Capítulo IXConclusión
Quizá el mejor procedimiento que se puede seguir al escribir esta conclusión es intentar contestar algunas de las preguntas que mis lectores me harían probablemente si pudieran. De hecho, estas preguntas se me hicieron cuando expuse el contenido de este libro en forma de conferencias.
1. ¿Qué quiero decir cuando indico (en el capítulo VIII) que la opinión pública no lo es «todo»?
2. ¿Existe alguna posibilidad de aplicar el «modelo Leoni» a la sociedad actual?
3. Suponiendo que esa posibilidad exista, ¿cómo puede la «regla de oro» a la que nos referimos permitirnos distinguir el área de la legislación de la del derecho consuetudinario? ¿Cuáles son los límites de los dominios que se deben acordar a la legislación y al derecho consuetudinario según ese modelo?
4. ¿Quién deberá nombrar a los jueces y abogados, o a otros «honoratiores » de este tipo?
5. Si admitimos que la tendencia general de la sociedad actual ha sido más contra la libertad individual que en favor de ella, ¿cómo podrán dichos «honoratiores» escapar a esa tendencia?
Por supuesto, podríamos tomar en consideración otras muchas preguntas, pero las que he citado arriba parecen constituir puntos sobresalientes de una posible discusión de toda esta cuestión.
1. En cuanto se refiere a la primera pregunta, mantengo que la opinión pública no sólo puede ser errónea, sino que además se puede corregir mediante una argumentación racional. Ciertamente, esto puede constituir un proceso muy largo. La gente precisó más de un siglo para conocer las ideas socialistas; desde luego, le llevará un largo tiempo rechazarlas, pero esto no es ningún motivo para no hacer el intento.
Aunque la tendencia contra la libertad individual prevalece aún en los países relativamente subdesarrollados, de acuerdo con los estándares occidentales, resulta ya posible darse cuenta, a partir de una serie de síntomas, de que la gente ha aprendido algunas lecciones en los países occidentales en que la limitación de la libertad individual por la correspondiente expansión de la ley promulgada, predicada más o menos abiertamente por los líderes socialistas como una condición necesaria para el advenimiento de un «mundo mejor», no ha tenido apenas una contrapartida en forma de esas supuestas ventajas de tal legislación. Así, podemos ya observar, por ejemplo, un retroceso del socialismo en Inglaterra, Alemania y, posiblemente, en Francia, en lo que se refiere a la denominada nacionalización de la industria. Es evidente que, como consecuencia de este retroceso, la iniciativa individual en el campo económico va siendo liberada gradualmente de la amenaza de ulteriores interferencias por parte del gobierno. Libros recientes, como el de Mr. R. Kelf-Cohen, un ex laborista inglés, resultan bastante instructivos al respecto.
Lo que es característico de la solución socialista del llamado problema social no es la finalidad de promover el bienestar público y eliminar, en lo posible, la pobreza, la ignorancia, la suciedad, ya que esta finalidad no sólo es perfectamente compatible con la libertad individual, sino que se puede incluso considerar como complementaria de ella. El verdadero núcleo de la solución socialista es la manera peculiar a través de la que sus defensores proponen lograr ese objetivo, a saber, recurriendo a una hueste de funcionarios que actúan en nombre del Estado y limitando consiguientemente, si no suprimiendo del todo, la iniciativa privada en economía y en otros campos inextricablemente conexos con el terreno económico.
Si el socialismo consistiera principalmente, como muchas personas creen aún, en los fines que declara, sería probablemente difícil convencer a la gente de que renunciase a él en el futuro próximo. Por otra parte, es perfectamente posible convencer a la gente de que lo malo del socialismo no son los fines que profesa, sino los medios supuestamente necesarios para conseguirlos. La ingenuidad del punto de vista socialista en lo que se refiere a los medios es verdaderamente sorprendente.
