX, algunos destacados científicos y eminentes estadistas comenzaron a comprender que no había más magia en el número 51 que en el número 49. Por ejemplo, los garantistas franceses, así como algunos célebres pensadores ingleses, no vacilaron en manifestar su aversión a la aplicación incondicional de la regla de la mayoría en las resoluciones políticas, y Herbert Spencer estigmatizaría en 1884 esa suposición subyacente como la superstición del «derecho divino de las mayorías».[126]
Pero repitamos la síntesis de los principales argumentos en pro de la regla mayoritaria que hace Downs: «Si se producen desacuerdos pero la acción no puede posponerse hasta alcanzar la unanimidad, es mejor satisfacer a los más que a los menos. El único arreglo práctico para llevarlo a cabo es la regla de la mayoría simple.»
Podemos admitir que las hipotéticas circunstancias de Downs —la urgencia de la decisión y la falta de unanimidad— se dan, con mayor o menor frecuencia, en todas las sociedades políticas. Sin embargo, la realidad es que tanto la urgencia de la decisión como la falta de unanimidad pueden ser, por así decirlo, creadas artificialmente por quienes se hallan en situación de forzar a los restantes miembros de la comunidad política a adoptar cualquier decisión de grupo, sea la que fuere, en vez de no adoptar ninguna. Reconsideremos esta cuestión. Por el momento sólo quiero señalar que aun suponiendo que tanto la urgencia como la falta de unanimidad sean condiciones reales para adoptar la decisión a que nos referimos, declarar terminantemente —como lo hace Downs— que por consiguiente «es mejor satisfacer a los más que a los menos» es un simple nonsequitur. De hecho, podemos imaginar fácilmente situaciones en las cuales sólo unas cuantas personas poseen el necesario nivel de conocimientos requeridos para tomar la correspondiente decisión, y, por tanto, resultaría en estos casos mucho menos razonable satisfacer a los más que a los menos.
Desde luego, los partidarios entusiastas de la regla de la mayoría sin condiciones pueden replicar que su conclusión se deriva no tanto de las hipótesis de la urgencia y la falta de unanimidad como de las hipótesis implícitas del conocimiento igual, o aun de la ignorancia igual, por parte de los votantes en las cuestiones en litigio. Esta última hipótesis, no obstante, resulta bastante ilusoria, sobre todo en las sociedades contemporáneas altamente diferenciadas. El mismo autor admite a otro respecto que «la especialización crea grupos minoritarios con intereses objetivos [y, añadiría yo, con los correspondientes tipos de conocimientos] que difieren ampliamente unos de otros». Así, la base real de la conclusión sigue siendo la famosa idea del «peso igual» de los votantes o, por decirlo con mayor propiedad, la utilización anfibia de este resbaladizo concepto.
Queda aún por examinar un punto más de la síntesis realizada por Downs. Según él, «cualquier norma que requiera más que una mayoría simple para la aprobación de un decreto permite a una minoría impedir la actuación de la mayoría, otorgando así al voto de cada miembro de la minoría más peso que al voto de cada miembro de la mayoría.»
Fijémonos ante todo en la última parte de esta afirmación. Parece indudable que si la regla adoptada es una regla mayoritaria cualificada, el número que comprendería a la mayoría ganadora sobre un total de 100 votantes sería, digamos, 60 o 70, en vez de 51, y el número correspondiente a la minoría perdedora sería 40 o 30, en vez de 49. Pero esto no significa que al voto de cada miembro de la minoría se le otorgue ahora «más peso» que al voto de cada miembro de la mayoría. La realidad es que, nuevamente, de un total o conjunto de 100 votantes, el bando de los ganadores —quienes figuran en el subconjunto de 60 o 70— sigue contando con un peso mayor, según la nueva regla, que el otorgado a cada uno de los votantes del subconjunto cuya suma es 40 o 30. En este nuevo ejemplo, los 60 o 70 votantes ganadores son considerados como «políticamente » igual a 100, mientras que los otros 40 o 30 son considerados como «políticamente» igual a cero.
