Sobre el poder

Sobre el poder
Autor: 
Bertrand de Jouvenel

Bertrand de Jouvenel (1903 - 1987) fue un filósofo, economista y político francés. En su obra más famosa, La civilización de la potencia: De la economía política a la ecología política, destaca tres puntos importantes de la civilización occidental: El desarrollo económico, la relación del hombre con la naturaleza y la muerte de lo efímero. Defensor del ecologismo, se le considera en conjunto con Nicholas Georgescu-Roegen fundador de la economía ecologista. Fue también miembro de la Sociedad Mont Pelerin.

Su libro Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento, es una crónica del crecimiento del poder político a lo largo de la historia. Este libro incluye un capítulo titulado “Democracia totalitaria”. Allí de Jouvenel explica que cuando se valora el Estado de Derecho, se realizan esfuerzos para evitar la concentración de poder. No obstante, las teorías del “bienestar general”, que se basan en la supuesta infalibilidad de la voluntad popular, parecen estar imponiéndose y construyendo el camino hacia la legitimización de una sucesión de demagogos y dictadores con poderes ilimitados. Bertrand de Jouvenel concluye que cuando la democracia se convierte en un fin, y no simplemente en un medio, esta logra manifestarse en sus formas más repugnantes y suele conducir a una concentración de poder que sería inimaginable en siglos previos.

Edición utilizada:

De Jouvenel, Bertrand. Sobre el poder. Traducido por Juan Marcos de la Fuente. Madrid: Unión Editorial, 1998.

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Libro cuarto: El estado como revolución permanente

Libro cuarto: El estado como revolución permanente


Capítulo IX

El poder, agresor del orden social

El Poder es autoridad y tiende a tener más autoridad. Es Poder y tiende a ser más Poder. 0, si se prefiere una terminología menos metafísica, las voluntades ambiciosas, atraídas por la seducción del Poder, le prestan su energía, ejercen su acción sobre la sociedad para dominarla más completamente y extraer de ella más recursos.

Este esfuerzo —más o menos sostenido, más o menos eficaz, más o menos favorecido por las circunstancias— enriquece al Poder público con derechos consuetudinarios sobre los individuos que le dotan de un patrimonio cada vez mayor.

No se trata de un proceso ininterrumpido. Pero, con sus detenciones y retrocesos, se produce siempre un avance del Estado a lo largo del tiempo, como lo demuestra la historia del impuesto, la historia militar, la historia de la legislación, la historia de la policía. Es evidente que el Poder público se arroga una porción creciente de la riqueza social, moviliza una fracción creciente de la población, reglamenta cada vez con mayor detalle las acciones de los individuos y vigila a éstos cada vez con mayor rigor.[252]

Esta realidad suscita dos preguntas: ¿Cómo ha sido posible el avance del Poder? ¿Cómo ese avance ha sido tan poco observado?

No resulta fácil comprender cómo el Poder ha conseguido dirigir cada vez más completamente las acciones individuales y apropiarse de una parte cada vez mayor de los recursos existentes en la sociedad. Todo acrecentamiento de la autoridad del Estado es, al parecer, una disminución inmediata de la libertad de cada uno; cada aumento de los recursos públicos, una amputación inmediata de las rentas particulares. Esta amenaza visible debería fomentar una conspiración unánime para detener eficazmente el avance del Poder.

¿Cómo es posible que ocurra lo contrario, y que el Poder prosiga a través de la historia su marcha triunfal?

No hay que sorprenderse de que, insensiblemente y de manera creciente, el Estado se haya ido haciendo gran acreedor de la obediencia y los servicios de los individuos, sin que en realidad apenas nadie se percatara de ello. Pero éste es otro misterio. ¿No salta a la vista que el individuo es, respecto al poder público, cada vez más un deudor de obediencia y de servicios? ¿Cuál es, pues, la razón de que, hasta nuestros días, se haya interpretado generalmente el movimiento histórico como una liberación progresiva del individuo?

La razón es que el Estado y el individuo no están solos en la sociedad. Existen otros poderes, poderes sociales, a los que el individuo también debe obedecer y servir; de modo que el sujeto puede ser más sensible, y el observador considerar como mayor atención, a la disminución o desaparición de las obligaciones para con un poder social que a la agravación de las obligaciones respecto al Poder estatal.

Puesto que todo poder en la sociedad descansa en la obediencia y en los tributos, se establece naturalmente una lucha entre los diferentes poderes, que se disputan al individuo en este terreno. Lo que impulsa el avance del Estado es que lucha contra otros amos, y se tiende a considerar más el retroceso de estos poderes que el avance del Poder estatal. Sólo en una sociedad idealmente simple, en la que no existieran esos poderes sociales, podría ocurrir de otro modo.

Cuando la sociedad se acerca a este modelo abstracto, como ocurre en las comunidades campesinas libres en que todos son poco más o menos igualmente propietarios, entonces el Poder encuentra un máximo de resistencia. No sólo no crece, sino que no puede mantenerse como cuerpo distinto en la sociedad. Permanece o se convierte en cosa pública, y los miembros de la sociedad participan alternativamente en un mando cuyas atribuciones se cuidan bien de no incrementar.

Pero lo normal es que la sociedad presente un aspecto muy distinto. En ella se da una inextricable fusión de formaciones yuxtapuestas dentro de las cuales existen relaciones de dependencia y relaciones de explotación, o bien ella misma es jerarquía, desigualdad, lucha de clases, como ya observara Platón: «Todo pueblo, por pequeño que sea, está naturalmente dividido en dos pueblos, el de los pobres y el de los ricos, que se hacen la guerra.»[253]

Así, pues, el Poder ejerce su presión en un medio complejo. Y como las situaciones de los hombres son diferentes, lo mismo que sus intereses y aspiraciones, no encuentra sólo resistencias, sino también ayudas. ¿Quiénes son sus auxiliares? ¿Y sus adversarios?

Conflicto del poder con la aristocracia; alianza con la plebe

Vemos ante todo que si, en la sociedad, existen diversas autoridades que rigen la conducta de los grupos, grandes o pequeños, éstas se encuentran por necesidad en conflicto con el Poder en cuanto pretende regir la conducta de todos y cada uno: puesto que las prerrogativas de esas autoridades constituyen un obstáculo a las del Estado, éste trata de quebrantarlas. Por el contrario, quienes soportan el dominio de estos príncipes sociales no lamentan el avance del Estado, puesto que no pierden su libertad; a lo sumo, una imposición viene a sustituir a otra. Cuando el Poder trata de incrementar sus medios, choca con estos otros poderes sociales, que se le han adelantado en captar esos recursos. ¿En qué consisten la riqueza y el poder sino en disponer de una masa de trabajo y energías humanas? Se es rico en la medida en que se puede obtener satisfacción de esta masa. Se es poderoso en cuanto se puede utilizar estas fuerzas para imponer la propia voluntad. La palabra riqueza evoca una multitud de servidores, y una comitiva de soldados la palabra poder.

Ahora bien, siempre y por doquier se ha explotado el trabajo humano y las energías humanas han sido domeñadas. Si el Poder pretende hacerse con ellas, tiene que arrebatárselas a los primeros ocupantes: líderes de grupos, propietarios de recursos, perceptores de diezmos, empleadores de trabajo. Son éstos los despojados, no sus instrumentos, que sólo cambian de amo. Por lo que las víctimas predestinadas y enemigos naturales del Poder en su proceso de expansión son los poderosos, los jefes, los que ejercen una autoridad y tienen poder en la sociedad. Para atacarlos no es preciso que les sea hostil; guiado por su instinto de animal, derriba lo que constituye un obstáculo a su avance, devora todo aquello de que puede alimentarse.

Es obstáculo cualquier autoridad distinta de la suya. Es alimento cualquier energía dondequiera que se encuentre. Si el átomo humano portador de esta energía se inserta en una molécula social, el Poder hará lo posible por desmontar esa molécula. Su tendencia niveladora no es un carácter que adquiera, como suele creerse, cuando se hace democrático. Es nivelador porque es Estado, en cuanto es Estado.[254] No es preciso que la nivelación figure en su programa: está en su destino. Desde el momento en que pretende apoderarse de los recursos existentes en la comunidad, se ve naturalmente inducido a destruir los edificios sociales, como el oso en busca de miel a romper los panales de la colmena.

¿Cómo acoge la plebe de los dependientes y explotados la secular labor destructora del Poder? Con alegría, por supuesto. Se trata de demoler a los poderes dominantes, empresa inspirada ciertamente por la ambición, pero en la que los dominados celebran su emancipación. Se trata de romper la concha de los pequeños dominios particulares para apoderarse de su sustancia energética: hazaña impulsada por la voracidad, pero que los explotados saludan como la caída de sus explotadores.

La última consecuencia de esta prodigiosa labor de agresión permanece disimulada durante mucho tiempo. Hay, sin duda, un poder general que se erige en lugar de los poderes particulares, una estatocracia[255] en lugar de las diversas aristocracias. Pero la gente no puede menos de aplaudir: los más preparados acaban enrolándose en el ejército del Poder, en la administración, para convertirse en ella en amos de sus antiguos superiores sociales.

Es, pues, lógico que la plebe acabe aliándose con el Poder, agente de la expansión del Estado, al que facilita su labor por su pasividad e incita por sus expectativas.

El poder, ¿conservador o revolucionario?

Representar al Poder como naturalmente entregado a derribar, a despojar a las autoridades sociales, como necesariamente impulsado a aliarse con la plebe, equivale a chocar con las ideas recibidas. Descubrir en él a un revolucionario suena a paradoja. Para una mente reflexiva, cualquier olor a paradoja es algo que le advierte que tiene que volver sobre sus pasos y reiniciar el camino.

No sólo me enfrento aquí al sentimiento común, sino también al de un Montesquieu y un Marx. La nobleza, dice el primero, tiende a defender el trono; el Estado, afirma el segundo, es un instrumento de dominación de una clase por otra. En efecto, ¿quién se beneficia de la protección de las leyes, de las decisiones de la magistratura, de las intervenciones de la policía? Los que poseen, cuya situación es legitimada, garantizada y defendida por los poderes públicos. ¿Y quién, sino las víctimas del orden social, considerará el Poder como su enemigo? El proletario, excluido de la propiedad, se enfrenta forzosamente al policía, que es su guardián.

La historia está llena de las crueldades del Poder contra aquellos que pretendieron sacudirse el yugo aristocrático. ¿Será preciso enumerar las matanzas de las jaquerías o los fusilamientos de huelguistas? Por lo demás, se dirá, el Poder no hacía sino cumplir con su función. Pues ¿cómo habría podido el rey feudal reunir un ejército si los señores que debían aportar sus respectivos contingentes no hubieran sido obedecidos en sus dominios? ¿Y cómo habrían podido los industriales pagar sus impuestos si sus obreros hubieran podido abandonar bonitamente su trabajo?

Todo esto demuestra, se dirá, que el Poder es por naturaleza conservador de los derechos adquiridos. Incluso en nuestros días, en que se encuentra en manos de representantes de la mayoría, por lo que se ve empujado a destruir las autoridades sociales, vemos, sin embargo, cómo mantiene con una mano lo que ataca con la otra: continúa sancionando el derecho hereditario, al tiempo que, ley tras ley, va vaciando la sustancia de la herencia.

El ejemplo está bien elegido. Vemos cómo el Estado desempeña a la vez dos funciones, garantizando con sus órganos las situaciones establecidas y minándolas con su legislación. La verdad es que el Estado ha desempeñado siempre este doble papel. Es cierto que la magistratura, la policía, el ejército si es preciso hacen respetar los derechos adquiridos. Y cuando se le considera como a un conjunto de instituciones, como un mecanismo, salta a la vista que estas instituciones son conservadoras, que este mecanismo funciona para la defensa del orden social establecido.

Ya hemos manifestado nuestra intención de no estudiarlo como un «algo» sino como un «alguien». En cuanto mecanismo, desempeña automáticamente su función conservadora; en cuanto algo vivo, con vida propia, que se alimenta y crece, no puede alimentarse y desarrollarse sino a expensas del orden social. Si lo examinamos en su ser, aparece como defensor de los privilegios. Pero si se le examina en su devenir, aparece como forzoso agresor del patronato, término en el que incluyo toda forma de autoridad social.

A lo largo de nuestra historia, los reyes mantuvieron una corte cada vez más brillante, un personal cada vez más numeroso. Todos estos cortesanos y «oficiales» fueron substraídos a los señores, quienes al mismo tiempo perdían sus seguidores y administradores. El Estado moderno alimenta una inmensa burocracia; y paralelamente se observa el correspondiente descenso en el servicio doméstico de los propietarios.

La explotación de la masa productora permite, en un momento dado del progreso técnico, mantener a un determinado número de no productores. Según que la explotación beneficie a las autoridades sociales o a las autoridades políticas, estos no-productores se dispersarán en numerosos grupos o se reunirán en un cuerpo gigantesco. La necesidad, la tendencia, la razón de ser del Poder consiste en reunirlos a su servicio. Pone en ello tal entusiasmo, no sistemático sino instintivo, que necesariamente destruye el orden social del que emana.

La «depresión» en la ola estatocrática

Esta tendencia no depende de la forma de Estado, sino de la esencia del Poder. Este es el necesario agresor de las autoridades sociales y su verdadero vampiro; vampirismo tanto más activo cuanto más vigoroso es el Estado. Cuando cae en manos débiles, y se organiza contra él la resistencia aristocrática, el carácter revolucionario del Estado desaparece momentáneamente, ya sea porque las fuerzas aristocráticas oponen a la débil presión estatal una defensa capaz de detenerla, ya sea más bien porque pone al agresor bajo su vigilancia y ponen sus garantías en la ocupación misma del Estado. Eso fue precisamente lo que sucedió en las dos épocas en que se formó el pensamiento de Montesquieu y el de Marx.

Para comprender la contra-ofensiva de las fuerzas sociales, hay que tener en cuenta que el proceso destructor de las aristocracias va acompañado de un proceso inverso. Los grandes, si no dependen del Estado, son humillados, pero al mismo tiempo surge una estatocracia, y estos estatócratas no sólo se apropian colectivamente de las fuerzas sociales, sino que también tienden a apropiárselas individualmente, y por lo tanto a apartarlas del Poder y volverlas contra la sociedad, en la que entonces, por la afinidad de situaciones e intereses, unen sus fuerzas a las antiguas aristocracias en retirada.

Por lo demás, a medida que el ácido estatista va descomponiendo las moléculas aristocráticas, no se apodera de todas las fuerzas que libera. Una parte queda libre y ofrece a los nuevos capitanes sociales el personal necesario para la edificación de los nuevos principados. Así, la ruptura de la célula feudal en la alta Edad Media proporcionó a los mercaderes la mano de obra con la que construyeron su fortuna y su importancia política.

Así, cuando en Inglaterra la avidez de Enrique VIII atacó a las autoridades eclesiásticas para encontrar en el expolio de sus riquezas los medios de su política, la mayor parte de los despojos de los monasterios pasaron a unas manos particulares muy bien seleccionadas. Y de este modo se constituyeron las primeras fortunas del naciente capitalismo inglés.[256]

Así se reconstruyen sin cesar las nuevas colmenas que albergan energías de un nuevo género y que inspiran al Estado nuevas codicias. Por eso la agresión estatista no parece llegar nunca a su término lógico, la completa atomización de la sociedad en la que no existirían ya sino elementos individuales cuyo único dueño y explotador sería el Estado.

Podemos percibir aquí el carácter general de la acción del Poder sobre la sociedad, y cómo la lucha del Poder en busca de más poder interfiere en la lucha de clases. Debemos ahora analizarlo más de cerca. Ante todo, ilustraremos con tres ejemplos el problema que plantea al Poder la constitución de la sociedad en células autónomas y cerradas. Luego mostraremos hacia qué objetivo final se encamina la agresión estatista. Y, finalmente, en otro capítulo, mostraremos esa agresión en movimiento, destacando los grados de su evolución, los factores que la determinan, los obstáculos con que tropieza y los medios extraordinarios que necesita para vencer estos obstáculos.

Las grandes sociedades que llamamos «políticas» no nacen de repente, como imaginaba Hobbes, de suerte que el Poder no tuviera más que crear el orden entre una multitud de individuos. Por el contrario, son el resultado de la unión, violenta o consentida, de sociedades más pequeñas y mucho más antiguas que —por lo que respecta a los pueblos indoeuropeos— llamamos sociedades gentilicias.

Estas sociedades son grupos coherentes, ordenados, que obedecen a sus propias autoridades. Lo único que tiene que hacer la autoridad política es sobreponerse a ellas, imprimir en esos grupos primitivos cohesión y orden.

La ciudad ateniense, explica Fustel,

debió de parecerse mucho a un Estado federal. La asociación no había en modo alguno destruido la constitución interior de cada genos: ni siquiera la había modificado. Esta especie de gran familia, a pesar de convertirse en parte de la ciudad, conserva su antiguo culto, sus costumbres, sus leyes, sus fiestas, su jurisdicción interna. Permanece bajo el gobierno de su jefe eupátrida y continúa formando un pequeño Estado monárquico en cuyo seno el poder de la ciudad no se dejaba sentir.[257]

Incluso el homicidio de una persona cometido por otro miembro del genos no requería la intervención del Poder. Correspondía al jefe responsable castigar el delito según su parecer. Sólo cuando se trataba de un crimen en el que el autor y la víctima pertenecían a grupos diferentes intervenía el rey. Y aun entonces actuaba en calidad de pacificador. No castigaba un acto por el que sólo los «hermanos» del muerto tenían que indignarse. Trataba de evitar que la venganza perturbara la armonía entre los grupos y, a tal fin, exigía de la familia del culpable una reparación que pudiera satisfacer a los vengadores.

Así, pues, este Poder sólo tiene trato con los jefes de los grupos, entre los cuales es árbitro y a los cuales manda. Su autoridad no penetra en el interior del grupo. Los autores del siglo XIX consideraron una leyenda la revolución desatada en Roma con motivo de la violación de Lucrecia. Pero el hecho no es inverosímil, puesto que en un estadio de civilización semejante, el rey noruego que hace irrupción en una morada familiar ve cómo se levantan contra él todos los hombres libres, los cuales le buscan para matarlo, y si escapa, le prohíben para siempre regresar al país.

El Poder no es, pues, sino una especie de presidencia que sobre los demás jefes ejerce el más valeroso, el más rico, el más respetado entre todos ellos. La sociedad política no es más que una yuxtaposición de pirámides sociales que sólo se tocan por sus vértices. El ejército, como vemos en la Ilíada, no es más que el conjunto de contingentes particulares. En tiempos históricos, vemos cómo todavía la gens Fabia emprende sola una expedición militar. Por consiguiente, el rey tiene que consultar permanentemente con sus pares, que son los únicos que pueden prestarle las fuerzas que necesita. Es comprensible que se sienta tentado a cambiar su autoridad mediata por una autoridad inmediata y a reivindicar la obediencia directa de los miembros del genos. Pero entonces usurpa el terreno reservado a los «padres» y entra en conflicto con ellos. Y por lo mismo se convierte en aliado de los elementos que pretenden escapar a la dura ley patriarcal.

