Libro segundo: Orígenes del poder
Capítulo IVOrígenes mágicos del poder
Para conocer la naturaleza del Poder, veamos ante todo cómo nació, cuál fue su primer aspecto y por qué medios obtuvo la obediencia. Este planteamiento se inspira naturalmente, sobre todo para el espíritu moderno, en la manera de pensar evolucionista.
Pero la empresa se nos presenta inmediatamente llena de dificultades. El historiador sólo aparece tardíamente, en una sociedad bastante desarrollada: Tucídides es contemporáneo de Pericles, Tito Livio de Augusto. El crédito que merece cuando se ocupa de épocas próximas a él, para las cuales se sirve de múltiples documentos, va disminuyendo a medida que se remonta hacia los orígenes de la ciudad. Entonces sólo se apoya en tradiciones verbales, deformadas de generación en generación, y que él mismo adapta al gusto de su tiempo. De ahí surgen las fábulas sobre Rómulo o sobre Teseo, consideradas mentiras poéticas por la crítica estrechamente racionalista del siglo XVIII, y que a fines del XIX, por el contrario, se volvieron a examinar como al microscopio, elaborando, con ayuda de la filología, interpretaciones ingeniosas, a veces fantásticas, en todo caso inciertas.
¿Debemos consultar al arqueólogo? Ciertamente ha realizado una gran labor. Ha desenterrado ciudades enterradas y reanimado a civilizaciones olvidadas.[142] Por obra suya, milenios, en los que nuestros antepasados sólo veían los personajes bíblicos, se han poblado de monarcas poderosos; los espacios vacíos del mapa en torno al país de Israel se han llenado de imponentes imperios.
Pero lo que la piqueta nos permite conocer son floraciones sociales semejantes a la nuestra, fruto, como la nuestra, de una evolución milenaria.[143] Las inscripciones, cuyo sentido poco a poco se nos va descifrando, son códigos, archivos de gobiernos adultos.[144] Y si bajo las capas de ruinas que atestiguan riqueza y poder, llegamos a los vestigios de un estado más primitivo, o si excavamos el suelo pobre en pasado de nuestra Europa, para buscar las huellas de nuestros propios comienzos, lo que encontramos sólo permite conjeturas sobre el modo de vivir de hombres poco avanzados, y no sobre sus gobiernos. Nos queda el etnólogo como último recurso.
Como atestiguan Herodoto y Tácito, en todo tiempo los hombres civilizados han sentido curiosidad por los bárbaros. Pero si les encantaba asombrarse con extraños relatos, no sospechaban que se pudiera así aclarar sus propios orígenes. Consideraban los relatos de viaje como novelas cuyo carácter fantástico podía realzarse introduciendo hombres sin cabeza y otras fantasías.
El jesuita Lafitau tal vez fue el primero que trató de buscar, en las prácticas y costumbres de los salvajes, vestigios de un estado por el cual hemos pasado también nosotros, con la esperanza de poder iluminar la evolución social confrontando sus observaciones sobre los iroqueses con lo que los autores griegos refieren sobre sus más antiguas costumbres de que se conserva memoria.[145]
Sólo mucho más tarde se impuso la idea de que las sociedades primitivas nos ofrecen en cierto modo testimonios atrasados de nuestra propia evolución. Antes fue preciso reconocer que los organismos vivos están emparentados entre sí y que las diversas especies proceden de un tronco común por transformación. Cuando el libro de Darwin[146] hubo popularizado esta opinión, se intentó audazmente aplicarla a los «organismos sociales» y se buscó el tronco común —la especie simple sociedad primitiva[147] —, a partir de la cual se habrían desarrollado las distintas sociedades civilizadas, y se creyó encontrar en diferentes sociedades salvajes distintos estadios de un desarrollo que habría sido común a todas las sociedades históricas.
En los primeros entusiasmos darwinianos no se dudó en trazar la evolución desde el clan a la democracia parlamentaria con la misma seguridad que la evolución del mono al hombre trajeado. Los descubrimientos y las hipótesis de Lewis H. Morgan[148] indujeron a Engels a escribir de un tirón El origen de la familia, de la propiedad y del Estado.
Como sucede en todas las ciencias, tras las magníficas perspectivas abiertas por las primeras observaciones, la multiplicación de las investigaciones complica y embrolla el paisaje. Se abandonan las audaces y perentorias reconstrucciones de Durkheim. No resulta ya evidente que existiera una sociedad primitiva, sino que más bien se admitiría que los grupos humanos, en sus mismos comienzos, presentaban caracteres diferentes que, según los casos, permitían desarrollos distintos, o incluso impedían todo desarrollo. Hoy ya no se osaría, como hace medio siglo, buscar en Australia el modelo de nuestra comunidad más primitiva y la explicación de nuestros sentimientos religiosos.[149] Semejante florecimiento de reflexiones e investigaciones, sin embargo, nos ha proporcionado una ingente masa de materiales. Veamos lo que de ellos podemos sacar.
La concepción clásica: La autoridad política derivada de la autoridad paterna
La autoridad paterna es la primera que conocemos en nuestra vida individual. ¿Por qué no habría de ocurrir lo mismo en la vida de la sociedad? Desde la antigüedad hasta mediados del siglo XIX, todos los pensadores han visto en la familia la sociedad inicial, célula elemental del edificio social subsiguiente; y en la autoridad paterna la primera forma de autoridad, soporte de todas las demás.
«La familia es la sociedad natural», dice Aristóteles, que cita a otros autores más antiguos. «En ella, dice Carondas, todos comen el mismo pan.» «Todos, dice Epiménides de Creta, se calientan en el mismo hogar.»[150] «La más antigua de todas las sociedades y la única natural es la de la familia», afirma Rousseau;[151] [ ] y Bonald: «La sociedad ha sido primero familia y después Estado.»[152]
Nadie ha dudado de que la agregación de familias formara la sociedad: «La primera asociación de varias familias en vistas a prestarse servicios recíprocos, que no son meramente de todos los días, constituye la aldea, que podríamos llamar una colonia natural de la familia; porque los individuos que la componen han mamado la misma leche, según se expresan algunos autores.» Son, en efecto, hijos de los hijos».[153] «Este conjunto está presidido por un jefe natural —sigue diciendo Aristóteles—, el más anciano, que es una especie de monarca.»
De esta familia ampliada se puede pasar a la sociedad política por el mismo procedimiento de generación, teniendo en cuenta que las familias se engendran como los individuos, llegándose a la constitución de una familia de familias presidida por una especie de «padre de los padres». Tal es la imagen que sugiere el obispo Filmer en su Patriarca.[154] ¿No enseña la Historia Sagrada que los hijos de Jacob permanecían juntos y formaban un pueblo? Al tiempo que las familias se multiplicaban en naciones, los patriarcas se transformaban en reyes. O bien, por el contrario, se supone que los jefes de familias patriarcales se reúnen en pie de igualdad y se asocian voluntariamente. Así dice Vico:
En el estado heroico, los padres fueron los reyes absolutos de sus familias. Estos reyes, naturalmente iguales entre sí, formaron las asambleas gobernantes y, sin demasiadas explicaciones y por una especie de instinto de conservación, descubrieron cómo confluían sus intereses privados y los refirieron a la comunidad, que llamaron patria.[155]
Según que se adopte una u otra hipótesis, se llega a considerar como «natural» bien el gobierno monárquico, o bien el gobierno de tipo senatorial. Conocemos la contundencia con que Locke demolió el frágil edificio de Filmer.[156] Desde entonces se considera al senado de los padres de familia —entendida en su sentido más amplio como la primera autoridad política.
Así, pues, la sociedad habría conocido dos grados de autoridad de carácter muy diferente. Por una parte, el jefe de familia que ejerce el mando más autoritario sobre todo lo que afecta al conjunto familiar.[157]
Por otra parte, los jefes de familia que se reúnen para tomar decisiones colectivas, pero que no se sienten ligados sino por su propio consentimiento ni se someten a otra voluntad que la expresada en común, voluntad que hacen que acaten todos los que de ellos dependen, los cuales tampoco reconocen ninguna otra ley o autoridad.
Ilustremos a continuación la concepción de la familia patriarcal por medio de un ejemplo que nos proporciona la etnología moderna. Entre los samos del Yatenga[158] observamos la familia patriarcal en toda su pureza. Hallamos aquí, en efecto, familias de más de cien individuos reunidos en la misma habitación en torno a un progenitor común. Todo el que vive en una de las vastas chozas cuadrangulares está bajo la autoridad del jefe de familia. Él es quien dirige el trabajo y quien asegura la existencia de todo el que vive bajo su techo. Al ampliarse, la familia se excinde en habitaciones diferentes, en las que se reconoce la autoridad rectora de un jefe de habitación. Es para él para el que ahora se trabaja, si bien se sigue reconociendo la autoridad religiosa de un jefe de familia. El recuerdo del origen común se conserva particularmente fuerte entre los silmi-mossis de la misma región, que cuentan con 5.627 personas repartidas en sólo doce grandes familias. Sin duda, éstas están divididas y subdivididas en subfamilias y en habitaciones, pero es el jefe de la gran familia el que posee la Casa de los Antepasados y hace los sacrificios por todos los suyos; él conserva el derecho de dar en matrimonio a todas las jóvenes, aunque de hecho se limite a ratificar las propuestas de los jefes de las subfamilias.[159]
Todas estas observaciones ayudan considerablemente a comprender lo que debió de ser la gens romana. Es fácil comprender que una sociedad así constituida tuviera como gobierno natural la asamblea de los jefes de las gentes que gozaban de un prestigio religioso, asistidos sin duda por los jefes de las subfamilias más importantes.
El periodo iroqués: La negación del patriarcado
Esta concepción clásica de la sociedad primitiva como basada en el patriarcado fue resueltamente desmantelada, en torno a los años 1860, casi en competencia con el impacto darwiniano.
Es lo que aquí llamaremos el «periodo iroqués», ya que el impulso vino del descubrimiento que realizó un joven etnólogo americano que vivió varios años entre los iroqueses. Observó ante todo —cosa que ya había notado Lafitau— que la herencia entre ellos era materna, no paterna; además, que las palabras que denotan el parentesco no corresponden a las nuestras; que el nombre de «padre» se aplica también al tío paterno, y el de «madre» a la tía materna. Al principio pensó que se trataba de singularidades de los iroqueses; pero al descubrir el mismo fenómeno en otras tribus de América del Norte, pensó si no estaba sobre la pista de una organización familiar totalmente distinta de la patriarcal.