La única diferencia que podemos percibir en este ejemplo es que cada votante, cuando el número «mágico» es de 60 o 70, tiene —in abstracto— una probabilidad inferior de figurar en el subconjunto perdedor que la que tenía en el ejemplo previo, donde el número mágico era 51. Pero sería erróneo deducir de esta circunstancia que «por consiguiente» a cada votante que figura en el subconjunto perdedor en el ejemplo último se le ha otorgado más peso que a cada votante de los que figuran en el ganador.
Examinemos ahora la primera parte de la afirmación de Downs. Como ya vimos, éste considera que toda regla que exija una mayoría superior a la simple para tomar una decisión política es capaz de hacer que una minoría impida la acción de la mayoría, y parece dar a entender que este posible impedimento, de acuerdo con su principio de la igualdad de peso de los votantes, debería rechazarse siempre.
Es claro, sin embargo, que existen diferentes clases de «impedimentos », por lo que resulta indispensable realizar un análisis más concienzudo de este concepto antes de extraer las oportunas conclusiones.
A este respecto, podría resultar de utilidad recordar un ejemplo aducido en los albores de este siglo, y en este mismo país, por un distinguido estudioso (cuyo nombre acaso haya sido injustamente olvidado en nuestros días: Lawrence Lowell) en su estimulante libro Public Opinion and Popular Government.[127] Ya he citado dicho ejemplo con anterioridad, pero me parece tan bueno que me gustaría repetirlo. Las bandas de asaltantes —decía Lowell— no constituyen una «mayoría» cuando, tras esperar a un transeúnte en un paraje solitario, le despojan de su bolsa de caudales, ni éste puede ser considerado una «minoría». Existen protecciones constitucionales y, naturalmente, legislación penal en los Estados Unidos, al igual que en otros países, tendentes a impedir la formación de tales «mayorías». Debo admitir que diversas «mayorías» en nuestros días tienen, a menudo, mucho en común con la «mayoría» peculiar que describe Lawrence Lowell. Pese a ello, resulta posible todavía y —diría yo— de suma importancia distinguir entre las «mayorías» paradójicas del tipo de la de Lowell y las «mayorías» en un sentido más ortodoxo del término. Las mayorías como las de Lowell no se toleran en ninguna sociedad eficazmente organizada de nuestro mundo por la sencilla razón de que prácticamente cada miembro de estas sociedades desea que se le otorgue la posibilidad de impedir cuando menos ciertas actuaciones de cualquier mayoría. Nadie consideraría convincente, aun admitiendo su corrección, el argumento de Downs de que en esos casos a cada votante de la minoría se le otorga más peso que a cada votante de la mayoría.
¿Debemos, pues, sostener que aquellos casos en los que cada individuo desea preservar su poder para impedir que las mayorías —con independencia de su tamaño— emprendan acciones como asaltar o asesinar son totalmente semejantes a otros casos en los cuales un disidente caprichoso o malintencionado pudiera impedir a sus conciudadanos alcanzar ciertos fines propios inocentes y de provecho? Parece evidente que el término impedir posee un significado distinto en cada caso, y que sería conveniente diferenciar estos casos antes de adoptar cualquier conclusión general sobre la aplicabilidad de la regla de la mayoría. Dicho de otro modo: aun cuando admitiéramos la validez del argumento del «peso igual», deberíamos reconocer la necesidad de algunas importantes salvedades que revelarían sus límites insuperables.
Hay otro argumento, entre los que se aducen a favor de la regla de la mayoría simple, que también conviene considerar. Como vimos, Downs no sólo rechaza la aplicación de otras reglas como contrarias al principio de los «pesos iguales», sino que afirma categóricamente que «el único arreglo práctico» para que se beneficien los más en lugar de los menos es «la regla de la mayoría simple». Esto significa que si adoptamos cualquier otra regla mayoritaria (cualificada), la minoría podría impedir que la mayoría decidiera la acción a seguir o, expresado de otro modo, la minoría indicaría a la mayoría qué decisión no debe adoptarse. Para desgracia de los partidarios de la regla de la mayoría incondicional, este argumento en pro de la regla de la mayoría simple no es más correcto que los anteriores.
