por Mao Yushi
En este ensayo, el economista, intelectual y emprendedor social chino Mao Yushi explica el rol que tienen los mercados para generar armonía y cooperación.
Entre los siglos XVIII y XIX, el autor chino Li Ruzhen escribió una novela titulada Flores en el espejo. El libro describe a un hombre llamado Tang Ao que, luego de un revés en su trayectoria profesional, acompaña a su cuñado al extranjero. Durante el viaje, visita muchos países distintos que le ofrecen vistas y sonidos fantásticos y exóticos. El primer país que visita es “la Tierra de los Caballeros”.
Todos los habitantes de la Tierra de los Caballeros sufren intencionalmente para asegurar el beneficio de los demás. En el undécimo capítulo de la novela se describe a un alguacil (no es casual la elección de Li Ruzhen de usar este personaje tal como se lo conocía en la antigua China, donde los alguaciles tenían privilegios especiales y solían intimidar a la gente común por medio de la violencia) que se encuentra con la siguiente situación mientras está comprando mercancías:
Después de examinar un puñado de bienes, el alguacil le dice al vendedor: “Amigo, tienes mercadería de muy buena calidad, pero el precio es muy bajo. ¿Cómo puedo quedarme tranquilo si me aprovecho de ti? Si no aumentas el precio, impedirás que hagamos una transacción”.
El vendedor respondió: “Me has hecho el favor de venir a mi tienda. Se dice que el vendedor pide un precio que está por el cielo y el comprador responde trayéndolo de nuevo a la tierra. Mi precio está por el cielo, y aun así tú quieres que lo aumente. Me resulta difícil aceptarlo. Será mejor que vayas a otra tienda a comprar mercadería”.
Al oír la respuesta del vendedor, el alguacil le dijo: “Le pones un precio bajo a mercadería de muy buena calidad. ¿Eso no implica una pérdida para ti? Debemos ser honestos y ecuánimes. ¿No podríamos decir que cada uno de nosotros tiene un ábaco incorporado?” Después de discutir un rato, el vendedor seguía insistiendo en no aumentar el precio, y el alguacil, en un arranque de rabia, compró solo la mitad de la mercadería que pensaba comprar. Cuando estaba por irse, el vendedor le bloqueó la salida. En ese momento, llegaron dos ancianos que, después de evaluar la situación, determinaron que el alguacil debía tomar el 80% de la mercadería y marcharse.
Luego, el libro describe otra transacción en la que el comprador considera que el precio que pide el vendedor es demasiado bajo para la alta calidad de la mercadería, mientras que el vendedor insiste en que el producto no es tan fresco y es más bien ordinario. Al final, el comprador elige uno de los peores productos ofrecidos; la gente que presencia la escena lo acusa de ser injusto, de modo que el comprador toma la mitad de su compra de la pila de mayor calidad y la otra mitad, de la pila de menor calidad. En una tercera transacción, ambas partes comienzan a discutir al evaluar el peso y la calidad de la plata. El comprador que paga en plata dice con severidad que el metal es de mala calidad y peso insuficiente, mientras que el vendedor que cobra asegura que es una plata de calidad y peso superiores. Una vez que el comprador se retiró, el vendedor se siente obligado a darle la plata que considera que se le pagó de más a un vagabundo que viene de otras tierras.
Hay dos cuestiones planteadas en la novela que merecen ser exploradas.
La primera es que, cuando ambas partes deciden sacrificar sus ganancias o insisten en que estas son excesivas, se produce una discusión. En la vida real, la mayoría de las discusiones surgen de la búsqueda de satisfacer nuestro interés personal. Como resultado, solemos cometer el error de suponer que, si siempre nos alineáramos con el otro, no discutiríamos nunca. Sin embargo, en la Tierra de los Caballeros vemos que tomar el interés ajeno como base para nuestras decisiones también genera conflictos; por lo tanto, deberíamos buscar el fundamento lógico de una sociedad armoniosa y coordinada.