Mientras que, con ayuda de la Smithsonian Institution e incluso del Gobierno federal, emprendió la realización de una investigación sobre las denominaciones familiares de todas las sociedades esparcidas en la superficie del globo, un profesor de Basilea publicó un importante libro[160] basado en antiguos textos griegos y en los monumentos arcaicos.
Un pasaje de Herodoto le proporcionó el punto de partida:
Entre los licios existe una ley curiosa: toman el apellido de la madre en lugar de tomarlo del padre. Si se le pregunta a un licio a qué familia pertenece, indicará la genealogía de su madre y los antepasados de ésta; si una mujer libre se une a un esclavo, los hijos son considerados coma de sangre noble; si, por el contrario, un ciudadano, aun del rango más ilustre, toma por mujer a una concubina o a una extranjera, los hijos quedan excluidos de los honores públicos.
Con una paciencia infinita Bachofen reunió una ingente cantidad de indicaciones análogas sobre otros pueblos de la antigüedad, con el propósito de demostrar que la práctica licia no era una excepción sino vestigio de una costumbre general. La filiación fue en otros tiempos uterina.[161]
La idea de que la filiación uterina había precedido a la paterna se impuso por doquier.[162] Múltiples observaciones demostraban que estuvo vigente en numerosas sociedades. Por lo demás, ello no demostraba que los niños pertenecieran a la mujer, sino a aquellos que disponen de ésta, es decir, su padre y, sobre todo, sus hermanos. De modo que conviene hablar de herencia avuncular.
El hecho de que la misma palabra «padres» denote a todo un grupo de personas se tomó como prueba de la existencia de un matrimonio de grupo; así, mi tío paterno (o cualquier otro individuo) es también mi padre, porque en otro tiempo mi madre le habría pertenecido lo mismo que a mi padre, dado que era la esposa de toda la serie de hermanos (o de cualquier otra serie de hombres). Del mismo modo, mi tía materna es también mi madre, porque, junto con ésta, formaba una serie de mujeres que tenían relaciones con el mismo grupo de hombres. Y, en efecto, este fenómeno del matrimonio de grupo se ha podido observar en algunos pueblos.[163]
Sobre esta doble base se elevaron, una vez publicada la gran investigación de Morgan,[164] ambiciosas y osadas reconstrucciones del pasado de la sociedad humana.[165]
Edificadas, derrocadas, reemplazadas, estas construcciones provocan nuevas investigaciones en las que una cosa queda clara: que la familia patriarcal no existe en numerosas sociedades, y que por lo tanto no se la puede considerar como el elemento constitutivo de todas ellas, ni tampoco la autoridad paterna como el punto de partida de todo gobierno.
Se abre, pues, la vía a una nueva concepción sobre los orígenes del Poder.
El periodo australiano: La autoridad mágica
MacLennan fue el primero que observó, ya en 1870, que algunos grupos primitivos rinden culto a cierta planta o animal particular: es su tótem. Sobre esta constatación, confirmada por la observación realizada en Australia sobre salvajes más «primitivos» aún que los hasta entonces conocidos, se construye una nueva teoría.
Ésta se basa en una concepción de la mentalidad primitiva. Si Vico pudo imaginar a los «padres» deliberando sobre sus intereses comunes y creando deliberadamente la «patria», tierra de los antepasados; si Rousseau describió una asamblea que, sopesando las ventajas de la libertad y los inconvenientes del aislamiento, celebró un pacto social, fue porque su época desconocía la verdadera naturaleza del hombre primitivo.
Para el etnólogo atento no existe el paladín emplumado ni el filósofo desnudo que imaginó el siglo XVIII. Su cuerpo está expuesto a sufrimientos que la organización social nos ahorra; a su alma le agitan terrores de los que nuestras pesadillas son tal vez un débil recuerdo. El grupo humano reacciona a todos los peligros y a todos los temores exactamente igual que las bestias, apretujándose, apelotonándose para sentir su propio calor. Encuentra en la masa el principio de la fuerza y la seguridad individuales. Por ello, lejos de adherirse libremente al grupo, el hombre no existe sino en y por el grupo. Por eso el destierro es el peor de todos los castigos, puesto que lo deja sin hermanos, sin defensa, a merced de los hombres y de las bestias.
Pero este grupo, que tiene una existencia estrechamente colectiva, sólo puede mantenerse por una continua vigilancia contra todo lo que en la naturaleza le amenaza. La muerte, la enfermedad, el accidente, son prueba de una malignidad ambiente. El salvaje no ve por ningún lado el azar. Todo mal proviene de una intención de hacer daño, y las pequeñas desgracias no son otra cosa que advertencias de esta intención que no tardará en desplegar toda su fuerza. De donde la necesidad de apresurarse a neutralizarla mediante ritos que puedan conseguir este fin.
Nada, ni la excepcional prolongación del invierno que agota las provisiones del grupo, ni la pertinaz sequía que extermina a animales y hombres, ni las hambrunas, ni las epidemias, ni siquiera el niño que se rompe una pierna, nada es fortuito. Pero toda desgracia puede prevenirse mediante una determinada conducta y ceremonias apropiadas.
Ahora bien, ¿quién sabe lo que es preciso hacer sino los ancianos? Y, entre los ancianos, aquellos sobre todo que poseen conocimientos mágicos. Ellos son, pues, los que gobiernan, pues son los que dan a conocer el modo de entenderse con las fuerzas invisibles.
Teoría de Frazer: El rey de los sacrificios
Con el apoyo de algunos hechos, se ha llevado demasiado lejos la idea del gobierno intercesor. Se habría reconocido por rey, e incluso se habría forzado a desempeñar esta función,[166] a un hombre capaz de imponerse no tanto a los hombres como a las potencias invisibles y hacer que éstas les fueran favorables. Su misión consistiría en desarmar a las malas intenciones, atrayéndolas, si fuere necesario, sobre sí mismo, sacrificándose por todos. E igualmente en fomentar las fuerzas de la fertilidad. Y así, un canto muy antiguo de la isla de Pascua atribuye a la virtud real el crecimiento y la multiplicación de las patatas, de los helechos, las langostas, etc. Mientras que en invierno la pesca en alta mar está sometida a un estricto tabú, cuando se capturan los primeros atunes, tienen que ser ofrecidos al rey. Y sólo cuando éste los ha probado, puede el pueblo alimentarse con ellos sin peligro.[167] La práctica tan extendida de las primicias conmemora acaso una desconfianza ancestral respecto al alimento que aún no ha sido probado. El rey repite el gesto de quien asume el riesgo y dice a los suyos: «Podéis comer.»
En algunas partes tiene también que desflorar a las vírgenes, cuyo recuerdo se ha conservado en lo que la historia de tendencia folletinesca llama el derecho del señor. Es cierto que la desfloración se ha considerado un acto peligroso, por lo que, por ejemplo en Australia, no es el esposo quien tiene que llevarla a cabo, sino que da lugar a una ceremonia en la que otros hombres «hacen inofensiva a la mujer » antes de que ésta sea de su marido. Tal fue el principio de la intervención real.
Puesto que el rey tiene que dominar sin cesar las malas influencias, causar la multiplicación de las cosas buenas, fomentar la fuerza de la tribu, se comprende que también pueda ser sacrificado por ineficaz. 0 bien se considera que su pérdida de facultades es perjudicial para la tribu. Así, entre los shilluks del Sudán, cuando la virilidad del rey decae, sus mujeres tienen que comunicarlo, y entonces el rey inútil, con la cabeza apoyada en las rodillas de una virgen, es enterrado con ella y muere axfisiado.[168]
Todos estos hechos demuestran palmariamente que existen reinados mágicos. No prueban suficientemente lo que Frazer ha creído poder adelantar, que es sobre el poder mágico sobre el que se edifica necesariamente la realeza.
Gobierno invisible
A medida que se avanza en los estudios etnológicos, resulta cada vez más cierto que las sociedades salvajes no encajan en nuestra clasificación tripartita de monarquía, aristocracia y democracia. Tanto los comportamientos individuales como la acción colectiva no obedecen a la voluntad de uno solo, de varios o de todos, sino que son impuestos por potencias que dominan la sociedad y que algunos son capaces de interpretar.
Se nos ofrece la imagen de unos pueblos primitivos que celebran asambleas. Pero estas democracias salvajes no son sino fruto de la imaginación calenturienta. Es un gran error interpretar esas reuniones como si estuvieran destinadas a exponer los argumentos en pro o en contra de una decisión a fin de que la tribu se pronuncie a favor de las más convincentes. No se trataba de asambleas deliberantes, sino más bien de una especie de misas negras cuyo objeto era inducir a los dioses a dar a conocer su voluntad.
Incluso en el pueblo menos religioso de todos, el de Roma, leemos que antes de abrirse un debate se procedía al sacrificio y a consultar a los auspicios. Nuestro espíritu moderno no ve en ello más que un prefacio ceremonial de la sesión; pero ciertamente, en su origen, el holocausto, el examen de las entrañas y su interpretación, constituía la sesión misma. La asamblea, al tener un carácter religioso, no podía reunirse sino en ciertas fechas y en ciertos lugares. El inglés G.L. Gomme ha tratado de encontrar estos lugares.[169] Estas sesiones se celebraban casi siempre al aire libre; en el centro estaba la piedra del sacrificio, en torno a la cual se estrechaban los ancianos. Quienes habían participado en el mayor número de exorcismos eran los que se encontraban en mejores condiciones para comprender el veredicto sibilino del dios. Podemos representarnos al conjunto de los ancianos formando círculo en torno a la piedra del sacrificio como un centro espiritual del que irradian las decisiones políticas, que toman la forma y derivan su autoridad de un oráculo religioso.
Como intérpretes naturales del dios, los ancianos prestan su propia adhesión a las costumbres antiguas. Nuestros lejanos antepasados sentían qué milagro de equilibrio era seguir viviendo. Para ello era preciso conocer ciertos secretos que se transmitían con devoción. ¡Qué tesoro debió de ser el conocimiento del metalúrgico que aseguraba a la tribu armas eficaces! ¡Cuán preciosos los ritos que presidian a la producción del metal! ¡Y qué peligroso cualquier fallo en la necesaria sucesión de los gestos!
