Capítulo I¿Qué libertad?
Abraham Lincoln, en un discurso pronunciado en Baltimore en 1864, reconoció la dificultad de definir la «libertad» y el hecho de que la guerra civil entre el Norte y el Sur estaba basada, en cierto sentido, en un equívoco relacionado con esta palabra. «El mundo», dijo, «nunca ha tenido una buena definición de la palabra libertad... Utilizamos la misma palabra, pero no queremos decir la misma cosa.»[23]
Realmente, no es fácil definir la «libertad», ni captar completamente la importancia que ello tiene. Si queremos definir la «libertad», primero debemos decidir el propósito de nuestra definición. Una manera «realista » de abordar el problema elimina la dificultad preliminar: «libertad» es algo que está simplemente «ahí», y la única cuestión es encontrar las palabras adecuadas para describirlo.
Un ejemplo de definición «realista» de libertad es la que da lord Acton al comienzo de su Historia de la Libertad. «Por libertad entiendo la seguridad de que todo hombre tendrá la protección que necesite para hacer lo que cree que es su deber frente a la influencia de la autoridad y de las mayorías, de la costumbre y de la opinión.»
Muchos críticos dirían que no hay ninguna razón para llamar «libertad » sólo a la seguridad de que todo hombre estará protegido para hacer lo que cree que es su deber, y no, por ejemplo, su derecho, o su placer; tampoco hay razones para decir que esta protección debería asegurarse sólo contra mayorías, o la autoridad, y no contra minorías o ciudadanos individuales.
En realidad, cuando lord Acton, en Bridgenorth, en 1887, pronunció su famosa serie de conferencias sobre la historia de la libertad, el respeto conferido a las minorías religiosas por las autoridades inglesas y por la mayoría de los ingleses continuaba siendo uno de los temas de discusión más importantes de la vida política de la época victoriana en el Reino Unido. Con la abolición de leyes discriminatorias, como la Corporation Act de 1661 y la Test Act de 1673, y con la admisión, en 1870, de los protestantes disidentes y de los católicos (los papistas, como eran denominados) en las universidades de Oxford y Cambridge, las llamadas iglesias libres acababan de ganar una batalla que había durado dos siglos. Anteriormente, estas universidades habían estado abiertas sólo a los estudiantes que pertenecían a la iglesia reformada de Inglaterra. Lord Acton, como es sabido, era católico, y por esta razón no había podido, contra su voluntad, entrar en Cambridge. La «libertad» que tenía en mente era la que Franklin Delano Roosevelt, en el más famoso de sus slogans, denominó «libertad de religión». Lord Acton, como católico, pertenecía a una minoría religiosa en un momento en que el respeto hacia las minorías religiosas en Inglaterra comenzaba a prevalecer frente a la hostilidad de las mayorías anglicanas y frente a decretos de la autoridad jurídica, como, por ejemplo, la Corporation Act. Así, lo que quería decir con «libertad» era libertad religiosa. Muy probablemente, esto mismo era también lo que los miembros de las iglesias libres en el Reino Unido y muchas otras personas de la era victoriana entendían por «libertad», término entonces ampliamente relacionado, entre otras cosas, con tecnicismos legales como la Corporation Act o la Test Act. Pero lo que lord Acton hizo en sus conferencias fue presentar esta idea de «libertad» como libertad tout court.
Esto sucede frecuentemente. La historia de las ideas políticas ofrece muchas definiciones semejantes a la de lord Acton.
Un planteamiento más riguroso del problema de definir la «libertad» exigiría una investigación preliminar. «Libertad» es, ante todo, una palabra. No diré que sea solamente una palabra, como sostienen varios representantes de la escuela analítica contemporánea, en lo que ellos mismos califican como revolución filosófica. Los pensadores que empiezan afirmando que algo es simplemente una palabra, para concluir que no es más que una palabra, me recuerdan el dicho de que no se debe tirar al niño con el agua de la bañera.
No obstante, el simple hecho de que «libertad» sea ante todo una palabra requiere, creo, algunas observaciones preliminares de tipo lingüístico.
El análisis lingüístico ha recibido una atención creciente en ciertas esferas, especialmente después de la segunda guerra mundial, pero aún no es muy popular. A muchos no les gusta o les tiene sin cuidado. Las personas instruidas que no se dedican a cuestiones filosóficas o filológicas tienden a considerarlo más o menos como una ocupación inútil. Tampoco nos puede animar mucho el ejemplo de la filosofía analítica actual. Después de enfocar su atención sobre problemas lingüísticos, convirtiéndolos en centro de sus investigaciones, parece inclinarse a destruir por completo, en vez de analizarlo, el propio significado de las palabras que pertenecen al vocabulario de la política. Además, el análisis lingüístico no es fácil. Pero creo que resulta particularmente necesario en estos tiempos de confusión semántica.
