La libertad y la ley

La libertad y la ley
Autor: 
Bruno Leoni

Bruno Leoni (1913-1967) fue profesor de Teoría del Derecho y Teoría del Estado en la Universidad de Pavía desde 1942 hasta su muerte. En la Universidad de Pavía fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas y director del Instituto de Ciencia Política de la misma universidad. También fue abogado practicante, editor fundador del diario Il Politico y presidente de la Sociedad Mont Pelerin.

En su obra La libertad y la ley, publicada en 1961, señala la importancia del derecho histórico (Ius civil romano y el derecho anglosajón) y critica la legislación moderna y la idea de que la ley es un simple resultado de las decisiones políticas. Otra importante contribución de Leoni a la filosofía del derecho es su teoría de la ley como derecho individual, que desarrolló en múltiples artículos y ensayos.

Edición utilizada:

Leoni, Bruno. La libertad y la ley. 3ª ed. Madrid: Unión Editorial, 2010.

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Capítulo VII: Libertad y voluntad común

Capítulo VII

Libertad y voluntad común

Para un observador superficial, mi sugerencia de volver a trazar los mapas de las áreas ocupadas respectivamente por las elecciones individuales y las decisiones de grupo puede parecer más un osado ataque al sistema actual, con su insistencia en los grupos de decisión y en las decisiones de grupo, que un argumento convincente en favor de otro sistema que se apoye en las decisiones individuales.

En política parece haber muchos asuntos para los que, al menos en principio, no puede existir un acuerdo unánime, y, por tanto, las decisiones de grupo, con su cortejo de procedimientos coercitivos, regla de la mayoría, etc., resultan inevitables. Esto puede ser cierto en los sistemas presentes, pero no ocurre lo mismo con esos sistemas, una vez que se ha hecho un estudio detenido de las cuestiones que han de ser decididas por grupos según procedimientos coercitivos.

Los grupos de decisión nos recuerdan demasiado a menudo a grupos de ladrones, de los que el eminente especialista americano Lawrence Lowell observó en una ocasión que no constituyen una «mayoría» cuando, después de haber esperado a un transeúnte en un lugar solitario, le quitan su dinero. Según Lowell, un puñado de personas no se puede calificar de «mayoría», en comparación con la persona a quien roban. Y esta última tampoco puede ser tildada de «minoría». Hay protecciones constitucionales y, por supuesto, una legislación criminal en los Estados Unidos, lo mismo que en los otros países, que tiende a prevenir la formación de este tipo de «mayorías». Por desgracia, muchas mayorías en nuestra época tienen a menudo mucho en común con esa «mayoría» peculiar descrita por Lawrence Lowell. Son mayorías legales, constituidas de acuerdo con el derecho escrito y con las constituciones, o, al menos, de acuerdo con algunas interpretaciones, bastante elásticas, de las constituciones de muchos países del momento actual. Por ejemplo, siempre que una mayoría de los supuestos «representantes del pueblo» se las arregla para conseguir una decisión de grupo, del tipo de los actuales decretos acerca de los propietarios y arrendatarios en Inglaterra, o estatutos similares en Italia o en otro lugar, destinados a forzar a los propietarios a mantener en sus casas, contra su voluntad y contra cualquier acuerdo previo, a una renta baja, a inquilinos que podrían pagar fácilmente, en la mayoría de los casos, una renta de acuerdo con los precios del mercado, yo no veo ninguna razón para distinguir esta mayoría de la descrita por Lawrence Lowell. Existe sólo una diferencia: esta última no está permitida por la ley escrita del país, mientras que la primera, en el momento presente, sí lo está.

De hecho, la característica que ambas «mayorías» tienen en común es la coacción ejercida por parte de ciertas personas, más numerosas, contra otras menos numerosas, para hacer que estas últimas se resignen a lo que nunca se resignarían si pudieran elegir libremente y llegar a acuerdos libres con ellas. No hay ninguna razón para suponer que los individuos que pertenecen a estas mayorías pensaran de una manera diferente de como lo hacen sus víctimas actuales, si pasaran a formar parte de las minorías que han conseguido coaccionar. Así, la sentencia de los Evangelios, que se remonta tan lejos al menos como la filosofía de Confucio, y que es probablemente una de las reglas más concisas de la filosofía de la libertad individual —«no hagas a los demás lo que no quieres que los demás te hagan a ti»— la modifican las mayorías del tipo Lowell como sigue: «Haz a los demás lo que no quieres que los demás te hagan a ti.» A este respecto, Schumpeter tenía razón cuando dijo que la «voluntad común» no es más que una ficción en las modernas comunidades políticas. No hay más remedio que darle la razón cuando se piensa en todos los casos de decisiones de grupo como los que acabo de mencionar. Las personas que pertenecen al lado ganador del grupo dicen que están decidiendo en favor del interés común y según la «voluntad común».

Pero siempre que están en juego decisiones que fuerzan a minorías a ceder su dinero, o a mantener en sus casas a otras personas a quienes no querrían alojar, faltará la unanimidad por parte de todos los miembros del grupo. Es verdad que muchas personas consideran precisamente esta falta de unanimidad como una buena razón para invocar los grupos de decisión y los procedimientos coercitivos. Sin embargo, ésta no es una objeción seria contra la reforma que propongo. Si consideramos que uno de los principales objetivos de esa reforma consistiría en restaurar la libertad individual, considerada como libertad de la coacción ejercida por otras personas, no podremos verdaderamente encontrar ninguna razón para conceder un lugar en nuestro sistema a aquellas decisiones que implican el ejercicio de una coacción sobre un grupo menos numeroso y en favor de otro más numeroso. Es imposible que exista una «voluntad común» en este tipo de decisiones, a no ser que se identifique simplemente la «voluntad común» con la voluntad de las mayorías, sin tener en cuenta para nada la libertad de las personas que pertenecen a las minorías.