La humanidad caminaba entonces por un terreno desconocido plagado de trampas, y sólo podía tener seguridad en la estrecha senda señalada por los ancianos, por la que la tribu seguía sus pasos, sin que la divinidad y la costumbre pudieran distinguirse.
Sumner Maine cita un ejemplo que demuestra la repugnancia de los pueblos no civilizados hacia un gobierno por decisiones deliberadas. Como funcionario en las Indias, asistió a la creación por la administración de canales de riego para suministrar agua a las comunidades de la aldea, las cuales seguidamente habían de distribuirla. Pues bien, una vez concluido el delicado trabajo de reparto y puesto en marcha el sistema, los nativos olvidaron voluntariamente que el reparto lo había decidido una autoridad humana. Fingieron creer, trataron de convencerse de que los lotes del agua recién recibida habían sido asignados por una antigua costumbre originada en una primitiva imposición.[170]
Si tal era la mentalidad de las sociedades arcaicas, se comprende que los ancianos ocuparan la primera posición. Tan fuerte era su autoridad en Melanesia que, como observa Ribers,[171] acaparaban las mujeres, de suerte que uno de los matrimonios más comunes era el del nieto con la mujer abandonada por su abuelo paterno. Observa también Rivers que un hermano menor podía casarse con la nieta del hermano mayor, si éste no podía hacer de ella mejor uso.
Los ancianos son quienes conservan unos ritos que se hallan presentes en todos los actos de la vida. No son las labores y las formas de cultivo las que aseguran una buena cosecha, sino los ritos. No es el acto sexual el que fecunda a las mujeres, sino el espíritu el espíritu de un muerto que penetra en ellas y reaparece en forma de niño.
¿Cómo podría un joven cuestionar la autoridad de los ancianos, siendo así que, sin su intervención, permanecería siempre niño? En efecto, para poder formar parte de los guerreros tiene que someterse a una iniciación por parte de los ancianos.[172] Cuando alcanzan la edad, los adolescentes son apartados, encerrados, se les hace pasar hambre, se les golpea, y sólo cuando superan la prueba reciben un nombre varonil. Un adolescente sabe que si los ancianos se niegan a darle ese nombre permanecerá durante toda su vida siendo un niño. En efecto, es del nombre del que «reciben la parte que les toca de las fuerzas presentes en el grupo considerado como un ser único.»[173]
La gerontocracia mágica
Conocer la voluntad de las potencias ocultas, saber cuándo y en qué condiciones serán favorables, es el verdadero medio de asegurarse el mando político entre los primitivos.
Esta ciencia pertenece naturalmente a los ancianos. En todo caso, algunos de ellos se encuentran todavía más cerca de los dioses, de modo que pueden forzarles a actuar. No se trata ya de ganarse la voluntad divina por medio de rezos, sino en cierto modo de doblegarla por medio de sortilegios o ritos que obliguen al dios.
Todos los primitivos creían en este poder mágico. Así, los romanos: los redactores de las Doce Tablas consignaron en ellas todavía la prohibición de trasladar por magia al propio campo el grano sembrado en campo ajeno. Los celtas creían que los druidas eran capaces de levantar en torno a un ejército un muro de aire infranqueable so pena de muerte inmediata. Frazer ha coleccionado testimonios que prueban que en algunas partes del globo se creía que ciertos hombres eran capaces de hacer llover o escampar.[174]
¿Cómo no temerlo y esperarlo todo de quienes gozan de tales poderes? Y si estos poderes son comunicables, ¿cómo no desear por encima de todo adquirirlos? Aquí radica la extraordinaria floración de sociedades secretas entre los salvajes. Los ancianos más versados en las ciencias ocultas constituyen el círculo interior de esas sociedades secretas. Toda la tribu les está sometida.[175]
En el archipiélago Bismarck, el temor sagrado que asegura la disciplina social se renueva periódicamente mediante la aparición del monstruo divino, el Dukduk. Antes de que aparezca el primer cuarto creciente de la luna nueva, las mujeres se esconden, pues saben que morirían si viesen al dios. Los hombres de la tribu se reúnen en la costa, cantan y baten el tambor, tanto para disimular su temor como para honrar a los Dukduks. Finalmente, al amanecer aparecen cinco o seis canoas atadas que soportan una plataforma sobre la cual se balancean dos personajes de unos diez pies de alto. Cuando el artefacto llega a tierra y los Dukduks saltan a la playa, los asistentes se apartan con temor: si algún atrevido toca a los monstruos, recibirá el impacto de un tomahawk. Dos Dukduks danzan uno en torno al otro, lanzando gritos agudos. Luego desaparecen en la selva, donde les ha sido preparada una choza llena de presentes. Por la tarde vuelven a aparecer, armados uno de palos y el otro de una porra, y los hombres en fila se dejarán golpear hasta derramar sangre, hasta perder el conocimiento y a veces incluso hasta la muerte.
¿Tienen los ancianos disfrazados de Dukduks conciencia de practicar una superchería? ¿Lo hacen por los presentes que reciben? ¿Para afirmar su autoridad social? 0, por el contrario, ¿creen realmente en las fuerzas ocultas que ellos hacen visibles mediante su disfraz? ¡Cómo saberlo! ¿Lo saben ellos? Sea lo que fuere, los mistificadores constituyen un poder religioso, social y político, el único que conocen estos pueblos.
Los depositarios de este poder se seleccionan mediante una minuciosa cooptación. Se van superando lentamente los distintos grados de iniciación al Dukduk. En Africa Occidental se ha descubierto una sociedad mágica parecida, el Egbo. Los autores la consideran degenerada, ya que en ella se entra y se progresa por dinero. A un indígena le cuesta una cantidad que en total asciende a tres mil libras esterlinas, para avanzar por grados sucesivos hasta el círculo interior de los iniciados. De este modo, la gerontocracia mágica reúne todos los poderes sociales. Se consolida primeramente con su contribución, luego por el apoyo que reciben, y finalmente privando a toda posible oposición de los medios en torno a los cuales podría formarse.
El poder mágico es un poder político, el único que conocen estos pueblos primitivos.[176]
Mediante la intimidación, asegura la estricta sumisión de las mujeres y de los niños, y por extorsión reúne los únicos recursos colectivos de estas comunidades. La disciplina social, la observancia de las leyes-oráculos que dicta, los juicios que pronuncia, todo se basa en el terror supersticioso. Por ello Frazer ha podido celebrar la superstición como la nodriza del Estado.[177]
Carácter conservador del poder mágico
El principio del poder mágico es el temor. Su función social en la sociedad es fijar las costumbres. El salvaje que se aparta de las prácticas ancestrales atrae sobre sí la cólera de las potencias ocultas. Por el contrario, cuanto más conformista es, tanto más recibe su ayuda.
Esto no quiere decir que el poder mágico sea incapaz de innovaciones. Puede dar al pueblo nuevas normas de conducta; pero tan pronto como son promulgadas, estas normas quedan integradas en la herencia ancestral. Por una ficción característica de la mentalidad primitiva se les reconoce una auténtica antigüedad, y las nuevas normas son tan incuestionables como las antiguas. Digamos que la adquisición se hace en una forma conservadora. Las variaciones individuales del comportamiento quedan excluidas y la sociedad se mantiene siempre igual a sí misma. El poder mágico es una fuerza de cohesión del grupo y de conservación de las conquistas sociales.
Antes de abandonar este tema del poder mágico, digamos que, con su desaparición, no desaparecen los efectos de un sistema que se ha prolongado durante decenas de miles de años Los pueblos seguirán experimentando una especie de terror ante las innovaciones, un sentimiento de que el comportamiento novedoso atrae el castigo divino. El poder que reemplace al poder mágico heredará algo de su prestigio religioso.
Del periodo prehistórico nos viene esta superstición que, con nueva forma, atribuye a los reyes el poder de curar las escrófulas o de calmar la epilepsia; e igualmente ese temor a la persona real del que la Historia ofrece tantos ejemplos.
Podría pensarse que a medida que se han ido liquidando las monarquías, el Poder despersonalizado ha ido perdiendo toda connotación religiosa. ¡Es claro que los individuos que ejercen el gobierno no tienen ya nada de sagrados! Pero nosotros somos más tercos en nuestras maneras de sentir que en nuestras maneras de pensar, y trasladamos al Estado impersonal cierto vestigio de nuestra reverencia primitiva.
El fenómeno del desprecio a las leyes ha llamado la atención de algunos filósofos[178] que han investigado sus causas. Pero se trata de un fenómeno mucho menos sorprendente que el fenómeno inverso del respeto a la ley, de la deferencia a la autoridad. Toda la Historia nos muestra enormes masas de hombres que soportan yugos odiosos y prestan a la conservación de un poder detestado la ayuda unánime de su consentimiento. Esta extraña reverencia se explica por el culto inconsciente que los hombres siguen rindiendo al lejano heredero de un prestigio muy antiguo.
Así, la desobediencia querida, declarada y ostentada a las leyes tiene algo de desafío a los dioses que, por lo demás, constituye un test de su poder verdadero. Cortés derroca los ídolos de la isla Columel para que su impunidad demuestre a los indígenas que sus dioses son falsos. Cuando Hampden se niega a pagar el impuesto —ship-money— establecido por Carlos I, sus amigos tiemblan por él, pero el hecho de que su acción no tenga las consecuencias temidas demuestra que los rayos celestes no están ya en manos de los Estuardos: el rey cae.
Si hojeamos la historia de las revoluciones, veremos que toda caída de régimen ha sido anunciada por un desafío impune. Hoy como hace diez mil años, ningún poder se mantiene si ha perdido su virtud mágica.
Así, pues, el Poder más antiguo ha legado algo a los más modernos. Es el primer ejemplo que encontramos de un fenómeno que nos resultará cada vez más evidente. Por más violentamente que las órdenes se sucedan unas a otras, serán sin embargo herederas perpetuas unas de otras.
