Capítulo IVLa libertad y la certeza de la ley
La concepción griega de la certeza de la ley era la de una ley escrita. Aunque no estamos directamente interesados aquí en los problemas de investigación histórica, es interesante recordar que los griegos, especialmente en sus primeros tiempos, tuvieron también un concepto del derecho consuetudinario y, en general, del derecho no escrito. El mismo Aristóteles habla de este último. Éste no debería ser confundido con el concepto, más reciente, de la ley como un complejo de fórmulas escritas en el sentido técnico que el término nomos asumió durante los siglos V y IV antes de Cristo. Pero los antiguos griegos, en un periodo más maduro de su historia, llegaron a cansarse de su idea usual de la ley como algo escrito y promulgado por cuerpos legislativos tales como la asamblea popular ateniense.
El ejemplo de los antiguos griegos viene particularmente a cuento a este respecto, no sólo porque fueron los iniciadores de los sistemas políticos adoptados más tarde por los países occidentales, sino también porque casi todo el pueblo griego, particularmente los atenienses, era partidario sincero de la libertad política, en un sentido perfectamente comprensible para nosotros y comparable con el nuestro. Lo que, por ejemplo, Tucídides hace decir a Pericles en su famosa oración fúnebre por los primeros soldados y marinos atenienses que cayeron en la guerra del Peloponeso podría repetirse casi literalmente por representantes modernos del ideal político de la libertad, tales como Jefferson, Tocqueville, John Stuart Mill, lord Acton o Spencer. Aún no se ha dicho la última palabra sobre la autenticidad de las fuentes utilizadas por Tucídides para reconstruir el discurso de Pericles. Pero aunque imaginemos que el mismo Tucídides escribió el discurso, y no Pericles, la autoridad de Tucídides en lo que se refiere al sentimiento de los atenienses y las condiciones de su tiempo no sería inferior a la de Pericles. En la mencionada oración fúnebre, Pericles, según la cita de Tucídides, utiliza estas palabras para describir el sistema político y civil ateniense a mediados del siglo V antes de Cristo:
Nuestra constitución no copia las leyes de los estados vecinos. Somos modelo para otros, y no imitadores. Nuestro gobierno favorece a los muchos en vez de a los pocos; por eso se llama democracia. Si ahora nos fijamos en las leyes, veremos que proporcionan justicia por igual a todos en sus disputas privadas; en cuanto a la posición social, el progreso en la vida pública deriva de la reputación de una buena capacidad, sin que permitamos que ninguna consideración de clase interfiera en el mérito. Tampoco la pobreza constituye un obstáculo en el camino. Si un hombre está capacitado para servir al Estado, la oscuridad de su condición no se lo impedirá. La libertad de que disfrutamos en nuestro gobierno se extiende también a nuestra vida diaria. En ésta, lejos de ejercer una celosa vigilancia los unos sobre los otros, no caemos en la tentación de irritarnos con nuestro vecino porque hace lo que le gusta, o incluso de dejar escapar esas miradas airadas que, aunque no inflijan de por sí un castigo, no pueden por menos de ofender. Pero esta flexibilidad en nuestras relaciones privadas no nos convierte en ciudadanos licenciosos. Contra esto, nuestra mejor salvaguardia es el miedo, que nos enseña a obedecer a los magistrados y a las leyes, especialmente las que garantizan la protección de los perjudicados, sean éstas escritas, o pertenezcan a ese código que, aunque no esté escrito, no se puede transgredir sin ignominia.[44]
Esta idea griega de la libertad, reflejada en la oración de Pericles, es totalmente similar a nuestra actual idea de libertad como un máximo de independencia de la coacción ejercida por otros, incluidas las autoridades, sobre nuestro comportamiento individual. La añeja opinión de algunos especialistas, como Fustel de Coulanges, de que los antiguos griegos no dieron al término «libertad» un sentido similar al que nosotros le damos hoy en la mayor parte de los casos, se ha corregido en los últimos tiempos. Hay, por ejemplo, un libro titulado El temperamento liberal en la política griega (1957), escrito por un estudioso canadiense, el profesor Erik A. Havelock, con el propósito de poner en evidencia la espléndida contribución que muchos pensadores griegos menos famosos que Platón y Aristóteles hicieron al ideal de la libertad política, como idea contraria a la esclavitud en cualquiera de los sentidos de la palabra. Una de las conclusiones que resultan del libro es que la libertad griega no era «libertad de necesidades», sino libertad frente a los hombres. Como señalaba Demócrito en un fragmento que se ha conservado hasta hoy, «la pobreza en la democracia debe preferirse a lo que una oligarquía llama prosperidad, como la libertad debe preferirse a la esclavitud». Libertad y democracia están en primer lugar en esta escala de valores; la prosperidad viene después. Apenas puede dudarse de que ésta era también la escala de valores de los atenienses. Desde luego, era la escala de valores de Pericles y de Tucídides. En la oración fúnebre leemos también que los atenienses que murieron en la guerra debían ser tomados como modelos por sus conciudadanos, quienes, «en la idea de que la felicidad es fruto de la libertad, y la libertad fruto del valor, no eludirían nunca los peligros de la guerra».[45]
La legislación correspondía a las asambleas legislativas populares, y las normas generales promulgadas en forma escrita por estas asambleas resaltaban frente a las órdenes arbitrarias de los tiranos. Pero los griegos, especialmente los atenienses, comprenderían, en la segunda mitad del siglo V y en el siglo IV antes de Cristo, los graves inconvenientes de un proceso legislativo por el cual todas las leyes eran ciertas (esto es, formuladas con precisión por escrito), pero nadie tenía la seguridad de que una ley hoy válida continuaría siéndolo mañana, sin que otra ley la abrogase o modificase. La reforma de Tisamenes de la constitución ateniense a finales del siglo V nos ofrece un ejemplo de un remedio contra este inconveniente que los científicos políticos y los políticos de hoy deberían estudiar cuidadosamente. Se introdujo entonces en Atenas un procedimiento rígido y complejo para disciplinar las innovaciones legislativas. Todo proyecto de ley propuesto por un ciudadano (en la democracia directa ateniense, cualquier persona que pertenecía a la asamblea legislativa general tenía derecho a presentar un proyecto de ley, mientras que en Roma sólo los magistrados elegidos podían hacerlo) era estudiado detenidamente por un comité especial de magistrados (nomotetai), cuya tarea era precisamente la de defender la legislación previa contra la nueva propuesta. Por supuesto, los proponentes podían argumentar libremente ante la asamblea legislativa general contra los nomotetai para defender sus propias propuestas, de manera que, en conjunto, la discusión tenía que basarse más en una comparación entre la ley antigua y la nueva que en un simple discurso en favor de esta última.