Romper el cuadro gentilicio es, pues, para el Poder un objetivo de la mayor importancia. La resistencia que se le puede ofrecer es el escollo que ocasiona su naufragio. Pero el Poder que consigue vencer esa resistencia, aunque sea mandatario de la aristocracia gentilicia, prosigue en su tarea, ya que esa labor es esencial al desarrollo del Poder. Tal es la razón de que la clasificación de los ciudadanos, atribuida a Solón y a Servio Tulio, revista en la historia griega y romana una importancia tan capital. Con ella se pretende romper los grupos naturales, cuyos miembros son distribuidos en categorías para convertirse individualmente en soldados, contribuyentes o electores.

La lucha contra la célula familiar no tiene término. Prosigue a lo largo de la historia. Con una perspicacia admirable, Sumner Maine tomó como hilo conductor de su exposición de la evolución del derecho romano los sucesivos retrocesos de la patria potestas. En un principio, el legislador no se ocupó del hijo, de la hija, del esclavo, sometidos únicamente a la ley del padre. Estos personajes se van convirtiendo progresivamente en sujetos de derecho: el Estado ha conseguido irrumpir en un mundo del que antes estaba excluido; ha reivindicado como sometidos a su propia jurisdicción a quienes antes sólo estaban sometidos al padre.

El poder ante la célula señorial

Acabamos de ver cómo el Poder político se empeña en romper una «jefatura» preexistente. Veamos ahora cómo se comporta en relación con una «jefatura» que nace con él. Puede decirse, en efecto, parafraseando a Shakespeare: «La monarquía y la aristocracia feudales son dos leones nacidos el mismo día.»

En la fundación de los Estados europeos hubo una cierta piratería. Los francos que conquistaron la Galia; los normandos conquistadores de Inglaterra y de Sicilia, y hasta los propios cruzados en Palestina, todos ellos se comportaron como aventureros asociados que se repartieron el botín. ¿Qué botín? Ante todo, los tesoros; luego las tierras, pero no desiertas, sino pobladas de hombres cuyo trabajo permitirá vivir al vencedor. A cada uno, pues, su parte del botín. Y así el simple guerrero se convierte en señor, como lo testimonia la evolución de la palabra baro, que en Germania significaba «hombre libre» y en la Galia el hombre de clase.

Donde ya existía, permanece el aparato del Estado: es naturalmente la parte que corresponde al jefe. Pero cuando un bárbaro como Clodoveo se encuentra ante el mecanismo administrativo del Bajo Imperio, no lo comprende. No ve en él más que un sistema de bombas aspirantes que le proporcionan una corriente de riquezas de las que disfruta,[258] sin preocuparse lo más mínimo de los usos públicos a que esas riquezas estaban destinadas. Y lo que entonces sucede es que hace partícipes de la fortuna del Estado a sus mejores compañeros, bien concediéndoles tierras, o bien asignándoles las rentas del fisco.

De este modo el gobierno civilizado se va arruinando gradualmente, y la Galia de los siglos IX y x se queda reducida al mismo estado en que Guillermo encontrará la Inglaterra del siglo XI.

Entonces se impone el sistema de gobierno bárbaro, que es el de los «hombres de confianza».[259] Es indiferente que Carlomagno utilice como points d'appui del Poder a los poderes entonces existentes, o que Guillermo cree sus propios hombres influyentes atribuyéndoles grandes feudos. Lo esencial es que la autoridad central inviste como representantes suyos en una región a quienes ya se encuentran en ella, o que los convierta en sus principales propietarios.

Por una general inclinación del genio bárbaro, o más bien por una inclinación que es natural a todo hombre pero que en los bárbaros no encuentra ningún principio de oposición, estos hombres poderosos no tardan en confundir su función con su propiedad, función que ejercen como algo propio suyo. Y así cada dominador local se convierte en legislador, juez, administrador de una especie de principado más o menos extenso cuyo tributo le permite vivir con sus servidores y sus guerreros.

Pero el Poder así liquidado resucita aguijoneado por sus propias necesidades. Los medios de que dispone no guardan proporción con la extensión del área que de él depende y con la población que le reconoce como soberano, lo cual se debe a que las fuerzas humanas disponibles han sido captadas por el señor. Lo que en otro tiempo era un impuesto se convierte ahora en deuda feudal. La única solución consiste en extraer de la célula señorial los recursos que ésta encierra. Por eso la monarquía establece en los confines de cada territorio señorial unos burgos o municipios que hacen la función de ventosas que aspiran los mejores elementos de la población. De este modo el señor tendrá menos vasallos a quienes cobrar impuestos y el rey más burgueses agradecidos por las franquicias recibidas y que, cuando el rey lo necesite, le ayudarán con sus propios bienes. La monarquía interviene también por medio de sus oficiales entre el señor y sus súbditos para que aquél se limite a percibir los censos fijados por la costumbre y se abstenga de gravar arbitrariamente a sus hombres.

Así, con una mano el monarca contiene las exigencias del señor, pero con la otra se ayuda a sí mismo. Pide «ayudas» cada vez con mayor frecuencia; es decir, que en lugar de vivir sólo de los trabajadores que le están directamente sometidos, vive cada vez más de quienes están sometidos a los señores.

Los cahiers de los Estados Generales están llenos a la vez de invocaciones al rey para que impida las exacciones de los señores y de protestas contra la progresiva extensión de las exigencias reales.

Sin duda, el Poder aparece cada vez más como protector; pero la realidad es que cada vez es más ávido. Su lucha contra la célula feudal es esencialmente la de un acreedor de segundo grado que trata por todos los medios de liberar al deudor de un préstamos de primer grado, no por generosidad, sino para convertirse el mismo en acreedor. No podemos menos de admirar la forma en que el Poder, aun sin darse cuenta, consigue sus propios fines.

Es bien sabido que las guerras han sido siempre ocasión para multiplicar las «ayudas» solicitadas por el monarca. En el conflicto anglofrancés, estas ayudas eran excepcionales, pero a lo largo del mismo se fueron haciendo cada vez más frecuentes, hasta que finalmente Carlos VII pudo establecer la capitación permanente, a la que vino a añadirse la supercapitación, y, sobre esta base, todo un creciente edificio de contribuciones.

Menos conocido es el hecho de que este avance continuo de las exigencias del Estado sólo fue posible por el incesante retroceso de las percepciones feudales. El trabajador no habría podido soportar la duplicación de las exacciones; pero, en realidad, la una reemplazaba a la otra, que iba desapareciendo poco a poco por efecto de las devaluaciones monetarias.

Existe un gran desconocimiento acerca de las causas de estas devaluaciones, cuyos efectos suelen subestimarse. Los reyes no fueron por lo general falsificadores de la moneda, es decir no hicieron, con el fin de facilitar sus pagos, forjar monedas más ligeras dándoles el mismo valor nominal. Los hechos se desarrollaron de forma muy distinta. Para sus fines de poder, esencialmente para las necesidades militares, se precisaban grandes cantidades de metales preciosos. El medio de atraerlos a las cecas consistía en ofrecer un precio más alto por el marco de oro[260] o el marco de plata. Entonces afluían estos materiales, pero como el precio del marco en libras había subido,[261] y con el fin de no incurrir en pérdidas en el cambio, tenían que acuñar y poner en circulación monedas adicionales con un valor nominal más alto. Tal fue el verdadero proceso de las depreciaciones: su ritmo sigue al de las necesidades del Estado.

Pero como la aristocracia vivía de las rentas de los campesinos, fijadas en plata, cada devaluación significaba un empobrecimiento para los señores y un correlativo enriquecimiento de los campesinos. En cuatro siglos, el contenido en plata de la libra fue cayendo progresivamente hasta alcanzar la decimoctava parte de su valor antes de la Guerra de los Cien Años. Es fácil imaginar cuánto está sola causa[262] erosionó las rentas señoriales. Es cierto que el señor feudal, mientras seguía siendo dueño absoluto de los hombres que estaban bajo su jurisdicción, podía compensar la disminución de sus ingresos reales elevando las rentas. Pero al principio no comprendía el significado del fenómeno, y cuando finalmente quiso proceder a efectuar los necesarios ajustes, la justicia real era ya lo suficientemente fuerte para impedírselo. El resultado fue que, al final de la monarquía, los grandes señores, con propiedades inmensas, no disfrutaban sino de unas rentas relativamente pequeñas, por lo que se vieron reducidos a la mendicidad de las pensiones.[263]

Así, incluso allí donde no lo pretende, el Poder, por el impulso que le imprime su propia naturaleza, arruina a los poderosos y libera a los que están sometidos, y al cerrar la puerta de una explotación, la abre a la suya propia.

El poder ante la célula capitalista

Si la aristocracia gentilicia preexistió a la ciudad antigua; si la aristocracia feudal fue gemela de la monarquía gótica, la aristocracia capitalista es la hermana menor del Estado moderno. Se ha formado a su sombra, y se podría decir que es hija suya, si bien la persigue con una voracidad digna de Saturno.

Al arrancar a los hombres de las formaciones cerradas de las que antes eran partes integrantes, el Poder crea la condición fundamental de una economía mercantil: la doble disponibilidad de los individuos como fuerza de trabajo y como capacidad de consumo (como productores y consumidores).

Mientras el Poder sigue empeñado en su lucha contra los poderosos que tienen atrapados a los hombres en sus vínculos de dependencia personal, ve con simpatía la ascensión de los ricos, con los que su autoridad no parece que sufra menoscabo alguno, ya que no tienen a sus órdenes un grupo que reciba su ley e ignore la del Estado. Esa es la razón de que las famosas clasificaciones de Servio Tulio y de Solón, ideadas para reducir a las aristocracias gentilicias, tengan el efecto de elevar a los ricos; la razón de que unos reyes obstinados en destruir a los señores feudales sean también los más favorables a los mercaderes, los banqueros, a los dueños maestros fabricantes.

Un armador no es un jefe de marineros que los substraiga al Poder, sino un empleador que, por el contrario, los pone a disposición del Poder cuando a éste le apetezca. Así se explica el favor que Francisco I, por ejemplo, dispensó a Ango. Un banquero no busca el poder sino la riqueza. Viene a constituir una especie de depósito al que el Poder acudirá, cuando llegue el caso, para transformar esa riqueza en poder.

Así, pues, una aristocracia mercantil no sustrae fuerzas al Estado, sino que aporta unas fuerzas virtuales que se harán reales cuando las circunstancias lo reclamen. Bajo este aspecto es como el Poder ha considerado exclusivamente, durante mucho tiempo, el poder del dinero.

Pero al fin la demolición de todas las demás dominaciones sociales dejó al poder financiero dueño del terreno. Y entonces éste se convirtió en creador de nuevas células. Esto fue bastante claro en relación con los industriales. No sólo el patrón hacía la ley en su fábrica, sino que además construía junto a ella una aldea obrera en la que ocupaba la posición de príncipe, hasta el punto de que, por ejemplo, en algunos estados del Sur de Estados Unidos, el industrial, propietario del terreno en que se había construido la fábrica, no reconocía más policía que la suya.

Celoso de todo mando por poco rival del suyo que sea, el Poder no puede tolerar esta independencia. Como en todas las demás luchas contra las formaciones aristocráticas, también aquí recibe la llamada de los dominados. Penetra en la ciudad industrial, en el taller incluso, donde introduce su ley, su policía, su reglamento laboral. Si no conociéramos sus viejas agresiones contra las formaciones aristocráticas, podríamos pensar que esta nueva agresión no es más que una consecuencia del carácter popular del Estado moderno y de las ideas socialistas. Sin duda, esos factores han desempeñado un papel importante, pero le bastaba al Poder el hecho de ser Poder para intervenir.

La célula financiera es menos visible que la industrial. Por medio de la disposición del dinero, y sobre todo de millones, decenas, centenares de millones de ahorros particulares, los poderes financieros han podido construir los gigantescos edificios de sus sociedades, imponer sobre quienes de ellos dependen, cada vez más numerosos, una autoridad cada vez más manifiesta. También estos imperios han sufrido el asalto del Poder. La señal no la dio un Estado socialista, adversario por principio de los señores capitalistas, sino Teodoro Roosevelt, hombre del Poder y por lo tanto enemigo de los poderes particulares.

Se ha trabado así una alianza tan natural como la del Poder antiguo con los aprisionados en las células gentilicias y como la de la monarquía con los siervos de la gleba: la alianza del Estado moderno con los explotados de la industria capitalista y con los dominados por los grupos financieros.

El Estado ha conducido a menudo esta lucha con cierta desgana, en la medida en que con ello renunciaba a sí mismo o a su función de Poder; una renuncia favorecida por la debilidad interna del Poder moderno, ya que la precariedad de su posición incitaba a sus pasajeros ocupantes a traicionarle en beneficio de las aristocracias financieras.

Pero el Poder ejerce una natural atracción sobre quienes pretenden servirse de él. Con la misma fatalidad con que los antifeudales quisieron ocupar los puestos del Estado monárquico se propusieron los anticapitalistas ocupar los del Estado burgués.

No es que estos enemigos del capitalismo fueran los artífices del debilitamiento de los poderes capitalistas. Al margen de ellos se produjo, por ejemplo, la desviación en la fuente de las corrientes financieras que alimentaban el poder capitalista. La expansión de las cajas de ahorro, la acumulación de sus ganancias en un banco gigantesco, muy superior a cualquier banco capitalista, su engrosamiento por los fondos sociales, el empleo de los depósitos de los bancos comerciales en la subscripción de deuda pública; en una palabra, todo lo que ha puesto a disposición del Poder el grueso de la riqueza pública se ha producido al margen de toda intención socialista.

Fueron las necesidades del Estado, no un proyecto anticapitalista, las que condujeron al desarrollo de ese instrumento tan eficaz, el impuesto sobre la renta, al que están ligados los nombres de Pitt y Caillaux.

Finalmente, bajo el nombre de socialización o de nacionalización, el Estado tiende a hacer suyos los grandes edificios de la feudalidad económica: compañías de ferrocarriles, distribuciones eléctricas, y lo que viniere después. Si se quiere considerar estas operaciones como el fruto de ciertas doctrinas, no habría que recurrir a nada ajeno de su propia época, y se podría ignorar todo lo que se refiera al comportamiento milenario del poder; pero la realidad es que todo esto son manifestaciones normales del poder, que no se diferencian en nada de las confiscaciones de los bienes monásticos en la época de Enrique VIII. El principio es el mismo: apetito de autoridad, sed de recursos; y las mismas características distinguen a todas estas operaciones, incluido el rápido encumbramiento de los beneficiarios de los despojos. Ya sea o no socialista, el Poder tiene que luchar forzosamente contra la autoridad capitalista y hacerse con la riqueza acumulada por los capitalistas, en lo cual no hace sino seguir su propia ley. Socialista o no, aparece necesariamente como el aliado de aquellos que soportan el dominio capitalista. Seguramente interviene la filantropía en esta alianza. Pero el instinto de crecimiento del Estado orienta fatalmente esta filantropía a la gloria y fortalecimiento del Poder.

Un rasgo particularmente interesante de la lucha que mantiene el Poder en nuestra época es que hasta ahora se venía dirigiendo exclusivamente contra una de las categorías de poder social que surgieron en la segunda mitad del siglo XIX: contra el poder capitalista y no contra el poder sindical.

La evolución de estos dos poderes ha sido casi paralela. Al principio ambos fueron asociaciones reales entre propietarios u obreros que se conocían unos a otros. Ambos, ayudados por el desatino de las legislaciones, crecieron hasta alcanzar dimensiones gigantescas, cambiando entonces de estructura. Se convirtieron en asociaciones falsas en las que un aparato dominador se impuso a los asociados, no menos independiente del control de éstos que los gobiernos políticos del control popular. ¿Se volverá el Poder político, una vez vencido el poder capitalista con la ayuda del poder sindical, contra este último poder?

Si no lo hace, no será él quien ejerza los enormes derechos de que es acreedor frente a los individuos, sino que serán las baronías sindicales las que los ejerzan, quedando el Estado reducido a la «cosa pública» de esas baronías. Pero el Poder también es capaz de mantener al poder sindical en una posición subordinada, como ocurre en Rusia. Es ésta una batalla que, en todas partes, se está librando ante nuestros ojos.

¿A qué conduce, pues, esta incesante lucha del Poder contra los otros poderes que se forman en la sociedad? ¿Esta voracidad indeclinable del gran consumidor de energías humanas frente a todas las sucesivas condensaciones de estas energías?

El Poder estatal no cejará en su empeño mientras no acabe con cualquier otro poder; mientras no consiga arrebatar a todos de cualquier autoridad familiar y social para someterlos íntegramente a su propia autoridad; mientras no consiga la perfecta igualdad de todos los ciudadanos al precio de su igual aniquilamiento ante su dominio absoluto y la eliminación de cualquier otra energía que no provenga de él y en tanto no desaparezca cualquier superioridad que no sea consagrada por el Estado. En una palabra, mientras no alcance la atomización social, la ruptura de todos los lazos particulares entre los hombres, de modo que ya sólo se mantengan unidos por la común servidumbre que los ata al Estado. Por una fatal convergencia, se juntan los extremos del individualismo y del socialismo.

Al parecer, todas las sociedades históricas han sido sucesivamente arrastradas hacia esta constitución en la que toda vida afluye hacia el Poder y todo movimiento emana de él. Constitución despótica, donde no hay riqueza, poder e incluso libertad sino en el Poder, de tal forma que éste se convierte en objeto de toda ambición y quienes lo detentan no pueden ponerse al abrigo de una competencia generadora de anarquía, a no ser fortificándose en su divinización.

El sentimiento que experimentamos hacia esta constitución «imperial » de la sociedad es el mismo que experimentaba Tácito. Pero honradamente tenemos que admitir que en algunas épocas la gente se sintió feliz viviendo tranquilamente, aunque fuera bajo la protección de sus guardianes. Sucedía que una soberanía sin límites, que lo podía todo sobre ellos, les exigía muy poco. Esa soberanía no perseguía ninguna gran empresa, no estaba animada por ningún fanatismo y no temía a ningún rival exterior. Pero todas estas condiciones no habrían sido suficientes sin otra condición realmente decisiva: que el Poder tenía una fuerza proporcionada a su extensión.

Cuando una voluntad enérgica y persistente ejerce incluso los poderes más amplios, la costumbre acaba amortiguando el peso de las obligaciones y de las prohibiciones que inflige. La seguridad del Poder, tanto interior como exterior, permite un alivio indudable. En algunas épocas del Imperio romano la efectiva libertad de las personas fue, al parecer, muy grande.

