Sobre el poder

Sobre el poder
Autor: 
Bertrand de Jouvenel

Bertrand de Jouvenel (1903 - 1987) fue un filósofo, economista y político francés. En su obra más famosa, La civilización de la potencia: De la economía política a la ecología política, destaca tres puntos importantes de la civilización occidental: El desarrollo económico, la relación del hombre con la naturaleza y la muerte de lo efímero. Defensor del ecologismo, se le considera en conjunto con Nicholas Georgescu-Roegen fundador de la economía ecologista. Fue también miembro de la Sociedad Mont Pelerin.

Su libro Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento, es una crónica del crecimiento del poder político a lo largo de la historia. Este libro incluye un capítulo titulado “Democracia totalitaria”. Allí de Jouvenel explica que cuando se valora el Estado de Derecho, se realizan esfuerzos para evitar la concentración de poder. No obstante, las teorías del “bienestar general”, que se basan en la supuesta infalibilidad de la voluntad popular, parecen estar imponiéndose y construyendo el camino hacia la legitimización de una sucesión de demagogos y dictadores con poderes ilimitados. Bertrand de Jouvenel concluye que cuando la democracia se convierte en un fin, y no simplemente en un medio, esta logra manifestarse en sus formas más repugnantes y suele conducir a una concentración de poder que sería inimaginable en siglos previos.

Edición utilizada:

De Jouvenel, Bertrand. Sobre el poder. Traducido por Juan Marcos de la Fuente. Madrid: Unión Editorial, 1998.

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Libro tercero: La naturaleza del poder

Libro tercero: La naturaleza del poder


Capítulo VI

Dialéctica del mando

La sociedad moderna ofrece el espectáculo de un inmenso aparato estatal, sistema complejo en sus controles materiales y morales, que orienta las acciones individuales y en torno al cual se organiza la existencia de los individuos. Este aparato crece a medida que aumentan las necesidades sociales; sus enfermedades afectan a la vida social y a la vida de los individuos, de modo que si tenemos en cuenta los servicios que presta, la idea de su desaparición resulta casi inconcebible, por lo que es natural pensar que un aparato que tiene semejante relación con la sociedad es algo creado para ella.

Está compuesto de elementos humanos que la sociedad le proporciona; su fuerza no es sino una fracción movilizada y centralizada de las fuerzas sociales. En una palabra, está en la sociedad.

Si, finalmente, buscamos lo que la mueve, la voluntad que anima a este Poder, es claro que sobre él se ejercen numerosos impulsos que tienen su origen en diferentes núcleos de la sociedad. Estos impulsos chocan unos contra otros y se combinan sin cesar, adoptando en algunos momentos la forma de grandes olas que imprimen al conjunto una nueva dirección. En lugar de analizar esta diversidad, es cómodo consolidarla e integrarla en una voluntad, llamada general, o también voluntad de la sociedad. Y así, el Poder, que funciona como su instrumento, deberá haber sido forjado por ella.

Tal es la dependencia del Poder respecto a la nación, tal la conformidad de su actividad a las necesidades sociales, que no se puede menos de pensar que los órganos de mando han sido elaborados conscientemente, o inconscientemente secretados por la sociedad para su servicio. De ahí que los juristas identifiquen al Estado con la nación: el Estado es la nación personificada, organizada como es debido para mantenerse y tratar con otras. Es una visión muy atractiva. Por desgracia, pasa por alto un fenómeno que se observa con demasiada frecuencia: el apoderamiento del aparato del Estado por una voluntad particular que se sirve de él para dominar a la sociedad y explotarla con fines egoístas.

El hecho de que el Poder pueda traicionar su razón de ser y su justo fin, apartarse en cierto modo de la sociedad para situarse por encima de ella como un cuerpo distinto y opresor, desmiente de plano la teoría de su identidad con la sociedad.

El Poder en estado puro

En este punto, casi todos los autores miran a otro lado. Rechazan este poder ilegítimo e injusto; repugnancia comprensible, pero que es preciso superar, ya que el fenómeno es demasiado frecuente para que una teoría incapaz de explicarlo esté mal fundamentada y haya que rechazarla.

El error cometido es claro: consiste en basar el conocimiento del Poder en la observación de un poder que mantiene con la sociedad relaciones de cierta naturaleza, producto de la historia, en confundir la esencia del Poder con lo que no pasa de ser unas cualidades adquiridas. Se obtiene así una idea que se ajusta a una cierta situación, pero cuya inconsistencia se manifiesta cuando el divorcio entre el Poder y la sociedad es demasiado pronunciado.