Cuando pretendemos definir o simplemente designar lo que generalmente se denomina una cosa «material», nos resulta relativamente fácil que nuestros interlocutores nos comprendan. Si surge cualquier duda sobre el significado de nuestras palabras, es suficiente para eliminar el equívoco señalar simplemente la cosa que estamos denominando o definiendo. Así, dos palabras diferentes que se refieren a una misma cosa y que utilizamos respectivamente nosotros y nuestro interlocutor, podría probarse que son equivalentes. Podríamos sustituir la una por la otra, ya hablemos el mismo lenguaje los dos (como ocurre en el caso de los sinónimos) o diferentes lenguajes (como hacemos en el caso de una traducción).
Este simple método de señalar cosas materiales es la base de toda conversación entre personas que hablan lenguajes diferentes, o las que hablan un lenguaje y las que aún no lo hacen: por ejemplo, los niños. Esto es lo que hizo posible que los primeros exploradores europeos se hicieran comprender por los habitantes de otras partes del mundo, y lo que hace posible que miles de turistas americanos contemporáneos pasen sus vacaciones, por ejemplo, en Italia sin saber una sola palabra de italiano. A pesar de su ignorancia, los camareros, taxistas y porteros italianos les entienden perfectamente en muchos menesteres prácticos. El factor común en toda conversación es la posibilidad de señalar las cosas materiales, tales como el alimento, el equipaje, etc. Ciertamente, no resulta siempre posible señalar las cosas materiales a que nos referimos con nuestras palabras. Sin embargo, siempre que dos palabras diferentes se refieren a cosas materiales, resultan fácilmente intercambiables. Los naturalistas se ponen fácilmente de acuerdo sobre el empleo de palabras que designan fenómenos recientemente descubiertos. De ordinario, eligen términos griegos o latinos, y su método tiene éxito, ya que cualquier duda se puede evitar señalando los fenómenos que se designan con dichas palabras.
Esto nos recuerda la sabiduría de la réplica que un viejo pedagogo de la escuela de Confucio dio a su discípulo celestial, un emperador chino muy joven a quien su profesor había preguntado el nombre de ciertos animales que encontraron mientras paseaban por el campo. El joven emperador replicó: «Son ovejas.» «El hijo del cielo tiene toda la razón» —dijo el pedagogo cortésmente—; «debo añadir solamente que a este tipo de ovejas se les suele llamar cerdos.»
Por desgracia, resulta mucho más difícil definir las cosas que no son materiales, sobre todo si nuestro interlocutor no conoce el significado de la palabra que usamos. En tal caso, no le podemos señalar ningún objeto material. La manera de entendernos cada uno de nosotros es totalmente distinta, y resulta necesario recurrir a otros sistemas para descubrir algún factor común, si lo hay, entre nuestro lenguaje y el suyo. Aunque este hecho parece banal y evidente en sí mismo, no se hace notar, o al menos no se recalca suficientemente, cuando se reflexiona sobre el uso de nuestro lenguaje. Estamos tan acostumbrados a nuestros vocabularios, que olvidamos la importancia que damos a poder señalar cosas cuando iniciamos nuestro proceso de aprendizaje. Nos inclinamos a pensar nuestros progresos lingüísticos, fundamentalmente, en términos de definiciones que hemos leído simplemente en un libro. Por otra parte, dado que muchas de estas definiciones se refieren a cosas materiales, nos comportamos a menudo como si las cosas no materiales estuvieran simplemente «ahí» y como si la cuestión se redujera a asociarlas a una definición verbal.
Esto explica ciertas tendencias metafísicas entre aquellos antiguos filósofos griegos que se ocuparon de las cosas inmateriales —de la justicia, por ejemplo— como si fueran similares a las cosas visibles, materiales. También explica ciertos intentos más recientes de definir la «ley» o el «Estado» como si se tratara de entidades similares al sol o a la luna. Como el profesor Glanville Williams señala en su ensayo sobre las controversias relativas a la palabra «ley», el jurista inglés John Austin, el célebre fundador de la jurisprudencia, sostenía que su definición de «ley» correspondía a «una definición correcta de la ley», sin dudar lo más mínimo que existiera una cosa tal como «una definición correcta de la ley». Hoy en día, una idea bastante parecida a la de Austin ha sido propuesta por el conocido profesor Hans Kelsen, que en su Teoría general del Derecho y del Estado (1947) alardeó, y todavía lo hace, de haber descubierto que lo que «se llama propiamente» el «Estado» no es sino el orden jurídico.
La ingenua creencia de que las cosas no materiales se pueden definir fácilmente termina bruscamente tan pronto como intentamos traducir, por ejemplo, al italiano, al francés o al español, términos jurídicos tales como «trust», «equity» o «common law». En todos estos casos, no sólo somos incapaces de señalar cualquier cosa material que pudiera permitir a un italiano, a un francés o a un español entender lo que queremos decir, sino que ni siquiera podemos encontrar un diccionario italiano, francés o español que nos dé las palabras correspondientes en estos idiomas. Así, notamos que algo se ha perdido al pasar de un lenguaje al otro. En realidad, no se ha perdido nada. El problema es que ni los franceses, ni los italianos, ni los españoles tienen exactamente los mismos conceptos que denotan las palabras inglesas «trust», «equity» y «common law». En cierto sentido, «trust», «equity» y «common law» son entidades, pero como ni los americanos ni los ingleses pueden señalarlas simplemente a un francés, a un italiano o a un español, es difícil que éstos puedan entenderles en una cuestión tal.
