La libertad y la ley

La libertad y la ley
Autor: 
Bruno Leoni

Bruno Leoni (1913-1967) fue profesor de Teoría del Derecho y Teoría del Estado en la Universidad de Pavía desde 1942 hasta su muerte. En la Universidad de Pavía fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas y director del Instituto de Ciencia Política de la misma universidad. También fue abogado practicante, editor fundador del diario Il Politico y presidente de la Sociedad Mont Pelerin.

En su obra La libertad y la ley, publicada en 1961, señala la importancia del derecho histórico (Ius civil romano y el derecho anglosajón) y critica la legislación moderna y la idea de que la ley es un simple resultado de las decisiones políticas. Otra importante contribución de Leoni a la filosofía del derecho es su teoría de la ley como derecho individual, que desarrolló en múltiples artículos y ensayos.

Edición utilizada:

Leoni, Bruno. La libertad y la ley. 3ª ed. Madrid: Unión Editorial, 2010.

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Capítulo VIII: Análisis de algunas dificultades

Capítulo VIII

Análisis de algunas dificultades

Veamos ahora algunas de las objeciones que podrían hacerse a un sistema en el que las decisiones de grupo y los grupos de decisión jugaran un papel mucho menos importante del que hoy se juzga habitualmente necesario en la vida política.

Sin duda, los gobiernos y las legislaturas actuales, y un elevado porcentaje de las personas cultas y del pueblo en general, se han ido acostumbrando, durante los últimos siglos, a considerar la interferencia de las autoridades en las actividades privadas como algo mucho más útil de lo que hubieran creído en la primera mitad del siglo XIX.

Si alguien se atreve hoy a sugerir que los gobiernos gigantes y las legislaturas paternales deberían ceder en favor de la iniciativa privada, las críticas que normalmente se escuchan son que «no se puede volver atrás en el tiempo», que la época del laissez faire terminó para siempre, etc.

Deberíamos distinguir cuidadosamente entre lo que la gente cree que puede hacerse y lo que de verdad se podría hacer para restaurar un área máxima de libertad individual de elección. Por supuesto, en política como en muchos otros campos, si queremos alcanzar nuestros objetivos de acuerdo con nuestros principios liberales, no se puede hacer nada sin el consentimiento de nuestros conciudadanos, y este consentimiento depende, a su vez, de lo que la gente cree. Pero resulta evidentemente importante averiguar, si ello es posible, si las personas tienen razón o están equivocadas cuando defienden una opinión. La opinión pública no es todo, incluso en una sociedad liberal, aunque la opinión sea ciertamente una cosa muy importante, especialmente en una sociedad liberal. Recuerdo lo que uno de mis conciudadanos escribió hace algunos años: «Un loco es un loco, dos locos son dos locos, quinientos locos son quinientos locos, pero cinco mil, por no decir cinco millones de locos, representan una gran fuerza histórica.» No niego la verdad de esta afirmación cínica, pero una fuerza histórica se puede contener o modificar, y esto es tanto más fácil de hacer cuanto más claramente los hechos contradicen lo que la gente cree. Lo que dijo una vez Hipólito Taine, que diez millones de casos de ignorancia no hacen conocimiento, es cierto para toda clase de ignorancia, incluso la de la gente que pertenece a nuestras sociedades políticas contemporáneas, con todos sus apéndices de procedimientos democráticos, reglas de la mayoría, y legislatura y gobiernos omnipotentes.

El hecho de que el pueblo, en general, crea aún que la intervención gubernamental es ventajosa, y aun necesaria, incluso en casos en que muchos economistas la estimarían inútil o peligrosa, no constituye un obstáculo insuperable para los defensores de una nueva sociedad. Y tampoco es nada malo si esa nueva sociedad, al final, se parece a alguna de las antiguas sociedades afortunadas.

Es verdad que las doctrinas socialistas, con su condenación, más o menos visible, por parte de los gobiernos y de los legisladores, de la libertad individual frente a la coacción, continúan agradando más a las masas de hoy que el frío razonamiento de los economistas. En esas condiciones, la libertad parece, en la mayor parte de los países del mundo, un caso perdido.

Sin embargo, es dudoso que las masas sean verdaderamente, hoy en día, las protagonistas del drama contemporáneo de la opinión pública sobre la libertad individual. Si tuviera que escoger entre los defensores del ideal liberal de nuestro tiempo, preferiría unirme al profesor Mises más que a los pesimistas:

El error fundamental del pesimismo, tan extendido, es la creencia de que las ideas y políticas destructivas de nuestra era surgieron de los proletarios y son una ‘rebelión de las masas’. De hecho, las masas, precisamente porque no son creativas y no desarrollan filosofías propias, siguen a los líderes. Las ideologías que produjeron todos los daños y catástrofes de nuestro siglo no son obra de la plebe. Son obra de pseudoeruditos y pseudointelectuales. Fueron propagadas desde las cátedras de las universidades y desde los púlpitos; fueron diseminadas por la prensa, las novelas, las obras de teatro, las películas y la radio. Los intelectuales son responsables de haber convertido a las masas al socialismo y al intervencionismo. Lo que se necesita para cambiar el curso del torrente es cambiar la mentalidad de los intelectuales. Las masas los seguirán.[89]

No voy a ir tan lejos como para pensar, como parece hacerlo el profesor Mises, que cambiar la mentalidad de los denominados intelectuales sería una tarea fácil. El profesor Mises ha hecho notar, en su libro La mentalidad anticapitalista, que lo que hace que muchos de los llamados intelectuales se unan a los enemigos de la libertad individual y de la libre empresa no son única o básicamente argumentos erróneos o una información insuficiente sobre el tema, sino más bien actitudes emocionales, por ejemplo, envidia de los hombres de empresa que han triunfado, o sentimientos de inferioridad hacia ellos. Si esto es así, el frío razonamiento y una mejor información resultarán tan inútiles para convertir a los intelectuales como lo serían para convertir directamente al «pueblo embotado y mentalmente inerte» que forma las masas que se agolpan en el escenario político.