Por otra parte, la «voluntad común» tiene una acepción mucho más convincente que la adoptada por los defensores de las decisiones de grupo. Es la voluntad que emerge de la colaboración de todas las personasinteresadas, sin que se recurra a las decisiones de grupo y a losgrupos de decisión. Esta voluntad común crea y mantiene las palabras del lenguaje ordinario y los acuerdos y compromisos entre varias partes, sin necesidad de coacción en las relaciones entre los individuos; exalta a los artistas populares, a los escritores, a los actores y a los luchadores; y crea y mantiene vivas las modas, las reglas de cortesía, los nuevos modales, etc. Esta voluntad es «común» en el sentido de quetodos aquellos individuos que participan en su manifestación y ejercicioen una comunidad están libres para hacerlo, mientras todos aquellosque, en un momento dado, no estén de acuerdo son igualmentelibres para comportarse así a su vez sin que nadie les fuerce a aceptarotra decisión. Bajo este sistema, todos los miembros de la comunidad parecen estar de acuerdo, en principio, en que los sentimientos, las acciones, las formas de conducta, etc., de los individuos que pertenecen a la comunidad son perfectamente admisibles y permisibles sin que nadie se moleste, sin tener en cuenta para nada el número de individuos que prefieren comportarse o actuar de esa manera.

Cierto que esto es más bien un modelo teórico de la «voluntad común » y no una situación históricamente vivida en todos sus detalles. Pero la historia nos ofrece un número de ejemplos de sociedades en las que puede decirse que la «voluntad común» ha existido precisamente en el sentido descrito. Incluso hoy, y aun en aquellos países en los que los métodos coercitivos se aplican ampliamente, existen muchas situaciones en las que una verdadera voluntad común surge, y nadie negaría seriamente su existencia, ni nadie querría que las cosas fueran de otro modo.

Veamos ahora si podemos imaginar una «voluntad común» que se refleje no sólo en un lenguaje común o en una ley común, en costumbres, gustos, etc., comunes, sino también en las decisiones de grupo, con todo su cortejo de procedimientos coercitivos.

Hablando estrictamente, deberíamos concluir que ninguna decisión de grupo, si no es unánime, constituye la expresión de la voluntad común a todas las personas que participan en esa decisión en un momento dado. Pero las decisiones se toman en algunos casos contra minorías, como, por ejemplo, cuando un veredicto es emitido por un jurado contra un ladrón o un asesino, que no dudaría a su vez en adoptar o favorecer esa misma decisión si él hubiera sido la víctima de otras personas. Se ha observado repetidamente, desde los tiempos de Platón, que los piratas y ladrones se ven obligados a admitir una ley común a todos ellos para evitar que su banda se disuelva o se destruya. Teniendo en cuenta estos hechos, podemos decir que existen decisiones que, aunque no reflejen en todo momento la voluntad de todos los miembros del grupo, se pueden considerar «comunes» al grupo, en cuanto que cada uno de sus miembros las admitiría en circunstancias similares. Pienso que éste es el núcleo de verdad que contienen ciertas consideraciones paradójicas de Rousseau, que parecen bastante tontas a sus adversarios o a los lectores superficiales. Cuando dice que un criminal desea su propia condena, ya que previamente llegó al acuerdo con las otras personas de castigar a todos los criminales y también a él mismo, si llegara el caso, el filósofo francés hace una afirmación que, tomada literalmente, no tiene sentido. Pero no es absurdo presumir que cualquier criminal admitiría, e incluso exigiría, la condena de otros criminales en las mismas circunstancias. En este sentido hay una «voluntad común» de todos los miembros de una comunidad para impedir y, si llegara el caso, castigar, ciertos tipos de conducta que en esa sociedad se definen como crímenes. Esto se aplica, más o menos, a todos los demás tipos de conducta denominados agravios en los países de habla inglesa, esto es, formas de comportamiento que, según una convicción compartida comúnmente, no se permiten en la comunidad.

Existe una obvia diferencia entre el objeto de las decisiones de grupo que se relacionan con el rechazo de formas de conducta tales como crímenes o agravios, y las decisiones relacionadas con otras formas de conducta, tales como las impuestas a los propietarios en las disposiciones antes mencionadas. En el primer caso, la sentencia se pronuncia por el grupo contra un individuo o una minoría de miembros individuales del grupo que han cometido un robo, dentro del mismo grupo. En el segundo caso, se toman decisiones que consisten simplemente en cometer cierto robo contra otras personas, a saber, contra unas personas que pertenecen a una minoría del grupo. En el primer ejemplo, todos, incluso cada uno de los miembros de la minoría condenada por robo, aprobarían la condena en cualquier caso que no fuera el suyo, mientras que en el último caso ocurre justamente lo contrario: la decisión (por ejemplo, robar a una minoría de un grupo) no sería aprobada por los mismos miembros de la mayoría vencedora en ningún caso en que ellos mismos fueran víctimas de ella. Pero, en uno y otro caso, todos los miembros de los grupos afectados sienten, como hemos visto, que ciertos tipos de conducta son condenables. Esto es lo que nos permite decir que realmente existen decisiones de grupo que pueden corresponder a una «voluntad común», siempre que podamos presuponer que el objeto de esas decisiones sería aprobado en circunstancias similares por todos los miembros del grupo, incluso los miembros minoritarios que en ese momento son víctimas. Por otro lado, no podemos considerar que correspondan a la «voluntad común» de un grupo decisiones tales que no resultarían aprobadas en las mismas circunstancias por ningún miembro de grupo, incluso los miembros de la mayoría que en este momento se benefician.