No es cierto que el Poder se esfume cuando traiciona la fuente jurídica de la que procede, cuando actúa en contra de la función que tiene encomendada. Sigue mandando y siendo obedecido, que es la condición necesaria y suficiente para que el Poder exista. Y ello demuestra que no se confunde sustancialmente con la nación y que tiene su vida propia. Su esencia no consiste en absoluto en su razón de ser y en su justo fin. Es capaz de existir como pura imposición, y así es como se le debe considerar para captar su realidad sustancial, aquello sin lo cual no existe: esta esencia es el mando.

Consideraré, pues, el Poder en estado puro, mando que existe por sí y para sí, como concepto fundamental a partir del cual trataré de explicar los caracteres que el Poder ha desarrollado a lo largo de su existencia histórica y que le han dado un aspecto tan diferente.

Reconstrucción sintética del fenómeno

Antes de nada, es preciso disipar cualquier malentendido, tanto de orden afectivo como de orden lógico.

No hay razonamiento posible tendente a explicar los fenómenos políticos concretos, si el lector —como por desgracia hoy se tiende a hacer— toma una pieza del razonamiento para justificar su actitud apasionada, o atacarla en nombre de esta actitud. Si, por ejemplo, del concepto de Poder puro deriva una apología del egoísmo dominador como principio de organización, ello indica que se quiere ver en este concepto el germen de semejante apología. 0 bien, si concluye que el Poder, malo en su raíz, es una fuerza radicalmente malsana, o supone en el autor esta intención.

Hay que entender que partimos de un concepto abstracto netamente delimitado, en orden a descubrir —mediante un procedimiento lógico sucesivo— la compleja realidad. Para nuestro objeto, no es esencial que el concepto básico sea «verdadero», sino que sea «adecuado», es decir capaz de proporcionar una explicación coherente de toda la realidad observable. Tal es el procedimiento de todas las ciencias, las cuales precisan de conceptos fundamentales, como la línea y el punto, la masa y la fuerza.

Sin embargo, y éste es el segundo malentendido, no se debe esperar que imitemos el rigor de las grandes disciplinas, respecto de las cuales la ciencia política seguirá siempre en una posición incomparablemente inferior. Aun el pensamiento aparentemente más abstracto se apoya en imágenes, y el pensamiento político está enteramente gobernado por ellas. En la ciencia política, el método geométrico no pasaría de ser un mero artificio y un engaño. Nada podemos afirmar del Poder o de la sociedad sin que se presenten a nuestro espíritu casos históricos precisos. Así, pues, nuestro esfuerzo por reconstruir la transformación del Poder no pretende ser una dialéctica al margen de la historia ni tampoco una mera síntesis histórica, sino un intento de desenmarañar la naturaleza compleja del Poder histórico considerando la interacción milenaria de causas que han sido idealmente simplificadas.

Finalmente, hay que tener en cuenta que aquí se trata exclusivamente del Poder en las grandes formaciones.

Hemos dicho que el Poder, en su más pura esencia, es mando, un mando que existe por sí mismo. Esta idea choca con el sentimiento muy extendido de que el mando es un efecto, el efecto de las disposiciones de una colectividad inducida por las necesidades que experimenta a «darse» unos jefes.

La idea del mando como efecto carece de fundamento. Entre dos hipótesis que se supone son inverificables, el buen método aconseja elegir la más sencilla. Es más sencillo imaginar que uno o algunos tienen voluntad de mandar que imaginar a todos con voluntad de obedecer; que uno o algunos se hallan impulsados por el deseo de dominar, más bien que una situación en la que todos se inclinan a someterse.

La aceptación razonable de una disciplina es naturalmente posterior al deseo instintivo de dominar; es siempre un factor político menos activo; puede dudarse que sea por sí mismo creador, y que incluso la verdadera necesidad y expectativa de una autoridad sea capaz de suscitarlo.

Pero hay más. La idea de que el mando haya sido querido por aquellos que obedecen no es sólo improbable, sino que, tratándose de grandes formaciones, es contradictoria y absurda, pues implica que la colectividad en la que surge un poder tiene previamente necesidades y sentimientos comunes, que es realmente una comunidad. Pero, como atestigua la historia, las comunidades extensas no han sido creadas sino por la imposición de una misma fuerza, de un mismo mando, a grupos diferentes.