Por fortuna, no todos los hombres no educados son tan «embotados » como para no poder comprender o razonar correctamente por sí mismos, particularmente en cuestiones relacionadas con su experiencia ordinaria de la vida diaria. En muchos casos evidentes, su experiencia no confirma las teorías propuestas por los enemigos de la libertad individual. En otros muchos casos, la interpretación socialista resulta tan poco lógica como otros argumentos sofísticos que, en último término, resultaron convencer más a los llamados intelectuales que a la gente no educada que recurre únicamente al sentido común. La tendencia de la propaganda socialista en el momento actual parece confirmar este hecho. La extraña y complicada teoría de la denominada «plusvalía» ya no la exponen al público los agentes contemporáneos del socialismo marxista, pese al hecho de que Marx había asignado a esta teoría la tarea de apoyar teóricamente todos sus ataques contra la supuesta explotación de los trabajadores por los patronos capitalistas.

Entre tanto, la filosofía marxista se recomienda aún a los intelectuales de hoy como una interpretación puesta al día del mundo. La insistencia parece ahora concentrarse más en el supuesto contenido filosófico que en el político de las obras de representantes del comunismo como V. I. Lenin.

Por otra parte, muchas enseñanzas económicas relacionadas con la ventaja de la libertad individual para toda clase de gentes, incluso para los socialistas, constituyen desarrollos tan sencillos de los supuestos del sentido común en campos específicos, que su exactitud no puede escapar, en último término, al sentido común de las personas normales, a pesar de las enseñanzas de los demagogos y de la propaganda socialista de todo tipo.

Todos estos hechos hacen revivir la esperanza de que la gente en general pueda ser persuadida, en un momento u otro, a adoptar principios liberales (en el sentido europeo de la palabra) en muchas más cuestiones y de una manera más consistente de lo que lo hacen hoy.

Una cuestión distinta es averiguar si los principios liberales están basados siempre en un razonamiento lógico de los representantes de esa ciencia peculiar denominada economía, por un lado, y de los representantes de esa disciplina, más antigua, llamada ciencia política, por el otro.

Esta es una cuestión importante, de cuya solución puede muy bien depender la posibilidad de hablar de un sistema de libertad individual, en política lo mismo que en economía.

Dejemos a un lado el problema de las relaciones entre la ciencia, por un lado, y los ideales políticos o económicos, por el otro. No hay que confundir ciencia con ideología, aunque esta última puede consistir en una serie de opciones relacionadas con sistemas políticos o económicos posibles, inevitablemente ligadas de muchas maneras con los resultados de la ciencia económica y política, concebidas como actividades «neutrales» o «al margen de todo valor», según la teoría de Weber de las ciencias sociales. Pienso que la distinción de Weber entre «actividades al margen de todo valor» e ideologías como conjuntos de juicios de valor es aún válida, pero no necesitamos discutir esta cuestión en detalle.

Mucho más difícil, me parece, es la cuestión metodológica de la lógica del razonamiento económico y político comparado con otros tipos de razonamiento —por ejemplo, el de la matemática, o el de las ciencias naturales.

Personalmente, estoy convencido de que la principal razón por la que las cuestiones políticas y económicas son con tanta frecuencia causa de desacuerdo y disputas es, precisamente, la falta de esa lógica, en las teorías correspondientes, que el razonamiento y la demostración poseen en otros terrenos científicos. No estoy de acuerdo con Hobbes en que la aritmética sería completamente diferente de lo que es si, por cualquier poder motivacional, resultara importante que dos más dos fueran igual a cinco en vez de a cuatro. Dudo que ningún poder pudiera transformar la aritmética de acuerdo con sus intereses o deseos. Por el contrario, estoy convencido de que es importante para cualquier poder no intentar transformar la aritmética en el curioso tipo de ciencia en que se convertiría bajo el supuesto de Hobbes. Por otra parte, algún poder pudiera realmente encontrar provechoso defender esta o aquella tesis, supuestamente científica, sólo si no existiera aún certeza sobre el resultado final del proceso científico mismo.

A este respecto, sería valioso volver a establecer qué es lo que llamamos demostración científica en nuestro tiempo. Quizá la situación de las ciencias sociales en conjunto mejoraría mucho con un análisis desapasionado y extenso en este campo. Pero entretanto, las cosas son como son. Una serie de limitaciones afectan a las teorías económicas y políticas, incluso cuando las consideramos como inferencias empíricas o apriorísticas.

Los problemas metodológicos son importantes por la conexión que tienen con la posibilidad de que un economista llegue a conclusiones inequívocas y, por tanto, pueda inducir a otras personas a aceptar esas conclusiones como premisas para sus elecciones, no sólo en lo que respecta a su actividad diaria en la vida privada y en los negocios, sino también en relación con los sistemas políticos y económicos que se deberán adoptar por la comunidad.