Si damos un paso más en nuestra investigación, descubriremos que, en las transacciones comerciales de la vida real, cada parte busca su propia ganancia y a través de negociar las condiciones (como el precio y la calidad) se puede llegar a un acuerdo. En cambio, en la Tierra de los Caballeros, tal acuerdo es imposible. En la novela, el autor debe recurrir a un anciano, a un vagabundo y hasta a la compulsión para resolver el conflicto. Aquí nos encontramos con una verdad profunda e importante: las negociaciones en las que ambas partes persiguen su ganancia personal pueden llegar a un equilibrio, mientras que, si cada parte persigue el interés de la otra, jamás llegarán a un consenso.
Más aún, eso crearía una sociedad permanentemente reñida consigo misma, lo que contradice de lleno las expectativas de la mayoría. Puesto que la Tierra de los Caballeros es incapaz de alcanzar un equilibrio en las relaciones entre sus habitantes, eventualmente se convertirá en la Tierra de los Desconsiderados y Groseros. Ya que la Tierra de los Caballeros busca el interés ajeno, es un caldo de cultivo para personajes viles. Cuando los Caballeros no logran dar por concluido un intercambio, los Desconsiderados y Groseros pueden aprovecharse del hecho de que los Caballeros buscan una ganancia sacrificando su propio interés. Si las cosas continuaran así, probablemente los Caballeros se extinguirían y serían reemplazados por los Desconsiderados y Groseros.
De esa idea se deduce que los seres humanos solo pueden cooperar cuando persiguen su propio interés. Esos son los cimientos sólidos sobre los que la humanidad puede esforzarse en pos de crear un mundo ideal. Si la humanidad persiguiera directa y exclusivamente el beneficio ajeno, no podría realizar ningún ideal.
Por supuesto, tomando a la realidad como punto de partida, todos debemos estar atentos a nuestro prójimo y a encontrar el modo de reprimir nuestros deseos egoístas a fin de reducir los conflictos. Pero si la atención al interés ajeno se convirtiera en la meta de todos nuestros comportamientos, generaría el mismo conflicto que describió Li Ruzhen en la Tierra de los Caballeros. Algunos dirán que los elementos más cómicos de la vida en la Tierra de los Caballeros no podrían ocurrir en la vida real, pero, como gradualmente va demostrando el libro, los sucesos del mundo y los de la Tierra de los Caballeros tienen causas similares. Para decirlo de otro modo, ni el mundo real ni la Tierra de los Caballeros tienen claro el principio de la búsqueda del interés personal.
¿Cuáles son las motivaciones de los habitantes de la Tierra de los Caballeros? Primero debemos preguntarnos por qué los seres humanos quieren realizar intercambios. Ya sea un intercambio primitivo en forma de trueque o el intercambio de bienes por dinero de la sociedad moderna, la motivación del intercambio es mejorar la situación propia, hacer más conveniente y confortable la vida de uno. Sin esa motivación, ¿por qué las personas preferirían intercambiar en lugar de trabajar solas? Accedemos a todos los bienes materiales de los que disponemos, desde la aguja e hilo hasta los refrigeradores y los televisores a color, únicamente por medio del intercambio. Si la gente no intercambiara, cada persona se vería obligada a plantar granos y algodón en el campo, a usar ladrillos de barro para construir su casa y a luchar por arrancarle al suelo todos los bienes necesarios para subsistir. Nos ganaríamos la vida a duras penas tal como lo hicieron nuestros antepasados durante decenas de miles de años. Pero no hay duda de que no disfrutaríamos de ninguno de los beneficios que ofrece la civilización moderna.
Los habitantes de la Tierra de los Caballeros ya tienen un Estado y un mercado, lo que demuestra que ya abandonaron la economía de subsistencia para seguir la senda del intercambio a fin de mejorar sus circunstancias materiales. Entonces, ¿por qué se niegan a pensar en su propio interés al participar en un intercambio económico? Por supuesto, si el objetivo del intercambio es, desde el comienzo, reducir la ventaja propia y promover la ventaja de los demás, podría surgir un comportamiento “caballeresco”. Sin embargo, como saben todos aquellos que participan en un intercambio o que tienen experiencia en intercambiar, las dos partes involucradas se mueven en beneficio propio, mientras que quienes actúan contrariando su interés personal en el transcurso de un intercambio padecen motivaciones incoherentes.
¿Es posible fundar una sociedad sobre la base del beneficio mutuo sin negociaciones de precios?
