Capítulo VILibertad y representación
Se afirma con frecuencia que hay o, para ser más exacto, había un concepto clásico del proceso democrático, que apenas si se parece a lo que está ocurriendo en el escenario político actual, ya sea en Gran Bretaña, donde se originó durante la Edad Media este proceso, o en otros países que, más o menos, han imitado el sistema «democrático» de Inglaterra. Los economistas, por lo menos, recordarán lo que Schumpeter afirmó claramente a este respecto en Capitalismo, socialismo y democracia. Según el concepto clásico de «democracia», tal y como se formuló al final del siglo XVIII en Inglaterra, el proceso democrático se suponía que permitiría al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones, a través de representantes elegidos para el parlamento. Esto parecía ofrecer un sustituto eficaz de la decisión directa sobre cuestiones generales por parte del pueblo, tal como las decisiones que se habían tomado en las antiguas ciudades de Grecia o en Roma, o en los comuni medievales italianos, o en las Landsgemeinde suizas. Los representantes habrían de decidir por el pueblo sobre todas las cuestiones que éste no pudiera decidir por sí mismo debido a una serie de razones técnicas, por ejemplo, la imposibilidad de reunirse todos en un lugar para discutir políticas y decisiones. Los representantes se concebían como mandatarios del pueblo, cuya tarea consistía en formular y realizar la voluntad del pueblo. A su vez, el pueblo no se concebía como una entidad mítica, sino más bien como el conjunto de los individuos en su capacidad de ciudadanos, y los representantes del pueblo, como personas, eran ellos mismos ciudadanos y estaban, por tanto, en situación de expresar lo que sus conciudadanos opinaban sobre las cuestiones generales de la comunidad.
De acuerdo con la interpretación de Burke,
la Casa de los Comunes, originariamente, no pretendía ser una parte del gobierno inglés. Se consideraba como un control salido inmediatamente del pueblo, y que podía reabsorberse rápidamente en la masa del pueblo de donde salió. A este respecto, representaba en los estratos más elevados del gobierno lo que los jurados representaban en los estratos más bajos. Al ser la capacidad de un magistrado transitoria y la de un ciudadano permanente, se confiaba en que la de este último pesaría más en todas las discusiones, no sólo entre el pueblo y la autoridad permanente de la Corona, sino entre el pueblo y la misma autoridad temporal de la Casa de los Comunes...[64]
De acuerdo con esta interpretación, y aparte de la denominada «autoridad permanente» de la Corona, resulta bastante claro que los diputados deben «discutir» y decidir, más de acuerdo con su capacidad de ciudadanos que como magistrados, y además que los ciudadanos, como tales, son algo permanente, de lo que nacen los magistrados por elección para constituirse en su inmediata y transitoria expresión. Tampoco Burke debe ser considerado como una especie de disco gramofónico enviado al parlamento por sus electores. Él mismo puso cuidado en señalar que
todos los hombres tienen derecho a opinar; que la opinión de los electores es respetable y posee mucho peso, y que un representante debe siempre escucharla con agrado y tomarla en consideración con la mayor seriedad. Pero las instrucciones autoritarias, los mandatos dictados, que los miembros están obligados a obedecer ciegamente e, implícitamente, a votarlos y a defenderlos, aunque sean contrarios a las más claras convicciones de su entendimiento y de su conciencia, son cosas totalmente desconocidas por las leyes del país, y que surgen debido a un error fundamental de la estructura y sustancia de nuestra constitución.[65]
Hablando en general, sería un error pensar que hacia el final del siglo XVIII los miembros del parlamento se constituían en los defensores de la voluntad de sus conciudadanos. La segunda revolución inglesa de finales del siglo XVII no fue democrática. Como ha señalado un reciente especialista del desarrollo de la influencia del pueblo sobre el gobierno británico, Cecil S. Emden, «si en 1688 hubiera habido un plebiscito sobre la cuestión de la sustitución de Guillermo por Jacobo, la mayoría habría votado contra la deposición del último».[66] El nuevo régimen de 1688 era más parecido a una oligarquía de tipo veneciano que a una democracia. Pese a la abolición de la censura de prensa en 1695, los miembros de la Casa de los Comunes y de los ministerios demostraron muchas veces que no estaban aún preparados para sufrir una crítica libre de sus conciudadanos. En algunas ocasiones —por ejemplo, en 1712—se exasperaron tanto por la publicación de ciertos panfletos que reflejaban algunos de los procedimientos de la Casa, que decidieron imponer pesados impuestos a todos los periódicos y panfletos para perjudicar su venta. Además, apenas se estimulaba el ejercicio de la opinión pública. La publicación oficial de las decisiones adoptadas en las reuniones parlamentarias no constituía un procedimiento regular, y la objeción a cualquier información pública, basándose en que podía implicar un «llamamiento al pueblo», era frecuente a comienzos del siglo XVIII con el fin de evitar la publicación de los debates y las votaciones en el parlamento. Esta misma actitud influía sobre la Casa y los ministerios en relación con cuestiones de vital interés para el país, para prevenir la oposición de la opinión pública contra la política adoptada por el gobierno y por la Casa. En el siglo XVIII, estadistas como Charles Fox, en su juventud, consideraban la Casa de los Comunes como la única institución reveladora de la opinión nacional, y el mismo Fox proclamó una vez en la Casa: «No presto ninguna atención a la voz del pueblo: nuestro deber es hacer lo que es debido, sin tomar en consideración lo que pueda resultar agradable; su trabajo es elegirnos; el nuestro es actuar constitucionalmente y mantener la independencia del parlamento.»[67]