La adopción de la regla de la mayoría simple no impide, de hecho, que minorías fuertemente organizadas impongan la acción a seguir a los restantes miembros de la comunidad política. La teoría italiana de las élites, formulada por Mosca, Pareto, y en cierto modo por Roberto Michels, ha destacado siempre esta posibilidad. En su reciente ensayo The Calculus of Consent, James Buchanan y Gordon Tullock, si bien tratan de rechazar el punto de vista de la élite, de hecho lo adoptan inconscientemente en su análisis del comercio del voto como fenómeno real que se produce en las democracias representativas de nuestros días.
Creo que Buchanan y Tullock demuestran de un modo irrefutable que si una minoría se halla bien organizada y está determinada a sobornar a tantos votantes como sea preciso para contar con una mayoría dispuesta a aprobar una determinada decisión, la regla mayoritaria obra mucho más a favor de tales minorías de lo que comúnmente se piensa. Si, por ejemplo, suponemos que sólo 10 votantes de un total de 100 obtienen el beneficio íntegro de 100 dólares de una decisión de grupo cuyo coste de 100 dólares ha de ser cargado por igual a cada miembro del grupo, esos 10 votantes pueden estar interesados en sobornar a 41 personas más, reembolsando al menos a cada una su coste individual por la decisión, esto es, un dólar por cabeza. Al final, 41 personas pertenecientes a la mayoría quedarán a la par, sin ganar ni perder; 40 pertenecientes a la minoría oficial pagarán un dólar cada una sin conseguir de dicha decisión beneficio alguno, y cada uno de los auténticos ganadores conseguirá un beneficio de 10 dólares contra un coste de 5,10 dólares a causa de la decisión adoptada por el grupo.
La regla, por supuesto, también puede operar de un modo contrario, cuando los 40 perdedores logran organizarse en la siguiente ocasión y sobornan al menos a dos miembros de la mayoría con objeto de transformar a ésta en minoría, dejando así a los 10 sagaces compañeros con las manos vacías. Mas es obvio que la regla de la mayoría simple puede, efectivamente, obrar en ambos casos a favor de una minoría.
Es cierto que la regla de la mayoría simple no es la única —fuera de las reglas minoritarias— susceptible de operar en pro de las minorías. Todas las demás reglas mayoritarias pueden operar en favor de ciertas minorías cuando, como resultado de la decisión de grupo, los beneficios se concentran y sus costes se distribuyen lo bastante como para incentivar a minorías arteras a sobornar tantos votantes como sea necesario para alcanzar la mayoría prescrita por la regla existente. Ahora bien, los costes de este soborno aumentan en función del número de votantes que se requiere para alcanzar la mayoría precisa. Por tanto, podría suceder que los costes ocasionados por el proceso de sobornar a un alto número de votantes disuadiera a la minoría en cuestión de intentar maximizar sus utilidades a costa de sus compañeros de voto o de una parte de ellos. La conclusión parece ser que la regla de la mayoría simple resulta menos desalentadora para dichas minorías que otras posibles reglas de mayoría cualificada. Es ésta una conclusión bien distinta de la que sostiene que la regla de la mayoría simple constituye el «único arreglo práctico» para hacer que «se beneficien los más en lugar de los menos».
Una de las interesantes posibilidades señaladas en el análisis que Buchanan y Tullock hacen de la forma en que la regla de la mayoría simple puede funcionar es la permanente tentativa que realizan las nuevas minorías de maximizadores para sobornar a otros votantes indiferentes en principio ante la cuestión que se debate, con la finalidad de crear nuevas y efímeras mayorías a expensas de minorías menos informadas, menos perspicaces o menos cautelosas. Otra posible consecuencia interesante que señalan estos autores es que la desproporción entre beneficios y costes para las minorías maximizadoras les induzca a despreciar la posibilidad de minimizar los costes totales de la decisión de grupo que en su propio interés están promoviendo.