Las decisiones de grupo en este último tipo deberían ser totalmente eliminadas del mapa que señala el área de las decisiones de grupo aconsejables o necesarias en la sociedad contemporánea. Todas las decisiones de grupo del primer tipo deberían ser conservadas en el mapa, una vez precisado rigurosamente su objetivo. Por supuesto, no pienso que eliminar tales decisiones de grupo resultaría una tarea fácil para nadie en el momento actual. La eliminación de todas las decisiones de grupo tomadas por mayorías del tipo Lowell significaría terminar de una vez por todas esa especie de estado de guerra legal que enfrenta a un grupo contra otro en la sociedad contemporánea, a causa del perpetuo intento de sus miembros respectivos para coartar, en su propio beneficio, a los otros miembros de la comunidad, y obligarles a aceptar acciones y tratamientos que les perjudican. Desde este punto de vista, se podría aplicar a una considerable parte de la legislación contemporánea la definición que el teórico alemán Clausewitz aplicó a la guerra, a saber, que constituye un medio de obtener aquellos fines que ya no se pueden conseguir mediante las negociaciones habituales. Es este concepto dominante de la ley como instrumento para propósitos partidistas el que sugirió, hace un siglo, a Bastiat su famosa definición del Estado: L’État, la grande fictionà travers laquelle tout le monde s’efforce de vivre au dépens de tout lemonde. («El estado es la gran ficción mediante la cual todos se esfuerzan por vivir a costa de los demás.») Hemos de admitir que esta definición también puede aplicarse a la situación actual.

Un concepto agresivo de la legislación para hacerla servir a intereses particularistas ha subvertido el ideal de la sociedad política como entidad homogénea o, incluso, como sociedad simplemente. Las minorías, forzadas a aceptar los resultados de una legislación con la que nunca estarían de acuerdo en otras condiciones, se sienten injustamente tratadas y aceptan su situación sólo para evitar cosas peores, o la consideran como una excusa para obtener en su favor otras leyes que, a su vez, perjudicarán a otras personas. Quizá este cuadro no se aplique a los Estados Unidos en grado tan completo como a diversos países europeos, en los que los ideales socialistas han servido para tapar muchos intereses partidistas de mayorías transitorias o permanentes. Sin embargo, no es preciso recordar sino leyes tales como el decreto Norris-La Guardia para convencer a mis lectores de que lo que digo se aplica también a este país. Aquí, no obstante, los privilegios legales a favor de grupos particulares no los pagan otros grupos particulares, como en el caso de los países europeos, sino todos los ciudadanos en su condición de contribuyentes.

Afortunadamente para todos aquellos que confían en que la reforma que he sugerido tendrá lugar más pronto o más tarde las decisiones de grupo en nuestra sociedad no son todas del tipo vejatorio que acabo de considerar, lo mismo que no todas las mayorías pertenecen a la variedad de Lowell.

Las decisiones de grupo que aparecen en los mapas políticos actuales se refieren también a objetos que estarían más adecuadamente situados en las zonas de las decisiones individuales. Estos objetos, por ejemplo, los cubre la legislación contemporánea siempre que se limita a resumir lo que se considera habitualmente como un derecho o un deber por parte de las personas de un país. Sospecho que muchos de los que invocan las leyes escritas contra los poderes arbitrarios de los individuos, trátese de tiranos o de funcionarios estatales, o incluso de mayorías transitorias como las que prevalecieron en Atenas en la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, piensan más o menos conscientemente en las leyes como en algo que se limita a resumir las normas no escritas ya adoptadas por todo el pueblo en una sociedad dada. De hecho, muchas regulaciones escritas podrían, y aún pueden, considerarse simplemente como resúmenes de normas no escritas, al menos en lo que se refiere a su contenido, si no a la intención de los legisladores involucrados. Un caso clásico es el corpus juris de Justiniano. Esto es verdad, pese al hecho de que, según la intención explícita de este emperador, que (no debemos olvidarlo) pertenecía a un país y a un pueblo inclinado a identificar la ley del país con su derecho escrito, todo el corpus juris, globalmente, había de ser adoptado por sus súbditos como un estatuto promulgado por el mismo emperador.

Pero la estrecha conexión existente entre el ideal del corpus juris como una ley escrita y el derecho consuetudinario no escrito en él incorporado se patentizó de manera sorprendente por el contenido del corpus. De hecho, la parte central y más duradera de él, la denominada Pandectae o Digesta, consistía totalmente en declaraciones de los antiguos jurisconsultos romanos, relacionadas con el derecho no escrito. Justiniano reunía y seleccionaba sus obras (y puede así ser considerado, por cierto, como el editor del más famoso Reader’s Digest de todos los tiempos) para presentarlas a sus súbditos como una formulación particular de sus órdenes personales. Es verdad que, según los estudiosos modernos, la recopilación, la selección y el compendio de Justiniano debieron ser bastante marrulleros, al menos en muchos casos en los que surgen dudas bastante razonables sobre la autenticidad de los textos incluidos en el corpus y supuestamente pertenecientes a los antiguos jurisconsultos romanos, tales como Paulo o Ulpiano. Pero ningún especialista duda de la autenticidad de la selección como un todo. Incluso esas dudas sobre la autenticidad de la selección de casos particulares se han abandonado, hasta cierto punto, en los tiempos más recientes.

A su vez, la selección de Justiniano fue objeto de un proceso similar por parte de los jurisconsultos continentales en la Edad Media y en los tiempos modernos, antes de nuestra época de códigos y de constituciones escritas. Para los jurisconsultos continentales de aquellos días no se trataba ya de «seleccionar» al estilo de Justiniano, sino de «interpretar », esto es, de extender el significado de los textos de Justiniano, siempre que fuera necesario dar expresión a nuevas exigencias, sin dejar perder por ello su validez global esencial, hasta los tiempos más recientes, como ley del país para la mayoría de las naciones continentales de Europa. Así, mientras que el viejo emperador transformó el derecho consuetudinario descubierto por los jurisconsultos romanos en un derecho escrito, promulgado formalmente por él, los jurisconsultos medievales y modernos del continente, antes de la promulgación de los códigos actuales, transformaron a su vez el derecho formalmente estatuido por Justiniano en una nueva ley determinada por los juristas, un Juristenrecht, como solían denominarla habitualmente los alemanes, que constituía, más o menos, una edición revisada del corpus de Justiniano y, por tanto, de la antigua ley romana.