Pese a ello, se admite generalmente que, según la teoría clásica de la democracia, el parlamento se concebía como un comité cuyas funciones «serían dar voz, reflejar o representar la voluntad del electorado».[68] Por cierto que era mucho más fácil poner en práctica esta teoría a finales del siglo XVIII y antes del Reform Act de 1832 que después. Aunque los representantes eran tan numerosos como lo son hoy, los electores eran pocos. En 1830, los comunes representaban un electorado de cerca de doscientos veinte mil, de una población total de aproximadamente catorce millones, o sea, un 3 por 100 de la población adulta. Los miembros, en promedio, representaban cada uno 330 votantes. Ahora, en Inglaterra, representan un promedio de 56.000 electores cada uno, basándose en un sufragio universal de adultos de aproximadamente 35 millones de personas. Pero a comienzos de este siglo, Dicey, si bien se oponía a la supuesta teoría «legal» de Austin de que los miembros de la Casa de los Comunes son simplemente «hombres de confianza del cuerpo electoral que los había elegido y nombrado» y defendía que ningún juez inglés podría admitir que el parlamento sea, en ningún sentido jurídico, un «mandatario» de los electores, admitía en cambio sin dificultad que «en un sentido político, los electores son la parte más importante o, podríamos decir incluso, verdaderamente el poder soberano, ya que su voluntad, bajo la constitución presente, tiene la seguridad de que será obedecida en última instancia». Dicey reconocía que el lenguaje de Austin era por eso tan correcto en relación con la soberanía «política» como erróneo en relación con lo que él denominó soberanía «legal», y afirmó que «los electores constituyen parte, y predominante, del poder políticamente soberano».[69]
Tal y como están hoy las cosas, la voluntad del electorado, y ciertamente la del electorado en combinación con los Lores y la Corona, tiene la seguridad de que, en último término, prevalecerá en todas las cuestiones que el Gobierno británico haya de determinar. Podemos llevar aún más lejos esto y afirmar que las constituciones están hoy día estructuradas de manera tal que aseguren que la voluntad de los electores, a través de normas regulares y constitucionales, prevalecerá al fin siempre, constituyéndose en la influencia predominante dentro del país.[70]
Todo esto era posible, según Dicey, por el carácter representativo del gobierno británico, y él explicaba que «el objetivo y efecto de este gobierno es producir una coincidencia, o al menos disminuir la divergencia, entre las limitaciones internas y externas al ejercicio del poder soberano»,[71] esto es, entre los deseos del soberano (y el Parlamento en Inglaterra es legalmente un soberano) y «los deseos permanentes de la nación».[72] Dicey concluía a este respecto:
La diferencia entre la voluntad del soberano y la de la nación quedó borrada al fundarse un sistema de gobierno representativo real. Cuando un parlamento representa auténticamente al pueblo, la divergencia entre el límite externo y el interno al ejercicio del poder soberano es muy difícil que surja, o si aparece, pronto deberá desaparecer. Hablando grosso modo, los deseos permanentes de la porción representativa del Parlamento apenas pueden, a largo plazo, diferir de los deseos del pueblo inglés, o al menos de los electores: lo que ordena la mayoría de la Casa de los Comunes es, por lo general, lo que la mayoría del pueblo inglés desea[73]
Desde luego, «representación» es más bien un término genérico. Podríamos adoptar solamente un concepto «jurídico» de él y concluir, como lo hacen diversos juristas en relación con la representación política en otros países, que este término no quiere decir ni más ni menos que lo que se pretende que signifique en términos del derecho constitucional o, como en Inglaterra, de las convenciones constitucionales que prevalecen en un momento dado. Pero, como señaló Dicey con mucha razón, hay también evidentemente un significado «político» de «representación», y es esta acepción política la que los científicos políticos resaltan, de acuerdo con los hechos reales.
El verbo «representar»,[74] procedente del latín repraesentare, esto es, volver a hacer presente, recibió diversos significados en la lengua inglesa primitiva, pero su primer uso político en el sentido de actuar como un agente autorizado o diputado de alguien dejó su huella en un folleto de 1651, de Isaac Pennington, y más tarde, en 1655, en un discurso de Oliver Cromwell del 22 de enero, en el Parlamento, en el que dijo: «He sido muy cuidadoso con vuestra seguridad y con la seguridad de aquellos a quienes representáis.» Pero, ya en 1624, «representación» significaba «la sustitución de una cosa o persona por otra», especialmente con un derecho o autoridad para actuar por cuenta de otro. Pocos años más tarde, en 1649, encontramos la palabra «representante» aplicada a la asamblea del parlamento, en el decreto que abolía la institución de la realeza después de la ejecución de Carlos I. El decreto menciona a los «representantes» de la «nación» como aquellos por los que el pueblo es gobernado y a quienes el pueblo elige y da su confianza para ello, de acuerdo con sus «justos y antiguos derechos».
La cosa, en sí misma, era desde luego más antigua que la palabra. Por ejemplo, el famoso principio: «ningún impuesto sin representación», cuya importancia para el destino de los Estados Unidos no es preciso subrayar, había sido establecido en Inglaterra ya en 1297 por la declaración De tallagio non concedendo, que se confirmaría más tarde por la Petición de Derechos de 1628. Incluso antes, en 1295, la famosa disposición de Eduardo I dirigida al sheriff de Northamptonshire convocando a Parlamento en Westminster a los representantes elegidos por los condados y municipios, se aplicaba por primera vez a la práctica política (si prescindimos de la disposición similar anterior de Enrique III y de un precedente Parlamento de representantes no electivos en 1275), constituyendo un sistema alabado en tiempos más recientes como la novedad más espectacular en el terreno de la política desde los días de los griegos y los romanos».[75] La orden de Eduardo al sheriff indicaba claramente que las personas debían ser elegidas (elegi facias) —burgueses en las villas, caballeros en los condados y ciudadanos en las ciudades— e insistía en que debían tener «poder total y suficiente por sí mismos y por las comunidades... para hacer lo que el Consejo Común acordase ordenar en los asuntos a tratar, de manera que las cuestiones antes mencionadas [esto es, hacer lo necesario para evitar ciertos peligros graves que amenazaban al reino] no quedaran en vías de solución por falta de poder». Resulta por tanto claro que las personas convocadas por el rey a Westminster se concebían como procuradores y mandatarios auténticos de sus comunidades.
