Capítulo IIILa Libertad y la «rule of law»
No es fácil determinar lo que las gentes de habla inglesa quieren decir con la expresión rule of law. El significado de estas palabras ha cambiado durante los últimos setenta o incluso cincuenta años, y la misma frase ha adquirido un sonido en cierto modo anticuado en Inglaterra y en América. No obstante, en algún tiempo, correspondió a una idea que (como el profesor Hayek señaló en su primera conferencia sobre la libertad y el gobierno de la ley dada en el Banco Nacional de Egipto, en 1955) «había conquistado enteramente las mentes, si no la práctica, de todas las naciones occidentales», hasta el punto de que «pocas personas dudaban de que dicha idea no tardaría en gobernar el mundo».[30]
La historia completa de este cambio no se puede aún escribir, ya que el proceso continúa. Además, es una historia, hasta cierto punto, complicada, fragmentaria, tediosa y, sobre todo, oculta a los ojos de las personas que sólo leen los periódicos, las revistas o las novelas, y que no tienen una afición particular hacia las materias jurídicas o hacia cuestiones técnicas, como, por ejemplo, la delegación de la autoridad judicial y de los poderes legislativos. Es una historia que concierne a todos los países occidentales que participaron, y aún participan, no sólo en el ideal jurídico denotado por la expresión rule of law, sino también en el ideal político designado con la palabra «libertad».
No voy a afirmar, como el profesor Hayek en la conferencia antes mencionada, que «en la discusión técnica que concierne al derecho administrativo se decide el destino de nuestra libertad». Prefiero decir que este destino se está decidiendo también en muchos otros sitios — en los parlamentos, en las calles, en los hogares y, en último análisis, en las mentes de los trabajadores más humildes y de los hombres cultivados, como los científicos y los profesores universitarios. Estoy de acuerdo con el profesor Hayek en que, a este respecto, nos enfrentamos con una especie de revolución silenciosa. Pero no comparto su idea, ni la del profesor Ripert, de Francia, de que ésta es una revolución —más aún, un coup d’état— promovida sólo o principalmente por técnicos tales como los abogados o los funcionarios de los ministerios o los departamentos del Estado. En otras palabras, el continuo y furtivo cambio de significado de la expresión rule of law no es resultado de una revolución «managerial», para utilizar la acertada expresión de Burnham. Es un fenómeno mucho más amplio, conectado con gran número de sucesos y situaciones, cuyas verdaderas características y cuya importancia no resultan fáciles de determinar, y a los que los historiadores se refieren con frases tales como el «sentido general de nuestro tiempo». El proceso por el cual la palabra «libertad» comenzó a asumir en los últimos siglos distintos significados incompatibles entre sí implicaba, como ya hemos visto, una confusión semántica. Otra confusión semántica, menos obvia pero no menos importante, se revela a aquellas personas que tienen la paciencia suficiente para estudiar la silenciosa revolución que se ha producido en el empleo de la expresión rule of law.
Los expertos europeos continentales, a pesar de su sabiduría, de sus conocimientos y de su admiración por el sistema político británico, desde los tiempos de Montesquieu y Voltaire no han podido comprender el verdadero significado de la constitución inglesa. Montesquieu es probablemente el más famoso de los afectados por esta crítica, particularmente en lo que concierne a su célebre interpretación de la división de poderes en Inglaterra, a pesar del hecho de que dicha interpretación (muchas personas dirían mala interpretación) ejerció, a su vez, una enorme influencia en los países de habla inglesa. Por su parte, eminentes expertos ingleses han sido criticados por sus interpretaciones de las constituciones europeas continentales. El más famoso de ellos es probablemente Dicey, cuyos errores sobre el droit administratif francés han sido considerados por otro famoso erudito inglés, sir Carleton Kemp Allen, como «fundamentales» y una de las principales razones por las que el gobierno de la ley se ha desarrollado en los países de habla inglesa de la actualidad de la manera como lo ha hecho. Lo cierto es que los poderes gubernamentales nunca estuvieron verdaderamente separados en Inglaterra, contrariamente a lo que Montesquieu creyó en su tiempo, lo mismo que el droit administratif de Francia o, sin salirse del tema, el diritto amministrativo italiano o el Verwaltungsrecht alemán, no tenían verdaderamente nada que ver con la «administrative law» en la que sir Carleton Kemp Allen y la mayor parte de los eruditos ingleses contemporáneos piensan cuando se refieren a los cambios recientes en las respectivas funciones de lo judicial y lo ejecutivo en el Reino Unido.