En la época en la que la vida y obra de Lei Feng se promovían en China, solía verse en televisión la imagen de uno de los comprometidos y bienintencionados seguidores de Lei Feng reparando cacharros y ollas de un grupo de gente. Se veía que iba formándose una larga fila de personas que llevaban utensilios dañados que querían reparar. Esas imágenes buscaban alentar a otras personas a emular al bondadoso seguidor de Lei Feng, y concentrar la atención del público en su conducta ejemplar. Cabe señalar que, de no haber sido por la larga fila de personas, la propaganda no habría tenido ningún poder de persuasión. También hay que tomar en cuenta que quienes hacían fila para reparar sus cacharros y ollas no estaban allí para aprender de Lei Feng; por el contrario, estaban allí para satisfacer su interés personal a expensas de otra persona. Si bien la propaganda podía enseñarles a algunos a hacer obras de bien por los demás, al mismo tiempo, enseñaba aún más a beneficiarse en lo personal con el trabajo ajeno. Antes solía creerse que la propaganda que instaba a la gente a trabajar al servicio de los demás sin compensación podía mejorar la moral social. Sin embargo, no hay duda de que esto es un gran malentendido, puesto que quienes aprenden a buscar alguna ventaja personal serán mucho más numerosos que quienes aprenden a dar su trabajo desinteresadamente.
Desde la perspectiva de la ganancia económica, la obligación universal de trabajar por los demás genera derroche. Es muy probable que quienes acepten la oferta de servicios gratuitos de reparación lleven artículos dañados que no valga la pena reparar, y tal vez incluso lleven objetos tomados directamente de la basura. Pero, como ahora el precio de repararlos es cero, aumentará el tiempo —siempre escaso— dedicado a repararlos, al igual que los materiales —también escasos— utilizados para la reparación. Puesto que la carga de la reparación descansa en espaldas ajenas, el único costo para la persona promedio que procura un arreglo gratuito es el tiempo que le lleva hacer la fila. Si se los mira desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, todo el tiempo, el esfuerzo y los materiales empleados para reparar esos artículos dañados darán como resultado unos cacharros y ollas apenas usables. Si, en cambio, ese tiempo y esos materiales se emplearan en actividades más productivas, sin duda generarían más valor para la sociedad.
Desde la perspectiva de la eficiencia económica y el bienestar general, ese trabajo obligatorio y no remunerado de reparación casi con certeza genera más perjuicios que beneficios.
Más aún, si otro bienintencionado estudiante de Lei Feng se ofreciera a guardarle el lugar en la fila a uno de los que llevan sus cacharros a la espera del servicio de reparación, a fin de liberar al pobre de la tediosa espera, la fila se volvería aún más larga. Ese sí que sería un panorama absurdo, un grupo haciendo fila para que otro grupo no tenga que hacerlo. Ese sistema de obligación presupone que hay un grupo dispuesto a ser servido. Es una ética del servicio que no puede ser universal. Como es evidente, quienes se afanan de la superioridad de un sistema semejante de servicio mutuo sin precios no pensaron bien las cosas.
La obligación de reparar bienes ajenos tiene otra consecuencia imprevista: si los seguidores de Lei Feng superan en número a los reparadores de oficio, estos últimos perderán su empleo y enfrentarán serias dificultades.
No me opongo en absoluto al estudio de Lei Feng, que ayudó a los necesitados, una actividad positiva y hasta necesaria para la sociedad. Sin embargo, el requisito de que el servicio prestado a los demás sea obligatorio genera incoherencias y desorden, y distorsiona el espíritu voluntario de Lei Feng.
En nuestra sociedad, están los cínicos que detestan las sociedades en las que, desde su punto de vista, se valora el dinero por sobre todo lo demás. Creen que los que tienen dinero son insufribles, que los ricos sienten que están por encima del resto de la sociedad mientras que los pobres padecen por la humanidad. Creen que el dinero deforma las relaciones normales entre las personas. Como resultado, desean una sociedad basada en el servicio mutuo, libre de dinero y de precios. Esa sería una sociedad en la que los campesinos plantarían alimentos sin pensar en una recompensa; en la que los trabajadores confeccionarían tejidos para todos, también sin recompensa; en la que los peluqueros cortarían el cabello gratis, etc. ¿Es práctica esa sociedad ideal?