Como el autor antes citado señala,
había algo mágico en las palabras ‘consejo público’ o ‘corporación pública’. Sus componentes serían hombres desinteresados de sobresaliente habilidad, dedicados al interés nacional. Presumíamos que este tipo de personas se podría encontrar en gran número; naturalmente, era imposible que llegaran a un primer plano en la era capitalista degenerada en que estaban viviendo. Suponíamos también que los trabajadores de las industrias, transformados por el decreto de nacionalización, se consagrarían al interés nacional. Así, la combinación de una dirección desinteresada y de unos trabajadores desinteresados edificaría ese gran nuevo mundo del socialismo, tan completamente diferente del capitalismo.[96]
Una ingenuidad parecida, también increíble, ha sido típica de líderes del movimiento laborista de Gran Bretaña tan famosos como Sidney y Beatrice Webb, que pusieron, como dice Kelf-Cohen, gran confianza en los «expertos independientes y desinteresados» del nuevo Estado socialista. Tenían, como dice el mismo autor,
una gran fe en la capacidad de raciocinio del ser humano, la cual puede ponerse en movimiento siempre que se cuente con datos debidamente recopilados y publicados... Creían, por supuesto, que una vez que el elemento personal representado por los capitalistas hubiera desaparecido, el carácter de todas las personas relacionadas con esas industrias cambiaría profundamente, que las industrias, de hecho, representarían un nuevo modo de vida... Como los Webb no comprendían muy bien la función de dirección y la responsabilidad de la toma de decisiones, que es una parte vital de esa función, no pudieron entender que una aglomeración de comités y de expertos desinteresados continuaría requiriendo una dirección responsable para llevar a cabo esta tarea. Tendieron también a identificar, en el fondo de su mente, la responsabilidad de la dirección con la avidez del capitalismo.[97]
Finalmente, Kelf-Cohen prueba concluyentemente que esa misma ingenuidad la evidenciaron los miembros del gobierno laborista en el período 1945-1950. De hecho, los laboristas británicos no están solos en esa actitud, que es común a todos los defensores de las empresas de propiedad pública administradas sobre una base comercial. A largo plazo, esta actitud no se puede mantener. Los innumerables fracasos de las empresas de propiedad pública los va comprendiendo, lenta pero seguramente, la gran masa del pueblo. La opinión pública se verá obligada a cambiar de acuerdo con ello.
2. Lo que he dicho antes me da la oportunidad de contestar a la segunda pregunta, relacionada con la posibilidad de aplicar en la sociedad actual lo que algunos de mis estimados amigos y oyentes en Claremont llamaban humorísticamente el «modelo Leoni». El desplazamiento del centro de gravedad de los sistemas legales desde la legislación a otros tipos de procesos legislativos no se puede conseguir en un corto plazo. Sí puede, en cambio, ser el resultado de un cambio de la opinión pública sobre la finalidad y el significado de la legislación en relación con la libertad individual. La historia nos muestra otros ejemplos de un proceso similar. La ley de la Grecia clásica, basada en la legislación, dio paso al derecho romano, basado principalmente en la autoridad de los jurisconsultos, la costumbre y la ley judicial. Cuando un emperador romano de descendencia griega, Justiniano, intentó más tarde revivir la idea griega de un derecho legislativo poniendo en vigor, como si fuera un estatuto, una enorme colección de opiniones de los jurisconsultos clásicos romanos, su intento, en último término, sufrió el mismo destino, al convertirse en la base de una ley de juristas que se mantuvo durante siglos hasta los tiempos modernos.
Es verdad que la historia nunca se repite de la misma manera, pero esto no significa que no se repita de manera distinta. Hay países actualmente en los que la función judicial llevada a cabo por jueces oficialmente nombrados por el gobierno, y basada en la ley promulgada, es tan lenta y engorrosa, por no decir tan cara, que la gente prefiere recurrir a árbitros privados para dirimir sus querellas. Además, siempre que la ley promulgada parece demasiado complicada, a menudo el arbitrio tiende a abandonar el fundamento de la ley promulgada para recurrir a otros estándares de juicio. Por otra parte, los hombres de negocios prefieren recurrir, siempre que sea posible, a los pactos, antes que a los juicios oficiales basados en la ley promulgada. Aunque nos faltan datos estadísticos sobre la mayoría de los países, parece razonable pensar que esta tendencia va en aumento, y podría estimarse como un síntoma de un nuevo desarrollo.
