Sobre el poder

Sobre el poder
Autor: 
Bertrand de Jouvenel

Bertrand de Jouvenel (1903 - 1987) fue un filósofo, economista y político francés. En su obra más famosa, La civilización de la potencia: De la economía política a la ecología política, destaca tres puntos importantes de la civilización occidental: El desarrollo económico, la relación del hombre con la naturaleza y la muerte de lo efímero. Defensor del ecologismo, se le considera en conjunto con Nicholas Georgescu-Roegen fundador de la economía ecologista. Fue también miembro de la Sociedad Mont Pelerin.

Su libro Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento, es una crónica del crecimiento del poder político a lo largo de la historia. Este libro incluye un capítulo titulado “Democracia totalitaria”. Allí de Jouvenel explica que cuando se valora el Estado de Derecho, se realizan esfuerzos para evitar la concentración de poder. No obstante, las teorías del “bienestar general”, que se basan en la supuesta infalibilidad de la voluntad popular, parecen estar imponiéndose y construyendo el camino hacia la legitimización de una sucesión de demagogos y dictadores con poderes ilimitados. Bertrand de Jouvenel concluye que cuando la democracia se convierte en un fin, y no simplemente en un medio, esta logra manifestarse en sus formas más repugnantes y suele conducir a una concentración de poder que sería inimaginable en siglos previos.

Edición utilizada:

De Jouvenel, Bertrand. Sobre el poder. Traducido por Juan Marcos de la Fuente. Madrid: Unión Editorial, 1998.

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Libro quinto: El poder cambia de aspecto, pero no de naturaleza

Libro quinto: El poder cambia de aspecto, pero no de naturaleza


Capítulo XII

Sobre las revoluciones

Las revoluciones políticas, en cuanto crisis violentas en el curso de las instituciones, han llamado siempre poderosamente la atención de los historiadores. La repentina llamarada de las pasiones al acecho, la explosión y la propagación incendiaria de los principios activos en la clandestinidad, la ascensión en tromba de personajes nuevos, el despliegue de los caracteres en una acción brutal y precipitada, los sangrientos tumultos de la multitud, de la que bien pronto desaparecen los graves semblantes de la buena gente para dar paso a la horrible máscara del odio y de la crueldad animal: ¡qué tema más excitante para el escritor y qué ocasión de estremecimiento para el sosegado lector junto a la chimenea!

Estas épocas son las más narradas pero también las menos comprendidas. El espíritu del hombre conserva su actitud infantil, y la propia erudición a menudo le divierte en lugar de instruirle. Sensible al aspecto que presentan los acontecimientos, cree descubrir en él su sentido, confundiendo el impulso visible de la ola con el movimiento oculto del mar. Se perciben los gritos de «libertad», que resuenan en los comienzos de toda revolución, y se ignora que ninguna de ellas ha dejado de jugar a favor del Poder.

Para apreciar el verdadero papel de las revoluciones, para asignar a estos rápidos y a estas cascadas prodigiosas un lugar preciso en el curso inmenso de la historia, hay que evitar la fascinación de su efervescencia, apartar de ella la mirada y fijarse en la corriente del río antes de que alcanzara ese movimiento impetuoso y que recupera una vez que los acontecimientos vuelven a la normalidad.

La autoridad de Carlos I, de Luis XVI, de Nicolás I fue reemplazada por la de Cromwell, la de Napoleón, la de Stalin. Son éstos los nuevos amos a los que se ven sometidos los pueblos que se alzaron contra la «tiranía» del Estuardo, del Borbón y del Romanof.

El fenómeno es tan espectacular como errónea suele ser su interpretación. Desgraciadamente, se dice, la revolución se ha salido de madre; los desbordamientos antisociales de la libertad han hecho necesaria la intervención de una fuerza capaz de reducirlos a una disciplina; han producido demasiadas ruinas para que pueda prescindirse de la intervención de un reconstructor. ¡Si se hubiera podido evitar este o aquel error! La ingeniosidad se empeña en descubrir el momento exacto en que se produjo la desviación, en precisar el acto nefasto, en nombrar al autor responsable.

¡Lamentable incomprensión! ¡Desconocimiento profundo de la naturaleza del fenómeno revolucionario! No, los Cromwell o los Stalin no son consecuencias fortuitas, accidentes que sobrevienen durante la tempestad social, sino más bien el término hacia el que fatalmente se dirigía todo el cataclismo. El ciclo no se inició con el derrocamiento de un poder insuficiente sino para cerrarse con el afianzamiento de un Poder aún más absoluto.

Las revoluciones liquidan la debilidad y engendran la fuerza

Los comienzos de una revolución tienen un encanto especial. El acontecimiento aún indeciso parece ocultar todas sus posibilidades. Es prometedor para los sueños insatisfechos, los sistemas preteridos, los intereses pisoteados, las ambiciones frustradas. Todo se reparará, se satisfará, se cumplirá. La alegre seguridad de su paso juvenil provoca el amor de todos y conmueve incluso a los directamente amenazados.

Estas horas felices se graban indeleblemente en la memoria de los pueblos y colorean a los ojos de la posteridad la secuencia de unos hechos que, sin embargo, desmienten ese inicial entusiasmo. En este lirismo se busca el significado del movimiento, y por él se pregunta a sus iniciadores, ¡como si los hombres supieran lo que hacen e hicieran lo que piensan! Creen combatir la opresión, limitar el Poder, acabar con la arbitrariedad, garantizar la libertad y la seguridad de cada uno, remediar la explotación del pueblo y hacer vomitar a sus beneficiarios.

Quieren construir..., pero eso importa menos, ya que ese destino jamás les está reservado. Su función histórica se ha limitado a provocar y escarnecer al Poder. Su impunidad es la prueba de la debilidad de éste, y da la señal para un asalto general al monstruo impotente. Se abren las compuertas de la envidia y se desencadenan los apetitos contra la autoridad. Mientras ésta se derrumba, se percibe a su alrededor el estruendo que produce la caída de las autoridades sociales. Sólo escombros encuentra a su paso la ola que trae en su cresta a los hombres nuevos. Es una locura pretender que éstos ofrezcan un programa. Son velas que hincha el viento de la época, conchas en las que ruge su tempestad.

Pero el mar de la sociedad vuelve de nuevo a la calma. ¡Qué oportunidad se les ofrece a quienes se instalan entonces en lo que queda de la Ciudad del Mando! La refuerzan con los fragmentos que encuentran entre las ruinas de los poderes sociales, extienden su Poder sin que encuentren la menor resistencia.

¿Cómo no presentir el fin predeterminado y providencial de todo el cataclismo, que no es otro que la liquidación de un Poder débil y el surgimiento de un Poder fuerte?

Tres revoluciones

La Revolución inglesa comenzó, en nombre del derecho de propiedad ultrajado, con la resistencia a un ligero impuesto territorial, el shipmoney. No tardó en gravar las tierras con un impuesto diez veces más pesado. Reprochaba a los Estuardos ciertas confiscaciones; pero los revolucionarios no sólo despojaron sistemáticamente a la Iglesia, sino que también se apoderaron, con todo tipo de pretextos políticos, de gran parte de las propiedades privadas. En Irlanda es todo un pueblo el que es desposeído. Escocia, que había tomado las armas para defender su propio estatuto y sus costumbres particulares, ve cómo se le arrebata todo lo que le era más querido.[329]

Así pertrechado, Cromwell pudo crearse un ejército, que fue lo que le faltó a Carlos y posibilitó su caída, y pudo también expulsar a los parlamentarios que el soberano había tenido que soportar. El dictador pudo crear la potencia naval que el desgraciado monarca había sorñdo para su país, y mantuvo en Europa unas guerras que Carlos no habría podido financiar.

La Revolución francesa libera a los campesinos de las corvées feudales, pero les obliga a llevar el fusil y lanza sus columnas móviles a la caza de los rebeldes. Suprime las lettres de cachet, pero levanta la guillotina en las plazas públicas. Denuncia en 1790 el proyecto, que atribuye al rey, de hacer la guerra con la alianza española sólo contra Inglaterra, pero precipita a la nación en una aventura militar contra toda Europa y, por exigencias hasta entonces desconocidas, extrae del país tal cantidad de recursos que puede llevar a cabo el programa de conquistar las fronteras naturales, al que la monarquía había tenido que renunciar.

Ha tenido que pasar un cuarto de siglo[330] para poder dar a la Revolución rusa de 1917 su verdadero significado. Un poder inmensamente superior al de los zares liberó en el país enormes energías y permitió reconquistar con creces el terreno que el Imperio zarista había perdido.

Así, pues, la renovación y el fortalecimiento del Poder aparecen como la verdadera función histórica de las revoluciones. Es preciso abandonar la idea de que la revolución encarna la reacción del espíritu de libertad contra un poder opresor. En realidad, no se puede citar ni una sola revolución que haya derrocado a un verdadero déspota.

¿Acaso se levantó el pueblo contra Luis XIV? No, sino contra el buenazo de Luis XVI, que ni siquiera permitió que sus guardias suizos dispararan. ¿Contra Pedro el Grande? Tampoco, sino contra el bonachón de Nicolás II, que ni siquiera quiso vengar a su querido Rasputín. ¿Contra el Barba Azul de Enrique VIII? No, sino contra Carlos I, que tras algunas veleidades autoritarias, se había resignado a seguir viviendo sin amenazar a nadie. Y, como decía Mazarino, si no hubiera abandonado a su ministro Strafford, no habría llevado a la horca su propia cabeza.

Estos reyes murieron no por su tiranía sino por su debilidad. Los pueblos erigen el cadalso no como castigo moral del despotismo sino como sanción biológica de la impotencia.

Jamás se rebelan contra un Poder que los oprime y pisotea. Se teme su ferocidad, e incluso se llega a admirar en él el azote de los grandes. Lo que se detesta es la blandura. Primero, por ese instinto natural que, bajo un caballero indeciso, hace que la montura más dócil se haga casi feroz. Luego, porque esa debilidad es realmente, aun con las mejores intenciones, enemiga del pueblo, puesto que es incapaz de impedir que los poderosos se aprovechen y hagan aún más pesado el yugo social. Y finalmente, porque la ley de la competencia impulsa a los pueblos a reunir cada vez con más energía sus fuerzas en una sola mano cada vez más imperiosa.

Revolución y tiranía

Las revoluciones abundan en gritos contra los tiranos. Pero lo cierto es que no los encuentran en sus comienzos y sí, en cambio, los suscitan al final. El principio de gobierno que las revoluciones subvierten es algo gastado que no inspira sino un débil respeto que presta su apoyo a una autoridad sin pulso. Las mismas causas que hacen posible su caída la hacían incapaz de despotismo.

En lugar de un espantajo sin energía, el movimiento popular planta la bandera de su entusiasmo y substituye un personal escéptico y fatigado por los atletas que salen victoriosos de las sangrientas eliminatorias de la revolución.

¿Cómo tales hombres no van a obtener, en nombre de un principio que evoca semejantes entusiasmos, una obediencia fanática? El Poder no sólo se fortalece en su centro, sino que el movimiento que imprime no choca ya con los obstáculos de las autoridades sociales, barridas por la tempestad revolucionaria.

La revolución establece una tiranía tanto más completa cuanto mayor ha sido la liquidación de la aristocracia. Las confiscaciones de Cromwell fueron sin duda inmensas; pero la tierra no quedó reducida a polvo, sino que fue transferida en grandes lotes a otros propietarios, muchos de ellos enriquecidos ya en la Compañía de Indias. De este modo mantienen su poder los intereses sociales conservadores. Hacen fracasar a los «niveladores», inspiran a Monk y, una vez liquidada la Commonwealth, se ponen a trabajar para limitar el Poder estatal; se necesitaron treinta años y un cambio de dinastía, pero su obra durará siglo y medio.

En Francia, la destrucción de las aristocracias por la supresión de los privilegios y la división de la propiedad va mucho más lejos. Pero las fortunas burguesas, a las que se respeta, se incrementan, al tiempo que surgen otras nuevas debido a la expoliación de la Iglesia y luego al pillaje de Europa, así como por el contrabando a que dio lugar el bloqueo continental. Se especula sobre el advenimiento de Bonaparte y sobre la caída de Napoleón. Así se amasan las grandes fortunas, así se erigen los obstáculos capitalistas a toda omnipotencia estatal.

En cuanto a la Revolución rusa, se apodera de toda la propiedad en cualquiera de sus formas. Y así el Estado ruso no encuentra más obstáculo que el que representan los partidarios de la NEP [Nueva Política Económica] cuya elevación permite, y más tarde los kulaks, pues no se le había ocurrido al principio acabar con tan mediocres independencias. Así se explica que la Revolución inglesa reforzara menos eficaz y duraderamente el Poder que la Revolución francesa, y ésta menos que la rusa.

Pero en todas el proceso fue el mismo. Sólo en apariencia fueron revoluciones contra el Poder. En realidad le dieron un vigor y un aplomo nuevos, eliminando los obstáculos que de antiguo se oponían a su desarrollo.

La identidad del Estado democrático y el Estado monárquico

La profunda continuidad de la sustancia del Estado a través de sus formas cambiantes, y su crecimiento a través de estos cambios, aparecen de manera sorprendente en la historia de la Revolución francesa. Por más violento que fuera el cataclismo, no representó en modo alguno una solución de continuidad en la evolución del Estado francés; fue simplemente una brutal liquidación de los obstáculos que a finales del siglo XVIII se habían acumulado en su camino y que obstruían su avance.

Bien lo comprendió Viollet:[331]

El rasgo dominante de la evolución histórica [de la monarquía] en los tres últimos siglos es una tendencia general hacia la unificación y la uniformidad. Por todas partes la libertad baja y el poder sube...

La Revolución semeja la violenta ruptura de un dique gigantesco bajo el ímpetu de las aguas acumuladas. Este torrente es en gran parte la resultante de fuerzas tradicionales e históricas, de tal modo que el genio del Antiguo Régimen permanece al servicio de nuevas ideas. Genio esencialmente autoritario y centralizador que triunfa con la Revolución y preside su labor destructora. Su fuerza se centuplica. Es el alma del pasado, siempre viva y activa.

Nuestra idea del Estado omnipotente es, pues, si bien nos fijamos, el instinto rector del Antiguo Régimen erigido en doctrina y en sistema. Con otras palabras, el Estado moderno no es sino el rey de los últimos siglos, que prosigue triunfalmente su pertinaz labor de supresión de todas las libertades locales, nivelador sin tregua y fuerza uniformadora.

Si esta verdad no se acepta aún generalmente, la razón debe buscarse en el método adoptado por la mayoría de los historiadores en el estudio del siglo XVIII. Desde el Telémaco hasta las Reflexiones sobre la Revolución francesa, este periodo ofrece una prodigiosa floración de afirmaciones ideológicas. Jamás se ha escrito, declamado, ironizado y argumentado tanto sobre la cosa pública. Nuestros sabios, con infinito cuidado y sutileza, han fijado los árboles genealógicos de las ideas del siglo hasta su floración final. Hay ciertamente estudios apasionantes. Pero tal vez la historia se ilumina menos oyendo hablar a los hombres que viéndolos actuar.

La acción en política es, a fin de cuentas, administración. Hay que estudiar los expedientes administrativos desde el reinado de Luis XIV hasta el de Napoleón para apreciar la sorprendente continuidad del Poder; sólo así aparecen los obstáculos que éste encontró y el verdadero sentido de los acontecimientos.

Continuidad del poder

Los despachos de la monarquía tenían una política exterior constante, la de Richelieu y Mazarino. Se trataba de luchar contra la casa de Habsburgo siguiendo una línea que arranca de Luis XI. Los profundos cálculos de Mazarino, comprendidos y realizados por Luis XIV, habían expulsado a esta casa del trono de Madrid. En España, en Italia, los Borbones habían sucedido a los príncipes austriacos. Había que combatir todavía a Viena, no para destruir una potencia que ya no representaba un peligro, sino porque, al oponerse a ella, Francia se convertía en el obligado punto de apoyo de los príncipes alemanes, que temían al Emperador, impidiendo así no sólo la unificación de Alemania bajo el cetro de los Habsburgo, que ya no era de temer, sino también y sobre todo su cristalización en torno a un núcleo interior de resistencia, Prusia, que tomaría el papel protector al perderlo Francia.

A esta conducta, tan simple como prudente, fue siempre fiel la burocracia francesa. Si no pudo mantenerla, fue porque los nobles intrigantes, que habían copado los cargos de embajador y ministro, se oponían a la política francesa, bien por la vanidad de desempeñar un papel, bien incluso, como Choiseul, porque tenían en una corte extranjera un punto de apoyo para su posición y la de su facción contra los incesantes movimientos de la intriga versallesa.

Si María Antonieta fue detestada como no lo había sido hasta entonces ninguna otra reina francesa, ello se debió sin duda alguna sobre todo a que era el símbolo de la alianza austriaca, que había valido a los franceses los desastres de la guerra de los Siete Años y que hacía retroceder a Francia del primer puesto entre las potencias europeas.

Ahora bien, ¿cuál fue el efecto de la Revolución sobre la política exterior francesa? La guerra contra Austria. También contra Prusia, por supuesto, pero en este caso Francia se apresura a restablecer la paz y concluir una alianza. Y la guerra prosigue con el mismo adversario, los mismos planes, los mismos objetivos que en los mejores tiempos de la monarquía. Triunfa la burocracia y se restablece la continuidad del Estado. «¡Ah! ¿Quién podría pensar que la República francesa no es un nuevo Luis XIV?»[332] ¿Es una casualidad? En absoluto. Burke nos habla de la cólera que reinaba en los despachos a raíz del reparo de Polonia, una cólera que llegaba incluso a insultar al soberano. Al dictado de estos oficiales escribió el polígrafo Soulavie De la Décadence de la Monarchie franpise, donde desarrolla los principios del antiguo sistema francés, «que tenía como fin exterior elevar a los Estados pequeños y humillar a las grandes potencias; en el interior, elevar el poder del Estado y humillar a los poderes subalternos».[333]

Carácter desigual de la autoridad en el antiguo régimen

La segunda parte de este programa no se cumplió mejor que la primera.

La autoridad real se había desarrollado lentamente en un proceso incesante pero prudente, subordinando los principios a la eficacia. Iba penetrando de una manera desigual en las diversas partes del reino. Por ejemplo, es cierto que sus agentes no recaudaban ni distribuían impuesto alguno a no ser en los distritos electorales, mientras que en los distritos de los Estados las asambleas regionales fijaban la cantidad que se había de entregar al rey y se repartía entre los contribuyentes; Estas variaciones en el grado de autoridad aparecían según que el rey se dirigiera a uno u otro «orden» de la población. La contribución del clero seguía llamándose «don gratuito».[334] A los privilegios de las regiones y a los que eran propios de la condición de las personas, venían a sumarse los de los agentes del Estado y titulares de sus cargos, los principales de los cuales eran los parlamentarios, que pretendían que su aprobación era necesaria poner dar validez a los edictos reales.

De este modo, el Poder

se veía contenido a cada paso por el respeto que debía a nuestros derechos y costumbres.

Cuando pedía a sus súbditos dones gratuitos, impuestos o subsidios, tenía que servirse de representantes del clero de Francia y reunirlos para obtenerlos. Negociaba con el parlamento la entrada en vigor de un edicto fiscal. Solicitaba la jurisdicción en los Estados de Languedoc. La ordenaba en Borgoña. Por lo general, en Bretaña tenía que comprarla, más o menos directamente. La tomaba por la fuerza de las armas en las administraciones provinciales.[335]

El gobierno real era, pues, un asunto delicado. Para reforzarlo era siempre necesario combatir todas las tendencias centrífugas, y al mismo tiempo cuidar de que no se unieran los intereses contra el Estado.

Esta unión funesta fue favorecida en el siglo XVIII por una serie de errores que prepararon la caída de la monarquía.

Debilitamiento del poder, coalición aristocrática

Una nobleza cortesana rodea al rey y forma como una pantalla que impide el acceso de los servidores plebeyos que habían prestado su energía a sus antepasados. Luis XIV la había excluido estrictamente de toda función política, pero ahora esta multitud de cortesanos, ávidos de influencia y de cargos, hace una guerra incesante a los ministros del rey, cada uno de los cuales tiene que alimentar a su propia facción para poder mantenerse en su puesto.

El resultado fue que el gobierno monárquico era incapaz de ofrecer esa estabilidad y seguridad respecto a los elementos en disputa que son en principio sus virtudes. Cada partido de la corte busca apoyos en el país, y para obtener una ventaja momentánea, refuerza un interés partidista, como en el caso de Choiseul con los parlamentos. Piden ayuda incluso a las potencias extranjeras; sus embajadores y agentes pueden desempeñar un papel desconocido desde los tiempos de la Liga.

Mientras la autoridad titubea, los parlamentos unen contra ella las fuerzas centrífugas. Para que los juristas permanecieran ligados a la autoridad, como lo habían estado al principio, lo único que se necesitaba era reclutarlos de entre los juristas más cercanos a la plebe o, por lo menos, de una burguesía a la que una gran distancia separaba de la nobleza. Pero la transmisión hereditaria de los cargos, que al principio ligó a ciertas familias de la clase media a los intereses del Estado, contribuyó a apartarlas de esa misma clase y a convertirlas en una casta distinta que, por el multiplicarse de las alianzas matrimoniales, quedaba vinculada a los intereses de la más alta nobleza. Los parlamentarios, al principio estatócratas, sin otra condición que la que les confería su función, se convirtieron en aristócratas, con un poder propio e intereses distintos de los del Estado. Si se pretende reducir el número absurdamente elevado de funcionarios, que complica la tramitación de los expedientes, los parlamentarios se oponen a ello, porque, como ellos, estos funcionarios han comprado sus cargos —creados en momentos de penuria para obtener dinero—, y los parlamentarios no pueden tolerar ningún ataque contra una forma de propiedad que está en el origen de su propia importancia.[336] Si se quiere igualmente extender el impuesto a todos los estamentos, teniendo en cuenta únicamente las posibilidades financieras, los parlamentarios, privilegiados en materia de contribución, forman un bloque con los demás privilegiados. En la perspectiva de un inevitable conflicto con el Poder, se convierten en imprevistos defensores de las franquicias locales, ellos que tradicionalmente se habían opuesto a esas mismas franquicias.