La situación general puede calificarse, como ya la califiqué en otro contexto, de una guerra legal de todos contra todos o, empleando la famosa expresión utilizada por el eminente economista y experto en ciencias políticas francés Fréderic Bastiat, la gran ficción del Estado «por la que cada uno pretende vivir a costa de todos los demás».[128]
En una comunidad política en que las reglas para tomar decisiones son tales que animan a las minorías de aprovechados a conseguir algo a cambio de nada tiende a producirse una continua sobreinversión, dejando que corran con los gastos las minorías de víctimas menos perspicaces. Downs, sin embargo, pretende defender la regla de la mayoría simple frente a la acusación de favorecer las iniciativas de las minorías maximizadoras a expensas de otros miembros del grupo. En su ensayo dedicado al análisis de un artículo de Tullock, en gran parte reproducido en el nuevo libro de Buchanan y Tullock, Downs hace la mencionada observación de que todas las formas de reglas de mayoría cualificada se comportan aproximadamente como la regla de la mayoría simple a fin de alentar a las minorías de aprovechados a maximizar sus propios beneficios a expensas de los demás votantes. En realidad, Downs se ve obligado a admitir que la regla de la mayoría simple no se halla exenta de la susodicha crítica, si bien parece ignorar por completo el hecho, destacado ahora por Tullock y Buchanan, de que las reglas de la mayoría cualificada son más disuasorias —para todos los tipos de minorías que tratan de sacar provecho— que la regla de la mayoría simple.
Downs intenta asimismo defender la regla de la mayoría simple, así como otras reglas mayoritarias (cualificadas), de la acusación de que tienden a producir sobreinversión por medio de una serie de decisiones de grupo aprobadas por mayorías efímeras y mudables. Admite que el «logrolling » o sistema de concesiones mutuas se verifica en el mundo real, pero da por sentado que si los costes tienden efectivamente a superar los beneficios en las decisiones adoptadas por las comunidades políticas basadas en representantes elegidos por el pueblo, estos representantes se verían en la necesidad de exponer los malos resultados del comercio del voto al término de su mandato, con lo cual sus electores se sentirían frustrados y los castigarían eligiendo a otros representantes.
Argumento que no parece muy convincente. Un rasgo característico del juego político es que, en las sociedades políticas contemporáneas, el sistema de concesiones mutuas o intercambio de favores se pone en marcha antes que en las Cámaras de los representantes. En realidad surge cuando los electores aceptan algunos puntos desventajosos (para ellos) de un programa político, a fin de obtener cierto beneficio de otros puntos que les resultan ventajosos. Entre los puntos desventajosos del programa pueden considerar la posibilidad de que el intercambio de favores que su representante desarrollará en la Cámara podrá acarrearles ciertas pérdidas netas en un momento dado. Este momento puede o no coincidir con el momento en que el representante se presente a sus electores al concluir la legislatura. Pero aun cuando coincida, su representante podrá argüir que, si se le renueva la confianza, tendría nuevas oportunidades para mejorar la situación actual por medio de una serie más beneficiosa de intercambio de favores en nombre de sus electores. Puesto que el juego político nunca acaba, no existe razón para que los electores nieguen su confianza a un representante que siempre puede afirmar que en un momento dado, o en una serie de momentos dados, el resultado de su intercambio de concesiones fue beneficioso para sus electores, y que además puede argüir que prosiguiendo su actuación en la próxima legislatura los electores podrán obtener análogos o incluso superiores beneficios.
Downs aduce un nuevo argumento en favor de su tesis. Concede que si los votantes ignoran algunos de los costes resultantes de una serie de decisiones de grupo, pueden votar a favor de un programa de gobierno demasiado cuantioso. Pero, afirma, si admitimos ignorancia en el modelo, los votantes también pueden ignorar algunos de los beneficios que reciben, y si tal es la situación, la ignorancia puede generar un presupuesto gubernamental que sea tanto demasiado exiguo como demasiado elevado.