La economía, como ciencia empírica, no ha alcanzado aún, por desgracia, la capacidad de ofrecer conclusiones indudables, y los intentos, tan frecuentemente realizados en nuestro tiempo por los economistas, de jugar a ser físicos son probablemente mucho más dañosos que útiles para inducir a la gente a realizar sus opciones de acuerdo con los resultados de esa ciencia.[90]

De interés especial es una investigación metodológica sobre la economía presentada por el profesor Milton Friedman en su brillante obra Essays in Positive Economics.

Estoy enteramente de acuerdo con el profesor Friedman cuando dice que «el negar a la economía la dramática y directa evidencia del experimento crucial impide un control adecuado de las hipótesis» y que esto representa una considerable «dificultad... para lograr un consenso razonablemente rápido y suficientemente extenso sobre las conclusiones justificadas por la evidencia disponible».

El profesor Friedman señala, al respecto, que esto «hace que la eliminación de las hipótesis desafortunadas sea lenta y difícil», de manera que «sólo raramente se acaba con ellas, y en general surgen de nuevo una y otra vez». Cita, como ejemplo muy convincente, «la evidencia de la inflación, en la hipótesis de que un incremento considerable en la cantidad de dinero en un período relativamente corto se acompaña de un incremento sustancial en los precios». Aquí, como hace notar el profesor Friedman, «la evidencia es dramática, y la cadena de razonamientos requerida para interpretarla es bastante corta. Sin embargo, pese a numerosos ejemplos de considerables aumentos de los precios, su correspondencia esencial unívoca con los incrementos sustanciales en el dinero disponible, y la amplia variación de otras circunstancias que pudieran parecer relacionadas, cada nueva experiencia de inflación provoca vigorosas polémicas, y no sólo por parte del público profano, en el sentido de que el aumento en el dinero disponible es, bien un efecto fortuito de un incremento en los precios producido por otros factores, o bien un suceso puramente contingente que acompaña al aumento de los precios».[91]

En principio, yo también estoy de acuerdo con lo que el profesor Friedman sostiene en este análisis del papel de la evidencia empírica en la obra teórica de la economía y de las ciencias sociales, así como en el de otras ciencias en general, a saber, que los supuestos empíricos no se deben comprobar basándose en su presunta descripción de la realidad, sino fundamentándose en su éxito o fracaso para hacer posible una predicción suficientemente exacta.

En cambio, no estoy de acuerdo con la asimilación que propone el profesor Friedman entre las hipótesis de la teoría física y las de la economía, despreciando ciertas diferencias pertinentes e importantes entre unas y otras.

Friedman toma como ejemplo del primer tipo la hipótesis de que la aceleración de un cuerpo que cae en el vacío es constante e independiente de la forma del cuerpo, la manera de hacerlo caer, etc. Todo esto queda expresado por la bien conocida fórmula: S = gt2/2, donde S es la distancia recorrida por un cuerpo que cae en un tiempo específico, g es la constante de la aceleración y t es el tiempo en segundos. Esta hipótesis funciona bien para predecir el movimiento de un cuerpo que cae en el aire, sin consideración al hecho de que otros factores pertinentes, tales como la densidad del mismo aire, la forma del cuerpo, etc., se descuidan. En este sentido, la hipótesis es útil no porque describa exactamente lo que sucede de verdad cuando un cuerpo cae en el aire, sino porque hace posible realizar predicciones con éxito sobre su movimiento.[92]

Por otro lado, el profesor Friedman (con el profesor Savage) toma un ejemplo paralelo que involucra la acción humana, a saber, el de las tacadas hechas por un jugador de billar experto —tacadas previstas, de una u otra manera, por los espectadores, mediante un cierto tipo de hipótesis.

Según Friedman y Savage,

no parece en modo alguno irracional que la hipótesis de que el jugador de billar hace sus tacadas como si conociera las complicadas fórmulas matemáticas que proporcionarían direcciones óptimas a las bolas, y como si pudiera calcular exactamente a ojo los ángulos, etc., que describen la posición de las bolas, pudiera hacer cálculos rápidos como el rayo a partir de las fórmulas, y pudiera luego hacer que las bolas se movieran en la dirección indicada por dichas fórmulas, produjera excelentes predicciones (cursiva añadida).[93]

El profesor Friedman, con toda razón, indica a este respecto que

nuestra confianza en esta hipótesis no se basa en la creencia de que los jugadores de billar, incluso los más expertos, puedan llevar a cabo el proceso descrito; se deriva más bien de la creencia de que, a no ser que, de una u otra manera, fueran capaces de conseguir esencialmente el mismo resultado, de hecho no serían expertos jugadores de billar.[94]

El único problema de esta comparación, creo, es que en el primer caso nuestra hipótesis podría permitirnos predecir, por ejemplo, la velocidad de un cuerpo al caer, en cualquier instante, con una aproximación razonable, mientras que en el último caso no podemos predecir nada, y mucho menos hacer «excelentes predicciones» sobre las tacadas de un jugador de billar, aparte del hecho de que probablemente serán «buenas».

Realmente, la mera hipótesis de que el jugador de billar se comporte como si conociera todas las leyes físicas en relación con el juego de billar nos dice muy poco sobre esas leyes, y aún menos sobre la posición de las bolas después de cualquier tacada futura que nuestro brillante jugador haga. En otras palabras, no podemos hacer una previsión del tipo que permite la aplicación de la hipótesis relacionada con un cuerpo que cae en el aire.