Para su gran sorpresa, un colega mío italiano descubrió hace algunos años que el corpus de Justiniano era aún literalmente válido en algunos países del mundo —por ejemplo, en Africa del Sur—. Uno de sus clientes, una señora residente en Italia que poseía algunas propiedades en Sudáfrica, le había encargado de las transacciones correspondientes, cosa que él aceptó realizar. Más tarde, su corresponsal en Sudáfrica le pidió que enviase una declaración firmada por esa señora, por la que ella renunciaba a servirse en el futuro del privilegio concedido a las mujeres por el senatus consultum velleianum, esto es, una disposición promulgada por el Senado romano 19 siglos antes, por la que se autorizaba a las mujeres a retractarse de su palabra y, en general, a rehusar el mantener ciertos convenios realizados con otras personas. Aquellos sabios senadores romanos eran conscientes de que las mujeres están inclinadas a cambiar de opinión y que, por tanto, hubiera sido injusto requerir de ellas la misma consecuencia que, habitualmente, exigía de los hombres la ley del país. Me inclino a suponer que el resultado de la disposición del Senado fue algo distinto del esperado por los senadores. Después de promulgado el senatus consultum, la gente tendría muy pocas ganas de hacer convenios con las mujeres. Un remedio para este inconveniente se encontró, finalmente, al admitir que las mujeres pudieran renunciar al privilegio del senatus consultum antes de formalizar ciertos contratos, tales como la venta de tierras. Mi colega envió a Sudáfrica la renuncia del derecho de su cliente a invocar el senatus consultum velleianum, firmada por la señora, y la venta se realizó en el momento oportuno.

Cuando me contaron esta anécdota, reflexioné divertido que hay personas que piensan que lo único que necesitamos para ser felices son nuevas leyes. Por el contrario, se amontonan las evidencias históricas que apoyan la conclusión de que, incluso la legislación, en muchos casos, después de siglos y generaciones, ha reflejado mucho más un proceso espontáneo de formación de la ley que la voluntad arbitraria de una decisión mayoritaria realizada por un grupo de legisladores.

La palabra alemana Rechtsfindung, esto es, la operación de hallar la ley, parece expresar muy bien la idea central del Juristenrecht y de la actividad de los juristas de la Europa continental en conjunto. La ley no se concebía como algo promulgado, sino como algo existente que era necesario hallar, descubrir. Esta operación no tenía que llevarse a cabo directamente, averiguando los significados de los convenios y de los sentimientos humanos relacionados con los derechos y los deberes, sino, ante todo (al menos en apariencia), determinando el significado de un texto escrito hacía 2000 años, tal como la recopilación de Justiniano.

Esta idea resulta interesante desde nuestro punto de vista, ya que nos ofrece una evidencia del hecho de que el derecho escrito, en sí mismo, no es siempre necesariamente una legislación, esto es, una ley promulgada. El corpus juris de Justiniano, en la Europa continental, no constituía ya una legislación, al menos en el sentido técnico de la palabra, o sea, una ley promulgada por la autoridad legislativa de los países europeos. (Esto, por cierto, complacería probablemente a quienes se aferran a un ideal de la certeza de la ley en el sentido de fórmulasprecisas, sin sacrificar el ideal de la certeza de la ley entendida como la posibilidad de hacer planes a largo plazo.)

Los códigos de la Europa continental ofrecen otros ejemplos de un fenómeno del que pocos son hoy conscientes, a saber, la estricta conexión entre el ideal de una ley promulgada formalmente y el ideal de una ley cuyo contenido sea verdaderamente independiente de la legislación. Estos códigos se pueden considerar, a su vez, principalmente, como resúmenes del corpus juris de Justiniano, y de las interpretaciones que la recopilación de Justiniano había sufrido por parte de los jurisconsultos europeos durante varios siglos, en la Edad Media y en los tiempos modernos, antes de la promulgación de dichos códigos.

Podríamos comparar los códigos de la Europa continental, hasta cierto punto, con las sentencias oficiales que las autoridades, por ejemplo en los municipia italianos de los tiempos romanos, solían emitir certificando la pureza y el peso de los metales empleados por personas privadas para hacer moneda, mientras que la legislación actual se podría comparar, en general, a la interferencia que todos los gobiernos contemporáneos hacen en la fijación del valor de los bonos legales no convertibles que emiten. (Por cierto que los bonos legales constituyen, en sí, un ejemplo notable de legislación en el sentido contemporáneo, esto es, de una decisión de grupo cuyo resultado es que ciertos miembros del grupo son sacrificados en beneficio de otros, cosa que no podría ocurrir si los primeros pudieran elegir libremente qué moneda aceptar y cuál rechazar.)

Los códigos de la Europa continental, como el código de Napoleón, o el código austriaco de 1811, o el código alemán de 1900, fueron el resultado de las severas críticas a que fue sometida la recopilación de Justiniano, ya transformada en el Juristenrecht. Uno de los motivos principales para la codificación propuesta fue el deseo de certeza de la ley, en el sentido de precisión verbal. Las Pandectae parecían representar un sistema de normas más bien vago, muchas de las cuales podrían ser consideradas como ejemplos particulares de una regla más general que los jurisconsultos romanos no se habían tomado la molestia de formular. Desde luego, éstos habían rehuido deliberadamente, en la mayor parte de los casos, esas formulaciones, para evitar quedar prisioneros de sus propias normas siempre que hubieran de habérselas con casos hasta entonces sin precedentes. Verdaderamente, había una contradicción en la recopilación de Justiniano. El emperador había querido transformar en un sistema cerrado y planificado lo que los legistas romanos habían considerado siempre como un sistema abierto y espontáneo, pero lo había intentado recurriendo a la misma obra de aquellos legistas. Así, el sistema de Justiniano resultó ser demasiado abierto para un sistema cerrado, mientras que, a su vez, el Juristenrecht, funcionando en su característica manera fragmentaria, había incrementado, en vez de reducirla, la contradicción inicial del sistema de Justiniano.