El Poder, en sus comienzos, no es ni puede ser emanación o expresión de la nación, ya que ésta no surge sino por una larga cohabitación de diferentes elementos bajo el mismo Poder. Evidentemente, el Poder es lo primero.

El mando como causa

Esta evidente relación ha sido oscurecida por la metafísica nacionalista del siglo XIX. Con una imaginación fascinada por las deslumbrantes manifestaciones del sentimiento nacional, algunos historiadores proyectan en el pasado, incluso en el más lejano, la realidad del presente. Consideran las «totalidades sentimentales» de su tiempo como preexistentes a su reciente toma de conciencia. La historia se convierte así en el relato de la persona nación que, como una heroína de melodrama, suscita en el momento preciso el necesario campeón. Por una extraña transmutación, rapaces conquistadores como Clodoveo o Guillermo de Normandía se convierten en los servidores de la voluntad de vivir de la nación francesa o inglesa.

Como arte, la historia ha ganado mucho al encontrar finalmente esa unidad de acción, esa continuidad de movimiento, y sobre todo ese personaje central de que antes carecía.[199] Pero esto no es más que literatura. Es cierto que la «conciencia colectiva»[200] es un fenómeno de la más alta antigüedad. Pero hay que añadir que esta conciencia tenía unos límites geográficos muy estrechos. No se comprende cómo pudo extenderse a no ser por la coagulación de sociedades distintas, una labor llevada a cabo por el Poder.

Es un error de graves consecuencias postular, como hacen tantos autores, que la gran formación política, el Estado, resulta naturalmente de la sociabilidad humana. Una suposición comprensible, si se tiene en cuenta que tal es en efecto el principio de la sociedad como hecho natural. Pero esta sociedad natural es algo pequeño, y no se puede pasar de la pequeña sociedad a las grandes formaciones por el mismo proceso. Se necesita aquí un factor de coagulación, que en la inmensa mayoría de los casos no es el instinto de asociación, sino el instinto de dominación. Es a este instinto de dominación al que la gran formación debe su existencia.[201]

La nación no ha suscitado a sus jefes, por la sencilla razón de que no les precede ni de hecho ni en el instinto. No se puede explicar la energía compulsiva y coordinadora por no sé qué ectoplasma surgido de las profundidades de las masas. En la historia de las grandes formaciones esa energía es, por el contrario, una causa primera , tras de la cual no hay ninguna otra. A mayor abundamiento, esa energía viene casi siempre de fuera.

El primer aspecto del mando

El principio de formación de los grandes agregados es la conquista y sólo la conquista. A veces los conquistadores son una sociedad integrante del conjunto, pero más frecuentemente son una minoría guerrera venida de lejos.[202] En el primer caso, una ciudad se impone sobre otras ciudades; en el segundo, un pequeño pueblo hace valer su voluntad sobre otros pueblos. Aunque deben introducirse algunas distinciones cuando se pasa al terreno de la historia concreta, no hay duda de que las nociones de capitalidad y de nobleza deben una parte de su contenido psicológico a estos antiguos fenómenos.[203]

Los instrumentos elegidos por el destino para llevar a cabo esta «actividad sintética», como la denomina Augusto Comte, son de los más terribles. Así, los Estados modernos de la Europa occidental deben reconocer como fundadores a aquellas tribus germánicas de las que Tácito, a pesar de su prejuicio favorable de hombre civilizado algo decadente, nos ha trazado un cuatro tan horrible. No podemos representarnos a los francos, de los que Francia recibe su nombre, como distintos de aquellos godos cuyo vagabundeo rapaz y devastador describió Amiano Marcelino en páginas impresionantes. Los normandos fundadores del reino de Sicilia, los aventureros conmilitones de Guillermo el Bastardo, están demasiado próximos a nosotros para que podamos desconocer su carácter. Una imagen familiar es la de la horda ávida que se embarca en St. Valéry-sur-Somme y que, llegada a Londres, ve cómo un jefe vencedor, sentado en un trono de piedra, reparte el país entre ellos. No se trata, evidentemente, de unificadores de territorios, sino que vienen a suplantar a otros que hicieron su trabajo y que eran muy semejantes.

