La libertad y la ley

La libertad y la ley
Autor: 
Bruno Leoni

Bruno Leoni (1913-1967) fue profesor de Teoría del Derecho y Teoría del Estado en la Universidad de Pavía desde 1942 hasta su muerte. En la Universidad de Pavía fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas y director del Instituto de Ciencia Política de la misma universidad. También fue abogado practicante, editor fundador del diario Il Politico y presidente de la Sociedad Mont Pelerin.

En su obra La libertad y la ley, publicada en 1961, señala la importancia del derecho histórico (Ius civil romano y el derecho anglosajón) y critica la legislación moderna y la idea de que la ley es un simple resultado de las decisiones políticas. Otra importante contribución de Leoni a la filosofía del derecho es su teoría de la ley como derecho individual, que desarrolló en múltiples artículos y ensayos.

Edición utilizada:

Leoni, Bruno. La libertad y la ley. 3ª ed. Madrid: Unión Editorial, 2010.

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Capítulo II: Libertad y coacción

Capítulo II

Libertad y coacción

Un modo más cauteloso de abordar el problema de definir la «libertad» que el realista que acabamos de rechazar implicaría una investigación preliminar acerca de la naturaleza y el propósito de tal definición. Es costumbre distinguir entre definiciones «convenidas» y «lexicográficas». Ambas describen el significado que se atribuye a una palabra. La primera, sin embargo, se refiere a una acepción que el autor de la definición propone se adopte para el término en cuestión, mientras que la segunda se refiere al significado que la gente común da a esa palabra en su uso normal.

A partir de la segunda guerra mundial ha surgido una nueva tendencia en la filosofía lingüística. Ésta reconoce la existencia de lenguajes cuyo propósito no es sólo descriptivo, o incluso no es en absoluto descriptivo, lenguajes que la escuela del llamado círculo de Viena hubiera condenado como totalmente incorrectos o inútiles. Los partidarios de este nuevo movimiento reconocen la validez de los lenguajes no descriptivos (llamados a veces «persuasivos»). La finalidad de una definición persuasiva no es describir cosas, sino modificar el significado tradicional de palabras que tienen una connotación favorable, para inducir a la gente a adoptar ciertas creencias o ciertas formas de conducta. Es evidente que pueden inventarse, y de hecho se han inventado, ciertas definiciones de la «libertad» con el objeto de inducir a ciertas personas, por ejemplo, a obedecer las órdenes de un gobernante. La formulación de este tipo de definiciones persuasivas no sería trabajo adecuado para un erudito. De otra parte, éste está en su derecho para hacer definiciones convenidas de «libertad». De esa manera podrá además eludir la acusación de utilizar definiciones equívocas con el propósito de engañar y librarse de la necesidad de elaborar una definición lexicográfica, cuyas dificultades son patentes dada la multiplicidad, antes mencionada, de las acepciones que actualmente se dan al término «libertad».

Las definiciones convenidas pueden aparentemente ser, a una mirada superficial, una solución del problema. La convención parece que depende de nosotros, o como máximo también de un interlocutor que se pone de acuerdo con nosotros acerca de lo que queremos definir. Cuando los partidarios de la escuela lingüística hablan de definiciones convenidas, resaltan la arbitrariedad de este tipo de formulaciones. Esto se hace patente, por ejemplo, en el entusiasmo con que los defensores de las definiciones convenidas citan una autoridad que no es en realidad un filósofo, por lo menos un filósofo oficial. Este caballero tan a menudo citado es Lewis Carroll, el brillante autor de Alicia en el país de las maravillas y de A través del espejo, que describe los imposibles y sofisticados tipos que Alicia va encontrando en sus viajes. Uno de éstos, Humpty Dumpty, hacía que las palabras significasen lo que él deseaba que significasen, y por añadidura les pagaba una especie de salario por su servicio.

«Cuando utilizo una palabra», dijo Humpty Dumpty de una manera un tanto despectiva, «significa precisamente lo que yo quiero, ni más ni menos.»

«La cuestión es», dijo Alicia, «si puedes hacer que las palabras signifiquen cosas tan distintas.»