Este hecho es lo que hace casi imposible traducir un libro de derecho inglés o americano al alemán o al italiano. Muchas palabras no se podrían traducir a los correspondientes términos del otro idioma, ya que éstos simplemente no existen. En lugar de una traducción, sería necesario recurrir a una explicación larga, engorrosa y complicada del origen histórico de muchas instituciones, de su manera actual de funcionar en los países anglosajones y de la función análoga de instituciones similares, si las hay, en la Europa continental. A su vez, los europeos no podrían señalar a los americanos o a los ingleses nada material para indicarles un conseil d’état, una préfecture, una cour de cassation, una corte costituzionale, o cosas parecidas.
Estas palabras, a menudo, están tan firmemente radicadas en un determinado ambiente histórico, que no podemos encontrar términos correspondientes en los lenguajes de otros ambientes.
Naturalmente, los especialistas de derecho comparado han intentado muchas veces establecer un puente entre las tradiciones jurídicas europea y anglosajona. Así, existe un ensayo muy reciente, contenido en la Bibliographical Guide to the Law of the United Kingdom, publicada por el London Institute of Advanced Legal Studies y destinada fundamentalmente a estudiantes extranjeros, esto es, a los que se ocupan del «derecho civil». Sin embargo, un ensayo no es un diccionario, y esto es precisamente lo que quiero hacer observar.
Así, la ignorancia recíproca es el resultado de la existencia de instituciones distintas en países diferentes, y la ignorancia histórica es el resultado de los cambios institucionales dentro de un mismo país. Como nos recuerda sir Carleton Kemp Allen en su libro Aspects of Justice (1958), casi todos los informes ingleses sobre casuística medieval resultan hoy sencillamente imposibles de leer, no sólo porque están escritos —como dice agudamente— en «latín macarrónico» y «francés gabacho », sino también porque los ingleses (y todas las demás personas) no tienen hoy esas instituciones.
Desgraciadamente, ésta no es la única dificultad derivada del hecho de no poder señalar cosas materiales a la hora de definir los conceptos jurídicos. Palabras que aparentemente tienen el mismo sonido, pueden poseer significados completamente diferentes según el momento y el lugar.
Esto sucede a menudo con términos no técnicos o palabras que originariamente tuvieron un empleo técnico, pero que se han introducido en el lenguaje de cada día con cierta negligencia, sin que se preste mayor atención a su sentido técnico, o incluso sin reconocerlo. Si resulta desafortunado que palabras estrictamente técnicas, tales como las que pertenecen, por ejemplo, al lenguaje jurídico, no se puedan traducir a palabras correspondientes de otros idiomas, aún es más lamentable que términos no técnicos o semitécnicos se puedan traducir demasiado fácilmente por otras palabras del mismo idioma, o en términos emparentados de otros idiomas que tengan un sonido similar. En el primer caso, se crea una confusión entre palabras que, en realidad, no son sinónimas, mientras que en el último caso las personas que hablan diferentes idiomas creen que el significado que asignan a una palabra de su lenguaje corresponde a un significado diferente que otra persona atribuye a un término aparentemente similar en el suyo.
Muchas palabras que pertenecen tanto al lenguaje de la economía como al de la política son típicas a este respecto. El filósofo alemán Hegel dijo una vez que cualquier persona puede juzgar de la conveniencia de una institución jurídica, aun sin ser abogado, lo mismo que cualquiera, aunque no sea zapatero, puede decir si un par de zapatos es adecuado o no para sus pies. No parece que esto pueda aplicarse a todas las instituciones jurídicas. Pocas personas dudan verdaderamente o se muestran inquisitivas acerca del alcance de instituciones jurídicas tales como los contratos, los medios de prueba, etc. Sin embargo, mucha gente cree que las instituciones políticas y económicas son cosa suya. Sugieren, por ejemplo, que los gobiernos deben adoptar o rechazar esta o la otra política, para, por decirlo así, enderezar la situación económica de un país o modificar los términos del comercio internacional.
Todas estas personas hacen uso de lo que llamamos «lenguaje ordinario », que comprende muchas palabras que originalmente pertenecieron a vocabularios técnicos tales como el jurídico o el económico. Estos lenguajes utilizan las palabras de una manera definida y carente de ambigüedad. Sin embargo, tan pronto como estos términos técnicos se introducen en el lenguaje ordinario, rápidamente se convierten en palabras no-técnicas o semitécnicas (utilizo el término «semi» lo mismo que en la expresión «semicocido»), porque nadie se molesta en tener en cuenta su significado original en los lenguajes técnicos, o en precisar para ellas un nuevo significado en el lenguaje ordinario.