Otra indicación de una tendencia en la misma dirección se puede apreciar en la conducta de las personas que, en algunos países, al menos hasta cierto punto, renuncian voluntariamente a su derecho de aprovecharse de ciertos estatutos discriminatorios, tales como los decretos de propietarios y arrendatarios, que permiten a una de las partes violar acuerdos previos, por ejemplo, sobre renovación o no renovación de contratos de alquiler, la capacidad del propietario de aumentar la renta, etc. En estos casos, el intento deliberado hecho por los legisladores de romper, mediante una ley promulgada, convenios previos estipulados y mantenidos libremente, ha resultado un fracaso, pese al evidente interés que una de las partes podría tener en invocar la ley.
Un caso característico de algunas medidas legislativas a este respecto, al menos en ciertos países, es el hecho de que las prácticas discriminatorias introducidas por la ley promulgada eran y/o son obligatorias, esto es, tenían o tienen que hacerse aunque existieran o existan convenios previos entre las partes interesadas, mientras que en otros casos, acuerdos realizados más tarde, a contrapelo de la ley promulgada, se podían violar refiriéndose a dicha ley por una de las partes, quedando la otra parte indefensa. En tales casos, los legisladores estaban evidentemente preocupados por la (para ellos) indeseada posibilidad de que la parte privilegiada pudiera renunciar a sus ventajas estipulando y manteniendo otros convenios, no sólo por unas posibles ideas de honestidad a la hora de hacer o mantener dichos convenios, sino también porque la valoración de sus propios intereses podía diferir de la de los legisladores. En esos casos observamos ejemplos aparentemente paradójicos de una ley no legislada que prevalece sobre la ley promulgada, a la manera de un «derecho consuetudinario» no reconocido, pero aún efectivo.
Un fenómeno más general que se debe tomar en consideración a este respecto es la inobservancia de la ley promulgada en todos los casos en que los sujetos afectados sienten que han sido tratados injustamente por mayorías contingentes de las asambleas legislativas. Tal es lo que ocurre concretamente con la imposición progresiva. Es verdad que hay que distinguir en este aspecto entre diferentes países, pero existen muchas razones para pensar que el fenómeno de la evasión de los impuestos progresivos es mucho más general y extenso en los países occidentales de lo que se admite o reconoce oficialmente.
A este respecto, se podría uno referir a la práctica, cada vez mayor en los Estados Unidos, de crear fundaciones y otras organizaciones exentas de impuestos, cuyo propósito, entre otros, es la transferencia de «capital y de ingresos anuales fuera de una compañía».[98]
No menos interesante a este respecto es la actitud real de la gente frente a la ley que prohíbe hábitos y formas de conducta que se consideran comúnmente, por otro lado, incluidos dentro del campo de la moralidad, y se dejan al juicio de cada uno.
Como signos de una posible remisión de la legislación en estos terrenos se podían citar, por ejemplo, las censuras de algunos sociólogos americanos contemporáneos contra los intentos de poner en vigor normas morales mediante la ley (como ocurre aún en algunos Estados en que, por ejemplo, la gente «vota la ley seca y bebe»), o las recomendaciones de un informe británico muy reciente, en el que se afirma:
No creemos que la función de la ley consista en intervenir en la vida privada de los ciudadanos o en tratar de reforzar cualquier tipo particular de conducta más de lo necesario para llevar a cabo los objetivos que hemos delineado... preservar el orden público y la disciplina, proteger al ciudadano de todo aquello que le ofenda o le dañe, proporcionar suficientes salvaguardas contra la explotación y la corrupción de los demás...[99]
Finalmente, hay que tener en cuenta, para formarse una idea adecuada de los límites de una legislación, oficialmente «vigente» pero en muchos casos no efectiva, la ignorancia de lo que muchas normas verdaderamente exigen, e incluso de su misma existencia, y la correspondiente negligencia del hombre de la calle para mantenerse en el terreno de la ley promulgada (pese a la regla clásica de que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento).
Cuanto más consciente sea la gente de estos límites de la legislación, tanto más se acostumbrará a la idea de que la legislación actual, con su pretensión de abarcar todos los modelos de conducta humana, en realidad es mucho menos capaz de organizar la vida social de lo que sus defensores parecen creer.