Es muy interesante, desde nuestro punto de vista, el hecho de que la «representación en el Consejo Común» no implicaba necesariamente que las decisiones hubieran de tomarse de acuerdo con la regla de la mayoría. Como han señalado ciertos expertos (por ejemplo, McKenzie en su Commentary in Magna Charta, 1914), una versión del comienzo de la Edad Media del principio «ningún impuesto sin representación» lo interpretaba como «ningún impuesto sin el consentimiento del individuo sometido a él», y hoy sabemos que, en 1221, el Obispo de Winchester, «convocado para dar su consentimiento a un impuesto de ‘scutage’, se negó a pagar una vez que el consejo había dado su asentimiento, basándose en que no estaba de acuerdo, y el tesorero público apoyó su alegato».[76] Sabemos también por el estudioso alemán Gierke que en las asambleas más o menos «representativas» celebradas por las tribus germánicas de acuerdo con la ley de esos pueblos, «la unanimidad era requisito », si bien se podía obligar a una minoría a ceder, y que la idea de una conexión entre representación y regla de la mayoría se introdujo en la esfera política a través de los consejos eclesiásticos, que la adoptaron tomándola de la ley de las corporaciones, si bien incluso en la Iglesia los canonistas defendieron que las minorías poseían ciertos derechos incontestables, y que las cuestiones de fe no podían decidirse por simples mayorías.[77]
Así parece ser que la formación de grupos de decisión y de decisiones de grupo según un procedimiento coactivo basado en la idea de la regla de la mayoría, tanto si dichos grupos eran sólo «presentativos», o también «representativos» de las otras personas, fue recibida en un principio como algo no natural, al menos durante algún tiempo, por parte de nuestros antepasados, lo mismo en los consejos religiosos que en los políticos, y probablemente sólo sus ventajas en rapidez facilitaron su progreso en tiempos más recientes. De hecho, este procedimiento es bastante poco natural, ya que pasa por encima de una serie de elecciones, únicamente porque las personas que las hacen son menos numerosas que otras, e incluso este método de tomar decisiones no se adopta nunca en otras circunstancias, y si se adoptase, conduciría a resultados claramente desventajosos. Volveremos sobre esto más adelante. Baste aquí señalar que la representación política estuvo estrechamente ligada en sus orígenes a la idea de que los representantes actúan como agentes de otras personas, y según la voluntad de éstas.
Cuando, en los tiempos modernos, el principio de representación, en Inglaterra lo mismo que en otros países, se extendió prácticamente a todos los individuos de una comunidad política, o al menos a todos los adultos que pertenecían a ella, surgieron tres grandes problemas que debían ser resueltos si se quería que el principio representativo funcionase de verdad: 1) el de hacer que el número de ciudadanos con poder para elegir representantes correspondiera a la estructura real de la nación; 2) el de obtener candidatos al cargo de representantes que fueran exponentes adecuados de la voluntad del pueblo representado, y 3) el de adoptar un sistema de elección de representantes que diera lugar a un adecuado reflejo, a través de ellos, de las opiniones del pueblo representado.[78]
Apenas puede decirse que estos problemas, hasta ahora, hayan sido solucionados satisfactoriamente. Ninguno de ellos, hoy por hoy, ha sido resuelto en ningún país; ninguna nación ha podido preservar el espíritu de la representación como una actividad llevada a cabo de acuerdo con la voluntad del pueblo representado. Dejemos a un lado cuestiones tan importantes como las que planteó el famoso ensayo de John Stuart Mill sobre el Gobierno representativo (1861), relacionado con la cuestión de qué personas están autorizadas para ser representadas, y con la cuestión de la diferente importancia que se vaya a dar a las personas representadas según sus capacidades o su contribución a los gastos de la comunidad, etc. Dejemos también a un lado, de momento, otra cuestión indudablemente muy importante y difícil de resolver, a saber, si una representación de la voluntad del pueblo podría o no ser consecuente en relación con un gran número de problemas o, en otras palabras, si es verdaderamente posible hablar de una «voluntad común» del pueblo en una serie de asuntos en los que la elección es de un tipo alternativo, sin que sea posible descubrir una manera de permitir a las gentes llegar a un acuerdo sobre cualquiera de sus elecciones. Schumpeter ha resaltado esta dificultad en su ensayo sobre Capitalismo, socialismo y democracia, concluyendo que la «voluntad común» es una expresión cuyo contenido debe ser inevitablemente contradictorio, cuando se refiere a los miembros individuales de una comunidad de la que se dice que tiene una «voluntad común». Si las cuestiones políticas son precisamente aquellas que no permiten más de una elección y si, además, no hay manera de descubrir por ningún método objetivo cuál es la elección más adecuada para una comunidad política, deberíamos llegar a la conclusión de que las decisiones políticas implican siempre un elemento que no es compatible con la libertad individual, y que, por tanto, no es compatible con una verdadera representación de la voluntad de aquellas personas cuya elección quizá haya sido rechazada en la decisión adoptada. Finalmente, dejemos a un lado, como algo no demasiado importante para nuestros propósitos, ciertas cuestiones especiales relacionadas con los diferentes sistemas de elección. Debemos observar que el voto no es el único sistema de elegir representantes. Disponemos de otros sistemas históricamente importantes, tales como los escrutinios realizados a veces por las antiguas ciudades griegas o por la república aristocrática de Venecia en los tiempos medievales y modernos, que constituyen diferentes métodos de votación, si es que se adopta el voto como medio de hacer la elección.
Estas cuestiones se pueden considerar, hasta cierto punto, como tecnicismos que se encuentran fuera del terreno de nuestra investigación. Ahora debemos concentrarnos en otros problemas.