Capítulo VLa aparición del guerrero
Nada demuestra que nuestra sociedad haya pasado por el estado en que hoy vemos a esta o aquella comunidad salvaje. Hoy ya no se representa el progreso como un único camino jalonado por sociedades atrasadas. Pensamos, más bien, en grupos humanos que avanzan hacia la civilización por caminos muy diferentes, con el resultado de que la mayor parte de ellos se pierden en un callejón sin salida, donde vegetan o incluso se extinguen.[179]
Hoy ya no se puede afirmar que el totemismo haya sido un estadio de organización religiosa y social por el que hayan pasado todas las sociedades sin excepción. Por el contrario, parece que sólo se produjo en algunas regiones del globo.[180] Ni tampoco que la filiación uterina haya precedido siempre a la filiación paterna. Que esta concepción no es válida lo demuestra la conservación de la filiación uterina en ciertas sociedades que han alcanzado un grado de civilización relativamente elevado, mientras que en otras aparece la familia patriarcal ya realizada en medio de la más tosca barbarie.
Así, pues, nos inclinamos a pensar que las sociedades humanas, que aparecieron en la superficie del globo independientemente unas de otras, pudieron adoptar desde el principio estructuras distintas que tal vez determinaron su futura grandeza o su eterna mediocridad.
De todos modos, las que eran naturalmente patriarcales, o que fueron las primeras en organizarse según el modo patriarcal, las que naturalmente poblaron el universo en menor medida de entidades malignas, o que primero se liberaron de estos temores, se nos presentan como las verdaderas fundadoras de los estados, como las sociedades verdaderamente históricas.
No es necesario subrayar en qué gran medida la exageración de los temores religiosos inhibe todo acto aún no probado y por lo mismo tiende a impedir toda innovación y progreso.[181] También salta a la vista que el régimen patriarcal favorece el desarrollo social en mayor medida que el avuncular. En efecto, en el segundo, un grupo social se adueña de los niños y de las mujeres jóvenes y sólo puede multiplicarse en proporción a éstas. En el otro sistema, por el contrario, el grupo se apropia de los hijos de sus varones y crece mucho más rápidamente si éstos pueden, por la guerra o de otro modo, acumular varias esposas.
Se comprende que el grupo patriarcal no tardará en hacerse más fuerte que el grupo avuncular, al mismo tiempo que permanecerá más unido. Esto es lo que ha permitido a algunos conjeturar que, en una sociedad matriarcal, la práctica patriarcal ha sido introducida por los más poderosos, y que los grupos así constituidos han desplazado a los otros, reduciéndolos a polvo, a una mera plebe.
Por muy diferentes que hayan podido ser las estructuras sociales, parece sin embargo que lo que hemos dicho del poder gerontocrático y ritualista puede aplicarse a todas las sociedades primitivas. Ha sido necesario para guiar los pasos inciertos del hombre entre las asechanzas de la naturaleza. Pero siendo por esencia conservador, deberá ser derrotado, o más exactamente desplazado, para que la sociedad tome un nuevo impulso. Es lo que podemos llamar la primera revolución política. ¿Cómo se llevó a cabo? Sin duda, por la guerra.
Consecuencias sociales del espíritu guerrero
La antropología rechaza igualmente las hipótesis sobre «el hombre natural », formuladas de un lado por Hobbes y de otro por Rousseau. El hombre no es ni tan feroz ni tan inocente. En el pequeño agregado humano al que pertenece manifiesta bastante sociabilidad. Todo lo que está fuera del grupo le es sin duda extraño, lo que equivale a decir enemigo.
Ahora bien, ¿es necesario que las sociedades aisladas estén forzosamente en conflicto? ¿Por qué? Ocupan un lugar muy pequeño en los vastos continentes.[182] ¿Se baten los pueblos cuando existen de manera completamente independiente? No lo pensaba así Fichte, para quien el establecimiento de una vida totalmente autónoma era para toda nación el verdadero medio de una paz perpetua.[183]
En pura razón, la coexistencia de las colectividades salvajes no precisa entre ellas ni la paz ni la guerra. ¿Qué nos enseña la observación sobre el terreno en el centro de África o de Australia? ¿Qué ha enseñado a nuestros predecesores en tierras de América del Norte? Que hay pueblos pacíficos y pueblos belicosos. Las circunstancias no bastan para explicar el hecho. Parece un hecho irreductible, primario. Existe voluntad de poder o no existe.
La presencia o ausencia de esta voluntad de poder tiene enormes consecuencias. Tomemos un pueblo pacífico. Quienes conocen los ritos capaces de desarmar y de hacer favorables las potencias naturales gozan de respeto y obediencia. A ellos se les debe la abundancia de las cosechas, la multiplicación del ganado. Pero tomemos, por el contrario, un pueblo guerrero, que no está tan sometido a los dictados de la naturaleza. ¿Hay escasez de mujeres o de ganado? La violencia se los proporcionará. Es lógico que la consideración se oriente hacia el guerrero provisor.
Toda la historia del hombre no es sino rebelión contra su condición original, un esfuerzo para asegurarse más bienes que los que tiene al alcance de la mano. El saqueo es una forma burda de esta rebelión y de este esfuerzo. Tal vez sea el mismo instinto que en otros tiempos engendró la guerra el que en la actualidad impulsa a la explotación del globo. En todo caso, parece claro que los mismos pueblos que se han señalado por el espíritu de conquista son los principales autores de la civilización material.
Sea lo que fuere, la guerra produce una profunda conmoción social. Concedamos que los ancianos han celebrado todos sus ritos y procurado a los guerreros los amuletos que debían hacerles invulnerables. Se entabla el combate, y entonces se realiza la forma primitiva de la experiencia científica. Triunfa no el más cargado de amuletos, sino el más robusto y valeroso. Y esta dura confrontación con la realidad liquida los prestigios usurpados. El que vuelve victorioso es el mejor guerrero y ocupará en adelante en la sociedad un lugar completamente nuevo.
La guerra trastorna la jerarquía establecida. Fijémonos, por ejemplo, en esos salvajes de Australia[184] cuya única riqueza son sus mujeres-sirvientas. Son éstas un bien tan precioso, que sólo se puede obtener por trueque. Y los ancianos son tan poderosos y tan egoístas que son los únicos que disponen de las jóvenes de su cabaña, y las truecan, no en provecho de los jóvenes para que éstos tengan esposa, sino únicamente en beneficio propio, multiplicando el número de sus concubinas, mientras que los jóvenes permanecen privados de ellas. Para empeorar la situación, los ancianos, por temor a las represalias, no permiten que los jóvenes tomen las armas y vayan a robar mujeres. Los jóvenes tienen, pues, que resignarse a la soledad, felices si encuentran alguna vieja que ya nadie quiere, para mantener el fuego, llenar de agua los odres y llevar su fardo de un lugar a otro.
Supongamos ahora que se reúne un equipo de estos jóvenes, y mientras los viejos charlan, parten por el sendero de la guerra.[185] Los guerreros regresan bien provistos de esposas. Su situación, no sólo material sino también moral, se ha transformado. Si el saqueo provoca un conflicto, tanto mejor, porque si la tribu está en peligro, los brazos fuertes son más valiosos. Cuanto más dura la guerra, mayor es el desplazamiento de la influencia. Los combatientes adquieren prestigio. Quienes más valor han mostrado son los más famosos y constituyen una aristocracia.
Pero este proceso tiene que ser rápido. Las campañas son breves y espaciadas. En el intervalo reaparece el prestigio de los ancianos y la cohesión de los guerreros se debilita.
Por lo demás, el curso de los acontecimientos es distinto según que la sociedad sea o no patriarcal. En el primer caso, los kilos de los hijos benefician a los padres y fortifican su crédito. En el segundo, se acusa más claramente la oposición entre los ancianos y los guerreros, el partido de la resistencia y el partido del movimiento, el uno que fosiliza el comportamiento de la tribu, mientras que el otro lo renueva por el contacto con el mundo exterior. La gerontocracia debía su riqueza al acaparamiento de la riqueza tribal; también la aristocracia es rica, pero por el pillaje: aporta algo a la vida de la comunidad. Tal vez aquí radique el secreto de su triunfo político. Los más valientes son también los mejores a la hora de practicar los deberes nobles, la hospitalidad y la generosidad. El Potlatch les permite penetrar en las sociedades secretas y adueñarse de ellas. En una palabra, son los parvenus, los nuevos ricos de las sociedades primitivas.
Nacimiento del patriarcado por la guerra
Si no se admite que el patriarcado sea una institución primitiva, se puede explicar fácilmente su aparición en correlación con la guerra.
Admitamos que naturalmente, y debido ante todo a la ignorancia del papel del padre en la generación física,[186] el niño haya pertenecido en todas partes a los varones de la familia materna. Pero los guerreros vencedores que, mediante el saqueo, se han apoderado de otras mujeres, no tienen que rendir cuentas a ninguna familia materna. Conservarán los niños, cuya multiplicación contribuirá a su riqueza y a su fuerza, y así podría explicarse la transición de la familia avuncular a la patriarcal.
Se explicará igualmente el absolutismo de la autoridad paternal, autoridad nacida en definitiva de la conquista de las mujeres. La guerra constituiría la transición de un régimen social a otro. Por lo demás, algunos prestigiosos filólogos nos invitan a reconocer, tanto en China como en Roma, dos estratos de cultos: los cultos terrenos de una sociedad agraria y matriarcal, pronto recubiertos por los cultos celestes de una sociedad guerrera y patriarcal.
La aristocracia guerrera es también plutocracia
Todas son conjeturas. Pero una cosa es cierta, a saber, que una vez constituida la familia patriarcal y cuando se practica la guerra, el valor guerrero se convierte en principio de distinción y causa de diferenciación social.
La guerra enriquece, y lo hace de manera desigual.
¿En qué consiste la riqueza en semejante sociedad? No ciertamente en la tierra, de la que hay extensiones casi infinitas en relación a una población tan exigua. Sin duda en reservas de alimentos, pero éstos se agotan rápidamente y lo importante es renovarlos continuamente. También son riqueza los enseres, aperos y herramientas, pero éstos no tienen valor más que para quienes saben manejarlos. El ganado también lo es en un estadio relativamente avanzado, si bien se necesita gente para guardarlo y cuidarlo. Así, pues, la riqueza consiste en disponer de abundantes fuerzas de trabajo: primeramente mujeres, más tarde esclavos.