«La cuestión es», dijo Humpty Dumpty, «quién es el amo, esto es todo.»[26]

Los filósofos analíticos, cuando hablan de definiciones convenidas, piensan sobre todo en las de la lógica o la matemática, ya que ahí parece que todo el mundo puede empezar cuando y por donde quiera, siempre que defina con precisión los términos que emplea en sus razonamientos. Sin entrar en las complicadas cuestiones relacionadas con la naturaleza de los procedimientos matemáticos o lógicos, nos sentimos, no obstante, obligados a advertir seriamente del peligro de confundir estos procedimientos con los de la gente que habla de cuestiones tales como la «libertad». Un triángulo es ciertamente un concepto, esto es cierto, aunque este concepto sea sólo eso o sea algo más, por ejemplo, un objeto de experiencia, de intuición, etc. La «libertad», aunque se presente como un concepto, es también aquello en lo que muchas personas creen como en una razón para vivir, algo de lo que dicen están dispuestas a luchar para conseguirlo, de lo que afirman que no pueden vivir sin ello. No creo que nadie quiera combatir por triángulos. Acaso unos pocos matemáticos. Sin embargo, muchos afirman que lucharán por la libertad, de la misma manera que declaran que lucharán por un trozo de tierra o para proteger la vida de los seres queridos.

Esto no pretende ser un panegírico de la libertad. Los hechos a los que nos referimos se pueden comprobar fácilmente en los documentos históricos de muchos países y se pueden observar en la vida diaria. El hecho de que haya gente dispuesta a pelear por lo que llaman su «libertad» se relaciona con el hecho de que esas mismas personas dicen también que han «conservado», «perdido» o «recuperado» su «libertad», mientras que nunca dicen que hayan «conservado», «perdido» o «recuperado » triángulos u otros conceptos geométricos similares. Por otra parte, es cierto que no se puede mostrar la «libertad»; no es una cosa material. Aun cuando la consideráramos como una cosa material, la «libertad » no podría ser lo mismo para todo el mundo, puesto que hay diferentes sentidos de ese término. A pesar de todo, muy probablemente podemos afirmar que la «libertad» es, al menos para toda persona que habla de ella, una realidad, una cosa definida. «Libertad» puede ser una situación en que aquellos que la alaban creen firmemente; puede ser un objeto de experiencia no sensorial que provoca la conciencia de la presencia de cosas no materiales, tales como valores, creencias, etc. «Libertad » parece ser un objeto de experiencia psicológica. Eso significa que la gente normal y corriente no lo concibe simplemente como un término, como una entidad nominal, cuyo significado es sólo necesario para ponerse de acuerdo sobre él mediante una convención similar a la de la matemática y a la de la lógica.

En estas circunstancias, me pregunto si podremos o no definir por convención la «libertad». Desde luego, toda definición es, hasta cierto punto, convencional, ya que implica un cierto grado de acuerdo sobre cómo debe hacerse uso de una palabra. Incluso las definiciones lexicográficas no excluyen convenciones sobre la manera de describir, por ejemplo, lo que la gente quiere dar a entender cuando utiliza una determinada palabra de uso habitual en Francia o en Inglaterra, o en uno y otro país, o en todo el mundo. Por ejemplo, se puede llegar a un convenio sobre los lenguajes que se tomarán en consideración a la hora de elaborar una definición lexicográfica, o sobre la elección que debe hacerse entre las acepciones de una misma palabra, cuando los diccionarios dan varias. Pero en todos estos casos, no olvidemos nunca que hay algunos usos, señalados por los diccionarios comunes, que no pueden cambiarse por convención sin pasar por alto el significado de las palabras tal y como otras personas, de hecho, las utilizan.

Los convenios no son sino artificios instrumentales para transmitir a otros algo que queremos que conozcan. En otras palabras, constituyen un medio de comunicar o transmitir información, pero la información en sí no puede pactarse. Podremos convenir en que lo negro se llamará «blanco» y lo blanco «negro», pero no podemos pactar sobre las experiencias reales sensoriales que comunicamos y a las que, arbitrariamente, llamamos «negro» o «blanco». Un convenio resulta posible y útil sólo en tanto y en cuanto existe un factor común que hace que su comunicación sea fructuosa. Este factor común puede ser en matemáticas una intuición y en física una experiencia sensorial, pero él no es a su vez por sí mismo objeto de convención. Siempre que una convención parezca estar basada en otra, el problema de encontrar un factor común que permita que esa convención funcione bien se encuentra simplemente pospuesto; lo que no puede hacerse es eliminarlo. Esto pondría límite al poder de Humpty Humpty, si Humpty Dumpty no fuera un personaje ficticio de un cuento de niños, sino una persona real que llega a un acuerdo con otras personas sobre el empleo de un término.