Es verdad que la ampliación del principio de representación, a través de la extensión de ese derecho político a todos los ciudadanos, parece corresponder perfectamente a una concepción individualista de la representación, según la cual todo individuo debe estar representado de alguna manera en las decisiones que se han de tomar sobre las cuestiones de tipo general de la nación. Todo individuo debe ejercer su derecho de elegir, confiar e instruir a los representantes para tomar decisiones políticas, mediante una manifestación libre de su voluntad. Desde luego, como diría Disraeli, la voluntad de algunas personas puede estar perfectamente representada en ciertos casos por otras personas que adivinen sus deseos sin que hayan sido instruidas por ellas, tal como, según Schumpeter, hizo Napoleón cuando acabó con todas las luchas religiosas de su país durante su consulado. Podemos imaginar también que los intereses reales de algunas personas (esto es, al menos los intereses que algunas personas, más tarde, reconocen como suyos propios, pese a cualquier opinión en contra que pudieran haber tenido antes) pueden estar mejor representados por algunos exponentes competentes e incorruptibles de su voluntad, en quienes nunca hubieran confiado o a quienes nunca hubieran delegado. Este es el caso de los padres que actúan como representantes de sus hijos en la vida privada y en los negocios. Me parece evidente, desde un punto de vista individualista, que nadie es más competente para conocer cuál es su propia voluntad que uno mismo. Por tanto, la verdadera representación de esa voluntad debe ser resultado de una elección del individuo que ha de ser representado. La extensión de la representación en los tiempos modernos parece corresponder a esta consideración. Hasta aquí todo va bien.
Pero surgen dificultades muy serias cuando el principio de representación mediante la elección individual de representantes se aplica a la vida política. En la vida privada, como norma, estas dificultades no existen. Cualquier persona puede entrar en contacto con otra en quien confía y nombrarle su agente para negociar un contrato, por ejemplo, de acuerdo con instrucciones que se pueden formular y comprender claramente y llevar a cabo con toda precisión.
En la vida política no ocurre nada parecido, y esto parece ser también consecuencia de la misma extensión de la representación al mayor número posible de individuos de una comunidad política. Para desdicha de este principio, cuanto más se intenta extenderlo, más se deteriora su finalidad. Es preciso hacer notar que la vida política no es el único terreno en el que han surgido estos inconvenientes en los tiempos recientes. Los economistas y los sociólogos han llamado ya nuestra atención sobre el hecho de que la representación de grandes corporaciones privadas funciona mal. Se señala que los accionistas tienen sólo una pequeña influencia en la política de los dirigentes, y el poder discrecional de estos últimos, resultado y causa también de la «revolución empresarial» de nuestro tiempo, es tanto mayor cuanto más numerosos son los accionistas representados por los ejecutivos de una empresa.[79] La historia de la representación, tanto en la vida política como en la económica, nos enseña una lección que la gente aún no ha aprendido. En mi país hay un dicho, chi vuole vada, que significa que si alguien quiere de verdad algo, tiene que ir personalmente y ver qué es lo que hay que hacer, en lugar de enviar un mensajero. Desde luego, su acción no tendrá buen resultado si no se trata de una persona sabia, hábil o suficientemente bien informada para lograr el resultado que pretende. Y esto es lo que los empresarios y representantes, en política y en los negocios, dirían si se molestaran en explicar a las personas que representan cómo se hacen de verdad las cosas.
John Stuart Mill puso de relieve el hecho de que la representación no puede funcionar, a no ser que las personas representadas participen de alguna manera en la actividad de sus representantes:
Las instituciones representativas poseen poco valor y pueden convertirse en un simple instrumento de la tiranía o de la intriga, si la generalidad de los electores no están suficientemente interesados en su propio gobierno cuando dan su voto o, si es que votan, no conceden su sufragio fundándose en el interés público, sino que lo venden por dinero, o votan a la voz de mando de alguien que tiene control sobre ellos, o a quien, por razones privadas, desean propiciar. La elección popular así practicada, en vez de una seguridad contra el mal gobierno, es simplemente una rueda más de su maquinaria.[80]
Pero en la representación política surgen muchas dificultades que, probablemente, no se deben a una falta de sabiduría, a la mala voluntad o a la apatía de las personas representadas. Es una perogrullada decir que las cuestiones que se plantean en la vida política son demasiadas y demasiado complicadas, y que muchas de ellas, en realidad, resultan desconocidas, tanto a los representantes como al pueblo representado.
En esas condiciones, en la mayoría de los casos no se podría dar ningún tipo de instrucciones. Esto aparece en cualquier momento de la vida política de una comunidad, cuando los que se llaman a sí mismos representantes no están en situación de representar la verdadera voluntad del supuesto «pueblo representado», o bien cuando existen razones para pensar que los representantes y el pueblo representado no están de acuerdo sobre las cuestiones debatidas.
Al señalar este hecho, no me refiero únicamente a la manera habitual de elegir representantes hoy en día, esto es, por votación. Todas las dificultades que he señalado antes persisten, sea o no la votación el método de elegir representantes.