Pero no ocurre así si la fuerza del Poder está, por así decirlo, en razón inversa a su extensión, como podemos verlo hoy, cuando los controles políticos, presentes en todo y en todas partes, sufren simultánea o sucesivamente presiones contradictorias, y quien domina en una sociedad regimentada no es una sola mano sino un confuso revoltillo. A falta de una reducción en la amplitud de los derechos del Estado, nada hay más cierto que el hecho de que las riendas del gobierno acabarán todas en una sola mano imperial, sea cual fuere su nombre y el origen de donde proceda.

¿Hacia qué forma tiende entonces la sociedad igualitaria donde el poder supremo no parece ser ya capaz de reunir a una multitud excitada? El antiguo Imperio egipcio puede darnos una idea, según la descripción de Jacques Pirenne:

En una sociedad individualista, en la que no existe ningún grupo familiar o social, todas las funciones públicas las desempeña exclusivamente el Estado. La primera de todas es la de garantizar la seguridad exterior. A tal fin, el Estado dispone de una organización militar profesional, distinta de los poderes civiles y cuyo jefe supremo es el rey. El ejército, dividido en unidades tácticas colocadas bajo el mando de oficiales de carrera, está equipado, abastecido y conservado por un servicio de intendencia; la flota, formada por grandes naves, se construye en astilleros del Estado; las ciudadelas de las fronteras las construye el servicio de obras militares. Por lo demás, el ejército está formado por reclutas; y la nación disfruta de la seguridad que el ejército le proporciona sólo porque soporta la carga del servicio militar que el Estado le impone.

La paz interior está asegurada por la organización judicial, la primera en dignidad entre todas las administraciones civiles. Toda justicia emana del rey, en cuyo nombre los tribunales de primera instancia y de apelación pronuncian sus sentencias. Es cierto que las partes pueden recurrir a la jurisdicción arbitral, pero ésta no tiene valor y autoridad sino porque el Estado garantiza la ejecución de sus decisiones.

El ejército y la organización judiciaria garantizan la seguridad exterior e interior, respectivamente, de la vida social. Ésta descansa en los servicios de la administración civil, que confiere y conserva a cada uno su lugar en la sociedad; en el catastro, base de toda propiedad privada; en el registro, que, por la inscripción de los actos de transmisión y de los contratos, interviene para asegurar el respeto de los compromisos contraídos y para garantizar a cada cual la plena disposición de sus bienes y derechos.

La vida económica depende en gran parte de la administración de las aguas. El marco cada vez más suntuoso de este Estado, que es también cada vez más poderoso, reposa en la administración de las obras públicas. La coordinación entre todos los departamentos está confiada a la cancillería.

Las oficinas de todos estos servicios cubren el país; por todas partes hay funcionarios de todo grado que escriben en papiros que se amontonan y luego se clasifican en los archivos del Estado.

De este modo la administración se convierte no sólo en la base sino en la condición misma de la existencia de esta sociedad individualista que no puede vivir sino gracias a la omnipotencia de un Estado tutelar, pero por ello mismo cada vez más presente. Y así la propia evolución de la administración provoca el crecimiento del Estado y multiplica sin cesar el número y la importancia de los servicios y de los funcionarios.

Todas estas funciones hay que retribuirlas. Es cierto que el Estado tiene grandes posesiones que producen enormes rentas. Pero las cargas a que tiene que hacer frente crecen sin cesar. No sólo le cuesta cada vez más cara la administración, sino que con el poder creciente del Estado aumenta también el prestigio del rey, el cual, elevado al rango de un dios, del más grande de los dioses, se rodea de una corte cuyo fasto exige un personal cada vez más numeroso de sacerdotes, de dignatarios, de cortesanos, de empleados y servidores. Y así las necesidades del Estado sobrepasan con mucho a las rentas de sus propios dominios, por lo que tiene que recurrir al impuesto.

La administración civil, el catastro, el registro, gracias a los cuales cada egipcio goza de la garantía de su propiedad y de sus derechos, permiten por un lado al Estado conocer con toda exactitud la fortuna de cada uno y, por otro, gravarle con un impuesto proporcional a sus ingresos. La administración de hacienda y el servicio de impuestos adquieren una importancia de primer plano, puesto que si la sociedad egipcia de la tercera a la quinta dinastías no fue viable sin su administración sabia y complicada, ésta no pudo subsistir sino gracias al rendimiento de los impuestos. La fiscalidad aparece así como una característica esencial del Imperio egipcio bajo la cuarta dinastía.

Si todos los egipcios son iguales ante la ley, su igualdad les reduce a todos a una igual obediencia a un Estado cada vez más poderoso, representado por el rey.[264]

Apogeo y desmembramiento del Estado

Así concluye el desarrollo del Estado. Se destruye la jerarquía social; los individuos son como guisantes fuera de la vaina y forman una totalidad numérica de elementos iguales. El Estado es el único principio de organización, y a ella se aplica con una autoridad extrema y minuciosa.

¿Significa esto que ya no existen privilegiados? Existen, ciertamente, pero no como algo preexistente al Estado, sino como una concesión del mismo.

El culto al rey, instituido para asegurar la omnipotencia del soberano y para exaltarlo por encima de los antiguos cultos locales a los que en otro tiempo la nobleza territorial había debido su poder y su prestigio, contribuyó en gran medida a destruir esta antigua nobleza; pero al mismo tiempo hizo nacer en el seno del funcionariado real una nueva nobleza no hereditaria que, aun debiéndolo todo al rey, fue erigiendo paulatinamente contra su autoridad una nueva y poderosa fuerza social.[265]

La omnipotencia de la burocracia convierte naturalmente a quienes ocupan los puestos decisivos de esta gran máquina en una nueva variedad de poderosos y nobles. Así ocurrió en el bajo Imperio Romano. Las aristocracias fueron trituradas por el fisco. Por el contrario, los que —a menudo libertos de razas sometidas— ocupaban posiciones estratégicas en el aparato aspirador de riquezas obtuvieron inmensas ganancias, acompañadas de gran consideración. Sobre ello observa Rostovtzef:

Las reformas de Diocleciano y de Constantino, al consolidar una política de expoliación sistemática en provecho del Estado, hicieron imposible toda actividad productiva. Esto no significa que no se hicieran grandes fortunas; por el contrario, se facilitó su constitución. Pero el principio de formación no era ya la energía creadora, el descubrimiento y la explotación de nuevas fuentes de riqueza, la mejora y desarrollo de empresas agrícolas, industriales y comerciales, sino la hábil explotación de una posición privilegiada en el Estado, para despojar tanto al Estado como al pueblo. Los funcionarios, grandes o pequeños, se enriquecieron por el fraude y la corrupción».[266]

Es lógico que estos nuevos señores trataran de apropiarse de las funciones que les reportaban tan grandes ventajas y que quisieran asegurar su transmisión a sus descendientes. En eso consistirá el sistema feudal.[267]

Vencedor de la aristocracia que se había formado en la sociedad, el Estado será desmembrado por la estatocracia concebida en su propio seno. Así, los beneficiarios del Estado se separan de él llevándose una dote de riqueza y de poder y dejándole pobre e impotente. Entonces el Estado no tiene más remedio que destruir estas moléculas sociales que acaparan unas energías humanas de las que tiene tanta avidez. Y comienza de nuevo el proceso de su expansión.

Tal es el espectáculo que nos ofrece la historia. Tan pronto es el Estado agresivo que derriba las construcciones patronales, como el Estado omnipotente y distendido que estalla como una espora madura, dejando escapar de su seno una feudalidad que le roba la sustancia.

Dinámica política

Este incesante hacer y deshacer ¿será acaso un proceso sin finalidad y sin término? No parece que sea así. Esta perenne construcción y destrucción del Estado marca el ritmo de la vida social.

No se espera del químico que acaba de descubrir una reacción que emita sobre ella un juicio de valor. ¿Por qué, pues, el analista político debería designar tal fase de esta incesante transformación como progreso y tal otra como decadencia?

Todo lo que se puede decir es que los contemporáneos tienen la sensación de progreso durante todo el periodo de construcción del Estado, sensación comparable a la euforia que, a lo largo de un ciclo económico, corresponde al periodo de subida de los precios. Cuando el proceso se acerca a su apogeo, se apodera de los espíritus más sensibles una especie de duda y de vértigo. Se percibe entonces que esta perfección de igualdad y esta minuciosidad de la organización son obra humana que no subsiste contra unas leyes naturales sino por una tensión de la voluntad, y que al primer relajamiento de los dirigentes, a la primera sacudida venida del exterior, se desmarcan los elementos más fuertes, en torno a los cuales se reagrupan los débiles.

Podemos entonces preguntarnos si la sociedad igualitaria creada por el Estado despótico es más o menos ventajosa para la masa explotada que la sociedad patronal. La pregunta no admite una respuesta rigurosa. Porque la condición del hombre atrapado en los lazos patronales o estatales depende menos de la naturaleza de su amo que del grado de competencia entre los amos. Miserable era la condición de las familias del condado de Lancáster empleadas en la industria del algodón en la época de la intensa competencia por la conquista del mercado mundial. En tales circunstancias, esos trabajadores se habrían beneficiado pasando al servicio de un Estado pacífico. Pero cuando los Estados se encuentran en una fase guerrera, incluso aquel Estado que proclama los principios más populares exige de sus ciudadanos un rendimiento productivo que hace añorar los más duros patronos privados.

Ahora bien, por una lamentable coincidencia, es precisamente en tiempos de guerra cuando con más ardor se aproxima el Estado a las clases laborales, mientras que en tiempos de paz las abandona de buena gana en manos de los patronos, con lo cual no hace más que seguir el ritmo de sus propias necesidades.

Si no se quiere hacer incomprensible la historia a fuerza de compartimentarla —política, económica, social—, tal vez se perciba que es esencialmente competencia de voluntades autoritarias que se disputan por todos los medios el material común de todos sus edificios: las fuerzas de trabajo humano.

Capítulo X

El poder y la plebe

Si el poder tiende naturalmente a crecer, y si no puede extender su autoridad e incrementar sus recursos sino a expensas de los poderosos, es natural que la plebe sea su eterna aliada. La pasión por el absolutismo tiene que conspirar forzosamente con la pasión por la igualdad.

La historia ofrece de ello una prueba continua, y a veces, como para hacer más evidente este proceso secular, le da un tinte dramático, como en el caso del dogo Marino Faliero. La nobleza veneciana era hasta tal punto independiente del dogo, que Michel Steno pudo insultar a la dogaresa sin recibir más que un castigo tan irrisorio, que el insulto resultaba redoblado. Esta nobleza estaba tan por encima del pueblo, que el plebeyo Bertuccio Ixarello, a pesar de sus hazañas navales, no obtuvo satisfacción alguna por una bofetada que le propinó Giovanni Dándolo. Según cuenta la leyenda, Bertuccio fue a enseñar al dogo la mejilla abierta por el anillo del patricio, con el fin de avergonzarle por su pasividad, diciéndole en esencial: «Destruyamos juntos este poder aristocrático que perpetúa la humillación de los míos y pone unos límites tan estrechos a tu poder.» Con el aniquilamiento de la nobleza, cada uno alcanzaría su objetivo: la plebe la igualdad y el Poder el absolutismo. Marino Faliero fracasó en su intento y pagó con su vida.

El suplicio de Jan van Barneveldt ofrece una réplica exacta. En la historia holandesa encontramos el mismo conflicto entre el príncipe que quiere aumentar su autoridad (en este caso los estatúderes de la casa de Orange) y los poderes sociales que se le oponen (aquí los ricos mercaderes y armadores de Holanda). Guillermo, comandante en jefe durante treinta difíciles y gloriosos años, estaba a punto de alcanzar la corona, que rechazó como César y Cromwell, cuando fue abatido por un asesino. El príncipe Mauricio heredó el prestigio de su padre, que él incrementó con nuevas victorias, y pensaba que había alcanzado su fin, cuando Barneveldt organiza discretamente la resistencia de los patricios y, con la conclusión de la paz, pone término a unas victorias peligrosas para la República.[268] ¿Qué hace entonces Mauricio? Se alía con los predicadores más ignorantes, los más indicados por su salvaje intolerancia para excitar al bajo pueblo; con su ayuda, lanza a la multitud contra Barneveldt cuya cabeza reclama. Esta intervención de la plebe permite a Mauricio ejecutar al principal opositor a su tiranía. Si no consiguió el Poder, no fue por error en la elección del medio, pues uno de sus sucesores, Guillermo III, acabará convirtiéndose en dueño del país a través de un levantamiento popular que decapitará a Juan Witt, el Barneveldt de la época.

Witt y Barneveldt siguen la tradición de Catón; defienden una cosa pública administrada por los hombres mejor considerados de la comunidad. Los príncipes de Orange siguen la tradición de César: sublevan al pueblo para imponer su autoridad suprema. Cualquier estudiante conoce estas escenas tumultuosas: Catón, arrancado de la tribuna de oradores por una multitud enfurecida que vanamente le advierte que si hacen callar a sus superiores es para darse un dueño.

Nos es bien conocida la aportación de la demagogia a la ambición, pero nuestro conocimiento de las violentas conspiraciones del Poder con la plebe dejaría mucho que desear si no destacara su conjura permanente, pacífica y secular. Lo que César realizó en unos pocos años, la monarquía capeta empleó cuatrocientos en llevarlo a cabo; pero se trata siempre de la misma tarea y de la misma táctica.

Siempre y en todas partes la aristocracia se opone a la elevación de un Poder que disponga por sí mismo de unos medios de acción que le concedan autonomía respecto a la sociedad; es decir, esencialmente, que disponga de una administración permanente, de un ejército permanente, de un impuesto permanente.

El régimen que responde al genio de la aristocracia son las magistraturas conferidas por rotación a los más eminentes, la constitución de un ejército cuando la situación lo exija mediante la aportación de las fuerzas sociales, la acumulación de recursos financieros cuando se precise mediante la cotización de los principales miembros de la comunidad.

Sistema tanto más eficaz cuando más concentrada esté esa aristocracia, cuanto más urbana sea y cuanto más estrechamente unidos estén sus intereses, y tanto menos cuanto más dispersa esté, cuanto más ligada a la tierra y más aislados estén sus intereses. Tal fue el sistema que constituyó la fuerza de Atenas en tiempo de las guerras médicas, y de Roma en tiempo de las guerras púnicas; pero también la debilidad de la Alemania del Renacimiento.

Siempre y por doquier tiende a formarse un Poder concreto en el seno del sistema aristocrático; sus logros se miden por la construcción de sus instrumentos, burocrático, militar y financiero; el concurso de la plebe contribuye a su progreso, la aristocracia es su víctima.

De ello la historia de Francia ofrece un notable testimonio.

La «cosa pública» feudal

¿Qué es el Poder que recibe Hugo Capeto en el año 987? Algo parecido a la presidencia de una república aristocrática de tejido bastante suelto o, más exactamente aún, de una confederación de señores.

Es sabido que las decisiones políticas más importantes no fueron tomadas por la larga serie de nuestros reyes sino en corte con sus pares y que los veredictos judiciales se tomaron en la misma forma. Sería un error suponer que el rey se limitaba a pedir consejo.

Esta costumbre reflejaba la constitución social. La fuerza pública se formaba por adición de fuerzas particulares, de tal modo que nada podía emprenderse a no ser con el concurso de aquellos a quienes pertenecían estas fuerzas. ¿De qué le servía al rey decidir una guerra, si los barones no estaban dispuestos a aportar sus contingentes, o pronunciar la condenación de un poderoso, si sus pares se negaban a colaborar en la ejecución de la sentencia?

Había «corte» como en nuestros días hay «consejo de administración » para tratar asuntos que afectaban, no al interés de los particulares, sino al de la colectividad.[269]

La debilidad del Poder resultaba de un proceso de descomposición que es bastante conocido.

Sin duda, los jefes francos habían encontrado en Galia importantes dominios e incluso talleres del Estado, ingresos regulares procedentes de las contribuciones. Pero distribuyeron estas propiedades, asignaron estas rentas a los nobles francos y a los obispos romanos, bien por generosidad instintiva, o más bien por la necesidad de ganarse incesantemente unas fidelidades a las que sus querellas dinásticas ofrecían demasiadas ocasiones de venderse.

Sin duda también, existía la costumbre germánica de los invasores de responder a la llamada que el rey hacía a la armas, una costumbre que también se extendía a las poblaciones sometidas. Pero este servicio, que era gratuito y que el guerrero debía cumplir equipado y mantenido por él mismo,[270] suponía que éste era lo bastante rico para procurarse las armas necesarias,[271] y que estaba suficientemente provisto de esclavos para poder ausentarse.[272] La clase de hombres libres que reunían estas condiciones, numerosa en tiempos de Dagoberto, fue desapareciendo progresivamente entre los siglos VIII y X. Ante la amenaza de invasión devastadora de sus dominios por los normandos, los sarracenos o los húngaros, el propietario independiente se ponía él y sus bienes bajo la protección de un poderoso que fuera capaz, en ausencia del rey, de defenderlo. Surge así la formación de «fuerzas policiales» feudales, tropas a caballo revestidas con costosas corazas que sólo los grandes podían sufragar. No existía, pues, un ejército nacional que el rey pudiese convocar, sino tan sólo tropas feudales cuya colaboración se veía obligado a solicitar.

Precisamente porque la riqueza y la fuerza pertenecían individualmente a los señores, el rey no podía gobernar sin ellos. Y éstos, naturalmente, ocupaban en la cosa pública posiciones proporcionadas a su real importancia, aportando una autoridad mayor de la que recibían. Así, pues, el rey no era servido por una administración, sino más bien manejado como una marioneta por los «grandes oficiales» de su reino.

La afirmación del poder

El Poder surgió de este primitivo estado de impotencia por etapas continuas y sucesivas: los elementos que le prestaban su apoyo social fueron sustituidos por otros que le pertenecían en propiedad.

A la cabeza estaba la corte en la que se expresaban los intereses divergentes de los barones. El rey iba deslizando en ella algunos eclesiásticos, no ciertamente los grandes obispos, señores como los otros, sino simples clérigos que lógicamente no tenían allí su lugar adecuado, pues se trataba en realidad de un congreso de pequeños soberanos. Su hábito y su ciencia les conferían una cierta respetabilidad, y siempre se pronunciaban a favor del rey. Posteriormente, el soberano introdujo hombres de leyes, plebeyos que humildemente se sentaban en las gradas de los bancos reservados a los «pares y altos barones», como los denomina desdeñosamente Saint-Simon,[273] para consultarles cuando lo creía oportuno. Sacados de la nada por el monarca, su consejo, inspirado en el derecho romano,[274] siempre era favorable a la autoridad central. Finalmente, el soberano les permitió expresar sus opiniones, subvirtiendo así la constitución primitiva, según la cual la importancia de un hombre en el Estado estaba en proporción a la fuerza que tenía en la sociedad. La Corte acabó convirtiéndose en parlamento, expresión únicamente del interés real.