Después de haber pensado mucho sobre este tema, me inclino a concluir que, aún más importante que la falsa interpretación de Dicey, por un lado, y la de Montesquieu, por otro, ha sido la de los expertos y la de la gente común que han intentado adoptar, en la Europa continental, la rule of law británica, y han imaginado que el simulacro continental del sistema inglés o americano (por ejemplo, el Rechtsstaat alemán, el état de droit francés o el stato di diritto italiano) es realmente algo muy similar a la rule of law inglesa. El mismo Dicey, que tenía clara conciencia de algunas diferencias muy importantes en este sentido, y al que varios pensadores consideran bastante predispuesto contra la constitución francesa y, en general, contra las constituciones del continente europeo, realmente pensó que al comienzo del siglo presente no existía mucha diferencia entre la rule of law inglesa o americana y las constituciones europeas continentales:
Si limitamos nuestra observación a la Europa del siglo XX, podríamos muy bien decir que en la mayoría de los países europeos la rule of law está hoy en día casi tan bien establecida como en Inglaterra, y que los individuos privados, en todo caso, que no se mezclan en política, tienen poco que temer mientras cumplan con la ley, proceda ésta del gobierno o de cualquier otra fuente.[31]
De otra parte, algunos eruditos continentales —por ejemplo, los grandes garantistes franceses como Guizot y Benjamin Constant, y los teóricos alemanes del Rechtsstaat como Karl von Rotteck, K. Welcker, Robert von Mohl y Otto von Gierke— creían (yo diría que erróneamente) que estaban describiendo y recomendando a sus ciudadanos un tipo de Estado muy similar al de Inglaterra. Hoy, el profesor Hayek ha intentado demostrar que la doctrina alemana del Rechtsstaat, antes de su corrupción por los reactionnaires historicistas y positivistas a finales del siglo XIX, contribuyó grandemente, en teoría si no en la práctica, al ideal de la rule of law.
Este ideal, y el del Rechtsstaat antes de su corrupción, tenían de hecho mucho en común. Casi todas las características que Dicey describió tan brillantemente en el libro antes citado, para explicar lo que era la rule of law inglesa, se pueden descubrir también en las constituciones continentales, desde la Constitución francesa de 1789 a las de hoy.
La supremacía de la ley era la característica principal citada en el análisis de Dicey. Éste citaba la vieja ley de los tribunales ingleses: «La ley est la plus haute inheritance, que le roi had; car par la ley il même et toutes les sujets son rulés, et si la ley ne fuit, nul roi et nul inheritance sera» («La ley es la herencia más elevada que el rey tiene, pues tanto él como sus súbditos están gobernados por ella, y sin ella no habría ni rey ni reino»). Según Dicey, la supremacía de la ley era, a su vez, un principio que correspondía a otros tres conceptos y que, por tanto, implicaba tres significados diferentes y concomitantes de la expresión the rule of law: 1) la ausencia de poder arbitrario por parte del gobierno para castigar a los ciudadanos o para cometer actos contra la vida o contra la propiedad; 2) la sujeción de todo hombre, cualquiera que sea su rango o condición, a la ley ordinaria del reino y a la jurisdicción de los tribunales ordinarios; y 3) un predominio del espíritu legal en las instituciones inglesas, a consecuencia del cual, como explica Dicey, «los principios generales de la constitución inglesa (por ejemplo, el derecho a la libertad personal o a la asamblea pública) son el resultado de decisiones judiciales..., mientras que en muchas constituciones extranjeras la seguridad que se da a los derechos de los individuos resulta, o parece resultar, de los principios generales (abstractos) de la constitución.»[32]
Los americanos se podrán preguntar si Dicey consideró el sistema americano dentro de la misma clase que los sistemas continentales europeos. Los americanos derivan o parecen derivar sus derechos individuales de los principios generales formulados en su constitución y en las diez primeras enmiendas. De hecho, Dicey consideraba a los Estados Unidos como ejemplo típico de un país que vivía bajo la rule of law, principio heredado de las tradiciones inglesas. Tenía razón, como se aprecia cuando se recuerda, de un lado, el hecho de que una declaración de derechos escrita no se consideró necesaria al comienzo por los Padres Fundadores —que incluso no la incluyeron en el texto de la constitución— y, de otro lado, la importancia que las decisiones judiciales de los tribunales ordinarios tenían, y todavía tienen, en el sistema político de los Estados Unidos, en lo que concierne a los derechos de los individuos.
El profesor Hayek, entre otros eminentes teóricos actuales de la rule of law, considera cuatro características que, hasta cierto punto, si bien no enteramente, corresponden a la descripción de Dicey. Según el profesor Hayek, la generalidad, la igualdad y la certeza de la ley, así como el hecho de que la discrecionalidad administrativa en la acción coactiva, esto es, cuando interfiere en la persona y la propiedad de un ciudadano privado, debe estar siempre sujeta a revisión por tribunales independientes, son «realmente lo esencial de la cuestión, el punto decisivo del que depende el que el gobierno de la ley prevalezca o no».[33]
Aparentemente, las teorías del profesor Hayek y de Dicey coinciden, excepto en algunos detalles menores. El profesor Hayek, ciertamente, insiste en la diferencia entre leyes y órdenes en relación con la «generalidad» de la ley, y señala que la ley nunca debe referirse a individuos particulares, y que no debe promulgarse si, al llegar el momento de estatuirse, se puede predecir cuáles serán los individuos particulares a quienes favorecerá o perjudicará. Pero esto se puede considerar simplemente como un desarrollo especial de la idea de Dicey de que la rule of law supone la ausencia de poder arbitrario por parte del gobierno. La igualdad, a su vez, es una idea implicada en la descripción de Dicey de la segunda característica del gobierno de la ley, esto es, que toda persona, cualquiera que sea su rango o condición, está sujeta a la ley ordinaria del territorio.