3. A la tercera pregunta responderé que la «regla de oro» mencionada en las páginas precedentes no se podría cambiar por una norma aproximada que bastase por sí misma para capacitarnos para decir cuándo hay que recurrir a la legislación en lugar de al derecho consuetudinario. Evidentemente, se precisan otros requisitos para decidir si la legislación es necesaria o no en una situación particular. La «regla de oro» posee sólo una acepción negativa, ya que su función no es organizar la sociedad, sino evitar, en lo posible, la supresión de la libertad individual en las sociedades organizadas. Sin embargo, nos permite esbozar algunos límites a este respecto, a los que me referí en la Introducción al resumir por anticipado algunos de los puntos tratados en este libro, cuando dije que deberíamos rechazar la legislación siempre que: a) se utilice meramente como un medio de someter minorías, tratándolas como perdedores, y b) sea posible que los individuos alcancen sus propios objetivos sin depender de la decisión de un grupo y sin coartar realmente a ninguna otra persona para que haga lo que nunca haría sin esa coacción.
Otro criterio, ya anticipado en la Introducción, y que resulta de la «regla de oro», es que los supuestos beneficios del proceso legislativo, comparados con otros procesos de formación de leyes, deberían ponerse en evidencia con todo cuidado en todos aquellos casos en que el proceso legislativo no se rechace debido a las razones antes citadas. Todo aquello para lo que no se pueda probar positivamente que la legislación vaya a ser útil debería ser abandonado al área del derecho consuetudinario.[100]
Estoy de acuerdo en que el intento de definir, sobre estos fundamentos, los límites entre las áreas que se adjudicarán a la legislación y al derecho consuetudinario resultará probablemente muy difícil en muchos casos, pero las dificultades no constituyen ninguna buena razón para renunciar al intento.
Por otra parte, si fuera posible delinear por anticipado todas las aplicaciones de la «regla de oro» a la definición de los límites entre el área del derecho consuetudinario y la de la legislación y si, además, estas aplicaciones se incluyeran en el presente libro, el propósito entero de mi tesis quedaría minado por su base, ya que las propias aplicaciones se podrían considerar como si constituyeran las cláusulas de un código. Sería totalmente ridículo atacar la legislación y, al mismo tiempo, presentar el borrador de un código propio. Lo que cada uno debe conservar siempre en su mente es que, de acuerdo con el derecho consuetudinario o con el punto de vista de la ley de los juristas, la aplicación de normas es un proceso continuado. Nadie puede culminar este proceso por sí mismo y dentro de su propio tiempo de vida. Debo añadir que, según yo creo, todos deberían tratar de impedir que cualquier persona intente hacer eso.
4. La cuarta pregunta —«¿quién nombrará los jueces, o los magistrados, u otros honoratiores, para que lleven a cabo la tarea de definir la ley?»—, como la anterior, puede originar confusión. Una vez más, parece darse a entender que el proceso de nombrar jueces, o similares, así como el de definir los límites entre las respectivas áreas de la legislación y del derecho consuetudinario, debe llevarse a cabo por ciertas personas definidas en un momento dado. Carece de importancia establecer por anticipado quién nombrará a los jueces, ya que, en un sentido, todo el mundo podría hacerlo, como ocurre en cierta medida cuando las personas recurren a árbitros privados para dirimir sus propias disputas. El nombramiento de jueces por parte de las autoridades se lleva a cabo, en general, según los mismos criterios que utilizaría el hombre de la calle. En efecto, el nombramiento de jueces no es un problema tan especial como lo sería, por ejemplo, el de «nombrar» médicos o doctores, u otros tipos de personas doctas y expertas. La aparición de personas profesionales de calidad en cualquier sociedad sólo aparentemente se debe a nombramientos oficiales. De hecho, se basa en un amplio consenso de los clientes, colegas y público en general, consenso sin el que ningún nombramiento resulta de verdad efectivo. Por supuesto, la gente se puede equivocar sobre el verdadero valor elegido, pero estas dificultades de elección son inevitables siempre. Después de todo, lo que importa no es quién nombrará a los jueces, sino cómo trabajarán los jueces.