La manera como está hecha la comparación me parece que implica o sugiere que podríamos calcular todo lo necesario para prever, por ejemplo, la futura posición de las bolas en la mesa de billar después de cualquier tacada de uno de los jugadores. Pero éste no es el caso. Un amigo mío, Eugenio Frola, profesor de matemáticas en la Universidad de Turín, y yo, después de considerar el problema, llegamos a una serie de conclusiones bastante divertidas.

Para empezar, cualquier jugador de billar puede colocar la bola — o encontrarla colocada— en un infinito número de posiciones iniciales, definidas por un sistema de coordenadas cartesianas correspondientes a dos lados del plano de la mesa de billar. Cada una de esas posiciones es una combinación de los infinitos números que esas dos coordenadas pueden asumir, y el total puede por tanto ser simbolizado matemáticamente como oo2. Además, deberíamos tomar en consideración la inclinación y la dirección del taco en el momento en que el jugador golpea la bola. Aquí nos encontramos otra vez con un número infinito de combinaciones de estos factores, que se pueden simbolizar, a su vez, como oo2. Por otra parte, la bola puede recibir el golpe en un infinito número de puntos, cada uno de ellos definido por una latitud y una longitud sobre la superficie de la bola. Una vez más, tendremos otro número infinito de combinaciones, que se pueden simbolizar, como antes, por oo2. Otro factor que ha de tomarse en consideración para poder hacer predicciones sobre la posición final de la bola es la fuerza del impacto en el momento en que el jugador la golpea. Otra vez estamos en presencia de un infinito número de posibilidades en relación con el impulso aplicado, y designadas con el símbolo oo.

Si agrupamos todos los factores que deberíamos tomar en cuenta para predecir lo que ocurrirá a la bola en el momento del impacto, obtenemos un resultado que puede simbolizarse como oo7, lo que quiere decir que los factores posibles que han de estudiarse son tan numerosos como los puntos de un espacio de siete dimensiones.

Y no acaba aquí todo. Para cada tacada deberíamos determinar también el movimiento, esto es, la manera cómo la bola girará sobre el plano de la mesa de billar, etc., lo que requeriría un sistema de ecuaciones diferenciales no lineales nada fácil de resolver. Además, deberíamos considerar también la manera cómo la bola chocará con los lados de la mesa, qué velocidad perderá a causa de esos choques, cuál será el nuevo giro de la bola a consecuencia de ellos, etc. Por último, habríamos de expresar la solución general, para calcular cuantos casos de éxito debería tomar en consideración un jugador experto cada vez, antes de golpear la bola, en términos de las reglas del juego, la naturaleza física de la mesa y la probable capacidad de los adversarios para aprovechar la situación resultante en su favor.

Todo esto indica lo diferentes que son los ejemplos de hipótesis de trabajo formuladas en ciertas partes de la física (por ejemplo, los relacionados con los cuerpos en caída) y las hipótesis conexas con problemas, aparentemente no muy complicados, como los del juego de billar, cuyas dificultades escapan a la atención de la mayoría de la gente.

Puede decirse con seguridad que nuestra hipótesis de que un buen jugador de billar se comportará como si supiera cómo resolver los problemas científicos implicados en ese juego, lejos de permitir una predicción real de las tacadas futuras de dicho jugador, no es sino una metáfora que expresa nuestra confianza en que en el futuro hará «buenas tacadas», como lo hizo en el pasado. Estamos en la situación de un físico que, en lugar de aplicar sus hipótesis sobre los cuerpos que caen en el aire para predecir, por ejemplo, su velocidad en un momento dado, dijera simplemente que el cuerpo caerá como si conociera las leyes relacionadas con su movimiento y las obedeciera, mientras que el físico mismo sería incapaz de formular estas leyes para hacer sus cálculos.

El profesor Friedman dice que

ay sólo un corto paso de estos ejemplos a la hipótesis económica de que, dentro de un amplio margen de circunstancias, las empresas individuales se comportan como si buscaran racionalmente maximizar su rentabilidad y tuvieran un completo conocimiento de los datos necesarios para tener éxito en este intento; esto es, como si conocieran las necesarias funciones del coste y la demanda, como si calcularan el coste y el beneficio marginal de todas las acciones posibles, y llevaran cada línea de acción al punto en el cual el coste y el beneficio marginal apropiado fueran iguales.[95]

Estoy de acuerdo en que hay sólo un corto paso desde el ejemplo anterior a éste, suponiendo que consideremos uno y otro como simples metáforas que expresan nuestra confianza general en la capacidad de los buenos hombres de negocios para sobrevivir en el mercado, de la misma manera que podríamos expresar nuestra confianza de que un jugador de billar bueno ganará tantos juegos en el futuro como ganó en el pasado.

Pero el paso ya no sería tan corto desde el ejemplo del jugador de billar al de una empresa en el mercado, si se supone que pudiéramos calcular de alguna manera científica los resultados de la actividad de esa empresa en cualquier momento del futuro.

Las dificultades de este cálculo son mucho más formidables que los problemas relacionados con las soluciones satisfactorias de un juego de billar. La actividad humana en los negocios no se relaciona sólo con la maximización de los beneficios en términos monetarios. Muchos otros factores conexos con la conducta humana deben tomarse en consideración, y no se pueden ignorar en favor de una interpretación numérica problemas inherentes a los casos afortunados de un juego de billar. En otras palabras, mientras que la maximización del éxito en un juego de billar puede ser un problema numérico, la maximización del éxito en la economía no se puede identificar con la de las ganancias monetarias; o sea, no es un problema numérico.