Pero esto no era todo. Aun cuanto la propuesta de ley acabara siendo aprobada por la asamblea, el proponente era responsable de su propuesta si otro ciudadano, actuando como demandante del proponente, podía probar, una vez que la ley había sido aprobada por la asamblea, que la nueva legislación estaba marcada por graves defectos o en irremediable contradicción con leyes más antiguas aún válidas en Atenas. En este caso, el proponente de la ley podía ser legítimamente sometido a juicio, y los castigos podían llegar a ser graves, incluso la condena a muerte, si bien, como norma, los proponentes que fracasaban sufrían sólo multas. Esto no es una leyenda. Conocemos muy bien todos estos pasos a través de la acusación de Demóstenes contra uno de estos desgraciados proponentes denominado Timócrates. Este sistema de multar a los proponentes de una legislación inadecuada no estaba en oposición con la democracia, si con esta palabra queremos significar un régimen en el que el pueblo es soberano, y si admitimos que la soberanía significa también irresponsabilidad, como lo significa en muchas interpretaciones históricas.
No hay más remedio que deducir que la democracia ateniense, a finales del siglo V y durante el siglo IV antes de Cristo, no estaba satisfecha de la noción de que la certeza de la ley pudiera equipararse simplemente con la de una fórmula escrita muy precisa.
Mediante la reforma de Tisamenes, los atenienses descubrieron al fin que no podían estar libres de interferencia del poder político simplemente obedeciendo las leyes de hoy; que necesitaban también estar capacitados para prever las consecuencias de sus acciones según las leyes de mañana.
Esta es, de hecho, la principal limitación de la idea de que la certeza de la ley se puede identificar simplemente con la formulación precisa por escrito de la norma, sea ésta general o no.
Pero la idea de la certeza de la ley no sólo tiene el sentido antes mencionado en la historia de los sistemas políticos y jurídicos occidentales. Se ha entendido también en un sentido completamente diferente.
La certeza de la ley, en el sentido de una fórmula escrita, se refiere a un estado de cosas inevitablemente condicionado por la posibilidad de que la ley actual puede ser reemplazada en cualquier momento por otra. Cuanto más intenso y acelerado sea el proceso legislativo, más incierto resultará el problema de la duración de la legislación presente. Además, nada puede impedir que una ley que en el sentido antes indicado es cierta resulte imprevisiblemente alterada por otra ley igualmente «cierta».
Por tanto, la certeza de la ley, en este sentido, podría ser calificada de certeza a corto plazo de la ley. De hecho, parece haber un sorprendente paralelismo hoy en día entre las disposiciones a corto plazo en cuestiones de política económica y la certeza a corto plazo de las leyes promulgadas para asegurar esas disposiciones. De una manera más general, los sistemas jurídicos y políticos de casi todos los países, hoy en día, podrían definirse a este respecto como sistemas a corto plazo, en contraste con algunos de los sistemas clásicos a largo plazo del pasado. El famoso aforismo de lord Keynes de que «a largo plazo todos estaremos muertos» podría adoptarse como lema de la época actual por los historiadores futuros. Quizá nos hemos ido acostumbrando cada vez más a esperar resultados inmediatos del progreso enorme y sin precedentes en los medios técnicos y en los artificios científicos desarrollados para realizar muchos tipos distintos de tareas y para conseguir diferentes resultados en cuestiones materiales. Indudablemente, este hecho ha creado en muchas personas —que ignoran, o pretenden ignorar, las diferencias— la expectativa de resultados inmediatos también en otros campos y en relación con otras cuestiones que no dependen en absoluto del progreso tecnológico-científico.
Recuerdo una conversación que tuve con un hombre ya anciano que cultivaba plantas en mi país. Le pedí que me vendiera un árbol ya crecido para mi jardín privado. Contestó: «Todo el mundo quiere hoy árboles grandes. La gente los quiere inmediatamente; no les importa que los árboles crezcan lentamente y que se necesite mucho tiempo y mucho trabajo para cultivarlos. Todo el mundo hoy tiene prisa», concluyó tristemente, «yo no sé por qué.»