Para responder esa pregunta, debemos apelar a la teoría económica de la asignación de recursos, lo que exige hacer una digresión. Para facilitar las cosas, podemos comenzar con un experimento mental: imaginemos a un peluquero. Hoy en día, los hombres se cortan el cabello cada tres o cuatro semanas pero, si los cortes fueran gratuitos, quizá lo harían todas las semanas. El hecho de que se cobre dinero por cortar el cabello hace que se utilice mejor el trabajo del peluquero. En el mercado, el precio de los servicios del peluquero determina la proporción del trabajo de la sociedad que se dedica a esa profesión. Si el Estado mantiene bajo el precio del corte de cabello, aumentará la cantidad de personas que deseen un corte y, con ella, la cantidad de peluqueros; si se mantiene constante la fuerza laboral, deberá reducirse la cantidad de gente que se dedica a otros trabajos. Y lo que ocurre con los peluqueros pasaría también con otras profesiones.
En muchas zonas rurales de China, es bastante común que se ofrezcan servicios gratuitos. Si alguien quiere construir una casa, sus parientes y amigos acuden a ayudar en la construcción. En esas situaciones no suelen mediar pagos, excepto una gran comida que se sirve a los ayudantes. La siguiente vez que uno de los amigos del beneficiario construye una casa, el que se vio beneficiado la primera vez ofrece su mano de obra gratuita para devolver el favor. Los técnicos suelen reparar artefactos eléctricos sin cobrar y no esperar como compensación más que un regalo en el año nuevo chino. Esos intercambios no monetarios no pueden medir con precisión el valor de los servicios prestados. En consecuencia, el valor del trabajo no se desarrolla con eficiencia, y no se alienta la división del trabajo en la sociedad. El dinero y los precios cumplen una función importante en el desarrollo de la sociedad. Nadie debería pretender reemplazar con dinero emociones como el amor o la amistad. Sin embargo, tampoco es lógico esperar que el amor y la amistad reemplacen al dinero. No podemos eliminar el dinero solo porque tememos que desgaste los lazos humanos. De hecho, los precios expresados en dinero son el único método del que disponemos para determinar cómo asignar recursos a sus usos más valiosos. Si mantenemos tanto los precios monetarios como nuestras emociones y valores más profundos, podemos esperar construir una sociedad tan eficiente como humana.
El equilibrio del interés personal
Supongamos que A y B deben repartirse dos manzanas para poder comerlas. A es el primero en actuar y toma la más grande. Enojado, B le pregunta a A: “¿Cómo puedes ser tan egoísta?”, a lo que A responde: “Si tú hubieras agarrado la primera manzana, ¿cuál habrías elegido?”. B le contesta: “Habría agarrado la más pequeña”. Riendo, A dice: “Siendo así, mi modo de elegir se adecua perfectamente a tus deseos”.
En esa situación hipotética, A tomó ventaja de que B estaba siguiendo el principio de “poner el interés ajeno por encima del propio”, mientras que A no lo hacía. Si un solo segmento de la sociedad sigue ese principio y otro no, es seguro que el primero sufrirá pérdidas y el segundo se beneficiará. Si la situación permanece igual, sin duda terminará en un conflicto. Claramente, si solo algunas personas anteponen los intereses de los demás a los suyos, el sistema terminará por generar nada más que conflicto y desorden.
Si tanto A como B se preocupan por los intereses del otro, el problema de la manzana será imposible de resolver. Puesto que ambos querrían comer la manzana más pequeña, surgiría un problema nuevo, el mismo que observamos en la Tierra de los Caballeros. Lo que ocurre con A y B ocurriría con cualquiera. Si toda la sociedad menos una persona siguieran el principio de beneficiar explícitamente a los demás, la sociedad entera se pondría a disposición de esa persona; sería un sistema posible, desde el punto de vista lógico. Pero si esa persona también se convirtiera al principio de privilegiar el beneficio de los demás, la sociedad dejaría de existir como sociedad, es decir, como sistema de cooperación. El principio de beneficiar a los demás es factible en líneas generales solo con la condición de que el cuidado de los intereses de la sociedad en su conjunto se delegue en otros. Pero, desde una perspectiva mundial, eso sería imposible a menos que la responsabilidad de velar por los intereses de la población del planeta pudiera delegarse en la luna.