Este argumento me parece aún menos convincente que el anterior. Partimos del supuesto bastante realista de que las minorías perspicaces conocen mejor que sus compañeros de voto los costes y beneficios aparejados a una decisión que intentan que sea aprobada por el grupo, a pesar de la posible sobreinversión que para él signifique. Si semejante decisión puede aprobarse es precisamente porque son los otros votantes quienes habrán de correr con los gastos, lo cual quiere decir que son negligentes o se hallan menos organizados, o ignoran las consecuencias reales que para ellos entrañará tal decisión. El desconocimiento, por consiguiente, puede ser una de las razones que justifiquen la sobreinversión, aunque no sea la única. Mas demos por sentado que el desconocimiento (por parte de los votantes perdedores) es la única razón. Downs responde que el desconocimiento puede asimismo generar un presupuesto gubernamental que sea «demasiado exiguo», pero éste es un caso completamente diferente que tiene muy poco que ver con el caso de sobreinversión que acabamos de considerar. El argumento de Downs únicamente sería aceptable si pudiésemos dar por sentado que, debido sólo al desconocimiento de los votantes que abonan la factura de una decisión promovida por una minoría avispada, los beneficios de esa decisión para el grupo pueden no sólo ser menores sino superiores a los costes. Pero esto significaría que la inversión es una suerte de juego de azar en el que los agentes económicos racionales e informados no tienen mayores probabilidades de éxito que los irracionales o ignorantes. Si la ignorancia pudiera producir aleatoriamente los mismos efectos beneficiosos que la información, las actividades económicas serían, como es obvio, muy diferentes de lo que actualmente son. En el mundo en que vivimos, la suposición de que la ignorancia puede resultar tan provechosa como la información parece ser bastante inapropiada para explicar la acción humana no sólo en el ámbito económico, sino en cualquier otro. Por otra parte, es razonable suponer que las minorías que promueven una decisión de grupo que les beneficie conocen lo que hacen mejor que los demás votantes: poseen una idea precisa de lo que desean y de las posibles consecuencias que para ellos tendrá la decisión de grupo en cuestión. También pueden saber de sobra que los beneficios de la decisión para los restantes miembros del grupo serán menores que los costes. Pero pueden pasar por alto este hecho. El resultado final será probablemente una inversión cuyo coste será muy superior al que habría sido en otras circunstancias.
Hemos visto que la regla de la mayoría simple no es la única que puede causar estos efectos. Cualquier otro tipo de regla mayoritaria (cualificada) puede tener resultados semejantes. Sin embargo, también hemos visto que las reglas de la mayoría cualificada pueden ser más eficaces que la regla de mayoría simple para disuadir a las minorías maximizadoras a imponer su voluntad sobre todo el grupo mediante el conocido procedimiento del log-rolling. Podría parecer que cuanto más se incrementa la mayoría necesaria para adoptar una decisión de grupo, mejor se protege a las minorías disidentes de ser explotadas por las élites de maximizadores organizadas. Pero no es así. Como Buchanan y Tullock demuestran en su obra, los costes de alcanzar un acuerdo entre los votantes de un grupo tienden a aumentar fuertemente cuando la regla de la mayoría cualificada se aproxima a la regla de unanimidad. En otros términos: cualquier votante tiende a considerar su aprobación como muy valiosa cuando sabe que el número de votantes requeridos para alcanzar una determinada decisión es muy elevado; si los demás votantes desean su aprobación, puede verse tentado a obrar de forma semejante a la del monopolista discriminatorio para conseguir la ventaja íntegra de la negociación.