La codificación representaba un paso considerable en la dirección de la idea de Justiniano de que la ley es un sistema cerrado, que ha de ser planificado por expertos bajo la dirección de las autoridades políticas, pero implicaba también que la planificación debía relacionarse más con la forma que con el contenido de la ley.

Así, un eminente estudioso alemán, Eugen Ehrlich, escribió que «la reforma de la ley en el código alemán de 1900 y en los códigos continentales anteriores era más aparente que real».[85] El Juristenrecht pasó casi intacto a los nuevos códigos, si bien en una forma bastante abreviada, cuya interpretación aún implicaba un conocimiento sustancial de la precedente literatura judicial del continente.

Por desgracia, después de cierto tiempo, el ideal recientemente adoptado de dar forma legislativa a un contenido no legislativo se mostró contradictorio. El derecho no legislativo cambia siempre, si bien lentamente y de una manera bastante oculta. No puede transformarse en un sistema cerrado, como tampoco podría hacerlo el lenguaje ordinario, aunque ese intento lo han hecho varios especialistas en diversos países, por ejemplo, los fundadores del esperanto y de otros lenguajes artificiales. El remedio adoptado de cara a este inconveniente resultó bastante ineficaz. Había que promulgar nuevas leyes escritas para modificar los códigos y, gradualmente, el sistema cerrado original de los códigos quedó rodeado y sobrecargado por un enorme cúmulo de otras normas escritas, cuyo amontonamiento constituye una de las características más sobresalientes de los sistemas legales europeos actuales. Sin embargo, los códigos se consideran todavía en los países europeos como el núcleo de la ley, y en cuanto su contenido original se ha preservado, podemos reconocer en ellos la conexión entre el ideal de una ley promulgada formalmente y un contenido que se puede rastrear aún hasta el derecho no escrito que, en su día, inspiró la compilación de Justiniano.

Si consideramos, por otra parte, lo que ha ocurrido en tiempos bastante recientes en los países de habla inglesa, podremos encontrar fácilmente ejemplos del mismo proceso. Diversos decretos del parlamento constituyen más o menos resúmenes de las rationes decidendi elaboradas por los tribunales de judicatura, durante un largo proceso que se extendió a través de la historia completa del derecho consuetudinario.

Quienes conocen la historia del derecho consuetudinario inglés admitirán esto cuando se les recuerde, por ejemplo, que la Infant Relief Act de 1874 no hizo otra cosa sino reforzar la norma del derecho consuetudinario de que los contratos de los niños son anulables cuando el niño lo desee. Para citar otro ejemplo, el decreto de venta de bienes de 1893 transformó en estatutaria la norma del derecho consuetudinario de que, cuando se venden bienes en subasta, si no existe una intención contraria expresa, la puja más alta constituye la oferta y la caída del martillo constituye la aceptación. A su vez, otros decretos, tales como el estatuto de fraudes de 1677, o el decreto ley de la propiedad de 1925, hicieron estatutarias otras normas del derecho consuetudinario (por ejemplo, la regla de que, en ciertos contratos, no se podía exigir su cumplimiento a no ser que esto estuviera establecido por escrito), y la Companies Act de 1948, que obliga a los promotores de empresas a exponer ciertas cuestiones específicas en sus folletos de publicidad, constituyó simplemente una aplicación a un caso particular de algunas reglas ya bien asentadas por los tribunales, relacionadas con la errónea interpretación de los contratos. Sería fácil citar muchos otros ejemplos.

Finalmente, como ya señaló Dicey, muchas constituciones y declaraciones de derechos modernas se pueden considerar, a su vez, no como creaciones de nihilo de modernos Solones, sino como resúmenes, más o menos esmerados, de una serie de rationes decidendi que los tribunales de judicatura ingleses habían ya descubierto y aplicado, paso a paso, en las decisiones relacionadas con los derechos de personas determinadas.

El hecho de que tanto los códigos escritos como las constituciones, aunque se presenten en el siglo XIX como leyes promulgadas, en realidad reflejen en su contenido un proceso legislativo basado esencialmente en la conducta espontánea de individuos privados a través de siglos y generaciones podría y aún puede inducir a los pensadores liberales a considerar la ley escrita (concebida como una serie de normas generales formuladas con precisión) como un medio indispensable para la preservación de la libertad individual en nuestro tiempo.

De hecho, las reglas incorporadas a los códigos escritos y a las constituciones escritas podrían parecer la mejor expresión de los principios liberales, en cuanto reflejan un largo proceso histórico cuyo resultado no fue, esencialmente, una ley hecha por legisladores, sino una ley hecha por jueces y juristas. Esto es lo mismo que describirla como una ley «hecha por todos», del tipo que el viejo Catón el Censor exaltó como la causa fundamental de la grandeza del sistema romano.

El hecho de que las normas promulgadas, aunque estén formuladas de una manera general, con precisión, sean teóricamente imparciales y, en cierto sentido, también «ciertas», y puedan albergar también un contenido totalmente incompatible con la libertad individual, no fue tenido en cuenta por los promotores continentales de los códigos escritos y, especialmente, de las constituciones escritas. Estaban convencidos de que el Rechtsstaat o el état de droit correspondían perfectamente a la rule of law inglesa y que además eran preferibles a ésta por su formulación más clara, más amplia y más cierta. Al corromperse el Rechtsstaat, esta convicción pronto se reveló como una ilusión.