El puño del Estado era el ejército, formado por contingentes feudales cada uno de los cuales sólo reconocía un jefe directo, el señor que le había convocado bajo su propia bandera; edificio sin fundamento del que el capricho de un barón podía retirar súbitamente todo un bloque de combatientes; coalición indisciplinada imposible de plegar, como se vio en Crécy,[275] a una acción concertada. El rey prefiere más bien una caballería de mercenarios desarrollada en consonancia con sus recursos. Querría sacar de los municipios, substraídos a la autoridad feudal, una sólida infantería, verdadero ejército «nacional», que estuviese a sus órdenes. Pero los intentos realizados fueron decepcionantes, hasta el último en el tiempo, el cuerpo libre de arqueros de Carlos VII, del que nada podía esperarse tras la derrota de Guinegate (1479).

Tuvieron los suizos que reinventar la táctica griega del erizo para que la infantería fuera capaz de resistir las cargas de la caballería, y sólo entonces, respaldada por «soldados» plebeyos, pudo la monarquía hacerse absoluta.

Los nervios del mando político eran al principio estos «grandes oficiales», poderosos señores que vigilaban al rey, le controlaban, le embridaban y, llegado el caso, se volvían contra él Por eso fue poco a poco liberándose de tan peligrosos auxiliares. Así ocurrió con el senescal. Este «oficial» estaba encargado de la mesa del rey, y por lo mismo de alimentar a los soldados reales; de modo que era también él quien los llevaba al combate como su jefe militar. Pero puesto que el abastecimiento de la corte provenía entonces de los prebostes que administraban los dominios reales, el senescal era también naturalmente quien controlaba a estos prebostes y ejercía la superintendencia de estos dominios.

Cuando tales funciones se juntaban en manos de un señor que por sí mismo era ya poderoso, ¿qué no se podía temer? Se precisó una revolución de palacio para causar, en 1127, la caída de Etienne de Garlande, y Felipe Augusto suprimió el cargo en 1191. Pero más tarde, el condestable que llevaba la espada real no era menos peligroso, como lo atestigua la traición del condestable de Borbón.[276]

Fue en el ámbito militar donde por más tiempo la monarquía se dejó servir por los grandes barones. Por lo demás, vemos cómo por todas partes recurría sistemáticamente a servidores plebeyos. ¿Qué puede ser más esencial al poder real que las finanzas? ¡Pero qué peligro confiar su administración a un señor poderoso, como el chambelán cuya llave significa que es él quien manda en las arcas! De ahí que el rey tome como administradores efectivos de sus bienes a modestos eclesiásticos o simples burgueses. Borelli de Serres nos da la lista de estos funcionarios a partir de Felipe el Hermoso: todos son gente corriente.

Consejeros plebeyos, soldados plebeyos, funcionarios plebeyos, tales son los instrumentos del Poder que, más o menos conscientemente, pretende ser absoluto.

El plebeyo en el Estado

El vulgo piensa que la monarquía reserva los empleos a los aristócratas y que excluye de ellos a los plebeyos. Todo lo contrario, soporta los servicios de los poderosos mientras permanece bajo su tutela aristocrática, pero reclama los servicios de la gente común tan pronto como aspira al Poder absoluto.

El Poder más completo que conoció la Europa del antiguo régimen fue el de los otomanos. ¿De dónde tomaba el Gran Señor sus guerreros más fieles y sus servidores más seguros? No ciertamente de entre los nobles turcos, compañeros en la conquista y cuya turbulencia y fiereza temía. De las razas cristianas sometidas y humilladas reclutaba a sus jenízaros, en las que también encontraba sus administradores e incluso el Gran Visir. De este modo colocaba por encima de la aristocracia natural una nueva aristocracia formada por hombres que nada tenían y que todo se lo debían a él.[277]

Nuestros reyes actuaron en el mismo sentido. Unos conscientemente, como Luis XI, que Commines nos describe como «naturalmente amigo de la gente de clase media y enemigo de todos los grandes que podían prescindir de él.» Pero también los otros reyes siguieron por instinto el mismo camino.

Las naturales exigencias del Poder hicieron la fortuna de los plebeyos. Esta gente menuda, que Dupont-Ferrier[278] nos muestra poblando la Corte del Tesoro, la Corte de Ayudas, tan pronto como halla acomodo en el Estado, prospera en la misma medida en que lo hacen sus empleadores. ¿A costa de quién? Pues de los aristócratas. Con la audacia que les depara la oscuridad, usurpan progresivamente los derechos fiscales de los señores, desvían las rentas de los grandes hacia el tesoro real. A medida que crece su invasión, el organismo financiero se desarrolla y se complica. Inventan nuevas funciones para crear nuevos puestos en los que colocan a sus parientes. Familias enteras se instalan cómodamente en una burocracia cada vez más numerosa y poderosa. Por otro lado, a medida que se multiplican las «ayudas» solicitadas a la población del reino, los burgueses de la Corte de Ayudas encuentran ocasión para elevar a sus semejantes en las provincias. La recaudación de impuestos se confía al principio a hombres elegidos entre los contribuyentes; pero muy pronto estos «elegidos» son designados por la administración, se perpetúan de una recaudación en otra, desarrollando a sus órdenes toda una jerarquía de lugartenientes, empleados y registradores. Y así, por todas partes el servicio del Estado es ocasión de distinción, de ascenso y de autoridad para la gente de la plebe.[279]

Lo que aparece en materia financiera se repite en lo judicial. Los pobres bachilleres llamados a la corte del rey van desplazando poco a poco a los barones, se afirman, se empelucan, se convierten en parlamento, van penetrando poco a poco incluso en las tierras del señor, se constituyen en jueces de éste y sus hombres, es decir, le despojan de su autoridad.

¡Qué espectáculo esta elevación de la gente común,[280] este hormigueo que poco a poco va devorando el esplendor feudal, no dejándole más que el aparato y el título! ¿Cómo no ver que en el Estado han hecho su fortuna todos estos plebeyos, los cuales a su vez han marcado el destino del Estado?

Un apasionado apego los liga a la función cuya posesión transfigura su vida. Cuando el rey enloquece, y el delfín es imbécil, cuando el duque de Borgoña, ebrio de orgullo y de popularidad, entrega París a la anarquía de los carniceros, es el abogado del rey, Jean Jouvenel, el único que reivindica y hace valer los derechos del Estado.

En cuanto conservador, su amor es también agresivo. No sólo sirven al Estado rebajando a los grandes, sino que también se desquitan. Sucede que los intereses aristocráticos son también intereses de la sociedad. «La continuidad de las buenas cosas, dice Renán, debe salvaguardarse por medio de instituciones que son, si se quiere, un privilegio para algunos, pero que también son órganos de la vida nacional, sin los cuales ciertas necesidades se resienten.»[281] No se puede pretender que los «oficiales» plebeyos lo comprendan así. «Las pequeñas fortalezas, añade Renán, donde se conservan depósitos que pertenecen a la sociedad, toman el aspecto de torres feudales. Contra estas torres renuevan sin descanso sus ataques los hombres del rey.»

Los historiadores de las ciudades italianas nos muestran a los burgueses saliendo en expedición contra los castillos vecinos, asaltándolos y, una vez conquistados, demoliéndolos piedra a piedra. Obligaban a los antiguos señores a que fueran a vivir entre ellos como simples ciudadanos, y de este modo extendían la autoridad urbana sobre el campo abierto. El mismo recuerdo de las humillaciones sufridas y las envidias sentidas, la misma pasión por la ciudad de la que es miembro —que es la Ciudad del Mando—, impele al político plebeyo a destruir todos los poderes particulares, todo lo que ata, limita o frena al Poder público.

El absolutismo plebeyo

El progreso de la plebe en el Estado y del Estado en la nación están íntimamente asociados. El Estado encuentra en los plebeyos los servidores que le refuerzan; los plebeyos encuentran en el Estado el amo que los eleva.

Al favorecer el afrancamiento de los siervos, al limitar los derechos de los señores a explotar a sus súbditos, el rey debilita en la misma medida a sus oponentes naturales. Al velar por la formación de una capa de burguesía sustancial, de una oligarquía de los municipios y de una clase mercantil, se procura servidores y se asegura su apoyo. Al arrendar los impuestos, abre a esta burguesía las puertas del Estado. Al permitir que estos cargos se conviertan en propiedad hereditaria, liga a su fortuna la de familias enteras de la burguesía. Las universidades que promueve le proporcionan sus más eficaces campeones. Defensores del derecho real contra el Emperador o el Papa, en tesis brillantes, silenciosamente y sin descanso, van minando el derecho señorial. Con razón pudo Augustin Thierry proclamar:

En el transcurso de seis siglos, del XII al XVIII, la historia del Tercer Estado y la de la realeza se hallan indiscutiblemente unidas... Desde el advenimiento de Luis el Gordo hasta la muerte de Luis XIV, cada etapa decisiva en el progreso de las diferentes clases plebeyas hacia la libertad, hacia el bienestar, la instrucción y la importancia social corresponde, en la serie de reinados, al nombre de un gran rey o de un gran ministro.[282]

Durante las minorías de edad, o cuando el soberano, débil como Luis X o Luis XVI, es dócil a los grandes, este proceso se interrumpe y se perfila una reacción. Por el contrario, cuanto más ávido de poder es el monarca, con mayor decisión fustiga a los príncipes sociales, y más progresa en su labor de emancipación. Bien lo entendió el Tercer Estado, y, en los Estados Generales, quienes hablan de rodillas —sus representantes— son también los más ardientes defensores del Poder. Unas veces, cuando sus quejas se anticipan a los deseos del rey, le incitan a acelerar la usurpación de la jurisdicción señorial.[283] Otras veces justifican enérgicamente su autoridad, como en su primera convocatoria por Felipe el Hermoso, e incluso les vemos en 1614 otorgar a la monarquía un mandato ilimitado e irrevocable[284] que parece sacado de la imaginación de Hobbes y que sólo podía permitirlo una clase interesada en el absolutismo.

La aristocracia no ha dejado de entender que el principal instrumento de su progresivo declive era el personal plebeyo al que el Poder se había entregado cada vez más completamente. Basta oír las quejas despectivas de Saint-Simon contra Mazarino. Comprendió perfectamente que en tiempos de la Fronda se había producido una revolución, no la revolución tumultuosa que pretendían los agitadores, sino por el contrario la revolución invisible que estaba llevando a cabo el ministro heredero de Richelieu y preceptor de Luis XIV.

Todos sus cuidados, todo su empeño se orientó a aniquilar las dignidades de nacimiento por todos los medios, a despojar a las personas de calidad de toda clase de autoridad, alejándolas a tal efecto de todos los asuntos de Estado, a dar entrada a gente de extracción tan vil como la suya; a incrementar su posición de poder, distinción, crédito y riqueza; a convencer al rey de que todo señor es naturalmente enemigo de su autoridad y a persuadirle de que prefiriera para llevar sus asuntos a gentes insignificantes, a las que al menor descontento se las podría reducir a la nada privándoles de su empleo, con la misma facilidad con que habían sido encumbrados concediéndoselos; en lugar de que los señores ya poderosos por su nacimiento, sus alianzas, a menudo por sus establecimientos, adquirieran un poder temible para el ministerio y los empleos que de él dependían, y peligroso por las mismas razones, los apartaba de sus puestos. De donde la intervención de la pluma y el hábito y la aniquilación de la nobleza por grados que podrá parecer un prodigio, que hoy vemos y sentimos, y que esta gente de pluma y hábito ha sabido bien mantener, y cada día agrava su yugo de suerte que las cosas han llegado a tal punto que el señor más poderoso no puede ser de provecho a nadie y que en mil maneras diferentes depende del más vil plebeyo.[285]

Y también:

Un extraño procedente de la hez del pueblo, que nada cuenta y que no tiene otro dios que su grandeza y su poder, no piensa en el Estado (esto es, la nación) al que gobierna sino en relación con lo que a él le conviene. Desprecia sus leyes, su genio, sus intereses, ignora sus reglas y sus formas, no piensa más que en dominarlo todo, en confundirlo todo, en hacer que todo sea pueblo.

Admiremos cómo la invectiva de este gran escritor acaba convirtiéndose en denuncia de la verdad. Dominarlo todo, confundirlo todo, hacer que todo sea pueblo, tal es en efecto el genio de la administración monárquica. Los historiadores sentimentales deploran que la realeza se haya hecho absoluta, felicitándose al mismo tiempo por haber promovido a los plebeyos. Se equivocan. Elevó a estos plebeyos porque quería ser absoluta, se ha hecho absoluta por haber elevado a los plebeyos.

Nunca y en ninguna parte se pudo construir un Poder agresivo con aristócratas. La preocupación por los intereses de familia, la solidaridad de clase, los prejuicios de la educación, todo les disuade de entregar al Estado la independencia y la fortuna de sus semejantes.

El progreso del absolutismo, que somete la diversidad de las costumbres a la uniformidad de las leyes, que combate los sentimientos locales para ganarse la fidelidad al Estado, que apaga todos los fuegos de la vida para encender uno solo, y que finalmente substituye el ascendente personal de los notables por el gobierno mecánico de una administración, es por naturaleza destructor de las tradiciones en que se basa el orgullo de las aristocracias y del patronato que le da su fuerza. Son ellas, las aristocracias, las únicas que pueden ofrecer resistencia.

La reacción aristocrática

Es famoso el apóstrofe con que Fhilippe Pot[286] reprochó a la monarquía la tendencia despótica que Luis XI le acababa de imprimir. Se cita su defensa de los derechos y libertades de la nación; pero a menudo se olvida que hablaba en nombre de la nobleza.

El duque de Montmorency, que, como gobernador del Languedoc, tomó contra Richelieu la defensa de las antiguas franquicias provinciales y pagó esta resistencia con su cabeza, no hacía más que desempeñar su papel de aristócrata.

Con razón escribió Bonald:

La nobleza preserva a los súbditos de la opresión por su sola existencia. Un poder opresor es un poder capaz de destruirlo todo, derribarlo, cambiarlo; un papel que puede derribar es un poder sin límites. Ahora bien, la nobleza constituye un límite al poder, ya que el monarca no puede destruir a una nobleza que coexiste con a hija como él de la constitución, ligada como está a la sociedad por lazos indisolubles...[287]

No se podría explicar en menos palabras por qué el Poder monárquico, que constantemente tiende hacia la unificación y la uniformidad, no pudo sin embargo alcanzar su fin lógico, un fin que la Revolución realizará en unos meses. La razón es que chocaba con la nobleza, siempre resistente, a menudo rebelde, y que los reyes, aunque por lógica tendían a destruir inmediatamente la nobleza, se veían contenidos por tradición, por sentimiento y también por una cierta comprensión de su necesaria función.

Las grandes diferencias entre la historia de Francia y la de Inglaterra radican casi enteramente en los opuestos comportamientos de su respectivas noblezas, como con tanta perspicacia intuyó De Lolme.

En Francia, la nobleza se defiende mal en el día a día; procede por contraofensivas violentas, desordenadas, torpes, brutales, como cuando bajo Luis X hizo ahorcar a Enguerrand de Marigny, y torturar a Pierre de Latilly, canciller de Francia, y a Raoul de Presle, abogado del rey.[288]

No sabe implicar al Tercer Estado haciéndole comprender que no se le sustrae a unas prepotencias suavizadas por el tiempo sino para someterle a una pesada dominación del Estado. Si se encuentra asociada a él, como en los comienzos de la Fronda, no tarda en perder su apoyo, incapaz de dar a su rebelión el aire de una defensa del interés general; pronto se desintegra por la avidez de los rebeldes, cada uno dispuesto, si llega el caso, a concluir su tratado particular con la corona.

En una palabra, carece de sentido político, y no conoce otra forma de recuperar las posiciones perdidas que al abrigo de disturbios políticos que, como las guerras de religión o la Fronda, quiebran la autoridad y permiten a los señores afirmarse, a falta de orden público, como pequeños soberanos a los que, tras la pacificación, había que comprar la adhesión.[289]

La aristocracia inglesa sabe mejor cómo actuar conjuntamente, tal vez porque, al revés de lo ocurrido en Francia, donde el Parlamento, dominado por los hombres de leyes, se convirtió en instrumento real, en Inglaterra permaneció como órgano de los poderes sociales y lugar de encuentro de la oposición al rey. Sabe de tal modo revestir su resistencia con razones de orden público que, por ejemplo, vemos por ejemplo cómo la Carta Magna, a pesar de no ser más que una capitulación del rey ante unos intereses privados que se defienden, emplea fórmulas de derecho y de libertad válidas para todos los tiempos.

Mientras que los nobles franceses se presentan ante el pueblo como pequeños déspotas, a menudo más exigentes y turbulentos que un gran tirano, siempre más altaneros, la nobleza inglesa, por el contrario, hace que la clase de los propietarios libres, los yeomen, se sientan pequeños aristócratas que tienen con los grandes señores unas libertades comunes que defender.

La aristocracia insular hizo su jugada maestra en 1689. Instruida por Harrington, más que por Locke, fijó al poder que se otorgaba al rey, llamado de ultramar, unos límites tan hábilmente marcados, que se mantendrán durante siglos.

El instrumento esencial del Poder es el ejército.[290] Un artículo del Bill of Rights establece la ilegalidad de los ejércitos permanentes, mientras que la Mutiny Act sanciona los consejos de guerra e impone la disciplina militar sólo por el espacio de un año, lo cual obliga al gobierno a convocar cada año al Parlamento para de algún modo recrear un ejército que legalmente se disuelve. De ahí que incluso hoy día, mientras se dice la Marina «Real» y la Aviación «Real», no se dice el Ejército «Real». Se conserva así el recuerdo de la dependencia en que se le puso respecto al Parlamento.

Bajo los Estuardos, el Parlamento se convocaba de forma irregular y se votaban los subsidios siempre para varios años; a veces, para la duración de todo el reinado. Siguió concediendo a Guillermo III el derecho de percibir los aranceles durante toda su vida, pero las reuniones anuales tenían que llevar forzosamente a votar anualmente gastos. Es decir, que no sólo el ejército sino también la administración estaba supeditada a la aprobación del Parlamento, o, dicho de otra manera, a la aristocracia, que era la que lo componía. De Lolme ha visto bien el principio de la libertad inglesa.

El derecho que tienen los ingleses a decidir por sí mismos los impuestos que van a pagar suele considerarse generalmente como constitutivo de una garantía permanente de la propiedad individual contra las pretensiones de la corona; pero ello equivale a ignorar el efecto más noble y más importante de este privilegio.

«El derecho que poseen los ingleses de tasar los subsidios a la corona es la salvaguardia de todas sus libertades, tanto civiles como religiosas. Es un método infalible para asegurarse de que conservan el derecho de juzgar la conducta del poder ejecutivo; es el freno que mantiene a este poder bajo control. Es cierto que el soberano puede despedir a su antojo a los representantes del pueblo, pero no puede gobernar sin ellos.[291]

La palabra «pueblo» se emplea aquí en el sentido que los romanos daban a la palabra populus, es decir la aristocracia. Sólo a ella pertenecían entonces y seguirán perteneciendo hasta 1832 los escaños en el Parlamento.