Finalmente, se hacen tan fuertes que su destitución por Maupéou constituye un auténtico coup d'Etat. Tal es entonces la debilidad de la autoridad, que los cortesanos de la facción parlamentaria pueden permitirse maltratar al ministro de Hacienda en la antecámara misma del rey.[337]

Detrás del Parlamento están la nobleza, el clero, las provincias, incluso los mismos príncipes. Pero en vano se buscaría un partido del rey. Su partido no es otro que el pueblo.

El Tercer Estado restaura la monarquía sin el rey

En 1788, la administración se enfrenta por doquier a distintas fuerzas que la contrarrestan. Ha quedado reducida al último grado de impotencia, pero la Revolución la liberará inmediatamente de todos sus oponentes.

La monarquía se bate de tal modo en retirada, que tiene que sacrificar, ante el clamor general, a sus delegados provinciales, ejecutores de la voluntad central, que cedían su puesto a las asambleas provinciales: era un movimiento inverso al de toda la historia de Francia. La Revolución someterá al país de un modo más uniforme y riguroso que nunca al impulso del Poder.

Lo que hace la Revolución es restaurar la monarquía absoluta. Felipe el Hermoso había comprendido las aspiraciones de la plebe: por ello había sido el primero en convocar al pueblo llano a los Estados Generales. Al cabo de casi cinco siglos, los acontecimientos seguían dándole la razón; pero Luis XVI no era Felipe el Hermoso. Y la restauración se hará... sin el rey.

Cuando se examina en detalle la vida tumultuosa de las asambleas revolucionarias, al principio uno se pierde en las corrientes y contracorrientes de ideas, en las conjuras de las distintas facciones cuyo lenguaje enmascara a menudo las verdaderas intenciones. Pero es fácil percibir cómo la Asamblea Constituyente sacrifica sin más los intereses de aquellos mismos privilegiados que habían reclamado la convocatoria de los Estados Generales. En unas pocas sesiones se perpetra una auténtica masacre de los privilegios que el rey no se había atrevido a tocar. La supresión de los Estados provinciales, combatidos desde hacía siglos por la administración monárquica, se lleva ahora a cabo en un momento. Los inmensos bienes del clero pasan con la misma rapidez a manos del Poder, y los Parlamentos, a cuya oposición deben los Estados Generales su convocatoria, son objeto de una destitución más fulminante que la producida en tiempos de Maupéou.

Es la gran liquidación de los contrapoderes. Mirabeau comprendió perfectamente que era también la gran oportunidad del rey,[338] a quien escribió: «La idea de no formar más que una clase de ciudadanos habría agradado a Richelieu, ya que esta apariencia de igualdad facilita el ejercicio del poder.»[339] Mirabeau se ve en el puesto y en el papel del cardenal, recogiendo los frutos de esta maravillosa limpieza. Pero ni Luis XVI ni la Asamblea ni la Historia lo quisieron.

A nada conduce pretender averiguar cuáles fueron las verdaderas intenciones de los Constituyentes. Defendían ciertamente la división del Poder en ejecutivo, reservado al rey, y legislativo, asumido por los representantes del pueblo. También es cierto que remitían la administración local a elecciones locales, realizando de este modo otra forma de división del Poder. Pero estos desmembramientos de la autoridad, al margen de la importancia que les dieran sus autores, carecen de valor histórico. Porque la Asamblea, a pesar incluso de ella misma, como lo demuestra su arrepentimiento final, lo que pretendía era transferir el Poder.

Sustrae el poder legislativo al rey, y se compromete a no ir más adelante. Lally-Tollendal[340] e incluso Mirabeau[341] advierten del peligro que entrañaría para la Asamblea reclamar los poderes reservados al rey. «¡Sí, declaro, exclama Mirabeau, que no habría nada más terrible que una aristocracia soberana de seiscientas personas!» Pero hacia ello se va de manera ineluctable. Y es un espectáculo digno de filósofos el que ofrecen los miembros de la Asamblea Constituyente y luego de la Legislativa debatiéndose contra su destino, con el que sueñan y al que al mismo tiempo temen.

Para constituirse en Asamblea Nacional, los revolucionarios de la primera hora invocan la voluntad general, y se presentan como sus mandatarios. Es curioso ver cómo este principio les seduce cuando se trata de fundar un nuevo Poder, al tiempo que se olvidan de él cuando puede crear trabas a ese mismo Poder. Puesto que la autoridad sólo emana del voto nacional, para que el rey siga poseyendo una parte de la misma, es necesario que también él sea, junto con la asamblea, «representante de la nación». Pero entonces surge la paradoja de tener, por una parte, representantes elegidos y, por otra, un representante hereditario. Y muy pronto el rey no será sino el primer funcionario; pero si es funcionario, ¿por qué ha de ser inamovible? Con ayuda de las circunstancias, será eliminado, y el poder ejecutivo se fundirá con el legislativo en manos de la Convención.

Por lo que se refiere al equilibrio de poderes, hemos podido ser victimas de su prestigio, exclama Robespierre, pero ahora ¿qué nos importan las combinaciones que contrarrestan la autoridad de los tiranos? Lo que hay que extirpar es la tiranía: no es en las querellas entre sus amos donde los pueblos deben buscar la posibilidad de respirar unos instantes; es en su propia fuerza donde debe situarse la garantía de sus derechos.[342]

En otras palabras, somos partidarios de limitar el Poder cuando son otros los que lo tienen; pero si somos nosotros quienes lo poseemos, nunca será demasiado grande.

La Asamblea se hace soberana. Pero si su derecho se basa en que expresa la voluntad general, ¿deberá permanecer siempre sometida a quienes la eligieron? En modo alguno. Ya desde muy al principio,[343] los constituyentes se liberaron de los mandatos imperativos de los que muchos de ellos estaban investidos.

La substitución de la soberanía popular por la soberanía parlamentaria no se debió tanto a los razonamientos de Sieyés como a la voluntad de poder de quienes le escuchaban. El pueblo debe ser soberano absoluto en el momento de nombrar a sus representantes, pues sólo así pueden éstos recibir de él unos derechos ilimitados. Pero una vez que el pueblo ha transferido estos derechos, cesa su papel, ya no es nadie, es súbdito, y sólo la Asamblea es soberana. Sólo en la Asamblea se forma la «voluntad general»,[344] y la consulta popular no es más que una especie de cocción lenta que reduce toda la nación a un microcosmos de seiscientas personas que, por medio de la más osada de las ficciones, se considera que son la misma nación reunida.[345]

Esta exaltada soberanía, que se atreve a enviar al rey al patíbulo y que rechaza desdeñosamente la apelación de los girondinos a las asambleas electorales, se rebaja, se humilla, ¿ante quién? Ante las bandas de energúmenos acogidas a la barra de la Convención y cuyas insensatas propuestas se aceptan como expresión de la voluntad popular.

Grandes juristas han gastado su admirable ingenio tratando de reducir todas estas contradicciones a teorías constitucionales. No concibo cómo su imaginación puede desoír los gritos de la calle, el chirriar de las carretas, y cómo pueden fiarse de textos pergeñados bajo la presión del odio o del terror o remendados en momentos de compromiso y de laxitud.

La lógica de una época revolucionaria no está en las ideas sino íntegramente en los hechos.

Y el hecho es el surgimiento de un nuevo poder, el de los pretendidos representantes, que, en la medida en que no se han sacrificados unos a otros, se perpetúan desde la Convención, a través del Directorio y del Consulado, hasta el personal del Imperio.

La verdadera encarnación del nuevo Poder es Sieyés. Nadie desempeñó un papel más importante en el desencadenamiento de la Revolución. Miembro de la Asamblea Constituyente, de la Convención, del Comité de Salud Pública, del Directorio y del Consulado, fue él sin duda quien inspiro a Bonaparte estas palabras que él habría pronunciado por su cuenta si hubiera tenido los medios físicos necesarios: «La Revolución ha concluido; sus principios se han materializado en mi persona. El gobierno actual es el representante del pueblo soberano. No puede haber oposición contra el soberano.»

El prefecto napoleónico, hijo de la Revolución

El inmenso poder napoleónico es el fin hacia el cual se encamina toda esta conmoción desde el momento en que la ambición de Orleáns o la vanidad de La Fayette la pusieron en movimiento. «Podría decirse que crear a Napoleón I es el propósito continuo, perseguido diaria y minuciosamente por la inmensa mayoría de los revolucionarios.»[346] Todo concurrió a este fin. Y así vemos cómo la dictadura de los prefectos, que permanecerá como característica de la sociedad francesa, se fue fraguando paso a paso.

La población quería desembarazarse de los intendentes reales y administrarse por sí misma en el plano local. La Asamblea Constituyente parecía darle satisfacción al confiar todas las atribuciones a representantes locales elegidos. Pero al mismo tiempo destruyen precisamente esas unidades históricas que tenían la capacidad y la voluntad de gobernarse. Sieyes quería que todo el territorio quedara trazado geométricamente: ochenta rectángulos iguales, divididos a su vez en nueve communes iguales, dando origen, en virtud de la misma geometría infantil, a nueve cantones.[347] Una vez realizada esta operación, se podía perfectamente dar la autonomía a estas creaciones artificiales, sin que el hecho de que tuvieran vida propia representara el menor peligro. Para Benjamin Constant,

el espíritu sistemático se extasió primeramente ante la simetría. El amor al Poder no tardó en descubrir la enorme ventaja que esta simetría podía proporcionarle. Poco faltó para que designaran con cifras las ciudades y las provincias, como designaron las legiones y los cuerpos del ejército: tal era su temor de que se atribuyera una idea moral a lo que estaban creando.[348]

Pero los miserables directorios departamentales no tardaron en ser acusados de retrasar o impedir el impulso que emanaba del poder central. Billaud-Varennes los condena en estos términos:

Habrá que lamentar este funesto resultado mientras la complicación orgánica del gobierno debilite el nervio director, el cual, para mantenerse tenso, debe, sin interrupción y con un solo apoyo intermedio, ir del centro hasta la periferia.[349]

Ese «apoyo intermedio» no es otro que el prefecto napoleónico. Como dice igualmente Benjamin Constant:

El despotismo que ha reemplazado a la demagogia, y que se ha constituido en heredero del fruto de todos sus trabajos, persistió con gran habilidad en el camino trazado. Ambos extremos se hallaron de acuerdo sobre este punto, pues en el fondo en ambos extremos había una voluntad de tiranía. Los intereses y recuerdos que surgen de las costumbres locales contienen un germen de resistencia que la autoridad no tolera y que se apresura a erradicar. La autoridad se halla más a gusto con los individuos; hace rodar sobre ellos, sin esfuerzo, su peso enorme, como si rodase sobre arena.

La revolución y los derechos individuales

La suerte de los derechos individuales durante la conmoción que se inició en 1789 ofrece una prueba sorprendente de que, al margen de las palabras, la Revolución sirvió al Poder, no a la libertad.

Jamás se ha proclamado de forma más brillante —y sin duda más sincera— la intención de reconocer en el hombre en cuanto tal unos derechos sagrados. Tal es la gran idea de los Constituyentes, su título de gloria. Y, como ellos, los miembros de la Asamblea Legislativa y los de la Convención, los termidorianos, todos, hasta el mismo Bonaparte, pretendieron consagrar y garantizar estos derechos. Sin embargo, obedeciendo menos a las ideas que proclamaba que al desconocido principio que la impulsaba, la Revolución aplastó los derechos que pretendía exaltar, despojó efectivamente al ciudadano de toda sólida garantía contra el Poder, al que legó una autoridad sin límites.

Veamos los hechos.

La salvaguardia de los derechos individuales corresponde a la institución judicial. Fue tal la ingratitud de la Asamblea Constituyente para con los antiguos Parlamentos, cuya política obstructiva respecto al Poder había hecho necesaria la convocatoria de los Estados Generales, que los liquidó sin contemplaciones. Reconstruyó la justicia sobre bases nuevas, de tal forma que fuera «todopoderosa para amparar todos derechos y a todos los individuos». Sería totalmente independiente del Poder. Ningún ciudadano podrá ser perseguido penalmente si previamente un jurado no declara que la acusación procede. Así, para que un hombre sea entregado a la justicia represiva, será preciso que lo hayan acordado unos ciudadanos elegidos al azar y dirigidos únicamente por un juez sin voz ni voto. ¿Ante quién tendrá que comparecer? Ante el tribunal del departamento, donde se encuentra con otro jurado que deberá pronunciar la sentencia. El papel de los jueces, por mucho que se quisiera reducirlo, siguió siendo considerable. Pues bien, esos jueces serán elegidos por el pueblo. Y de este modo el ciudadano será juzgado únicamente por el pueblo, sin que el Poder tenga posibilidad alguna de castigar al ciudadano que sus semejantes han declarado inocente.

¿Pueden imaginarse garantías más completas?

Pero el Poder que nace de la Revolución es joven y ardiente; aspira a modelar la sociedad a su manera, impaciente ante toda resistencia que no dudará en calificar de crimen. Muy pronto las garantías que él mismo ha concedido le parecerán un estorbo. Pretende que los jueces se inspiren, no en leyes dignas de este nombre previamente formuladas por la Asamblea Constituyente y basadas en principios generales, sino en medidas circunstanciales dirigidas contra tales o cuales categorías de ciudadanos bautizadas con el nombre de leyes. Les reprocha su excesiva blandura. Cuando, después del 10 de agosto de 1792, Danton se convirtió en ministro de Justicia, hizo temblar a los jueces afirmando que había llegado a este puesto por la brecha de las Tullerías, que el cañón se habia convertido en la razón última del pueblo, que se habría evitado el derramamiento de sangre si los funcionarios hubieran cumplido con su deber, en vez de perseguir a las sociedades populares y a los escritores animosos, mientras protegían a los sacerdotes no juramentados. Basándose en la moción de una sociedad popular, Philippeaux pide la renovación de los tribunales que dos años antes habían sido elegidos para seis. «Puedo demostrar, dice, que en la mayoría de los tribunales basta ser patriota para perder el proceso.» Y a partir de entonces habrá elecciones tras elecciones. Pero jamás el pueblo elegirá plenamente a gusto del Poder, el cual procederá a purgar a posteriori a los elegidos. Y así el Directorio, por ejemplo, anulará las elecciones de jueces en cuarenta y nueve departamentos.

Pero este proceso de depuración no fue suficiente para el Terror: tuvo que acudir a los tribunales extraordinarios, cuyo modelo fue el Tribunal revolucionario de París, que, sin tener que contar con la colaboración de un jurado, muy pronto dejó de oír a defensores y testigos, y que condenaba sin que hubieran abandonado el banquillo unos acusados cuyos nombres y pretendidos crímenes apenas si habían sido enunciados.

Cuando desapareció esta monstruosa invención, se volvió a los jueces ordinarios, pero el Poder no se decidió a concederles la independencia. Cansado de anular elecciones populares, en el año VIII se reserva el nombramiento de los jueces y su promoción.[350] Luego conservó religiosamente este medio de presión, que bajo el antiguo régimen no poseía, ya que entonces los cargos se compraban o se heredaban.

Los Parlamentos de otros tiempos formaban en la monarquía como una federación de pequeñas repúblicas, celosas de su libertad y que afectaban unos aires romanos. Cualesquiera que fueran los defectos de la justicia en el antiguo régimen,

jamás se veía en ella, dice Tocqueville, ese servilismo ante el poder que no es sino una forma de venalidad y la peor. Este vicio capital, que no sólo corrompe al juez, sino que pronto infecta a todo el cuerpo del pueblo, le era enteramente ajeno.[351] Independiente, majestuosa, no se dejaba intimidar ni siquiera por el rey y ejercía una profunda influencia sobre el carácter del pueblo.

Las costumbres judiciarias se habían convertido en muchos puntos en auténticas costumbres nacionales. Se había tomado generalmente de los tribunales la idea de que todo asunto debe someterse a debate y toda decisión a apelación; el recurso a la publicidad, el gusto por las formas, todo ello incompatible con la servidumbre.[352]

Esta independencia no se volvió a ver. «La subordinación de la magistratura al gobierno fue una de las conquistas de la Revolución. Al mismo tiempo que proclamaba los derechos del hombre, laminaba a su depositario y paralizaba a su defensor.»[353]

La justicia, desarmada ante el Poder

La justicia no perdió sólo su independencia sino también su función acaso más importante. Antes de la Revolución, los Parlamentos no dudaban en citar ante ellos a los agentes del Poder ni en proceder contra ellos en defensa de los derechos de los particulares. Es extraño que quienes pretenden defender la intangibilidad de los derechos individuales reprochen a los Parlamentos el haberlos protegido incluso contra los actos del príncipe. Quien así habla no son los miembros de la Convención, sino los Constituyentes, que aplauden unánimemente a su colega Thouret[354] cuando hace al poder judicial este reproche, en el que más bien deberían ver un elogio: «Como rival del poder administrativo, interfería en sus acciones, frenaba su funcionamiento e inquietaba a sus agentes.» El 8 de enero de 1790, la Asamblea proclamó una instrucción en virtud de la cual todo acto de los tribunales y cortes de justicia tendente a anular o a suspender la actuación de la administración será anticonstitucional, quedará sin efecto y no podrá paralizar a los cuerpos administrativos. El 24 de agosto siguiente, una ley declara: «Los jueces no podrán, so pena de prevaricación, perturbar en modo alguno las actuaciones de los cuerpos administrativos ni citar ante ellos a los administradores por razón de sus funciones.»

Cuando los Comités de Vigilancia hayan cubierto todo el territorio con la red de sus delaciones y los Representantes en gira hayan violado todos los principios de la justicia y de la humanidad, la Convención tronará, no contra ellos, sino contra las débiles y tímidas defensas que los jueces —elegidos por el pueblo, recordémoslo— oponen a la brutal arbitrariedad.

La Convención Nacional... decreta la anulación de todos los procedimientos y juicios incoados por los tribunales de justicia contra los miembros de los cuerpos administrativos y los comités de vigilancia sobre reclamaciones de objetos incautados, de tasas revolucionarias y cualesquiera otros actos de administración emanados de dichas autoridades para la ejecución de las leyes y decretos de los Representantes en misión o sobre petición de los efectos ingresados en el Tesoro público. Se prohíbe a los tribunales entender en los actos de administración, de la especie que fuere, bajo las penas de derecho...[355]

He citado estos textos por extenso porque demuestran que la Revolución despojó a la justicia de la función que antes ejercía de defender al individuo contra las extralimitaciones del Poder, porque muestran que el acantonamiento de la justicia y el desarme del individuo no fueron obra del Terror, sino de la Asamblea Constituyente, y, finalmente, porque esta situación fue legada por la Revolución a la sociedad moderna, ya que estos principios han permanecido vigentes.[356]

Así como la Revolución desbarató a los cuerpos cuyo poder era capaz de limitar al Estado, así también privó al ciudadano de todo medio constitucional de hacer valer su derecho contra el derecho estatal. Efectivamente, trabajó por el absolutismo del Poder.

El Estado y la Revolución rusa

La Revolución rusa ofrece el mismo contraste, más pronunciado entre sus promesas de libertad y sus realizaciones autoritarias.