Los problemas de maximización en economía no son matemáticos en absoluto, y el concepto de un máximo en conducta económica no es idéntico al de un máximo tal y como se emplea en matemáticas. Nos enfrentamos aquí con una confusión semántica comparable a la de un hombre que, habiendo oído de la existencia de la chica más guapa de la ciudad, procediera a un cálculo matemático del máximo de belleza posible de todas las chicas para descubrirla.

Si continuamos con nuestra comparación de los problemas de un jugador de billar y los problemas económicos, deberíamos tomar en consideración una situación (comparable a la que prevalece en el dominio económico) en la que la misma mesa de billar se movería, sus lados se dilatarían y se contraerían sin regularidad alguna, las bolas irían y vendrían, a su vez, sin esperar los golpes del jugador y, sobre todo, alguien, más tarde o más temprano, cambiaría las leyes que gobiernan todos estos procesos, tal y como ocurre tan frecuentemente cuando los cuerpos legislativos y los gobiernos intervienen para variar las normas del «juego» económico en un país dado.

La economía, considerada como ciencia apriorística, no estaría menos condenada al fracaso, aunque pudiéramos esperar, a través únicamente de tautologías, encontrar todas las conclusiones precisas para solucionar las cuestiones vitales para la vida de los individuos particulares y para los miembros de una comunidad política y económica. A este respecto, estoy totalmente de acuerdo con el profesor Friedman cuando dice que mientras «los cánones de la lógica formal, por sí solos, pueden mostrar si un lenguaje particular es completo y coherente..., únicamente la evidencia de los hechos puede mostrar si las categorías de un sistema analítico de archivo disfrutan de una contrapartida empírica, esto es, si son útiles para analizar una clase particular de problemas concretos». Y también estoy de acuerdo cuando cita, como ejemplo, el empleo de las categorías de demanda y oferta, cuya utilidad «depende de las generalizaciones empíricas, en el sentido de que una enumeración de las fuerzas que afectan a la demanda en cualquier problema, y de las fuerzas que afectan a la oferta, arrojará dos listas que contendrán sólo unos pocos datos en común». Pero no bien entramos en el terreno de las suposiciones empíricas, aparecerán todas las limitaciones que hemos visto ya en relación con la aproximación empírica a la economía, y el resultado será que ni el método empírico ni el apriorístico son completamente satisfactorios en economía.

Esto quiere decir, por supuesto, que la elección de un sistema de libertad individual por parte de las personas cultas y por parte de la gente en general no puede realizarse ciertamente basándose en argumentos económicos cuya coherencia fuera comparable a la de los correspondientes argumentos de la matemática o de ciertas partes de la física.

Las mismas consideraciones se aplican a la ciencia política, ya la consideremos o no al mismo nivel que la economía.

Existe aún una amplia zona de puntos problemáticos, una especie de terreno de nadie que los pensadores superficiales y los demagogos de todos los países cultivan cuidadosamente, a su manera, para hacer crecer en él todo tipo de hongos, incluso muchos venenosos, que se presentan luego a sus conciudadanos como si fueran los productos de un trabajo científico.

Debemos admitir francamente que es difícil, no sólo enseñar a la gente a sacar conclusiones científicas, sino también encontrar argumentos apropiados para convencer a los demás de que nuestras enseñanzas son correctas. Algo nos consuela el hecho de que, según los ideales liberales, sólo unas pocas suposiciones generales precisan ser aceptadas para poder elaborar y realizar un sistema liberal, ya que pertenece a la misma naturaleza de este tipo de sistema el permitir que los individuos actúen tal y como lo crean mejor, mientras no interfieran en el trabajo similar de otras personas.

Por otro lado, la colaboración libre por parte de los individuos interesados no implica necesariamente que las opciones de cada individuo sean peores de lo que serían bajo la dirección de economistas o científicos políticos. Una vez me contaron que un famoso economista de nuestro tiempo había casi arruinado a su tía al darle, ante su insistencia, un consejo confidencial sobre el mercado de acciones. Cada cual conoce su situación personal, y está probablemente en una posición mejor que los demás para tomar decisiones sobre muchas cuestiones relacionadas con ella. Todos probablemente tenemos más que ganar de un sistema en el que nuestras decisiones no resulten interferidas por las de otras personas, aunque tengamos que perder algo por el hecho de que uno no pueda interferir, a su vez, en las decisiones de esas otras personas.

Además, un sistema de libre elección, en el dominio económico o en el político, ofrece a cada individuo la preciosa posibilidad, por una parte, de abstenerse de todos los asuntos que encuentre demasiado complicados o difíciles y además poco importantes, y por otra parte, de pedir la colaboración de otras personas para resolver problemas que resultarían difíciles e importantes para él. No hay por qué pensar que la gente no se comportaría a este respecto como lo hace en circunstancias similares, cuando, por ejemplo, acuden a su abogado, o al médico, o al psiquiatra. Esto no quiere decir, por supuesto, que haya expertos que puedan resolver cualquier tipo de problemas. Es necesario recordar en relación con esto lo que ya hemos dicho acerca del razonamiento económico. Pero siempre que no existe la posibilidad de una solución objetiva de un problema, la conclusión que debe extraerse no es que los individuos deberían actuar bajo la dirección de las autoridades, sino, por el contrario, que las autoridades deberían abstenerse de dar instrucciones que no puedan estar basadas en soluciones objetivas de los problemas implicados.