Lord Keynes podría haberle dicho la razón: la gente piensa que a largo plazo todos estarán muertos. Esta misma actitud puede apreciarse también en relación con el declive general de las creencias religiosas que tantos sacerdotes y pastores lamentan hoy. Las creencias religiosas cristianas acostumbraban a resaltar no la vida presente del hombre, sino una vida futura. Cuanto menos creen hoy las personas en esa vida futura, tanto más se aferran a la vida presente y, creyendo que la vida individual es breve, siempre tienen prisa. Esto ha originado una gran secularización de las creencias religiosas en el momento actual, tanto en Occidente como en Oriente, de manera que incluso una religión tan indiferente a este mundo como el budismo está recibiendo hoy por parte de algunos de sus defensores un significado «social» mundano, si no de hecho «socialista». Un escritor americano contemporáneo, Dagobert Runes, dice en su libro sobre la contemplación: «Las iglesias han perdido el toque de la divinidad y se dedican a las reseñas de libros y a la política.»[46]
Esto puede ayudar a explicar por qué se presta hoy tan poca atención a un concepto a largo plazo de la certeza de la ley, o incluso a cualquier concepto a largo plazo que se relacione con la conducta humana. Naturalmente, esto no significa que los sistemas a corto plazo sean, de hecho, más eficientes que los a largo plazo para conseguir las finalidades que la gente pretende obtener inventando, por ejemplo, una nueva y milagrosa política de pleno empleo, o una disposición legal sin precedentes, o simplemente pidiendo a los viveros árboles grandes para sus jardines.
El concepto del corto plazo no es la única noción de la certeza de la ley que la historia de los sistemas políticos y jurídicos en los países occidentales exhiben a un estudioso que tenga suficiente paciencia para llegar a reconocer los principios que subyacen a las instituciones.
Esto no era así antiguamente. Aunque Grecia, hasta cierto punto, pudiera ser descrita por los historiadores como un país con una ley escrita, es dudoso que esto fuera cierto en la antigua Roma. Probablemente, estamos tan acostumbrados a pensar en el sistema jurídico romano en términos del corpus juris de Justiniano, esto es, de un libro de leyes escritas, que no podemos comprender cómo funcionaba verdaderamente el derecho romano. Muchas normas de derecho romano no se debían a ningún proceso legislativo. El derecho privado romano, que los romanos denominaban jus civile, estuvo prácticamente fuera del alcance de los legisladores durante la mayor parte de la historia de la República y del Imperio romanos. Especialistas eminentes, como los profesores italianos Rotondi y Vincenzo Arangio Ruiz, y el jurisconsulto inglés W.W. Buckland, hacen notar repetidamente que «las nociones fundamentales, el esquema general del derecho romano, debe buscarse en el derecho civil, en una serie de principios, gradualmente desarrollados y refinados por una jurisprudencia que se extendió durante muchos siglos con escasa interferencia por parte del cuerpo legislativo ».[47] Buckland observa también, probablemente basado en los estudios de Rotondi, que «de los muchos cientos de leges (normas) de los que se conservan testimonios, no más de unas 40 tenían importancia en el derecho privado», de manera que, al menos en la era clásica del derecho romano, «la norma, en cuanto concierne al derecho privado, ocupa sólo una posición muy subordinada».[48]
Es evidente que esto no era el resultado de una falta de habilidad de los romanos para idear normas. Disponían de muchos tipos de normas: las leges, los plebiscita y los senatus consulta, aprobados respectivamente por el pueblo o por el Senado, y también tenían a su disposición distintos tipos de leges, tales como las leges imperfectae, las minusquamperfectae y las plusquamperfectae. Pero, como norma, reservaban la ley escrita para un campo en que los cuerpos legislativos estaban directamente autorizados a intervenir, a saber, el derecho público, quod ad rem romanam spectat, relacionado con el funcionamiento de las asambleas políticas, del Senado, de los magistrados, es decir, de sus funcionarios gubernamentales. El derecho escrito era, para los romanos, fundamentalmente la ley constitucional o el derecho administrativo (y también el derecho criminal), y sólo indirectamente se relacionaba con la vida privada y los negocios privados de los ciudadanos.
Esto quería decir que siempre que surgía un debate entre ciudadanos romanos acerca de sus derechos o sus deberes, en relación con un contrato por ejemplo, muy raramente podían basar sus reclamaciones en un estatuto, en una norma escrita formulada con precisión, y por tanto cierta en el sentido griego o a corto plazo de la palabra. Así, uno de los más eminentes historiadores contemporáneos del derecho romano y de la ciencia jurídica romana, el profesor Fritz Schulz, ha señalado que la certeza (en el sentido a corto plazo) era desconocida en el derecho civil romano. Esto no significa en absoluto que los romanos no estuvieran en la situación de hacer planes sobre las futuras consecuencias jurídicas de sus acciones. Todo el mundo conoce el enorme desarrollo de la economía romana, y apenas es necesario referirnos aquí al imponente trabajo de Rostovtzeff sobre este tema.
Por otro lado, los investigadores del derecho privado romano saben muy bien que, como dice el profesor Schulz, «el individualismo del liberalismo helenístico hizo que el derecho privado se desarrollase sobre la base de la libertad y el individualismo».[49] De hecho, la mayoría de nuestros códigos continentales contemporáneos, como el francés, el italiano y el alemán, se escribieron de acuerdo con las normas del derecho romano registradas en el corpus juris de Justiniano. Algunos reformadores socialistas las han criticado de «burguesas». Las llamadas «reformas» sociales en los países europeos de hoy en día se pueden llevar a cabo, si acaso, sólo modificando o aboliendo normas que, muy a menudo, se retrotraen a las del antiguo derecho romano privado.