En relación con esto, debemos hacer notar una diferencia entre las interpretaciones que Dicey y Hayek hacen de la igualdad, o al menos de su aplicación en ciertos aspectos. El profesor Hayek está de acuerdo con sir Carleton Kemp Allen en reprochar a Dicey un «error fundamental » en su interpretación del droit administratif francés. Dicey, según sir Carleton y el profesor Hayek, estaba equivocado al creer que el droit administratif francés y, en general, el continental, al menos en su estado de madurez, fuera una especie de ley arbitraria, al no estar administrada por tribunales ordinarios. De acuerdo con Dicey, sólo los tribunales ordinarios, tanto en Inglaterra como en Francia, podrían proteger verdaderamente a los ciudadanos al aplicar la ley ordinaria del país. El hecho de que se concediera a jurisdicciones especiales, tales como la del conseil d’état en Francia, el poder de juzgar, en casos en que ciudadanos privados litigaban contra funcionarios al servicio del Estado, aparecía a los ojos de Dicey como una prueba de que la igualdad de la ley para todos los ciudadanos no se respetaba verdaderamente en el continente. Los funcionarios, cuando litigaban en su capacidad de tales con los ciudadanos ordinarios, estaban «hasta cierto punto exentos de la ley ordinaria del país». Hayek acusa a Dicey de haber contribuido en gran parte a evitar o retardar el crecimiento de instituciones capaces de controlar, mediante tribunales independientes, la nueva maquinaria burocrática de Inglaterra por una falsa idea de que los tribunales administrativos especiales constituían siempre una negación de la ley ordinaria del país y, por tanto, de la rule of law. El hecho es que el conseil d’état proporciona a los ciudadanos ordinarios franceses, tanto como a los de la mayor parte de los países de la Europa occidental, una protección bastante imparcial y eficiente contra lo que Shakespeare hubiera llamado «la insolencia del funcionario».
¿Es razonable, sin embargo, hacer a Dicey responsable del hecho de que un proceso similar al de la formación y el funcionamiento del conseil d’état no haya tenido lugar aún en el Reino Unido? Quizá lo que ha impedido el desarrollo de un tribunal administrativo de apelación en Inglaterra (que correspondería al conseil d’état francés o al consiglio di stato italiano) es el hecho, que ya observó Allen, de que en Inglaterra «la simple mención de una novedad provoca que muchas manos se alcen con un gesto de horror ante la importación extranjera».[34] De hecho, la hostilidad hacia los tipos no británicos de ley y magistratura es una característica antigua del pueblo inglés. Los habitantes actuales de las Islas británicas son, después de todo, descendientes de los que proclamaron orgullosamente, hace muchos siglos: Nolumus leges Angliae mutari (no queremos que se cambien las leyes de los anglosajones). El papel que jugó Dicey en la resistencia a la importación de las formas continentales de la ley en Inglaterra fue en realidad pequeño. El mismo Allen, si bien sugiere cautelosamente cómo adoptar nuevas medidas para proteger a los ciudadanos contra la burocracia británica, se apresura a añadir «que nadie en su sano juicio propondría imitar en Inglaterra el conseil d’état», y que quienes aún creen que «la administrative law (si es que incluso esa expresión se permite) es lo mismo que el droit administratif viven en una época hace largo tiempo pasada».[35]
Por cierto que lo divertido de esta perorata de sir Carleton es que éste parece sugerir que la administrative law es algo mucho mejor que el droit administratif extranjero, mientras que al comienzo de su obra había criticado al pobre Dicey por su «complaciente comparación con la ley administrativa francesa», esto es, con «esa jurisprudencia notable, al menos por sus modernos desarrollos», y había acusado a Dicey de haber «dejado al público británico bajo la impresión de que el efecto del derecho administrativo en Francia era colocar a los funcionarios en una posición especial privilegiada, en vez de (como ocurre de hecho) proporcionar al individuo una amplia protección contra las acciones ilegales del Estado».[36]
Podría añadirse que ésta es una protección que el derecho administrativo inglés actual no ofrece a todos los súbditos de la Corona británica, ya que, como hizo observar recientemente otro experto inglés, Ernest F. Row,
mientras que los tribunales administrativos franceses son tribunales y administran un código legal perfecto mediante un procedimiento perfectamente definido, similar al de los otros tribunales, el nuevo sistema inglés (esto es, esa concesión al poder ejecutivo de funciones judiciales que el ex lord jefe de la Corte Suprema inglesa acostumbraba a tildar de «ilegalidad administrativa» y de «nuevo despotismo» no constituye nada de ese tipo, ya que en él las disputas entre los individuos y el gobierno las zanja el gobierno, que es parte en la disputa, de una manera totalmente arbitraria, según principios irregulares y no reconocidos y mediante un procedimiento legal no definido claramente. [37]
Dicey y Hayek, aparentemente, difieren muy poco en sus respectivas interpretaciones de la igualdad como característica de la rule of law. Ambos sostienen que los tribunales independientes están esencialmente para garantizar a los ciudadanos la igualdad ante la ley. Una diferencia de orden menor entre las dos interpretaciones de las funciones de los tribunales parece ser que, mientras Dicey no admite la existencia de dos órdenes judiciales distintos, uno para resolver sólo las disputas entre los ciudadanos ordinarios y otro para resolver las querellas entre los ciudadanos ordinarios y los funcionarios estatales, Hayek piensa que la existencia de dos órdenes judiciales diferentes no es inconveniente en sí misma, siempre que ambos órdenes sean verdaderamente independientes del poder ejecutivo.