En nuestro tiempo, partidos subversivos de todo tipo han encontrado fácil, mientras intentaban cambiar enteramente el contenido de los códigos y de las constituciones, pretender que respetaban aún la idea clasista del Rechtsstaat, con su preocupación por la «generalidad», «igualdad» y «certeza» de las normas escritas aprobadas por los diputados «representantes» del «pueblo» según la regla de la mayoría. La idea típica del siglo XIX de que el Juristenrecht continental había sido restablecido con éxito, e incluso más claramente formulado por escrito en los códigos (y que, además, los principios que subyacen a la constitución, hecha por los jueces, del pueblo inglés habían sido transferidos con éxito a las constituciones escritas promulgadas por los cuerpos legislativos) preparaba el camino para un nuevo y debilitado concepto del Rechtsstaat, un estado legal en el que todas las normas habían de ser promulgadas por la legislatura. El hecho de que, en los códigos y constituciones originales del siglo XIX, el cuerpo legislativo se limitó fundamentalmente a resumir una ley que no había sido promulgada, se fue olvidando o considerando poco importante, comparado con el hecho de que tanto los códigos como las constituciones habían sido estatuidos por cuerpos legislativos cuyos miembros eran «representantes» del pueblo.

A este hecho se añadió otro, también señalado por el profesor Ehrlich. El Juristenrecht introducido en los códigos había sido abreviado, pero de una forma que los juristas contemporáneos pudieran comprender fácilmente con referencia a una base judicial que les era ya perfectamente familiar antes de la promulgación de los códigos.[86] Sin embargo, los juristas de la segunda generación ya no podían hacer esto. Se acostumbraron a referir cada vez más y más cosas al código mismo, en vez de a su base histórica. La aridez y la pobreza fueron, según Ehrlich, los caracteres típicos de los comentarios de la segunda y posteriores generaciones de los juristas continentales —evidenciando el hecho de que la actividad de los mismos no puede conservarse a un alto nivel si sólo se basa en un derecho escrito, sin el fundamento de una larga tradición.

La consecuencia más importante de la nueva tendencia fue que la gente del continente, y hasta cierto punto también la de los países de habla inglesa, se acostumbraron más y más a concebir la ley en su conjunto como derecho escrito, esto es, como una serie de promulgaciones de los cuerpos legislativos realizadas de acuerdo con la regla de la mayoría.

Así, se empezó a pensar en la ley, globalmente, como el resultado de decisiones de grupo, en vez de elecciones individuales, y algunos teóricos —por ejemplo, el profesor Hans Kelsen— llegaron hasta negar que fuera posible hablar de un comportamiento jurídico o político de los individuos sin hacer referencia a un conjunto de normas coercitivas que pudieran dar pie a calificar la conducta de «legal» o no.

Otra consecuencia de este concepto revolucionario de la ley en nuestro tiempo fue que el proceso legislativo ya no se consideró como fundamentalmente conectado con una actividad teórica de expertos, como los jueces o los abogados, sino más bien con la simple voluntad de las mayorías ganadoras en los cuerpos legislativos. El principio de «representación» parecía asegurar, a su vez, una supuesta conexión entre esas mayorías vencedoras y cada uno de los individuos, concebido como miembro del electorado. Así, la participación de los individuos en elproceso legislativo ha dejado de ser efectiva, y se ha convertido más y más en una especie de ceremonia vacía, que tiene lugar periódicamente en la elección general de un país.

El proceso legislativo espontáneo, antes de la promulgación de los códigos y constituciones del siglo XIX, no era en modo alguno único, si se considera en relación con otros procesos espontáneos, tales como el del lenguaje ordinario, o las transacciones económicas habituales, o las variaciones de la moda. Un rasgo característico de todos estos procesos es que se llevan a cabo por la colaboración voluntaria de un enorme número de individuos, cada uno de los cuales participa en el mismo proceso, de acuerdo con su disposición y con su capacidad para mantener, o incluso modificar, las condiciones presentes de los negocios económicos, del lenguaje, de la moda, etc. En este proceso no existen decisiones de grupo que constriñan a nadie a adoptar una nueva palabra en vez de otra, o a vestir un nuevo tipo de traje en lugar de otro ya pasado de moda, o a preferir una película en lugar de una obra de teatro. Es cierto que la era presente nos ofrece el espectáculo de grandes grupos de presión cuya propaganda tiende a inducir a la gente a realizar transacciones económicas de un nuevo tipo, a adoptar modas nuevas, o incluso palabras y lenguajes nuevos, tales como el esperanto o el volapuk. No podemos negar que estos grupos pueden ejercer un papel importante en el cambio de las decisiones de un individuo en particular, pero esto nunca se consigue mediante coacción. Confundir la presión o la propaganda con la coacción sería un error parecido al que observamos al analizar otro tipo de confusiones relacionadas con la acepción de «coacción». Ciertas formas de presión se pueden asociar a la coacción, e incluso identificarse con ella. Pero éstas están siempre relacionadas con la coacción en el sentido propio de la palabra, como ocurre, por ejemplo, cuando a los habitantes de un país se les prohíbe importar periódicos y revistas extranjeros, o escuchar emisoras de radio de otros países, o simplemente viajar fuera de dicho país. En tales casos, la propaganda y la presión dentro de un país son muy parecidas a una coacción, en el sentido propio de la palabra.

La gente no puede escuchar la propaganda que preferiría oír, no puede seleccionar la información, y a veces no puede evitar escuchar los programas de radio o leer los periódicos editados bajo la dirección de sus gobernantes, dentro del país.

Una situación similar surge en el campo económico cuando se organizan monopolios en un país con la ayuda de una legislación (esto es, de decisiones de grupo y de coacciones), cuyo propósito, por ejemplo, es impedir o limitar la importación de bienes producidos por competidores potenciales en países extranjeros. En este caso, los individuos también se ven coaccionados en cierto sentido, pero la causa de su coacción no se retrotrae a ninguna acción o comportamiento por parte de individuos aislados en el proceso habitual de colaboración espontánea que antes he descrito.