Pero el voto, por sí mismo, parece incrementar las dificultades relacionadas tanto con el significado de «representación» como con la «libertad » de los individuos para hacer su elección. Todos los problemas que acompañan a los grupos de decisión y a las decisiones de grupo continúan vigentes cuando consideramos el proceso de votación en los sistemas políticos actuales. La elección es el resultado de una decisión de grupo en la que todos los electores han de ser considerados como miembros de un grupo, por ejemplo, de sus asociaciones o del electorado considerado de manera global. Ya hemos visto que las decisiones de grupo implican procedimientos, tal como el de la regla de la mayoría, que no son compatibles con la libertad individual de elección del tipo que cualquier comprador o vendedor individual disfruta en el mercado y en cualquier otro tipo de elección que haga en su vida privada. Los efectos de la coacción en la maquinaria del voto se han puesto de relieve repetidamente por políticos, sociólogos, científicos de la política y, especialmente, matemáticos. Ciertos aspectos paradójicos de esta coacción se han puesto especialmente en evidencia por los críticos de métodos tan clásicos de representación como el denominado sistema de miembros aislados aún vigente en los países de habla inglesa. Deseo llamar la atención sobre el hecho de que estas críticas se basan principalmente en el supuesto de que el sistema no está de acuerdo con el principio de «representación», esto es, si, como dijo John Stuart Mill, las cuestiones políticas se deciden «por una mayoría de la mayoría, que puede ser, y a menudo es, solamente una minoría en relación con el conjunto». Permítaseme citar el pasaje del ensayo de Mill referente a este tema:
Supóngase entonces que, en un país gobernado mediante sufragio igual y universal, tenga lugar una elección competida en cada grupo de votantes, y que cada una de las elecciones sea ganada por una pequeña mayoría. El parlamento así reunido no representa más que una simple mayoría del pueblo. Este parlamento procede a legislar, y adopta importantes medidas a través de una simple mayoría de sí mismo. ¿Qué garantía hay de que esas medidas estén de acuerdo con los deseos de una mayoría del pueblo? Casi la mitad de los electores elegidos en las votaciones previas carecen de influencia en la decisión, y todos ellos serán, o pueden ser —y una mayoría probablemente lo son— contrarios a las medidas; de hecho habían votado contra aquellos a quienes dichas medidas se deben. De los electores restantes, casi la mitad han elegido representantes que, según hemos admitido en nuestra hipótesis, han votado contra esas medidas. Es posible, por tanto, y en manera alguna improbable, que la opinión que ha prevalecido resulte grata sólo para una minoría de la nación.[81]
Esta argumentación no es completamente convincente, ya que el caso citado por Mill es probablemente sólo teórico, pero hay cierta verdad en él, y todos nosotros conocemos los recursos que se han inventado, tales como la representación proporcional, de la que no hay menos de trescientas variedades, para conseguir que las elecciones «representen » más la supuesta voluntad de los electores. Pero también se sabe que ningún otro sistema electoral elude estas insuperables dificultades, como se prueba por la misma existencia de artificios tales como el referéndum, las iniciativas, etc., que se han introducido, no para perfeccionar la representación, sino más bien para reemplazarla por algún otro sistema basado en un principio distinto, a saber, el de la democracia directa.
De hecho, ningún sistema representativo basado en elecciones puede funcionar bien mientras las elecciones se hagan con objeto de alcanzar decisiones de grupo mediante la regla de la mayoría, o cualquier otra norma cuyo efecto sea coartar al individuo del lado perdedor del electorado.
Así, los sistemas «representativos», tal y como se conciben habitualmente, en los que la elección y la representación son cosas asociadas, resultan incompatibles con la libertad individual, en el sentido de una libertad de elegir, dar poderes e instruir a un representante.
Sin embargo, la «representación» se ha conservado hasta hoy como una de las supuestas características de nuestro sistema político, recurriendo al expediente de vaciar simplemente la palabra de todo su contenido histórico y usarla como un reclamo o, como los filósofos analíticos contemporáneos ingleses dirían, un término «persuasivo». De hecho, la palabra «representación» en política disfruta aún de una connotación favorable, ya que la gente inevitablemente la entiende en el sentido de una especie de relación entre «cestui qui trust» y un depositario de esa fe, tal y como ocurre en la vida privada y en los negocios, y lo mismo que Austin presuponía que ocurría en el derecho constitucional inglés. Como ha señalado uno de los más recientes especialistas de los partidos políticos actuales, R.T. McKenzie, «incluso muchos de los que saben hasta qué punto la clásica concepción de la democracia ha demostrado su incapacidad simulan aún, de puertas para afuera, un gran respeto hacia ella... También se va haciendo cada vez más evidente que la teoría clásica atribuía al electorado un grado verdaderamente irrisorio de iniciativa; esto llegaba casi hasta ignorar enteramente la importancia del caudillaje en el proceso político.»[82]
Entre tanto, un proceso de monocratización (para utilizar la palabra de Weber) tiene lugar ininterrumpidamente en los grupos del tipo de los partidos políticos, al menos en Europa, cumpliendo así la profecía hecha por mi conciudadano Roberto Michels, que, en su famoso ensayo, publicado en 1927 en la American Political Science Review, sobre el carácter sociológico de los partidos políticos, formuló la denominada «ley de hierro de la oligarquía», como la norma fundamental de la evolución interna de todos los partidos de la actualidad.
Todo esto afecta no sólo al destino de la democracia, sino también al de la libertad individual, en cuanto el individuo está implicado en el llamado proceso democrático, y en cuanto las ideas democráticas son compatibles con la de la libertad individual.
Hay una tendencia a aceptar las cosas tal como son, no sólo porque la gente es incapaz de ver nada mejor, sino también porque, frecuentemente, no son conscientes de lo que está ocurriendo en realidad. La gente justifica la «democracia» del momento actual, porque parece asegurar al menos una vaga participación del individuo en el proceso legislativo y en la administración del país —una participación que, por muy vaga que sea, se considera como lo más que se puede obtener en las circunstancias existentes. En un estado de ánimo similar, R.T.McKenzie escribe: «Es... realista argumentar que la esencia del proceso democrático es que debería proporcionar una libre competición para el caudillaje político.» Añade que «el papel fundamental del electorado no es el de tomar decisiones sobre temas específicos de la política, sino decidir cuál de dos o más grupos competidores de caudillos potenciales deberá tomar las decisiones».[83] Sin embargo, esto no es gran cosa para una teoría política que aún recurre al uso de términos como «democracia » o «representación». Tampoco es mucho, si consideramos que «representación» es algo bastante diferente de lo que estas nuevas teorías implican, o que, por lo menos, su concepto era bastante distinto hasta hace poco tiempo en política, y continúa siéndolo en la vida privada y en los negocios.
Se pueden oponer objeciones válidas contra los argumentos de aquellos que aceptan esa versión mutilada del punto de vista individualista y piensan que el «sistema representativo», tal y como funciona hoy, es mejor que cualquier otro sistema que permita al pueblo participar de alguna manera en la formación de las políticas y, especialmente, en la legislación, de acuerdo con la libertad individual en la elección.