Así, los romanos disfrutaban de una ley suficientemente cierta como para permitir a los ciudadanos, de una manera libre y segura, hacer planes para el futuro, y esto sin que fuera en absoluto una ley escrita, esto es, una serie de normas formuladas con toda precisión, comparables a las de un estatuto escrito. El jurista romano era una especie de científico: los objetos de su investigación eran las soluciones de casos que los ciudadanos le sometían a estudio, lo mismo que los industriales pueden hoy someter a un físico o a un ingeniero un problema técnico relacionado con sus fábricas o su producción. Por eso, el derecho privado romano era algo que había que describir o descubrir, no promulgar; un mundo de cosas que estaban ahí, formando parte de la herencia común de todos los ciudadanos romanos. Nadie promulgaba esa ley; nadie la podía cambiar porque así le apetecía. Esto no suponía que no hubiera cambios, pero sí que nadie se acostaba por la noche planificando su vida de acuerdo con los dogmas actuales para levantarse a la mañana siguiente y encontrarse con que esas normas habían sido modificadas por una innovación legislativa.
Los romanos aceptaron y aplicaron un concepto de la certeza de la ley que podría describirse como la noción de que la ley no debe estar sometida nunca a cambios súbitos e imprevisibles. Además, la ley nunca debería someterse, como norma, a la voluntad arbitraria o al poder arbitrario de una asamblea legislativa, o de cualquier persona, incluidos los senadores y otros magistrados conspicuos del Estado. Este es el concepto a largo plazo o, si se prefiere, el concepto romano de la certeza de la ley.
Este concepto era ciertamente esencial a la libertad de que los ciudadanos romanos, habitualmente, disfrutaban en sus negocios y en su vida privada. Hasta cierto punto, situaba las relaciones jurídicas entre los ciudadanos a un nivel muy similar a aquel en que el mercado libre pone sus relaciones económicas. La ley, globalmente, no estaba menos libre de coacción que el propio mercado. De hecho, no puedo concebir un mercado verdaderamente libre si, a su vez, no hunde sus raíces en un sistema jurídico libre de la interferencia arbitraria (esto es, abrupta e imprevisible) de las autoridades o de cualquier otra persona en el mundo.
Algunos podrían objetar que el sistema jurídico romano tenía que estar basado en el sistema constitucional romano y, por tanto, si no directamente, sí indirectamente, la libertad romana en los negocios y en la vida privada estaba, de hecho, basada en la ley escrita. Ésta, podría argumentarse, estaba sometida en último análisis a la voluntad arbitraria de los senadores o de las asambleas legislativas, tales como los comitia o los concilia plebis, para no mencionar a los ciudadanos de alto rango que, como Sila, o Mario, o César, de tiempo en tiempo ganaron el control de todas las cosas y, consiguientemente, disfrutaron del poder real de trastornar la constitución.
Los estadistas y los políticos romanos, sin embargo, eran siempre muy cautos a la hora de utilizar su poder legislativo para interferir en la vida privada de los ciudadanos. Incluso dictadores como Sila se comportaron con mucha prudencia a este respecto, y probablemente habrían considerado la idea de trastornar el jus civile como algo casi tan inverosímil como un dictador moderno consideraría la idea de subvertir las leyes físicas.
Es verdad que los hombres como Sila se esforzaron por cambiar la constitución romana en muchos aspectos. El mismo Sila intentó tomar venganza de las poblaciones italianas y de las ciudades que, como Arretium o Volaterrae, habían apoyado a su principal enemigo Mario, forzando a las asambleas legislativas romanas a promulgar leyes que, bruscamente, privaban a los habitantes de estas ciudades del jus civitatis, esto es, de la ciudadanía romana y todos los privilegios que implicaba. Sabemos todo esto por uno de los discursos de Cicerón en favor de Cecina, pronunciado por el mismo Cicerón ante un tribunal romano. Pero también sabemos que Cicerón ganó su causa argumentando que la ley promulgada por Sila no era legítima, ya que ninguna asamblea legislativa podía, mediante un estatuto, privar a un ciudadano romano de su ciudadanía, como tampoco podía, por ningún estatuto, privar a un ciudadano romano de su libertad. La ley promulgada por Sila fue un estatuto, aprobado formalmente por el pueblo, del tipo que los romanos solían llamar lex rogata, esto es, un estatuto cuya aprobación había sido solicitada y obtenida de una asamblea popular por un magistrado elegido a través de un proceso legal legítimo. Cicerón nos dice, a este respecto, que todas las propuestas de ley destinadas a convertirse en derecho escrito contenían habitualmente, desde tiempos muy antiguos, unas cláusulas cuyo significado, aunque no enteramente comprensible para tiempos posteriores, se relacionaba claramente con la posibilidad de que el contenido de la propuesta, si llegaba a convertirse en un estatuto, pudiera no ser legal: Si quid jus non esset rogarier, eius ea lege nihilum rogatum («Si en esta propuesta de ley cuya aprobación solicito de vosotros», decía el magistrado a la asamblea legislativa del pueblo romano, «hay algo que no sea legal, vuestra aprobación se considerará como no solicitada»).
Esto parece probar que había estatutos que podían ser contrarios a la ley, y que los estatutos del tipo de aquellos que privaban a los ciudadanos de su libertad o de su ciudadanía no se consideraban legales en los tribunales romanos.