Pocos defensores de las soluciones socialistas contemporáneas admitirán que sus teorías no están basadas en un razonamiento objetivo. Pero, en casi todos los casos, podría demostrarse que sus objeciones contra la ampliación máxima del campo de elección individual se basan en postulados filosóficos o, más bien, éticos, de dudosa validez, y también en argumentos económicos aún más dudosos.

El eslogan frecuente de que «no se puede volver el tiempo atrás» en economía o en política, aparte de ser una orgullosa fanfarronada para mostrar que las ideas socialistas están muy extendidas, parece implicar también que el reloj particular socialista no sólo da la hora exacta, sino además una hora cuya exactitud no precisa de ninguna demostración. Esta conclusión no nos hace muy felices.

Los adversarios de un sistema económico libre en nuestro tiempo no han añadido ni un solo argumento nuevo y sólido a la agenda de los gobiernos y legislaturas, que ya había sido compilada por los economistas clásicos que recomendaron un sistema liberal.

En lo que concierne a la economía, y la economía es hoy un terreno favorito de todos los defensores de los procedimientos coactivos actuales, la nacionalización de ciertos tipos de industria se estima a menudo necesaria o, al menos, un sustitutivo ventajoso de las empresas privadas reguladas por leyes y órdenes emanadas de las autoridades.

Se han alegado muchas razones en apoyo de esta nacionalización. Algunas son quizás aceptables, aunque no nuevas, mientras que otras, que son nuevas, no son aceptables en absoluto sobre la base de los argumentos que sus defensores presentan.

De una declaración de la política y principios del llamado socialismo democrático británico, publicada por el Partido Laborista británico en 1950, aprendemos que hay tres principios básicos que apoyan la idea de la nacionalización o propiedad pública de las industrias:

1. Para asegurar que los monopolios —siempre que sean «inevitables »— no «exploten» al público, lo que necesariamente ocurriría, según estos socialistas, si los monopolios fueran privados.

2. Para «controlar» las industrias y servicios básicos, de los que la vida económica y el bienestar de la comunidad depende, ya que su control no se puede abandonar «sin peligro» en las manos de propietarios privados «no responsables» ante la comunidad.

3. Para intervenir en las industrias en que la «ineficacia» persiste y los propietarios privados carecen de la voluntad o de la capacidad necesaria para introducir mejoras.

Ninguno de estos principios es realmente convincente, si se somete a un análisis cuidadoso. Los monopolios, cuando son necesarios, se pueden controlar fácilmente por las autoridades sin necesidad de que éstas sustituyan su iniciativa a la del monopolio que controlan. Por otro lado, no existe ninguna demostración válida de que los monopolios públicos, esto es, los monopolios ejercidos por las autoridades públicas o por otras personas delegadas por ellas, vayan a explotar al público menos que los monopolios privados. De hecho, la historia de muchos países prueba que los monopolios ejercidos por las autoridades públicas pueden explotar al público mucho más a fondo y permanentemente que los privados. El control de las autoridades por otras autoridades o por personas privadas resulta mucho más difícil que el control de los monopolistas privados por las autoridades, o incluso por individuos o grupos privados.

El segundo principio, según el cual el llamado control de las industrias básicas no puede ser abandonado en manos de propietarios privados, implica tanto la idea de que los propietarios privados no pueden responsabilizarse en modo alguno de cara a la comunidad en cuanto a su control de las industrias básicas, como la de que los propietarios públicos sí son responsables ante la comunidad, de una u otra forma. Desgraciadamente para los defensores de la nacionalización que se basan en este principio, ni la primera ni la segunda afirmación pueden demostrarse con argumentos válidos. Los propietarios privados son responsables ante la comunidad, por la simple razón de que dependen de ella tanto para vender sus productos como para comprar materias primas, instalaciones, servicios, capital, equipo, etc., para producir lo que quieren vender. Si rehúsan adecuarse a las exigencias de la comunidad, pierden sus clientes y no pueden permanecer en el mercado. Entonces deben ceder el paso a otros fiscalizadores, más «responsables », de industrias básicas. De otro lado, las autoridades públicas no dependen en absoluto de la comunidad de la misma manera, ya que pueden imponer, en principio, mediante leyes y órdenes, de una manera coactiva, precios de bienes y servicios para aprovecharse, si es preciso, tanto de otros vendedores como de otros compradores. Además, no están condenados al fracaso, ya que siempre pueden compensar, al menos en principio, las pérdidas que puedan causar a su industria, gravando con impuestos a los ciudadanos, esto es, a la comunidad frente a la que se supone son «responsables». Naturalmente, los defensores de la propiedad pública de las industrias básicas sostendrán que las autoridades deben ser elegidas, y que por tanto «representan» a la comunidad, etc. Pero ya conocemos esa historia y hemos visto lo que significa: una ceremonia un tanto vacía y un control fundamentalmente simbólico de un grupo de gobernantes por parte del electorado.

El tercer principio no es menos dudoso que los precedentes. No hay argumento válido que demuestre que las industrias deban su posible ineficiencia a la propiedad privada, o que la eficiencia se vaya a recobrar por la iniciativa de las autoridades públicas, al dar paso la propiedad privada a la pública.

La suposición que subyace a todos estos principios es que las autoridades públicas son, no sólo más honestas, sino también más sabias, más hábiles y más eficientes que las personas privadas para llevar a cabo las actividades económicas. Esta suposición, obviamente, no ha sido demostrada, y son muchos los hechos históricos que la contradicen.