Cuando, por ejemplo, las personas hablan de «inflación» en América, habitualmente dan a entender un aumento de precios. Sin embargo, hasta hace muy poco, la gente quería decir normalmente con «inflación» (y en Italia todavía siguen queriendo significar esto mismo) un aumento en la cantidad de dinero circulante en el país. Así, la confusión semántica que puede surgir a consecuencia del uso ambiguo de esta palabra, originalmente técnica, arranca amargas lamentaciones de los economistas que, como el profesor Ludwig von Mises, mantienen que el aumento de los precios es una consecuencia del incremento de la cantidad de dinero circulante en el país. El empleo de la misma palabra «inflación» para significar cosas diferentes lo consideran estos economistas como una tendencia a confundir la causa con sus efectos y adoptar un remedio incorrecto.
Otro ejemplo notable de una confusión parecida lo ofrece el uso contemporáneo de la palabra «democracia» en diversos países y por gentes distintas. Este término pertenece al lenguaje de la política y de la historia de las instituciones políticas. Sin embargo, también pertenece al lenguaje ordinario, y ésta es la razón por la que, en el momento presente, se aprecia un elevado grado de confusión entre la gente, que utiliza esa misma palabra con significados totalmente distintos; por ejemplo, el hombre de la calle en América y los gobernantes rusos.
Me atrevo a sugerir que una razón especial de por qué los significados de las palabras semitécnicas tienden a confundirse, es que dentro de los lenguajes técnicos (tales como el de la política) el significado de estas palabras estaba conectado originalmente con otros términos técnicos, que a menudo no han llegado a introducirse en el lenguaje ordinario, por el simple motivo de que no se podían traducir a él fácilmente, o en manera alguna. Así se han perdido aplicaciones que proporcionaban al empleo original de una palabra un significado inequívoco.
«Democracia», por ejemplo, era una palabra que pertenecía al lenguaje de la política en Grecia en el tiempo de Pericles. No podemos comprender su significación sin referirnos a términos técnicos tales como polis, demos, ecclesía, isonomía, etc., de la misma manera que no podemos entender el significado de la «democracia» suiza contemporánea sin referirnos a términos técnicos tales como Landsgemeinde, referendum, etc. Observemos que palabras como ecclesía, polis, Landsgemeinde y referendum generalmente se citan en otros idiomas sin intentar traducirlas, ya que no existen términos satisfactorios para ello.
Los términos semitécnicos o no técnicos, al carecer de su conexión original con otras palabras técnicas, a menudo van al garete en el lenguaje ordinario. Su significado puede cambiar según las personas que los utilicen, aunque su sonido sea siempre el mismo. Para hacer las cosas aún más difíciles, significados distintos de una misma palabra pueden resultar mutuamente incompatibles en ciertos respectos, y ésta es una causa continua no sólo de malentendidos, sino incluso de disputas verbales, o aún peor.
Las cuestiones políticas y económicas son las víctimas principales de esta confusión semántica, cuando, por ejemplo, diversos tipos de conducta implicados por distintos significados de una misma palabra resultan ser mutuamente incompatibles, y se intenta conceder a todos ellos un lugar en el mismo sistema jurídico y político.
No pretendo que esta confusión, que es una de las características más obvias de la historia de los países occidentales en el momento presente, sea sólo semántica, pero sí que es también semántica. Hombres como Ludwig von Mises y F. A. Hayek han señalado en diversas ocasiones la necesidad de que no sólo los economistas sino también los científicos políticos acaben con las confusiones semánticas. Es muy importante que la gente instruida colabore en la eliminación de la confusión semántica en el lenguaje de la política tanto como en el lenguaje de la economía. Por supuesto, esta confusión, como lo reconoce francamente el profesor Mises, no siempre es fortuita, sino que corresponde en muchos casos a ciertos planes malévolos de personas que pretenden explotar el sonido familiar de palabras favoritas tales como «democracia » para convencer a otros de que adopten nuevas formas de comportamiento.[24]
Sin embargo, esta no es, probablemente, la única explicación de un fenómeno complejo que se manifiesta por todo el mundo.
Leibniz dijo en alguna ocasión que nuestra civilización se ve amenazada por el hecho de que, después de la invención de la imprenta, se escriban y difundan demasiados libros y se lean en cambio demasiado pocos, con el probable resultado de que el mundo se vea inmerso en una nueva era de barbarie.
De hecho, muchos escritores, principalmente filósofos, han contribuido grandemente a la confusión semántica. Algunos han utilizado palabras tomadas del lenguaje ordinario adjudicándoles significados estrambóticos. Muchas veces, ni siquiera se han molestado en aclarar lo que verdaderamente querían decir cuando empleaban una palabra, o han dado definiciones bastante arbitrarias, muy distintas de las que aparecían en los diccionarios, pero que se aceptaban sin más por sus lectores y discípulos. Esta práctica ha contribuido, al menos hasta cierto punto, a la confusión de los significados que prevalecen en el lenguaje ordinario.