Las guerras proporcionan unas y otros, y de ellos se benefician siempre los guerreros más valientes. Estos son los que están mejor servidos. Son también las familias más numerosas. El héroe triunfa y engendra en proporción a sus triunfos.
Más tarde, cuando se establece la monogamia, la prole combatiente se va extinguiendo por las pérdidas militares: nada queda, por ejemplo, de nuestra nobleza feudal. Estamos acostumbrados a ver cómo las sociedades se multiplican por sus capas inferiores. Pero no fue así en otros tiempos. Eran las familias guerreras las que más aumentaban. ¡Cuántas leyendas, de orígenes diversos, nos hablan de los «cien hijos» del héroe!
A los canales naturales de crecimiento se añaden otros más. Los primitivos tienen una conciencia tan aguda de la importancia que para la fuerza y la riqueza tiene el número, que los guerreros iroqueses, al volver de la expedición, lo primero que hacían era anunciar el número de sus muertos.[187] Reemplazarlos era la gran tarea, que intentaban realizar sirviéndose de los prisioneros, que incorporaban a las familias que habían sufrido pérdidas.[188]
La práctica de la poligamia y la adopción inclinan la balanza a favor de las gentes que se han distinguido en la guerra. Los débiles, los endebles, no pueden reproducirse al mismo ritmo. Frente a poderosas pirámides gentilicias, forman un polvo de grupos ínfimos y aislados. Tal fue, sin duda, la primera plebe.
Puesto que toda querella —a menos que surja en el interior de un clan y no pase de ser asunto de orden interior— se produce entre dos familias cada una de las cuales defiende los intereses de sus miembros, los grupos aislados o semiaislados nada pueden hacer contra un clan fuerte. Y entonces buscan protección en algún grupo poderoso al que se unen y del que se convierten en clientes. De este modo la sociedad se convierte en una federación de clanes o gentes, de pirámides sociales más o menos poderosas.
La invención de la esclavitud las enriquece todavía más. Debemos hablar de «invención», pues parece cierto que los pueblos más primitivos no tuvieron idea de ella. No concebían que un extraño viviera entre ellos. Había que rechazarlo —expulsarlo o incluso matarlo— o bien asimilado y adoptado en una familia. Cuando se dieron cuenta de que, perdonando la vida a sus adversarios, podían explotar su fuerza de trabajo, se produjo la primera revolución industrial, comparable a la aparición del maquinismo.
Ahora bien, ¿a quién pertenecen los esclavos? A los vencedores, obviamente. La aristocracia se convierte así en plutocracia. Y esta plutocracia será en adelante la única que haga la guerra o, por lo menos, la única que desempeñe en ella las funciones esenciales. Pues la riqueza proporciona nuevos medios para combatir, como por ejemplo los carros de guerra, que sólo un rico puede equipar. Los ricos, que combaten en sus carros, parecen ser de una especie diferente: son nobles. Así fue en la Grecia homérica, como lo atestigua no sólo la epopeya, sino el propio Aristóteles cuando dice que, tanto en la vida política como en la vida militar, aquella fue la época de los «caballeros».
De este modo la guerra forma una casta acaparadora de la riqueza, de la función militar, del poder político. De ahí vienen los patriciosromanos y los eupátridas griegos.
El resto de la sociedad se agrupa en cuadros gentilicios, adoptando así la forma de una serie de pirámides humanas en cuya cúspide figuran los jefes de las gentes, más abajo los clientes, y en la parte inferior los esclavos. Son pequeños estados en los que quienes dominan constituyen el gobierno, el derecho y la justicia. Son también fortalezas religiosas, cada una de las cuales con su propio culto.
El gobierno
La sociedad ha crecido. Estamos ya lejos del grupo primitivo, formado —según las observaciones realizadas en Australia[189] — por un número de miembros entre cincuenta y doscientos bajo la autoridad de los ancianos. Lo que ahora tenemos son gentes ampliadas cada una de las cuales puede ser tan fuerte como el grupo primitivo. La cohesión existente en lo que abusivamente se podría llamar la minúscula nación primitiva se encuentra ahora en la gran familia patriarcal. Pero ¿qué vínculo hay entre estas familias?
Nos hallamos en presencia de los datos del problema de gobierno tal como se ofrecían a los autores clásicos. Acaso éstos desconocieron la existencia de una prehistoria política, pero no se equivocaron sobre el punto de partida de la historia política. Y nosotros volvemos naturalmente a sus soluciones: el senado de los jefes de las gentes, que es el cemento confederativo de la sociedad, y el rey, que es su símbolo militar.
Sin embargo, nuestra somera exploración de un pasado oscuro nos ha preparado para comprender que los órganos de gobierno no tienen un carácter sencillo.
Es evidente que se necesita un jefe para hacer la guerra, que la frecuencia de las guerras y la continuidad de sus éxitos confirman su posición; es natural que la negociación con el extranjero se haga en nombre de este temido guerrero; se concibe que de algún modo se institucionalice su poder, y que goce durante las expediciones de una autoridad absoluta cuyo recuerdo se conserva en el carácter absoluto del imperium extra muros de los romanos.
Es lógico también que este jefe, que de ordinario no dispone libremente más que de las fuerzas propias de su gens, tenga necesidad de llegar a acuerdos con los jefes de otras gentes, sin las cuales nada puede: de donde el necesario concurso del senado. Pero ninguna institución debe considerarse simplemente como pieza de un mecanismo que funciona. Todas ellas están siempre cargadas de una especie de electricidad que el pasado les ha comunicado y que mantienen los sentimientos heredados también del pasado. El senado de los jefes de las distintas gentes no es simplemente un consejo de administración en el que cada uno representa sus propias aportaciones, sino que reproduce algunos de los rasgos místicos del consejo de los gerontes ritualistas.
El problema del rey es aún mucho más complejo.
El rey
No podemos entrar en detalles sobre este problema, y no pretendemos en absoluto aportar una solución. Digamos, en términos generales, que la realeza parece presentar una dualidad fundamental.
En algunos pueblos encontramos la presencia efectiva —en otros solamente la huella— de dos personajes distintos que corresponden vagamente a nuestra idea de rey; el uno es esencialmente el sacerdote que oficia en las ceremonias públicas y conserva la fuerza y la cohesión «nacionales»;[190] el otro es esencialmente el jefe de aventura, conductor de expediciones, y que emplea la fuerza nacional.[191]
Es sorprendente que el jefe de la guerra, por esta sola cualidad, no parezca en absoluto acceder a lo que entendemos por realeza.[192] Se le respeta, se le saluda, se le obsequia con la caza capturada para que, presidiendo el banquete, pronuncie la loa del hábil cazador; se reconoce en él a un buen juez del peligro o de la ocasión; el consejo se reúne cuando él lo convoca. Pero no es más que uno entre todos.
Para que sea otra cosa, tiene que unir a su función, digamos de dux, la de rex, que tiene carácter religioso. El rex es aquel en el que se resume y condensa el antiguo poder mágico, la antigua función ritual. Le vemos por doquier preso de tabúes rigurosos. No puede comer de esto, no debe beber aquello; está rodeado de veneración, pero es verdaderamente un intercesor y un expiador, cautivo y víctima de su papel místico. Se entrevé vagamente una usurpación de esta dignidad por el dux que se hubiera apropiado de las ventajas del prestigio que esta posición conlleva sin aceptar sus inconvenientes.
Así se explicaría el doble carácter del poder real histórico, dualidad transmitida por él a todos los poderes que le han sucedido. Es símbolo de la comunidad, su centro místico, la fuerza que la mantiene unida, la virtud que la sostiene. Pero es también ambición para sí mismo, explotación de la sociedad, voluntad de poder, utilización de los recursos nacionales con fines de prestigio propio y aventura.
Estado o cosa pública
Al margen de estas conjeturas, lo cierto es que, en un momento determinado del desarrollo histórico, nos encontramos con el tipo de rey ambicioso que pretende extender sus prerrogativas a costa de los jefes de las gentes, «reyes absolutos de sus familias», como los llama Vico, y celosos de su independencia.
El conflicto es inevitable. En los pueblos en que podemos seguir el fenómeno con relativa facilidad, el prestigio místico del rey no es demasiado grande. Sin duda por eso no triunfa ni en Grecia ni en Roma; lo contrario ocurre en Oriente.
Veamos ante todo qué es lo que está en juego.
Nada puede el rey sin el apoyo de los jefes de las gentes, que son los que le aportan la obediencia de los grupos sometidos a su autoridad, grupos en los que no penetra la autoridad real.
¿Cuál es el objetivo del rey? Privar a los poderosos de la sólida base por la que se ve en la necesidad de asociarlos al gobierno y, quebrantando sus formaciones, adquirir una autoridad directa sobre todas las fuerzas que éstos poseen. Para ello trata de conseguir el apoyo de la turba plebeya que vegeta fuera de las orgullosas pirámides aristocráticas, así como también, en ciertos casos, de algunos elementos humillados y frustrados pertenecientes al ámbito de esas pirámides.
En caso de que el rey triunfe, habrá una completa reclasificación,[193] una nueva independencia social de los participantes inferiores de la comunidad, y la creación de un aparato de gobierno por medio del cual todos los individuos estarán directamente bajo el poder. En cambio, si el rey pierde, la reclasificación social se aplazará, las pirámides sociales se mantendrán por el momento, habrá una gestión común de los asuntos públicos por los patricios, que formarán una república oligárquica.
Notemos que el poder, por su propia lógica interna, tiende con un mismo impulso a disminuir la desigualdad social y a aumentar y centralizar el poder público. Y así, los historiadores nos cuentan cómo en Roma, después de la expulsión de Tarquinio, el pueblo echaba de menos a sus reyes.
La realeza se convierte en monarquía
Las posibilidades de éxito del rey son tanto menores cuanto más pequeña sea la comunidad y más estrecha la cohesión de los patricios.