Las cosas, probablemente, no son tan sencillas como la conclusión del profesor Hayek parece indicar. Ciertamente, los tribunales administrativos independientes son mejores que la simple concesión de poder judicial al poder ejecutivo en cuestiones administrativas, tal y como ocurre en Inglaterra hoy, y hasta cierto punto también en los Estados Unidos. Sin embargo, la misma existencia de «tribunales administrativos » da más fuerza al hecho (que no gustaba a Dicey) de que no existe una ley para todo el mundo en el país, y que, por tanto, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley no se respeta de hecho, como ocurriría si sólo hubiera una ley en el país y no, una junto a otra, una ley administrativa y una ley común.
El decano Roscoe Pound señaló, en un ensayo citado por el profesor Hayek,[38] que las tendencias contemporáneas en la exposición del derecho público subordinan los intereses «del individuo a los del funcionario público», al permitir a este último «identificar una cara de la controversia con el interés público, valorándola así más, e ignorar las otras facetas». Esto se refiere más o menos a todo tipo de ley gubernamental, bien se administre por tribunales independientes o no. Un principio general que subyace a todas las relaciones entre los ciudadanos privados y los funcionarios gubernamentales que actúan en su capacidad oficial es lo que los teóricos continentales (por ejemplo, el alemán Jellinek, o el francés Hauriou, o el italiano Romano) llamarían el status subjectionis del individuo en relación con la administración y, a su vez, la «supremacía» de esta última sobre el individuo. Los funcionarios estatales, como representantes de la administración pública, se consideran personas que disfrutan de eminentia jura (derechos extraordinarios) sobre otros ciudadanos. Así, los funcionarios pueden, por ejemplo, hacer cumplir sus órdenes sin ningún control previo por parte de un juez sobre la legitimidad de dichas órdenes, mientras que este control se exigiría si un ciudadano privado reclamara algo de otro ciudadano privado. Cierto que los teóricos continentales admiten también que los individuos tienen un derecho de libertad personal que limita los eminentia jura o, como dicen también, la supremacía de la administración. Pero el principio de la supremacía de la administración es algo que, hoy en día, caracteriza a la ley gubernamental de todos los países de la Europa continental y, hasta cierto punto, de todos los países del mundo.
Precisamente este principio es el que los tribunales administrativos toman en consideración cuando juzgan controversias entre ciudadanos privados y funcionarios, mientras que los jueces ordinarios consideran a las partes privadas implicadas en un caso exactamente a un mismo nivel. Este hecho, que en sí no tiene nada que ver con la amplitud de la independencia de los tribunales administrativos frente al poder ejecutivo o a los funcionarios estatales, constituye el fundamento de la existencia de tribunales administrativos como tribunales independientes. Ahora bien, si admitimos con Dicey que la única ley que tiene que tomarse en consideración para juzgar controversias entre ciudadanos (sean éstos funcionarios estatales o no) es la que está de acuerdo con la rule of law, tal como la concibe Dicey, su conclusión de que un sistema de tribunales administrativos (sean éstos independientes del gobierno o no) debe evitarse y que sólo se deben aceptar los tribunales ordinarios, es perfectamente coherente.
La conclusión de Dicey puede ser o no aplicable a las circunstancias presentes, pero es una consecuencia del principio de igualdad ante la ley, esto es, de uno de los principios implicados por su interpretación y la del profesor Hayek del significado de la rule of law.
En Inglaterra, Dicey escribió,
la idea de la igualdad jurídica, o de la sujeción universal de todas las clases a una sola ley administrada por los tribunales ordinarios, ha sido llevada a su último extremo. Entre nosotros, cualquier funcionario, desde el primer ministro hasta un alguacil o un recaudador de impuestos, tiene la misma responsabilidad, de cara a cualquier acto realizado sin justificación legal, que cualquier otro ciudadano. Abundan los casos en que los funcionarios han sido llevados a los tribunales y castigados, precisamente en cuanto tales funcionarios, o bien condenados al pago de perjuicios, por actos cometidos en el desempeño de su cargo, pero que excedían su autoridad legal. Un gobernador colonial, un secretario de Estado, un funcionario militar y cualquier subordinado, aunque esté ejecutando las órdenes de sus superiores, es tan responsable como cualquier persona privada y no oficial por todo acto que la ley no autorice.[39]
La situación descrita por Dicey en 1885 no es evidentemente la que prevalece ahora, ya que un carácter típico del nuevo «derecho administrativo» en Inglaterra es que se han arrebatado de la jurisdicción de los tribunales ordinarios muchos casos en los que el poder ejecutivo es, o puede ser, una de las partes en la disputa.