Si Cicerón está en lo cierto, podemos deducir que la ley romana estaba limitada por un concepto de legitimidad sorprendentemente similar al expuesto por Dicey en relación con la rule of law inglesa.[50]
De acuerdo con el principio inglés de la rule of law, que está estrechamente relacionado con la historia total del derecho consuetudinario, las normas no son realmente el resultado del ejercicio de la voluntad arbitraria de personas particulares. Son el objeto de la investigación desapasionada de los tribunales judiciales, lo mismo que las normas en Roma eran el objeto de una investigación desapasionada de los jurisconsultos romanos a quienes los litigantes sometían sus casos. Hoy en día se considera anticuado defender que los tribunales de justicia describen o descubren la solución correcta de un litigio, en la forma en que sir Carleton Kemp Allen señaló en su libro, justamente famoso y estimulante, Law in the Making. La actual «escuela realista», si por un lado presupone que en este proceso de descubrimiento se revelan todo tipo de deficiencias, se complace por otro lado en concluir que el trabajo de los jueces del derecho consuetudinario no era, ni es, más objetivo, y sí menos patente al público, que el de los legisladores. De hecho, habría que decir de esta cuestión muchas más cosas de las que es posible mencionar aquí. Sin embargo, no se puede negar que la actitud de los jueces del derecho consuetudinario hacia las rationes decidendi de sus casos (esto es, los fundamentos de sus decisiones) ha sido siempre mucho menos la de un legislador que la de un estudioso que, en lugar de intentar cambiar las cosas, pretende indagarlas. No niego que los jueces del derecho consuetudinario, a veces, pueden haber escondido deliberadamente su deseo de disponer una cierta cosa de una determinada manera, bajo pretexto de un supuesto enunciado sobre una norma ya existente de la ley del país. El más famoso de estos jueces en Inglaterra, sir Edward Coke, no está exento de esta sospecha, y me atrevo a decir que el más famoso de los jueces americanos, el presidente de la Corte Suprema, Marshall, se puede comparar a este respecto con su celebrado predecesor en la Inglaterra del siglo XVII.
Lo que quiero decir es simplemente que los tribunales de judicatura no podían promulgar fácilmente normas arbitrarias por sí mismos en Inglaterra, ya que nunca estuvieron en situación de hacerlo directamente, es decir, de la manera repentina, de amplia repercusión e imperiosa, habitual a los legisladores. Además, había tantos tribunales de justicia en Inglaterra, y estaban tan celosos los unos de los otros, que incluso el famoso principio del precedente vinculante no se reconoció abiertamente como válido hasta hace relativamente poco tiempo. Por otra parte, nunca podían decidir sobre algo si no había sido previamente llevado ante ellos por personas privadas. Por último, eran relativamente pocas las personas que acostumbraban acudir a los tribunales para consultarles sobre las normas que decidían sus litigios. Como resultado, la situación de los jueces era más la de espectadores que la de actores en el proceso de formación de la ley, y además, de espectadores a los que no se permitía ver todas las cosas que ocurrían en la escena. Los ciudadanos privados estaban en la escena; el derecho consuetudinario consistía fundamentalmente en aquello que ellos pensaban comúnmente que era legal. Los ciudadanos comunes eran los auténticos actores a este respecto, lo mismo que ahora siguen siendo los verdaderos actores en la formación del lenguaje y, al menos parcialmente, en las transacciones económicas en los países occidentales. Los gramáticos que compendian las reglas de un lenguaje, o los estadísticos que registran los precios o las cantidades de los bienes intercambiados en el mercado de un país, podrían ser descritos de manera más adecuada como simples espectadores de lo que está ocurriendo a su alrededor que como los encargados de erigir las pautas de actuación de sus conciudadanos en lo que concierne al lenguaje ya la economía.
La creciente importancia del proceso legislativo en la era presente ha oscurecido inevitablemente, tanto en el continente europeo como en los países de habla inglesa, el hecho de que la ley es simplemente un complejo de normas relativas a la conducta de las personas normales. No hay ninguna razón para considerar estas normas de conducta como algo muy diferente de otras normas de comportamiento en las que la interferencia del poder político ha sido excepcional, si es que alguna vez se ha ejercido. Cierto que, en la era presente, el lenguaje parece ser la única cosa que la gente común ha podido conservar para sí misma y proteger de la interferencia política, al menos en el mundo occidental. En la China roja de hoy, por ejemplo, el gobierno está realizando un esfuerzo violento para cambiar la escritura tradicional, y una interferencia similar ha tenido lugar ya, con éxito, en ciertos países de Oriente, tales como Turquía. Así, en muchas naciones, las personas han olvidado casi enteramente los días en que los billetes de banco, por ejemplo, los emitía no sólo un banco gubernamental, sino también cualquier banco privado. Además, muy pocas personas saben hoy que en otros tiempos la fabricación de monedas constituía un negocio privado, y que los gobiernos se limitaban a proteger a los ciudadanos contra las malas artes de los falsificadores, simplemente certificando la autenticidad y el peso de los metales empleados. Una tendencia similar en la opinión pública se hace notar en relación con las empresas públicas. En la Europa continental, donde los ferrocarriles y los telégrafos han sido monopolizados por los gobiernos desde hace mucho tiempo, muy pocos, incluso entre las personas cultas, imaginan hoy que en Estados Unidos los ferrocarriles y las comunicaciones telegráficas son negocios privados, de la misma manera que lo son los cines, los hoteles o los restaurantes. Nos hemos acostumbrado cada vez más a considerar el proceso legislativo como una cuestión que concierne a las asambleas legislativas, más bien que a los hombres ordinarios de la calle, y, además, como algo que se puede hacer de acuerdo con las ideas personales de ciertos individuos, siempre que éstos estén en una posición oficial para hacerlo así. Apenas si se aprecia hoy, incluso entre la élite culta, el hecho de que el proceso legislativo es, o era, esencialmente una cuestión privada que concernía a millones de personas durante docenas de generaciones, y durante varios siglos.