Pero la sociedad tiende a aumentar, primero por la confederación y luego por la conquista. El triple ejemplo de Esparta, Roma y los iroqueses demuestra que la confederación es bastante natural entre los pueblos guerreros. Esta confederación introduce cierta disparidad en la nueva «nación». Los jefes comunes, dos en Esparta, dos entre los iroqueses, y al principio dos también en Roma, pueden desplegar en ella una mayor influencia. Por ejemplo, cuando entran en campaña, se les asocia a la celebración de los ritos diferentes de cada sociedad que integra la unión; son como el factor de cristalización de la operación mitológica que une las creencias y emparenta a los dioses de las distintas sociedades. Ni la sociedad griega ni la romana eran demasiado grandes,[194] demasiados heterogéneas, ni de talante demasiado religioso como para que el rey pudiera contar con un arma espiritual que asegurara su éxito. Las cosas no son más claras en Oriente; pero, al parecer, los reyes eran aquí más aceptados, ante todo por su carácter religioso más acusado, y luego por la gran rapidez de la expansión territorial.
Los vastos agrupamientos de sociedades diversas por una pequeña nación conquistadora han proporcionado siempre al jefe de ésta una extraordinaria oportunidad para ejercer el absolutismo. Mientras que en la ciudad no había más que una escasa población a la que apelar contra los patricios, en las poblaciones vecinas, en una época en que el sentimiento nacional aún no se había formado, encuentra el jefe los apoyos que necesita. Recordemos, por ejemplo, el caso de Alejandro, que recurre a los jóvenes persas para formar su guardia personal cuando los macedonios se amotinan, o el de los sultanes otomanos, que reclutan de entre los muchachos apresados a los pueblos cristianos la tropa de jenízaros en que se apoyó su despotismo en el interior y su fuerza en el exterior.
Por obra de la conquista y de las posibilidades de maniobra que le ofrece la diversidad de los conquistados, el rey puede separarse de la aristocracia, de la que en cierto modo no era más que el presidente, y se convierte en monarca. Y a veces incluso más. En el complejo formado por la banda de los invasores y la masa de los invadidos, se entremezclan aquellos cultos que en cada grupo particular constituían el privilegio de la élite patricia,[195] pues las relaciones con los dioses son un medio para obtener su complicidad, una alianza particular que no se permite compartir.
Así, pues, el rey otorga un favor inmenso a la muchedumbre de súbditos si les ofrece un dios para todos. Los modernos se equivocan cuando suponen que los amos de Egipto humillaban a sus súbditos al imponerles el culto a un dios que más o menos se confundía con ellos mismos. Por el contrario, según los sentimientos de la época, daban a la gente un derecho y una dignidad nuevos, ya que invitaban a los pequeños y humildes a comunicarse con los primates en el culto común.[196] Sirviéndose de estos medios políticos y religiosos, puede el monarca construir un aparato estable y permanente de gobierno, con su burocracia, su ejército, su policía, y sus impuestos; en una palabra, todo lo que hoy nos sugiere la palabra Estado.
La cosa pública sin aparato estatal
Este aparato estatal se construye por y para el poder personal.
Para que la voluntad de un solo hombre, para que una sola voluntad se transmita y ejecute en un vasto espacio, se precisa todo un sistema de transmisión y de ejecución, así como los medios necesarios para mantenerlo; es decir, una burocracia, una policía y un sistema fiscal. Este aparato es el instrumento natural y necesario de la monarquía. Pero su existencia secular ejerce también sobre la sociedad una influencia tal que, a la larga, desaparecida la monarquía pero no el aparato en cuestión, su fuerza impulsora no podrá imaginarse sino como una voluntad, la de una persona abstracta que sustituye al monarca. Concebimos la nación como si tomara unas decisiones que el aparato estatal deberá llevar luego a la práctica.
Esta manera de pensar hace que resulte muy difícil comprender la república antigua, en la que, al no existir el aparato estatal, todo se hacía con el concurso de voluntades, tan necesario tanto para la ejecución como para la decisión.
Es extraño que pensadores como Rousseau e incluso Montesquieu hayan podido referirse a los estados modernos y a las ciudades antiguas como si se tratara del mismo fenómeno, sin poner de relieve la irreductible diferencia que existe entre unos y otras.
La república antigua no conocía el aparato estatal. No se necesitaba ningún mecanismo para que la voluntad pública alcanzara a todos los ciudadanos, y efectivamente nadie lo echaba de menos. Los ciudadanos que tienen voluntad y recursos particulares —categoría restringida al principio, pero que se iría ampliando con el tiempo deciden coordinar sus voluntades y luego ejecutar sus decisiones poniendo en común sus recursos.
Precisamente porque todo descansa sobre este acuerdo de voluntades y en el concurso de las fuerzas, se habla de «cosa pública».
Las repúblicas antiguas
Hemos visto cómo el rey de una sociedad gentilicia y guerrera se veía precisado a obtener el apoyo de los jefes gentilicios para poder actuar. También hemos visto cómo era natural que tratara de reunir en su persona todo el poder, y también cómo este objetivo le llevaba a romper los cuadros gentilicios, sirviéndose a tal efecto de los marginados, plebeyos de todo origen, tanto nacionales como vencidos.
La actitud de la aristocracia gentilicia era por necesidad opuesta. Quería mantener su situación de casi-independencia, de casi-igualdad con el rey, pero también de superioridad y de autoridad frente a los otros elementos sociales. Así, los camaradas de Alejandro se negaron a postrarse ante él, al tiempo que trataban con despectiva arrogancia a los recién vencidos e incluso a sus aliados griegos.
Tal fue el talante que debió de inspirar las revoluciones que liquidaron la realeza tanto en Grecia como en Roma. Sólo un profundo desconocimiento de la estructura social antigua ha podido considerarlas igualitaristas en sentido moderno. Tendían a impedir dos fenómenos asociados, la elevación política del rey y la elevación social de la plebe. Defendían una jerarquía social.
Podemos ver esto claramente en el caso de Esparta, que conservó sus caracteres primitivos mejor que ninguna otra ciudad antigua. Podemos apreciar aquí cuán aristocráticos eran. No deja de ser paradójico que despertara tanta admiración entre los hombres de la Revolución Francesa. En Esparta, los guerreros conquistadores lo son todo. Se llaman a sí mismo, y con razón, los «iguales», pues querían serlo entre ellos y sólo entre ellos. Por debajo estaban los esclavos que les servían, los hilotas que cultivaban la tierra para ellos, los periecos libres pero sin derechos políticos.
Esta constitución social es típica. La de Roma, en los primeros tiempos republicanos, era muy parecida. El populus desplazó al rey. Pero por populus se entendía entonces exclusivamente los patricios, los que pertenecían a las treinta curias, agrupaciones de gentes nobles, que estaban representadas en el senado, que era la asamblea de los patres. La misma palabra «patria», como hace notar Vico,[197] evoca los intereses comunes de los padres y de las familias nobles a las que gobiernan.
Cuando, en época posterior, se quiere designar la asamblea de los romanos, se habla de populus plebisque, el pueblo y la plebe, que por lo tanto no es el pueblo.
El gobierno de las costumbres
En la república antigua no encontramos por ningún sitio una voluntad dirigente armada de instrumentos propios que le permitan imponerse. Podría decirse que esa voluntad residía en los cónsules. Pero para empezar, los cónsules son dos, y un principio esencial de la institución era que cada uno de ellos podía bloquear las iniciativas del otro. ¿De qué medios disponían para imponer su voluntad común? Sólo de algunos lictores. Durante toda la era republicana no habrá en Roma una fuerza pública, una fuerza distinta de la del populus, capaz de reunirse cuando sus jefes sociales le convocaban.
No hay otra decisión posible que aquella en que se encuentran las voluntades, ni —en ausencia de un aparato de gobierno— otra ejecución posible que la que se realice mediante la cooperación de los esfuerzos. El ejército no es sino el pueblo en armas, las finanzas públicas no son otra cosa que resultado de voluntarias donaciones particulares, nunca exigidas coactivamente. En una palabra, y esto es lo esencial, no había un cuerpo administrativo.
En la ciudad antigua, ninguna función pública es desempeñada por un profesional que deba su puesto al Poder. Todos los puestos se cubren por elección para un corto espacio de tiempo, en general un año, y a menudo —tal es, según Aristóteles, el verdadero método democrático— por sorteo.
Los dirigentes, desde el ministro hasta el último policía, no forman, como en nuestra sociedad, un cuerpo coherente que actúe al unísono, sino que, por el contrario, los magistrados, grandes y pequeños, ejercen su oficio de manera casi independiente.
¿Cómo pudo funcionar semejante sistema? Por la extrema cohesión moral y por la casi fungibilidad de los individuos. La disciplina familiar y la educación pública hacían que el comportamiento de los miembros de la sociedad fuera tan natural, y la opinión contribuía de tal modo a mantener este comportamiento, que los individuos eran casi intercambiables.
Esto ocurría sobre todo en Esparta. Con razón, Jenofonte, al describir la república de los lacedemonios,[198] habla poco de la constitución e insiste sobre la educación. Esta era la que creaba la cohesión y hacía que el régimen funcionara. Se ha podido decir que el gobierno de estas sociedades era un gobierno de las costumbres.
Herencia monárquica del Estado moderno
El momento en la juventud de un pueblo en que se produce la crisis entre el rey y los jefes es realmente decisivo. Es entonces, según el resultado del conflicto, cuando se plasman en el carácter político unas diferencias que permanecerán casi indelebles. Si no se percibe la importancia de esta bifurcación, se confunden en las teorías constitucionales ideas surgidas de experiencias opuestas, la de la república y la del Estado, la de ciudadano y la de súbdito.
Cuando triunfan los jefes de grupo, se considera naturalmente el conjunto político como una sociedad que ellos mantienen para la defensa y promoción de los intereses comunes, res publica. Esta sociedad está formada realmente por las personas particulares que la integran, y se manifiesta visiblemente en su asamblea, comitia. Con el tiempo, algunos miembros que en un principio no pertenecían a la sociedad quedan integrados en ella y participan en la vida social, con lo que la asamblea se amplía en los comitia centuriata y los comitia tributa. Pero cuando se trata de oponer la comunidad en su conjunto a un miembro individual o a una comunidad extranjera, se apela a esa concreta realidad que es el populus y a los intereses que le son propios, la res publica. Nadie habla del Estado, no hay un término que designe la existencia de una persona moral distinta de los ciudadanos.