En muchos casos, estas definiciones, que pretendían ser más exactas y profundas que las habituales, se presentaban simplemente como el resultado de una investigación sobre la naturaleza de la «cosa» misteriosa que los escritores pretendían definir. Dadas las conexiones entre los temas éticos y políticos, por una parte, y entre los económicos y éticos, por otra, algunos filósofos han contribuido, más o menos conscientemente, a aumentar el ya enorme volumen de la confusión semántica y de las contradicciones entre los distintos significados de los términos en el lenguaje ordinario de hoy.
Todo lo que acabo de decir se aplica perfectamente a la palabra freedom (libertad) y a su sinónimo latino liberty, así como a ciertos términos derivados, tales como «liberal» y «liberalismo».
No es posible señalar ninguna «cosa» material cuando nos referimos a freedom en el lenguaje ordinario, o en los lenguajes técnicos de la economía y de la política a los que pertenece esta palabra. Además, este término posee distintas acepciones según los ambientes históricos en los que se ha utilizado, tanto en el lenguaje ordinario como en el técnico de la política y de la economía. Por ejemplo, no podemos comprender el significado de la palabra latina libertas sin hacer referencia a palabras técnicas del lenguaje romano de la política, como res publica o jus civitatis, o a otros términos técnicos tales como manus (que designaba el poder de los patres familias sobre sus mujeres, hijos, esclavos, tierra, bienes muebles, etc.) o manumissio, que designaba el acto legal —o más bien la ceremonia legal— por el que un esclavo cambiaba su estado y se convertía en libertus. Por otro lado, no podemos comprender el significado de freedom en el lenguaje de la política de la Inglaterra moderna, sin referirnos a términos técnicos como habeas corpus o rule of law, que, a lo que entiendo, nunca se han podido traducir exactamente a otros idiomas.
A pesar de sus implicaciones técnicas, el término «libertad» entró muy pronto en los lenguajes ordinarios de los países occidentales. Esto suponía, más pronto o más tarde, una desconexión del término con otras palabras técnicas que pertenecían al lenguaje jurídico o político de estos países. Finalmente, en el último siglo, la palabra «libertad» parece haber comenzado a flotar a la deriva (como dice un autor contemporáneo). Diversas personas han introducido cambios semánticos a su placer en distintos sitios. Los filósofos han propuesto distintos significados que difieren de los ya aceptados en los lenguajes ordinarios occidentales. Gentes astutas han intentado explotar las connotaciones favorables de esta palabra para persuadir a otros a cambiar sus maneras de comportarse por otras, a veces contradictorias. El confusionismo ha ido aumentando y agravándose conforme los distintos usos de la palabra «libertad » en filosofía, economía, política, moral, etc., se han hecho más numerosos y serios.
La misma palabra free (libre), para usar un ejemplo trivial, en su empleo en el lenguaje inglés ordinario, puede corresponderse o no con la palabra española libre, o la italiana libero. Desde luego, los italianos y los españoles otorgan a este término acepciones que corresponden a las de los ingleses y americanos, por ejemplo, cuando se dice que los negros americanos quedaron «libres» —esto es, dejaron de estar sujetos a la esclavitud— después de la Guerra Civil. Sin embargo, ni los españoles ni los italianos utilizan jamás libreo libero de la misma manera que los ingleses y los americanos emplean free para significar, por ejemplo, algo gratuito.
Se ha hecho habitual, especialmente en los tiempos modernos, hablar de la libertad como de uno de los principios básicos de un buen sistema político. El significado de «libertad», tal como se usa para definir, o simplemente para denominar, este principio, no es lo mismo en absoluto en el lenguaje ordinario de cada país. Cuando, por ejemplo, el coronel Nasser o el fellagha argelino hablan hoy de sus «libertades» o de la «libertad» de sus países, se refieren a algo totalmente diferente de lo que los padres fundadores pretendían en la declaración de independencia y en las diez primeras enmiendas de la Constitución americana. No todos los americanos están dispuestos a reconocer este hecho. No puedo estar de acuerdo con escritores como Chester Bowles, que aparentemente mantiene, en su libro New Dimensions of Peace (Londres 1956), que a este respecto no hay apenas diferencia, si la hay, entre la actitud política de los colonos ingleses en las colonias americanas de la Corona británica y la de pueblos como los africanos, los indios o los chinos, que preconizan ahora la «libertad» de sus respectivos países.