No se puede criticar fundadamente a Dicey por su condena de los tribunales administrativos, basada en un principio que enunció claramente, es decir, la sujeción universal de todas las clases a una misma ley. En caso contrario, deberíamos concluir que, si bien todos los hombres son iguales ante la ley, algunos son «más iguales que otros».
De hecho, sabemos ahora lo lejos que puede ir la interpretación del principio de igualdad ante la ley en aquellos sistemas políticos en que el principio de la legalidad puramente formal —incluso ceremonial— de cualquier norma, sea cual fuere su contenido, ha sustituido al principio del Rechtsstaat, y por tanto, de la rule of law en su acepción inicial.
Podemos formar tantas categorías de personas como queramos para aplicarles las mismas leyes. Dentro de cada categoría, todas las personas serán «iguales» de cara a la ley particular que se les aplica, independientementedel hecho de que otras gentes, agrupadas en otras categorías, sean tratadas muy diferentemente por otras leyes. Así, se puede crear un «derecho administrativo», ante el cual todas las personas agrupadas en una cierta categoría, definida en la ley, sean tratadas de la misma manera por los tribunales gubernativos, y a su lado podemos reconocer una «ley común», bajo la cual las personas agrupadas en otras categorías serán tratadas con la misma igualdad por los tribunales ordinarios. Así, mediante un leve cambio en el significado del principio de «igualdad», podemos pretender que lo hemos conservado. En lugar de la «igualdad ante la ley», lo que tendremos entonces será la igualdad de cara a uno de los dos sistemas legales promulgados en el mismo país, o, si preferimos utilizar el lenguaje de la fórmula de Dicey, tendremos en el país dos leyes en lugar de una. Por supuesto, y de la misma manera, podemos tener tres o cuatro, o miles de leyes del país —una para los propietarios, otra para los arrendatarios, una para los patronos, otra para los empleados, etc. Esto es exactamente lo que está ocurriendo hoy en muchos países occidentales en los que aún se simula seguir el principio de la rule of law y, consiguientemente, de la «igualdad ante la ley».
Podemos imaginar también que los mismos tribunales tienen capacidad para aplicar todas estas leyes del país a todas las personas de todas las categorías afectadas. Esto podría aún llamarse, de una manera aproximada, «igualdad ante la ley». Sin embargo, es evidente que en tal caso no todos recibirán el mismo tratamiento bajo la ley del país considerada como un todo. Por ejemplo, en Italia, el artículo tercero de la constitución dice que «todos los ciudadanos son iguales ante la ley». De hecho, no obstante, hay leyes que obligan a los propietarios a arrendar sus tierras a una renta muy baja, pese a la existencia de acuerdos previos en sentido contrario, mientras que otras categorías de personas, que se relacionan entre sí mediante contratos diferentes de los de un propietario o un arrendatario, no sufren la intromisión de ninguna ley especial, y pueden —o incluso deben—mantener los convenios que hagan. En mi país, tenemos también leyes que fuerzan a determinadas personas a ceder una parte de sus tierras a cambio de una compensación fijada por el mismo gobierno, y que los propietarios, en muchos casos, creen ridículamente baja, cuando se compara con el precio del mercado del suelo. Otras personas —por ejemplo, los dueños de edificios, o de compañías comerciales, o de valores— son aún libres de hacer lo que quieran con su propiedad. El tribunal constitucional de Italia ha ratificado, recientemente, la validez de una ley que permite al gobierno pagar un precio nominal a los propietarios expropiados por las leyes de reforma agraria, basándose en que este precio se fijaba atendiendo al interés común del país (y, por supuesto, resulta muy difícil determinar qué es el «interés común»). Los teóricos, probablemente, podrían elaborar una serie de principios para explicar todo esto y hablar, por ejemplo, de un jus subjectionis de los propietarios, o de jura eminentia, o supremacía, por parte de los arrendatarios y de los funcionarios que fijan la cantidad a pagar a los propietarios expropiados. Pero las cosas siguen siendo como son: las diferentes personas no son tratadas de manera igual por la ley del país, considerada globalmente en el sentido a que Dicey se refería en su famoso libro.
A su vez, la posibilidad de la existencia de diversas leyes válidas en un mismo momento para diferentes clases de ciudadanos en un mismo país, leyes que les tratan de una manera distinta (el ejemplo más común es el de la imposición progresiva, de acuerdo con los ingresos de cada ciudadano, que se ha convertido en una característica general de la política fiscal de todos los países occidentales), se relaciona con el principio de la generalidad de la ley. No es fácil establecer qué es lo que convierte a una ley en general en comparación con otra. Uno se puede ingeniar para situar las leyes «generales» dentro de muchos «géneros», así como muchas «especies» dentro de un mismo «género».