Ya hice notar en la introducción la posibilidad de que la ley judicial pueda sufrir ciertas desviaciones cuyo efecto sea la reintroducción del proceso legislativo bajo un disfraz judicial. Esto tiende a ocurrir, en primer lugar, cuando los tribunales supremos están autorizados para decir la última palabra en la resolución de los casos que ya han sido examinados por tribunales inferiores y cuando, además, las decisiones de los tribunales supremos sientan precedentes de cara a decisiones similares por parte de todos los jueces en el futuro. Siempre que esto ocurre, la posición de los miembros de los tribunales supremos es bastante similar a la de los legisladores, aunque en modo alguno idéntica.
De hecho, el poder de los tribunales supremos resulta habitualmente más importante bajo un sistema de derecho consuetudinario que bajo cualquier otro sistema legal centrado en la legislación. Estos últimos intentan conseguir la «consistencia de la decisión judicial» mediante la fuerza obligatoria de reglas formuladas con precisión. El primero, por lo general, realiza la tarea de introducir y mantener esa consistencia mediante el principio del precedente, siempre que una opinión común de los jueces o abogados fuera problemática. De hecho, todos los sistemas de derecho consuetudinario estuvieron y están probablemente basados, de una u otra manera, en el principio del precedente (o del «presidente», como los juristas ingleses de la Edad Media acostumbraban a decir), aunque este principio no debe confundirse por las buenas con el del precedente de fuerza obligatoria de los sistemas de derecho consuetudinario de los países anglosajones en el momento presente.
Hoy, tanto los legisladores como los jueces de los tribunales supremos realizan la tarea de encarrilar el sistema legal y, precisamente por ello, tanto los legisladores como los jueces de los tribunales supremos pueden estar en la situación de imponer su voluntad personal a un gran número de disconformes. Ahora bien, si admitimos que tenemos que reducir los poderes de los legisladores para restaurar en lo posible la libertad individual, entendida como ausencia de coacción, y si estamos de acuerdo también en que la «consistencia de la decisión judicial» debe quedar reservada al único propósito de permitir a los individuos que hagan sus propios planes futuros, no podemos menos de sospechar que el establecimiento de un sistema legal que pudiera resultar en una intensificación de los poderes de individuos particulares, tales como los jueces de los tribunales supremos, constituiría una alternativa engañosa.
Afortunadamente, incluso los tribunales supremos no están en absoluto en la misma posición práctica que los legisladores. Después de todo, no sólo los tribunales inferiores, sino también los tribunales supremos, están capacitados para decidir sólo si las partes interesadas lo piden; y aunque los tribunales supremos, a este respecto, están en una situación distinta de la de los tribunales inferiores, no dejan de estar sujetos a «interpretar» la ley en vez de promulgarla. Es verdad que la interpretación puede dar como resultado una legislación o, para decirlo mejor, una legislación subrepticia, siempre que los jueces saquen punta al significado de reglas escritas existentes con el propósito de llegar a una acepción completamente nueva, o cuando dan la vuelta a sus propios precedentes de una manera abrupta. Pero esto no da pie a la conclusión de que los tribunales supremos estén en la misma posición que los legisladores, los cuales pueden, como diría sir Carleton Kemp Allen, «hacer nueva ley en un sentido totalmente excluido a los jueces».[101]
Por otro lado, con el sistema del precedente «obligatorio», los tribunales supremos pueden estar también sujetos, lo mismo que la Cámara de los Lores de Gran Bretaña, por sus propios precedentes, y mientras que los tribunales inferiores están oficialmente sometidos a las decisiones de los tribunales más altos, «el funcionario judicial más humilde [tal y como dice el autor antes mencionado, con toda razón] deberá decidir por sí mismo si está o no, en circunstancias dadas, obligado por una decisión previa» de los tribunales superiores o incluso de los supremos.[102] Evidentemente, esto constituye una considerable diferencia entre los jueces de los tribunales supremos y los legisladores, en lo que concierne a la indeseable imposición de sus respectivas voluntades sobre un número posiblemente grande de otras personas que disienten. Por supuesto, puede existir una gran diferencia entre un tribunal supremo y otro, a este respecto. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que el poder del Tribunal Supremo de los Estados Unidos es mucho más amplio que el del correspondiente tribunal supremo de Gran Bretaña, esto es, la Cámara de los Lores. La diferencia más clara entre ambos sistemas anglosajones es la existencia de una constitución escrita en el americano, cuyo equivalente no existe en el sistema británico. Algunos teóricos americanos han señalado ya en los últimos tiempos[103] que el problema del precedente, cuando existe una constitución escrita, es enteramente distinto del que se crea en la simple jurisprudencia.