No es tal o cual poder, sino el Poder en sí, lo que la escuela de Marx y Engels denunció y condenó con un vigor semejante al de los anarquistas. En un panfleto justamente célebre, Lenin afirma que la revolución «debe concentrar todas sus energías contra el poder del Estado; no se trata de mejorar la máquina gubernamental, sino de destruirla, de aniquilarla».[357]

En efecto, el Estado es radicalmente malo. Engels se burla de la deificación que del mismo hace Hegel:

...según la filosofía, el Estado es la realización de la idea; es, en lenguaje filosófico, el reino de Dios en la tierra, el terreno en que la verdad eterna y la justicia se realizan o deben realizarse. De ahí el respeto supersticioso que se profesa al Estado y a todo lo que con él se relaciona, respeto que se instala con tanta mayor facilidad en los espíritus cuanto más acostumbrados estamos desde la cuna a imaginar que los asuntos y los intereses generales de la sociedad entera no pueden ordenarse de un modo distinto a como lo han sido hasta ahora, es decir, por el Estado y sus cuerpos debidamente instalados en sus funciones. Y se cree que se ha logrado un audaz progreso cuando se consigue liberarse de la creencia en la monarquía hereditaria para apostar por la república democrática. Pero en realidad el Estado no es sino una máquina de opresión de una clase por otra, y ello tanto en una república democrática como en una monarquía.[358]

Puesto que «el Estado es la organización especial de una fuerza, de la fuerza destinada a subyugar a una cierta clase»,[359] su razón de ser desaparecerá al dejar de existir la opresión. «El marxismo ha enseñado siempre que la supresión del Estado debe coincidir con la supresión de las clases.»[360]

Así lo expresó Engels en un texto considerado fundamental por todos los marxistas:

El proletariado se apodera del poder del Estado y transforma ante todo los medios de producción en propiedad del Estado. De este modo se destruye a sí mismo en tanto que proletariado, elimina todos los antagonismos de clase y al mismo tiempo también al Estado en cuanto Estado. La vieja sociedad, que se movía por los antagonismos de clase, tenía necesidad del Estado, es decir de una organización de la clase explotadora de cada época, con objeto de mantener las condiciones exteriores de producción, y especialmente para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión exigidas por el modo de producción existente (esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado). El Estado era el representante oficial de la sociedad en su conjunto, su síntesis en un cuerpo visible; pero no era tal sino en la medida en que era el Estado de la clase que, a su vez, representaba en su tiempo a la sociedad entera: Estado de los ciudadanos propietarios de esclavos de la Antigüedad, Estado de la nobleza feudal en la Edad Media, Estado de la burguesía en nuestros días. Pero al convertirse en el representante efectivo de la sociedad entera, resulta ya superfluo desde el momento en que se suprimen, al mismo tiempo que la soberanía de la antigua anarquía de la producción, los conflictos y excesos que de ello resultaban, por lo que, al no haber ya nada que reprimir, deja de ser necesario un poder especial de represión, un Estado.[361]

He aquí un texto que, por el vigor de pensamiento y la claridad de expresión, merece bien su celebridad. No deja duda alguna sobre la doctrina. Como tampoco la deja esta carta de Marx a Kugelmann, escrita al principio de la Comuna:[362] «Afirmo que la revolución en Francia debe intentar, ante todo, no trasladar la máquina burocrática y militar a otras manos, que es lo que siempre se ha hecho hasta ahora, sino destruirla.» En este pasaje parece que Marx quiere romper el aparato de represión mientras la revolución está en marcha, mientras Lenin, por el contrario, estimará que habrá que servirse de ella para «reprimir la resistencia de los explotadores y arrastrar a la masa enorme de la población —campesinos, pequeños burgueses, semi-proletarios— a la edificación de la economía socialista».[363]

En todo caso, antes o después, el Poder tendrá que desaparecer. Y planteada la cuestión de con qué reemplazar la máquina del Estado una vez destruida, Lenin responde:

En lugar de las instituciones especiales de una minoría privilegiada (funcionarios civiles, jefes de un ejército permanente), la propia mayoría puede desempeñar directamente las funciones del poder del Estado, y cuantas más funciones asuma el pueblo, menos se hará sentir la necesidad de este Poder. A este respecto, es particularmente interesante una de las medidas adoptadas por la Comuna y que Marx subraya: la supresión de todos los gastos de representación; supresión de los privilegios pecuniarios de los funcionarios; reducción de todos los sueldos administrativos al nivel del salario obrero. Aquí es donde mejor se percibe el tránsito de la democracia burguesa a la democracia proletaria, el paso de la democracia de los opresores a la democracia de los oprimidos...[364]

Júzguese ahora, a la luz de estos principios, el formidable aparato de coacción que la Revolución edificó en Rusia. Bien pueden los partidarios de la doctrina denunciar la traición a los objetivos revolucionarios. Los enemigos de la doctrina y del régimen pueden también subrayar sus discrepancias. Finalmente, los campeones del régimen son libres de justificarlas por las necesidades de la transición y de la construcción del socialismo.

No vamos a entrar aquí en polémicas. Nos limitamos a reconocer en un inmenso acontecimiento contemporáneo una ilustración de lo que creemos ser la ley de las revoluciones: que éstas tienden siempre a fortalecer el Poder mediante la renovación de su personal y de su espíritu. Es lo que, por lo demás, ya observó Marx refiriéndose a las revoluciones anteriores y que la suya debería acreditar.

Una nación puede encontrar en una revolución un nuevo vigor, como la débil Francia de Luis XVI encontró en la suya la fuerza para conquistar sus fronteras naturales; como Rusia, vencida en 1917, encuentra en su revolución la fuerza para vencer en 1942; pero jamás debe esperar de ella la libertad. En definitiva, las revoluciones no se hacen para beneficiar a los hombres sino para robustecer el Poder.

Capítulo XIII

«Imperium» y democracia

Hemos visto cómo a lo largo de la historia se ha ido creando una concentración de poderes en beneficio de un personaje, el Estado, que dispone de medios cada vez más amplios, que reivindica sobre la comunidad derechos cada vez más extensos y que tolera cada vez menos otros poderes fuera de él. El Estado es mando, quiere ser el principio organizador de la sociedad y monopolizar esta función de la manera más completa. Y también hemos visto cómo otros poderes sociales tratan de defenderse contra él, oponen sus derechos a los suyos, sus libertades a menudo anárquicas u opresoras a su autoridad. Entre estos poderes y el Estado se ha desarrollado una lucha incesante; lucha de un pretendido interés general contra los intereses que se confiesan particulares.

El Poder ha tenido sus altibajos. Pero, considerada la escena en su conjunto, se percibe su continuo avance, que se refleja en el enorme aumento de sus instrumentos, en sus ingresos, las fuerzas armadas, las fuerzas de policía, la capacidad de legislar.

Vimos luego a este Poder derrocado. Pero la Revolución no fue seguida de un desmembramiento del Poder. Por el contrario, los poderes sociales que representaban para él un obstáculo desaparecieron en el cataclismo. El poder religioso, que le imponía unas normas de conducta, sufrió un inmenso debilitamiento. El conjunto de derechos y de medios que lo constituían no se disolvió, sino que simplemente pasó a otras manos.

Lo que suele llamarse advenimiento de la democracia no es en realidad otra cosa que el traspaso del Poder constituido a nuevos titulares o, si se prefiere, la conquista de la Ciudad del Mando por nuevos ocupantes. Puesto que este traspaso o esta conquista han ido acompañados de una destrucción o retroceso de las fuerzas que se oponían al imperium, el Poder se encontró más solo en la sociedad y por ello mismo más poderoso.

Como por lo demás este Poder se presenta como expresión de la sociedad, despierta menos desconfianza que el Poder antiguo. Veremos las consecuencias.

No sería justo, sin embargo, tratar esta transformación política como si sólo hubiera sido la substitución de un soberano por otro. Si se hubiera limitado a esto, no se comprendería que a la idea de democracia, que en rigor no significa sino soberanía perteneciente al pueblo y ejercida en nombre del pueblo, se hayan incorporado las ideas, en buena lógica ajenas, de libertad y legalidad. Su presencia aquí es un testimonio. Como la presencia de conchas en la cima de una montaña atestigua que allí estuvo el mar en otro tiempo, así también las asociaciones emotivas de libertad y legalidad con la democracia evocan que se quiso algo más que un simple cambio de soberano. Lo que se pretendió fue civilizar al minotauro, convertir al dominador impulsado por sus apetitos en un simple mecanismo purgado de todo elemento subjetivo y ejecutor impasible de leyes justas y necesarias, incapaz de atentar contra la libertad individual; un servidor, en fin, de las grandes y bellas ideas de legalidad y de libertad.

Si hubiera triunfado este intento, las fuerzas sociales o religiosas que contenían al Estado serían ya inútiles. La soledad del Poder en la sociedad no representaría ya un peligro para el hombre; incluso se habría convertido en algo deseable. Pero ¿podía triunfar este intento? ¿Puede cambiarse la naturaleza del Poder?

La posición que ocupa, la atracción que inspira, las oportunidades que ofrece, las esperanzas que despierta, todo contribuye a marcarle con ciertos caracteres permanentes. El destino del sistema de las ideas de libertad, legalidad y democracia lo demuestra sobradamente.

Destino de las ideas

¿Preside el pensamiento la transformación sucesiva de la comunidad humana? Así lo afirma Hegel, para quien los cambios en la forma de la ciudad no son sino la sombra que proyecta la majestuosa marcha de las ideas, las cuales se engendran mutuamente en un espléndido aislamiento. Para Marx, estas reinas se convierten en sirvientas, simples expresiones formales de las necesidades y sentimientos creados por las situaciones: la eficacia que se les atribuye no les pertenece, sino que deriva de las presiones sociales a que obedecen.

Marx se equivoca al negar la virtud creadora del espíritu; pero Hegel desconoce el mecanismo político.

Es cierto que las ideas nacen reinas, pero sólo se acreditan cuando se ponen al servicio de los intereses y de los instintos. Cuando se sigue una de ellas desde su gestación hasta su triunfo, se percibe que no se ha convertido en fuerza sino al precio de un sorprendente proceso de degradación. Nunca una construcción intelectual que establece una red de relaciones lógicas entre términos definidos penetró tal cual en la conciencia social; siempre tuvo que sufrir una presión destructora de su estructura interna, dejando subsistir tan sólo una confusa asociación de conceptos acreditados por el más mágico de todos ellos. De modo que la razón no ha encontrado una guía sino la pasión una bandera.

La historia de la doctrina democrática ofrece el sugestivo ejemplo de un sistema intelectual que el viento social invirtió. Concebido para fundamentar la libertad, prepara el camino a la tiranía. Nacido con vocación de dique respecto del Poder, le proporciona los más amplios aluviones con que jamás haya podido contar para inundar el campo social.

El principio de libertad y el principio de legalidad

Para comprender esta prodigiosa metamorfosis, debemos ante todo recomponer el ordenamiento interno de las ideas en cuestión, que hoy no ofrecen sino ruina y confusión.

Los iniciadores de la doctrina pusieron la libertad del hombre como base filosófica de su construcción y se propusieron reencontrarla como resultado político de su esfuerzo. Dice mucho a favor de estos espíritus el haber querido salvar del lento derrumbamiento de la catedral cristiana, que por lo demás ellos contribuyeron a provocar, la concepción de la dignidad humana.

Para ellos, el hombre, todo hombre, tiene sus propios fines hacia los que le dirige un impulso interior. Dos causas externas pueden impedirle realizarlos: el peso aplastante de las necesidades naturales y la agresión de sus semejantes, sea cual fuere la forma que adopten. La asociación permite aligerar el peso de la necesidad. Constituye una garantía del hombre contra la voluntad de su prójimo. Pero es un engaño cuando le somete «a la voluntad incierta, imprevisible, arbitraria de otro hombre»,[365] su soberano.

Nuestros autores admiten en principio que el hombre, al asociarse, acepta por ello mismo someterse a ciertas normas de conducta necesarias para mantener la asociación. Pero no tiene que obedecer más que a ellas; no tiene más amo y soberano que la ley. «Un pueblo libre —dice Rousseau— obedece a las leyes, pero no obedece más que a las leyes; por la fuerza de las leyes no obedece a los hombres.»[366]

¿cómo no detenernos aquí para celebrar la nobleza de esta concepción, envilecida menos por las burlas de sus críticos que por la explotación de sus campeones improvisados?

La libertad es el principio y el fin de la sociedad; no hay otra soberanía aceptable que la necesaria y suficiente de la ley. Tales son los postulados. Éstos justifican sin más la reducción, la subordinación del Poder. No hay otra razón de ser ni otro derecho que ejecutar la ley. Sólo ella ordena, y su autoridad, que protege al hombre contra el hombre, mantiene al Poder en los límites de sus atribuciones. «La ley debe proteger la libertad pública e individual contra la opresión de quienes gobiernan.»[367] La intención que informa a estas afirmaciones es clara: se trata de restringir el Poder.

Veamos ahora con qué conceptos prosigue la construcción. Puesto que la ley está por encima de todo, la cuestión capital consiste en decidir de dónde procede la ley, quién es el que enuncia la norma. La Edad Media no conoció esta dificultad; para ella, la ley era algo fijo, algo dado. Desde el momento en que se rechaza la ley divina como superstición y la costumbre como rutina, aparece la necesidad de hacer la ley.

Es necesario un poder legislativo que, en cuanto autor de la norma suprema, será necesariamente un poder supremo.[368] Ahora bien, serán hombres los que prescriban la conducta de los hombres. ¿Acaso no se habrá encadenado al Poder, reducido a la condición de «ejecutivo», para erigir un Poder nuevo más arrogante? El peligro era manifiesto. Todos los autores lo percibieron, y según su temperamento y nacionalidad, le hicieron frente de manera pragmática o filosófica.

La soberanía de la ley lleva a la soberanía parlamentaria

El remedio encontrado por los pensadores ingleses es, según la expresión de Montesquieu, de inspiración gótica.

Existía la experiencia secular de asambleas que, convocadas por el monarca, se habían mostrado siempre dispuestas a limitar sus derechos y a negarle las facultades que pedía. En momentos de crisis se habían incluso atrevido a marcarle unas directrices que limitaban rigurosamente sus poderes. Esta decidida disposición a una actitud negativa se consideró erróneamente como inherente a la naturaleza de esas asambleas y a su posición.

Pero ¿qué eran estas asambleas? Al principio, meras reuniones de privilegiados. En ellas se sentaban o estaban representados ante todo los individuos (grandes señores) que se habían mostrado lo bastante fuertes para afirmar su autonomía; después, ese gran cuerpo que era la Iglesia, la cual había mantenido la independencia moral y material necesaria para realizar su misión; finalmente, las pequeñas corporaciones comunales que, habiendo conseguido sus libertades por su propia iniciativa, habían obtenido del rey el reconocimiento de un poder de decisión propio.

La reunión del parlamento tenía pues como carácter original y esencial el ser la convocatoria de los grandes y pequeños poderes a los que el rey no podía dar órdenes y con los que tenía que negociar. El rey inglés sentado en su Parlamento y el rey francés en sus Estados Generales constituían el congreso de los poderes de la nación, donde el poder público se encontraba con los poderes particulares; donde el interés general, encarnado en el rey, trataba con los intereses fraccionarios que comparecían «en persona» o por sus representantes.

Era un diálogo de la unidad con la diversidad, en el que la nación se hallaba doblemente representada: como conjunto, en sus intereses globales, por el soberano, y como colección de sus variados intereses representados por los asistentes.[369]

El Poder tenía necesidad de una asamblea así, ya que no podía «disponer militarmente de las propiedades», sino que tenía que pedir a cada interés particular su propia contribución a la cosa pública. Frente al Poder suplicante, los representantes adoptaban una actitud más o menos negativa. No lo concedían todo, subordinaban su aceptación a ciertas condiciones, su consentimiento total no se conseguía fácilmente, a no ser en caso de manifiesta necesidad. Por lo demás, los mandatos imperativos los ligaba estrechamente a los intereses particulares que representaban.

Al elevar un impuesto sin haberlo obtenido como concesión de estas asambleas, un Luis XIII o un Carlos I consumaban una verdadera revolución: el «interés general» ya no tenía en cuenta los intereses particulares, sino que «disponía militarmente de las propiedades». Es natural que la opinión pública, ante esta revolución absolutista, deseara volver al régimen de las asambleas que garantizaban los intereses particulares. Era razonable el rechazo a que el soberano legislara sin ellas. Con ellas y con su concurso es como había comenzado su actividad legislativa; era un abuso que pretendiera ejercer por sí solo este peligroso poder; un poder que se mantendría dentro de unos justos límites si precisaba del acuerdo del soberano y de la asamblea, de la que se podía esperar que se inclinara más bien a la negativa, a conceder sólo lo indispensable.

Pero cuando la preferencia dada a la asamblea sobre el soberano hizo que quedara ella sola investida del poder legislativo, como único representante de la nación, pasó inadvertido el hecho de que con ello cambiaba su carácter, con lo que también tenía que cambiar su actitud. En lugar de ser yuxtaposición de intereses diversos, representados por mandatarios obligados imperativamente, se convertía en representación total de la totalidad nacional,[370] que es lo que debía ser en un sistema de pensamiento que le atribuía la función de hacer leyes en nombre de la nación.

Lo que la antigua constitución garantizaba era que una ley propuesta por el Poder en nombre del interés público no podía convertirse en ley a no ser que obtuviera la aprobación de los distintos intereses presentes en la nación. Sería ilógico que estos intereses diversos, en cuanto tales, propusieran la ley, ya que ésta tiende al interés general. La asamblea sólo podía convertirse en autor de la ley en virtud de la nueva idea, según la cual representaba a la nación como un todo y por el interés general, es decir lo que antes había representado el rey. Pero era un cambio en su esencia, marcado por la nueva libertad de los representantes respecto a sus representados, libertad sobre la cual los doctrinarios del nuevo sistema insistieron enfáticamente.[371] No se preocuparon de que, unificado, liberado, convertido en supremo como autor principal —y que tendía a convertirse en autor único[372] — de la ley, el Parlamento no podía mantener el mismo comportamiento que le había caracterizado cuando era diverso, vinculado y sin poder propio.

El Parlamento sucedía al rey en cuanto representante del conjunto: heredaba la misión y las exigencias monárquicas, sin tener en frente a los representantes de la diversidad, mandatarios de los intereses particulares que tuviera que tener en cuenta.

De las dos representaciones del interés nacional admitidas por la antigua constitución, la representación in toto y la representación singulariter —la primera dispuesta a exigir y la segunda a rechazar—, sólo una de ellas desapareció, y no precisamente la que se piensa. No desapareció el rey; el poder legislador representante del interés nacional fue su sucesor; pero lo que desapareció fue la representación de los intereses presentes en la nación.[373] Y no es ya un cuerpo que tiende a proteger los intereses privados, sino un cuerpo que tiende a extender el interés público y al que se le ha investido de un temible poder legislativo.

En su nueva forma, el Poder ha conseguido más que en su forma antigua. El soberano monárquico debía someterse a los principios superiores defendidos por la religión y amparados por la Iglesia, así como por normas consuetudinarias que gozaban del sentimiento público y la fuerza de los contrapoderes. Pero ni estos principios ni estas normas pueden oponerse ya al Poder legislador, al que se le reconoce el derecho y la función de proclamar los principios y las normas. Según la célebre ocurrencia, «el Parlamento inglés puede hacerlo todo salvo convertir a un hombre en mujer.»

Es cierto que los filósofos no concibieron nada semejante. Estaban profundamente convencidos de la existencia de un orden natural y necesario, y la función del legislador, en su opinión, consistía en desentrañar los rasgos de este orden e incitar sin cesar al gobierno a respetarlo. Sólo para condenarla consideró Locke la facultad absoluta y arbitraria de legiferar.[374] Blackstone pensaba, con todos los sabios de la Antigüedad y con todos los teólogos, que las leyes humanas derivan su autoridad únicamente de su conformidad o coherencia con la ley divina.[375]

Pero ninguna sanción concreta asegura esta conformidad o esta coherencia. Sólo se puede esperarla de legisladores suficientemente imbuidos en estos principios superiores, lo cual parecía depender, en último análisis, de las ideas religiosas y morales.

De modo que el principio de legalidad, destinado a garantizar absolutamente la libertad de cada uno, acabará justificando la entrega absoluta de esa libertad a la discreción de una aristocracia parlamentaria.[376] Esta aristocracia se convirtió entonces en el «príncipe», un príncipe mucho más poderoso de lo que jamás fuera un rey sin control legislativo. Y entonces podían ocurrir dos cosas. 0 bien este «príncipe » consigue liberarse de sus mandantes, como por ejemplo en la república de Ginebra en el siglo XVIII; se trata de un poder absoluto, pero al que se le puede forzar a respetar la libertad civil en cuanto reconoce ciertos principios superiores a los que tienen que ajustarse sus leyes, como lo reconocía el monarca en el verdadero sistema del derecho divino que regulaba su conducta.

0 bien, por el contrario, los miembros de la asamblea se convierten en instrumento de los partidos, en juguete de movimientos exteriores a la asamblea. Partidos o movimientos que son expresión de intereses fraccionarios y que resultan tanto más peligrosos para la sociedad en cuanto son también expresión de herejías filosóficas. Como cada uno de ellos quiere imponerse absolutamente, se establece una lucha cuya apuesta no es ya solamente el Poder, como en las querellas dinásticas, sino las leyes mismas, que dejarán de ser el reflejo de verdades superiores y variarán de acuerdo con las fluctuaciones del combate. En semejante régimen, la ley no gozará ya de certeza ni la libertad de garantía.

El pueblo, juez de la ley

Los grandes defensores de la legalidad en los siglos XVII y XVIII afirmaron resueltamente que el hombre sólo puede gozar de libertad y seguridad en una sociedad en la que los gobernantes estén sujetos a leyes ciertas. Pero no ignoraban que esta «supremacía de las leyes comporta grandes dificultades.[377]

La dificultad es menor si se entiende por leyes destinadas a regular la conducta aquellas que «el prejuicio de la antigüedad hace cada día más venerables».[378] Pues, como dice el escéptico Montaigne, «las leyes derivan su autoridad de la posesión y el uso».[379] Si se quiere que la norma infunda respeto a los gobernantes y que su violación escandalice, no hay que olvidar que «es sobre todo la gran antigüedad de las leyes la que las hace santas y venerables; que el pueblo no tarda en despreciar las que ve cambiar todos los días».[380]

La dificultad es máxima si, al mismo tiempo que se quiere «asegurar la supremacía de las leyes», se repudia aquellas que existen como si fueran fruto de la superstición y la fosilización de antiguos abusos; si se quiere que las leyes a las que el Poder y el pueblo deben estar sometidos sean leyes nuevas en el sentido de que estén siempre destinadas a cambiar con el progreso de la razón.

El pueblo que las vea nacer y morir comprenderá que son leyes contingentes y no las respetará cuando resulten incómodas, sino que cada uno deseará modificarlas según su fantasía o su interés. Lo cual exigirá en el gobierno una mayor fuerza coactiva, de tal suerte que no serán las leyes las que comuniquen su fuerza a los hombres, sino los hombres a las leyes.