Dicey consideró que «el espíritu legal» era un atributo especial de las instituciones inglesas. Todo el sistema político británico estaba basado, según él, en principios generales que derivaban «de decisiones judiciales que determinan los derechos de personas privadas en casos particulares llevados ante los tribunales». Comparaba esto con lo que ocurre en el continente (y, hubiera podido decir él, en los Estados Unidos), donde «la seguridad ofrecida a los derechos de los individuos resulta, o parece resultar, de los principios generales de la constitución», los cuales surgen a su vez de un decreto legislativo. Dicey, con su lucidez habitual, explicaba lo que quería decir con esto:
Si se pudieran aplicar las fórmulas de la lógica a las cuestiones jurídicas, la diferencia, en esta cuestión, entre la constitución de Bélgica y la de Inglaterra podría describirse con la afirmación de que, en Bélgica, los derechos individuales son deducciones extraídas de los principios de la constitución, mientras que en Inglaterra los denominados principios de la constitución son inducciones o generalizaciones basadas en decisiones particulares falladas por los tribunales, en cuanto a los derechos de individuos concretos.[40]
Dicey afirmó también que, aunque «esto era, por supuesto, una diferencia formal» poco importante en sí misma, la evidencia histórica había revelado grandes diferencias prácticas. Así, por ejemplo, en el tiempo de la constitución francesa de 1791, que proclamaba una serie de derechos, mientras que «nunca había habido un período en los anales recopilados por la humanidad en que todos y cada uno de estos derechos se encontraran establecidos sobre bases más inseguras, incluso pudiera decirse que inexistentes, como en plena revolución francesa». La razón de estas diferencias entre los sistemas inglés y continental era, como Dicey indica, la escasa habilidad jurídica de los legisladores (y aquí Dicey parece hacerse eco de la bien conocida impaciencia de los jueces ingleses hacia el trabajo de las legislaturas), a quienes se requería para imaginar remedios que aseguraran el ejercicio de los derechos por parte de los ciudadanos. Dicey no pensaba que esta habilidad fuera incompatible con las constituciones escritas como tales, y declaraba con admiración que «los estadistas de América han demostrado una habilidad sin igual en proporcionar medios para dar seguridad jurídica a los derechos declarados por las constituciones americanas», de manera que la rule of law constituía una característica de los Estados Unidos tanto como de Inglaterra.[41] Según Dicey, el ejercicio de los derechos individuales bajo la constitución inglesa era más cierto que bajo las constituciones continentales; y esta «certeza» se debía principalmentea la mayor habilidad jurídica de las gentes de habla inglesa para idear soluciones relacionadas con estos derechos.
La certeza es una característica que el profesor Hayek resalta también en su reciente análisis del ideal del «gobierno de la ley». Lo concibe de manera que sólo aparentemente difiere del de Dicey, si bien esta divergencia puede resultar muy importante en algunos aspectos.
Según el profesor Hayek,[42] la certeza de la ley es probablemente la exigencia más importante para las actividades económicas de la sociedad, y ha contribuido grandemente a la prosperidad del mundo occidental comparado con el oriental, en el que la certeza de la ley no se consiguió tan tempranamente. Pero no analiza qué es lo que el término «certeza» significa verdaderamente cuando se refiere a la ley. Este es un punto que necesita ser tratado con gran cuidado en una teoría de la rule of law, aunque ni Dicey ni el profesor Hayek ni, en realidad, casi ninguno de los expertos se ocupan con gran detalle de esta cuestión. Las diferentes acepciones de la expresión «la certeza de la ley» pueden constituir el fundamento mismo de la mayoría de los malentendidos entre los expertos continentales e ingleses en relación con el gobierno de la ley y con conceptos aparentemente similares, tales como el de constitución escrita, Rechtsstaaten, etc. Dicey no poseía un concepto totalmente claro de lo que significaba para él la «certeza de la ley» cuando describió las características principales de la rule of law. Aparentemente, este hecho está relacionado con la ausencia de normas escritas —y por tanto, en cierto sentido, de normas ciertas— en la ley común tradicional nglesa, incluida la ley constitucional. Si la certeza estuviera conectada sólo con las normas escritas, ni la ley común ni esa parte de ella que puede denominarse ley constitucional resultarían en modoalguno ciertas. De hecho, muchos de los recientes ataques a la «incertidumbre » de la ley por parte de los juristas y científicos políticos de habla inglesa, y particularmente de los americanos que pertenecen a la llamada «escuela realista», se basan en un significado del término «certeza » que implica la existencia de una fórmula definitivamente escritacuyas palabras no deben ser cambiadas nunca por el lector. Esa impaciencia hacia la ley no escrita es hija del creciente número de estatutos de los sistemas jurídicos o políticos contemporáneos, y del peso cada vez mayor que se ha dado al derecho escrito en comparación con el fundado en sentencias (esto es, con la ley no escrita) en Inglaterra tantocomo en otros países de la Commonwealh británica y en los Estados Unidos de América.