Ya en 1689 esta aristocracia no era tan sólo la vieja nobleza. Los que se enriquecieron con las confiscaciones llevadas a cabo por Cromwell, los grandes comerciantes de la Compañía de las Indias, por ejemplo, que compraron tierras a bajo precio, así como los intrigantes de la Restauración, constituían una buena proporción de esa aristocracia. El gran comercio hará que entren en ella sin cesar nuevos elementos. Es esencialmente una clase de grandes propietarios. Las restricciones que pone al Poder tienen trascendentales consecuencias históricas. El rey, al no tener derecho a imponer contribuciones, se ve obligado a endeudarse, y la clase prestamista, que se sienta en el Parlamento, vigila por la buena administración de la deuda, lo cual da origen en Inglaterra al crédito público siglo y cuarto antes de que mereciera este nombre en Francia, y ello con notables resultados políticos.[292]

Esta aristocracia, quizá por el hecho de estar infiltrada de mercaderes de las Indias, es tan experta en cuestiones económicas que frena por completo cualquier intento de devaluación monetaria, asegurando así la estabilidad real de sus rentas e incluso su aumento a lo largo del siglo XVIII, gracias a la bajada de los precios que se produjo durante este periodo.

Armada así por el derecho y la riqueza, la aristocracia británica Regard a ser, durante la dinastía hannoveriana, la verdadera dueña del Estado. Cuando, mucho más tarde, se levante la ola democrática, encontrará en Inglaterra un Poder rodeado de una red de defensas aristocráticas, en tanto que en Francia esta ola se apoderará de golpe de un Poder monárquico sin freno. Lo cual explica bastante bien la diferencia entre ambas democracias.

Falsas maniobras y suicidio de la aristocracia francesa

El siglo XVIII francés fue una época de reacción aristocrática, pero realizada de manera tan torpe que, en lugar conducir a la limitación del Poder monárquico, condujo a la doble destrucción de la monarquía y de la aristocracia y a la elevación de un Poder mucho más absoluto que lo fuera el del Gran Rey.

Saint-Simon nos muestra a la alta nobleza al acecho de la muerte de Luis XIV para recuperar el terreno perdido desde Mazarino. Pero ¿cómo? ¿Se trata de oponerle un contra-poder moderador? Los duques no lo piensan así, sino que quieren sin más apoderarse del Estado. Discípulos de «oficiales» plebeyos cuyas víctimas han sido, no conciben más acción política que la realizada a través de los mandos del Estado.

Mi plan, refiere Saint-Simon, consistía en empezar a introducir la nobleza en el ministerio con la dignidad y la autoridad que le corresponde, a expensas del hábito y de la pluma, y conducir suavemente las cosas por grados y según las circunstancias, para que poco a poco esa plebe fuera perdiendo todas las administraciones que no son de pura judicatura, y que todos los señores y toda la nobleza fueran sustituyéndola en todos los empleos.[293]

Este absurdo proyecto, sazonado con las ideas utópicas de Fénelon, se le había metido ya en la cabeza al duque de Borgoña. Implicaba ante todo un error sobre la consistencia de la aristocracia; ésta no se componía ya sólo de la nobleza, sino también de clérigos y hombres de leyes, que tenían con ella intereses comunes y a los que, en su desatino, la nobleza quería excluir. Entrañaba también una incomprensión del papel histórico de la aristocracia, destinada, no a gobernar, sino a frenar al gobierno. El doble ejemplo de Venecia y de Inglaterra había despistado a los franceses. La formación y el temperamento de la nobleza veneciana eran totalmente diferentes. Esta nobleza no era un conglomerado de príncipes independientes, con intereses distintos, a los que un mismo príncipe había sometido, sino un cuerpo de ciudadanos distinguidos, educados para los asuntos públicos. En cuanto a la nobleza inglesa, se había adaptado al gobierno mediante un largo tête-à-tête con él en el Parlamento.

La reacción que tuvo lugar en Francia en 1715 no consiguió otra cosa que la desorganización del Estado, por «la ignorancia, la desidia, la frivolidad de una nobleza que no servía más que para dejarse matar».[294] Los empleados plebeyos, a los que había que conservar como secretarios de ridículos consejos, se convirtieron calladamente en los jefes de la administración. Pero ahora el Poder se había debilitado: fueron las gens de robe, mucho más competentes, quienes se beneficiaron de ello. Por su origen eran estatólatras. Formados en el Estado, como ellos mismos reconocían,[295] se jactaban con razón de haber levantado al Estado:

Si el orgullo de los grandes vasallos se ha visto obligado a humillarse ante el trono de vuestros antepasados, a renunciar a la independencia, a reconocer en su Rey una jurisdicción suprema, un poder público superior al que ellos ejercían...,[296] todos esos servicios, sin duda los más importantes que jamás se hayan prestado a la autoridad real, se deben, como atestigua la historia, a vuestro Parlamento.[297]

Con la fuerza que les daban los servicios prestados, los enriquecidos herederos de los legistas servidores del Poder pretendían ahora ejercer un control sobre sus actos,[298] y ciertamente no se habría podido encontrar en el país un cuerpo más indicado para moderar al Poder.

Si los cargos se compraban, el control ejercido sobre las ventas por el propio cuerpo rodeaba el nombramiento de todo nuevo magistrado de tales garantías que jamás hubo un senado mejor reclutado. Si los parlamentarios no son elegidos por el pueblo, merecen por ello mayor confianza, ya que no son sus aduladores por la necesidad de llegar sino sus campeones por principio. Forman en su conjunto un cuerpo más grave y capaz que el Parlamento británico. ¿Acaso deberá la monarquía aceptar y consagrar este contra-Poder? ¿O más bien exigirá su dignidad reaccionar contra las pretensiones parlamentarias? Tal era la política de una facción que se proclamaba heredera de Richelieu, y cuyo jefe, Aiguillon, era en efecto sobrino del gran cardenal. Pero si había que destruir esa aristocracia de toga e impulsar cada vez más la autoridad real, debía hacerse como antaño, con el aplauso y apoyo de la plebe y sirviéndose de nuevos plebeyos contra los portadores de peluca. Mirabeau lo comprendió así, pero no la facción del duque de Aiguillon.

Esta facción estaba compuesta de nobles más o menos desplumados por el Poder monárquico y que trataban de reemplumarse instalándose en el rico aparato del Estado construido por los oficiales plebeyos. Constatan que los cargos valen más que los señoríos, y se lanzan a por ellos; que la sustancia de las rentas feudales ha sido desviada hacia las arcas del Estado, y meten en ellas su mano. Y al ocupar todas las plazas, obstruyendo todas las avenidas del Poder, consiguen vaciarlo por su incapacidad y debilitarlo impidiéndole atraer a sí, como en otro tiempo, las ambiciones plebeyas.

De este modo, los hombres que debían servir al Estado, al verse excluidos,[299] se «jacobinizan». Bajo una oposición parlamentaria que, de haber sido aceptada, habría transformado la monarquía absoluta en monarquía limitada, se impacienta una élite plebeya que, una vez admitida en el Estado, llevaría cada vez más lejos la centralización monárquica. Era tan naturalmente servidora del Poder real, que seguirá sirviéndole, aunque sin rey.

Capítulo XI

El poder y las creencias

La mente que escruta un agregado humano percibe ante todo, emergiendo de la masa, los poderes que dominan a estos grupos y dirigen sus actividades. Pero no tardará en observar que las órdenes e imposiciones de estas autoridades visibles son incapaces de producir por sí solas la coexistencia armoniosa y la cooperación entre los hombres.

La conducta de los individuos se rige menos por fuerzas coactivas externas que por un regulador invisible que desde dentro determina sus acciones. Cada personaje que en una determinada sociedad ocupa un lugar dado sólo excepcionalmente se aparta de un comportamiento tipo. Y esta regularidad está causada por un sistema de creencias y obligaciones profundamente incorporado a la naturaleza social del hombre.

Bien lo sabían los antiguos, como lo demuestra la importancia que atribuían a las costumbres, cuya bondad hace que el gobierno resulte casi inútil y cuya corrupción hace que sea casi imposible.

Mientras las personas de cada categoría se comporten según normas ciertas y conocidas de todos, sus acciones, en toda circunstancia, pueden ser previstas por sus asociados, con lo que reina la confianza en las relaciones humanas. Mientras que, por el contrario, una conducta aberrante da al traste con todos los cálculos, obliga a tomar todas las precauciones, por los daños y sufrimientos que ocasiona aviva las represalias y, si estos hechos se multiplican, se desencadenarán la desconfianza, la cólera y la violencia. Razón tenían, pues, los antiguos para mantener distante al extranjero. Éste tiene otras costumbres, por lo que su conducta es imprevisible. También era lógico que castigaran con la mayor severidad todo comportamiento que perturbara el normal curso de las cosas. En estas condiciones, no se necesitaba mucho gobierno, ya que la educación bastaba para regular las acciones.

De ahí que el Poder, en cuanto tiende a garantizar el orden social, encuentre en las costumbres, y en las creencias que las sostienen, su más preciosa ayuda. Pero el egoísmo que radica en su propia esencia le lleva a expandirse cada vez más. Ya hemos visto cómo, en este proceso, choca contra las autoridades sociales que sin embargo le ayudan, cómo su despliegue significa la destrucción de estas autoridades y cómo sustituye las aristocracias naturales por su propia estatocracia. También tiene que destruir las costumbres y las creencias para que su autoridad pueda sustituir a la influencia de aquéllas y sobre sus ruinas afianzarse como teocracia.

El poder, contenido por las creencias

El desarrollo sucesivo de la autoridad pública resulta incomprensible si pensamos que la medida de su poder radica en su constitución formal.

Se escalonan así los gobiernos según el grado de impedimento que sus titulares encuentren en otros cuerpos que los frenan o controlan. Y se considera como el más absoluto, el más arbitrario, el más libre, aquel que no encuentre ninguna obstrucción organizada.

Este criterio, cómodo para la pereza intelectual, es totalmente falaz, pues desconoce el imperio de los sentimientos morales, que es inmenso al margen de su cualidad. No me refiero ahora a las más nobles emociones de la conciencia individual en pos del bien supremo, sino al apego de una sociedad a las maneras de hacer, de obrar y de sentir que integran, en toda la fuerza de la expresión, su comme il faut («como Dios manda»). Así entendidos, los sentimientos morales asedian al cuerpo social y a la conciencia misma de los dirigentes; polarizan su acción, que es eficaz si va en la dirección de las prácticas y de las convicciones establecidas, e ineficaz si choca brutalmente contra ellas.

Así, pues, cuanto más estables y arraigadas son las rutinas y las creencias de una sociedad, y más predeterminados los comportamientos, menos libre es el Poder en su acción. Éste puede muy bien parecer absoluto cuando se muestra ejerciendo el papel que las costumbres le asignan. Pero aparece infinitamente débil si pretende ir contra el poder de las costumbres. Y cuanto más rígidas son éstas, menor es el margen de maniobra del Poder.

Así se explica el hecho de que ciertos despotismos antiguos, a los que las costumbres y las supersticiones permitían ciertas fastuosidades y unas crueldades que a nosotros nos sorprenden, fueran por lo demás incapaces de hacer cumplir ciertas medidas que a un moderno podrían parecerle bastante sencillas. En cierto modo, la superstición los sostenía, pero también los frenaba. No hay, pues, que aceptar tan a la ligera la proposición tan familiar a la filosofía del siglo XVIII de que «la superstición es el apoyo del despotismo». Antes de terminar con este tema, habremos podido formarnos una idea más clara y muy diferente al respecto.

El pensamiento racionalista de los siglos XVII y XVIII se representaba al hombre primitivo como agente perfectamente libre que seguía todos los caprichos de sus deseos. Sólo cuando inclinó su cabeza bajo el yugo social apareció lo no-permitido, definido como tal por la ley. Y Un fraude piadoso dio a esta ley la apariencia de una revelación divina. De modo que el Poder sería el autor de todas las prohibiciones y normas de conducta, mientras que la religión sería su gendarme espiritual.

Hoy tenemos sobre la cuestión ideas muy diferentes. Cuanto más tratamos de conocer al hombre primitivo, más nos sorprende, no la extrema libertad de su conducta, sino por el contrario su extraordinario sometimiento. En las sociedades muy atrasadas, la vida del hombre constituye un ciclo extremadamente definido de prácticas siempre iguales. Lejos de ser esta regularidad obra de un legislador, la observamos en las comunidades más desprovistas de gobierno.

El salvaje experimenta una evidente satisfacción en la conformidad. Si se le impele a realizar un acto no habitual, muestra una resistencia que llega incluso al terror. Es fácil de explicarlo. Todo lo que aún no ha sido probado despierta confusas emociones de temor. «Lo que no debe hacerse» constituye un enorme bloque en el que las distinciones a que nosotros estamos acostumbrados —lo inmoral, lo ilegal, lo extraño, lo peligroso— no se hallan netamente deslindadas. El mal se presenta como una masa indiferenciada que ocupa casi todo el campo visual del hombre primitivo. Si se representa todo lo físicamente visible como en un plano, lo moralmente factible no es más que una zona restringida, casi una línea sobre ese plano. 0, mejor aún, un estrecho sendero —a través de un pantano inexplorado— marcado por los antepasados y por el que se puede ir sin peligro. Aun cuando una sociedad semejante tuviera al frente un déspota, sospechamos que la extrema rigidez de las costumbres le condenaría a seguir por esa angosta senda. Lejos de ser, como con tanta ligereza se ha creído, autor de esta disciplina social, también él está sometido a ella.

La idea de legislación es totalmente moderna. Lo cual no significa que sea exclusivamente de nuestra época, sino que no aparece en el curso de la vida de una sociedad cualquiera a no ser en un estadio muy avanzado de su evolución. Una sociedad joven no concibe que simples hombres puedan prescribir normas de comportamiento. Estas normas constituyen un dato imperativo para todos los miembros de la sociedad, tanto para el más poderoso como para el más débil.

Estas normas derivan su autoridad de los antepasados, que en todas partes inspiran un respetuoso temor. Los salvajes no son incapaces de explicar sus «leyes», si se quiere hablar así. Todas ellas se justifican por una fábula que se remonta a un antepasado mítico y sobrehumano.

Toda una estructura de fábulas sostiene el edificio de los ritos, ceremonias, prácticas, que tienen un carácter absolutamente obligatorio, y respecto a los cuales el salvaje es infinitamente menos capaz de insubordinación que nosotros mismos respecto a las leyes que sabemos son de origen humano y que se apoyan en la coacción humana.

Cuanto menos evolucionada es una sociedad, más sagrada es la costumbre, y un monarca que tuviera la imprudencia de ordenar algo que no fuera conforme a esas leyes, quebraría su poder y arriesgaría su vida.[300]

Es tal el poder de sugestión de ejemplos siempre iguales; de tal modo excluye el instinto de imitación toda conducta aberrante, que ni siquiera es preciso prever expresamente el caso.

Así se explica la singular naturaleza de las sanciones vigentes en sociedades muy primitivas, como por ejemplo en Groenlandia. En las asambleas públicas periódicas que constituyen el único órgano de gobierno de estos esquimales todo violador del orden público es denunciado y atormentado por los «bromistas», que saltan a su alrededor entonando cantos de burla. Basta esta humillación pública, que recuerda singularmente la costumbre, vigente en las sociedades infantiles, de «señalar con el dedo», para que el culpable huya, desesperado, a las montañas, donde permanece escondido hasta haber «digerido su vergüenza». Además, si el crimen ha ofendido profundamente los sentimientos sociales, el único castigo posible es la expulsión definitiva de la tribu, como ocurre entre los esquimales y los beduinos, y como también podemos apreciar en los relatos de la Biblia.

La ley divina

Rasgo característico de las pequeñas sociedades primitivas es una rigurosa conformidad a las prescripciones meticulosas. Pero, como es fácil observar, el problema se complica cuando la conquista, fenómeno bastante tardío en la historia humana, reúne a varias comunidades de costumbres distintas bajo un mismo gobierno. Naturalmente, cada una de ellas conserva sus propias costumbres, pero el roce consiguiente tiende también a facilitar la realización de acciones originales, a fomentar la iniciativa. Por otro lado, todo pueblo, para poder conquistar a otros, ha tenido que liberarse ya en parte del temor latente de desencadenar los poderes invisibles presentes por doquier.

El pueblo innovador, arrancado de la somnolencia milenaria de las imitaciones serviles, se lanza impetuosamente a realizar toda clase de actos originales. Entonces interviene una ley que le abre las avenidas de fecundos desarrollos, al tiempo que se le cierran, con toda la autoridad de una voluntad divina, las que le conducirían a su propia destrucción. En su marcha hacia la civilización, todo pueblo ha tenido su libro de Dios, que ha condicionado su progreso. Son tan admirables los libros de los grandes pueblos históricos, que cualquier espíritu, por poco religioso que sea, no puede menos de ver en ellos una intervención providencial. Por otra parte, su plena adaptación a las necesidades sociales ha hecho que se les considere como monumentos de la sabiduría humana a los cuales, por medio de una hábil superchería, se les habría atribuido un origen celeste. Este gran error entraña otro que consiste en suponer que el Poder es el autor de la ley, mientras que, por el contrario, está sometido a ella, como puede apreciarse en el Deuteronomio, donde se dice que el rey deberá llevar consigo una copia de la ley, y leerla todos los días de su vida, observar con fidelidad todos sus mandamientos, sin apartarse de ella a izquierda o a derecha.[301]

No es el Poder el que hace las leyes, sino Dios por boca de hombres inspirados o profundamente convencidos. De ahí que no sea la autoridad social la que resulta ofendida por el transgresor, sino la propia autoridad divina. Lo que se ha prohibido, lo han prohibido los poderes sobrenaturales: ellos son los ofendidos, los que se enfadan y quieren perseguir al transgresor con su venganza.[302] Venganza de tal modo temible que el criminal, si es inteligente, se redimirá castigándose a sí mismo, «arreglando [así] sus cuentas» con el Dios que le persigue.

Sumner Maine ha observado[303] que los libros sagrados de la India en sus textos más antiguos no prevén ningún castigo administrado por el Estado, sino que recomiendan al culpable que se castigue a sí mismo, por ejemplo, echándose tres veces al fuego, o dejándose golpear por sus enemigos, para poder así escapar a un castigo de Dios más temible.

Pero en virtud de la solidaridad que tan vivamente sienten los pueblos jóvenes, la impiedad del individuo compromete la alianza de todo el pueblo con la potencia sobrenatural legisladora. El criminal no debe ya ser considerado miembro de la sociedad por temor a que su pecado sea imputado al conjunto. «Si tu brazo te es motivo de escándalo...»