Con las reglas de la mayoría altamente cualificada o con la regla de la unanimidad tiende a surgir una situación hasta cierto punto análoga a la que se produce con las minorías avispadas bajo la regla de la mayoría simple. Pueden entonces aparecer nuevas minorías de maximizadores, no con el fin de comprar los votos de otras personas al precio más barato posible, sino para vender sus propios votos al más alto a aquellos votantes que tienen necesidad de que se apruebe determinada decisión bajo la regla existente, esto es, una regla de mayoría altamente cualificada. La regla de unanimidad no haría más que exacerbar esta tendencia, por lo que muy raramente se adopta debido a los elevados e incluso prohibitivos costes que entraña para todos cuantos desean hacer prosperar una decisión con semejante regla.
Si volvemos ahora al concepto de «peso igual» de los votantes, debemos concluir que ninguna regla para adoptar decisiones es verdaderamente capaz de otorgar pesos iguales en el sentido de iguales posibilidades a todos y cada uno de los votantes. Sin embargo, podemos presumir que ciertas reglas de mayoría cualificada contribuyen a colocar a todos los votantes en una posición de justo equilibrio, mientras que las reglas minoritarias, las regla de mayoría simple, las de mayoría altamente cualificada y, finalmente, la regla de unanimidad conducen inevitablemente a un desequilibrio entre los votantes afectados.
Esta conclusión nos recuerda ciertas diferencias insuperables entre el proceso de votación y el de comercio en el mercado en situación de competencia. La competencia política es, por su misma naturaleza, mucho más restringida que la competencia económica, especialmente si las reglas del juego político tienden a crear y mantener desequilibrios en vez de actuar en la dirección opuesta.
Debemos concluir que tiene poco sentido elogiar la regla de la mayoría simple como la mejor regla posible para el juego político. Es mucho más correcto adoptar diversas clases de reglas, según los fines que se desee alcanzar; v. gr., adoptar reglas de mayoría cualificada cuando los asuntos que están en juego son lo suficientemente importantes para cada miembro de la comunidad, o adoptar la regla de unanimidad cuando se trata de algo absolutamente vital para todos ellos. Creo que casi todos estos extremos han sido brillantemente destacados en los recientes análisis basados en el enfoque o aproximación económica.
No debemos olvidar que ninguna de las reglas adoptadas o adoptables en las decisiones políticas puede generar una situación que sea verdaderamente análoga a la del mercado que se desenvuelve en condiciones de competencia. Ningún comercio del voto podría bastar para colocar a cada individuo en una situación idéntica a la de los operadores o agentes que compran y venden, libremente, bienes y servicios en un mercado competitivo.
Cuando concebimos la ley como legislación, aparece claramente que la ley y el mercado no pueden en forma alguna considerarse análogos desde el punto de vista del individuo y sus decisiones.
El proceso de mercado y el proceso legislativo se hallan, en realidad, ineludiblemente en desacuerdo. El mercado permite a los individuos efectuar elecciones libres con la única condición de que estén dispuestos a pagarlas, en tanto que la legislación no.
Lo que ahora deberíamos preguntarnos y tratar de responder es: ¿podemos realizar una comparación más fructuosa entre el mercado y los modelos no legislativos de la ley?
Notas al pie de página
[107] No preciso explicar a fondo por qué lo llamo un postulado. Ciertamente, no podría proporcionarse demostración alguna de dicho supuesto hasta concluir la investigación, y resulta evidente que ésta es poco menos que inagotable, debido al elevado número de lenguajes y significados que habrían de ser tenidos en cuenta.
[108] Propongo denominar poder, en estas circunstancias, a la posibilidad de que nuestras demandas sean satisfechas, con independencia de la causa, y denominar poder legal a la posibilidad de que nuestras demandas formales sean asimismo satisfechas, sin considerar nuevamente la causa que induce a los demás a satisfacerlas, o verlas satisfechas de un modo u otro por las personas a quienes atañen.
[109] Carleton Kemp Allen, Law in the Making, 5.ª ed., Clarendon Press, Oxford 1951, p. 288.
[110] Más adelante veremos, exactamente, qué significa esta «creación de la ley», cuando menos en la práctica, y cuáles son los límites y los conceptos erróneos relacionados con esta noción. Puede afirmarse que el proceso de elaboración del derecho mediante la legislación presenta rasgos muy peculiares que no se hallan, o existen en un grado muy inferior, en los otros dos procesos.