El motivo de esa incoherencia es que, desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, no hay diferencia entre “los demás” y “uno”. Claro que, para un Juan o Juana Pérez específicos, “uno” es “uno”, y “los demás” son “los demás”, y no debe confundirse al primero con los segundos. Sin embargo, desde la perspectiva social, todas las personas son al mismo tiempo “uno” y “otro”. Cuando el principio de “beneficiar a los demás antes de beneficiarse a uno mismo” se aplica a la persona A, la persona A primero debe contemplar las ganancias y pérdidas ajenas. Sin embargo, si la persona B adopta el mismo principio, la persona A se convierte en la persona cuyos intereses se priorizan. Para los miembros de la misma sociedad, la cuestión de si deberían pensar primero en los demás o si los demás deberían pensar primero en ellos lleva directamente a la confusión y la contradicción. Por lo tanto, el principio del altruismo en este contexto es lógicamente incoherente y contradictorio y, en consecuencia, no puede cumplir la función de resolver los numerosos problemas que surgen en las relaciones humanas. Por supuesto que eso no significa que el espíritu que los origina nunca deba elogiarse ni que ese comportamiento considerado con los demás no sea digno de admiración, sino que no puede proporcionar la base universal sobre la que los miembros de una sociedad buscan asegurar su interés mutuo.
Quienes vivieron la Revolución Cultural recordarán que, cuando el lema “Luchar contra el egoísmo, criticar el revisionismo” (dousi pixiu) reverberaba en todo el país, la cantidad de conspiradores y oportunistas alcanzó un pico. En esa época, para gran parte de la gente común de China (laobaixing) era posible creer que lo de “Luchar contra el egoísmo, criticar el revisionismo” podía convertirse en una norma social y, como resultado, hizo su mayor esfuerzo para atenerse a ella. Al mismo tiempo, los oportunistas utilizaban el lema para aprovecharse de los demás. Usaban la campaña contra la explotación como excusa para saquear hogares y llenarse los bolsillos de las propiedades ajenas. Exhortaban a los demás a destruir el egoísmo y, por el bien de la revolución, a admitir que eran traidores, espías o contrarrevolucionarios, lo que agregaba una mancha más a su lista de deméritos. Sin que les temblara el pulso, esos oportunistas eran capaces de poner en riesgo la vida de los demás para asegurarse un cargo de funcionarios. Hasta ahora, hemos analizado los problemas teóricos del principio de “beneficiar a los demás antes que a uno mismo”, pero la historia de la Revolución Cultural demuestra la contradicción de ese principio cuando se lo pone en práctica.
La Revolución Cultural pasó a la historia, pero debemos recordar que, en esa época, todos los lemas se sometían a rigurosas críticas y revisiones. Eso ya no ocurre, puesto que la cuestión de qué principio es el mejor para lidiar con los problemas de la sociedad, según parece, está exenta de análisis. Todavía solemos utilizar la antigua propaganda para instar a la gente a resolver conflictos y, aun cuando se presentan casos ante la justicia, esos métodos desactualizados conservan una influencia considerable.
Los lectores adeptos a los experimentos mentales sin duda tendrán otras preguntas acerca del problema de cuál es la mejor manera de asignar las manzanas entre dos personas. Si estamos de acuerdo en que “beneficiar a los demás antes que a uno mismo” no puede resolver el problema de la mejor distribución de las dos manzanas, ¿eso significa que no hay una manera mejor de hacerlo? Recordemos que hay una manzana más pequeña y otra más grande, y que solo dos personas participan en la distribución. ¿Será que ni los legendarios inmortales chinos serían capaces de resolver el problema?