Por lo demás y sobre todo, ¿quién deberá cambiarlas? No tienen por qué ser los que gobiernan; pues decir que el hombre es libre cuando obedece no a los hombres sino a las leyes carece de significado cuando los hombres que gobiernan pueden calificar de leyes a sus propios actos de voluntad. «Si los ministros de las leyes —dice Rousseau— se convierten en los únicos árbitros, y pueden hacerles hablar o callar a placer..., no veo servidumbre semejante a la vuestra.»[381]

Si, pues, es un cuerpo el que legisla, tiene que ser distinto del Poder. Donde no se cumple esta condición, «el mismo cuerpo de magistrados tiene como ejecutor de las leyes todo el poder que se ha dado como legislador y puede destruir al Estado con sus voluntades generales...»[382]

Pero si se crea un tal cuerpo legislador, subordinará a si e integrará al poder legislativo. Rousseau lo vio claramente, y por ello rechazó el que el supremo poder de hacer las leyes perteneciera a los representantes, en vez de al pueblo como tal, al pueblo no representado, al pueblo realmente presente.

¿Entendía entonces que era el pueblo reunido en asamblea el que debía tomar la iniciativa de introducir novedades? En modo alguno. Es evidente que el sistema de Rousseau se proponía restringir el número de leyes, las obligaciones impuestas a los sujetos y limitar los poderes conferidos a los magistrados.

No le pasó por la mente que el pueblo pudiera hacer leyes,[383] pero en cambio quiso dotarle de la posibilidad de rechazar las que juzgara injustificadas. Y, en efecto, el papel que en la práctica desempeña el referéndum, traducción libre del principio rusoniano, es puramente negativo y eliminador.[384]

Esa idea se comprende mejor a la luz de la técnica legislativa romana que el filósofo tenía siempre presente. En Roma, era siempre un miembro del Poder ejecutivo el que proponía al pueblo la nueva ley: daba a conocer el proyecto y fijaba a las tres semanas[385] un día para el veredicto popular. Legislar quería decir propiamente proponer la ley.[386] Antes de la fecha del escrutinio, los oradores arengaban al pueblo en el foro para inclinarle a favor o en contra de la ley propuesta. Sólo asistían a estos debates los que venían con este propósito y tenían la obligación, a menudo violada, de escuchar en silencio. El día del voto, por el contrario, debían estar presentes todos los ciudadanos. El magistrado hacía entonces la pregunta: «¿Estáis a favor de esta ley?» Y se procedía a votar siguiendo uno de los procedimientos constitucionales (por centurias o por tribus). La aceptación de la ley por el pueblo tenía el valor de un contrato suscrito entre él y la magistratura: la palabra lex no significa sino contrato.[387]

No todas las leyes propuestas por la magistratura, o si se quiere por el gobierno, eran aceptadas. Se trataba, pues, de un proceso negativo y eliminador.

Fijarnos sólo en esto significaría desconocer la creciente marea de leyes que el pueblo aprobó a finales de la República sin que emanaran del ejecutivo. Resoluciones populares,[388] adoptadas a iniciativa de los tribunos, personajes ajenos al gobierno, y que por un largo proceso de evolución fueron asimiladas a las leyes propiamente dichas. En estos casos, no se trata de que el ejecutivo solicite al pueblo que amplíe sus atribuciones o de que le proponga la aprobación de nuevos reglamentos, sino que más bien es el propio pueblo, animado por sus conductores, el que pone en movimiento al ejecutivo. La voluntad popular no desempeña ya un papel pasivo y como de filtro, sino un papel activo.

Si las opiniones que se atribuyen a Rousseau sobre la soberanía popular fueran realmente suyas, esta forma de legislación debería contar con todo su favor. Nuestro autor consagra todo un capítulo del Contrato social precisamente al tribunado[389] en el que expresamente dice: «El tribunado no es una parte constitutiva de la ciudad, y no debe tener parte alguna en el poder legislativo, así como tampoco en el ejecutivo.»

Habría deseado, dice en otra parte, que, para frenar los proyectos interesados y mal concebidos, así como las innovaciones peligrosas que acabaron perdiendo a los atenienses, no todos tuvieran la facultad de proponer leyes nuevas a su capricho; que este derecho perteneciera en exclusiva a los magistrados, y que incluso éstos hubieran usado de él con suma circunspección; que el pueblo, por su parte, fuera tan reluctante a dar su consentimiento, y que la promulgación de las leyes fuera acompañada de tanta solemnidad, que antes de que se llegara a quebrantar la constitución, se hubiera tenido tiempo para convencerse de que es sobre todo la gran antigüedad de las leyes lo que las hace santas y venerables; que el pueblo desprecia sin más aquellas leyes que ve cambiar todos los días; y que la costumbre de descuidar los usos antiguos introduce con frecuencia grandes males con el pretexto de corregir otros menores.[390]

La conclusión a que llega Rousseau es que el pueblo es «autor de las leyes» en el sentido de que sólo él les da validez, siendo libre de rechazarlas; pero no en el sentido de que toda presión popular, ya sea directa o indirectamente, o bien por mediación de sus representantes, tenga que traducirse en ley.

Al margen del fundamento teórico del derecho a legislar reservado al pueblo, la ventaja práctica descontada por Rousseau era la actitud negativa que adoptaría respecto a las innovaciones. Y la larga experiencia del referéndum en Suiza confirma en general su pronóstico.

En cambio, aquellos de sus contemporáneos que no tenían tanta desconfianza respecto a las novedades atribuían la función legislativa a los déspotas ilustrados por los filósofos. Tal fue el caso de Diderot, feliz de que Catalina introdujera de golpe el Código que él pensaba haber inspirado. Y, realmente, si se quiere que a las nuevas necesidades respondan en todo momento unas leyes siempre cambiantes, hay que reconocer que se trata de una tarea propia de los expertos. Pero en tal caso, también aquí, el individuo queda enteramente a merced de ellos.

Rousseau, que ciertamente no creía en el progreso,[391] jamás pretendió que el pueblo tuviera la facultad de elegir la legislación «progresista» de una sociedad igualmente «progresista». Lo que él esperaba de la legislación popular, en los Estados pequeños, que eran los únicos que le interesaban, era que dificultara la proliferación legislativa y la habilitación indefinida del Poder.

La preocupación común a todos cuantos aspiraban a garantizar la libertad mediante el principio de la legalidad se cifraba en que el Poder no pudiera apropiarse del arma legislativa, sino que también él estuviera sometido a la ley como regla inviolable.[392]

Que, por lo demás, la ley sea intrínsecamente tan buena como sea posible, es otra cuestión, y de las más importantes.

No nos ocuparemos aquí de este tema sino para recordar que la concurrencia de las condiciones jurídicas que hacen que la ley sea «legítima» no por ello la hace necesariamente buena desde el punto de vista de la justicia o de la utilidad. Se puede incluso argüir que la ley es siempre justa, si por justicia se entiende lo que establece la ley; pero ello no significa que la ley sea siempre beneficiosa.[393]

Todos los defensores del principio de legalidad que han propuesto someter la voluntad del Poder a una voluntad legisladora han sostenido que ésta a su vez debía estar sometida a una instancia superior; una condición concebida de distintas formas: para la mayoría de los autores se trata del derecho natural; para Rousseau, del interés de la patria.

Jamás pensó Rousseau que las leyes pudieran ser cualesquiera, fruto caprichoso de los intereses y opiniones predominantes. En cuanto orientadas al mayor bien del conjunto, las leyes están suficientemente definidas por su fin, de modo que en cierta manera preexisten a su descubrimiento por el legislador, es decir por quien las propone. Y la voluntad general es un instinto infalible que las reconoce.

Esta voluntad general es una idea bastante misteriosa sobre la cual ha habido muchos malentendidos. A pesar del cuidado que Rousseau puso en oponerla a la voluntad de todos,[394] se ha querido ver en ella simplemente una suma, media o componente de las voluntades particulares. En realidad es algo totalmente distinto: algo así como una voluntad completamente purgada de todo elemento subjetivo, objetivada, como dirá Hegel, y que por ello tiende necesariamente hacia lo mejor. Esta voluntad de lo mejor existe en cada uno de nosotros, si bien enmascarada por nuestras pasiones particulares, que son mucho más fuertes. La consulta general tiene por efecto, supone Rousseau, anular y extinguir las pasiones particulares, mientras que la pasión patriótica inspira a cada uno y a todos una misma voluntad general.

Si detesta tanto las facciones, es porque son coaliciones de intereses y de pasiones gracias a las cuales estos factores no son eliminados, como debería suceder, para que pueda manifestarse la auténtica voluntad general.

Así, pues, la presentación de la ley al pueblo es ocasión de un juicio pasado por el sentimiento del derecho —suponiendo que las condiciones sean propicias a su manifestación— sobre lo que está llamado a convertirse en derecho positivo.

Tal vez pueda comprenderse mejor esta concepción comparándola con el pensamiento, éste contemporáneo, de Léon Duguit. Este gran jurista sólo considera verdadera ley la que es conforme a la «regla de derecho». Y esta regla de derecho la imagina como inscrita en la conciencia social. Podría decirse, usando su lenguaje, que la propuesta de la ley al pueblo en el sistema rusoniano no tiene sólo por objeto impedir que el ciudadano quede sometido a obligaciones que no ha aceptado, sino también asegurar la confrontación de la ley con la conciencia social y de este modo con la regla de derecho.

La ley, a gusto del pueblo

Así es cómo Rousseau coronaba el edificio de su pensamiento sobre la libertad y la legalidad. El vuelco que se dio a su doctrina no puede menos de asombrar y constituye una sorprendente lección de historia social. Sólo se conservó la palabra mágica de soberanía popular, divorciada de los objetos a los que se aplicaba y de su condición fundamental de ejercicio, la asamblea del pueblo. En ella se ha pretendido justificar aquella proliferación legislativa que estaba destinada a impedir; se la ha utilizado para la habilitación indefinida del Poder que el filósofo quería a toda costa limitar.

Toda la escuela de Rousseau hizo del derecho individual el alfa y el omega de su sistema. Ese derecho debía tener su garantía, por un lado, en la subordinación del Poder concreto, humano, del ejecutivo, a una ley estrictamente diferenciada de él, y, por otro, en la sumisión de la propia ley a los principios intangibles del derecho natural.

No se mantuvo la idea de sumisión de la ley. Sí, en cambio, la de sumisión del Poder a la ley, si bien entendida ésta de tal modo que el poder que hace la ley se arroga también el poder de aplicarla; ambos poderes se han fundido, y así la ley omnipotente ha elevado al más alto grado a un Poder que goza de todos los derechos.

La escuela había concentrado sus esfuerzos en la idea de ley. Esfuerzo vano: todo lo que la conciencia social ha retenido es la asociación de las ideas de ley y de voluntad popular. No ya en el sentido, defendido por Rousseau, de que la ley no es tal sino por el consentimiento del pueblo, sino en el sentido de que es ley todo lo que el pueblo quiere, o todo lo que se representa como querido por el pueblo. Según él, la ley debería reservarse a los objetos generales;[395] todo enunciado de una pretendida voluntad popular usurpa esta majestad.

Mediante el simple cambio de destinatario, se restablece la sentencia que encabritaba a los filósofos: «Lo que place al príncipe tiene valor de ley.»[396]

La caída de esta clave de bóveda ha causado el derrumbamiento de todo el edificio. El principio de libertad se apoyaba en el principio de legalidad: decir que la libertad consiste en no obedecer sino a las leyes implica que éstas poseen tales caracteres de justicia y de permanencia que el ciudadano puede conocer con exactitud todo lo que de él se exige y se exigirá; delimitada así la zona de los imperativos sociales, el sujeto se siente autónomo en un ámbito propio bien definido. Pero si la ley se convierte en simple reflejo de los caprichos del pueblo, o de un cuerpo en el que se delega el poder legislativo, o de una fracción que domina a este cuerpo, obedecer a las leyes significa de hecho «soportar la voluntad incierta, imprevisible, arbitraria» de unos hombres que dan a esa voluntad la forma de ley. La libertad no se apoya entonces en la ley. Las ligaduras internas del sistema se aflojan, y lo que debería ser garantía se convierte en medio de opresión.

Se gobierna por leyes, y por leyes se transfiere el Poder a un cuerpo legislador. Una vez consumada esta identificación, se irá desprendiendo progresivamente del cuerpo legislador, constitutivamente incapaz de ejercer el mando, un nuevo Poder, que también se considerará expresión de la voluntad popular y pretenderá ser defensor de la libertad individual. Tan cierto es esto que la presión social destruye toda la arquitectura lógica de la doctrina, para dejar subsistir únicamente una simple asociación verbal: soberanía popular y libertad.

El apetito del «imperium»

Esta deformación, incomprensible para el hombre que piensa conforme a la lógica, le parece natural al observador de la mecánica social. Se ha dicho que es el lector quien marca el destino del libro: también es cierto que la clase que se adueña de una idea le da su sentido político.

Supongamos un país en el que el Poder concreto, el imperium, ha sido combatido con éxito por los poderes sociales; en el que ese poder se halla encerrado en un estrecho círculo de atribuciones definidas donde es vigilado por un cuerpo social que representa al pueblo patricio; en el que, finalmente, el sistema de derechos individuales se ha desarrollado de manera autónoma y los imperativos de la religión han conservado gran parte de su fuerza. En tal caso, lo lógico es que el pueblo patricio se sirva del principio de legalidad para poner coto a las veleidades del Poder y que la ley se inspire en el sistema de derechos forjado en la sociedad. El poder representativo ejercerá un estricto control y la legislación conservará un carácter restrictivo. Tales fueron, en efecto, las características de Inglaterra mientras duró el predominio aristocrático y no hubo más pueblo que el patricio.

Supongamos ahora un país en el que el Poder no tiene pasado, sino que se constituye ex nihilo; en el que se encuentra con la oposición de unos poderes locales más antiguos y que durante mucho tiempo disfrutaron de una mayor aceptación; en el que, por lo demás, existe una legislación fundamental que cuenta con la salvaguardia de un poder judicial anclado en un sistema tradicional de derechos individuales. El resultado ineludible será la existencia de un imperium improvisado que durante mucho tiempo permanecerá débil, frenado por un poder legislativo al que él mismo limita a su vez, y ambos experimentarán la contención procedente tanto de las normas de la legislación fundamental como de la eficaz suspicacia de los poderes particulares. Es el caso de los Estados Unidos.

Muy diferente es el caso de aquellos países en los que el Minotauro ha reunido ya en sus manos grandes poderes y reducido los contrapoderes sociales a una actitud defensiva cada vez más desesperada.

En estos casos el imperium constituye un tal botín, una apuesta de tal envergadura, que todos los deseos y todas las ambiciones tenderán a conquistarlo. Si existe un cuerpo cuya función consiste en regular por medio de las leyes el ejercicio del imperium, la superioridad de que está investido le parecerá insignificante mientras no pueda meter la mano en ese tesoro de honores y de poderes. Será tanto menos fiel a su misión de control y tanto más propenso a la conquista cuanto menos representativo sea de los intereses aristocráticos que necesitan defenderse y más representativo de intereses populares que quieren hacerse valer. Sucederá, pues, que el poder legislativo, que se supone representa el control popular sobre el imperium, tenderá cada vez más a apoderarse de éste. Y como no existe en el país un sistema de derechos individuales autónomo, la facultad de legislar se empleará sin que ninguna norma superior la dirija, a no ser los sentimientos de clase del cuerpo legislador, que no tardará en alzarse con la soberanía. Es el caso de Francia.

El destino político de Francia ha estado marcado por la concentración del poder realizada bajo la dinastía de los Borbones. Desde entonces el poder resplandece con tal brillo, que acapara todas las miradas. Quienes pueden esperar ser sus nuevos beneficiarios viven con esta ansiosa esperanza. Quienes no tienen esa expectativa esperan que una fuerza cuyas virtudes milagrosas exageran se vuelva a su favor.

Por esta razón el poder legislativo se ha valorado siempre en Francia únicamente por su proximidad a la Ciudad del Mando desde la que se podía lanzar el asalto final. Por esta razón también la soberanía popular ha sido siempre secretamente considerada por sus «representantes» como si implicara el ejercicio del imperium por ellos mismos. No busquemos aquí la lógica de las ideas, sino la lógica, mucho más poderosa en política, de las situaciones.

La Revolución desembocó en la posesión del Poder por los representantes del pueblo mediante la substitución de los ministros del rey por los comités de la Convención. Y a la posesión del Poder condujo igualmente la evolución culminada en 1875 con la dimisión de Mac-Mahon.

La soberanía parlamentaria

La evolución del siglo XIX, más o menos prolongada en el XX, ofrece tres grandes hechos en relación con el imperium. El primero es político y consiste en la conquista del imperium por el cuerpo parlamentario, que lo ejerce a través de un comité elegido en su seno, el gabinete. El segundo es social: el cuerpo parlamentario se hace, lenta pero necesariamente, cada vez más plebeyo. El último, finalmente, es moral y se cifra en la adhesión general al principio democrático, entendido en el sentido de que corresponde al pueblo, tomado en su conjunto, no pronunciarse sobre las leyes, cuya verdadera noción por lo demás se ha perdido, sino gobernar. Se supone invariablemente que este hecho moral es la causa de los otros dos; pero también puede suponerse con mayor verosimilitud la relación inversa.

El cuerpo parlamentario ha desempeñado durante esta época el mismo papel que durante el antiguo régimen desempeñó el servicio del rey: ha sido de manera creciente la vía de ascenso de los plebeyos. A medida que las ambiciones de éstos lo iban dominando —y el contraste entre la Asamblea constituyente y la Convención es aquí sorprendente—, se mostraba más impaciente por ejercer el mando concreto, el poder ejecutivo.

Era natural que se invocara la soberanía popular al servicio de esta ambición. Por una audaz ficción, el parlamento se hacía pasar por el pueblo mismo en asamblea, por lo que misión suya era hacer las leyes, que eran lógicamente las leyes del pueblo. Pero también le correspondía gobernar: el gobierno del pueblo.

En vano buscaríamos un pensador que haya preconizado la soberanía de una asamblea que tuviera al mismo tiempo el poder legislador y el poder ejecutivo y a la que pudiera oponerse un interés particular, por cuanto se da por supuesto que encarna el interés general; una asamblea a la que las leyes pudieran contener, ya que es ella el único autor de las mismas. Rousseau reserva a semejante régimen sus expresiones más duras:

No puedo menos de admirar la negligencia, la incuria y me atrevería a decir la estupidez de la nación inglesa que, después de haber armado a sus diputados con el supremo poder, no añade freno alguno para regular el uso que podrían hacer de él durante los largos siete años que dura su mandato.[397]

La soberanía parlamentaria no es, pues, la realización de una idea, sino que, por el contrario, ha sido la idea la que se ha adaptado a los fines del cuerpo parlamentario ávido de imperium. Se han exagerado mucho los aspectos nocivos concretos de la soberanía parlamentaria; pero la extrema nocividad del sistema intelectual en que tuvo que buscar su justificación se ha desconocido por completo.

De hecho, esta soberanía parlamentaria ha sido, al menos durante algún tiempo, el gobierno de una élite que poseía una elevada concepción del derecho.

La Declaración de 1789 había fijado en las mentes ciertos principios que desde entonces han venido obsesionando a la conciencia de una burguesía de formación jurídica. Su violación durante el Terror puso de relieve su valor, y aunque ningún obstáculo concreto impedía una legislación contraria a esos principios, éstos ofrecían un marco del que la acción legislativa no osaba apartarse.

Por lo demás, durante mucho tiempo el personal parlamentario fue muy bien seleccionado. Así lo afirma Montesquieu: «El pueblo es admirable para elegir a aquellos a los que debe confiar una parte de su autoridad.»[398] Aquí se suele terminar la cita, con lo que su significado queda arbitrariamente truncado. Lo cierto es que los habitantes de una circunscripción territorial muy pequeña, precisamente porque conocen a los candidatos, se hallan en condiciones de apreciar a quienes se han dado a conocer por la dignidad de su vida, la multitud de servicios prestados y sus destacados méritos. Y de este modo se consiguen buenas asambleas cuando no interviene ningún otro principio de elección. Las costumbres populares cambian muy lentamente. Cuando el pueblo fue llamado a elegir a quienes prácticamente serían su soberano, seguía creyendo que designaba, como en otro tiempo, a los que defenderían sus intereses locales contra el Poder. Elegía a los notables que sabía por experiencia serían capaces de desempeñar esta función. Y estas autoridades sociales, conforme a su genio aristocrático, eran reluctantes a aumentar la autoridad política.

La separación de los poderes, aunque era incapaz de cumplir duraderamente su función moderadora, creaba al menos una fricción que retrasaba la aparición del absolutismo parlamentario. Este llevaba en sí mismo un remedio, en verdad peligroso. Un cuerpo muy numeroso no es lo más indicado para desplegar una acción constante y vigorosa. Remedio peligroso, hemos dicho, pues si bien se ponía coto al despotismo, la soberanía parlamentaria, por la concentración de poderes que implicaba, preparaba el camino a un Poder sin límites, y debido a su natural incapacidad para servirse de él eficazmente, acabaría poniéndolo en manos de algún formidable ocupante.

De la soberanía de la ley a la soberanía del pueblo

Puesto que mi propósito era estudiar el crecimiento concreto del Minotauro, de sus derechos, poderes y recursos, mi referencia a la democracia habría podido limitarse a mostrar lo que efectivamente ha aportado a la transformación del Estado, por lo que habría podido omitir este capitulo. Pero la era del Poder democrático se caracteriza por un malentendido tan favorable al crecimiento del imperium, que convenía proyectar algo de luz sobre el asunto.