Por el contrario, si triunfa el rey, éste se convierte en la instancia que se impone a todos porque está por encima de todos (supra, supranus, soberano). Los miembros de la asamblea se convierten en súbditos (subditi, sometidos). Prestan el concurso de sus fuerzas según lo ordene el soberano, se benefician de las ventajas que el soberano les dispense graciosamente.
El rey en su trono es el punto de cristalización del conjunto y su manifestación visible. Él decide y actúa por el pueblo, organizando a tal efecto un aparato integrado por él y sus favoritos. La carne social —los hombres— se dispone en torno a este esqueleto. La conciencia de la comunidad se cifra no en un sentimiento de asociación, sino en un sentimiento de pertenencia común.
Así se forma la compleja noción del Estado. La república es claramente un «nosotros», nosotros los ciudadanos romanos, considerados en la sociedad que formamos para alcanzar nuestros fines comunes.
El Estado es una realidad que se impone soberanamente a todos nosotros y a la que estamos incorporados.
No importa que posteriormente, por una revolución política, el rey desaparezca, pues su obra permanece: la sociedad se construye en torno a una organización que la domina y que se ha convertido en algo necesario para ella. De su existencia, de las relaciones instauradas entre esa organización y sus súbditos, resulta naturalmente que el hombre moderno no puede ya ser ciudadano en el sentido antiguo, aquel que participa en todas las decisiones y en todas las ejecuciones, y que en toda circunstancia participa activamente en la vida pública.
Aun cuando la democracia le otorgue el derecho de actuar cada cuatro años como dispensador y orientador de la función de mando, de actuar como soberano, no por ello dejará de ser durante todo el resto del tiempo un mero súbdito del aparato que acaso haya contribuido a poner en marcha.
Así, pues, la era monárquica ha constituido un cuerpo distinto en el cuerpo social, el Poder, que tiene vida propia, con sus intereses, sus caracteres y sus fines propios. En esta perspectiva es en la que debemos estudiarlo.
Notas al pie de página
[142] Marcel Brion nos da una idea de esta labor de conquista del pasado humano en su obra La résurrection des viles mortes, 2 vols. París 1938.
[143] Por supuesto que no hay una civilización de la que nosotros constituiríamos el estadio más avanzado, sino que sociedades diferentes han desarrollado, a lo largo de la historia humana, civilizaciones cada una de las cuales ha logrado cierto esplendor, algunas veces inferior al nuestro, otras equivalente y en ciertos aspectos superior. Es ésta una idea tan común que no creo deber insistir sobre ella.
[144] Dykmans escribe a este respecto: «En el momento en que los primeros grupos sociales ciertos aparecen en Egipto, sobre todo en las representaciones figuradas en las paletas de esquistos predinásticos, nos hallamos ante ciudades organizadas, provistas de murallas, gobernadas por colegios de magistrados y dadas al fructuoso comercio marítimo con las costas sirias. Todo lo que precede a esta época cercana al alba de la historia lo ignoramos. La evolución plurimilenaria que va desde los orígenes sociales a tales ciudades, a las primeras confederaciones y a los primeros reinos, está sepultado en las profundidades de la prehistoria.» Dykmans, Histoire économique et sociale de l'ancienne Égypte, París 1932, t. 1, p. 53.
[145] «Confieso que si los autores antiguos me han proporcionado algunas luces para apoyar ciertas felices conjeturas con respecto a los salvajes, las costumbres de los salvajes me han iluminado para comprender más fácilmente y para explicar muchas cosas que están en los autores antiguos.» Lafitau, La vie et les moeurs des sauvages americains, comparées aux moeurs des premiers temps, Amsterdam 1742, t. I, p. 3.
[146] En 1859.
[147] La idea de una sociedad primitiva la formuló Spencer en los términos siguientes: «La causa que más ha contribuido a agrandar las ideas de los fisiólogos es el descubrimiento de que los organismos que, en la edad adulta, no parecen tener nada en común, han sido, en los primeros periodos de su desarrollo, muy parecidos; y también que todos los organismos parten de una estructura común. Si las sociedades se han desarrollado y si la dependencia mutua que une sus partes, dependencia que supone la cooperación, se ha efectuado gradualmente, hay que admitir que, a pesar de las diferencias que terminan por separar las estructuras desarrolladas, hay una estructura rudimentaria de donde todas proceden.» Principles of Sociology, t. III, parág. 464.
[148] Morgan expuso su sistema en 1877 en un libro que dio mucho que hablar: Ancient society or researches in the lines of human progress from savagery through barbarism to civilization.
[149] Cuanto mayores son los progresos de la apasionante ciencia que hoy denominamos antropología social, y cuanto más atentamente se estudian los datos reunidos por los investigadores, más parece que, lejos de ser análogas, las sociedades llamadas «primitivas » presentan entre ellas diferencias capitales. Parece que la idea de una diferenciación progresiva a partir de un modelo deberá ser totalmente abandonada. Parece demasiado pronto para desplegar las nuevas perspectivas que se abren ante nosotros a este respecto.
[150] Aristóteles, Política, libro I, cap. 1.
[151] Contrato social, libro II, cap.
[152] Pensées sur divers sujets. Bonald escribe también: «Toda familia propietaria forma por sí sola una sociedad doméstica naturalmente independiente.» Legislación primitiva, libro II, cap. 9.
[153] Aristóteles, op. cit.
[154] Patriarcha, or the natural rights of kings, Londres 1684.
[155] ViCO, La science nouvelle, trad. Belgiojoso, París 1844, p. 212.
[156] An essay concerning certain false principles, que es el primero de sus dos ensayos sobre el gobierno.
[157] En 1861, el jurista inglés Sumner Maine presenta por fin una imagen viva de la familia patriarcal que unánimemente se consideraba como la sociedad inicial. Maine no conocía el derecho romano; así, cuando toma contacto con sus reglas más antiguas, su contraste con la jurisprudencia moderna produce en él un shok intelectual, e inmediatamente se representa el modo de vida que dichas reglas suponían. Posteriormente conoció como ningún historiador los patres de la Roma primitiva, propietarios celosos de un grupo humano cuyas leyes dictan. El padre tiene sobre sus descendientes el derecho de vida y de muerte, los castiga a su antojo, proporciona una mujer a su hijo, cede una de sus hijas a otro padre a cambio de alguno de los hijos de éste. Retoma a su hija dada en matrimonio, despacha a la nuera, expulsa de su grupo al miembro que desobedece e incorpora a quien le parece por medio de una adopción que produce los efectos de un nacimiento legítimo. Cosas, animales y gentes, todo lo que constituye el grupo le pertenece y le obedece por la misma razón; puede vender su hijo lo mismo que una cabeza de ganado; no hay otros derechos ni jerarquía que los introducidos por él, y puede hacerse sustituir como jefe del grupo por el último de sus esclavos. Sumner Maine, Ancient Law: its connection with the early history of society and its relation to modern ideas, Londres 1861.
[158] En la hoz del Niger, según L. Tauxier, Le Noir du Yatenga, París 1917.
[159] La vivacidad del recuerdo familiar, como entre los silmi-mossis, es perfectamente compatible con el avance del proceso de la desintegración física; en efecto, entre ellos, la habitación (zaka) comprende una media de once a doce personas solamente. Entre los mossis, que son el pueblo dominador de la región, se cuentan, por ejemplo, en el cantón de Kussuka, para 3.456 personas, 24 familias, pero divididas en 228 habitaciones de unas 15 personas poco más o menos.
El jefe de la familia o budukasaman no tiene bajo su autoridad total más que su propia zaka (habitación), pero como jefe de familia desempeña las atribuciones religiosas, las justicieras, y es a él a quien corresponde casar a las hijas de la familia. Cuando muere, le sucede el hermano que le sigue, luego el que sigue a éste, y así sucesivamente, y entonces se vuelve al hijo mayor del hermano mayor. Es comprensible este modo de sucesión, que tiende a mantener a la cabeza de la familia al que realiza la mayor convergencia. El jefe de habitación se llama zakasoba. Los miembros de la zaka le deben durante una parte del año lo mejor de su tiempo, dos días de tres, y él los alimenta durante la mayor parte del año: siete meses sobre doce. Hay campos familiares y pequeños campos particulares. Véase Luis Tauxier, op. cit.
[160] Bachofen, Das Mutterrecht: eine Untersuchung fiber die Gynoikokratie der alten Welt nach ihrer religiosen und rechtlichen Natur, Stuttgart 1861.
[161] En el entusiasmo de su descubrimiento, el profesor de Basilea se deja arrastrar hasta pretender que el poder habría pertenecido a la abuela, contrapartida del patriarca. La primera gran revolución de la humanidad habría sido el derrocamiento del matriarcado. El recuerdo de esta subversión se conservaría en el mito de Belerofonte, asesino de la Quimera y vencedor de las Amazonas. Por mucho que halague a la imaginación, esta hipótesis no ha sido aceptada por el mundo científico. Véase también Briffault, The Mothers, 3 vols., Londres 1927.
[162] Es curioso que ya en 1724 el padre Lafitau había observado entre los iroqueses el fenómeno de la filiación uterina y que por ello la mujer constituía el centro de la familia y de la nación. El lo relaciona con lo que Herodoto cuenta de los licios. Pasó, más de siglo y media sobre estas observaciones juiciosas sin que se sacara de ellas ningún provecho. «Son las mujeres —dice Lafitau— las que constituyen propiamente la nación, la nobleza de sangre, el árbol genealógico, el orden de las generaciones y la conservación de las familias. En ellas reside toda la autoridad real: el país, los campos y todas las cosechas les pertenecen; son el alma de los consejos, los árbitros de la paz y de la guerra; conservan el fisco o tesoro público; las esclavas son para ellas; ellas hacen los matrimonios; los hijos les pertenecen, y en su sangre se funda el orden de sucesión. Los hombres, por el contrario, están enteramente aislados y limitados a ellos mismos; los hijos les son ajenos; con ellos todo termina; sólo una mujer mantiene la cabaña, pues si no hay más que hombres en esta cabaña, por numerosos que sean, y por muchos hijos que tengan, la familia se extingue; y aunque por honor se elija entre ellos a los jefes, éstos no trabajan para sí mismos; parece que no están más que para representar y ayudar a las mujeres...