Además del problema de la ambigüedad [esto es, en los términos de la Constitución] y del hecho de que los creadores [de ella] pueden haber tenido in mente un instrumento de fuerza creciente, existe la influencia de la deificación de la Constitución. Esta influencia proporciona una gran libertad al tribunal. Siempre se puede dejar a un lado lo que se ha dicho para volver al documento escrito mismo. Esto proporciona libertad mayor de la que habría si no existiera ese documento... En realidad, al admitir la apelación a la Constitución, aumenta el libre arbitrio del tribunal... El posible resultado de esto en algunos terrenos puede parecer alarmante.[104]
En tales casos, como añade sabiamente el autor (citando al juez Frankfurter del Tribunal Supremo de los Estados Unidos), «la protección hay que encontrarla, en último término, en el mismo pueblo».
De hecho, se podría desarrollar fácilmente un sistema de controles y equilibrios dentro del poder judicial, a este respecto, tal y como se ha desarrollado un sistema correspondiente, especialmente en los Estados Unidos, entre las diferentes funciones o «poderes» de la organización política. Si la situación de un tribunal supremo como el de Gran Bretaña, que está atado por sus precedentes, parece inadecuada para hacer frente a los cambios y a las nuevas exigencias, y se parte de la base, por el contrario, de que un tribunal supremo debe poder volver sobre sus precedentes o cambiar sus interpretaciones previas de la ley escrita, esto es, de la constitución escrita, como la Corte Suprema de los Estados Unidos, se podrían aún introducir artificios especiales para limitar el poder de los tribunales supremos en lo que concierne al carácter obligatorio de sus decisiones. Por ejemplo, se podría exigir unanimidad para decisiones que revocan precedentes hace largo tiempo establecidos o que cambian sustancialmente interpretaciones previas de la constitución. Aún se podrían inventar otros controles; no es mi tarea sugerirlos aquí.
Lo que se ha señalado en cuanto a la posición de los tribunales supremos en comparación con la de los legisladores es aún más evidentemente cierto en lo que se refiere a los tribunales inferiores y a los jueces ordinarios en general. Éstos no se pueden considerar como legisladores, no sólo por su actitud psicológica hacia la ley, que más bien pretenden «descubrir» que «crear»,[105] sino también, y sobre todo, por su dependencia fundamental de las partes interesadas en el proceso de «hacer» la ley. La insistencia sobre el papel de la interferencia de los factores personales en este proceso de hacer la ley no nos puede hacer olvidar este hecho básico. Algunas personas se han inquietado mucho por el hecho de que los sentimientos privados y las situaciones personales de los jueces puedan posiblemente interferir en su función judicial. Uno se asombra de que estas personas, al parecer, no hayan prestado atención al hecho correspondiente, y mucho más importante, de que los sentimientos privados y las situaciones personales puedan interferir también en la actividad de los legisladores y, a través de ella, mucho más profundamente, en la actividad de todos los miembros de la sociedad afectada. Si no se pueden evitar esas interferencias, y si estamos en posición de elegir, parece mucho más razonable preferir aquellas cuyas consecuencias sean mucho menos profundas y decisivas.
5. La quinta pregunta es: ¿cómo podrían los jueces, mejor que los legisladores, escapar a la tendencia contemporánea contra la libertad individual?