Casos especiales, como los de los artificios de publicidad subliminar o invisible, mediante rayos infrarrojos que actúan sobre nuestros ojos y, por tanto, sobre nuestros cerebros, o la propaganda obsesiva, que resulta imposible no ver o no escuchar, se pueden considerar como contrarios a las reglas comúnmente aceptadas en todo país civilizado para proteger a las personas contra la coacción de los demás. Estos casos se pueden considerar muy bien, por tanto, como ejemplos de coacción que deben evitarse, aplicando normas, que ya existen, en favor de la libertad individual.

Ahora bien, en último término, la legislación resulta ser un artificio mucho menos obvio y mucho menos habitual de lo que parecería ser, si no atendiéramos a lo que está ocurriendo en otros campos importantes de la acción y el comportamiento humanos. Yo llegaría incluso a afirmar que la legislación, especialmente si se aplica a las innumerables elecciones que las personas individuales hacen en su vida diaria, parece ser algo absolutamente excepcional, incluso contrario a todo lo que ocurre en la sociedad humana. El más extraordinario contraste entre la legislación y otros procesos de la actividad humana se hace aparente cada vez que comparamos la primera con los procedimientos de la ciencia. Yo diría, incluso, que ésta es una de las grandes paradojas de la civilización contemporánea: ésta ha desarrollado métodos científicos hasta un grado asombroso, y al mismo tiempo ha ampliado, sumado y favorecido procedimientos antitéticos tales como los grupos de decisión y la regla de la mayoría.

Ningún resultado científico real se ha conseguido nunca mediante decisiones de grupo o la regla de la mayoría. Toda la historia de la ciencia moderna occidental pone en evidencia el hecho de que, ni las mayorías, ni los tiranos, ni la coacción, pueden a largo plazo prevalecer frente al individuo, siempre y cuando éste pueda probar de una manera definitiva que sus propias teorías científicas funcionan mejor que otras, y que su propio punto de vista sobre las cosas resuelve problemas y dificultades mejor que otros, sea cual sea el número, la autoridad o el poder de estos últimos. De hecho, la historia de la ciencia moderna, considerada desde este punto de vista, constituye la evidencia más convincente del fallo de los grupos de decisión y de las decisiones de grupo basadas en cualquier procedimiento coercitivo y, más generalmente, del fracaso de cualquier coacción ejercida sobre los individuos como un supuesto medio de promover el progreso científico y de llegar a resultados científicos. El proceso de Galileo, al comenzar nuestra era científica, es en este sentido un símbolo de toda su historia, ya que desde entonces han tenido lugar muchos procesos, en países muy diferentes, hasta el mismo día de hoy, en los que se ha intentado constreñir a los científicos para que abandonasen algunas de sus tesis. Pero ninguna tesis científica se ha establecido o se ha refutado nunca en último término como resultado de una coacción ejercida sobre científicos concretos por tiranos fanáticos o por mayorías ignorantes.

Por el contrario, la investigación científica es el ejemplo más evidente de un proceso espontáneo que implica la libre colaboración de innumerables individuos, cada uno de los cuales participa en él de acuerdo con sus deseos y capacidades. El resultado total de esta colaboración nunca ha podido ser anticipado o planeado por los individuos particulares o los grupos. Nadie podría decir nada acerca de cuál será el resultado de esta colaboración, a no ser que pudiera estar al tanto de ella, con todo detalle, año por año, mes por mes, e incluso día a día, durante toda la historia de la ciencia.

¿Qué habría ocurrido en los países occidentales si el progreso científico hubiera estado limitado a decisiones de grupo y a la regla de la mayoría, basándose en principios como el de la «representación» de los científicos, concebidos como miembros de un grupo electoral, por no hablar de una «representación» del pueblo en su conjunto? Platón describió una situación similar en su diálogo Polítikos, en el que comparaba la llamada ciencia del gobierno y las ciencias en general con las reglas escritas promulgadas por la mayoría en las antiguas democracias griegas. Uno de los personajes del diálogo propone que las reglas de la medicina, de la navegación, de las matemáticas, de la agricultura, y de todas las ciencias y técnicas conocidas en aquel tiempo se fijen mediante normas escritas (syngrammata) promulgadas por cuerpos legisladores. Está claro, como concluyen los demás personajes del diálogo, que en tal caso todas las ciencias y técnicas desaparecerán, sin esperanza de que vuelvan a revivir, barridas por una ley que impediría toda investigación, y la vida, añaden tristemente, que ya hoy es bastante dura, se haría totalmente imposible.

Sin embargo, la conclusión final de este diálogo platónico es bastante distinta. Aunque no podemos aceptar un estado de cosas como éste en el terreno científico, debemos, decía Platón, aceptarlo en el terreno legal y de nuestras instituciones. Nadie sería tan inteligente y tan honesto como para gobernar a sus conciudadanos sin tener en cuenta leyes fijas, pues con ello provocaría muchos más inconvenientes que los derivados de un sistema de legislación rígida.

Esta inesperada conclusión es bastante similar a la de los autores de los códigos y constituciones escritas en el siglo XIX. Tanto Platón como estos teóricos comparaban las leyes escritas con las acciones arbitrarias de un gobernante, y mantenían que las primeras eran preferibles a éstas, ya que ningún gobernante individual podría comportarse con la suficiente sabiduría como para asegurar el bien común de su país.

No tengo nada que objetar a esta conclusión, siempre que aceptemos su premisa, a saber, que las órdenes arbitrarias de un tirano sean la única alternativa de las leyes escritas.

Pero la historia nos provee de abundante evidencia para defender la conclusión de que esta alternativa, no sólo no es la única, sino que ni siquiera es la más importante que se ofrece al pueblo amante de la libertad individual. Estaría mucho más de acuerdo con la evidencia histórica señalar otra alternativa —por ejemplo, entre normas arbitrarias impuestas por individuos particulares o grupos, por un lado, y una participación espontánea en el proceso legislativo por parte de todos y cada uno de los habitantes de un país, por el otro.