Se dice que los romanos apenas sentían afición hacia las consideraciones históricas y sociológicas. Pero tenían una idea perfectamente clara del hecho que acabo de mencionar. Por ejemplo, según Cicerón, Catón el Censor, el campeón del tipo de vida tradicionalmente romano contra el extranjero importado de fuera (esto es, el griego), acostumbraba a decir que
el motivo por el que nuestro sistema político fue superior a los de todos los demás países era éste: los sistemas políticos de los demás países habían sido creados introduciendo leyes e instituciones según el parecer personal de individuos particulares, tal como Minos en Creta y Licurgo en Esparta, mientras en Atenas, donde el sistema político se había cambiado varias veces, hubo muchas de estas personas, por ejemplo Teseo, Dracón, Solón, Clistenes y varios otros... En cambio, nuestro estado no se debe a la creación personal de un hombre, sino de muchos. No ha sido fundado durante la vida de un individuo particular, sino a través de una serie de siglos y generaciones. Porque, decía, no ha habido nunca en el mundo un hombre tan inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la práctica en el transcurso de un largo periodo de la historia.[51]
Por cierto que estas palabras nos recuerdan los términos, mucho más famosos, pero no más impresionantes, empleados por Burke para justificar su punto de vista conservador del Estado. Pero las palabras de Burke tenían un cierto tono místico que no encontramos en las desapasionadas consideraciones del antiguo estadista romano. Catón se limita a señalar hechos, sin intentar persuadir a nadie, y los hechos que hace notar deben aportar gran peso a todos aquellos que conocen algo de la Historia.
El proceso legislativo, así dice Catón, no es verdaderamente el de un individuo particular, ni el de una asociación de cerebros de una cierta época o de una generación. Si se piensa que sí lo es, los resultados serán peores de los que se tendrían si no se olvidara lo que acabo de decir. Piénsese en el destino de las ciudades griegas y compárese con el nuestro. Uno quedará convencido. Esta es la lección —yo diría que incluso el mensaje— de un estadista del que, por lo común, no sabemos más que lo que aprendimos en la escuela, es decir, que era un hombre terriblemente aburrido, que insistía continuamente en que había que matar a los cartagineses y arrasar su ciudad.
Es interesante señalar que cuando los economistas contemporáneos, por ejemplo Ludwig von Mises, critican la planificación económica central, porque es imposible que las autoridades puedan calcular bien las necesidades y las potencialidades reales de los ciudadanos, toman una posición que nos recuerda la de este antiguo estadista romano. El hecho de que las autoridades centrales, en una economía totalitaria, carezcan de conocimientos suficientes de los precios del mercado cuando hacen sus planes económicos es sólo un corolario del hecho de que a las autoridades centrales les falta siempre suficiente conocimiento del infinito número de elementos y factores que contribuyen a las interrelaciones sociales de los individuos, en cualquier tiempo y a cualquier nivel. Las autoridades nunca pueden saber con certeza que lo que están haciendo es de verdad lo que la gente quiere que hagan, lo mismo que la gente no puede estar nunca segura de que lo que quieren hacer no vaya a ser interferido por las autoridades, si éstas son las que dirigen todo el proceso legislativo del país.
Incluso los economistas que han defendido más brillantemente el mercado libre contra la interferencia de las autoridades han solido descuidar la consideración paralela de que ningún mercado libre es realmente compatible con el proceso legislativo centralizado por las autoridades. Esto lleva a algunos de esos economistas a aceptar una idea de la certeza de la ley, esto es, de unas normas formuladas con precisión, similares a las de la ley escrita, que no es compatible ni con la de un mercado libre ni, en último análisis, con la de la libertad, entendida como la ausencia de coacción ejercida por otras personas, incluidas las autoridades, sobre la vida privada y los negocios de cada individuo.
Puede parecer indiferente para algunos defensores del mercado libre el que las normas sean promulgadas por asambleas legislativas o por jueces, e incluso se puede defender el mercado libre y sentirse inclinado a pensar que las normas promulgadas por los cuerpos legislativos son preferibles a las rationes decidendi, elaboradas con cierta imprecisión por una larga serie de jueces. Pero si se busca una confirmación histórica de la estrecha conexión entre el mercado libre y el proceso legislativo libre, es suficiente observar que el mercado libre alcanzó su nivel más alto en los países de habla inglesa cuando el derecho consuetudinario constituía prácticamente la única ley del país respecto a la vida privada y los negocios. Por otro lado, fenómenos como los actuales decretos de interferencia gubernamental en el mercado están siempre ligados con un incremento del derecho escrito y con lo que ha sido llamado en Inglaterra la «burocratización» de los poderes judiciales, como la historia contemporánea prueba con toda claridad.
Si admitimos que la libertad individual en los negocios, esto es, el mercado libre, es una de las características esenciales de la libertad política, concebida como ausencia de coacción ejercida por otras personas, incluidas las autoridades, debemos concluir también que la legislación en materia de derecho privado es fundamentalmente incompatible en la sociedad con la libertad individual en el sentido antes mencionado.
La idea de la certeza de la ley no puede depender de la idea de la legislación si «la certeza de la ley» se entiende como uno de los caracteres esenciales de la rule of law en el sentido clásico de la expresión. Así, pienso que Dicey actuaba con perfecta lógica al suponer que la rule of law implica el hecho de que las decisiones judiciales estén en la misma base de la constitución inglesa, y al comparar este hecho con el proceso opuesto del continente, donde las actividades legales y judiciales parecen estar fundamentadas en los principios abstractos de una constitución legislada.