Aquellos ilustres unificadores que fueron los romanos no eran muy diferentes en sus comienzos. San Agustín no se hacía ilusiones al respecto: «Las asambleas de bandidos son como imperios pequeños; pues se trata de una tropa de hombres, gobernados por un jefe, unidos por una especie de alianza, y que se reparten entre ellos el botín según lo han convenido. Si se da el caso de que una compañía de esta especie crece y cuenta con los suficientes hombres perversos para apoderarse de lugares donde asentar su poderío, y de que a continuación tomen villas y subyuguen pueblos, entonces se les aplica el nombre de Estado.»[204]

El mando en beneficio propio

Así, pues, el «Estado» es en esencia el resultado de los éxitos de un «atajo de bandidos» que se superpone a pequeñas sociedades particulares, una banda que, organizada también como sociedad, tan fraterna, tan justa como se quiera,[205] ofrece frente a los vencidos, los sometidos, el comportamiento del Poder puro.

Este Poder no puede reclamar legitimidad alguna. No persigue ningún fin justo; su único afán es explotar en beneficio propio a los vencidos, a los sometidos, a los súbditos. Se nutre de las poblaciones sojuzgadas.

Cuando Guillermo dividió Inglaterra en 60.000 feudos de caballeros, ello significaba exactamente que a partir de entonces 60.000 grupos humanos tendrían que mantener con su trabajo a otros tantos vencedores. Tal era la justificación, la única a los ojos de los conquistadores, de la existencia de las poblaciones sojuzgadas. Si con ello no se obtenía ninguna utilidad, no había ninguna razón para dejarlas con vida. Y es digno de subrayarse que allí donde los conquistadores, por ser más civilizados, no se comportaron de este modo, acabaron exterminando, sin quererlo, a poblaciones que les resultaban como ocurrió en América del Norte o en Australia. Los indígenas sobrevivieron mejor bajo la dominación de los españoles, que los pusieron a su servicio.

La historia, testigo implacable, no muestra entre los vencedores miembros del Estado y los vencidos otra relación espontánea que la de la explotación.

Cuando los turcos se establecieron en Europa, vivieron del kharadj, impuesto que pagaban los no musulmanes, aquellos cuya diferente forma de vestir señalaba como no pertenecientes al número de los conquistadores. Era un rescate anual, como el precio exigido para dejarles vivir, ya que en realidad habrían podido matarlos.

No otro fue el comportamiento de los romanos. Hacían la guerra para obtener ventajas inmediatas, metales preciosos y esclavos. Un triunfo se celebraba tanto más cuanto más tesoros se traían y mayor era el número de prisioneros que seguían al cónsul vencedor. Las relaciones con las provincias se materializaban sobre todo en la percepción de tributos. La conquista de Macedonia permaneció en el recuerdo de los romanos como el momento a partir del cual resultaba posible vivir enteramente de los impuestos «provinciales», es decir pagados por los pueblos sometidos.

Incluso Atenas, la democrática Atenas, consideraba indigno de un ciudadano tener que pagar impuestos. Eran los tributos de los «aliados» los que llenaban las arcas, y los jefes más populares se ganaban el aprecio de la gente endureciendo esas cargas. Cleón las sube de seiscientos a novecientos talentos; Alcibíades, a mil doscientos.[206]

Por doquier aparece la gran agrupación, el «Estado», caracterizado por el dominio parasitario de un pequeño grupo sobre un agregado de otros grupos. Y aunque el régimen interior del pequeño grupo puede ser republicano como en Roma, democrático como en Atenas, igualitario como en Esparta, las relaciones con la sociedad sometida nos ofrecen siempre la imagen precisa del poder que vive por sí y para sí.

El poder puro se niega a sí mismo

Alguien se preguntará: ¿A qué se debe un fenómeno tan inmoral? ¡Un momento! La realidad es algo diferente, pues el egoísmo del Poder tiende a su propia destrucción.

Cuanto más la sociedad dominadora, animada por su apetito social, extiende el área de su propio dominio, tanto más su fuerza resulta insuficiente para contener una masa creciente de súbditos y para defender contra otros apetitos una presa cada vez más rica. Por esta razón, los espartanos, que representan el modelo perfecto de la sociedad explotadora, limitaron sus conquistas.