Otras distinciones, como por ejemplo las que se hacen entre wants (deseos), por los que el consumidor individual pagaría, y needs (necesidades), por las que el individuo no podría o incluso no querría pagar, que algunos hacen para justificar la nacionalización de industrias con el propósito de satisfacer esas necesidades en vez de los deseos que, según se supone, las industrias privadas satisfarían, se basan en una idea similarmente no demostrada, a saber, que las autoridades están más cualificadas para descubrir, e incluso satisfacer, las «necesidades» individuales que los ciudadanos privados no podrían, o incluso quizá no querrían, satisfacer, si fueran libres de elegir.

Desde luego, alguno de los viejos argumentos en favor de la nacionalización aún siguen siendo válidos. Tal es el caso de las industrias de servicios cuyo coste total no puede ser pagado por los consumidores, debido a las dificultades que implica el reconocerlos individualmente (por ejemplo, en el caso de los faros), o por las complicaciones que resultan de la recaudación de las cargas (como en el caso de carreteras de mucho tráfico, puentes, etc.). En estos casos, quizá la industria privada no encontraría provechoso proporcionar estos bienes o servicios, y debe recurrirse a algún otro sistema. Pero es interesante hacer notar que en estos casos el principio de libre elección en las actividades económicas no se abandona, ni siquiera se pone en duda. Se admite que las personas que eligen libremente estos servicios estarían dispuestas a pagar por ellos si fuera posible, y que por tanto se les puede imponer un impuesto que hace referencia a su presunto beneficio y al coste del mismo. La tasa no se puede identificar nunca enteramente con el pago de un precio según el sistema de mercado, pero se puede considerar como una buena aproximación al pago de un precio en dicho sistema. No puede decirse lo mismo de otros impuestos que han surgido bajo el supuesto socialista de que las autoridades saben mejor que los individuos lo que estos individuos deben hacer.

Es muy posible que la tecnología moderna y los modernos sistemas de vida hayan aumentado la frecuencia de los casos de servicios que no se pueden pagar fácilmente o en absoluto por parte de los usuarios a través de los sistemas habituales de fijación de precio. Pero también es verdad que, en muchos casos, este sistema resulta aún viable, y que la empresa privada puede continuar siendo eficiente bajo nuevas circunstancias. El enorme incremento del tráfico automovilístico en los países industrializados ha hecho difícil, o incluso imposible, el procedimiento comercial del peaje, pero las actuales carreteras para automóviles proporcionan condiciones para la vuelta a este sistema. Otro ejemplo que debe citarse a este respecto es la televisión y la radiodifusión. Los defensores de la propiedad pública de estas empresas sostienen a menudo, por ejemplo, que la propiedad privada sería desaconsejable dada la imposibilidad de exigir un precio, pero la empresa privada de este sector, en los Estados Unidos, ha resuelto ya el problema vendiendo sus servicios a las firmas que desean hacer publicidad de sus productos al público en general y que están dispuestas a pagar por esto una cantidad de dinero suficiente para cubrir todos los gastos de la radiodifusión. También aquí, algunos hombres de empresa pudieran encontrar un método para hacer pagar por la televisión, si las autoridades lo permitieran.

Por otro lado, las nuevas condiciones tecnológicas pueden limitar la libertad individual —por ejemplo, en relación con el derecho de propiedad de la tierra—, pero el principio general de que la elección debe dejarse al individuo y no a las autoridades se puede conservar bastante satisfactoriamente en las condiciones modernas también a este respecto. Esto se demuestra, por ejemplo, por la eficiencia del sistema americano de explotación de petróleo y minerales, de acuerdo con el principio de que la propiedad privada de la tierra se debe respetar; un principio que se ha pasado por alto decididamente en otros países del mundo, por la supuesta incompatibilidad de la propiedad privada y actividades tales como la minería.

Otras dificultades pueden resultar de un tipo distinto de consideraciones. Hemos intentado definir la coacción como una acción directa por parte de algunas personas con el objeto de impedir a otras alcanzar ciertos fines y, en general, inducirles a hacer elecciones que, en otras circunstancias, no hubieran hecho.

La acción directa se puede concebir como una acción física, y en todos los casos en que se puede identificar la coacción con la acción física disponemos de un método sencillo para decidir lo que es coacción. Pero en casi todos los casos, la coacción se ejerce mediante una amenaza de algún tipo de acción física que, en último término, no llega a tener lugar. La coacción es más bien un sentimiento de intimidación que un suceso físico, y la identificación de la coacción es más difícil de lo que pudiéramos imaginar a primera vista. Las amenazas, y los sentimientos resultantes de las amenazas, constituyen una cadena cuyos anillos no son fáciles de seguir en todas las circunstancias, ni de definir por otras personas que las afectadas concretamente. En todos estos casos, la suposición de que algún acto o norma de conducta es coactivo, en la actividad o en la conducta de otros, no resulta clara ni suficientemente objetiva para constituir la base de una afirmación empíricamente discernible sobre ello. Esto es un motivo de confusión para todos los defensores de un sistema de libertad individual, ya que la libertad tiene un carácter negativo que no se puede definir con precisión sin hacer referencia a la coacción. Si hemos de decir qué conducta o acción sería «libre» en un caso dado, debemos indicar además qué conducta o acción sería coactiva, esto es, qué acción privaría a las personas de su libertad en ese caso. Cuando no existe certeza sobre la naturaleza de la coacción que ha de evitarse, la averiguación de las circunstancias bajo las cuales podemos asegurar «libertad» de acción, y la definición del contenido de esta última, resultan verdaderamente difíciles.