La certeza de la ley está ligada a la idea de fórmulas escritas definitivamente, tales como las que los alemanes acostumbran llamar Rechtssätze, y también con el significado que el profesor Hayek atribuyeal término «certeza» en sus conferencias sobre la rule of law. Declara que incluso «la delegación de la capacidad legislativa a un tipo de autoridad no electiva no tiene por qué ser contraria a la rule of law, en tanto en cuanto esta autoridad esté obligada a exponer y publicarlas normas antes de su aplicación...». Añade que «el problema del inmoderado uso actual de la delegación no es que la capacidad de confeccionar leyes generales sea delegada, sino que las autoridades reciben de hecho un poder de ejercer coacción sin límites, ya que no se puede formular ninguna norma general para el ejercicio de los poderes en cuestión».[43]
Hay una especie de paralelismo entre lo que, según el profesor Hayek, carece de importancia en relación con el derecho administrativo o los tribunales administrativos y lo que es realmente esencial para él en el concepto de «certeza». Lo que importa, según él, es que el derecho administrativo sea administrado por tribunales independientes, sin consideración al hecho de que haya algo peculiar denominado «derecho administrativo» y sin que importe si los tribunales que lo administran sean especiales o no. De manera similar, el profesor Hayek cree que no puede surgir ningún inconveniente serio del hecho de que las normas vengan dadas por parlamentos o por alguna autoridad delegada, supuesto siempre que dichas normas sean legales, claras, y se publiquen por anticipado.
Las regulaciones generales promulgadas en el momento debido y dadas a conocer a todos los ciudadanos hace posible que éstos puedan prever lo que ocurrirá en el terreno legal como consecuencia de su conducta, o, para usar las palabras del profesor Hayek: «como regla general, las circunstancias que están más allá de su campo visual [del individuo] no deben convertirse en un motivo de coacción para él».
Esta es con toda seguridad una interpretación clásica de la certeza de la ley. Se puede añadir también que es probablemente la más famosa, ya que sus diversas formulaciones se han encomiado desde los días de la antigua civilización griega, como prueban fácilmente algunas citas de la Retórica de Aristóteles. Cuando este filósofo alaba el gobierno de las leyes, muy probablemente piensa en aquellas normas generales, conocidas previamente por todos los ciudadanos, que se escribían en su tiempo en las paredes de los edificios públicos o en trozos especiales de madera o piedra, tales como los kurbeis que los atenienses utilizaban a este fin. El ideal de una ley escrita, concebida de una manera general y cognoscible para todos los ciudadanos de las pequeñas y gloriosas ciudades repartidas a lo largo de las costas del Mediterráneo y habitadas por pueblos de descendencia griega, es uno de los dones más preciados que los padres de la civilización occidental han transmitido a su posteridad. Aristóteles sabía bien el daño que una norma arbitraria, contingente e imprevisible (ya fuera un decreto aprobado por las turbas en el ágora ateniense, o la orden caprichosa de un tirano de Sicilia), podía producir a las personas corrientes y normales en su tiempo. Así, consideraba que las leyes, es decir, las normas generales promulgadas en términos precisos y cognoscibles para todo el mundo constituían una institución indispensable para los ciudadanos que deseaban ser llamados «libres», y Cicerón se hizo eco de este concepto aristotélico en su famosa sentencia de la oratio pro Cluentio: «omnes legum servi sumus ut liberi esse possimus» («Si queremos seguir siendo libres, debemos obedecer todos la ley»).
Este ideal de certeza ha sido implantado y reforzado en el continente europeo a través de una larga serie de acontecimientos. El corpus juris civilis de Justiniano fue, durante varios siglos, el libro que incorporaba el ideal de la certeza de la ley, entendido como la seguridad de una ley escrita, tanto en los países latinos como en los germanos. Este ideal no fue repudiado, sino más bien realzado, en los siglos XVII y XVIII en la Europa continental, cuando los gobiernos absolutistas, como el difunto profesor Ehrlich señaló en su brillante ensayo sobre la lógica jurídica (Juristische Logik), desearon asegurarse de que sus jueces no alterarían el significado de sus normas. Todos sabemos lo que ocurrió durante el siglo XIX en la Europa continental. Todos los países europeos adoptaron códigos escritos y constituciones escritas, aceptando la idea de que las fórmulas expuestas con precisión podrían proteger a la gente de los abusos de cualquier clase de tiranos. Los gobiernos y los tribunales aceptaron la interpretación de la idea de la certeza de la ley en el sentido de la precisión de una fórmula escrita promulgada por los cuerpos legisladores. No fue ésta la única razón por la que la Europa continental adoptó códigos y constituciones, pero al menos fue una de las razones principales. En breve, la idea continental de la certeza de la ley equivalía al concepto de una fórmula escrita expuesta con toda precisión. Esta idea de la certeza conllevaba ampliamente el sentido de precisión.
No resulta claro a primera vista si ésta era verdaderamente la noción que el pueblo inglés tenía de la certeza de la ley, ni si esta idea estaba verdaderamente implicada en su ideal de la rule of law. Volveremos a esta cuestión más adelante.