Cuando los hombres castigan al transgresor, lo hacen por temor a que les alcance la venganza divina en caso de que toleren entre ellos a quien ésta persigue; propiamente no castigan, sino que apartan de su seno a un condenado cuya vecindad les amenaza. El infractor es de tal modo culpable ante Dios y tan poco ante la sociedad, que ésta no puede, no osa perdonarle. El mito de Edipo lo expresa con fuerza incomparable. Edipo es un buen rey, y la utilidad pública aconsejaría echar un velo sobre los crímenes que ha cometido con total ignorancia. Como para hacer sentir mejor la virtud social de Edipo, Sófocles nos muestra la ciudad desgarrada tras su caída por la guerra civil entre Eteocles y Polinice, y luego oprimida por el tirano Creón. No hay duda de que habría sido mejor mantener a Edipo. Pero esto no es posible. Las potestades divinas se enojarían al ver en el trono a un parricida e incestuoso: han desencadenado la peste sobre Tebas. Fue preciso que Edipo, después de habérsele sacado los ojos, abandonara la ciudad, para satisfacer ¿a quién? No a los hombres sino a los dioses.

Cuando el capitán de un barco griego se niega a recoger a un asesino, no es porque éste le inspire horror, sino porque teme que la venganza divina alcance, con el culpable, al propio barco que le transporta.

El crimen es asunto de Dios. Esa es la razón de que, hasta un estadio muy avanzado de la civilización, el juzgarlo se deje en sus manos. Algunas tribus de la Polinesia embarcan al condenado a muerte en una piragua; si tal es la voluntad divina, conducirá al proscrito a buen puerto. Las ordalías, que son un fenómeno social casi universal, responden al mismo principio. No hace tanto, en nuestra propia sociedad occidental, se podía demostrar la propia inocencia tomando después de la misa una cruz puesta al fuego durante la noche precedente. Si al cabo de tres días se había curado la herida causada por el fuego, era señal de que Dios había fallado a su favor.

En el ámbito de la ley, Dios es el legislador, el juez y el ejecutor.

Solemnidad de la ley

Sólo esta última función se han permitido los hombres conservar, sometiendo a suplicio —literalmente sacrificando a Dios[304] — a aquel cuya culpabilidad ha quedado demostrada por un signo cierto. Luego se arriesgaron a juzgarle. Pero es sorprendente que esta función haya sido desempeñada lo más a menudo por una asamblea del pueblo que por un agente del Poder, como lo demuestran los tribunales de pares en la Edad Media o la apelación al pueblo en los juicios capitales en Roma.

Lo que aún no vemos es al Poder en función legisladora. Lo que nos parece ser la más alta expresión de la autoridad, decir qué se debe o no se debe hacer, distinguir lo lícito de lo ilícito, no ha pertenecido al Poder político hasta un estadio bastante tardío de su desarrollo.

Este hecho es fundamental. Pues un Poder que define lo bueno y lo justo es, sea cual fuere su forma, absoluto de un modo muy distinto que un Poder que se encuentra con el bien y lo justo ya definidos por una autoridad sobrenatural. Un poder que regula las conductas humanas según las ideas de utilidad social es absoluto en un sentido muy diferente que un Poder que gobierna a hombres cuyas conductas están prescritas por Dios. Y aquí descubrimos que la negación de una ley divina, que la proclamación de una legislación humana, son el paso más decisivo que una sociedad pueda dar hacia el absolutismo real del Poder.[305] Un paso que jamás se habría dado si no se hubiera dejado de reconocer el origen sobrenatural de la ley.

Si Dios es el autor de ley, ¿quién puede osar corregirla? Se necesita una nueva ley. Así, los cristianos llamaban ley nueva a la proclamada por Cristo y ley antigua a la ley mosaica en los puntos que Jesús no había modificado. Tal es el lenguaje de Santo Tomás.

Hasta este punto los musulmanes están de acuerdo. Pero admiten una tercera revelación, la de Mahoma. Más fieles que nosotros, siguen considerándola todavía como único fundamento de su derecho. Cuando se leen los viajes de Ibn Batutah, sorprende verle ocupado en hacer justicia a orillas del Indo, él que viene de Tánger. ¿Podemos imaginarnos que un abisinio que acabara de llegar a Francia fuera llamado a presidir el más alto tribunal de justicia francés? ¿Cómo podría hacerlo, si no conoce las leyes francesas? Pero Ibn Batutah conocía la ley, la única válida en tierras del Islam. La unidad de creencia forjaba la unidad de legislación, pues no había más legislador que Dios.

Todas las grandes civilizaciones se han formado en el marco de una ley divina, recibida por la sociedad, y que la voluntad más fuerte, la de los agentes del Poder, es incapaz de quebrantar o substituir.

Así ocurrió incluso entre los pueblos menos religiosos, los griegos y los romanos.[306] Es cierto que las normas romanas del derecho aparecen muy pronto separadas de toda connotación religiosa. Pero estos mandamientos e instituciones civiles son, según ha demostrado Ihering, el exacto calco de antiguos mandamientos e instituciones de carácter sagrado.[307]

El hombre moderno, imbuido de la idea de que las leyes no son sino normas humanas dictadas en vistas a la utilidad social, no dejará de sorprenderse al constatar que, en una época bastante tardía, Cicerón abre aún su Tratado de las leyes con detalladas consideraciones sobre la manera de honrar a los dioses. Pero nada más lógico: el respeto a las leyes no es más que una forma del respeto a los dioses.

Cicerón explica tan claramente como cabría esperar el carácter de la ley:

Nuestros más grandes filósofos han afirmado unánimemente que la ley no es una invención del espíritu de los hombres ni nada parecido a los reglamentos ordinarios, sino algo eterno que regula al universo por la sabiduría de sus mandatos y sus prohibiciones. Según ellos, esta ley primitiva no es otra cosa que el espíritu supremo de Dios mismo, cuya soberana razón es la fuente de todo precepto impositivo o prohibitivo. De esta ley es de la que recibe su nobleza la que los dioses han dado al género humano, la cual no es otra cosa que la razón y el espíritu del sabio que sabe mandar el bien y prohibir el mal.[308]

Es claro que las prescripciones y prohibiciones divinas no cubren todo el campo de las necesidades sociales. Las situaciones que se presentan precisan de disposiciones a las que nuestro autor alude desdeñosamente llamándolas «reglamentos ordinarios». Pero ¡qué diferencia entre la ley divina y estas leyes humanas!

Como la ley divina reside en este espíritu divino del que emana, también reside en el espíritu del sabio o del hombre perfecto. En cuanto a las leyes escritas, que varían sobre los mismos objetos y cambian con el tiempo, reciben este nombre más bien del favor del pueblo que por su propia esencia.[309]

La ley y las leyes

Hay, pues, dos clases de leyes. Ante todo está la que podríamos llamar la ley-mandamiento, que se recibe de lo alto, ya sea porque un pueblo profundamente religioso cree que ha sido dictada a un profeta, o bien porque un pueblo que confía más en la inteligencia humana estima que sus sabios son capaces de darla a conocer. En todo caso, su autor es Dios. Quebrantar esta ley es ofender a la divinidad, por lo que el culpable tendrá que ser castigado, con la ayuda del brazo secular o sin ella. Y luego están las leyes-reglamentos, hechas por los hombres para disciplinar las conductas que el aumento de la complejidad social diversifica sin cesar.

Esta dualidad resulta mucho más clara si se presta atención al proceso de evolución social. El hombre que cambia poco a poco de costumbres permanece fiel a ciertas prácticas, respetuoso hacia ciertas prohibiciones. Un riguroso imperativo mantiene estas constantes sociales. Es el ámbito de lo absoluto.

Por otro lado, nuevas actividades y nuevos contactos dan lugar a nuevos problemas que precisan de nuevos modelos de comportamiento. Se necesitan nuevas normas para las nuevas situaciones. ¿Cómo se elaboran estas normas? En un pueblo verdaderamente religioso no hay ninguna duda. La ley divina es el único fundamento de la moral, la única base del derecho; a medida que van surgiendo los problemas, los expertos en la doctrina religiosa elaboran las correspondientes respuestas sobre la base de los principios del libro sagrado. De este modo una nación puede prescindir de todo poder legislativo, ya que el lugar de éste lo ocupa la jurisprudencia eclesiástica. Fue así como el pueblo judío, disperso por el mundo, pudo solventar las controversias más embrolladas. No parece que este ejemplo de una legislación práctica elaborada en ausencia de toda clase de estado constituido haya llamado convenientemente la atención de los pensadores políticos. En el mundo islámico, la jurisprudencia del Corán ha desempeñado un papel análogo.[310]

Las leyes, pues, no se hacen. Mediante la interpretación de la ley se obtienen las respuestas a todos los casos particulares. La legislación se reduce a jurisprudencia, y la jurisprudencia a casuística.

El genio oriental se inclina a esta solución, pero no así el genio occidental. Éste tiende a confinar la ley divina en su propio terreno, el de las acciones absolutamente obligatorias o absolutamente prohibidas, y a postular la indiferencia divina sobre las acciones no especificadas por la ley. De modo que en este campo libre, la iniciativa y el vigor individuales pueden desplegarse sin más restricciones que las que mutuamente se imponen los sujetos, y que toman la forma de la guerra o del pleito.

Cuanto más las conductas se desarrollan fuera del conformismo primitivo, más lugar dan a fricciones cuya multiplicación es el reflejo sensible de la evolución social. El número de las querellas aumenta cuando el ritmo de la transformación se acelera. La armonía de los comportamientos ya no es natural como en una sociedad estática, sino que debe restablecerse continuamente. De donde la necesidad de decisiones particulares (judiciales) o generales (legislativas) cuyo conjunto, en creciente aumento, se superpone a la ley. Es lo que constituye el derecho humano, por oposición al derecho divino.

Fijémonos en Roma, donde la oposición entre ambos campos es particularmente nítida. Si un romano seduce a una vestal, ofende a la divinidad, y entonces el rey tiene que castigar esta ofensa, actuando como instrumento de la cólera divina. Por el contrario, si un romano mata a un ciudadano, no ofende más que a la familia de la víctima, por lo que es ésta la que tiene que tomar venganza. Pero si la familia del asesino toma su defensa, esta querella entre grupos amenaza la integridad de la comunidad, y entonces el rey interviene como mediador en razón de la utilidad social.

Conviene subrayar que en la raíz de estas dos intervenciones hay dos principios muy diferentes, un principio moral o religioso y un principio social o utilitario. Es claro que el segundo principio no entra en juego sino por falta de religiosidad, ya que el hombre occidental concibe sus dioses confinados a un círculo de intereses limitados. Los romanos fueron acaso el pueblo menos religioso que haya producido la tierra. Por eso separaron tan pronto del fas, lo que exigen los dioses, el jus, lo que los hombres arbitran.

Las dos fuentes del derecho

Así, pues, podemos apreciar en el derecho dos fuentes distintas. Por un lado existen normas imperativas de conducta que constituyen un derecho objetivo de carácter religioso. Por otro lado, vemos cómo los seres humanos entran en conflicto y, en su interés común, acaban reconociéndose recíprocamente unos derechos subjetivos cuyo conjunto, objetivamente considerado, constituye un derecho objetivo de carácter utilitario.

Los ámbitos de estos dos derechos están delimitados de manera muy diferente según que la sociedad se represente a las potencias que venera como egoístas que sólo reclaman ceremonias, o como justicieras que quieren que los hombres ajusten su conducta a la moral. El primer caso lo encontramos en estado puro en ciertos pueblos africanos en los que, según nos dicen, «la religión consiste únicamente en un culto ceremonial, y sólo la negligencia o la omisión de un rito puede provocar la ira de los dioses...».[311] Pero, sin llegar tan lejos, los dioses pueden ser más o menos «morales». Cuanto menos lo sean, mayor será la esfera de un derecho puramente humano.

Por lo demás, ambos derechos no están irrevocablemente separados. El derecho humano se alimenta de la corriente de la vida, de la fuerza de los intereses y de las pasiones. Ihering pudo decir que un derecho subjetivo no es más que un interés protegido. Es evidente que el interés se afirma y se procura un revestimiento jurídico en razón de la fuerza con que se manifiesta. En cierto sentido, el derecho humano es el estado actual de un tratado que periódicamente se modifica bajo la presión de las circunstancias. Semejante movimiento, que es necesario, tiende naturalmente a invadir el terreno del derecho divino, y si la fe no es viva y activa, no encuentra sino una resistencia pasiva.

Las propias ideas acusan esta mezcla de intereses y de pasiones. No se elaboran en los templa serena, sino que sufren la influencia del medio en que se forman. Y así sucede que la concepción misma de lo que quieren las potencias divinas se modifica por el calor de la lucha social, y la norma moral se halla invadida por dentro y vaciada en su expresión externa.

Conviene hacer aquí algunas precisiones para poder comprender de qué manera tan diferente pueden ser delimitados ambos espacios, y que no son impermeables el uno al otro.

Un pueblo laico como los romanos se limita, en la elaboración de su derecho, a respetar el de los dioses.[312] Basta con no ofenderlos explícitamente. Por el contrario, una sociedad profundamente religiosa, como la de la Edad Media, hace que predomine el derecho divino. Cuanto más alta es la concepción de Dios, tanto más debe ofrecer respuestas a los problemas humanos. Por eso Santo Tomás puede afirmar que la legislación divina lo abarca todo:

Puesto que la ley eterna es la idea en la mente del supremo gobernante, se sigue que todos los planes de gobierno que están en la mente de los gobernantes inferiores [terrenales] derivan de la ley eterna. Ahora bien, estas fórmulas propias de los gobernantes subalternos no son sino el conjunto de leyes distintas de la ley eterna. Se sigue que todas las leyes, sean las que fueren, derivan de la ley eterna en la medida en que proceden de la recta razón... La ley humana tiene valor de ley en la medida en que se conforma a la recta razón; bajo este aspecto, es evidente que deriva de la razón eterna. Por lo demás, en la medida en que se declara injusta, y por tanto deja de tener valor de ley, es más bien una expresión de violencia.[313]

No podría pedirse nada más claro: la ley humana (o positiva) debe inscribirse en el marco de la ley divina (o natural).

Esta, en efecto, sólo contiene algunos preceptos generales que permanecen siempre idénticos; por el contrario, la ley establecida por el hombre contiene preceptos particulares según los diversos casos que se presentan.[314]

Así, la complejidad creciente de una sociedad puede reclamar prescripciones cada vez más numerosas. Todo lo que Santo Tomás exige de ellas es que siempre se elaboren a partir de unos principios formulados ya de una vez por todas. Es fácil comprender las garantías que un tal procedimiento confiere al individuo. Al ajustarse a unos principios que casi se han mamado, confiere una seguridad perfecta, pues la ley no tiene más base que estos principios, ni los hombres —incluso los que ejercen el Poder— otra regla de conducta.

Por supuesto, el hecho de que una sociedad reconozca una ley no significa que esté a salvo de transgredirla. Arrastrados por la pasión o halagados por el poder, los hombres cometen frecuentes y graves transgresiones, y los príncipes más que nadie. San Luis no sería famoso si todos los príncipes cristianos se hubiesen comportado cristianamente.

El sujeto, incluso cuando soporta una opresión contraria a la ley, puede seguir viendo en ella un dique que la ola ha cubierto momentáneamente, pero que no se lo ha llevado por delante.

El abuso del poder es reconocido como tal incluso por sus fautores. A la desaprobación externa se añade una repulsa interna que lo rechaza. La Edad Media abunda en retractaciones reales, a las que los escrúpulos de conciencia contribuyeron mucho más de lo que piensa la historia racionalista.

Así, la ley presenta como un marco seguro que rige las costumbres y en el cual las conductas privada o públicas se inscriben con mayor o menor regularidad. Proporciona a nuestros cálculos el grado de certeza que puede alcanzarse en los asuntos humanos.

La ley y la costumbre

No hay que confundir la ley divina con la costumbre. La costumbre es la cristalización de los usos de una sociedad. Un pueblo en el que la costumbre es plenamente soberana soporta el despotismo de los muertos. La ley, por el contrario, al prescribir y fijar los usos esenciales a la conservación social, da paso también a las variaciones favorables: puede decirse que actúa como un filtro selectivo.

Sin duda, el ascendiente religioso puede establecer sobre una raza dócil la autoridad soberana de los doctores de la ley, que querrán regular para siempre todos los comportamientos humanos. Pero los pueblos occidentales han desplegado hasta ahora personalidades demasiado vigorosas para que pueda temerse semejante yugo. Las variaciones en el comportamiento se han producido bajo el empuje vigoroso de la voluntad de poder, y la ley que no las condenaba proporcionaba por el contrario criterios para resolver las querellas surgidas de estas novedades, así como principios generales para organizar los nuevos comportamientos.

Pero aunque la ley y la costumbre no son solidarías lógicamente, sí lo son en la práctica.

Los sentimientos de veneración que se dirigen a la ley transmitida por los antepasados se extienden también a sus prácticas. «Mi padre, que era temeroso de Dios, obraba así.» Los comportamientos y las instituciones tradicionales, aunque fueran indiferentes desde el punto de vista religioso, se incorporaron en cierto modo a la religión, como las tiendas que en otros tiempos se adosaban a los flancos de las catedrales.

Del conjunto de creencias y de usos, y sólo de él, se deducen las normas jurídicas que se emplean a lo largo de la evolución social para restablecer incesantemente la armonía, que también de manera incesante es perturbada por el conflicto de las voluntades. Esta actividad reguladora puede ejercerse ya sea por decisiones judiciales solamente, o también por vía legislativa.

En la primera hipótesis, los «sabios», al enfrentarse a problemas siempre diferentes, tienen que reconducirlos —mediante ficciones cada vez más atrevidas— a unos precedentes cada vez más remotos. Pero de este modo el derecho se va desarrollando al mismo paso que la vida, y las normas sociales más ramificadas van surgiendo de un conjunto de principios y de usos que constituyen la herencia común de la sociedad entera; de tal suerte que el más sutil razonamiento de los «sabios» se parece mucho a los proverbios citados por los viejos del lugar.

Cuando la regulación de las nuevas conductas se realiza a través de un proceso judicial, se producen importantes consecuencias psicológicas y políticas. Para la sociedad en su conjunto, la obligación práctica de remontarse a los usos antiguos fortalece el sentimiento de continuidad, corrigiendo así el progresivo debilitamiento del culto de los antepasados. Para el individuo, el no estar protegido en toda circunstancia por leyes particulares apropiadas a cada caso, teniendo en cambio que juzgar por sí mismo su derecho y hacerlo respetar en los tribunales, es una escuela de moralidad y de energía. Para el Poder, finalmente, y esto es lo que aquí más nos interesa, el crecimiento del derecho al margen del Poder tiene una importancia capital.