Convenía recordar que el ideal del que partió no consistía en reemplazar como principio soberano la voluntad arbitraria de un monarca por la voluntad arbitraria de un cuerpo o de una multitud. Como muy bien dice Royer-Collard: La voluntad de uno solo, la voluntad de varios, la voluntad de todos, no son más que formas distintas de una fuerza más o menos poderosa; a ninguna de esas voluntades, por el solo hecho de ser tales, se le debe ni obediencia ni el menor respeto.» 0 como repite Clemenceau: «... si esperásemos de esas mayorías de un día el ejercicio del poder que tuvieron nuestros antiguos reyes, no habríamos hecho más que cambiar de tiranía.»[399]

A lo que se aspiró fue a que la norma fuera soberana, y no una norma cualquiera, sino una norma necesaria en sí misma. La garantía de la libertad residía en la soberanía de la norma de derecho, de la ley.

Los beneficios del principio de legalidad y de libertad cuyo mérito se atribuye a la «democracia», en realidad fueron fruto de arreglos gubernamentales complejos en los que ninguna voluntad humana, individual o colectiva, era soberana: regímenes constituidos, propiamente politeia. A estas politeia, más o menos frenadas en sus movimientos, se les ha reprochado, por un lado, su impotencia ejecutiva, mientras que, por otro, se lamentaba que en ellas el Poder no tuviera un fundamento racional.

Se ha reclamado cada vez con más ardor la puesta en práctica de la soberanía popular y su absolutismo; es decir, que los complicados resortes que amortiguan los golpes violentos se simplifiquen lo más posible, y que un Poder concentrado, suficientemente sensible para captar las exigencias del momento, sea lo bastante fuerte para satisfacerlas. Esta tesis ha sido adoptada, aquí por el magistrado, allá por el cuerpo que veía en la proclamación del absolutismo popular el medio de incrementar su propio poder. No se comprendió que ello equivalía a renunciar a la difícil soberanía de las leyes y abandonar las garantías de la libertad; que en realidad se reconstituía un nuevo cesarismo que —similia similibus— acabaría encontrando sus Césares.

Capítulo XIV

La democracia totalitaria

Dice Proudhon[400] que el instinto popular capta mejor la idea simple de Poder que la complicada de contrato social. La degeneración del principio democrático se explica perfectamente por causas psicológicas: concebido primero como soberanía de la ley, sólo ha triunfado cuando se le ha considerado como soberanía del pueblo.

El conjunto de derechos, funciones y recursos constituido durante la era monárquica en beneficio del rey ha pasado sencillamente a otras manos, las de los representantes del pueblo.

El imperium no ha experimentado una disminución sino un incremento. Concebido tradicionalmente como principio de autoridad necesario pero enemigo de la libertad, se ha pasado a considerarlo como agente de esa misma libertad. En otro tiempo era una voluntad, benéfica dentro de ciertos límites, pero que tenía que contar con otras voluntades respetables; ahora se presenta como la voluntad general. Antes se reconocía en él un interés eminente, esencial, en la sociedad; ahora se ha convertido en el interés de la sociedad.

Se ha afirmado que la transmutación del Poder se ha realizado de tal manera que se ha desvanecido toda desconfianza que pudiera haber respecto a él. Y este crédito de que ha sido beneficiario ha preparado la era de las tiranías. Es lo que vamos a ver.

Soberanía y libertad

La libertad ha sido históricamente un estado alcanzado por algunos al precio de un esfuerzo, mantenido por una defensa enérgica y garantizado por medio de unos privilegios arrancados a la autoridad. Se ha pretendido convertirla en un derecho conferido a todos, creyendo que se le podía garantizar mediante reglamentos generales. Aunque esto fuera ya simplificar arbitrariamente el problema más difícil de la ciencia política, esta idea seguía siendo demasiado sutil para penetrar en la conciencia social. Y por otra parte, no respondía a los apetitos de los hombres nuevos, que preferían el poder a la libertad.

La idea libertaria es por naturaleza indiferente al carácter del Poder. Su principio es el reconocimiento, o la suposición, en todos los hombres de esa dignidad, de ese orgullo, que hasta entonces consagraban y defendían los privilegios sólo entre los aristócratas. Cuando se proclama la soberanía de cada uno sobre sí mismo se reconoce como condición necesaria y suficiente que cada miembro de la sociedad posee un dominio en el que es su propio señor. Y, como corolario, que el Poder quede confinado a una zona de influencia de la que no pueda salir. Una vez satisfecha esta condición, no importa que la autoridad siga siendo monárquica y comporte las ventajas de la estabilidad y neutralidad con respecto de los intereses opuestos, o que sea aristocrática y se beneficie de una concurrencia incesante de ambiciones cualificadas y de opiniones ilustradas, o incluso que esa autoridad se haga democrática. El propio Rousseau comparte esta indiferencia. Opina que la elección entre las diferentes formas de gobierno obedece a las dimensiones de la comunidad, y si se inclina por la forma aristocrática, es porque se adapta mejor a los estados medianos, que son los que él prefiere.

Pero esta indiferencia no casa bien con las ambiciones que mueven a los adalides de las nuevas ideas. No alcanzarían su objetivo si dirigieran las aspiraciones libertarias que han convocado a una mera limitación del imperium. Es este imperium lo que esas ambiciones quieren conquistar. Por un lado, no pueden tolerar ningún poder que no les pertenezca y, por otro, aceptar que el Poder de que se han adueñado tenga la más mínima limitación. De donde la idea de que no basta con que la soberanía individual esté garantizada frente al Poder, sino que además es preciso que no haya más poder que el emanado de esa soberanía. Si ésta es sagrada, ¿por qué habría de aceptar una autoridad de la que hay que desconfiar? La solución consiste en acabar con este Poder de modo que la suma de las libertades particulares constituya una autoridad nueva que, por su naturaleza, no pueda ser contraria a sus autores.

De este modo, a los medios de defensa contra el Poder, a la afirmación de la libertad, se pretende añadir, en beneficio del individuo, el derecho a participar del Poder, la afirmación de la soberanía. Pero esto no pasa de ser un mero espejismo.

La participación del individuo en la soberanía podría interpretarse como algo positivo —un plus—, aunque comporte una cierta disminución de la libertad para que así ésta encuentre finalmente su garantía cierta y definitiva. Error que ya refutó Montesquieu: «Como en las democracias el pueblo parece que hace poco más o menos lo que quiere, se piensa que la libertad reina en esa clase de gobiernos, pero se confunde el poder del pueblo con la libertad del pueblo.»[401] Confusión que es el principio del despotismo moderno.

Mediante instituciones sabiamente combinadas es posible asegurar la garantía efectiva de cada persona frente al Poder. Pero no hay institución que permita que cada persona participe en el ejercicio del Poder, por la sencilla razón de que éste es mando y todos no pueden mandar. La soberanía del pueblo no pasa de ser una ficción; una ficción que a la larga no puede menos de destruir las libertades individuales.

El principio libertario es difícil de mantener en vigor y exige una constante vigilancia, ya que el espíritu de dominio está siempre al acecho. Aun admitiendo la necesidad del Poder y reconociendo que debe disponer de un ámbito propio en el que desplegar sin trabas la actividad que le corresponde, el principio libertario desconfía del Poder en cuanto posible invasor y mantiene la alerta en las fronteras de las libertades. Ahora bien, si el Poder se basa en la soberanía de todos, parece que la desconfianza carece de fundamento, que la vigilancia no tiene ya objeto y que no existe justificación alguna para poner límites a la autoridad.

La totalidad en movimiento

La sociedad ofrece al observador una multitud inmensa de individuos animados de voluntades particulares y a los que la diversidad de caracteres, de funciones y de situaciones agrupa naturalmente en distintos colectivos, cada uno de los cuales tiene un interés, que es general con relación a sus miembros y particular respecto a la sociedad. Estas voluntades individuales, estos intereses fraccionarios, forman las realidades elementales de la vida social. Sin duda están en continuo conflicto, pero esta lucha, siempre que se observen ciertas reglas, es el alma misma de la sociedad.

La voluntad y el interés del Poder han intervenido siempre en esta lucha; la primera se ha atribuido siempre un carácter de infalibilidad, el segundo un carácter de transcendencia. En un régimen monárquico, y a pesar de la tendencia hacia el absolutismo de la realeza, esa voluntad y ese interés jamás habrían triunfado plenamente. El Poder democrático cuenta con otras armas. Su predecesor, en cuanto personificado, estaba visiblemente por encima pero también fuera del pueblo. En cambio, el Poder democrático pretende identificarse con el pueblo, aunque, por la naturaleza misma de las cosas, permanezca por encima de él.

La voluntad real era conocida como la del personaje coronado, de su favorito o su ministro: era por ello humana y particular, igual que las demás voluntades. La voluntad del Poder democrático se proclama general. El individuo se siente abrumado bajo el peso de una voluntad que representa a la totalidad de los individuos, y los intereses particulares desaparecen ante el interés general que esa voluntad encarna. La ficción democrática confiere a los gobernantes la autoridad de la totalidad. Es ésta la que quiere, la que actúa.

Esta personificación del todo constituye una gran novedad en el mundo occidental, y representa un retorno al mundo griego, en el que se inspira. Pero los ciudadanos de la ciudad antigua, encerrados entre sus muros, modelados por una educación parecida, de una condición social que sólo ofrecía diferencias de grado, estaban mucho más cerca de constituir un todo real que el pueblo, diverso por su origen y tradiciones, diversificado en sus funciones, de una nación extensa.

Ese todo no es un hecho, por más empeño que se ponga en romper todas las tradiciones y todas las asociaciones particulares existentes.[402] Es una ficción que alguien intenta acreditar con tanto más ardor cuanto que constituye el título que justificaría el Poder.

No hay duda que la supresión o aligeramiento del imperium, la facultad concedida a la población de seguir sus particulares deseos, habría favorecido una cierta disociación del agregado humano y territorial constituido bajo la presión de la monarquía. Pero esto es lo que los nuevos titulares del imperium no pueden tolerar. Sobre ello se expresó Sieyés con energía:[403]

Francia no debe ser un ensamblaje de pequeñas naciones que se gobernarían separadamente como democracias; no es una colección de Estados, sino un todo único, compuesto de partes integrantes; esas partes no deben tener por separado una existencia completa, ya que no son todos simplemente unidos, sino partes integrantes de un todo único. Es una gran diferencia que nos interesa esencialmente. Todo está perdido si nos permitimos considerar las municipalidades que se forman, o los distritos, o las provincias, como otras tantas repúblicas unidas únicamente bajo las relaciones de fuerza o de protección común.

La guerra a las tendencias centrífugas

Todo Poder hace forzosamente la guerra a las tendencias centrífugas. Pero la conducta del Poder democrático ofrece notables particularidades. Se presenta como si viniera a liberar al hombre de las ataduras a que le tenía sometido el antiguo Poder, surgido más o menos directamente de la conquista. Lo cierto, sin embargo, es que la Convención manda a la guillotina a los federalistas, el Parlamento inglés aplasta, en represiones que son de las más sangrientas de la historia, al separatismo nacional irlandés, el gobierno de Washington desencadena una guerra tal que Europa aún no había conocido para sofocar los intentos de los estados del sur de organizarse como colectividad independiente. ¿Debemos recordar aún la acción de la República española en 1934 contra la voluntad de independencia de Cataluña?

Esta hostilidad a la formación de comunidades más pequeñas no se concilia con la pretensión de instaurar el gobierno del pueblo por el pueblo, pues es evidente que este gobierno es tanto más real cuanto más pequeñas sean las comunidades en que se ejerce.[404] Sólo entonces pueden los ciudadanos elegir directamente sus magistrados, ya que los conocen por experiencia. Sólo en tal caso se justifica el elogio de Montesquieu: «El pueblo es admirable para elegir», pues, como explica a continuación:[405]

Sabe muy bien que fulano ha estado a menudo en la guerra, donde ha tenido tales y cuales éxitos; es, pues, muy capaz de elegir a un general. Sabe que un juez es diligente, que muchos abandonan su tribunal contentos de él, que nadie ha podido acusarle de corrupción, lo cual es suficiente para elegirle como pretor. Ha quedado deslumbrado por la magnificencia y las riquezas de un ciudadano, y ello basta para elegirle como edil. Todas estas cosas son hechos que él conoce mejor en la plaza pública que un monarca en su palacio.

Pero tiene que haber una plaza pública, y por tanto que la designación de los administradores se realice a escala municipal. El deseo de asegurar la soberanía del pueblo en la más amplia medida posible debería conducir lógicamente a formar los poderes superiores de acuerdo con los mismos principios. A escala provincial, se trata de poblaciones ya demasiado grandes y demasiado diseminadas para poder reunirlas eficazmente y para que cada candidato a una magistratura sea personalmente conocido de todos. La designación y el control de los administradores regionales correrá, pues, a cargo de los representantes municipales, y, por las mismas razones, la designación y el control de los administradores nacionales será competencia de los representantes regionales.

Este sistema sería seguramente el más indicado para encarnar la soberanía popular, sobre todo si los representantes controladores estuvieran sujetos al mandato imperativo[406] y pudieran ser en todo momento destituidos por sus mandantes, como los representantes en los Estados Generales de Holanda podían serlo por sus provincias y los representantes en los Estados Provinciales por sus ciudades.[407]

Pero jamás los hombres nuevos a los que la ola popular hizo dueños del imperium se mostraron propensos a semejante régimen. Como herederos del Poder monárquico, les repugnaba esterilizarlo y subordinarlo. Por el contrario, con la fuerza que les daba la nueva legitimidad, su única aspiración era poder incrementarlo. Contra las perspectivas federalistas, Sieyés[408] oponía su propia concepción:

...una administración general que, partiendo de un centro común, alcance de manera uniforme a los más apartados rincones del imperio..., una legislación cuyos elementos, proporcionados por todos los ciudadanos, vayan ascendiendo hasta la Asamblea Nacional, única encargada de interpretar la voluntad general, esa voluntad que luego recae con todo el peso de una fuerza irresistible sobre las mismas voluntades que han concurrido a formarlo...

El genio autoritario en la democracia

Así, sobre las voluntades particulares cae, con todo el peso de una fuerza irresistible, una «voluntad general» que justifica esta fuerza en el concurso de dichas voluntades particulares... En estas fórmulas encontramos una realidad, el carácter irresistible de la «voluntad general», y una falacia, la generación de este deseo general por los deseos particulares.

Lejos de ser el pueblo el único autor de las leyes, ni siquiera se le permite pronunciarse sobre las más generales, que son las que afectan más profundamente a su existencia. Aunque existe un modo de consulta popular, el referéndum, que ha demostrado su eficacia en Suiza, el Poder democrático se guarda muy bien de recurrir a él.

Mientras proclama la soberanía del pueblo, la limita exclusivamente a la elección de los delegados, que son los que tienen el pleno ejercicio de la misma. Los miembros de la sociedad son ciudadanos un solo día y súbditos cuatro años, situación que Rousseau condenaba en los términos más enérgicos. En América designan, por un lado, a los legisladores y, por otro, a los administradores. En Europa, sólo a los legisladores, de manera que éstos son prácticamente amos de los administradores, y el imperium no se comparte, pues no existe división de poderes.

En Francia, los electores nombraban a los diputados, quienes gradualmente llegaban a designar a los ministros;[409] éstos, a su vez, nombraban a los funcionarios públicos, y en particular a los oficiales que ejercían los poderes regionales, los prefectos, e incluso a los funcionarios que ejercían en la práctica el poder municipal, los instructores (instituteurs). Tal era el régimen efectivo en Francia en 1939.[410] Sin duda, no era constitucional que los ministros fuesen designados por la asamblea. Sin duda, el poder municipal pertenecía a los elegidos locales, si bien éstos tendían a desembarazarse de él traspasándolo a los instructores. Nadie niega que éstos lo ejercieran con competencia y civismo. Pero es un hecho que los ciudadanos, cuando no se ven desposeídos de sus responsabilidades por el Poder, son ellos mismos los que se desentienden de esas responsabilidades.[411]

Así, el pretendido «Poder del pueblo» no está ligado al pueblo más que por el cordón umbilical, muy flojo, de las elecciones generales.[412] En realidad no es otra cosa que un «Poder sobre el pueblo», y tanto mayor cuanto más se justifica en la existencia en ese cordón umbilical.

El imperium no podría recibir una justificación más clara: el minotauro adopta un semblante más favorable a sus apetitos. Destruye las autonomías provinciales, que constituían un freno al poder monárquico. Obtiene los medios financieros que se le negaban al rey. Impone el servicio militar obligatorio que Louvois imaginaba como un ideal imposible. Da con el secreto de hacer que el pueblo entero marche a la guerra, que constituye la gran empresa del Poder.

El interés general y su monopolio

Se dice que el régimen democrático asegura la representación exacta del interés general por el Poder. De ese postulado se deriva un corolario: que no hay interés legítimo contra este interés general. De ahí que todo interés local o especial tenga que ceder ante el Poder, ya que el todo está naturalmente por encima de las partes. Es obvio que «los intereses particulares deben sacrificarse al interés general»,[413] proposición que se invoca incesantemente y que no tendría vuelta de hoja

Y así sería, en efecto, si lo que se discutiera fuera la existencia misma de la sociedad. Pero éste no es un caso frecuente. Sucede con frecuencia que el imperium choca contra un interés fraccionario cuya victoriosa resistencia es incapaz de poner en peligro a la sociedad. Pero esta resistencia se condena como egoísta y se considera ilegítima, por lo que el órgano que la expresa aparece como una fuerza perniciosa. En realidad, principio fundamental de los fundadores de la democracia era que ningún órgano de este género tiene derecho a la existencia, que el Poder que encarna la voluntad y el interés general no puede tolerar ningún otro cuerpo que encarne voluntades e intereses particulares, y que tiene derecho al monopolio y a la soledad.

La propia expresión interés particular se ha convertido en una especie de insulto, evolución del lenguaje que refleja, por poco que se reflexione sobre ello, la permanente movilización de la opinión social contra las facciones que constituyen la comunidad.

Esta condena a priori de todo interés particular en cuanto tal es un fenómeno sorprendente. Cuanto más evoluciona una sociedad, más se diversifican las funciones y los hombres y más numerosas resultan las categorías que se forman espontáneamente. Durante la alta Edad Media, algunos hombres mandaban y combatían, otros estudiaban y rezaban, y otros finalmente cultivaban la tierra y proporcionaban alimentos: tres categorías de las que una sola era servil. Algo más tarde se formó por debajo de los nobles y los eclesiásticos un Tercer Estado de comerciantes, artesanos y juristas. Se admitía entonces que la nobleza en cuanto tal tenía sus intereses, sin duda egoístas pero legítimos y oponibles al poder real. Y así en los otros órdenes.

Si nos fijamos atentamente, podremos comprobar que las categorías sociales se encuentran hoy igualmente definidas y son incluso más numerosas que entonces. Pero los intereses egoístas de cualquiera de ellas no se consideran ya legítimos ni pueden oponerse al todo democrático. Por ejemplo, se tacharía de sediciosos a los oficiales que intentaran hacer respetar unos derechos subjetivos como en otro tiempo lo hicieron los militares. Ahora bien, si cada grupo especial es necesario a la sociedad, también son necesarias y respetables las condiciones que permiten a ese grupo cumplir su función. Y su sacrificio a un pretendido interés general no es una victoria sino una derrota de la sociedad.

Constituye una gran imprudencia confiar sólo en el Poder para que cada categoría disfrute de las condiciones necesarias para el ejercicio de su propia función, pues es lógico que entre sucesivamente en conflicto con todas ellas, echando sobre cada minoría el peso de todas las demás que dice defender, y a las que a la postre acabará oprimiendo valiéndose para ello de los mismos medios.

La autodefensa de los intereses

Toda la evolución de la sociedad democrática ha desmentido su principio monista. Los intereses que no estaban garantizados trataron de defenderse. Una experiencia secular había indicado el medio apropiado: la formación de cuerpos representativos. Estos se formaron a pesar de todas las prohibiciones y de todas las persecuciones. Conquistaron unos derechos afirmándolos y luchando por ellos; unos derechos naturalmente proporcionados al vigor de la reacción de cada grupo.

Esta formación espontánea de la sociedad en sindicatos de intereses, ocultos o declarados, ha sido en vano denunciada y condenada.

Es un fenómeno natural que corrige la falsa concepción totalitaria del interés general.

Estos poderes particulares se han hallado en una relación incierta con el Poder político. Éste, apelando a la voluntad general, no podía tolerar que un interés fragmentario fuera autónomo en un terreno propio inviolable. Los intereses, al no tener una posición defensiva en que instalarse para detener el empuje del Poder, no tuvieron más remedio que la ofensiva. Quiero decir que se vieron en la necesidad de ejercer la suficiente influencia sobre el Poder para condicionar su acción y orientarla en su propio beneficio. De ahí ese asedio al Poder por parte de los intereses particulares cuyo ejemplo más visible nos lo ofrecen las asambleas norteamericanas. Todo interés importante, ya se trate de una categoría de agricultores, o de industriales, o de obreros, mantiene ante el Parlamento federal a unos mandatarios que ocupan los pasillos y las antecámaras de los edificios oficiales (de donde su nombre[414] ) y acosan a los representantes de la nación. Es un hecho tan conocido, que a menudo se les designa como la «tercera cámara».[415] Están allí, con los abundantes medios que se puede suponer, para impedir o provocar el voto de las leyes que afectan a sus mandantes. Cuando no celebran reuniones, sus asociaciones lanzan campanas de opinión para influir sobre los legisladores.

El Poder democrático no reconoce ningún otro poder en la sociedad y pretende llegar tan lejos como le lleve, o finja llevarle, la voluntad general. Pero si no se le puede detener, es por el contrario eminentemente susceptible de captación.