Los sistemas políticos inglés y americano se han imitado hasta cierto punto, y aún se imitan en muchos aspectos, por todos los pueblos del mundo. Las naciones europeas han inventado algunas imitaciones bien parecidas de estos sistemas, lo que se debe en parte al hecho de que su historia y su civilización eran, hasta cierto punto, similares a las de las gentes de habla inglesa. Muchos países europeos, imitados ahora a su vez por sus antiguas colonias por todo el mundo, han introducido en sus sistemas políticos algo similar al Parlamento inglés o a la Constitución americana, y se creen que disfrutan de una «libertad» política del mismo tipo que la que los ingleses o los americanos tienen o tuvieron en el pasado. Por desgracia, incluso en naciones que, como Italia, se precian de representar la más antigua civilización europea, «libertad», como principio político, significa algo distinto de lo que sería si verdaderamente estuviera conectada, como lo está tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, con la institución del habeas corpus o con las diez primeras enmiendas a la Constitución americana. Las normas pueden aparentar ser casi iguales, pero no funcionan de la misma manera. Ni los ciudadanos ni los funcionarios las interpretan como lo hacen los ingleses y los americanos, y la práctica que al final resulta es bastante distinta en muchos aspectos.
No puedo encontrar un ejemplo mejor de lo que quiero decir que el hecho de que en Inglaterra y en los Estados Unidos los casos criminales deben ser resueltos —y de hecho lo son— por un «juicio público rápido» (tal como lo exige la VI Enmienda de la Constitución americana). En otros países, incluso Italia, pese a leyes tales como ciertos artículos especiales (por ejemplo, el 272) del Código de Procedimiento Penal italiano, que contienen disposiciones sobre las personas sospechosas de un crimen y mantenidas en prisión a la espera de un juicio, un hombre que deba responder de una causa criminal puede estar en prisión hasta uno o dos años. Si, finalmente, resulta culpable y se le condena, puede ocurrir que haya que ponerle libre inmediatamente, por haber cumplido ya en prisión todo el tiempo de su sentencia. Naturalmente, si resulta no culpable, nadie le puede restituir los años que ha perdido en la cárcel. A veces se dice que en Italia hay pocos jueces, y que la organización de los tribunales no es quizá tan eficiente como debiera, pero lo cierto es que la opinión pública no está suficientemente alerta y activa para denunciar estos defectos del sistema judicial, cuya incompatibilidad con el principio de libertad política no resalta tan claramente como ocurriría para la opinión pública en Inglaterra o en los Estados Unidos.
«Libertad», por tanto, como término que designa un principio político general, puede tener significados sólo aparentemente similares en diferentes sistemas políticos. Debe señalarse también que este término puede poseer acepciones diferentes e implicaciones distintas en momentos distintos de la historia de un mismo sistema jurídico, y, lo que es aún más sorprendente, que puede tener distintos significados en un mismo momento y en un mismo sistema bajo diversas circunstancias y para personas diferentes.
Un ejemplo del primer caso lo proporciona la historia del reclutamiento militar en los países anglosajones. Hasta hace relativamente poco tiempo, el alistamiento militar, al menos en tiempo de paz, se consideraba por parte del pueblo inglés y americano como incompatible con la libertad política. Por otro lado, los europeos continentales, como por ejemplo los franceses y los alemanes (o los italianos, a partir de la segunda mitad del siglo XIX), consideraban como algo casi incontrovertible que había que aceptar el alistamiento militar como característica necesaria de sus sistemas políticos, sin molestarse siquiera en reflexionar si estos últimos, pese a ese sistema de reclutamiento, podrían aún llamarse «libres». Mi padre —que era italiano— solía contarme que cuando marchó a Inglaterra por primera vez en 1912, preguntó a sus amigos ingleses cómo es que no existía alistamiento militar, en un momento en que se enfrentaban con el hecho de que Alemania se había convertido en un poder militar temible. Siempre recibió la misma respuesta orgullosa: «Porque somos un pueblo libre.» Si mi padre pudiera volver a visitar a los ingleses o americanos otra vez, el hombre de la calle no le diría que, como hoy existe un reclutamiento militar, esos países ya no son «libres». El significado de la libertad política en estas naciones ha cambiado durante este tiempo. Debido a esos cambios, estrechas asociaciones que antes se aceptaban por sí mismas se han perdido ahora, y surgen contradicciones que a los técnicos les resultan bastante extrañas, pero que otras personas aceptan inconscientemente, o incluso de buen grado, como ingredientes naturales de su sistema político o económico.
Los poderes jurídicos sin precedente que se han conferido hoy a ciertos sindicatos en los Estados Unidos y en el Reino Unido constituyen un buen ejemplo de lo que pretendo significar por «contradicciones» en este sentido. En el lenguaje utilizado por el presidente del Tribunal Supremo de Irlanda del Norte, Lord MacDermott, en sus Hamlin Lectures (1957), la «Trade Disputes Act» de 1906 «puso al sindicalismo en la posición privilegiada de la que la Corona británica había disfrutado hasta diez años antes en relación con los actos injustos cometidos en su nombre».