De poco valdría, por tanto, una definición convencional de «libertad» si no llevara implícita para otras personas alguna clase de información, incluida en el mismo significado de esa palabra, tal y como ya se conoce, y resulta bastante dudoso que los teóricos, cuando se refieren a definiciones convencionales, tengan en mente un concepto como «libertad»

Así, para que una definición convencional de «libertad» tenga significado, debe transmitir alguna información. Es dudoso que una información conocida sólo por el autor de la definición sea de algún interés para otras personas que no comparten el contenido de dicha información. Siendo enteramente personal, poco puede importar a los demás. De hecho, sería imposible manifestarla a otras personas. Una definición exclusivamente convencional de «libertad» no podría eludir esta deficiencia. Siempre que los filósofos políticos han propuesto una definición convencional de «libertad» pretendían no sólo transmitir información sobre sus sentimientos y creencias personales, sino también hacer presentes a otros ciertos sentimientos y creencias que consideraban comunes a aquellos a los que se dirigían. En este sentido, también las definiciones convencionales de «libertad» propuestas de tiempo en tiempo por los filósofos políticos están más o menos claramente relacionadas con un uso lexicográfico del término «libertad» y, por tanto, con alguna investigación lexicográfica referente a él.

Así, una definición realmente efectiva de «libertad» debe ser, en último análisis, lexicográfica, aun cuando ello implique todas las dificultades de la investigación lexicográfica.

Resumiendo: «libertad» es una palabra utilizada por la gente en el lenguaje ordinario para expresar ciertos tipos de experiencia psicológica. Estas experiencias son diferentes en distintos momentos y lugares, y además se relacionan con conceptos abstractos y términos técnicos, pero no se pueden identificar meramente con los conceptos abstractos ni se pueden reducir a un simple término. Por último, es posible, y probablemente también útil, e incluso necesario, formular una definición convencional de «libertad», pero las convenciones no pueden eludir la investigación lexicográfica, ya que únicamente esta última es capaz de revelar los significados que la gente, realmente, atribuye a esa palabra en su uso ordinario.

Es conveniente mencionar que «libertad» es una palabra con connotaciones favorables. Quizá sea útil añadir que el término «libertad» suena bien, porque la gente lo usa para señalar su actitud positiva hacia lo que llaman «ser libre». Como ha observado Maurice Cranston en su ensayo sobre La libertad (Londres, 1953), antes citado, las personas no utilizan nunca expresiones tales como «soy libre» para indicar que carecen de algo que consideran bueno para ellos. Nadie dice, al menos hablando de cuestiones de la vida diaria, «estoy libre de dinero» o «soy libre de buena salud». Son otros los términos utilizados para expresar la actitud de la gente frente a la carencia de cosas buenas: dicen que les falta algo, y esto vale, a lo que entiendo, para todos los idiomas europeos del presente y del pasado. En otras palabras, ser «libre» de algo quiere decir «estar sin algo que no es bueno para nosotros», mientras que, por el contrario, faltarle a uno algo significa estar sin algo que es bueno.

Ciertamente, el término libertad apenas tiene significado cuando se completa sólo con la expresión «de algo», y esperamos de las personas que nos digan también qué es lo que son libres de hacer. No obstante, la presencia de una implicación negativa en la palabra libertad y en ciertos términos emparentados, como libre, parece fuera de cuestión.[27]

Por ejemplo, «liberal» es una palabra que designa, tanto en Europa como en América, una actitud negativa contra la «coacción», prescindiendo de la naturaleza de esta «coacción», la cual, a su vez, se concibe muy diferentemente por un «liberal» americano y por otro europeo.

Consiguientemente, «libertad» y «coacción», en el lenguaje ordinario, son términos antitéticos. Naturalmente, a una persona le puede gustar la «coacción», o algún tipo de «coacción», como a los oficiales de la armada rusa, de los que Tolstoy decía que les gustaba la vida militar porque ésta constituía una especie de «ociosidad reglamentada». En el mundo hay probablemente muchas más personas de las que imaginamos a las que les agrada la «coacción». Aristóteles observó agudamente, al comienzo de su tratado sobre la política, que la gente se divide en dos grandes categorías: aquellos que han nacido para gobernar y aquellos que han nacido para obedecer a los gobernantes. No obstante, aunque a algunos les agrade la «coacción», sería abusar de las palabras decir que la «coacción» es libertad. Pese a ello, la idea de que la «coacción » es algo que está estrechamente conexo con la libertad es por lo menos tan vieja como la misma historia de las teorías políticas en el mundo occidental.