Todo poder es objeto de maniobras de captación, tanto más necesarias cuanto menos limitado sea, y tanto más eficaces cuanto más amplia sea su base. Si se trata de un rey, los intereses sólo pueden seducirle poniendo en movimiento, por un lento proceso de aproximaciones, a alguno de sus más íntimos cortesanos. Si se trata de una aristocracia, los intereses deben servirse de las relaciones familiares y de los contactos mundanos. De este modo el Poder puede ser doblegado o conducido.

Pero esto no es nada frente a lo que los intereses son capaces de obtener de un Poder democrático. Aquí el Poder lo confiere la opinión del gran número. Si, pues, los intereses fraccionarios son capaces de organizarse y adquieren el arte de crear movimientos de opinión, pueden adueñarse del Poder, envilecerlo e incluso tomarlo para ejercerlo en su propio provecho, en detrimento de otros grupos o de la sociedad entera.

Ejercen sobre los titulares del Poder una auténtica esclavitud cuando les exigen, en periodo electoral, compromisos concretos en favor de tal o cual grupo, lo envilecen cuando le obligan a retroceder ante una campaña de prensa «orquestada», y finalmente se apoderan de él cuando ponen en el gobierno a un partido que es la expresión y el instrumento de sus necesidades particulares.

En otras palabras, cuando a los intereses particulares se les escamotean los medios de defensa, se les condena a desplegar una actividad ofensiva que les lleva a la opresión de otros intereses, y éstos a su vez se ven inducidos a frenar, presionar o conquistar el Poder por procedimientos semejantes. La autoridad no es entonces más que un juego de apuestas, pierde toda estabilidad, toda consideración. El carácter de quienes lo ejercen va degenerando sin cesar hasta que por fin el Palacio del Mando encuentra un ocupante que decide no dejarse echar: es el tirano.

Entonces apenas es necesario aumentar las atribuciones del Poder para fundar el más espantoso despotismo. Cada uno de los sucesivos invasores le va atribuyendo, para sus propios fines, alguna función nueva, y si el Estado, convertido en auténtico monstruo, no es aún insoportable, es porque cambia continuamente de manos. Basta que continúe en las mismas manos para que se experimente todo su peso.

De la formación del Poder

Existe una gran diferencia entre la fuerza de un Poder y su extensión. Éste puede encontrarse encerrado en competencias muy limitadas y, en este ámbito propio, actuar enérgicamente y obtener una obediencia plena. Puede también tener las más amplias atribuciones, pero una constitución que le priva de vigor y le hace perder el respeto público. Sin embargo, esta última situación es inestable: el Poder tiene que encerrarse en sus límites, o bien reforzar su constitución. En tiempos de Pompeyo, la constitución romana se había hecho inadecuada para el gobierno de un imperio tan inmenso; todos sentían la necesidad de un mando más concentrado y más estable, lo que sería el principado.

Así como las conquistas territoriales de la República romana reclamaban el principado, así también la extensión de las atribuciones estatales en la democracia hacían que fuera inevitable la adopción de un principio autoritario.

Esto no habría ocurrido, desde luego, si un ejecutivo estable, vigoroso y unificado hubiera encontrado en el poder legislativo un simple principio de limitación. Pero ya hemos visto que, por el contrario, el legislativo se hizo soberano, o, si se prefiere, regente. La proclamación de la soberanía del pueblo no tuvo otro efecto que sustituir un rey vivo por una reina ficticia, la voluntad general, por naturaleza siempre menor de edad y siempre incapaz de gobernar por ella misma; los inconvenientes, ocasionales en una monarquía, de la minoría de edad o de la incapacidad del soberano adquieren aquí un carácter permanente, por lo que se corre el riesgo de que esta reina se confié a sucesivos favoritos, tanto más abusivos cuanto menos discutible es ella. Y la única salvaguardia reside en la virtud y las luces de ese consejo de regencia que es la asamblea soberana.

A este respecto, la antigüedad nos ofrece el modelo admirable de una asamblea —el Senado— que supo construir y regir el imperio romano. Ella no fue la causa del relajamiento que hizo necesario el poder personal, sino que, por el contrario, el desorden se introdujo sólo cuando declinó el poder de la asamblea.

El Senado, sin embargo, incluso en la época de mayor esplendor de la historia romana, aunque ejercía realmente la soberanía como los parlamentos modernos, no obedecía al mismo principio. No tenía el poder legislativo, que pertenecía al pueblo actuando bajo el impulso de los magistrados por él elegidos; no era la representación del pueblo, sino el consejo al que obligatoriamente debían acudir los magistrados ejecutivos, los cuales se fueron subordinando a él cada vez más estrechamente. Este cuerpo ilustre estaba compuesto únicamente por quienes habían ejercido las más altas funciones ejecutivas, a las que por lo demás habían accedido sólo tras una larga secuencia de magistraturas más modestas. Así, pues, el Senado sólo contaba con los veteranos —todos ellos— del servicio público, revestidos de un carácter sagrado e inamovibles.

El gran error moderno ha consistido en creer que tales asambleas, que sólo podían beneficiarse de semejante selección y de una experiencia y una estabilidad tan grandes porque estaban formadas según un principio completamente diferente, serían capaces de desempeñar el mismo papel director. No hay duda de que se reconoció la importancia de su composición; pero era difícil conciliar este deseo con el principio de que tenían que manifestar la voluntad general.

Hubo que introducir la idea de que no todos pueden concurrir a la formación de la voluntad general, ya que no todos son independientes e ilustrados, por lo que no pueden ser ciudadanos activos. Así opina Kant:

La facultad de votar constituye la única cualidad de ciudadano; pero esta facultad presupone la independencia de aquel que no sólo quiere formar parte de la república, sino que también quiere ser miembro, es decir, parte activa según su propia voluntad en comunión con los demás. Esta última cualidad hace necesaria la distinción entre el ciudadano activo y el ciudadano pasivo...[416]

Kant coloca entre los pasivos a «todos aquellos que, para la conservación de su existencia, su manutención o su protección, dependen de otro particular»; es decir, que niega el derecho de voto a todas las personas asalariadas. Para otros autores, el criterio de los derechos cívicos no es la independencia sino el ocio, en lo cual se percibe la influencia de Aristóteles: es el ocio que permite reflexionar sobre los asuntos públicos lo que hace al ciudadano; si no hay ocio, no hay ciudadano. En Sieyés e incluso en Rousseau se observa una especie de tímida nostalgia de las facilidades que la antigua esclavitud proporcionaba al hombre libre para formarse una opinión ilustrada.

Entre los antiguos, la esclavitud de un gran número de individuos tenía por efecto —decía Sieyés— depurar las clases libres. El resultado era que todo hombre libre podía ser ciudadano activo. En nuestro tiempo, la base de la asociación es por suerte más amplia, los principios son más humanos y la protección de la ley igual para todos. Pero precisamente porque la cualidad de ciudadano abarca todos los niveles del edificio social, hay hombres que, por su inteligencia o sus sentimientos, permanecen más ajenos a los intereses de la asociación de lo que podían serlo los ciudadanos menos estimados de los antiguos Estados libres.[417]

Rousseau llega casi a decir que la abolición de la esclavitud hace imposible una república al modo antiguo:

¡Cómo! ¿Es que la libertad no se mantiene sino con el apoyo de la esclavitud? Tal vez. Los extremos se tocan. Todo lo que no está en la naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil más que ninguna otra cosa. Existen tales malhadadas situaciones en las que no se puede conservar la propia libertad a no ser a costa de la de los otros y el ciudadano no puede ser perfectamente libre a no ser que el esclavo sea extremadamente esclavo. Tal era la situación de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, no tenéis esclavos, pero lo sois; pagáis su libertad con la vuestra. Podéis presumir de esta preferencia; por lo que a mí respecta, veo en ella más una prueba de pusilanimidad que de humanidad.[418]

En muchos pasajes expresa Rousseau su desconfianza en una multitud incapaz de un juicio sano.

Así, pues, nuestros autores coincidían en no admitir a todos los miembros de la sociedad en la formación de la «voluntad general».

Pero, pregunta Sismondi, ¿cómo distinguir a quienes tienen voluntad de los que no la tienen? Todos tienen derecho a la felicidad y al perfeccionamiento. ¿Qué signos nos permiten reconocer a aquellos que, por su incapacidad, comprometen la felicidad y el desarrollo de los demás? Se han tenido que trazar grandes divisiones, casi arbitrarias. Se ha creído que aquellos a quienes su menguada fortuna condenaba a un trabajo manual constante, sin tiempo que poder dedicar a la lectura, a la reflexión, a la comunicación sobre las materias más importantes con sus conciudadanos, no tendrían.. , voluntad propia. Se ha decidido excluirlos..., si bien siempre se ha reconocido que esta regla tiene sus excepciones.

Esta filosofía del régimen censitario se formuló ante el consejo representativo de Ginebra, ciudad que ofrece el más puro ejemplo de la aplicación de este régimen.[419] Un régimen que dio buenos resultados prácticos,[420] pero que, a pesar de ellos, no pudo mantenerse. En realidad, no se ha sostenido en ningún país.

En efecto, el hecho de relegar a una parte del pueblo la función electoral no podía conciliarse con el carácter totalitario adquirido por el Poder. Éste no tolera resistencia alguna en la sociedad, ni admite que un interés fraccionario pueda oponerse al interés general que él encarna. No participar en la formación del Poder significa, pues, hallarse enteramente desarmado. Por ello no se puede sin injusticia excluir del voto a ninguna clase de la sociedad. Desde luego que no es deseable que el Lumpenproletariat, como Marx lo llama, influya con sus votos en la política exterior. Pero el edificio político se ha construido de tal manera, que no se podría privar a esta categoría del poder de embrollar la diplomacia sin privarle al mismo tiempo de los medios para defender y mejorar su condición.

Es una triste pero incontestable experiencia que cada categoría social en democracia no consigue aquello a que tiene derecho según la justicia y la humanidad, a no ser en la medida en que pueda arrancarlo haciendo valer el peso de sus votos. No hay leyes sociales sin el voto obrero; no hay leyes protectoras de la mujer sin el voto femenino.

Y así, puesto que los distintos intereses sectoriales no tienen otros medios de expresión ni otras armas para defenderse, se impone la necesidad de compartir la soberanía con otras categorías sociales que son incapaces de pronunciarse acertadamente sobre los intereses generales.

En esta lucha por el Poder que es la democracia, los que no están representados se ven forzosamente aplastados. Así, se presta escasa atención a los niños, que no votan, y se sacrifica todo aquello que afecta a su bienestar. Para solventar esta situación, en el presente sistema, el único remedio sería otorgarles ya en la cuna esa cédula electoral que es el único medio de defenderse.

Esta consecuencia absurda se basa en la confusión entre las opiniones y los intereses. Si, por una parte, se garantizaran los intereses y se les dotara de medios de expresión y de acción, se podría entonces constituir el Poder con la sola concurrencia de las opiniones, admitiendo sólo las ilustradas. A falta de esta distinción fundamental, el Poder es el juguete de intereses que, bajo la apariencia de opiniones y con la ayuda de las pasiones, se disputan una mayoría que es el árbitro de problemas que ignora.

Sobre los partidos

La acción de votar es el fenómeno típico de una democracia, pero no carece de equívocos. ¿Ejercen los votantes un derecho, o simplemente realizan una función? ¿Eligen una política, o más bien a unos representantes que la llevarán a cabo por ellos? La interpretación de los juristas es aquí menos importante que el sentimiento común. Es cierto que en opinión del ciudadano votar es un derecho. No es menos cierto que en un primer momento tuvo conciencia de elegir a un hombre, pero poco a poco se fue percatando de que lo que elegía era una política. La causa de esta transformación ha sido la aparición de los partidos políticos, y la consecuencia es que el régimen de soberanía parlamentaria se ha ido convirtiendo gradualmente en un régimen plebiscitario.

Mientras el pueblo, reunido por circunscripciones para nombrar a sus representantes nacionales, tenga en cuenta el mérito personal y no su etiqueta política, la asamblea estará constituida por una élite de personalidades independientes. En ella se forman grupos según las afinidades, pero estarán en permanente disgregación y reconstitución, puesto que la coincidencia de opiniones sobre un tema legislativo referente, por ejemplo, a asuntos militares puede no darse en temas fiscales. Se trata, pues, de una asamblea viva en la que las opiniones, siempre libres, se enfrentan por el bien de la nación y la instrucción del pueblo.

Pero cuando la asamblea representativa dispone del Poder, como ocurre en democracia, el apetito de mando lleva a los miembros a ordenarse en facciones permanentes, sacrificando algo de su personalidad a la cohesión del grupo en pro de la eficacia de la acción conquistadora.

Se mira a las próximas elecciones, no ya como si tuvieran que aportar a la asamblea una promoción de talentos nuevos, sino como ocasión en que el grupo a que se pertenece resultará reforzado o debilitado. Deseoso de fortalecerse, el grupo interviene ante el cuerpo electoral, le pide que prefiera su candidato al hombre que se recomienda por sus cualidades personales. «Si votáis por un hombre en cuanto tal, le otorgáis vuestra soberanía», se le dice al elector, y es cierto. «Pero si votáis por una opinión, es decir por un hombre al que acaso no estimáis y ni siquiera conocéis, pero que representa una opinión, entonces ejerceréis vuestra soberanía y podréis influir en la orientación del gobierno.» Por el prestigio de sus líderes y la popularidad de sus principios, el grupo hace triunfar a unos candidatos que ha elegido no tanto por su propio valor como por la obediencia y sumisión que prometen, y que serán tanto más fieles cuanto más incapaces sean de una carrera autónoma.

La primera consecuencia será una degradación de la asamblea, que no se recluta ya entre los mejores. El individuo deja su voto en manos del portavoz del grupo y acude a la votación forzado por la disciplina de grupo. Debe estar dispuesto a no ser más que un número, en vez de representar una cualificada aportación a la asamblea.

Otro resultado es la degradación de la posición del elector, el cual queda reducido al peso que puede poner en uno u otro platillo de la balanza. Se le arrebata, por el medio que sea, del voto de que dispone. Cuando la reforma de 1832 en Inglaterra generalizó el derecho de voto, la gran preocupación de los dos partidos consistió en hacer inscribir a los electores que cada uno de ellos creía haberse ganado, para ir a buscarlos en coche el día de las elecciones, por temor a que dejaran de prestarles su apoyo. No era tanto el espectáculo de un pueblo que ejerce orgullosamente sus derechos ciudadanos como el de dos facciones que reclutan por todos los medios los sufragios que pueden darles el Poder.

El envilecimiento del elector y la degradación del elegido son por el momento puramente accidentales. Pero progresivamente se irán haciendo sistemáticos. Se formarán sindicatos de intereses y de ambiciones que, considerando la asamblea como una simple adjudicadora del Poder y al pueblo como mera materia de relleno de la asamblea, se ingeniarán para captar sufragios con los que acreditar a unos diputados dóciles que aportarán a sus amos la apuesta de toda la operación, el mando de la sociedad.

La máquina política

La máquina política es tal vez el invento más importante del siglo XIX cuyo honor parece debe atribuirse al americano Martin van Buren.

Como cualquier otra máquina, tiene el mérito de ahorrar esfuerzo, por un lado, al precio de una gran complicación, por otra.

En tiempo de campaña electoral, el candidato debe preocuparse de convencer al cuerpo electoral de que sus opiniones son las mejores y su persona la más digna. La máquina le evita lo más duro del trabajo aportándole electores que se adhieren a sus puntos de vista sin que él tenga necesidad de exponerlos y que aclaman su nombre sin que jamás lo hayan oído antes. Cuando se abre el periodo electoral, el elector debe calcular los pros y los contras de los programas y los méritos respectivos de los candidatos. Este afán se lo evita la máquina, que le presenta la lista ya pronta de los que tiene que elegir.

Para conseguir efectos tan ventajosos, lo único que se precisa es organización. La ciudad de Nueva York ofreció ya en tiempos un buen ejemplo de ello. En cada barrio había una oficina del partido con representantes permanentes y pagados que, siguiendo una cadena jerárquica descendente hasta llegar a los jefes de manzana, se encargaban de mantener contactos con los individuos llamados un día a votar. Se trataba de vincularlos al partido a fin de poder contar con ellos. El mejor medio para conseguirlo, ¿consistirá en machacar sus oídos con ideas políticas? ¿Son los hombres tan sensibles a los argumentos intelectuales? ¿Será acaso el sentimiento el que decide en ellos? ¿Por ventura no optarán por quienes, en los momentos difíciles, los han atendido con buenas palabras o con ayudas efectivas, o les han encontrado trabajo? Si se les proporcionan lugares de reunión y esparcimiento, donde todas las noches pueden encontrarse con los mismos compañeros, ¿no adquirirán un espíritu de cuerpo, no se apasionarán por el emblema que preside sus fiestas? ¿Se negarán, cuando llegue el caso, a realizar un acto que tan poco les cuesta, meter en una urna una papeleta que bajo el emblema habitual lleva una lista de nombres?

Los Rousseau o los Jefferson eran ciertamente grandes personajes. Los técnicos de la máquina electoral no tienen tan altas pretensiones, pero conocen mejor al hombre real, que quiere calor, camaradería, y que es capaz de nobles sacrificios por su clan. Basada en una psicología empírica, la máquina reduce a la nada y al ridículo las pretensiones de la filosofía política.

Eslóganes absurdos pero que suenan bien y que se repiten con gusto, canciones que exaltan a los «amigos» y se burlan de los «enemigos», eso es lo que se necesita, mezclado desde luego con un poco de doctrina, pero muy poco y dado en proposiciones muy simples.

Un buen oficial de tropa puede exponer los fines de la guerra a sus soldados, pero esto no basta para llevarlos al combate si primero no excita su ánimo, no los convence de que siempre pueden recurrir a él, si no inspira confianza y amor.

Se ha destacado con frecuencia el lado sórdido de Tammany Hall, pero creo que no se ha insistido bastante en que el aparato de los partidos democráticos ha sido material y moralmente compasivo, moviéndose no tanto en el plano de la benevolencia como en el de la camaradería. Para los suboficiales y oficiales de la máquina política existen buenas recompensas. Sus prolongados y útiles servicios pueden culminar en un destino administrativo a la altura de sus méritos, donde se les permiten algunas malversaciones que no produzcan demasiado escándalo. La concesión de estos puestos es tanto más fácil cuanto que, según la antigua tradición, muchos cargos son electivos, y en cuanto a los otros, es costumbre revocar a los titulares colocados en ellos por el partido derrotado. Pues «los frutos de la victoria son para el vencedor». Tal fue la máquina de Tammany Hall, hoy ya en desuso, pero que puede enorgullecerse de haber impulsado toda una nueva política.

La experiencia se ha trasplantado a todas partes, y de lo que hoy se trata es de organizar la caza al elector.

Los organizadores de la máquina electoral fueron considerados al principio por los grandes líderes como auxiliares útiles aunque de baja condición. Así los oficiales de marina despreciaban en otro tiempo a los oficiales mecánicos. Pero los hombres de la máquina no tardaron en hacer sentir su importancia. Si son ellos los que realizan el trabajo electoral, ¿por qué habían de beneficiarse los candidatos que no cuentan con sus simpatías? Muy pronto se atribuyeron también la selección de los candidatos. Y, naturalmente, eligieron a hombres como ellos: en modo alguno unas lumbreras. El resultado ha sido una espectacular caída del nivel parlamentario y gubernamental.

Del ciudadano al militante. La competencia por el Poder se militariza

La historia de la maquinaria electoral en los Estados Unidos y en Inglaterra, donde fue introducida por Joseph Chamberlain, ha sido admirablemente narrada por el ruso Ostrogorski.[421] Su obra se tradujo a varias lenguas, y en todos los países ha producido un efecto positivo. En todas partes se ha podido constatar que, puesto que son los votos los que dan el Poder, el arte supremo de la política consiste en captarlos. Y esto es cuestión de organización y propaganda.

Por lo que respecta a la organización, se ha podido perfeccionar lo que ya había anticipado Tammany Hall; no ha habido ningún elemento nuevo, e incluso el partido nacional-socialista no creó nada que no estuviera ya en germen en los antiguos procedimientos de Nueva York.

En cambio, en lo que respecta a la propaganda el progreso ha sido enorme. Los iniciadores de la democracia entendían que una campaña electoral constituía un periodo de educación popular mediante la exposición completa de las tesis opuestas. Atribuían especial importancia a la publicidad de los debates parlamentarios, que permitían al ciudadano seguir el trabajo del gobierno y facilitaban la formulación de un juicio político. Es cierto que la participación de una masa ignorante en la soberanía no carecía de inconvenientes, pero éstos se eliminarían ampliamente mediante la gradual superación de esa ignorancia a fuerza de discusiones a las que aun el último de los electores debía prestar atención. Puesto que los más nobles espíritus solicitarían los votos de los ciudadanos más modestos, éstos, formados en esta escuela, se harían dignos de la eminente función que, sin discriminación, se les confiaba. Es el más noble de los argumentos a favor de la democracia.

Pero los modernos, como gente espabilada, han comprendido que formar el espíritu de los electores consiste, no sólo en exponerles los argumentos propios, sino también los de los contrarios, y por tanto es un trabajo inútil.

La mayoría de la gente apenas se sirve de la capacidad razonadora; en cambio, todos los hombres son capaces de emoción. Y es sobre estas emociones sobre las que es preciso actuar. Suscitar en favor propio la confianza, la esperanza, el amor, y contra el adversario la indignación, la cólera, el odio, tal es el secreto del éxito. Éste es completo cuando el público aplaude un discurso que no puede comprender y patea la réplica del adversario. Para instruirle sobre su deber se le da ejemplo en la propia asamblea nacional. Lejos de despertar la capacidad ciudadana en quienes aún no la poseen, se procura extinguirla en quienes ya la habían adquirido.