Esta ley otorgaba protección a una serie de actos cometidos en cumplimiento de un acuerdo o coalición por dos o más personas, con miras a fomentar un desacuerdo laboral que, anteriormente, había sido siempre punible —por ejemplo, actos que inducen a la ruptura de un contrato de servicio o interfieren en el comercio, los negocios, o el empleo de otra persona, o en el derecho de otra persona a disponer de su capital o de su trabajo tal como desee. Como lord MacDermott señala, es ésta una disposición muy amplia que puede utilizarse para cubrir actos realizados fuera de la cuestión comercial o laboral implicada, y que, inevitablemente, originarán pérdidas o gravámenes a intereses que no han tenido parte en la disputa. Otro decreto, el de sindicatos de 1913, derogado por un nuevo decreto sobre disputas laborales y sindicalismo en 1927, pero restablecido en su integridad por el decreto de disputas laborales y sindicalismo de 1946, al volver el partido laborista al poder, daba a los sindicatos británicos un enorme poder político sobre sus miembros y sobre la vida política global del país, al autorizarles a invertir el dinero de sus miembros para fines no directamente relacionados con el comercio, y sin necesidad de consultar siquiera a los miembros sobre lo que ellos realmente querían que se hiciera con su dinero.
Antes de la aprobación de estos decretos sindicales, era indudable que el significado de la «libertad» política en Inglaterra estaba conectado con una adecuada protección, por parte de la ley, frente a cualquier coacción, para que todo el mundo pudiera disponer de su capital o de su trabajo como quisiera. Desde la promulgación de estos decretos, en Gran Bretaña no hay ya protección contra nadie a este respecto, y es indudable que este hecho ha introducido una notable contradicción en el sistema en lo que se refiere a la libertad y su significado. Hoy en día, un ciudadano de las Islas Británicas es «libre» de disponer de su capital y de su trabajo cuando trata con individuos independientes, pero no cuando trata con personas que pertenecen a sindicatos o actúan representando los intereses de éstos.
En los Estados Unidos, en virtud del decreto Adamson de 1916, como escribe Orval Watts en su brillante estudio sobre el monopolio sindical, el gobierno federal recurrió por primera vez a su poder policial para hacer lo que los sindicatos, probablemente, «no hubieran podido llevar a cabo a no ser tras una lucha larga y costosa». El subsiguiente decreto Norris-La Guardia de 1932, en cierto sentido el equivalente americano del decreto sindical inglés de 1906, restringió la capacidad de los jueces federales para echar mano del interdicto en las disputas laborales. Los interdictos, en la ley americana e inglesa, son mandamientos judiciales que prohíben a ciertas personas hacer ciertas cosas que darían lugar a una pérdida que, más tarde, no podría remediarse por ningún pleito por daños y perjuicios. Como Watts indicaba, «los interdictos no tienen fuerza de ley. Simplemente, aplican principios legales ya contenidos en los Estatutos, y los sindicatos de trabajadores a menudo los utilizan para sus fines contra los patronos y contra sindicatos rivales». Originariamente, los interdictos los solían emitir los jueces federales en favor de los patronos, siempre que un gran número de personas de escasos recursos pudieran causar daños con un propósito injusto y mediante actos injustos, tales como la destrucción de la propiedad. Los tribunales americanos acostumbraban a actuar de una manera similar a la de los ingleses antes de 1906. El decreto inglés de 1906 se ideó como un «remedio» en pro de los sindicatos laborales y contra las decisiones de los tribunales ingleses, lo mismo que el decreto Norris-La Guardia de 1932 pretendía defender a los sindicatos contra los mandamientos de los tribunales americanos. A primera vista, se podría pensar que tanto los tribunales americanos como los ingleses estaban predispuestos contra los sindicatos. Así lo creían muchos en los Estados Unidos y en Inglaterra. De hecho, los tribunales adoptaron frente a los sindicatos sólo los mismos principios que todavía aplican a otras personas que conspiran, por ejemplo, para dañar la propiedad. Los jueces no podían admitir que los mismos principios destinados a proteger a las personas de cualquier coacción por otros pudieran ser desatendidos cuando esos otros fueran funcionarios de los sindicatos o miembros de los mismos. El término «libertad de coacción» poseía para los jueces un significado técnico obvio que explicaba el empleo de los interdictos para proteger a los patronos, como a cualquier otra persona, de la coacción de otros.