Los comportamientos se van modificando sin que el Poder los prescriba, y los problemas a que estas modificaciones dan lugar se resuelven sin su intervención. El derecho humano adquiere por larga prescripción una autoridad propia, casi comparable a la del derecho divino, con el cual está unido por lazos más o menos estrechos. Todo ello forma un conjunto formidable: no sólo el Poder se ve forzado a respetarlo, sino que también sus agentes se sienten a sí mismos ligados a un gran sistema de obligaciones. El derecho se impone a ellos, y ellos no pueden actuar sino a través de él. Así sucedía en la Roma primitiva, donde el estado, en lugar de proceder contra el ciudadano por los medios especiales de la policía, tenía que emprender contra él un proceso, la actio popularis,[315] y lo mismo en Inglaterra, donde, como observa Dicey, «lo que llaman principios de la Constitución son inducciones o generalizaciones basadas en decisiones particulares tomadas por los tribunales respecto a los derechos de determinados individuos».[316]

Hay, pues, buenas razones para ver en el corpus juris un poderoso medio de disciplina social que nada debe al poder, que se opone e impone a él, que lo limita y que tiende a regirlo.El desarrollo del poder legislativo

Es evidente que el Poder desempeña en la sociedad un papel muy diferente según que sea él el que hace o no las leyes, quien dicta las normas de conducta o se limite a hacerlas respetar.

Cuando, en un determinado momento del desarrollo histórico, vemos cómo el Poder hace las leyes con el concurso del pueblo o de una asamblea, y que no puede hacerlas sino con este concurso, solemos interpretar estos derechos del pueblo o de la asamblea como una restricción del Poder, como un declive desde un absolutismo primitivo. Pero este absolutismo primitivo es pura leyenda. No es cierto que la sociedad proceda de un estado anterior en el que los magistrados o el monarca habrían dictado a su arbitrio las normas de comportamiento. La cierto es que en modo alguno tenían ese derecho, o por mejor decir ese poder.

El pueblo o la asamblea no privan al Poder de la capacidad de hacer las leyes, por la sencilla razón de que el Poder no tiene esa capacidad. Sólo una idea completamente errónea sobre la adolescencia de las sociedades puede llevarnos a suponer que un hombre o algunos hombres que poseen una autoridad práctica se hallan en condiciones de imponer a los demás unos comportamientos que representan una ruptura con su sistema de creencias y costumbres. Lo que, más bien, observamos es que también ellos están sometidos a ese sistema.

El concurso del pueblo o de la asamblea, lejos de entorpecer una libertad que los gobernantes no tienen, lo que hace es que la autoridad gubernamental pueda extenderse.

Es el Poder el que en la Edad Media convoca los Parlamentos en Inglaterra y los Estados Generales en Francia; ante todo, para imponer unas contribuciones a las que la costumbre no le daba ningún derecho. Incluso en 1789, es aún el Poder el que convoca los Estados Generales con el fin de que la asistencia del pueblo le proporcione los medios para romper la resistencia a las reformas que considera necesarias.

El poder legislativo no es un atributo del que la institución de una asamblea o una consulta popular prive al Poder, sino una adición al poder, tan nueva, que sólo esta institución o esta consulta la hacen posible.[317] Conviene subrayar con qué tímida lentitud se desarrolla este poder. Al principio, no se hace más que constatar la costumbre.[318] Luego, muy poco a poco, se van introduciendo leyes innovadoras que deliberadamente se presentan como un retorno a las buenas costumbres antiguas. A través de la práctica legislativa se va acreditando poco a poco la idea de que se puede, por proclamación, no ya sólo constatar unos derechos, un derecho, sino crearlos.

En una palabra: no es al capricho de un déspota legendario, sino a las instituciones populares o representativas a las que hay que referir esta concepción —que aparece más o menos tardíamente en la historia de toda civilización— según la cual es una voluntad rectora la que cuestiona en todo momento los derechos y los patrones de conducta de los hombres.

Para que esto sucediera, fue preciso que, frente a la autoridad divina que los había dictado, se levantara, no ya la autoridad de un monarca solo, sino la autoridad de todos. La idea de que la sociedad elabora deliberadamente las normas de conducta que se imponen a todos sus miembros prospera con más facilidad, como ya hemos observado, allí donde la autoridad divina sostiene una parte menos importante del derecho (el caso de Roma) y su triunfo lo asegura la crisis racionalista que se produce en toda civilización.

La crisis racionalista y las consecuencias políticas del protagorismo

Cuando es joven, toda civilización teme a las potencias sobrenaturales, venera a los antepasados y es fiel a las costumbres. Si imagina un régimen mejor, lo sitúa en el pasado, y lo que mejor demuestra que progresa es su temor a degenerar y el esfuerzo que hace para evitarlo. Viene luego una época de su vida en la que, confiando en sus luces, se propone regular sus conductas para producir el máximo de utilidad, y no duda de que así podrá alcanzar una edad de oro que se confunde con el futuro, y obsesionada por el progreso, no se preocupa de conservar lo adquirido, a veces se corrompe y se disuelve en el momento en que sus esperanzas son más inmoderadas. La línea, o más bien la zona de separación, la marca la crisis racionalista.

Precisamente a causa de la fuerza que sus costumbres le conferían, el pueblo se ha extendido, ha entrado en contacto con una multitud de sociedades muy diferentes, a las que ha ridiculizado primero con desprecio y considerado luego con más atención creencias y normas de conducta distintas de las suyas. ¡Alarmantes lecciones! «No se ve casi nada justo o injusto que no cambie de cualidad con el cambio de clima. Tres grados de latitud echan por tierra toda la jurisprudencia.»[319] ¿No significa esto que «la norma que marca nuestro deber es puramente fortuita»[320] ?

La verdad debe tener un rostro idéntico y universal. Si el hombre fuera capaz de reconocer algo que tuviera sustancia y verdadera esencia, ciertamente no aplicaría la rectitud y la justicia a la condición de la costumbre de esta o aquella comarca: no es de la fantasía de los persas o de los indios de la que la virtud tomaría su forma.[321]

Si, por un lado, estos contactos producen felices efectos en los espíritus capaces de elevarse por encima de la diversidad de aspectos y de percibir la unidad profunda de las leyes —como hicieron los misioneros jesuitas en China—, por otro lado, son peligrosos para los espíritus vulgares que, incapaces de apreciar la profunda coherencia de todo el sistema de creencias y costumbres de una sociedad cualquiera, se creen libres de adoptar al azar tal o cual manera de ser y dudan de que sea necesario optar por una u otra.

Al constatar que sus creencias no son universalmente aceptadas, el individuo deduce que no son necesarias, sin percatarse de que pueden serlo con relación a la sociedad de la que se es miembro. Ya sea por correlación, ya sea por coincidencia, la propia inteligencia abstracta, llegada a este estadio, inicia la destrucción de su antigua labor. Se había aplicado primeramente a precisar la noción de orden natural, a comprender la racionalidad y la belleza de lo que existe, a mostrar lo que los hombres ganan, material y moralmente, colocándose bajo leyes admirables. Pero ahora se revuelve y cuestiona todo lo que antes admitía.

Así, en Grecia, mientras que los pitagóricos habían afirmado el origen y el carácter divino del derecho[322] y la inmutabilidad de las leyes consuetudinarias, los filósofos se empeñaron en representar las leyes como producto puramente humano apoyado en el artificio de una supuesta intervención divina.[323]

No sólo las leyes son cambiantes, como podemos observar,[324] sino que además no contienen nada fijo y necesario, como lo demuestra el hecho de que ninguna tiene vigencia en todo tiempo y lugar.[325] Es fácil deducir que no existe un derecho natural, sino que legislación y moral son mera convención, fruto de la voluntad humana:

Es una actitud de la que nos habla Platón:

Con respecto a los dioses, [los sofistas] pretenden que no existen por naturaleza sino por artificio y en virtud de ciertas leyes; que son diferentes en los distintos pueblos, según la intención que cada pueblo tiene al establecerlas; que el bien según la naturaleza es una cosa y otra distinta según la ley; que nada es justo por naturaleza, sino que los hombres, cuyos sentimientos a este respecto son siempre diferentes, establecen siempre nuevas disposiciones en relación con los mismos objetos; que estas disposiciones son la medida de lo justo mientras duran, y tienen su origen en el artificio y en las leyes, nunca en la naturaleza.[326]

La crisis racionalista, como ya hemos dicho, se produce en toda sociedad cuando alcanza un cierto grado de desarrollo. Generalmente se reconoce su importancia histórica, pero sus efectos suelen interpretarse erróneamente, pues sólo se consideran las consecuencias inmediatas.

Se nos dice que el trono se apoya en la superstición, por lo que la ofensiva racionalista quebranta el Poder al debilitar el apoyo que le prestan las creencias.

Hay que ampliar la perspectiva. La comunidad de creencias era un poderoso factor de cohesión social que sostenía las instituciones y conservaba las costumbres. Aseguraba un orden social, complemento y soporte del orden político, cuya existencia, manifestada por la autonomía y la santidad del derecho, descargaba al Poder de una parte inmensa de responsabilidad y le oponía un muro casi infranqueable.

¿Cómo no subrayar la coincidencia del derrumbamiento de las creencias de los siglos XVI al XVIII con la constitución de las monarquías absolutas? ¿Cómo no ver que esta ascensión se produce en virtud de ese derrumbamiento? ¿Cómo no reconocer que el gran siglo del racionalismo es también el de los déspotas ilustrados,[327] incrédulos, todos ellos convencidos del carácter convencional de las instituciones, todos ellos seguros de que pueden y deben subvertir las costumbres de sus pueblos para conformarlas a la razón, todos ellos partidarios de desarrollar una burocracia enorme para que sirva a sus propósitos y una policía capaz de quebrar toda resistencia?

Se pensaba entonces que la voluntad dirigente es capaz de reordenarlo todo; se desplegó el poder legislativo, y el derecho, que dejó de dominar y guiar las prescripciones humanas, se convirtió en un mero código.

Nada se ha producido en la historia que más haya contribuido a la expansión del Poder. Y los más grandes espíritus del siglo XVIII lo comprendieron tan bien, que quisieron ofrecer al legislador un dique y una guía incontestable: la «religión natural» de Rousseau, y hasta la «moral natural» de Voltaire. Ya veremos cómo estos frenos funcionaron en el siglo XIX, y cómo acabaron cediendo.[328]

Lógicamente, no podían mantenerse. Porque cuando se proclama al hombre como «medida de todas las cosas», desaparecen la verdad, el bien y la justicia, y sólo quedan las opiniones iguales en derecho, cuyo conflicto sólo puede dirimirse por la fuerza política o militar; y cada fuerza triunfante entroniza a su vez su verdad, su bien y su justicia, que durarán lo que ella dure.

Notas al pie de página

[252]

Nos hemos hecho particularmente sensibles a este proceso por su extraordinaria aceleración en nuestros días. Se observa incluso en países en los que antes era poco visible. Así, ya antes de la Segunda Guerra Mundial, en Estados Unidos el impuesto pasó en tres cuartos de siglo (1860-1939) del 4,3 por ciento de la renta nacional al 22,7 por ciento (véase Simon Kuznets, «Taxes and National Income», Proceedings of the American Philosophical Society, vol. 88, n.° 1). Así también, el servicio obligatorio en Inglaterra se convirtió por primera vez en una institución permanente.


[253]

República, 422 E.


[254]

Encuentro este pensamiento en Tocqueville. Constituye incluso el tema esencial del tomo III de su Democracia en América: «Todo poder central que sigue sus instintos naturales ama la igualdad y la favorece; pues la igualdad favorece singularmente la acción de semejante poder, la extiende y la asegura.» De la Démocratie en Amérique, t. III, p. 483.


[255]

Opongo al aristócrata, que entiendo como aquel que por sí mismo es jefe de un grupo social en la sociedad y cuyo poder no le viene del Estado, el estatócrata, cuyo poder procede únicamente de la posición que ocupa y de la función que ejerce en el aparato estatal.


[256]

Véase mi breve estudio sobre L'Or au Temps de Charles V et de Philippe II, Sequana, París 1943.


[257]

Fustel de Coulanges, art. «Attica Respublica», en el Dictionnaire des Antiquités de Daremberg.


[258]

Fustel de Coulanges dice de los reyes merovingios: «Parece que casi todos consideraron la realeza como una fortuna y no como una función. Por eso se la repartían como si fuera una propiedad. Contaban las tierras, los impuestos, el tesoro.» Les Transformations de la Royauté, p. 26.


[259]

Carlomagno se hará rápidamente obedecer en un vasto imperio, porque emplea como agentes de su autoridad a los potentes que encuentra ya establecidos: «Que cada jefe —dice— ejerza una influencia coercitiva sobre sus inferiores, para que éstos obedezcan cada vez mejor y con ánimo dispuesto a las órdenes y preceptos imperiales» (seglin Marc Bloch). Así, el Poder estatal, prácticamente inexistente, recurre a la intervención de los poderes feudales y toma de ellos su fuerza real. En semejante situación, no existe otro medio de restablecer en unos años el poder del Estado. Pero cuando falte el ascendiente personal de Carlomagno, el poder carolingio resultará frágil, sin más fuerza que la suya propia. Los Capetos construirán lentamente, por procedimientos muy diferentes, levantando progresivamente frente a los potentes utilizados al principio unos agentes del Poder que no serán más que eso.


[260]

Unidad de peso.


[261]

Así, Felipe el Hermoso, para su guerra con Inglaterra, y después para la de Flandes, marcada por el desastre de Courtrai, tiene tal necesidad de moneda para pagar a sus mercenarios, que el precio ofrecido del marco de plata se eleva sucesivamente de dos libras 18 sueldos a ocho libras 10 sueldos, según Dupré de Saint Maur (Essai sur les Monnaies). Se concibe que no se pudiera poner la misma cantidad de plata que antes en una misma pieza del mismo valor nominal y que las piezas en circulación tuvieran un valor nominal más elevado.


[262]

Abstracción hecha de la depreciación del dinero en relación con las mercancías que siguió al descubrimiento de las minas de América.


[263]

Es sorprendente la analogía con lo que ocurre en nuestros días con los propietarios de inmuebles. También a ellos les prohíbe el Estado subir los alquileres para responder a las depreciaciones de la moneda, de manera que sus rentas no tienen ya ninguna proporción con el valor real o de reposición de su propiedad.


[264]

J. Pirenne, Histoire du droit et des institutions privées de l'ancienne Égypte t. I, p. 204.


[265]

Ibid.


[266]

Rostovtzef, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford 1926, p. 475.


[267]

Rostovtzef los muestra invirtiendo en tierras el fruto de sus detracciones, erigiendo en el centro de sus propiedades «enormes y lujosas villas fortificadas, donde reinan rodeados de su familia, de sus esclavos, de toda una corte de clientes armados y de millares de siervos de la gleba.»


[268]

El juicioso político que fue William Temple escribe: «El crédito y el poder del príncipe Mauricio, al principio basados en los de su padre, pero realzados luego por sus propias virtudes y cualidades y el éxito de las armas, fueron entonces tan altos que varios Estados Generales, dirigidos por Barneveldt, hombre de gran habilidad y que gozaba entonces de un gran prestigio, acabaron recelando del poder adquirido por el príncipe y temiendo que llegara a disponer de un poder absoluto. Sabían que su autoridad aumentaría si continuaba la guerra, cuya dirección estaba enteramente en sus manos, y pensaban que disminuiría en la paz, para dar lugar a su preponderancia. Esta idea inclinó a este partido a favor de la paz.»


[269]

El propio lenguaje de las ordenanzas pone de relieve el carácter común de las decisiones; así, el Stabilimentum Feudorum, en la tardía fecha de 1204, comienza en estos términos: «Felipe, por la gracia de Dios, rey de Francia; Eudes, duque de Borgoña; Hervé, conde de Nevers; Renato, conde de Bulonia; Gauche, conde de Saint-Paul; Guido de Dampierre, y varios otros han convenido por unanimidad... »

En esta corte, el monarca no es más que presidente que no siempre se impone. Representa el principio contrario al Estado, el de la cosa pública administrada por los príncipes sociales. La encontramos en el reino latino de Jerusalén donde el soberano sólo puede tocar a la persona o bienes de un vasallo en virtud de juicio de la corte feudal, es decir de la comunidad entera de los vasallos; en España, donde Alfonso IX jura no proceder contra la persona o propiedad de ninguno de sus vasallos, sin que antes haya sido oído por la corte; en Inglaterra, donde Britten declara que en los casos en que el rey es parte, el juez es la corte, donde el Espejo de justicia afirma que la corte debe abrirse a los procedimientos contra el rey como si se tratase de cualquier otra persona. Véase la memoria de A.J. Carlyle a la tercera sesión del Instituto Internacional de Filosofía y Sociología Jurídica.


[270]

Los carolingios intentaron mantener o tal vez restablecer este antiguo uso. La frecuencia de sus ordenanzas sobre esta materia parece atestiguar que el ejército «nacional» no se reunía tan fácilmente como en el pasado. Una ordenanza del año 811 recuerda que los hombres deben llevar consigo víveres que les permitan guerrear tres meses más allá de las fronteras. Se dice también que deben estar equipados para seis meses de ausencia. La Capitulare Aquisgranense precisa el mínimo de armamento: lanza, escudo, arcos con dos cuerdas y doce flechas.


[271]

En el estado de postración de las artes industriales, la lanza y el escudo solos costaban el precio de un buey. La espada con el puñal, el precio de tres bueyes fuertes y uno mediocre. La coraza, que no era todavía más que una túnica de cuero sobre la cual iban cosidos anillos de hierro formando escamas, costaba el precio de diez bueyes, y el casco, con penacho, tres bueyes. Se precisaba, pues, toda una fortuna para armarse completamente. Wase la Loi Ripuaria, citada por la señorita Lezardiére, Théorie des Lois politiques de la Monarehie française, t. I, p. 391.


[272]

Carlomagno debe precisar que la obligación se impone sólo a quienes poseen cuatro mesas servidas, que correspondían a doce hectáreas, en las que trabajaban cuatro familias de siervos.


[273]

Mémoires, ed. Boilisle, t. XXV, p. 204.


[274]

La monarquía fue al principio hostil al derecho romano en el que podían ampararse las pretensiones del Emperador. Pasado este peligro, se hizo favorable en cuanto podía basar en él sus propias pretensiones al absolutismo.


[275]

Cuando ambos mariscales quieren poner orden en la carrera y ordenan: «Parad banderas», los primeros hacen caso, pero los últimos, celosos de su honor, siguen cabalgando diciendo que no se pararán hasta que lleguen a la cabeza del ejército; «y cuando los primeros veían que se les aproximaban, siguieron adelante..., pues ninguno quería sobrepasar a su compañero... Pero «en cuanto vieron a los enemigos, retrocedieron todos a la vez, tan desordenadamente que los que estaban detrás quedaron boquiabiertos y cuidaron de que los primeros combatiesen, y que fueran ellos los derrotados.» Froissart.