La certeza, en el sentido de una certeza a largo plazo de la ley, era precisamente lo que Dicey, más o menos claramente, tenía en el pensamiento cuando dijo, por ejemplo, que mientras todas y cada una de las garantías que las constituciones continentales proporcionaban a los ciudadanos en cuanto a sus derechos podían ser suspendidas o arrebatadas por un poder situado por encima de la ley ordinaria del país, en Inglaterra, «al estar basada la constitución en la rule of law, la suspensión de la constitución, en cuanto una cosa así puede concebirse, supondría... nada menos que una revolución».[52]
El hecho de que precisamente esta revolución está teniendo lugar ahora no contradice, sino más bien confirma, la teoría de Dicey. En Inglaterra está ocurriendo una revolución, debido al gradual derrumbamiento de la ley del país a través del derecho escrito y a la conversión de la rule of law en algo que cada vez se parece más al état de droit continental, esto es, a una serie de normas cuya certeza deriva sólo del hecho de que están escritas y son generales, y no de una creencia común de los ciudadanos sobre ellas, ya que han sido decretadas por un grupo reducido de legisladores.
En otras palabras, la ley impersonal del país está cayendo más y más bajo el control del soberano en Inglaterra, precisamente como lo habían propugnado Hobbes y, más tarde, Bentham y Austin, en contra de la opinión de los jurisconsultos ingleses de su tiempo.
Sir Matthew Hale, discípulo brillante de sir Edward Coke y sucesor suyo como presidente de sala, escribió hacia el final del siglo XVII, en defensa de su maestro, contra la crítica que Hobbes había elaborado en su Dialogue on the Common Law, obra poco conocida. Hobbes defendía, a su manera típicamente científica, que la ley no es un producto de la «razón artificial», como Coke había dicho, y que todo el mundo podía establecer reglas jurídicas generales simplemente haciendo uso de la razón común a todos los hombres. «Si bien es cierto que ningún hombre nace con uso de razón, sin embargo todos los hombres», decía Hobbes, «pueden llegar a adquirirla al crecer, tal y como la adquieren los abogados; y cuando aplican su razón a las leyes... pueden ser tan aptos y estar tan capacitados para la judicatura como el propio sir Edward Coke.»[53] Es sorprendente que Hobbes considerara este argumento compatible con su afirmación de que «nadie que no sea el poder legislativo puede hacer una ley». La disputa entre Hobbes, por un lado, y Coke y Hale, por otro, es muy interesante en relación con cuestiones metodológicas muy importantes que surgen de la comparación del trabajo de los juristas con el de otros tipos de personas, tales como los físicos o los matemáticos. Oponiéndose a Hobbes, sir Matthew Hale hacía notar que es inútil comparar la ciencia jurídica con otras ciencias, tales como las «ciencias matemáticas », ya que para «la ordenación de las sociedades civiles y la medida de lo que está bien y lo que está mal», no sólo es necesario poseer nociones generales correctas, sino que también es preciso aplicarlas correctamente en casos particulares (que es, por cierto, precisamente lo que pretenden hacer los jueces). Hale argumentaba:
Los que se complacen a sí mismos en la persuasión de que pueden estructurar un sistema infalible de leyes jurídicas y políticas [esto es, podríamos decir, constituciones y legislación escritas], aplicable a todos los estados [esto es, condiciones] con la misma evidencia y armonía con que Euclides demuestra sus conclusiones, se engañan a sí mismos con ideas que resultan ineficaces cuando llega el momento de aplicarlas a casos particulares.[54]
Una de las observaciones más notables que hizo Hale revela la clara conciencia que él y Coke tenían de la exigencia de certeza, en el sentido de seguridad a largo plazo de la ley:
Es irracional y desatinado encontrar defectos en una institución porque se piensa que se podía haber hecho algo mejor, o creer que una demostración matemática demostrará la justicia de una institución o su evidencia... Una de las cosas más importantes de la profesión del derecho común es aproximarse lo más posible a la certeza de la ley y a su conformidad consigo misma, de manera que cualquier tribunal y en cualquier tiempo se pronuncie de la misma manera y camine por la misma senda legal, con una norma tan uniforme como sea posible; pues, en caso contrario, lo que en todo lugar y en todo tiempo se ha defendido en la ley, a saber, su certeza [la cursiva es mía] y la posibilidad de evitar arbitrariedades y extravagancias que no podrían por menos de presentarse si las razones de los jueces y letrados se pierden de vista, desaparecerían en menos de medio siglo. Y esta conservación de las leyes dentro de sus límites y fronteras no podría existir si los hombres no están bien informados por estudios y lecturas acerca de lo que fueron los dictámenes, las resoluciones y las decisiones e interpretaciones de los tiempos pasados.[55]
Sería difícil asociar más clara y decididamente el concepto de certeza al de uniformidad de las leyes a través del tiempo, y el de continuidad al trabajo modesto y limitado de los tribunales judiciales, en vez de al de los cuerpos legislativos.
Esto es exactamente lo que quiere decir la certeza a largo plazo de la ley, y es incompatible, en último análisis, con la certeza a corto plazo implicada en la identificación de la ley con la legislación.