Sin embargo, una vez promulgado el decreto Norris-La Guardia, todo el mundo en este país continuó siendo «libre» de la coacción de los demás, excepto en aquellos casos en que funcionarios o miembros sindicales decidieran forzar a los patronos a aceptar sus demandas, amenazándoles o incluso causándoles daños. Así, la expresión «libertad de coacción», en el caso particular de los interdictos, ha cambiado su significado en América no menos que en Inglaterra desde la aprobación del decreto Norris-La Guardia americano en 1932 y del decreto de disputas laborales inglés de 1906. El americano decreto Wagner sobre relaciones laborales empeoró aún más las cosas en 1935, no sólo porque limitó todavía más la acepción de «libertad» para los ciudadanos que eran patronos, sino porque además cambió de una manera franca el significado de la palabra «interferencia», y así introdujo una confusión semántica que merece ser citada en cualquier estudio lingüístico sobre la «libertad». Como Watts ha observado, «nadie debería interferir en las actividades legítimas de los demás, siempre que interferir signifique el uso de coacción, fraude, intimidación, restricción o abuso verbal. Por tanto, un obrero asalariado no interfiere en los propietarios de la General Motors si se va a trabajar para la Chrysler. Sin embargo, como señala Watts en su ensayo, no podría decirse que no interfiere si aplicáramos a su conducta los criterios utilizados por el decreto Wagner para determinar cuándo «interfiere» un patrono en las actividades sindicales de los empleados; si, por ejemplo, prefiere contratar empleados no sindicados a sindicados. Así, de este empleo de la palabra «interferencia», el extraordinario resultado semántico es que mientras las personas sindicadas no interfieren cuando fuerzan a los patronos a aceptar sus demandas, mediante actos injustos, los patronos interfieren cuando no fuerzan a nadie a hacer nada.[25]
Esto nos recuerda algunas definiciones extrañas, tales como la ofrecida por Proudhon («la propiedad es un robo»), y también nos hace venir a la memoria la historia de Akaki Akakievitch, en la famosa narración de Gogol El abrigo, en la que un ladrón priva a un pobre hombre de su gabán diciendo «me has robado mi gabán». Si consideramos las conexiones que el término «libertad» tiene en el lenguaje ordinario con la palabra «interferencia», podemos hacernos una buena idea de hasta qué punto un cambio tal como el que hemos apreciado puede afectar a la acepción de la palabra «libertad».
Si indagamos cuál es verdaderamente el significado de «libertad de coacción» en unos sistemas políticos y jurídicos actuales como el americano o el inglés, nos enfrentamos con tremendas dificultades. Para ser sinceros, debemos decir que hay más de un significado jurídico de «libertad de coacción», según sea la persona coaccionada.
Muy probablemente esta situación está relacionada con un cambio semántico que los grandes grupos de presión y propaganda han promovido últimamente y siguen promoviendo por todo el mundo, en el sentido que al término «libertad» se da en el lenguaje ordinario. El profesor Mises tiene razón cuando dice que los defensores del totalitarismo contemporáneo han intentado invertir el significado de la palabra «libertad» (tal como se aceptaba antes, más o menos generalmente, en la civilización occidental) al aplicarla a la situación de los individuos bajo un sistema en el que no tienen ningún otro derecho que no sea el de obedecer órdenes.
Esta revolución semántica está probablemente relacionada a su vez con las especulaciones de ciertos filósofos que se complacen en definir la libertad, contrariamente a todas sus acepciones habituales en el lenguaje ordinario, como algo que implica una coacción. Así, Bosanquet, discípulo inglés de Hegel, en su Philosophical Theory of the State, afirmó que «se puede hablar, sin contradicción, de que se está forzado a ser libre». Estoy de acuerdo con Maurice Cranston cuando sugiere, en un ensayo sobre el tema, que esas definiciones de la libertad se basan fundamentalmente en una teoría del «hombre dividido», es decir, del hombre como «unidad cuerpo-alma», que es simultáneamente racional e «irracional». En esas condiciones, la libertad implicaría una especie de coacción ejercida por la parte racional del hombre sobre la parte irracional. Pero, a menudo, estas teorías están muy asociadas a la idea de una coacción que sería aplicada físicamente por personas que se califican a sí mismas de «racionales», en favor de, pero también en último término contra la voluntad de, supuestas gentes «irracionales». Las teorías de Platón constituyen para mí el ejemplo más claro en relación con esto. Su noción filosófica del hombre dividido está estrechamente ligada a su idea política de una sociedad en la que los hombres racionales deberían gobernar a los demás, incluso, si fuere necesario, sin tener en cuenta el consentimiento de estos últimos —como hacen los cirujanos, dice, que cortan y queman sin prestar atención a los gritos de sus pacientes.
Todas estas dificultades a las que me he referido nos advierten que no podemos utilizar la palabra «libertad» y esperar que se nos comprenda bien, si no hemos definido en primer lugar, con toda claridad, el significado que prestamos a este término. El método realista de definir la «libertad» no puede tener éxito. No existe una «libertad» independiente de las personas que hablan de ella. En otras palabras, no podemos definir la «libertad» de la misma manera que definimos un objeto material al que cualquiera puede señalar.
Notas al pie de página
[23] Citado en Maurice Cranston, Freedom, Longrnans, Green & Co., Londres 1953, p. 13.
[24] Una confusión semántica de este tipo puede encontrarse en la Guide to Comunist Jargon, de R.N. Carew-Hunt, Geoffrey Bles, Londres 1957.
[25] Un ensayo reciente de Roscoe Pound, antiguo decano de la Escuela Jurídica de Harvard, titulado «Legal Immunities of Labor Unions», proporciona una descripción detallada de las inmunidades de que estas organizaciones disfrutan actualmente en la ley americana. El ensayo está publicado en Labor Unions and Public Policy, American Enterprise Association, Washington, D.C., 1958.