Sólo puede decirse que el pueblo participa en estos procesos cuando se recurre a las decisiones de grupo; por ejemplo, las de un grupo de electores o un consejo de representantes del tipo de un parlamento. Pero decir esto es aceptar un punto de vista estrictamente legal, es decir, basado en las regulaciones legales actuales, sin tomar en consideración todo lo que hay, o no hay, tras las normas oficiales. Ese punto de vista legal se hace insostenible tan pronto como descubrimos que la legislación y las constituciones, basándonos en las cuales deberíamos decidir si algo es «legal», radican ellas mismas frecuentemente en algo que no es en absoluto «legal». La Constitución americana, ese gran logro de tantos estadistas de primer rango de finales del siglo XVIII, fue el resultado de una acción ilegal adoptada en la convención de Filadelfia de 1787 por los padres fundadores, a quienes no se había conferido ningún poder de esta clase por la autoridad legal de que dependían, a saber, el congreso continental. Este último, a su vez, tuvo un origen ilegal, ya que había sido establecido como resultado de una rebelión de las colonias americanas contra el poder legal de la Corona británica.
El origen de la Constitución de Italia apenas puede decirse que sea más legal que el de la americana, aunque muchas personas en mi país no sean conscientes de esto. De hecho, la actual Constitución italiana la estructuró una asamblea constituyente, cuya creación fue, a su vez, debida a un decreto del 25 de junio de 1944, promulgado por el príncipe heredero de Italia, Humberto, que había sido nombrado «teniente general» del reino de Italia, sin límites en su competencia, por su padre el rey Víctor Manuel III, en un real decreto del 5 de junio de 1944. Pero ni el teniente general del reino de Italia ni el mismo Rey tenían poder legal para cambiar la Constitución ni para convocar una asamblea que la cambiara. Además, la promulgación del decreto antes citado derivó del denominado «acuerdo de Salerno», que tuvo lugar, bajo los auspicios de los poderes aliados, entre el rey Víctor Manuel III y los «representantes» de los partidos italianos, a quienes nadie había elegido en nuestro país mediante los medios habituales de elección. La Asamblea Constituyente era, por tanto, ilegal desde el punto de vista de la ley vigente en el reino, ya que el decreto que había originado dicha asamblea era ilegal él mismo, puesto que su autor, el «teniente general», lo había promulgado ultra vires. Por otra parte, hubiera sido muy difícil eludir actos «ilegales» en una situación como ésa. Ninguna de las instituciones previstas por las leyes constitucionales del reino sobrevivió hasta junio de 1944. La Corona había cambiado de carácter después del nombramiento del teniente general; una de las ramas del parlamento, la Camera dei Fasci e delle Corporazioni, había sido suprimida sin que hubiera sido reemplazada por otra, y la otra rama, el Senado, no estaba en situación de funcionar en ese momento. Ésta es una lección para quienes hablan de lo que es legal y lo que no lo es basándose en supuestas constituciones «legales», sin molestarse en tener en cuenta lo que puede haber detrás de todo ello.
Leslie Stephen señaló bastante bien los límites del punto de vista legal:
Los abogados tienden a hablar como si la legislatura fuera omnipotente, ya que no se ven precisados a ir más allá de sus decisiones. Desde luego, es omnipotente en el sentido de que puede hacer cualquier ley que le plazca, y en cuanto una ley significa cualquier norma establecida por la legislatura. Pero desde el punto de vista científico, el poder de la legislación está, por supuesto, estrictamente limitado. Está limitado, por así decirlo, tanto desde dentro como desde fuera: desde dentro, porque la legislatura es el producto de una cierta condición social, y está determinada por aquello que determina la sociedad; y desde fuera, porque el poder de imponer leyes depende del instinto de subordinación, que en sí mismo tiene sus límites. Si una legislatura decidiera que había que matar a todos los niños de ojos azules, la conservación de todos estos niños sería ilegal; pero los legisladores tendrían que haberse vuelto locos para dejar pasar una ley así, y los súbditos tendrían que ser idiotas para someterse a ella.[84]
Aunque estoy de acuerdo con Leslie Stephen, me pregunto, de pasada, si la idiotez de los «súbditos» empieza sólo ahí, o bien si los «súbditos » de hoy no podrán llegar a aceptar decisiones como ésas en el futuro, si los ideales de «representación» y «democracia» continúan durante largo tiempo siendo identificados con el poder, simple y llanamente, de decidir (como diría R.T. McKenzie) «cuál de entre dos o más grupos competidores de líderes potenciales tomará las decisiones» para todo tipo de acción y conducta de sus conciudadanos.
Desde luego, elegir entre competidores potenciales es la actividad propia de un individuo libre en el mercado. Pero existe una gran diferencia. Los competidores del mercado, si quieren conservar su posición, han de trabajar necesariamente en favor de sus votantes (esto es, los clientes), aunque ellos y esos mismos votantes no sean enteramente conscientes de esto. Los competidores políticos, en cambio, no trabajan necesariamente para sus votantes, ya que estos últimos, en realidad, no pueden elegir de la misma manera los «productos» peculiares de los políticos. Los fabricantes políticos (si se me permite utilizar esta palabra) son simultáneamente vendedores y compradores de sus productos, siempre en nombre de sus conciudadanos. De estos últimos no se espera que digan «no quiero este estatuto, no quiero este decreto», ya que, de acuerdo con la teoría de la representación, han delegado ya este poder de elección en sus representantes.