Creo que la razón principal de ello es que nadie puede considerarse «libre de» otras personas, si éstas son «libres» de restringirle en alguna manera. En otras palabras, todo el mundo es «libre» si, de una u otra manera, puede forzar a los demás a que no le coarten en ningún respecto. En tal sentido, «libertad» y «coacción» están inevitablemente ligadas, y esto probablemente se olvida demasiado cuando las personas hablan de «libertad». Pero la «libertad» misma, en el lenguaje ordinario, no es nunca coacción, y la coacción que está indisolublemente ligada con la libertad es sólo negativa; esto es, una coacción impuesta únicamente para conseguir que las otras personas renuncien a reprimirnos a su vez. Esto no es un simple juego de palabras, sino una descripción muy abreviada del significado de las palabras en el lenguaje habitual de las sociedades políticas, siempre que los individuos tengan alguna capacidad para ser respetados o, como podría decirse, algún poder de tipo negativo que les autorice a llamarse «libres».

En este sentido, podemos decir que el «mercado libre» implica también inevitablemente la idea de una «coacción», en el sentido de que todos los miembros de un mercado tienen el poder de ejercitar coacción contra gentes como los ladrones y rateros. No hay «mercado libre» si no se sobreañade un poder restrictivo. Un mercado libre hunde sus raíces en una situación en la que quienes participan en las transacciones del mercado disfrutan de algún poder para contener a los enemigos de dicho mercado libre. Este punto, probablemente, no se resalta suficientemente por aquellos autores que, al dirigir su atención al «mercado libre», acaban por hablar de él como si fuera la verdadera antítesis del freno gubernamental.

Así, por ejemplo, el profesor Mises, autor a quien admiro grandemente por su férrea defensa del «mercado libre», basada en un razonamiento lúcido y preciso y en un espléndido dominio de todas las cuestiones involucradas, dice que liberty y freedom «son términos que se utilizan para describir las condiciones sociales de los miembros individuales de una sociedad de mercado en la que el poder del nexo hegemónico indispensable, el Estado, es refrenado para que el funcionamiento del mercado no se ponga en peligro».[28] Observamos que califica de «indispensable» el nexo hegemónico del Estado, pero también que, por libertad, quiere decir «coacción impuesta al ejercicio del poder policial»,[29] y que no añade, como creo yo que sería razonable añadir desde el punto de vista de un comerciante libre, que libertad significa también freno impuesto a cualquier persona que pueda interferir en el mercado libre. Tan pronto como admitimos este significado de libertad, el nexo hegemónico del Estado no sólo es algo que debe ser reprimido, sino también, y yo diría que ante todo, algo que hemos de utilizar para restringir las actividades de otras personas.

Los economistas no niegan, si bien tampoco se ocupan de ello directamente, el hecho de que todo acto económico, por regla general, es también un acto jurídico cuyas consecuencias pueden ser exigidas por las autoridades, si, por ejemplo, las partes de una transacción no se comportan como es de esperar sobre la base de su acuerdo. Como señaló el profesor Lionel Robbins en su Nature and Significance of Economics, los estudios sobre la conexión entre la economía y la ley son todavía poco frecuentes por parte de los economistas, y el hecho mismo de la conexión, aunque indiscutible, se descuida bastante. Muchos economistas han discutido sobre la distinción entre trabajo productivo y no productivo, pero pocos han examinado lo que el profesor Lindley Frazer, en su Economic Thought and Language, llama trabajo misproductive, esto es, trabajo útil para quien lo realiza pero no para aquellos a quienes, o contra quienes, va dirigido el trabajo.

Este tipo de trabajo, tal como es el de los mendigos, chantajistas, ladrones y rateros, queda fuera del campo de la economía, probablemente porque los economistas dan por sentado que es habitualmente ilegal. De esta manera, los economistas reconocen que las utilidades que toman normalmente en consideración son únicamente las que son compatibles con la ley que existe en casi todos los países. Así, la conexión entre economía y derecho existe, pero los economistas la consideran raramente como objeto especial merecedor de sus investigaciones. Se ocupan, por ejemplo, del intercambio de bienes, pero no del intercambio desde el punto de vista del comportamiento, que hace posible cualquier intercambio de bienes y que está regulado, y a veces exigido, con esta finalidad, por la ley de todos los países. Por tanto, un mercado libre parece algo más «natural» que el gobierno, o al menos independiente del gobierno, e incluso algo que es preciso mantener «frente» al gobierno. En realidad, un mercado no es más «natural» que un gobierno, y uno y otro no son más naturales que, por ejemplo, un puente. La gente que ignora este hecho debería tomarse en serio un cuplé que se cantaba en un cabaret de Montmartre:

Voyez comme la natura a eu un bon sens bien profond A faire passer les fleuves justement sous les ponts.