Vista así la alternativa, no hay duda alguna de que la elección recaería en favor de la libertad individual, concebida como aquella condición en que cada persona hace su propia elección, sin ser constreñida por nadie a hacer de mala gana lo que se le imponga.

A nadie le gustan las órdenes arbitrarias de los reyes, los funcionarios estatales, los dictadores, etc., pero la legislación no es la alternativa apropiada de la arbitrariedad, ya que la arbitrariedad puede ser, y en realidad es, ejercida en muchos casos con la ayuda de leyes escritas que la gente ha de soportar, ya que nadie participa en el proceso de hacerlas excepto un puñado de legisladores.

El profesor Hayek, que es uno de los defensores más eminentes de las normas escritas, generales y ciertas, en el momento actual, como medio de contrarrestar la arbitrariedad, es perfectamente consciente del hecho de que el gobierno de la ley «no es suficiente para conseguir el objetivo» de salvaguardar la libertad individual, y admite que no es «una condición suficiente para la libertad individual, ya que deja aún abierto un enorme campo para la posible acción del Estado».[87]

Esta es también la razón por la que los mercados libres y el comercio libre, como sistemas independientes en lo posible de la legislación, se deben considerar no sólo como el medio más eficiente de obtener elecciones libres de bienes y servicios por parte de los individuos afectados, sino también como un modelo para cualquier otro sistema cuyo propósito sea permitir las elecciones individuales libres, incluso las relacionadas con la ley y con las instituciones legales.

Por supuesto, los sistemas basados en la participación espontánea de todos y cada uno de los individuos interesados no constituyen una panacea. En el mercado, como en cualquier otro terreno, existen minorías, y su participación en el proceso no es siempre satisfactoria, al menos mientras sus miembros no sean suficientemente numerosos para inducir a los productores a hacer frente a sus demandas. Si quiero comprar un libro raro o un disco gramofónico poco frecuente en una pequeña ciudad, es posible que tenga que desistir después de una serie de intentos, ya que ningún vendedor local de libros o de discos, posiblemente, podrá satisfacer mi petición. Pero esto no es en absoluto un defecto que los sistemas coercitivos pudieran evitar, a menos que tengamos in mente esos sistemas, bastante utópicos, ideados por los reformadores socialistas y por los soñadores, según el lema: todo para todos de acuerdo con sus necesidades.

El país de Utopía no ha sido aún descubierto. Por tanto, sería inútil criticar un sistema comparándole con sistemas inexistentes que, quizás, eludirían los defectos del primero.

Resumiendo lo que he dicho en este capítulo: la libertad individual no puede ser compatible con la «voluntad común», cuando esta última es sólo un simulacro que oculta el ejercicio de una coacción por parte de mayorías de la variedad Lawrence Lowell sobre minorías que, a su vez, nunca aceptarían la situación resultante si fueran libres para rechazarla.

Pero la libertad individual es compatible con la voluntad común siempre que su objeto sea también compatible con el principio formulado por la regla: «No hagas a los demás lo que no quieres que los demás te hagan a ti.» En este caso, las decisiones de grupo son compatibles con la libertad individual, en cuanto castigan y ofrecen compensación para ciertos tipos de conducta que todos los miembros del grupo desaprobarían, incluso las personas responsables de esa conducta, si ellas mismas fueran víctimas.

Además, la libertad individual puede ser compatible con los grupos de decisión y las decisiones de grupo, en tanto y en cuanto estas últimas reflejan los resultados de una participación espontánea de todos los miembros del grupo en la formación de una voluntad común, por ejemplo, en un proceso de formación de la ley independiente de la legislación. Pero la compatibilidad entre la libertad individual y la legislación es precaria, por la contradicción potencial entre el ideal de la formación espontánea de una voluntad común y el de una manifestación de esta última obtenida mediante un procedimiento coercitivo, como ocurre habitualmente en la legislación.

Finalmente, la libertad individual es perfectamente compatible con todos aquellos procesos cuyo resultado es la formación de una voluntad común sin recurso a decisiones de grupo o grupos de decisión. El lenguaje ordinario, las transacciones económicas diarias, las costumbres, las modas, los procesos espontáneos de creación de leyes y, sobre todo, la investigación científica son los ejemplos más comunes y más convincentes de esta compatibilidad —de hecho, de esta íntima conexión— entre la libertad individual y la formación espontánea de una voluntad común.

En contraste con este modo espontáneo de determinar la voluntad común, la legislación aparece como un artificio menos eficiente para llegar a esta determinación, como se hace patente cuando se presta atención a todos esos asombrosos terrenos en los que la voluntad común se ha determinado espontáneamente en los países occidentales, en el pasado y en el presente

La historia pone de manifiesto el hecho de que la legislación no constituye una alternativa apropiada a la arbitrariedad, sino que, a menudo, se suma a las filas de los penosos tiranos y de las arrogantes mayorías, contra cualquier clase de proceso espontáneo de formación de una voluntad común en el sentido que antes he descrito.

Desde el punto de vista de los defensores de la libertad individual, no se trata de mostrarse recelosos sólo de los funcionarios y los gobernantes, sino también de los legisladores. En este sentido, no podemos aceptar la famosa definición que Montesquieu dio de la libertad como «el derecho a hacer todo lo que las leyes nos permiten hacer». Como señaló Benjamín Constant: «Indudablemente, no hay libertad si las personas no pueden hacer lo que las leyes les permiten hacer; pero las leyes podrían prohibir tantas cosas que llegaran a abolir totalmente la libertad.»[88]

Notas al pie de página

[85]

Eugen Ehrlich, Juristische Logik, Mohr, Tubinga 1918, p. 166.


[86]

Ibid., p. 167.


[87]

F.A. Hayek, op. cit., p. 46.


[88]

B. Constant, Cours de politique constitutionnelle, Bruselas 1851, I, 178.