[111] En este volumen, pp. 102-103.
[112] Fritz Schultz, History of Roman Legal Science, Clarendon Press, Oxford 1946, p. 84.
[113] Murray N. Rothbard, «Sobre la libertad y la ley», en New Individualist Review, 1/ 4, invierno de 1962, pp. 37-40. Edición íntegra de New Individualist Review, reimpresión de Liberty Fund, Indianápolis, 1981, pp. 163-166.
[114] Irwin D.J. Bross, Dessign for Decision, Macmillan, Nueva York 1953, p. 263.
[115] Duncan Black, «The Unity of Political and Economic Science», Economic Journal, 60/239, septiembre 1950.
[116] Me parece que una de las tentativas recientes de reavivar este tipo de supuesto es la idea de que puede lograrse una «función de bienestar social» o una «elección social racional» mediante ardides matemáticos como los analizados por Kenneth Arrow en su conocido ensayo Social Choice and Individual Values, John Wiley and Sons, Inc., Nueva York 1951. En esta perspectiva, las computadoras se convierten en el sucedáneo moderno del Volksgeist o el Verhunft.
[117] Margaret MacDonald, «The Language of Political Theory», Logic and Language (First Series), ed. Anthony Flew, Basil Blackwell, Oxford 1955), pp. 167-186.
[118] James M. Buchanan, «Individual Choices in Voting and the Market», Journal of Political Economy, 62, 1954, p. 334. Existe una reimpresión de este ensayo en Fiscal Theory and Political Economy: Selected Essays, University of North Carolina Press, Chapel Hill 1960.
[119] Black parece hacerse eco aquí de una idea insinuada por Pigou en dos artículos publicados —si no recuerdo mal— en los años 1901 y 1906 en el Economic Journal, donde Pigou señalaba una analogía entre la oferta y la demanda del mercado respecto a bienes de consumo, y la oferta y la demanda en el ámbito político respecto a leyes y normas. Me vienen también a la memoria las ideas expuestas por Arthur F. Bentley en The Process of Government, The Principia Press, Bloomington 1935 [editado originariamente en 1908]), así como los teóricos americanos cuyas ideas han sido, con bastante dureza, examinadas por David Easton en The Political System: An Inquiry into the State of Political Science, Alfred Knopf, Nueva York 1953.
[120] Ludwig von Mises, Human Action, Yale University Press, New Haven 1949, p. 271.
[121] Robert A. Dahl y Charles E. Lindblom, Politics, Economics and Welfare, Harper and Brothers, Nueva York 1953, p. 241.
[122] James M. Buchanan y Gordon Tullock, The Calculus of Consent, University of Michigan Press, Ann Arbor 1962. Ciertos comentarios de esta conferencia y de la siguiente se basan en una edición mimeografiada de tirada limitada.
[123] Véase Bruno Leoni, «Political Decisions and Majority Rule», Il Politico, XXV/4, 1960, pp. 724-733.
[124] Anthony Downs, In Defense of Majority Voting, University of Chicago Press, Chicago 1960. En un ensayo mimeografiado este autor hizo una especie de crítica general de la ponencia de Gordon Tullock «Some Problems of Majority Voting». Esta ponencia constituyó una primera versión del capítulo 10 de The Calculus of Consent.
[125] The Writings of Thomas Jefferson, vol. 15, editados por Andrew A. Lipscomb, Te Thomas Jefferson Memorial Association of the United States, Washington 1904, p. 127.
[126] Véase Herbert Spencer, «The Great Political Superstition», The Man versus the State, Liberty Fund Inc., Indianápolis 1981, p. 129.
[127] A. Lawrence Lowell, Public Opinion and Popular Government, Longmans, Green & Co., Nueva York 1913.
[128] Frédéric Bastiat, Selected Essays on Political Economy, D. Van Nostrand Co., Nueva York 1964, p. 144.