En tanto la libertad no es algo captable con medios empíricos o apriorísticos, un sistema político y económico basado en la «libertad», entendida como ausencia de «coacción», estará sujeta a críticas similares a las que hemos hecho en conexión con el método empírico de aproximación de la economía.

Esta es la razón por la que un sistema político basado en la libertad incluye, siempre, al menos un mínimo de coacción, no sólo en el sentido de impedir la coacción, sino también en el sentido de determinar —por ejemplo, por una regla de la mayoría— mediante una decisión de grupo, qué es lo que el grupo admitirá como libre y qué es lo que prohibirá como coactivo en todos aquellos casos en los que no se pueda hacer una determinación objetiva.

En otras palabras, un sistema de libertad política o económica se basa, ante todo, en el método empírico de aproximación de la economía y la política, pero no se puede basar enteramente en él. Así, hay siempre alguna víctima de coacción en este sistema «libre». Se puede intentar convencer a la gente para que se comporte de una manera que uno cree «libre» y se la puede contener para que no se comporte de una manera que uno estima «coactiva». Pero no siempre se puede demostrar que lo que uno cree ser libre es verdaderamente libre, o lo que uno estima ser coactivo es realmente coactivo, en un sentido objetivo de la palabra.

La intolerancia religiosa se puede citar como ejemplo de lo que quiero decir. Hay algunas personas que se indignan si usted se comporta de una manera que ellos creen incompatible con sus sentimientos religiosos, aunque ese comportamiento para usted no pueda nunca considerarse como coactivo para ellos. No obstante, se sienten ofendidos por su conducta, ya que, a sus ojos, está usted haciendo algo contra su Dios, o está usted dejando de hacer algo que debería hacer hacia su Dios, y que posiblemente provocará la ira divina sobre todos los afectados. De hecho, su Dios es también el de usted, según su religión, y ellos pensarán muy probablemente que la conducta de usted les resulta ofensiva, de la misma manera que resulta ofensiva para ese Dios que usted tiene en común con ellos.

No quiero decir, por supuesto, que todas las religiones sean intolerantes. El hinduismo, el budismo, las antiguas religiones de Grecia y Roma no eran intolerantes, ya que sus partidarios se inclinaban a admitir que otras personas podrían tener sus dioses lo mismo que ellos tenían los suyos. Pero no ocurre así con todas las religiones. Hubo una ley en Inglaterra, promulgada en los tiempos de la reina Isabel I, que prohibía divertirse los domingos. Los que la quebrantaban podían ser castigados, y las víctimas del «escándalo» podían solicitar una indemnización. Esta ley ya no se observa, pero hace algunos años leí en los periódicos que una muchacha inglesa había presentado un juicio por daños, basándose en esto, contra una empresa cinematográfica inglesa cuyas películas, como era costumbre, se proyectaban también en domingo. Según el periódico, la muchacha era bastante pobre, pero había tenido buen cuidado de elegir, como perpetrador del escándalo, una gran sala cinematográfica del centro de Londres. La reclamación por daños —bastante voluminosa— era perfectamente adecuada a la importancia de la empresa, si bien posiblemente no lo era si se comparaba con los «daños» sufridos por la «víctima». No recuerdo qué es lo que el tribunal decidió en este caso, pero pienso que la ley isabelina en que se basaba se puede citar como un buen ejemplo de lo que pretendo decir cuando hablo de intolerancia religiosa, y de la correspondiente «coacción» que algunas gentes religiosas pueden creer que están sufriendo a consecuencia de una manera de comportarse que ninguna otra persona consideraría coactiva para nadie.

Me acordé de esta ley de los tiempos de Isabel hace algunas semanas, mientras estaba sentado en la terraza, al aire libre, de un café, en una de las calles principales de un pequeño pueblo italiano. Una procesión pasaba en ese momento por la carretera y no presté ninguna atención al hecho de que todo el mundo se levantó al pasar la procesión. Una monja, que formaba parte de ella, me miró y, viendo que yo seguía sentado sin advertir la acción de las demás personas, me lo reprochó, indicándome que hay que levantarse cuando una procesión pasa. Yo no creo que esta pobre monja fuera habitualmente una persona soberbia. Probablemente se trataba de una criatura dulce y caritativa. Pero no podía admitir que nadie se quedara sentado en la terraza de un café mientras la procesión, su procesión, la procesión de su Dios, pasaba. El quedarme yo sentado en este caso era para ella una forma ofensiva de comportamiento, y yo creo que, en cierto sentido, se sintió coaccionada en sus sentimientos, incluso insultada, de la misma manera que yo podría sentirme injustamente coaccionado si alguien me hablara insolentemente.

Por fortuna, la ley de mi país, de momento, no prohíbe a nadie que permanezca sentado en la calle mientras pasa una procesión, pero estoy seguro de que la monja aprobaría inmediatamente una ley que prohibiera esta conducta; más aún, que la aprobaría de la misma forma que yo lo haría con una ley que prohibiera los insultos o cosas similares.

Creo que en todo esto hay una lección. Pero yo he terminado la mía.

Notas al pie de página

[89]

Ludwig Von Mises, Planning for Freedom, Libertarian Press, South Holland, (Illinois), 1952, último capítulo.


[90]

Quizá se debería también tener en cuenta el daño resultante de que un físico juegue a economista.


[91]

M. Friedman, Essays in Positive Economics, University of Chicago Press, 1953, p. 11.


[92]

Ibid., pp. 16-18.


[93]

Ibid., p. 21.


[94]

Loc. cit.


[95]

Loc. cit.