(«Ved cómo la naturaleza tuvo el buen sentido de hacer que los ríos corrieran justo por debajo de los puentes.»)

Desde luego, la teoría económica no ha ignorado el hecho de que es precisamente el gobierno el que da a la gente el poder práctico para evitar la coacción de parte de otras personas en el mercado. Robbins resaltó esto muy bien en su ensayo The Theory of Economic Policy in English Political Economy (Londres, 1952), e hizo notar que «tendríamos una imagen completamente distorsionada» de la importancia de la doctrina que Marshall llamó sistema de libertad económica «si no la viéramos en combinación con la teoría del derecho y de las funciones del gobierno que sus autores (desde Smith en adelante) propusieron también». Como dice Robbins, «la noción de libertad in vacuo era enteramente ajena a sus ideas». Pero el profesor Robbins señaló también, en su Economic Planning and International Order (Londres, 1937), que los economistas clásicos prestaron demasiado poca atención al hecho de que el comercio internacional no puede surgir como una simple consecuencia del teorema de los costes comparativos, sino que requiere cierto tipo de organización jurídica internacional para protegerse contra los enemigos del comercio libre internacional, que, hasta cierto punto, se pueden comparar a los enemigos del mercado libre de una nación, como los ladrones o los rateros.

Por otro lado, el mismo hecho de que la coacción está, en cierto sentido, inevitablemente ligada a la «libertad» en todas las sociedades políticas, hizo nacer, o al menos favoreció, la idea de que una «libertad creciente» pudiera ser en cierto modo compatible en dichas sociedades con una «coacción creciente». Esta idea, a su vez, se asoció a una confusión sobre el significado de los términos «coacción» y «libertad», debida fundamentalmente no a la propaganda, sino a las incertidumbres que sobre su significado pueden surgir en el uso ordinario de estas palabras.

El profesor Mises dice que «libertad» es un concepto humano. Debemos añadir que es humano en tanto y en cuanto ciertas preferencias humanas están siempre implicadas cuando se utiliza este término en el lenguaje ordinario. Pero esto no significa que un hombre pueda considerarse «libre» sólo del poder de otros hombres. Un hombre puede decirse también «libre» de una enfermedad, del miedo, de una necesidad, tal y como estas frases se utilizan en el lenguaje habitual. Esto ha inducido a algunos a considerar «la libertad de coacción por otros hombres» al mismo nivel que, por ejemplo, «la libertad de necesidades», sin observar que este último tipo de «libertad» no tiene posiblemente nada en común con el otro. Un explorador puede encontrarse en el desierto, desfalleciente, porque quiso ir allá solo sin que nadie le obligara. No está ahora «libre de hambre», pero está, ahora como antes, compactamente libre de «coerción o coacción» por parte de otras personas.

Diversos pensadores, antiguos y modernos, han intentado unir el hecho de que algunas personas no están libres de hambre o de enfermedades con el hecho de que otras personas, en la misma sociedad, no están libres de la coacción de sus prójimos. Desde luego, la conexión es obvia cuando alguien es esclavo de otras personas que le tratan mal y le dejan morir, por ejemplo, de hambre. Pero esa conexión no es en modo alguno evidente cuando las personas no son esclavas de nadie. Sin embargo, algunos pensadores, erróneamente, creyeron que siempre que a alguien le falta algo que necesita, o simplemente desea, ese alguien ha sido injustamente «desposeído» de esa cosa por aquellas personas que disfrutan de ella.