La noción griega o continental de la certeza de la ley corresponde en realidad al ideal de libertad individual formulado por los autores griegos que hablan del gobierno mediante leyes. Indudablemente, el gobierno por leyes es preferible al gobierno por decretos de los tiranos, o del populacho. Las leyes generales son siempre más previsibles que las órdenes particulares y súbitas, y si la previsibilidad de las consecuencias es una de las premisas inevitables de las decisiones humanas, es preciso concluir que, cuanto más previsibles hacen las normas generales, al menos en el plano legal, las consecuencias de las acciones individuales, más se puede considerar a esas acciones como «libres» de la interferencia de otras personas, incluidas las autoridades.
Desde este punto de vista, no podemos por menos de admitir que las normas generales, formuladas con precisión (tal y como puede hacerse cuando se adoptan normas escritas), constituyen un perfeccionamiento en comparación con las órdenes puntuales y los decretos imprevisibles de los tiranos. Pero, desgraciadamente, nada de esto asegura que estaremos verdaderamente «libres» de la interferencia de las autoridades. Podemos dejar, de momento, a un lado las cuestiones derivadas del hecho de que las normas pueden ser totalmente «ciertas», en el sentido que hemos descrito, esto es, formuladas con precisión, y al mismo tiempo ser tan tiránicas que nadie pueda considerarse «libre» cuando se ve obligado a comportarse de acuerdo con ellas. Pero existe otro inconveniente que resulta también de la adopción de estas leyes generales escritas, incluso cuando éstas nos conceden un amplio margen de «libertad» en nuestro comportamiento individual. El proceso habitual de formación de leyes en estos casos es el de la legislación
Pero el proceso legislativo no es algo que ocurre una vez por todas. Tiene lugar todos los días y continuamente progresa.
Esto es particularmente cierto en nuestro tiempo. En mi país, el proceso legislativo actual se refleja en cerca de 2.000 normas por año, y cada una de ellas puede constar de varios artículos. A veces, se encuentran docenas, o incluso cientos, de artículos en una misma norma. Muy a menudo, una norma entra en conflicto con otra. Hay una norma general en mi país según la cual, cuando dos normas particulares son mutuamente incompatibles por su contenido contradictorio, la más reciente anula la más antigua. Pero, según nuestro sistema, nadie puede saber con certeza si una norma ha de estar en vigor un año, o un mes, o incluso un día, para ser abrogada por una nueva norma. Todas estas normas están formuladas con precisión y por escrito, de manera que ni los lectores ni los intérpretes puedan cambiarlas a su gusto. No obstante, todas ellas pueden desaparecer con tanta rapidez y tan bruscamentecomo aparecieron. El resultado es que, si dejamos fuera de nuestra consideración las ambigüedades del texto, disfrutamos siempre de «certeza» en cuanto se refiere al contenido literal de cada norma en un momento dado, pero nunca estamos seguros de que mañana existirán las mismas normas que hoy.
Esto es «la certeza de la ley» en el sentido griego o continental. No diré que ésta es una «certeza» en el sentido que se requiere para prever que el resultado de las acciones jurídicas adoptadas hoy estará libre de interferencia jurídica mañana. Este tipo de «certeza» tan alabado por Aristóteles y Cicerón no tiene, en último análisis, nada que ver con la certeza que necesitaríamos para ser verdaderamente «libres» en el sentido defendido por estos antiguos y gloriosos representantes de nuestra civilización occidental.
Sin embargo, no es éste el único significado de la expresión «certeza de la ley», tal como se utiliza y se entiende en Occidente. Hay otra acepción que está mucho más de acuerdo con el ideal de la rule of law tal como éste fue concebido por el pueblo inglés y el americano, al menos en los tiempos en que la rule of law constituía un ideal indudablemente asociado a la libertad individual, entendida ésta como libertad de interferencia por parte de cualquier otra persona, incluyendo a las autoridades.
Notas al pie de página
[30] F.A. Hayek, The Political Ideal of the Rule of Law, National Bank of Egypt, El Cairo 1955, p. 2. Virtualmente todo el contenido de este libro se ha vuelto a publicar en The Constitution of Liberty[trad. esp. con el título: Los fundamentos de la libertad, Unión Editorial, 8.ª ed., Madrid 2008]
[31] Albert Venn Dicey, Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 8.ª ed., Macmillan, Londres, 1915, p. 185.
[32] Ibid., p. 191.
[33] F.A. Hayek, op. cit., p. 45.
[34] Carleton Kemp Allen, Law and Ordres, Stevens & Sons, Londres 1956. p. 396.
[35] Ibid., p. 396.
[36] Ibid., p. 32.
[37] Ernest F. Row, How States Are Governed, Pitman & Sons, Londres 1950, p. 70. Sobre la situación en los Estados Unidos, véase Walter Gellhorn, Individual Freedom and Governmental Restraints, Louisiana State University Press, Baton Rouge 1956, y Leslie Grey, «The Administrative Agency Colossus», The Freeman, octubre 1958, p. 31.
[38] F.A. Hayek, op. cit., p. 57.
[39] Dicey, op. cit., p. 189.
[40] Loc. cit.
[41] 12 Ibid., p. 195.
[42] F.A. Hayek, op. cit., p. 36.
[43] Ibid., p. 38.