La primera fue también la concepción romana de la certeza de la ley. Estudiosos famosos han observado la falta de individualidad de los jurisconsultos romanos. Savigny los calificó de «personalidades fungibles». Esta falta de individualidad era la contrapartida natural de su punto de vista individualista sobre las leyes privadas que estudiaban. Concebían el derecho privado como una herencia común de todos y cada uno de los ciudadanos romanos. Por eso, nadie se sentía autorizado a cambiarlo a su voluntad. Cuando tenían lugar cambios, los juristas los reconocían como algo que ya había ocurrido, pero no eran ellos los que los introducían. Por la misma razón, los juristas romanos, como sus sucesores modernos los jueces ingleses, nunca se preocuparon de los principios abstractos, sino que siempre se afanaron con «casos particulares », para utilizar la expresión antes citada de sir Matthew Hale. Más aún, la falta de individualidad de los juristas romanos era de la misma naturaleza que la aceptada por sir Matthew Hale cuando afirmaba:
Por esta razón prefiero una ley por la que un reino ha sido gobernado felizmente durante cuatro o cinco siglos, que arriesgar la felicidad y la paz de un reino por una nueva teoría que a mí se me ocurra.[56]
Siguiendo el mismo espíritu, los juristas romanos odiaban las teorías abstractas y todos los adornos de la filosofía jurídica cultivada por los pensadores griegos. Como escribió Neratius, jurista romano (y también hombre de estado), en el segundo siglo después de Cristo: Rationes eorum quae constituuntur inquiri non oportet, alioquin multa quae certa sunt subvertuntur» («Debemos evitar inquirir si nuestras instituciones son racionales, para que no se pierda su certeza y sean arruinadas »).[57]
Resumiendo brevemente: muchos países occidentales, en los tiempos antiguos como en los modernos, han considerado el ideal de la libertad individual (la ausencia de coacción ejercida por otras personas, incluidas las autoridades) como algo esencial para sus sistemas políticos y jurídicos. Una característica relevante de este ideal ha sido siempre la certeza de la ley. Pero la certeza de la ley se ha concebido de dos maneras diferentes y, en último análisis, incluso incompatibles: primero, como la precisión de un texto escrito emanado de los legisladores, y segundo, como la posibilidad abierta a los individuos de hacer planes a largo plazo basándose en una serie de normas espontáneamente adoptadas por la gente en comunidad, y realmente comprobadas por los jueces durante siglos y generaciones. Estas dos concepciones de «certeza» raramente, si es que alguna vez, han sido distinguidas por los especialistas, y se han conservado muchas ambigüedades en las acepciones del término entre las personas comunes de la Europa continental y de los países de habla inglesa. Esta es probablemente la razón principal por la que una comparación entre las constituciones europeas y la constitución inglesa pudo parecer más fácil de lo que era en realidad, y por la que los científicos políticos europeos pudieron imaginar que estaban estructurando buenas imitaciones de la constitución inglesa, sin tomar en consideración la importancia que el tipo peculiar de proceso legislativo llamado derecho consuetudinario ha tenido siempre en la constitución inglesa.
Sin este proceso legislativo, probablemente es imposible concebir una rule of law en el sentido inglés clásico de la expresión propuesta por Dicey. Por otra parte, sin el proceso legislativo, ningún sistema continental sería lo que hoy es.
En la época presente, la confusión de las acepciones de «certeza» y rule of law se ha incrementado particularmente, debido a la tendencia que ha surgido en los países de habla inglesa a aumentar la importancia de la formación de las leyes mediante legislación, en vez de a través de los tribunales de justicia.
Los efectos evidentes de esta confusión han comenzado ya a hacerse presentes en relación con la idea de libertad política y libertad de empresa. Una vez más, la confusión semántica parece encontrarse en la raíz de muchos de los problemas. No pretendo que todas las dificultades se deban a una confusión semántica. Pero es tarea muy importante de los científicos políticos y de los economistas analizar los significados diferentes y contradictorios involucrados en el empleo que las personas hacen, en los países de habla inglesa y de la Europa continental, cuando se habla de «libertad» en conexión con la «certeza de la ley» y la rule of law.
Notas al pie de página
[44] Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, 11, 37-39.
[45] Loc. cit.
[46] Dagobert D. Runes, A Book of Contemplation, Philosophical Library, Nueva York 1957, p. 20.
[47] W.W. Buckland, Roman Law and Common Law, 2.ª ed. revisada por F.H. Lawson, Cambridge University Press, 1952, p. 4. Este libro constituye una fascinante comparación entre los dos sistemas.
[48] Ibid., p. 18.
[49] Fritz Schulz, History of Roman Legal Science, Clarendon Press, Oxford 1946, p. 84.
[50] Estoy en deuda, por esta y otras interesantes observaciones sobre el sistema jurídico romano, con el profesor V. Arangio Ruiz, cuyo ensayo «La règle de droit dans l’antiquité classique» (vuelto a publicar por el autor en Rariora, Ed. di Storia e Letteratura, Roma 1946, p. 233) es muy informativo y estimulante.
[51] Cicerón, De republica, ii 1, 2.
[52] Dicey, loc. cit.
[53] Thomas Hobbes, Dialogue between a Philosopher and a Student of the Common Law of England (1681), en sir William Molesworth, ed., The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury, John Bohn, Londres 1829-1845, VI, 3-161.
[54] Matthew Hale, «Reflections by the Lord Chief Justice Hale on Mister Hobbes, His Dialogue of English Law», publicado por primera vez por Holdsworth, History of English Law, Methuen & Co., Londres 1924, vol. V, apéndice, p. 500.
[55] Ibid., p. 505.
[56] Ibid., p. 504
[57] Dig. 1, 3, 21.