Ciertamente, éste es un punto de vista legal que no coincide necesariamente con la actitud real de las personas afectadas. En mi país, los ciudadanos a menudo distinguen entre el punto de vista lega l y otros puntos de vista. Siempre he admirado los países en los que el punto de vista legal coincide en lo posible con cualquier otro punto de vista, y estoy convencido de que sus grandes logros políticos se deben fundamentalmente a esta coincidencia. Aún sigo convencido de esto, pero me pregunto si esta virtud no se puede transformar en un vicio cuando el punto de vista legal da lugar a una aceptación ciega de decisiones inadecuadas. Un dicho de mi país puede explicar por qué nuestros teóricos políticos, desde Maquiavelo a Pareto, Moscay Roberto Michels, apenas prestaban atención al punto de vista legal, sino que trataban de ir más allá de él para ver lo que ocurría a sus espaldas. No creo que los pueblos de habla germánica o inglesa tengan un dicho similar: Chi comanda fa la legge, esto es, «quien manda hace la ley». Esto suena como una frase de Hobbes, pero sin su insistencia en la necesidad de un poder supremo. Se trata más bien, si no me equivoco, de un aforismo cínico o, si se prefiere, realista. Los griegos, por supuesto, tenían una doctrina similar, aunque ignoro si también un dicho parecido.
No es que yo recomiende ese cinismo político. Simplemente resalto las implicaciones científicas de dicho cinismo, si es que es posible calificar a una doctrina de cínica. El que detenta el poder hace la ley. Cierto, pero ¿qué hay del pueblo que no tiene el poder? El dicho calla aparentemente sobre éste, pero creo que la conclusión natural que se puede sacar de la doctrina es un punto de vista bastante crítico de los límites de la ley, cuando ésta se centra en el poder político. Esto explica probablemente por qué mis compatriotas no se saben de memoria sus constituciones escritas, tal y como muchos americanos se las saben. Mis compatriotas están convencidos, lo digo casi por instinto, de que las leyes y constituciones escritas no constituyen la última palabra del drama político. No sólo cambian, incluso con bastante frecuencia, sino que no siempre corresponden a la ley escrita en tablas vivientes, como diría lord Bacon. Me atrevo a decir que hay una especie de sistema de derecho consuetudinario cínico que subyace al sistema de la ley escrita de mi país, y que difiere del sistema de derecho consuetudinario inglés, no sólo por no estar escrito, sino por carecer de reconocimiento oficial.
Además, me inclino a pensar que algo similar ocurre, y ocurrirá quizá cada vez más en el futuro, en otros países en que la coincidencia entre el punto de vista legal y otros puntos de vista ha sido casi perfecta hasta los tiempos más recientes. La aceptación ciega del punto de vista legal contemporáneo conducirá a la destrucción gradual de la libertad individual de elección, en política tanto como en el mercado y en la vida privada, ya que el punto de vista legal contemporáneo supone la creciente sustitución de la elección individual por las decisiones de grupo y la progresiva eliminación de los ajustes espontáneos no sólo entre las demandas individuales y ofertas individuales de bienes y servicios, sino de todo tipo de comportamiento, por procedimientos tan rígidos y coactivos como el de la regla de la mayoría.
Para resumir mis puntos de vista sobre esta cuestión: hay mucha más legislación, hay muchas más decisiones de grupo, muchas más elecciones rígidas, y muchas menos «leyes vivas», muchas menos decisiones individuales, muchas menos elecciones libres en todos los sistemas políticos contemporáneos de lo que sería necesario para preservar la libertad individual de elección.
No quiero decir que deberíamos prescindir enteramente de la legislación y abandonar las decisiones de grupo y la regla de la mayoría para recuperar la libertad individual de elección en todos los campos en que la hemos perdido. Estoy enteramente de acuerdo en que, en algunos casos, las cuestiones involucradas conciernen a todo el mundo y no se pueden resolver mediante los ajustes espontáneos y las elecciones mutuamente compatibles de los individuos. No hay ninguna evidencia histórica de que alguna vez haya existido un estado de cosas anárquico del tipo que resultaría si la legislación, las decisiones de grupo y la coacción de las elecciones individuales se eliminaran completamente.
Pero estoy convencido de que, cuanto más consigamos reducir la amplia área ocupada en el momento presente por las decisiones de grupo en política y en las cuestiones legales, con todo su acompañamiento de elecciones, legislación, etc., tanto más éxito podremos tener a la hora de establecer un estado de cosas similar al que prevalece en el dominio del lenguaje, del derecho consuetudinario, del mercado libre, de la moda, de las costumbres, etc., en que las elecciones individuales se ajustan unas a otras, y ninguna de ellas resulta nunca atropellada Opino que, en el momento presente, la extensión que se ha reservado al área en que se estiman necesarias o convenientes las decisiones de grupo se ha exagerado grandemente, mientras que la concedida al área en que tienen lugar los ajustes individuales espontáneos se ha circunscrito mucho más de lo que sería aconsejable hacer, si es que queremos preservar el significado tradicional de la gran mayoría de los grandes ideales del mundo occidental.
Sugiero que se retracen los mapas de las áreas antes mencionadas, ya que aparecen hoy muchas tierras y mares en ellos, en lugares en que, en los antiguos mapas clásicos, no se veía nada. Sospecho también, si es que se me permite continuar utilizando esta metáfora, que en los mapas actuales hay signos y marcas que no corresponden verdaderamente a ninguna tierra recientemente descubierta, y que algunas tierras no deberían estar situadas donde se las ha puesto, por culpa de geógrafos inexactos del mundo político. De hecho, algunas de las marcas que aparecen en los mapas políticos actuales representan solamente minúsculos puntos sin ninguna realidad que corresponda a ellos, y nuestro comportamiento en relación con los mismos se parece al del patrón que confunde la suciedad que una mosca dejó tras de sí con una isla, y se pasa tiempo y tiempo buscando en el océano esa supuesta «isla».
Al dibujar estos mapas de las áreas ocupadas respectivamente por las decisiones de grupo y por las decisiones individuales, deberíamos tener en cuenta el hecho de que las primeras comprenden decisiones de la variedad todo o nada, como diría el profesor Buchanan, mientras que las últimas comprenden decisiones articuladas, compatibles —o incluso complementarias— con las de otras personas.