La historia está tan llena de ejemplos de violencia, de latrocinio, invasiones de tierras, etc., que muchos pensadores se han sentido justificados a afirmar que el origen de la propiedad privada es simplemente la violencia, y que por tanto debe ser considerada como algo irremediablemente ilícito, tanto ahora como en los tiempos primitivos. Los estoicos imaginaron que toda la tierra, al comienzo, era común a todos los hombres. Llamaron a esta condición legendaria communis possessio originaria. Ciertos Padres de la Iglesia cristiana, particularmente en los países latinos, se hicieron eco de esa suposición. Así, San Ambrosio, el famoso arzobispo de Milán, pudo escribir en el siglo V de nuestra era que, mientras que la naturaleza había destinado todas las cosas a que fueran comunes para todos, los derechos de propiedad privada se debían a la usurpación. Como ejemplo cita a los estoicos, que defendían, dice, que todo lo que hay en la tierra y en los mares fue creado para el uso común de todos los seres humanos. Un discípulo de San Ambrosio, llamado el Ambrosiáster, dice que Dios dio todas las cosas a los hombres en común, y que esto se aplica tanto al sol y a la lluvia como a la tierra. Lo mismo dijo San Zenón de Verona (cuyo nombre lleva una de las iglesias más espléndidas del mundo) refiriéndose a los hombres de los tiempos más antiguos: «Carecían de propiedad privada, y tenían todo en común, como el sol, los días, las noches, la lluvia, la vida y la muerte, y todas esas cosas les habían sido dadas en igual grado, sin excepción, por la Divina Providencia.» Y este mismo santo añade, evidentemente aceptando la idea de que la propiedad privada es el resultado de la coacción y de la tiranía: «El propietario privado es, indudablemente, similar a un tirano, ya que tiene él solo el control total de cosas que resultarían útiles para muchas otras personas.» Poco más o menos, esta misma idea se puede encontrar algunos siglos más tarde en las obras de ciertos canonistas. Por ejemplo, el autor de la primera sistematización de las reglas eclesiásticas, el llamado decretum Gratiani, dice:

«Quien pretende tener más cosas de las que necesita es un ladrón.»

Los socialistas modernos, incluido Marx, han expuesto simplemente una versión corregida de esta misma idea. Por ejemplo, Marx distingue varios estadios en la historia de la humanidad: un primer estadio, en el que las relaciones de producción fueron de cooperación, y un segundo estadio, en el que algunas personas, por primera vez, adquirieron el control de los factores de producción, poniendo así a una minoría en la situación de ser alimentada por la mayoría. Nuestro anciano arzobispo de Milán diría, con un lenguaje menos complicado y más efectivo: «La naturaleza es responsable de una ley de las cosas en común; la usurpación es responsable de una ley privada.»

Desde luego, podemos preguntar cómo es posible poder hablar de «cosas comunes a todos». ¿Quién ha decretado que todas las cosas sean comunes a todos los hombres, y por qué? La respuesta habitual dada por los estoicos y sus discípulos, los Padres de la Iglesia, en los primeros siglos después de Cristo, fue que lo mismo que la luna y el sol y el aire son comunes a todos los hombres, no hay razones para defender que otras cosas, tales como la tierra, no sean comunes. Estos defensores del comunismo no se molestaron en hacer un análisis semántico de la palabra «común». Si lo hubieran hecho, habrían descubierto que la tierra no puede ser común a todos los hombres en el mismo sentido en que el sol y la luna lo son, y que, por tanto, no es en absoluto lo mismo hacer que la gente cultive la tierra en común que permitirles utilizar la luz de la luna o del sol, o el aire fresco, cuando pasean. Los economistas modernos explican la diferencia señalando que no hay escasez de luz lunar, mientras que sí la hay de tierra. A pesar de que esto es evidente, la supuesta analogía entre las cosas poco abundantes, tales como la tierra cultivable, y las cosas abundantes, tales como la luz de la luna, ha constituido siempre una buena razón a los ojos de muchas personas para defender que los que «no tienen» han sido «forzados» por los que «tienen», que estos últimos han privado ilícitamente a los primeros de ciertas cosas, en principio «comunes» a todos los hombres. La confusión semántica en el empleo de la palabra «común» introducida por los estoicos y los primeros Padres de la Iglesia a este respecto ha sido conservada por los socialistas modernos de todas las tendencias, y radica, según creo, en la tendencia, particularmente manifiesta en los tiempos recientes, a utilizar el término «libertad» en un sentido equívoco que relaciona «libertad de necesidades» con «libertad de la coacción de otras personas».