[276]

Para poder hablar de traición hay que concebir el Estado como lo hacían los reyes y como lo hacemos nosotros. Pero el condestable pensaba de otra manera: el reino era a sus ojos una confederación de señoríos a cuyo frente se encontraba Francisco I. Y una de las funciones de la confederación era la del condestable; pero era lícito que un confederado denunciase el vínculo y recurriese a sus propias fuerzas: toda la Edad Media pensó así. Esta concepción no correspondía ya a la realidad de Francia, pero sí a la de Alemania, donde el imperio había tornado claramente el carácter de una confederación de potencias aristócratas y la autoridad central había quedado reducida a una sombra.


[277]

Para un embajador llegado de la Europa feudal como Busbecq, era un espectáculo sorprendente ver una corte en la que no había nobles turcos sino solamente funcionarios: «No había en esta gran asamblea ni un solo hombre que no debiese su posición únicamente a su valor o mérito. Los turcos no dan importancia al nacimiento; la consideración en que se tiene a alguien depende solamente de la posición que ocupa en el Estado. No hay discusiones de precedencia, pues es el cargo el que la establece. En los nombramientos, el Sultán no tiene en cuenta ni el rango ni la fortuna... Los que reciben de él las más altas funciones son a menudo hijos de pastores.»


[278]

G. Dupont-Ferrier, Etudes sur les institutions financiéres de la France, 2 vols., París, Firmin-Didot, 1930 y 1932.


[279]

Sumner Maine ha observado en la India inglesa un fenómeno parecido: los responsables de la percepción del impuesto se convierten en potencias locales.


[280]

En vísperas de las guerras de religión, dice Augustin Thierry: «El Tercer Estado, por una especie de prescripción menos exclusiva respecto al clero que a la nobleza, ocupaba casi todos los cargos de la administración civil incluso los más elevados, los que posteriormente se denominaron ministerios. De la clase plebeya, a través de los grados universitarios y pruebas más o menos múltiples, salían el canciller guardasellos, los secretarios de Estado, los abogados y procuradores del rey, todo el cuerpo judicial, compuesto del Gran Consejo, tribunal de conflictos y de causas reservadas, del parlamento de París con sus siete cámaras; el Tribunal de Cuentas, el Tribunal de Ayudas, de ocho Parlamentos de provincias y una multitud de puestos inferiores. Igualmente, en la administración de Hacienda, los funcionarios de todo rango, tesoreros superintendentes, intendentes, inspectores, recaudadores generales y particulares procedían también de las capas burguesas ilustradas que recibían el nombre de gens de robe. En cuanto a la jurisdicción que ejercían los senescales, bailíos y prebostes del rey, en caso de que estas funciones siguieran siendo desempeñadas por gentiles hombres, éstos debían contar siempre con sustitutos o asesores graduados.» A. Thierry, Histoire... du Tiers État, ed. 1836, pp. 83-84.


[281]

Renán, La Monarchie constitutionnelle en France, en La Réforme intellectuelle et morale de la France, ed. Calmann Lévy, pp. 249-250.


[282]

Op. cit., p. IX.


[283]

Ya muy adelantado el proceso, el Tercer Estado, en los Estados Generales de 1560, protesta de que los señores exigen prestaciones personales y contribuciones por encima de sus derechos, de que citen a sus súbditos «ante tribunales que cuentan que les son adictos y favorables»; exige que «en el futuro, en las causas entre los señores y sus súbditos en las que los primeros tengan un interés personal, los súbditos no podrán ser citados sino ante un juez real de la provincia». Semejantes reivindicaciones no podían menos de ayudar a la expansión del Poder.


[284]

He aquí el artículo con que el Tercer Estado encabeza su memorándum bajo el título de Ley fundamental: «Se le pedirá al Rey que haga promulgar en la asamblea de sus Estados por ley fundamental del reino, inviolable y de todos conocida, que, así como a él se le reconoce como soberano en su Estado, que debe su corona sólo a Dios, no hay poder en la tierra, sea el que fuere, espiritual o temporal, que tenga derecho alguno sobre su reino para privar de él a la persona sagrada de nuestros reyes, ni dispensar o absolver a sus súbditos de la fidelidad y obediencia que le deben, por cualquier causa o pretexto que fuere; que todos los súbditos, sea cual fuere su calidad y condición, deberán tener esta ley por santa y verdadera, en cuanto conforme a la palabra de Dios, sin distinción, equivoco o limitación alguna; la cual será jurada por todos los diputados de los Estados y en adelante por todos los beneficiados y empleados del reino antes de entrar en posesión de sus beneficios o de ocupar sus cargos; todos los preceptores, regentes, doctores y predicadores estarán obligados a enseñarla y publicarla; que la opinión contraria, esto es que se puede matar o derrocar a nuestros reyes, levantarse y rebelarse contra ellos, sacudirse el yugo de su obediencia por el motivo que sea, es impía, detestable, contraria a la verdad y al establecimiento del Estado de Francia, que no depende directamente más que de Dios.»

Se trata sin duda de una declaración de circunstancias, como respuesta a la campaña organizada por los teólogos jesuitas, y en ella se percibe el recuerdo de los terribles desórdenes de la Liga. Pero, al margen de las razones particulares que la inspiraran, lo cierto es que la declaración se hizo y que contiene un mandato ilimitado e irrevocable.


[285]

Mémoires de Saint-Simon, ed. Boilisle, t. XXVII, pp. 6-7.


[286]

En los Estados Generales de 1484; recuérdese que Luis XI habia muerto el año anterior.


[287]

Bonald, Théorie du Pouvoir politique et religieux, libro III.


[288]

A. Thierry, op. cit., p. 29: «Los legistas del siglo XIV, fundadores y ministros de la autocracia real, sufrieron el destino común de los grandes revolucionarios. Los más audaces perecieron bajo la reacción de los intereses que habían agraviado y de las costumbres que habían reprimido.»


[289]

Saint-Simon vio claramente cómo los disturbios redundaban en provecho de la aristocracia: «Todo lo que pudo hacer Enrique IV con la ayuda de la nobleza fiel, fue, tras mil fatigas, hacerse reconocer como el que era de pleno derecho, comprando, por decirlo así, la corona a sus súbditos por medio de tratados y los millones que tuvo que pagar, grandes concesiones y puestos de seguridad a los jefes católicos y hugonotes. Unos señores con unos puestos así asegurados, y que sin embargo se creían burlados en sus quiméricas aspiraciones, no eran fáciles de manejar.» Op. cit., XXVII, p. 9.


[290]

Así, Carlos I, si hubiera dispuesto de un pequeño ejército bien pertrechado, habría podido desbaratar la leva masiva de los presbiterianos procedentes de Escocia al mando de Leslie. No se habría visto obligado, bajo la amenaza de la espada escocesa, a convocar a un Parlamento inglés, ante el cual tuvo que presentarse suplicante tras haber orgullosamente disuelto el Parlamento anterior. Hubo de ceder a los ingleses con la vana esperanza de obtener los medios para someter Escocia; luego, contra la insolencia inglesa, pedir ayuda a los propios escoceses. De capitulación en capitulación, el desdichado iba perdiendo sus fuerzas al mismo tiempo que su honor. ¿Qué habría necesitado para evitar esta carrera de humillaciones? Un ejército. ¿Y qué necesitaba Cromwell para levantar sobre las ruinas de la monarquía un Poder sin regla ni freno? Un ejército, el que forjó en nombre del Parlamento, y que luego volvió contra éste; ejemplo memorable de infidelidad de las tropas para con las instituciones y los principios y de su devoción a las personas. ¿Y cómo se realizó la restauración de Carlos II si no por el ejército de Monk?


[291]

De Lolme, Constitution de l'Angleterre, 1771. Cito según la reedición inglesa de 1826 (p. 275) de la edición preparada por el autor en 1772.


[292]

«Desde el momento en que los gastos de la guerra se financiaron casi exclusivamente mediante empréstitos públicos, sin que pudieran afrontarse con éxito de cualquier otro modo, el poder de los gobernantes en sus relaciones exteriores no se mide ya, como en la antigüedad, por la extensión de sus dominios, el número de sus súbditos, la fuerza y disciplina de sus ejércitos, sino por el progreso de la agricultura, de la industria y de las artes, por la amplitud, fecundidad y magnitud del crédito público. Es más poderoso el que más puede endeudarse, al tipo más bajo y a más largo plazo. Mientras el dinero sea el nervio de la guerra, el gobierno del pueblo más rico, que goza de mayor crédito, hallará por doquier fuerzas dispuestas a servirle, aliados dispuestos a secundarle, partidarios interesados en su triunfo, y tendrá la seguridad de dominar, de someter al pueblo sin riqueza, o de derrocar y aniquilar a los gobernantes sin crédito.» Ganilh, Essai politique sur le revenu public, París 1823.


[293]

Mémoires, ed. Boilisle. t. XXVII, pp. 8 y 9.


[294]

Saint-Simon, ibidem.


[295]

En el conflicto de 1770 con la autoridad real, el Parlamento de París representa al rey: «Los magistrados que lo integran reconocerán siempre que no tienen más título de jurisdicción que el carácter de oficiales de Vuestra Majestad.» Representaciones aprobadas y leídas al rey el 3 de diciembre de 1770.


[296]

En este punto el Parlamento añade: «... si la independencia de vuestra corona se ha mantenido contra los ataques de la corte de Roma, mientras que casi por todas partes los soberanos se habían plegado bajo el yugo de la ambición ultramontana; en fin, si el cetro se ha conservado de varón en varón al primogénito de la casa real por la sucesión más larga y feliz de que existen ejemplos en los anales de los imperios...»


[297]

Representación del 3 de diciembre de 1770.


[298]

Las protestas del clero en 1788 atestiguan cómo se habían impuesto las ideas sobre limitación del Poder: «La voluntad del príncipe, si no ha sido iluminada por sus cortes, puede considerarse como su voluntad momentánea. No adquiere la majestad que asegura la ejecución y la obediencia, si previamente no han sido oídos en vuestro consejo privado los motivos y quejas de vuestras cortes.» En realidad, la idea de que no toda voluntad del soberano es ipso facto voluntad soberana desempeñó un papel capital bajo el antiguo régimen. Sólo momentáneamente y nunca de forma completa quedó eclipsada durante el reinado de Luis XIV.


[299]

Especialmente en el ridículo reglamento de 1760, que exigía una nobleza que se remontara a 1400 para poder formar parte de la corte. De este modo se obligaba al rey a vivir rodeado únicamente de la nobleza. ¿Con qué fin? Un fin de simple avaricia: para tener el monopolio de los favores y de los cargos que el rey sólo concedía a los que tenía a la vista.


[300]

La etnología nos ofrece numerosas ilustraciones de estas proposiciones por lo demás evidentes. Véanse algunos hechos recogidos por Westermarck en L'Origine et Développement des Idées morales, ed. fr. 1928, t. I, pp. 170-173. Los redjanges de Sumatra «no reconocen a los jefes el derecho de hacer leyes a su gusto o revocar o cambiar sus antiguas costumbres, a las que están apegados con extrema tenacidad y celo. No hay ninguna palabra en su lengua que signifique ley, y cuando sus jefes proclaman sus decisiones no se les oye decir: 'Así lo quiere la ley', sino 'tal es la costumbre'» (Marsden, History of Sumatra, Londres 1811). Según Ellis, «la veneración de los malgaches por las costumbres derivadas de la tradición o las narraciones de los tiempos de sus antepasados influyen en sus costumbres, tanto privadas como públicas, y a nadie obligan más que al monarca, el cual, por más absoluto que sea en otros puntos, carece de la voluntad o el poder de quebrantar las normas, establecidas desde antiguo, de un pueblo supersticioso» (Ellis William, History of Madagascar, Londres 1838. Dos vols.).

El rey de los ashantis, que suele ser representado como un monarca despótico, no está menos obligado a respetar las costumbres nacionales que han sido transmitidas al pueblo desde una lejana antigüedad; y en caso de que alguno de estos reyes no se ajuste a ellas en la práctica y pretenda cambiar alguna costumbre antigua, pierde su trono. Beecham, Ashantee and the Gold Coast, Londres 1841; Franz Stuhlmann, Mit Emin Pascha ins Herz von Afrika, Berlín 1894.

«Los africanos, dice Winwood Reade refiriéndose especialmente a Dahomey, tienen a veces reyes ilustrados, como en otro tiempo los bárbaros tuvieron sus sabios y sacerdotes. Pero es raro que el jefe de un pueblo tenga poder para modificar unas costumbres que desde tiempo inmemorial se han considerado sagradas.» Savage Africa, Londres 1863.


[301]

Deuteronomio, XVII, vs. 18 ss.


[302]

En tanto que el crimen causa un mal a particulares, es el particular el que se venga, o bien el pequeño grupo al que el individuo pertenece. Puede suceder que la venganza familiar y la venganza divina se ejerzan conjuntamente. También puede ocurrir que la violación de la ley no comporte injuria a los hombres, o que la injuria a los hombres no sea violación de la ley.


[303]

Dissertations on early Law and Custom, Londres 1887, pp. 36-37.


[304]

Supplicium, la pena de muerte, conduce etimológicamente a la idea de apaciguamiento de los dioses (subplacare, supplex), observa Ihering, L'Esprit du Droit rornain, ed. fr . T. I., p. 278.


[305]

Fase más o menos tardía, según los pueblos y las civilizaciones. Sabido es que en Roma la laicización del derecho fue particularmente precoz.


[306]

Ihering, op. cit., p. 266.


[307]

Op. cit., p. 305.


[308]

Cicerón, De legibus, libro I


[309]

Ibid.


[310]

Es significativo que uno de los más famosos tratados de jurisprudencia musulmanes se titule Al Tatirib, «el acercamiento», o, dicho de otro modo, «hacia Dios», y el comentario a este tratado Fath al Qarib, «la revelación del Omnipresente».


[311]

Véase A.B. Ellis, The Yoruba speaking peoples of the slave coast of West Africa, Londres 1894.


[312]

«Como en general en todas las disposiciones reglamentarias romanas, existe en particular en las leyes una cláusula permanente que declara como no contenido en la ley todo aquello que pudiera violar los derechos de los dioses. Esta categoría comprende la violación de las disposiciones sacrosantas; pero también comprende la violación de cualquier derecho que pertenezca a los dioses, lo que se refiere probablemente ante todo a la inviolabilidad de las res sacrae. La propia ley deja sin efecto las medidas afectadas por esta disposición; en consecuencia, no hay necesidad de anularlas; basta con constatar los hechos. Pero en caso de que la cláusula viniere a faltar, habría que considerar inexistentes las disposiciones legales contrarias al derecho religioso.» Mommsen, Manual des Institutions romaines, ed. fr ., t. VI, parte primera, pp. 382-383.


[313]

Santo Tomas, Summa Theologica, I-IIae, q. 93, art. 3.


[314]

Idem, q. 97, art. 1.


[315]

Véase Ihering, op. cit., II, p. 81. Igualmente Mommsen, op. cit., t. I, pp. 364ss.


[316]

A.V. Dicey, Introduction a l'étude du Droit constitutionnel, tr. fr. de A. Baut y G. Jeze, 1902, P. 176.


[317]

Pollard ha descrito con gran claridad el uso que los reyes de Inglaterra hicieron del Parlamento para asumir con su apoyo unos poderes que antes no les pertenecían. Lejos de considerar al Parlamento como una fuerza que viene a limitar la soberanía, se acude a él para ampliarla, ya que la Corona en Parlamento puede mandar lo que el Rey solo no puede. «La Corona jamás había sido soberana por sí misma, ya que antes de la época del Parlamento no había soberanía en absoluto [en el sentido moderno de la palabra]. La soberanía sólo se alcanzó por la energía de la Corona en Parlamento... Así, la soberanía creció con la representación popular...» A.F. Pollard, The Evolution of Parliament, 2. a ed., Londres 1934, pp. 230 y 233.


[318]

La idea de que los hombres, sean los que fueren, pueden hacer leyes contrarias a la costumbre es completamente ajena a la Edad Media. Cuando, por ejemplo, vemos a S. Luis dar una ordenanza (1246), ¿de qué lenguaje se sirve? Dice haber reunido en Orleans a los barones y a los magnates de la comarca para que hagan conocer cuál es la costumbre del país, que el rey declara y manda observar: Nos volentes super hoc cognoscere veritatem et quod erat dubium declarare, vocatis ad nos apud Aurel baronibus et magnatibus earundem terrarum, habito cum eis tractatu consilio diligenti, communi assertione eorum, didicimus de consuetudine terrarum illarum, quae talis est... Haec autem amnia, prout superius continentur, de communi consilio et assensu dictorum baronum et militum volumus et praecipimus de coetero in perpetuum firmiter observari. Citado por Carlyle. T. V, p. 54.

La legislación aparece aquí como una actividad que consiste en comprobar y en autentificar la costumbre. De donde la presencia de los «barones y magnates», que acuden como jurados de prueba. Nos equivocaríamos, pues, si consideráramos la reunión de los barones como si éstos constituyeran con el rey un cuerpo legislador común, cuyo equivalente moderno sería el King in parliament. Pero se comprende que, a fuerza de reunirse para comprobar, el rey y su curia pudieran acabar dictando, y no es difícil imaginar la transición. Esta consiste en dar por acostumbrado y «constante» lo que en realidad es nuevo. Véase lo que a este respecto dice Maine sobre el uso de las aguas en la India.


[319]

Pascal, Pensées, Havet 111,8.


[320]

Montaigne, Essais, libro II, cap. XII.


[321]

Ibid.


[322]

Véase A. Delatte, Essai sur la Politique pythagoricienne, París 1922.


[323]

Es la célebre interpretación de Critias: «Después de que se inventaran las primeras leyes humanas contra las injusticias patentes, se pensó para evitar los peligros que constituyen las injusticias ocultas, hablar de un ser poderoso e inmortal que ve y oye con su espíritu todo lo que es secreto y que castiga el mal. Estas ficciones de los primeros sabios tienen como fin fomentar el temor en el corazón del hombre.» Diels, fragm. 25.


[324]

«Desde que nací, he visto tres o cuatro veces cambiar las [leyes] de nuestros vecinos los ingleses; no sólo en materia política, en la que es fácil justificar el cambio, sino en la materia más importante de todas, la religión.» Montaigne, Essais, 1. c.


[325]

Es el argumento de Montaigne, retomado y condensado por Pascal: «Confiesan que la justicia no está en estas costumbres, sino que reside en las leyes naturales, conocidas en todo el país. Sin duda la apoyarían obstinadamente si la temeridad del azar que disemina las leyes humanas hubiera encontrado al menos una que fuera universal; pero el caso es que el capricho de los hombres ha hecho gala de tal modo que no existe ni una sola.» Pensées, 1. c. Nótese la fuerza de las expresiones: «el azar que ha diseminado las leyes humanas», «el capricho de los hombres».


[326]

Leyes, libro VIII.


[327]

Véase Robert Leroux, La Théorie du Despotisme éclairé chez Karl-Théodor Dalberg, París 1932.


[328]

En el capítulo XVI, «El Poder y el derecho», veremos la continuación del proceso.