Para dar una respuesta razonable a esta pregunta deberíamos distinguir primero entre los jueces de los tribunales inferiores y los de un tribunal supremo. Además, deberíamos distinguir entre los jueces del tribunal supremo que están en situación de cambiar la ley evocando sus precedentes y aquellos que no pueden hacerlo. Es evidente que, sea cual fuere la actitud personal de un juez hacia la tendencia antes mencionada, los jueces de los tribunales inferiores están limitados en su capacidad de seguir la tendencia, siempre que entre en contradicción con la opinión de los tribunales superiores. Los jueces que pertenecen a los tribunales superiores están limitados, a su vez, si no pueden revocar a voluntad sus precedentes, o si existe algún artificio, como la exigencia de unanimidad, para limitar los efectos de sus decisiones sobre el sistema legal global.
Además, aunque concedamos que los jueces no pueden escapar a esa tendencia contemporánea contra la libertad individual, debemos admitir que la función de la naturaleza de su posición frente a las partes interesadas exige sopesar sus argumentos. Una negativa a priori, para admitir y pesar argumentos, evidencias, etc., sería inconcebible de acuerdo con los procedimientos habituales de todos los tribunales, al menos en el mundo occidental. Las partes son iguales frente al juez, en el sentido de que disponen de plena libertad para presentar pruebas y argumentos. No constituyen un grupo en el que las minorías en desacuerdo se pliegan ante las mayorías triunfantes; y tampoco se puede decir que todas las partes interesadas en casos más o menos similares, decididos en momentos diferentes por jueces distintos, constituyen un grupo en el que las mayorías prevalecen y las minorías han de ceder. Por supuesto, los argumentos pueden ser más o menos fuertes, de la misma manera que pueden serlo los compradores y vendedores del mercado, pero el hecho de que cada una de las partes pueda presentarlos es comparable al hecho de que una persona puede competir individualmente con todos los demás en el mercado para comprar o vender. El proceso entero implica la posibilidad básica de un equilibrio, en un sentido muy similar al del mercado, y especialmente al de un mercado en el que los precios pueden ser fijados por árbitros que están autorizados a hacerlo por las partes interesadas. Desde luego, hay diferencias entre este último tipo de mercado y el usual. Dado que las partes han autorizado al árbitro a ultimar la negociación fijando los precios, se han comprometido por anticipado a comprar o vender a esos precios, mientras que en el mercado usual no existe ese compromiso hasta que las partes interesadas se hayan puesto de acuerdo sobre el precio.
A este respecto, la posición de las partes ante un juez es similar, hasta cierto punto, a la de los individuos que pertenecen a un grupo. Ni la parte perdedora en un juicio ni la minoría disidente en un grupo están en situación de rehusar o negarse a aceptar la decisión final. Por otra parte, sin embargo, el compromiso de las partes ante el juez tiene límites muy definidos, no sólo en lo que concierne a la decisión final, sino también en relación al proceso por el que dicha decisión se hizo. Pese a todas las formalidades y reglas artificiales del procedimiento, el principio subyacente de un juicio es determinar cuál de las partes tiene razón y cuál está equivocada, sin que exista ninguna discriminación automática del tipo habitual en las decisiones de grupo, por ejemplo, la regla de la mayoría.
Otra vez tiene la historia algo que enseñarnos sobre esto. La imposición por la fuerza de las decisiones judiciales es un desarrollo comparativamente tardío del proceso legislativo mediante jueces, abogados y personas de este tipo.
En realidad, la puesta en vigor de una decisión realizada sobre una base fundamentalmente teórica (esto es, averiguando cuál de las partes tiene razón según ciertos estándares reconocibles) se estimó durante mucho tiempo como algo incompatible con cualquier puesta en vigor de dicha decisión por medio de cualquier tipo de intervención coactiva contra la parte perdedora. Esto explica por qué, por ejemplo, en el antiguo procedimiento judicial griego, el cumplimiento de las decisiones judiciales quedaba a cargo de las partes, que habían jurado respetar la decisión del juez; y por qué en todo el mundo clásico los reyes y otros jefes militares acostumbraban a despojarse de los emblemas de su poder cuando algunas partes les pedían que decidieran un caso.