Por otra parte, cuanto más pesada sea la carga que la sociedad dominadora impone a los dominados, tanto mayor será el deseo de éstos de sacudirse el yugo. Atenas perdió su imperio cuando hizo intolerables sus impuestos. En cambio, los espartanos sólo exigían una renta moderada a los ilotas, que de este modo podían enriquecerse. Supieron moderar su egoísmo, orientando la fuerza hacia el derecho, según la fórmula de Ihering.

Pero la dominación, al margen de la prudencia con que se administre, tiene siempre un límite. Con el tiempo, el grupo dominante se clarea. La fuerza se debilita de tal modo, que acaba haciéndose incapaz de hacer frente a las fuerzas externas. El único recurso entonces consiste en sacar fuerza de la masa dominada. Pero Agis sólo armó a los periecos y transformó su condición cuando el número de ciudadanos había caído a setecientos y Esparta agonizaba.

El ejemplo lacedemonio ilustra el problema del Poder puro. Basado en la fuerza, tuvo que mantenerla en una relación razonable con la masa dominada. La más elemental prudencia induce a los que dominan a fortalecerse incorporando otros elementos reclutados de entre los sometidos. Según que la sociedad dominadora tenga la forma de una ciudad o de un sistema feudal (como Roma en el primer caso, y los «normandos» de Inglaterra en el segundo), la asociación toma la forma de una extensión del derecho de ciudadanía a los «aliados» o de una concesión de la condición de caballeros a los siervos.

La repugnancia a este proceso necesario de renovación de la fuerza es particularmente viva en las ciudades. Recordemos la oposición que se hizo en Roma a los proyectos de Livio Druso en favor de los aliados y la ruinosa guerra que tuvo que mantener la república antes de ceder.

Así es cómo la relación de dominio establecida por la conquista tiende a conservarse: el imperio romano es el imperio de Roma sobre las provincias; el regnum francorum es el reino de los francos en la Galia. Surgen así edificios en los que se mantiene la superposición de la sociedad que manda sobre las que obedecen: el imperio de Venecia ofrece un ejemplo relativamente reciente.

El establecimiento de la monarquía

Hasta ahora hemos tratado la sociedad dominante como si fuera indiferenciada. Sabemos, por el estudio de las sociedades pequeñas, que no ocurre así. Mientras la sociedad dominante ejerce sobre las sociedades sometidas un mando que existe por sí y para sí, en el interior de la propia sociedad dominante surge un poder que trata de afirmarse respecto a ella. Es un poder personal, real. A veces, como ocurrió en Roma, fracasa y desaparece antes de iniciarse el periodo de las conquistas externas; otras veces, ese poder juega su carta monárquica en el momento de las conquistas, como fue el caso de los germanos; finalmente, puede haberla ya jugado y ganado la partida al menos parcialmente, como ocurrió con los lacedemonios.

Si este poder real existe, la constitución de un imperio le ofrece una gran oportunidad para, por una parte, consolidar la conquista y, al mismo tiempo, para liquidar la casi-independencia, la casi-igualdad de sus compañeros de aventura.

¿Qué se necesita para ello? Que en lugar de considerarse el jefe de la banda victoriosa, rex francorum, que necesita de todos sus asociados para mantener un poder coactivo, organice en beneficio propio una parte de las fuerzas latentes en el agregado conquistado, de la que puede servirse contra las partes del conjunto o contra sus propios asociados, a los que también acabará reduciendo a la condición de súbditos.

Esto es lo que, de la forma más brutal, hicieron los sultanes otomanos. De príncipes en un sistema feudal militar, se convierten en monarcas absolutos cuando se independizan de la enfeudada caballería turca, formando con jóvenes cristianos una «nueva tropa» (yeni cera; de donde genízaros) que se lo debe todo y que, colmada de ventajas, constituye en sus manos un dócil instrumento. Por la misma razón se elige a los funcionarios de entre los cristianos.

El principio del mando no ha cambiado: sigue siendo la fuerza. Pero en lugar de la fuerza en la mano colectiva de los conquistadores, es la fuerza en las manos individuales del rey, que puede usarla incluso contra sus antiguos compañeros. Cuanto más extensa sea la parte de las fuerzas latentes en que el rey haya podido ampararse, mayor será su poder.