Esta confusión se relaciona, a su vez, con otra. Cuando un tendero de ultramarinos, o un médico, o un abogado, aguarda a sus clientes, cada uno de ellos se puede sentir dependiente de éstos para poder vivir. Esto es cierto. Sin embargo, si no aparece ningún cliente, sería un abuso lingüístico afirmar que los clientes que no aparecen fuerzan al tendero, o al doctor, o al abogado, a morir de hambre. De hecho, nadie le obligó a nada, puesto que nadie apareció. Simplificando al máximo la cuestión, diríamos que los clientes, simplemente, no existían. Si ahora imaginamos que aparece un cliente y ofrece un honorario muy bajo al médico o al abogado, no es posible decir que este cliente esté «forzando» al médico o al abogado a aceptar ese honorario. Podemos despreciar al hombre que sabe nadar y no salva a una persona que se está ahogando en un río, pero sería abusar del lenguaje afirmar que, por no haberle salvado, le ha «obligado» a ahogarse. En este sentido, estoy de acuerdo con un famoso jurista alemán del siglo XIX, Rudolph Jhering, que se indignaba por la mala fe del argumento utilizado por Portia contra Shylock y en favor de Antonio en El mercader de Venecia, de Shakespeare. Podemos despreciar a Shylock, pero no podemos decir que éste coaccionó a Antonio o a cualquier otra persona a llegar a un acuerdo con él —un acuerdo que implicaba, en las circunstancias en cuestión, la muerte de Antonio—. Lo único que pretendía Shylock era forzar a Antonio a cumplir su pacto una vez firmado. Pese a esas consideraciones obvias, la gente se inclina a menudo a juzgar a Shylock de la misma manera que juzgarían a un asesino, y a condenar a los usureros como si fueran ladrones o piratas, siendo así que ni Shylock ni cualquier otro usurero habitual puede propiamente ser acusado de coaccionar a nadie para que vayan a pedirle dinero a un interés de usura.

A pesar de esta diferencia entre «coacción» en el sentido de algo realmente hecho para causar daño a alguien contra su voluntad y una conducta como la de Shylock, muchas personas, especialmente durante el último siglo en Europa, han intentado introducir en el lenguaje ordinario una confusión semántica cuyo resultado es que un hombre que nunca se ha comprometido a realizar un acto voluntario en favor de otras personas y que, por tanto, no hace nada por ellas, es censurado por esta pretendida «omisión» y se le hacen reproches como si hubiera «constreñido» a otros a hacer algo contra su voluntad. Esto, en mi opinión, no está de acuerdo con el uso adecuado del lenguaje habitual en los países que conozco. No se «fuerza» a nadie si uno se limita simplemente a no hacer en su favor algo que no se había uno comprometido a hacer.

Todas las teorías socialistas de la llamada «explotación» de los trabajadores por los patronos —y, en general, de «los que no tienen» por «los que tienen»— están, en último análisis, basadas en esta confusión semántica. Siempre que los que se llaman a sí mismos historiadores de la Revolución Industrial en Inglaterra en el siglo XIX hablan sobre la «explotación» de los trabajadores por los patronos dan por supuesta precisamente esta idea de que los patronos ejercían «coacción» contra los trabajadores para hacerles aceptar bajos salarios por duros trabajos. Cuando decretos tales como el de disputas laborales, de 1906, en Inglaterra, concedieron a los sindicatos el privilegio de forzar a los patronos a aceptar sus demandas mediante actos ilegales, la idea fue que los empleados constituían la parte más débil y que, por tanto, podían ser «coaccionados» por los patronos a aceptar salarios bajos en lugar de salarios elevados. El privilegio que el decreto sobre disputas laborales concedió se basaba en el principio, familiar a los liberales europeos de aquel tiempo, y que corresponde además al significado de «libertad» tal y como se acepta en el lenguaje habitual, de que uno es «libre» cuando puede obligar a otras personas a que no le coaccionen. El problema fue que, mientras que la fuerza de coacción concedida a los sindicatos como privilegio por el decreto tenía la acepción usual de esta palabra en el lenguaje ordinario, la «coacción» que dicho privilegio debía prevenir de parte de los patronos no se entendía en el sentido que dicho término tenía, y aún tiene, para el lenguaje habitual. Si estudiamos las cosas desde este punto de vista, deberemos estar de acuerdo con sir Frederick Pollock que, en su Law of Torts (Ley de agravios), escribió que «la ciencia jurídica, evidentemente, no tiene nada en común con la intervención empírica violenta sobre el cuerpo político» que la legislatura británica había creído adecuado realizar mediante el decreto sobre disputas laborales de 1906. Hay que decir también que el uso habitual del lenguaje no tiene nada que ver con el significado de «coacción» que hizo aconsejable, a los ojos de los legisladores británicos, realizar sobre el cuerpo político una operación tan violenta como ésa.

Los historiadores imparciales, como el profesor T.S. Ashton, han demostrado que la situación general de las clases pobres de la población inglesa después de las guerras napoleónicas se debía a causas que no tenían nada que ver con el comportamiento de los empresarios de la nueva era industrial en ese país, y cuyo origen se puede perseguir hasta muy atrás en la historia antigua de Inglaterra. Aún más, los economistas han demostrado a menudo, tanto mediante argumentos convincentes de naturaleza teórica como examinando datos estadísticos, que los buenos salarios dependen de la relación entre el volumen de capital invertido y el número de trabajadores.