La misma idea de una diferencia entre el tipo de las decisiones judiciales y otras decisiones relacionadas con cuestiones militares o políticas subyace a la distinción fundamental entre el poder gubernativo (gubernaculum) y la función judicial (jurisdictio), que el famoso abogado inglés de la Edad Media Bracton solía resaltar tanto. Aunque esta distinción estuvo, y vuelve a estar ahora, en peligro de perderse debido a los ulteriores desarrollos de la historia constitucional inglesa, su importancia para la conservación de la libertad individual contra el poder del gobierno en este país y, hasta cierto punto, en otros que han imitado a Inglaterra en los tiempos modernos, es difícil de exagerar para todos aquellos que conocen esa historia.[106] Por desgracia, el abrumador poder de los parlamentos y de los gobiernos tiende hoy a oscurecer la distinción entre el poder legislativo o el ejecutivo, por un lado, y el poder judicial, por el otro, distinción que se ha considerado como una de las glorias de la constitución inglesa desde los tiempos de Montesquieu. Esta distinción, sin embargo, se basa en una idea que la gente, hoy en día, parece incapacitada de comprender: la formación de la ley es mucho más un proceso teórico que un acto de voluntad, y como tal proceso teórico no puede ser el resultado de decisiones emanadas de grupos de poder a expensas de las minorías en desacuerdo.
Si hoy se vuelve a comprender la importancia básica de esta idea, la función judicial recobrará su verdadero significado y las asambleas legislativas o los comités cuasilegislativos perderán su importancia ante el hombre de la calle. Por otro lado, ningún juez podría ser tan poderoso como para distorsionar, por su actitud personal, el proceso a través del cual los argumentos de las partes compiten unos con otros, y dominar a su voluntad una situación similar a la que Tennyson describió como sigue:
donde la libertad se va ensanchando de precedente en precedente
Notas al pie de página
[96] R. Kelf-Cohen, Nationalization in Britain: The End of a Dogma, Macmillan, Londres 1958; prefacio, p. V.
[97] Ibid., p. 12.
[98] Véase sobre esto M. Friedman, op. cit., pp. 290 y ss, y citas incluidas.
[99] Informe Wolfenden, Comité de Ofensas Homosexuales y Prostitución (1959). Sin embargo, como ejemplo de un punto de vista contrario, «reaccionario», podemos citar la «Maccabean lecture in jurisprudence», dada en la Academia Británica por el honorable sir Patriek Devlin, en marzo de 1959, y publicada por Oxford University Press bajo el título The Enforcement of Morals.
[100] Una manera práctica de reducir el ámbito de la legislación podría ser recurrir a la legislación misma; por ejemplo, introduciendo una cláusula en las constituciones escritas de los países interesados con el objeto de impedir que los cuerpos legislativos promulguen estatutos sobre ciertas cuestiones y/o requiriendo la unanimidad, o mayorías cualificadas, para que cierto tipo de estatutos puedan hacerse vigentes. Especialmente, el requisito de mayorías cualificadas podría evitar que algunos grupos, dentro de un cuerpo legislativo, sobornen a otros, en perjuicio de minorías disconformes, haciendo indispensable el consentimiento de esas minorías para la aprobación de la ley. Este procedimiento lo sugirió el profesor James Buchanan en la reunión de la sociedad Mont Pèlerin, en Oxford, Inglaterra, en septiembre de 1959.
[101] Carleton Kemp Allen, Law in the Making, 5.ª ed., Clarendon Press, Oxford 1951, p. 287.
[102] Ibid., p. 269.
[103] Véase, por ejemplo, F.H. Levi, An Introduction to Legal Reasoning, 4.ª ed., University of Chicago Press, 1955, p. 41 y ss.
[104] Ibid., pp. 41-43.
[105] Como diría Carleton Kemp Allen, los jueces «hacen» la ley sólo en un sentido secundario, lo mismo que «un hombre que saca leña de un árbol, en un sentido, ha hecho la leña... Los hombres, con todos sus recursos e inventiva, tienen una capacidad creativa limitada por la materia física disponible. De la misma forma, el poder creador de los tribunales está limitado por el material legal existente a su disposición. Encuentran ante sí el material y lo conforman. Un cuerpo legislativo puede elaborar un material completamente nuevo», op. cit., p. 288.
[106] La exposición más certera y brillante de este punto que yo conozco es la contenida en Constitutionalism: Ancient and Modern, de Charles Howard McIlwain, Cornell University Pres, publicado por primera vez en 1940 y reeditado posteriormente.