Para sofocar la curiosidad que puede inspirar un orador eminente del bando contrario, para combatir el deseo de instruirse por el conocimiento de argumentos diferentes, para destruir la natural simpatía que predispone al hombre en favor de su prójimo, se hace vibrar la cuerda de la lealtad. Es una traición leer el periódico del enemigo, asistir a sus reuniones si no es para tapar su voz y luego refutarla en plan reventador. Porque la batalla política es una verdadera guerra. Baudelaire se sorprendía de descubrir aquí un lenguaje militar: «la vanguardia de la democracia», «en primera fila del combate republicano», y tantas otras expresiones por el estilo. El poeta tenía razón: se ha transformado a los electores en soldados, en «militantes». Es natural: sus jefes aspiran a conquistar el Poder.

Hacia el régimen plebiscitario

Cuanto más se organizan los partidos, más son «la bandera» y «el aparato» los que aseguran el triunfo electoral, y más también queda enfrentado el elegido a este aparato, verdadero dueño de su escaño. El parlamento no es ya una asamblea soberana en la que una élite de hombres independientes contrastan sus opiniones libres y llegan a una decisión razonable, sino la cámara de compensación donde los partidos políticos se miden recíprocamente sus paquetes de votos.

Cuanto más poderosa es la máquina, tanto más disciplinados son los votos y menos importancia tiene la discusión. Ésta no afecta ya al resultado electoral; los golpes sobre los escaños substituyen a los argumentos. Los debates parlamentarios no son ya la academia de los ciudadanos sino el circo de los papanatas.

La máquina comenzó por descartar las inteligencias y los caracteres. Ahora éstos se apartan espontáneamente. El tono y cariz de la asamblea se degradan y ésta pierde toda consideración.[422]

A medida que los partidos van ganando en consistencia y disciplina, el poder efectivo de la asamblea se va debilitando. Si uno de esos partidos dispone de escaños suficientes para dominar la asamblea, ésta se convierte en una mera cámara donde se registran sus decisiones. En tales condiciones, no es posible más gobierno que aquel al que apoye el partido dominante, el gobierno del partido.

Las relaciones entre el gabinete y el parlamento se invierten. En 1889, Dicey observó ya este fenómeno. Recordando que el ejecutivo en Inglaterra era al principio independiente del Parlamento y que era únicamente el rey quien nombraba y destituía a los ministros, constataba que en la práctica «el gabinete es un ejecutivo parlamentario, porque efectivamente es elegido, aunque muy indirectamente, por la Cámara de los Comunes, y ésta puede en cualquier momento retirarle su confianza; sus miembros son invariablemente elegidos de entre los miembros de ambas cámaras.» Pero Dicey observaba cómo el gabinete se desembarazaba progresivamente de su dependencia respecto al Parlamento. Puesto que las consultas electorales toman el carácter de luchas entre diferentes «máquinas» o aparatos, los que resulten ganadores pueden instalar a su jefe en el gobierno, el cual apenas tendrá ya que ver con la asamblea, donde la disciplina de voto le asegurará una mayoría. «Puede concebirse —añadía Dicey— que llegue un día en que, sin cambiar formalmente ningún punto da la constitución inglesa, el Primer Ministro inglés podrá ser elegido mediante voto popular exactamente igual que el Presidente americano. »[423]

En 1904, Sidney Low observaba el mismo fenómeno:

Un Primer Ministro inglés apoyado en la mayoría parlamentaria puede hacer lo que el emperador de Alemania no puede: cambiar las leyes, poner o quitar impuestos y dirigir todas las fuerzas del Estado. La única condición que debe satisfacer es conservar la mayoría.[424]

Ahora bien, conservar la propia mayoría resulta fácil cuando el aparato del partido domina las elecciones, cuando el representante en desacuerdo con el aparato del partido tiene la seguridad de perder su escaño, y cuando, en fin, la situación del diputado es tal que, moral y socialmente, la pérdida del escaño representa para él quedarse en la calle.[425]

Cuanto más el aparato controla los votos, más también el diputado queda reducido a mero signo contable, y más el jefe del partido tiende a ejercer el imperium en solitario y sin trabas. Los frutos del sistema pudieron verse en Alemania cuando, en 1933, los diputados nacional-socialistas maniobraron militarmente en el Parlamento, asegurando así el absolutismo de su jefe. Si los comunistas, que poseían casi idéntica organización, hubieran tenido el mismo peso numérico en el Parlamento francés en 1936, el resultado habría sido el mismo. De este modo, la práctica de los partidos ha hecho que la soberanía del parlamento pasara a la máquina victoriosa y que las elecciones no sean más que un plebiscito por el cual todo un pueblo se pone en manos de un equipo.

La competencia entre los partidos «maquinizados» conduce a la dictadura de un partido, es decir, de un equipo

Cuando una de estas máquinas hace más sistemática su organización y más ingeniosa su propaganda, reduce su doctrina a términos aún más simples, y por tanto más falsos, superando a sus adversarios en injurias, en mala fe, en brutalidad, si se apodera de la presa codiciada y, una vez atrapada, se niega a soltarla, entonces tenemos el totalitarismo.

Todos los excluidos se lamentan entonces indignados. ¿Acaso no contribuyeron también ellos al resultado?

Un hombre o un grupo disponen ahora de los enormes recursos acumulados en el arsenal del Poder. ¿Quiénes han sido los artífices de esta acumulación sino aquellos que, cuando ocupaban los mismos cargos, extendieron sin medida las competencias del Estado?

No existe en la sociedad ningún contrapoder capaz de frenar al Poder político. ¿Quién ha destruido los poderosos cuerpos sociales sobre los que los monarcas de otros tiempos jamás habrían osado poner la mano?

Un partido único hace sentir en todo el cuerpo nacional las garras del dictador. Pero ¿quién fue el primero en querer aplastar las individualidades bajo el peso del partido? ¿Y quién no ha soñado con ese triunfo para el suyo?

Los ciudadanos aceptan esta tiranía, y sólo cuando ya es demasiado tarde la aborrecen. Pero ¿quién los ha desacostumbrado a pensar por sí mismos, quién ha substituido en ellos la independencia del ciudadano por la lealtad del militante?

Ya no hay libertad, pues la libertad sólo pertenece a los hombres libres. Y ¿quién se preocupó de formar hombres libres?

La degradación del régimen va ligada a la degradación de la idea de ley

Todo rigor es poco para evitar cualquier equívoco en una materia tan importante y difícil. Las discusiones sobre la democracia, las argumentaciones en favor o en contra, carecen de valor intelectual desde el momento en que no se sabe de qué se está hablando.

Hay tantas definiciones como autores. Esta confusión se debe a que la misma palabra cubre ideas contradictorias. Están, por un lado, las ideas de libertad y legalidad y, por otro, la idea de soberanía absoluta del pueblo.

Se olvida que en la vida efectiva de las democracias estos dos principios se combaten recíprocamente. De ahí que no haya que extrañarse de que, creyendo asistir a sucesivos avances de la democracia —medidos por victorias de la soberanía popular—, se acabe en un despotismo, en un régimen del que la libertad y la legalidad han desaparecido. Tal es el proceso que hemos tratado de aclarar. Recapitulemos.

Los pensadores políticos concibieron al principio la libertad como fin de la sociedad. Se quería garantizar al individuo el máximo de independencia compatible con la vida en sociedad; se quería ponerle al abrigo de toda voluntad arbitraria y garantizar eficazmente su derecho. Sobre esta base, se proclamó la soberanía de las leyes, unas leyes que, según la fórmula de Rousseau, están por encima del hombre, y nada estaría por encima del hombre excepto ellas. El individuo no tendría que preocuparse ante otro individuo más poderoso, ante un grupo amenazador por su número, ya que entre este poderoso y él, entre este grupo y él, estaría la justicia impasible, que decidiría de acuerdo con las leyes establecidas. Por otra parte, nada tendría que temer de los gobernantes, puesto que el natural expansionismo del Poder sería contenido por las leyes soberanas. Así, pues, se reconocía que el ciudadano está investido de una dignidad, de una inviolabilidad que ningún otro sistema es capaz de ofrecer. La voluntad humana queda liberada de cualquier servidumbre que no sea hacia la ley, concebida como soberana y saludable necesidad.

Este sistema sólo podía conservarse mientras la ley siguiera inspirando un respeto religioso. La ley, santa e inmutable, sería capaz de regir una sociedad basada en la legalidad y la libertad. El hecho de que los magistrados desempeñaran su función de forma permanente o fueran elegidos cada cierto tiempo sería, hasta cierto punto, indiferente, siempre que las leyes que deberían inspirar su acción fueran permanentes.

Ahora bien, ¿es posible que la ley no cambie en absoluto? Claro que no. Pero, para conservar su carácter sagrado, el cambio debe realizarse de manera imperceptible a lo largo del tiempo, lento resultado de la costumbre, ayudada por la labor invisible y silenciosa de los sabios en sus sucesivas interpretaciones, o bien por un acto solemne, considerado unánimemente como peligroso y hasta impío por su forma, y sólo justificado cuando la conformidad de su materia con los imperativos de la razón objetiva cuenta con las más amplias garantías de probabilidad. En una palabra, hay que creer en el carácter de necesidad de las leyes, que éstas sean consideradas como inscritas en la naturaleza de las cosas, y no como producto de la voluntad humana.

Pero lo que en realidad sucedió fue que se empezó a considerar las leyes como reglamentos siempre susceptibles de crítica y revisión. La tarea de rehacerlas incesantemente se confió, bien a un cuerpo parlamentario, bien al propio pueblo; en todo caso, se trataba de una labor basada en la opinión. No es que al principio se pensara que las leyes pudieran formularse a capricho; se reconocía su carácter necesario, pero se creía que la ley «necesaria» debía darse al pueblo por revelación, en una supuesta ausencia total de pasiones e intereses. No podemos detenernos aquí a analizar esta concepción, que ciertamente merecería un atento examen.[426] Lo que nos interesa no es el resultado intentado o previsto, sino el resultado que efectivamente se obtuvo. En realidad, las reglas supremas de la vida social se convirtieron en objeto de querellas políticas.

Una vez proclamada la capacidad de hacer y deshacer las leyes, se dio rienda suelta a las voluntades particulares, que se había querido mantener subordinadas mediante la proclamación de la soberanía de las leyes. En lugar de someter a la competición de los partidos únicamente la elección de los gobernantes, fueron todas las normas de la vida social las que quedaron al albur del resultado de una elección. Esta precariedad de las leyes ha sido creciente durante la vida de las democracias. Reyes, cámaras de pares o senados, capaces de impedir que cualquier presión de la opinión se tradujera inmediatamente en ley, fueron por doquier barridos o paralizados. La ley ha dejado de presidir, como una necesidad superior, la vida del país: se ha convertido en expresión de las pasiones del momento.

Ahora bien, el cambio de las leyes repercute en todas las relaciones sociales y afecta a todas las existencias individuales. Y las afecta tanto más cuanto más osadía se pone en las leyes, cuanto más ambiciosas son éstas y cuanto más se piensa que se las hace libremente. El ciudadano no se encuentra entonces protegido en su derecho cierto, ya que la justicia sigue las leyes cambiantes. No se le garantiza protección contra unos gobernantes cuya audacia se pretende justificar en unas leyes que ellos mismos han dictado a su antojo. Las desventajas o ventajas que una ley nueva puede infligir o procurar resultan tales que el ciudadano aprende a temerlo todo o esperarlo todo del cambio de legislación. Como no se puede conquistar el poder legislativo, fundido con el ejecutivo, sino por medio de una acción bien organizada, las facciones van ganando en cohesión y violencia. Cuanto más el Poder ofrece posibilidades y comporta amenazas, más se anima la lucha de las facciones y más precaria resulta la posesión del Poder.

La autoridad real no reside ya en sus titulares, sino que está dispersa entre los bandos cuyos jefes son los únicos que se benefician, en un porcentaje de la población, de la adhesión que en una verdadera república debería prestarse, por parte de toda la población, a los jefes del Estado, a los gobernantes. Estas facciones son estados dentro del Estado;[427] a veces se tienen en jaque mutuamente, enervando el poder político, y a veces se suceden en el gobierno, cuyos cambios de mano toman el carácter de auténticos seísmos.

No importa que el equilibrio de las facciones produzca el desgobierno o que las victorias alternas de las facciones den lugar a una sucesión de excesos contrarios; la incertidumbre, en todo caso, es tal, las condiciones necesarias para la vida social han degenerado hasta tal punto, que al fin los pueblos, cansados de la impotencia de un imperium cada vez más violentamente disputado, o de las ruinosas oscilaciones de un imperium cada vez más agobiante, aspiran a establecer este peso aplastante del Poder, que rueda errático de mano en mano, y acaban encontrando una desgraciada consolación en la paz de un despotismo.

Notas al pie de página

[329]

Clarendon constata en la Restauración: «Toda la estructura del antiguo gobierno de Escocia había sido de tal modo confundida por Cromwell, sus leyes y costumbres tan destruidas en beneficio de las de Inglaterra, es decir de las que Cromwell había establecido, que apenas si había dejado huellas por las que se pudiera reconocer lo que antes había existido. El poder de la nobleza se había liquidado hasta el punto de que las personas no hallaban más respeto y distinción que el crédito y las funciones que Cromwell les concedía.» Life of Clarendon by himself, Basilea 1793, t. II, p. 113.


[330]

[Recuérdese que el libro se publicó por primera vez en 1945. -T.]


[331]

Véase Paul Viollet, Le Roi et ses ministres durant les trois derniers siécles de la Monarchie, París 1912. Cita tomada de la introducción, pp. VI, VII y VIII.


[332]

La fórmula es del panfletista d'Yvernois, originario de Ginebra y agente inglés.


[333]

Soulavie, Mémoires du régne de Louis XVI, París, año X, t. I, p. 144.


[334]

«No creo —respondía Luis XVI a una propuesta de Necker— que sea prudente abolir las palabras 'don gratuito', primero porque esta palabra es antigua y agrada a los aficionados a las formas; además, tal vez convenga dejar a mis sucesores una palabra que les enseñe que deben esperarlo todo del amor de los franceses, y no disponer militarmente de las propiedades


[335]

Soulavie, op. cit., t. VI, pp. 341-342.


[336]

Cuando Maupéou, una vez expulsados los Parlamentos, emprenda la supresión de una multitud de cargos inútiles, será para la burguesía un auténtico desastre financiero. Leemos en el diario de un parlamentario en fecha 26 de abril de 1772: «No se puede describir la desolación que reina en numerosas familias de Francia por el gran número de cargos que se han suprimido, y que va en aumento cada día. Por todos lados bancarrotas, suspensiones de pagos, suicidios, etc. Aunque se han contado el último año 2.350 solicitudes de quiebra y 200 suicidios, el número de unas y otros irá en aumento si esto continúa...» Journal historique de la Révolution opérée dans la Constitution de la Monarchie franpise par M. de Maupéou, Chancelier de France, Londres 1775, t. III, p. 69.


[337]

«Hace algunos días en Versalles, en la antecámara que precede al Ojo de Buey, donde se anuncian las segundas audiencias cuando se levanta el rey, había un grupo de jóvenes militares y señores que, al ver al abate Terrai, se propusieron hacerle una jugarreta, y en efecto le apretaron de tal manera las costillas, que él se quejaba dolorosamente y pedía gracia para que le dejasen pasar; al mismo tiempo llegó el marqués de Muy, mayordomo primero de la condesa de Provenza; entonces se abrieron las filas, ese señor las atravesó libremente, y una voz gritó de modo que lo oyese el contador mayor: '¡Aquí sólo se recibe a las personas honradas!'.» En fecha 29 de marzo de 1772, en el Journal historique, ya citado.


[338]

En una nota de sorprendente lucidez hace constar: «En un solo año, la libertad ha triunfado de más prejuicios destructores del poder, aplastado a más enemigos del trono, obtenido más sacrificios para la prosperidad nacional que todo lo que pudo hacer la autoridad real durante muchos siglos. Siempre he insistido en que la aniquilación del clero, de los parlamentos, de las provincias privilegiadas, de la feudalidad, de las jurisdicciones provinciales, de los privilegios de toda clase es una conquista común a la nación y al monarca.» Nota 28 para la corte, de 28 de septiembre de 1970, en Correspondance de Mirabeau avec le comte de la Marck, en 3 vols., París 1851, t. II, p. 197.

Mirabeau comprendió bien cómo la Revolución había trabajado para el Poder. Pero no será el Poder en su forma tradicional el que recogerá sus frutos.


[339]

Carta al rey de 9 de julio de 1970, en Correspondence, cit., t. II, p. 73.


[340]

En su informe sobre la Constitución, Lally-Tollendal escribe el 31 de agosto de 1789: «Preguntan si el rey, como parte del cuerpo legislativo, no estará expuesto sin cesar a ver toda su influencia anulada por la reunión de todas las voluntades en una sola cámara nacional.

«Si él cede, ¿cuáles serán entonces los límites de la autoridad de la Cámara? Hay que proteger al pueblo frente a toda especie de tiranía: Inglaterra sufrió tanto de su Parlamento Largo como de cualquiera de sus despóticos reyes...

«Bajo Carlos I, el Parlamento Largo, mientras continuó observando la constitución y actuando de acuerdo con el rey, corrigió muchos errores e hizo leyes saludables, pero cuando se arrogó el poder legislativo excluyendo a la autoridad real, no tardo en apoderarse de la administración, y la consecuencia de esta invasión y de esta unión de poderes fue una opresión del pueblo peor que aquella de la que pretendían liberarse.»


[341]

En la famosa discusión sobre el derecho de guerra, expuso su posición en los siguientes términos: «Los poderes los ejercen los hombres; los hombres abusan de la autoridad cuando no está suficientemente controlada y sobrepasan sus límites. Así es como el gobierno monárquico se convierte en despótico. Y esta es la razón de que debamos tomar tantas precauciones. Pero así es también como el gobierno representativo se hace oligárquico, cuando dos poderes que deben equilibrarse se imponen uno al otro y se invaden en lugar de contenerse.» Discurso del 20 de mayo de 1790.


[342]

Discurso de Robespierre en la sesión del 10 de mayo de 1793.


[343]

Sesiones del 7 y 8 de julio de 1789.


[344]

«No se trata aquí —dice Sieyès— de hacer un escrutinio democrático, sino de proponer, de escuchar y de concentrarse, de modificar el propio parecer, en fin de formar en común una voluntad común.» Discurso del 9 de septiembre de 1789.


[345]

«La decisión —dice Sieyés— no pertenece ni puede pertenecer más que a la nación reunida. El pueblo o la nación no puede tener más que una voz, la de la legislación nacional.» Discurso del 9 de septiembre de 1789.


[346]

E. Faguet, Du Libéralisme, París 1903, p. 243.


[347]

«Se toma el gran mapa de triángulos de Cassini. Tomando a París como centro, se forma un cuadrado perfecto de dieciocho leguas de lado. Estas 324 leguas cuadradas forman un departamento territorial. A cada lado de este primer cuadrado se forma otro con la misma superficie, y así sucesivamente hasta la frontera. Al acercarse a las fronteras no se obtendrán ya cuadrados perfectos, pero se acotarán siempre las superficies más próximas a las 324 leguas cuadradas. Posiblemente se obtendrán así ochenta departamentos. Se podrá añadir una unidad para Córcega...

«Así, no se tiene cuenta en esta división territorial más que la pura lógica. De la misma manera, entre la gran nación y los individuos sólo existen agrupaciones arbitrarias...

«Cada departamento se reparte seguidamente en nueve communes, a ser posible de treinta y seis leguas cuadradas. Esta nueva división geométrica es sólo una regla directriz para una delimitaciem definitiva. En fin, cada commune se divide a su vez en nueve cantones de cuatro leguas cuadradas, por regla general. Se tienen, así, en la Francia continental, 720 communes y 6.480 cantones.» Paul Bastide, Sieyés et sa pensée, París 1939, pp. 388-389


[348]

De L'Esprit de Conquéte, cap. XIII, «De l'Uniformité», Oeuvres, ed. 1836, P. 170.


[349]

Informe sobre el modo de gobierno, realizado en nombre del Comité de Salud Pública, por Billaud-Varennes, el 28 de brumario, año II. La hostilidad a los poderes locales data de los comienzos mismos de la Revolución. Sieyés, que sabía mejor que los demás adónde iba, se manifestó violentamente sobre esto el 7 de septiembre de 1789. Cito su opinión en el capítulo siguiente.


[350]

Véase jean Bourdon, L'Organisation judiciaire de l'an VIII, 2 vols., París 1941.


[351]

Tocqueville, L'Ancien Régime et la Revolution, p. 171. del 24 de marzo de 1790.


[352]

Id., p. 173.


[353]

Faguet, Le Libéralisme.


[354]

Sesión del 24 de marzo de 1790.


[355]

Decreto del 10 de fructidor, año III.


[356]

Si en la práctica el derecho del individuo pudo defenderse contra el Poder, fue por la ocupación —precaria, hay que reconocerlo— de ese Poder por una clase, la burguesía, a la que su educación y sus intereses la inclinan a temer el abuso de poder y que elaboró la excelente y admirable jurisdicción del Consejo de Estado. Pero en esta jurisdicción es el Estado quien acepta pronunciarse contra sí mismo; esta condescendencia puede desaparecer sin más si el gobierno desea ejercer el absolutismo que nuestro derecho, nacido de la Revolución, le confiere en principio.