Sin embargo, éste no es el punto principal de nuestra argumentación. Si se da al término «coacción» esas diferentes acepciones que acabamos de considerar, se puede concluir fácilmente que los empresarios de la época de la Revolución Industrial en Inglaterra «forzaban» a la gente a habitar, por ejemplo, en casas viejas e insanas, sólo porque no construían para sus trabajadores un número suficiente de casas nuevas y buenas. De la misma manera, se podría decir que los industriales que no hacen grandes inversiones en maquinaria, pese a los beneficios que podrían extraer de ellas, «obligan» a sus trabajadores a resignarse con sus escasas pagas. De hecho, esta confusión semántica está favorecida por ciertos grupos de propaganda y de presión interesados en elaborar persuasivas definiciones tanto de «libertad» como de «coacción». Como resultado de ello, se puede censurar a ciertas personas la «coacción» que, supuestamente, ejercen sobre otras con las que nunca han tenido nada que ver. Así, la propaganda de Mussolini y Hitler antes y durante la segunda guerra mundial comprendía la afirmación de que la gente de otros países, tan alejados de Italia o Alemania como Canadá o los EE UU, «forzaban» a los italianos y a los alemanes a contentarse con sus pobres recursos materiales y con sus relativamente escasos territorios, aunque ni un simple kilómetro cuadrado de territorio alemán o italiano haya ido nunca a parar a las manos del Canadá o de los EE UU. Singularmente, después de la segunda guerra mundial, muchas personas nos decían —especialmente aquellos que pertenecían a la intelligentsia italiana— que los ricos terratenientes del sur de Italia eran directamente responsables de la miseria de los pobres trabajadores de esa zona, o que los habitantes del norte de Italia eran responsables de la depresión que afectaba al sur, aunque no se podía presentar ninguna demostración seria para probar que la riqueza de ciertos terratenientes del sur de Italia fuera la causa de la pobreza de los trabajadores, ni de que el razonable nivel de vida disfrutado por la gente en el norte de Italia fuera causa de la falta de un nivel de vida similar en el sur. La hipótesis que subyacía a todas estas ideas era que los «poseedores» de la Italia del sur «coaccionaban» a los «no poseedores» para que llevasen una vida pobre, de la misma manera que los habitantes del norte de Italia «forzaban » a los que viven en el sur a contentarse con sus rentas agrícolas, en lugar de construir industrias. Debo señalar también que una confusión semántica similar constituye el fundamento de muchas de las demandas que se hacen a las gentes de Occidente (comprendidos los Estados Unidos) y de las actitudes que se adoptan hacia ellos por parte de los grupos dirigentes de ciertas antiguas colonias, tales como la India o Egipto.

Esto da origen a motines, alborotos y todo tipo de acciones hostiles ocasionadas por las personas que se sienten «constreñidas». Otro resultado, no menos importante, es la serie de decretos, estatutos y disposiciones, tanto a nivel nacional como a nivel internacional, destinados a ayudar a las personas supuestamente «coaccionadas» para que puedan contrarrestar esta «coacción» mediante artificios, privilegios, concesiones, inmunidades, etc., puestas en vigor legalmente.

Así, una confusión de términos produce una confusión de sentimientos, y ambos hechos reaccionan recíprocamente entre sí para confundir las cosas aún más.

No soy tan ingenuo como Leibniz, que suponía que muchas cuestiones políticas o económicas podían solucionarse no mediante disputas (clamoribus), sino mediante una especie de cálculo (calculemus), a través del cual resultaría posible que las personas afectadas se pusieran de acuerdo, al menos en principio, sobre lo que está en juego. Sin embargo, sostengo que la clarificación semántica será, probablemente, más útil de lo que se cree por lo común, a condición de que la gente pueda beneficiarse de ella.

Notas al pie de página

[26]

Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson), A través del espejo, en The Lewis Carroll Book, edición de Richard Herrick, Nueva York, Tudor Puhlishing Co., 1944, p. 238.


[27]

Pese a la opinión contraria de sir Herbert Read (citado por Maurice Cranston, op. cit., p. 44).


[28]

Ludwig Von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, New Haven, Yale University Press, 1949, p. 281. [Trad. esp. en Unión Editorial, 4.ª ed., Madrid 1986.].


[29]

Ibid.