En una sociedad de intercambio, el dilema tiene solución. Las dos personas pueden consultarse antes que nada para resolverlo. Por ejemplo, supongamos que A elige la manzana más grande y acepta que B tendrá derecho a llevarse la manzana más grande la próxima vez que se encuentren; o que, a cambio de que A se lleve la manzana más grande, B recibe alguna forma de compensación. Un pago ayudaría a resolver la dificultad. En una economía que utiliza el dinero, seguramente habría partes dispuestas a utilizar este último método. Se podría comenzar con una suma pequeña en compensación (digamos un centavo) e incrementarla gradualmente hasta que la otra parte estuviera dispuesta a aceptar la manzana pequeña más la compensación. Si la suma inicial es muy baja, podemos suponer que ambas partes preferirán tomar la manzana más grande y pagar esa suma pequeña como compensación. Al aumentar la compensación, en algún momento una de las partes aceptará la manzana pequeña más la compensación. Podemos afirmar que, si las dos partes evalúan el problema con racionalidad, encontrarán un método para resolver el conflicto. Este es un modo de resolver pacíficamente el conflicto de intereses entre ambas partes.
Treinta años después de la Reforma y Apertura china, se ha vuelto a plantear la cuestión de la riqueza y la pobreza, y el rencor contra los ricos crece día a día. Durante el período en que se hacía hincapié en la lucha de clases, al comienzo de cada movimiento de masas, se contrastaba el sufrimiento del pasado con la felicidad del presente. Se denunciaba la sociedad anterior y se usaba la explotación previa para movilizar el odio de la gente. En 1966, cuando comenzó la Revolución Cultural (un movimiento que procuraba arrasar con el mal del antiguo sistema de clases), en muchos lugares se enterraban vivos a los descendientes de la clase terrateniente, a pesar de que muchos de los terratenientes mismos ya habían muerto. No se le perdonó la vida a nadie: viejos ni jóvenes, ni siquiera mujeres y niños. La gente decía que, así como no hay amor sin causa, tampoco hay odio sin razón. ¿De dónde venía ese espíritu de enemistad hacia los hijos de la clase terrateniente? Venía de la ferviente creencia de que esos descendientes de la clase terrateniente se habían apoyado en la explotación para crear su lugar en el mundo. Hoy, la brecha entre ricos y pobres se ha hecho más evidente. Si bien es cierto que existen quienes emplearon métodos ilegales para enriquecerse, la brecha entre ricos y pobres es un fenómeno inevitable en toda sociedad. Incluso en los países desarrollados, donde se limitan estrictamente los canales ilegales, suele haber una brecha entre ricos y pobres.
La lógica en la que se apoya el resentimiento contra los ricos es falaz. Si se tiene resentimiento contra los ricos porque uno aún no ha enriquecido, entonces la mejor estrategia que uno podría adoptar sería primero desplazar a los ricos y luego esperar el momento en que uno se hubiera enriquecido para promover la protección de los derechos de los acaudalados. Para cierto grupo de personas, ese sería, en efecto, el camino más racional. Pero, para la sociedad en su conjunto, no hay modo de coordinar ese proceso para que todos los miembros de la sociedad se enriquezcan a la misma velocidad. Algunos se enriquecerán antes que otros; si esperamos que todos se enriquezcan al mismo ritmo, nadie jamás conseguirá riqueza. La oposición a los ricos es injustificada, puesto que los pobres solo tendrán la oportunidad de enriquecerse si se garantizan los derechos que permiten que todos —y cada uno— acumulen riqueza, si no se violan los frutos del trabajo de cada quién y si se respeta el derecho de propiedad. En verdad, una sociedad en la que cada vez más personas consigan riqueza y concuerden en que “enriquecerse es glorioso” es, de hecho, posible.
Alguna vez el erudito chino Li Ming escribió que es un error separar a la gente en “ricos” y “pobres”; en cambio, deberíamos distinguir entre quienes tienen derechos y quienes no los tienen. Se refería a que, en la sociedad moderna, la cuestión de los ricos y pobres es en realidad una cuestión de derechos. Los ricos se enriquecieron porque tienen derechos, mientras que los pobres no los tienen. Por “derechos” debemos entender “derechos humanos”, no “privilegios”. No es posible que todos los ciudadanos tengan acceso al privilegio; el privilegio es solo para una pequeña minoría. Si queremos resolver la cuestión de los ricos y pobres, primero debemos establecer derechos humanos iguales para todos. El análisis de Li Ming es profundo y completo.