[357]

Lenin, L'Etat et la Révolution, ed. de L'Humanité, París 1925, p. 47. Los subrayados son de Lenin.


[358]

Engels, en su prefacio de 1891 a La Guerre civil, de Marx.


[359]

Lenin, op. cit., p. 39.


[360]

Ibidem, p. 81.


[361]

Engels, Anti-Dühring, pp. 360-362 de la traducción de Laskine.


[362]

12 de abril de 1871.


[363]

Lenin, op. cit.


[364]

Lenin, op. cit.


[365]

Locke, Segundo ensayo sobre el gobierno civil, cap. IV.


[366]

Lettres ècrites de la Montagne, part. II, carta VIII.


[367]

Declaración de derechos de 1793, art. 9.


[368]

«Porque —dice Locke— quien da leyes a otro es necesariamente superior a él, y puesto que el poder legislativo tiene el derecho de regular las relaciones entre todos los elementos de la sociedad, y de prescribir normas que gobiernan las acciones de los miembros de la sociedad, ya que de su autoridad recibe el ejecutivo sus poderes de posible represión, el legislativo goza de la supremacía, y no hay poder que no derive de él y le esté subordinado.» Op. cit., cap. XIII.


[369]

La enumeración resulta incompleta, defectuosa, descompensada, puesto que el cambio en la representación no ha seguido a sus transformaciones sociales.


[370]

Este principio, formulado ya en las primeras sesiones de la Constituyente por Sieyés, pasó a la Constitución de 1791 en la siguiente forma: «Los representantes nombrados en los departamentos no representarán a un departamento particular sino a toda Francia.» Título III de la Constitución, cap. I, sección III, art. 7. Véase Bastid, op. cit. Es un principio integrado en el derecho constitucional. Es extraño que en el Parlamento inglés, salido de la lenta evolución de una asamblea medieval en la que cada uno representaba a sus propios mandantes, triunfara finalmente la misma idea de que el diputado individual representa a toda la nación...


[371]

Ya en la sesión del 7 de julio de 1789, Sieyés, en la Constituyente, rechazó la idea medieval del mandato imperativo. La jurisprudencia constitucional francesa proclama la inexistencia de todo mandato imperativo aceptado por el diputado. Las mismas opiniones se admiten en Inglaterra, si bien en este país son fruto de un largo proceso de transformación del carácter de la representación.


[372]

Por lo que respecta a Inglaterra, Sir Edward Coke escribe en su Fourth Institute: «El poder y la jurisdicción del Parlamento son tan trascendentes y tan absolutos, que no pueden ser restringidos en aquello que concierne a las personas y a las cosas, en ningún límite... Tiene autoridad soberana ilimitada para la confección de las leyes, su confirmación, su extensión, su restricción, su abrogación, su renovación y su interpretación en todas las materias, eclesiásticas o temporales, civiles, militares, marítimas o criminales; es precisamente a él al que la Constitución de estos reinos otorga un poder despótico absoluto que debe residir en todos los gobiernos en cualquier lugar. Todos los abusos, daños, operaciones y remedios que surgen ordinariamente de las leyes, son competencia de este tribunal extraordinario. Puede regular o modificar el orden de sucesión al trono, como sucedió bajo el reinado de Enrique VIII y de Guillermo III. Puede cambiar la religión establecida, como se hizo varias veces durante el reinado de Enrique VIII y sus tres hijos. Puede cambiar e incluso rehacer la Constitución del reino y de los mismos parlamentos, como se hizo con la Act Union y los diferentes statutes relativos a las elecciones trienales o septenales. En una palabra, puede hacer todo lo que no es materialmente imposible.» Es cierto que «parlamento» significaba, en el vocabulario de la época, la asamblea del rey y de ambas cámaras. Pero la importancia del elemento real se ha debilitado de tal modo que «la soberanía parlamentaria» acabó no significando sino la de la asamblea.


[373]

Este vicio de principio se halla de hecho corregido, en el régimen de distritos, por la dependencia concreta de los representantes respecto a sus mandantes locales. Contrariamente a lo que prescribía el derecho constitucional, el diputado sigue siendo representante de un grupo dentro de la nación. Se le ha reprochado con razón que en cuanto portavoz de un interés local no podía ser representante de los intereses generales. Reunía, en efecto, en su persona dos papeles que había que distinguir. Pero esta dualidad tenía al menos una influencia moderadora que desapareció al romperse los lazos particulares.


[374]

«Aunque el poder legislativo sea el poder supremo en la república, sin embargo no es ni puede en ningún caso ser absoluto y arbitrario respecto de las vidas y fortunas de la nación... La ley de la naturaleza es una regla eterna para todos los hombres, incluidos los legisladores. Las normas que éstos hacen para regular las acciones humanas deben, como sus acciones y las del resto de los hombres, ser conformes a la ley natural, es decir, a la voluntad de Dios, de la que procede...» Locke, Segundo ensayo sobre el gobierno civil, cap. X, parágr. 125.


[375]

«Al ser el derecho natural tan antiguo como la humanidad y estar dictado por el mismo Dios, tiene naturalmente una fuerza obligatoria superior a cualquier otra. Obliga en todo el globo, en todos los 'países y en todas las épocas; ninguna ley humana es válida si es contraria a él, y las leyes humanas que son válidas reciben toda su fuerza y autoridad, mediata o inmediatamente, de este derecho natural.» Blackstone, Comentarios, I, p. 40.


[376]

«Digamos sin ambages que este Parlamento, concebido como representante de la nación, se ha convertido efectivamente en su soberano.» Carré de Malberg, La Loi, expression de la volonté générale, París 1931.


[377]

Escribe Rousseau: «El gran problema en política, que yo comparo al de la cuadratura del círculo en geometría, es el siguiente: Hallar una forma de gobierno gue ponga a la ley por encima del hombre.» El subrayado es de Rousseau, quien añade (¡cinco años después de la publicación del Contrato social!): «Si por desgracia esta forma no puede encontrarse, y confieso ingenuamente que creo que no se puede...» (Carta al marqués de Mirabeau, Corr. XVII, 155). Se ve que estaba muy lejos de encontrarlo todo fácil y sencillo.


[378]

Rousseau, Del contrato social, libro III, cap. XI.


[379]

Montaigne, Ensayos, libro II, cap. XII.


[380]

Rousseau, Dedicatoria del Discurso sobre la desigualdad.


[381]

Cartas desde la montaña, parte II, carta IX.


[382]

Montesquieu, Espíritu de las leyes, libro XI, cap. VI.


[383]

Hablando del pueblo de Ginebra escribe: «¿A qué podrían aspirar quienes quisieran amotinarle para satisfacer su propia ambición? ¿A hacer nuevas leyes en su favor? Pero éste es un derecho que no reclama y que es bueno que no ejerza.» Cartas desde la montaña, carta IX, 1a vers., An. J.-J. Rousseau, XXI, 136.


[384]

«Las leyes no son propiamente sino las condiciones de la asociación civil. El pueblo, sometido a las leyes, debe ser su autor; sólo a los que se asocian les corresponde regular las condiciones de la sociedad. Pero, ¿cómo pueden hacerlo? ¿De común acuerdo, o por una repentina inspiración? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para enunciar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para plasmar sus leyes y publicarlas con antelación? ¿Como una multitud ciega, que a menudo no sabe lo que quiere porque raramente sabe aquello que es bueno para ella, podría llevar a cabo una empresa tan importante y tan difícil como lo es un sistema de legislación? El pueblo quiere siempre naturalmente el bien, pero no siempre lo ve con igual facilidad. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es acertado. Hay que hacerle ver los objetos tal como son, y a veces tal como deben parecerle, mostrarle el buen camino que busca, preservarla de la seducción de las voluntades particulares, acercar a sus ojos los lugares y los tiempos, contrarrestar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Del contrato social, libro XI, cap. VI.


[385]

Exactamente tres nundinae (27 días).


[386]

Mommsen, Manuel des Institutions romaines, trad. P.-F. Girard, tomo VI, vol. 1 0, París 1889, p. 355.


[387]

Mommsen, op. cit., p. 352.


[388]

Plebi scitum no significa sino resolución popular.


[389]

Libro IV, cap. V.


[390]

Discurso sobre la desigualdad, dedicatoria.


[391]

Véase mi Essai sur la politique de Rousseau, en la ed. del Contrat social, Le Cheval ailé, Constant Bourquin, Ginebra 1947.


[392]

«La libertad sigue siempre la suerte de las leyes, reina o perece con ellas; nada sé más cierto.» Rousseau, Cartas desde la montaña, II parte, carta VIII.


[393]

Es la objeción de Platón a Protágoras: Así, pues, también en la política está lo bello o lo feo, lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo impío, todo lo que cada ciudad cree tal y decreta legalmente como tal para ella... Pero, en relación con el efecto útil o perjudicial que tendrían para ella misma sus decretos, se me reconocerá que... habrá diferencia entre la opinión que adopte una ciudad y la que adopte otra; y no se tendrá la osadía de afirmar que toda medida que una ciudad crea útil para ella lo será realmente todo caso.» Platón, Teeteto, 172.


[394]

Éste declara: «La voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública» (libro II, cap. III), pero inmediatamente añade: «pero de ello no se deduce que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud.» Y más lejos: «Con frecuencia hay gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general.»


[395]

«Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los sujetos como formando colectivos y las acciones como algo abstracto, jamás a un hombre como individuo ni una acción particular. Así, la ley puede muy bien establecer que habrá privilegios, pero no podrá asignarlos a nadie en particular; la ley puede crear varias clases de ciudadanos, definir incluso las cualidades que darán derecho a estas clases, pero no puede designar a tales o cuales individuos para que sean admitidos en ellas; puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria, pero no elegir un rey ni nombrar una familia real; en una palabra, cualquier función que se refiera a un objeto individual no pertenece al poder legislativo.» Del contrato social, libro II, capítulo VI.


[396]

Carré de Malberg por Francia (La Loi, expression de la volonté générale, París 1931) y Dicey por Inglaterra (Introduction au Droit constitutionnel, trad. Batut-Jeze, París 1902) exponen claramente que lo que, en el derecho moderno, hace la ley es únicamente el hecho de que la resolución la haya tomado la autoridad designada como legislativa. Ésta puede hacer cualquier ley sobre cualquier materia.


[397]

Considerations sur le Gouvernement de Pologne et sa reformation projetée en 1772, cap. VII.


[398]

El espíritu de las leyes, libro II, cap. II.


[399]

En la inauguración del monumento a Scheurer-Kestner, J.O. de 13 de febrero de 1908.


[400]

Véase La Révolution sociale démontrée par le coup d'Etat du 2 décembre, Bruselas 1852, p. 17: «Se reconoce en la centralización preconizada por los jacobinos la influencia del instinto popular, derivada más de la idea de poder que de la complicada idea de contrato social.»


[401]

El espíritu de las leyes, Ebro XI, cap. II.


[402]

Empeño del que Tocqueville fue asustado espectador: «Los viejos poderes locales desaparecen sin rejuvenecer o ser reemplazados por nada, y por doquier en su lugar el gobierno central toma la dirección de los asuntos. Toda Alemania daría más o menos el mismo espectáculo, y acaso incluso todo el continente. Por todas partes se sale de la libertad de la Edad Media, no para entrar en la libertad moderna, sino para volver al despotismo antiguo, pues la centralización no es otra cosa que la administración del imperio romano modernizado.» Carta a H. de Tocqueville, en Oeuvres, tomo VIII, pp. 332-323.


[403]

En la Asamblea Constituyente, el 7 de septiembre de 1789.


[404]

«Bien considerado, dice Rousseau, no veo que sea ya posible que el soberano conserve entre nosotros el ejercicio de la soberanía si la ciudad no es muy pequeña.» Contrato social, libro III, cap. XV. Y añade: «La grandeza de las naciones y la extensión de los Estados son la primera y principal causa de las desgracias del género humano, y, sobre todo, de las calamidades sin cuento que minan y destruyen a los pueblos civilizados. Casi todos los pequeños Estados, repúblicas o monarquías, prosperan por el solo hecho de ser pequeños, porque todos los ciudadanos se vigilan mutuamente, los jefes puedan ver por sí mismos el mal que se hace, el bien que ellos tienen que hacer, y que sus órdenes se ejecutan casi en su presencia.» Gobierno de Polonia, cap. V.


[405]

El espíritu de las leyes, libro II, cap. II.


[406]

«El segundo medio [para impedir que la representación resulte opresiva] consiste en obligar estrictamente a los representantes a seguir con exactitud sus instrucciones y a rendir estricta cuenta a sus constituyentes.» Ibidem.


[407]

Como escribe Carré de Malberg: «Realizar efectivamente la democracia, el gobierno del pueblo por el pueblo, es organizar federalmente la sociedad, agrupando a sus miembros por comunidad de intereses escalonados por grados, pero teniendo en cuenta que el poder soberano residirá sólo en los grupos del primer grado, de los que los delegados, agentes ejecutivos en los diversos grupos, deberán depender forzosamente.» Contribution a la Théorie generale de l'Etat, t. II, p. 254.


[408]

En el discurso ya citado.


[409]

El presidente de la República, que al principio era el único que podía elegir a sus ministros, quedó pronto reducido a la posición de no designar más que a uno solo, de acuerdo con el parecer de los presidentes de ambas cámaras, y muy pronto tras consulta de los jefes de los grupos en ellas presentes. Finalmente, los votos de la cámara fueron para él vinculantes. El voto de la cámara en la presentación del ministerio era en realidad una manera de elección negativa del presidente del consejo. Se instauró la costumbre de que los portavoces discutieran las opciones del presidente para las distintas carteras, expresando su aprobación o rechazo, con el resultado de que, en este último caso, el presidente tuviera a menudo que modificar la composición de su gabinete.


[410]

Después de escribir esto, se ha introducido una modificación constitucional según la cual el presidente del Consejo es elegido por la Asamblea. Y sus ministros son los delegados en el poder de los partidos parlamentarios.


[411]

En el mismo sentido, podemos observar en los Estados Unidos la tendencia de los cuerpos municipales a dejar la gestión urbana en manos de un City Manager. Pero éste, por lo menos, no depende de la administración central.


[412]

Tan flojo que una legislatura puede gobernar, como se vio por ejemplo en 1926-28, en 1934-36, en 1938-39, en contra del voto muy claramente manifestado por el cuerpo electoral. Incluso estos cambios de tendencia a mitad de legislatura se habían convertido en la regla.


[413]

Bajo el antiguo régimen, esta máxima era acogida con saludable desconfianza. Dupont de Nemours, por ejemplo, denunciaba en ella una máquina de guerra utilizada para destruir los derechos individuales.

«Este proceso se llevó a cabo con mucha perspicacia. Al principio se limitaron a avanzar, a insinuar, a difundir un principio muy indicado para seducir: que el interés público debe prevalecer sobre el interés particular. En este principio impreciso, se cuidaron de no oponer sino el interés particular, que puede ser o no legítimo, justo o injusto (y que en este último sentido no es realmente interés particular), al interés público cuya reclamación no parece representar sino intenciones loables. Aún no se había osado decir que el interés público es preferible a la conservación de los intereses de los particulares, pues tanto los particulares como los depositarios de la autoridad sabían que cada individuo debe gozar de sus propios derechos, y que la sociedad no se creó sino para asegurar a cada uno este disfrute, única base de un gobierno estable y feliz, tanto para los príncipes como para los pueblos. Ahora bien, las insidiosas intenciones de los malos ciudadanos precisaban de una máxima general que pareciera tener por objeto el bien común, pero con un sentido confuso e indeterminado: una máxima que se pudiera ampliar o restringir según las circunstancias; que a veces pudieran adoptarla las propias naciones, inculpando a ciertos intereses particulares que parecieran contrarios al interés público, y a veces apoyar ante ciertos soberanos este consentimiento dado en un sentido limitado, para justificar la misma máxima tomada en su sentido forzado y general, y extendida hasta el sacrificio del interés de los particulares, que lo único que piden es poder gozar lícitamente de sus propiedades.

«Esta máxima equívoca, que parecía extender la autoridad y los derechos del soberano, y confiar la constitución esencial de la sociedad a las luces y a la voluntad del gobierno, se adoptó realmente, y sugirió un sistema de política que sometía confusamente todos los derechos de la sociedad, y los de la autoridad, a una legislación humana arbitraria y absoluta, tan perjudicial a la nación y al soberano como favorable a la seducción y avidez de los hombres injustos y artificiosos. El ejemplo de su éxito no tardó en hacerse contagioso; extendió y perpetuó esa tenebrosa política que desvió al gobierno. Este creyó siempre aumentar su autoridad y su poder haciendo la administración cada vez más arbitraria e ilimitada. Fue incapaz de ver que por esta vía lo único que hacía era crear la confusión, el desorden y la devastación sobre todo el territorio.» Dupont de Nemours, Physiocratie, discurso del editor. En Daire; Physiocrates, I, 30-31.


[414]

Se les llama lobbistas (de lobby, antecámara, pasillo).


[415]

Economic Power and political Pressure, de Donald C. Blaisdell y Jane Greverus. Monografía 26 de la encuesta americana: Investigation of Concentration of Economic Power, Washington 1941


[416]

Kant, Metaphysique des Moeurs, parte La, XLVI, trad. Barni, París 1853, p. 170.


[417]

Véase Paul Bastide, Sieyés et sa Pensée, tesis doctoral, París 1939, p. 391.


[418]

Contrato social, libro III, cap. XV.


[419]

Véase el magnífico estudio de William E. Rappard, L'Avénement de la Democratie moderne a Genéve, 1814-1847, Ginebra 1936. En el microcosmos ginebrino se percibe el movimiento general de la época.


[420]

«El régimen aristocrático de la restauración ginebrina no pereció por la rebelión de las victimas de sus abusos... Aunque algunos de sus líderes dieron la impresión de ser cortos de miras, tiránicos y de una irritante arrogancia, este régimen fue siempre honesto y humano, y durante mucho tiempo se distinguió por el desinterés de todos cuantos le servían y por las luces y talento de muchos de ellos. La justicia era igual para todos los ciudadanos. Las finanzas públicas se administraban con un rigor tanto más sorprendente si se tiene en cuenta que este régimen no se mostraba insensible a las miserias ni indiferente a las iniciativas de utilidad pública. De hecho, por el contrario, Ginebra tal vez jamás conoció menos sufrimientos materiales ni más esplendor intelectual que a raíz de la restauración aristocrática.» Rappard, pp. 424-25.


[421]

M. Ostrogorski, La Démocratie et l'Organisation des Partis politiques, 2. vols., París 1903. Otra edición abreviada en ciertas partes y desarrollada en otras, en un volumen, en 1912.


[422]

A raíz de la Primera Guerra Mundial, Lord Bryce escribía tras pasar revista a las grandes democracias modernas: «Las personas de edad y de experiencia dicen por todas partes y en términos casi idénticos que el talento oratorio, el tono y las maneras han declinado; que los ciudadanos más capaces se muestran cada vez menos dispuestos a formar parte de la legislatura, que los periódicos cercenan los informes sobre los debates parlamentarios, debates por los que el pueblo se interesa cada vez menos; que la cualidad de miembro del Parlamento no inspira respeto alguno y que, finalmente, por una u otra razón, las cámaras no gozan ya de la consideración del público.» James Bryce, Les Démocraties modernes, trad. Mayra de Fonlongue, 2 vols. París 1929, t. II, p. 371.


[423]

A.V. Dicey, Introduction a l'étude du Droit constitutionnel, trad. Batut-jéze, París 1902, pp. 385-391.


[424]

Sidney Low, The Governance of England, pp. 47-48 de la reedición de 1918.


[425]

La dictadura de la máquina choca con la resistencia que le opone un pueblo al que la larga costumbre al gobierno aristocrático le lleva a elegir a sus representantes entre la clase distinguida, como es el caso de Inglaterra. Esta es la razón de que este país, que fue el primero en conocer la soberanía parlamentaria y el primero en experimentar el régimen de partidos, no haya sido el primero en conocer su consecuencia lógica, la dictadura de partido.


[426]

Véase nuestro Essai sur la Politique de Rousseau.


[427]

La expresión debe tomarse en sentido literal. El partido es un fenómeno que ha experimentado una rápida evolución, más o menos avanzada según los países y los partidos concretos considerados. Consumada esta evolución, el partido constituye en el cuerpo nacional un cuerpo más restringido pero de naturaleza análoga, en la sociedad nacional una sociedad más limitada pero igualmente ligada por la comunidad de recuerdos, de intereses y de aspiraciones. El partido tiene su jerga y sus costumbres propias, sus héroes particulares, sus universidades en las que se enseña su concepción del mundo (escuelas de propagandistas), sus instituciones de solidaridad, su presupuesto, sus fuerzas armadas (milicias, servicio de orden, grupos de asalto). Tiene su bandera, sus himnos de partido, sus profetas y sus «muertos por la causa»; tiene en fin su partio-tismo, más ardiente en cuanto más estrecho que el patrio-tismo, con el que no se identifica sino en la medida en que la nación se convierte en cosa o instrumento del partido.

Tiene su gobierno, de forma medio-monárquica y medio-oligárquica y, en muchos aspectos, se parece a una tribu guerrera que fuera a la conquista de la nación y a su explotación, semejante a las bandas normandas que en otro tiempo se adueñaron de Inglaterra. En una palabra, en él encontramos el fenómeno primordial de la conquista de una sociedad por otra más pequeña, ya estudiado en el capítulo IV. La conquista partidista reproduce todos los principales rasgos de la conquista bárbara.