Una regla de oro para esta reforma —si no me equivoco— sería que todas aquellas decisiones individuales que hayan demostrado no ser incompatibles unas con otras deberían mantenerse, a costa de las correspondientes decisiones de grupo, en relación con alternativas entre las que se ha pensado, erróneamente, que existían incompatibilidades. Sería tonto, por ejemplo, someter a los individuos a una decisión de grupo en relación con cuestiones tales como la de si se debería ir al cine o pasear, siempre y cuando no exista incompatibilidad entre estas dos formas de comportamiento individual.
Los defensores de las decisiones de grupo (por ejemplo, de la legislación) están inclinados siempre a pensar que en este o aquel caso las elecciones individuales son mutuamente incompatibles, que los asuntos en cuestión son necesariamente del tipo todo o nada y que la única manera de llegar a una elección final es adoptar un procedimiento coactivo como el de la regla de la mayoría. Estas personas pretenden ser campeones de la democracia. Pero deberíamos recordar siempre que, cuando se sustituye innecesariamente la elección individual por la regla de la mayoría, la democracia entra en conflicto con la libertad individual. Es este tipo particular de democracia el que debería mantenerse a un nivel mínimo, para preservar el máximo de democracia compatible con la libertad individual.
Por supuesto, sería necesario evitar malentendidos ya en el mismo punto de partida de la reforma que estoy proponiendo. La libertad no debe concebirse indiferentemente como «libertad de necesidades», ni «libertad de cara a los hombres», de la misma manera que la coacción no debería entenderse como «coacción» ejercida por personas que no han hecho nada para coartar a otros.
La determinación de varias formas de conducta y decisiones para desentrañar el área a la que pertenecen propiamente y localizarlas en ella, si se lleva a cabo de una manera coherente, implicaría, evidentemente, una gran revolución en las constituciones actuales y en la legislación y el derecho administrativo. Esta revolución consistiría, en su mayor parte, en el desplazamiento de normas del área del derecho escrito a la del derecho no escrito. En este proceso de desplazamiento habría que atender mucho al concepto de certeza de la ley, entendido como una certeza a largo plazo, para así hacer posible que los individuos realicen sus elecciones libremente con vistas no sólo al presente, sino al futuro. En este proceso, el poder judicial debería ser separado en lo posible de los otros poderes, como lo estuvo en los tiempo de Roma y en la Edad Media, cuando la jurisdictio se encontraba tan aislada como era posible del imperium. La juricatura debería concentrarse mucho más en descubrir lo que es la ley que en imponer a las partes en disputa lo que los jueces quieren que la ley sea.
El proceso legislativo debería ser reformado, convirtiéndolo fundamentalmente, si no exclusivamente, en un proceso espontáneo, similar al del comercio o al del lenguaje, o a los que convierten a otros tipos de relaciones entre individuos en compatibles y complementarias.
Se puede objetar que una reforma así equivaldría a la creación de un mundo utópico. Pero un mundo así no fue, tomado globalmente, utópico en diversos países y en varios momentos de la historia, algunos de los cuales no se han desvanecido completamente de la memoria de las generaciones vivientes. Por otra parte, probablemente resulta mucho más utópico continuar apelando a un mundo en el que los antiguos ideales están pereciendo y sólo quedan viejas palabras, parecidas a cáscaras vacías, que cada cual rellena con sus significados favoritos, sin mirar para nada el resultado final.
Notas al pie de página
[64] Edmund Burke, Works, 1808, II, pp. 287 y ss.
[65] Edmund Burke, «Speech to the Electors of Bristol», 3 de diciembre de 1774, en Works, Little, Brown & Co., 1894, II, 96.
[66] Cecil S. Emden, The People and the Constitution, 2.ª edic., Clarendon Press, Oxford 1956, p. 34.
[67] Ibid., p. 53. Los historiadores nos dicen que «como resultado de su discurso, el mismo Fox fue atacado por la turba cuando se dirigía en coche a la Casa, y fue arrastrado por el fango.»
[68] R.T. McKenzie, British Political Parties, Heineman, Londres 1955, p. 588.
[69] Dicey, Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 9.ª ed., Macmillan, Londres 1939, p. 76.
[70] Ibid., p. 73.
[71] Ibid., p. 82.
[72] Ibid., p. 83.
[73] Loc. cit.
[74] Sobre este y otros puntos mencionados en este capítulo, véase el claro e informativo artículo sobre «Representación», de H. Chiholm, en la Enciclopedia Británica (14.ª edic.).
[75] Sin embargo, la teoría política de la representación en la Edad Media parece haber sufrido la influencia de una teoría similar del jurista romano Pomponius, contenida en un fragmento del Digesto («deinde quia difficile plebs convenire coepit, populus certe multo difficilius in tanta turba hominum, necessitas ipsa curam reipublicae ad senatum deduxit», esto es, el senado fue inducido a asumir la responsabilidad de la legislación debido a las dificultades que suponía congregar a los plebeyos, y a la aún mayor dificultad de celebrar una asamblea con la vasta multitud que constituía el electorado completo). Véase Otto Gierke, Political Theories of the Middle Age, trad. por Maitland, Cambridge University Press, 1922, pp. 168 y ss.
[76] H. Chisholm, loc. cit.
[77] Gierke, op. cit., p. 64.
[78] Para una discusión reciente de los problemas de la representación en conexión con la regla de la mayoría, véase Burnham, op. cit., especialmente el capítulo titulado «What is a Majority?», pp. 311 y ss.
[79] Esto es cierto pese al hecho, observado por el profesor Milton Friedman, de que los accionistas pueden, en último término, deshacerse de las acciones de aquellas firmas cuya política no pueden controlar suficientemente, mientras que los ciudadanos no pueden hacer tan fácilmente lo mismo con su ciudadanía.
[80] John Stuart Mill, Considerations on Representative Government, Henry Holt & Co., Nueva York 1882.
[81] Ibid., p. 147.
[82] R.T. McKenzie, op. cit., p. 588.
[83] Ibid., p. 589.
[84] Leslie Stephen, The Science of Ethics, citado por Dicey, op. cit., p. 81.