«... Hay que saber que los matrimonios se hacen de tal manera que el esposo y la esposa no salen de su familia ni de su cabaña para formar otra cabaña aparte. Cada uno se queda en su casa, y los hijos que nacen de estos matrimonios pertenecen a las mujeres que los han engendrado; pertenecen también a la cabaña y a la familia de la mujer; las hijas heredan con preferencia a los varones, puesto que éstos no poseen nunca más que su subsistencia; así se verifica lo que dice Nicolás de Damasco sobre la herencia (entre los licios) y lo que dice Herodoto respecto a los nobles: porque los hijos dependen de las madres, son importantes en tanto que sus madres lo sean... Las mujeres no ejercen la autoridad política, pero la transmiten...» Op. cit., t. I, pp. 66 y ss.
[163] Véase concretamente los urabunas de la Australia central. Spencer y Gillen, The Northern Tribes of Central Australia, Londres 1904, pp. 72-74.
[164] Systems of Consanguinity and Affinity of the Human Family, volumen XVII de las Smithsonian Contributions to Knowledge, Washington 1871.
[165] Giraud-Teulon, Les Origines de la Famille. Questions sur les Antécédents des sociétés patriarcales, Ginebra 1874, y, sobre todo, Morgan, Ancient Society, Nueva York 1877.
[166] Frazer cita este testimonio del rey de Etatin (Nigeria meridional): «Toda la aldea me forzó a convertirme en jefe supremo. Suspendieron a mi cuello nuestro gran juu [fetiche con cuernos de btlfalol. Una antigua tradición de aquí dice que el jefe supremo no debe salir nunca de su recinto. Yo soy el hombre más viejo de la aldea y me guardan aquí para que pueda velar sobre los jujus y para que celebre los ritos de los recién nacidos y otras ceremonias parecidas; gracias a la realización atenta de estas ceremonias, yo procuro la caza al cazador, hago que la cosecha del iñame prospere, aseguro el pescado al pescador y hago que caiga la lluvia. Me traen carne, iñame, pescado, etc. Para que llueva, bebo agua, la escupo y ruego a nuestros grandes dioses. Si saliera del recinto, caeria muerto a mi vuelta a la cabaña.» J.J, Frazer, Les origines magiques de la royauté, ed. francesa, p. 127.
[167] Véase Alf. Métraux, L'ile de Pâques, París 1941.
[168] J.G. Frazer, Totemica, Londres 1937. Véase la exposición sintética de A.-M. Hocart, Kingship, Oxford 1927, y sobre todo el importante capítulo «The divine King» en C.-K, Meek, A Sudanese Kingdom, Londres 1931.
[169] G.L. Gomme, Primitive Folk Moots, Londres 1880
[170] Sumner Maine, Village Communities, Londres 1871.
[171] Rivers, The History of Melanesian Society, Cambridge, 2 vols., 1914.
[172] Hutton Webster, Primitive Secret Societies, Nueva York 1908.
[173] V. Larok, Essai sur la valeur sacrée et la valeur sociale des noms de personnes dans les sociétés inférieures, París 1932.
[174] Cfr. The Golden Bough, primera parte, The Magic Art and the Evolution of Kings, t. I.
[175] Sobre las asociaciones secretas de Africa, una buena exposición en N. Thomas, Encyclopedia of Religion and Ethics, artículo «Secret Societies».
[176] G. Brown, Melanesians and Polynesians, Londres 1910, escribe (p. 270), sobre las islas de Samoa y del archipiélago Bismarck: «Ningún gobierno fuera de las sociedades secretas; las únicas rentas amasadas resultan de los tributos que exigen y de los castigos que infligen. Sus estatutos son las únicas leyes que existen.» Véase también Hutton Webster, Primitive Secret Societies, Nueva York 1908.
[177] J.-G. Frazer, The Devil's Advocate, Londres 1937.
[178] Véase concretamente Daniel Bellet, Le Mépris des lois et ses conséquences sociales, París 1918.
[179] El tema de la «carrera hacia la civilización» ha sido muy bien tratado por Arnold Toynbee, A Study of History, 6 vols. publicados, Oxford.
[180] «El totemismo, en cuanto institución viviente, no se ha encontrado en ninguna parte de Africa del Norte, Europa y Asia, con la única excepción de la India. Tampoco se ha demostrado, de una manera que no deje lugar a una duda razonable, que la institución haya existido en alguna de las tres grandes familias humanas que en la historia han representado el papel predominante: años, semitas y turanios.» Frazer, Les origenes de la famille et du clan, ed. fr ., París 1922.
[181] Lévy-Bruhl refiere, para ilustrar este temor, el testimonio sobrecogedor de un shaman esquimal: «Nosotros no creemos, ¡tenemos miedo! Tememos a los espíritus de la tierra que desatan tormentas contra las que tenemos que combatir para arrancar nuestra comida a la tierra y al mar. Tememos al dios de la luna. Tememos las penurias y el hambre en las pesadas casas de nieve. Tememos la enfermedad que encontramos todos los días entre nosotros... Tememos a los espíritus malignos de la vida, a los del aire, del mar y de la tierra que pueden ayudar a los malos shamans a hacer el mal a sus semejantes. Tememos a las almas de los muertos, de los animales que hemos matado.
«Por todo eso, nuestros padres han heredado de los suyos todas las antiguas reglas de la vida fundadas en la experiencia y el buen juicio de las generaciones. No sabemos cómo ni por qué, pero observamos estas reglas a fin de vivir al abrigo de las desgracias, y somos tan ignorantes a pesar de todos nuestros shamans, que nos da miedo todo lo que es insólito.» Le surnaturel et la nature dans la mentalité primitive, París 1931, pp. XXXXI.
[182] Eugéne Cavaignac, en el primer tomo de su Histoire universelle (De Boccard, ed.), hace interesantes conjeturas sobre la población del mundo en las épocas prehistóricas.
[183] Fichte: L'état commercial fermé (1802), ed. fr. Gibelin. París 1938.
[184] Véase P. Beveridge, «Of the aborigenes inhabiting the Great Lacustrine and Riverine depression», etc., en el Journal and Proceedings ot the Royal Society of New South Wales, XVII (1883).
[185] Lafitau describe tales expediciones particulares entre los iroqueses: «Esas partidas no se componen de ordinario más que de siete u ocho personas en cada pueblo; pero este número aumenta a menudo con los que reúnen de otros pueblos.. , y pueden ser comparados a los argonautas.» Lafitau, t. III, p. 153.
[186] Ignorancia que los etnólogos han encontrado a menudo.
[187] «Llegados cerca del pueblo —cuenta Lafitau—, la tropa se para, y uno de los guerreros lanza el grito de muerte: Kohe, grito agudo y muy lúgubre, que arrastra tanto como puede y que repite tantas veces como muertos haya.
Por muy completa que sea su victoria, y por muchas que sean las ventajas que ésta haya reportado, el primer sentimiento que manifiestan es el de dolor.» Op. cit., t. III, pp. 238-39.
[188] Desde el momento en que el prisionero que han decidido incorporar ha entrado en la cabaña a la que debe pertenecer, «sueltan todas sus ligaduras, se le quita este aparato lúgubre que le hacía aparecer como una víctima destinada al sacrificio; se le lava con agua tibia para borrar los colores con que su rostro estaba pintado, y se le viste con ropas limpias. A continuación recibe las visitas de los parientes y amigos de la familia a la que se incorpora. Poco después se da un festín a todo el pueblo para darle el nombre de la persona a la que reemplaza; los amigos y aliados del difunto hacen también un festín en su nombre para honrarle, y desde ese momento entra con todos sus derechos.» Lafitau, loc. cit.
[189] A. Knabenhaus, Die politische Organization bei den australischen Eingeboren, Berlín y Leipzig 1919.
[190] A menudo emplearemos, y nos excusamos por ello, la palabra nación en un sentido impropio para designar un conjunto social regido por una mínima autoridad política.
[191] El sistema de los dos reyes, uno pasivo y reverenciado, el otro activo y seguido, uno que es sabiduría y poder intangible, el otro que es voluntad y poder tangible, ha sido observado por los viajeros, por ejemplo en las islas Tonga. Véase R.-W. Williamson, The social and political systems of Central Polynesia, 3 vols., Cambridge 1944.
Y sobre todo, de las notables y estimulantes investigaciones de Georges Dumézil se desprende que los pueblos indoeuropeos se habrían formado siempre de la soberanía una imagen doble, que ilustran por ejemplo los personajes fabulosos de Rómulo y de Numa: el joven y vigoroso jefe de la banda, el viejo y sabio amigo de los dioses. Igualmente, los indo-europeos habrían llevado a su panteón este dualismo de la soberanía, ilustrado por el doble personaje de Mitra-Varuna. Véase G. Dumézil, Mitra-Varuna, París 1940, y Mythes et Dieu des Germains, París 1939. El autor encuentra, con ingeniosidad, en los mitos diversos un dios guerrero que trastorna y corrige el orden social de un dios mágico.
Volveremos sobre esta gran cuestión en nuestro ensayo sobre La soberanía. Sobre Dumézil véase nuestro artículo del Times Litt. Sup. 15.2.47.
[192] Véase William Christie McLeod, The Origin of the State reconsidered in the Light of the Data of aboriginal North America.
[193] véase la clasificación que se atribuye a Servio Tulio.
[194] En el momento de la crisis real.
[195] «Desde el punto de vista de los derechos religiosos —dice Lange—, la plebe, en el momento mismo en que ha conquistado los derechos políticos, permanece totalmente ajena al pueblo de las treinta curias... El hecho de que un plebeyo pueda sacrificar a los dioses como si fuera un sacerdote de la ciudad es considerado por los patricios como un sacrilegio.» Histoire intérieur de Rome, trad. de A. Berthelot, t. I, p. 57.
[196] Lo aclara muy bien el magnífico trabajo de J. Pirenne, Histoire du Droit et des Institutions de l'ancienne Egypte, 4 vols., Bruselas, a partir de 1932
[197] La palabra «patria», con la palabra «res» que se sobrentiende, significa en efecto «los intereses de los padres». Vico, ed. Belgiojoso, p. 121.
[198] Ed. de Fr. Ollier, Lyon 1934. Ver también la magnífica tesis del mismo autor, Le Mirage spartiate.