Es ya mucho el haber atraído a su servicio directo a ciertos súbditos por el contraste entre la situación que éstos esperan obtener y la tiranía que actualmente soportan. Pero aún más importante que el rey pueda atraerse al conjunto de sus súbditos aligerándoles las cargas que soportan en tanto que a él no le benefician: es la lucha contra el sistema feudal. Y finalmente corona sus esfuerzos si puede movilizar en beneficio propio las tradiciones de cada uno de los grupos que forman el conjunto. Es lo que hizo Alejandro al presentarse como hijo de Horus.

No todo el mundo ha tenido a Aristóteles como preceptor. Pero es ésta una manera de proceder tan natural que la vemos empleada en muchas ocasiones. El rey normando Enrique I de Inglaterra se casa con una muchacha de una antigua familia real sajona. Y sobre el hijo que nace de su matrimonio hace correr una profecía: el último de los reyes anglosajones, Eduardo el Confesor, había prometido a su pueblo, tras las sucesivas usurpaciones, el reino reparador de este niño predestinado.[207]

Del parasitismo a la simbiosis

He aquí, esquemáticamente, la forma lógica del establecimiento de lo que podemos llamar la «monarquía nacional», si prescindimos del empleo anacrónico de la palabra «nación». Es evidente que la naturaleza del Poder no ha cambiado, que se trata siempre de un mando por sí y para sí.

Esa monarquía debe su existencia a un doble triunfo: el militar, de los conquistadores sobre los sometidos; el político, del rey sobre los conquistadores. Un solo hombre puede gobernar sobre una inmensa multitud, porque ha forjado los instrumentos que le permiten ser, paradójicamente, «el más fuerte» respecto a cualquier otro. Estos instrumentos son el aparato del Estado.

El conjunto sometido constituye un «bien» del que vive el monarca, por medio del cual mantiene su lujo, alimenta su fuerza, recompensa las fidelidades y persigue los fines que le propone su ambición.

Pero con la misma razón puede decirse que este mando debe su establecimiento a la protección que ha dado a los vencidos; debe su fuerza a que ha sabido atraerse servidores y crear una disposición general a la obediencia; finalmente, debe los recursos que saca de su pueblo a la prosperidad que hace posible.

Ambas explicaciones son correctas. El poder toma forma, se enraíza en las costumbres y creencias, desarrolla su aparato y multiplica sus medios porque sabe aprovecharse de las circunstancias. Pero sólo puede aprovecharse de ellas en cuanto sirve a la sociedad. Persigue siempre su propia autoridad, pero el camino de ésta pasa siempre por los servicios que rinde.

Cuando un silvicultor limpia la maleza para facilitar el crecimiento de los árboles; cuando un horticultor da la caza a los caracoles; cuando pone las plantas jóvenes al abrigo del frío, o las coloca al dulce calor de un invernadero, no suponemos que lo hacen por amor al reino vegetal. Es cierto que lo aman más de lo que se puede imaginar fríamente. Pero este amor no es el móvil lógico de sus cuidados; sólo es su necesario acompañamiento. La pura razón exigiría que se comportara como lo hace incluso sin afecto. Pero la naturaleza humana hace que el afecto se caliente en los mismos cuidados que dispensa.

Es lo que ocurre con el Poder. El mando que es su propio fin acaba cuidando del bien común. Los mismos déspotas que nos dejaron en las Pirámides el testimonio de su monstruoso egoísmo regularon también el curso del Nilo y fertilizaron las tierras de los campesinos egipcios. Una lógica imperiosa despierta la solicitud de los monarcas occidentales por la industria nacional, que se convierte en gusto y pasión.

La corriente de prestaciones que se dirigía unilateralmente de la Ciudad de la Obediencia a la Ciudad del Mando tiende a equilibrarse por una contracorriente aun cuando los súbditos no estén en condiciones de formular ninguna exigencia. 0, sirviéndonos de otra imagen, la planta del Poder, llegada a cierto grado de desarrollo, no puede seguir alimentándose del suelo en que se halla enraizada sin poner algo de su parte. También ella da.

El monarca no es del todo designado por la colectividad para satisfacer las necesidades de ésta. Es un elemento dominador parasitario que se ha desgajado de la asociación dominadora parasitaria de los conquistadores. Pero el establecimiento, el mantenimiento, el rendimiento de su autoridad están ligados a una conducta que beneficia a la mayoría de sus súbditos.

Es una singular ilusión suponer que la ley de la mayoría sólo funciona en democracia. El rey, que no es más que un individuo solo, necesita, más que cualquier gobierno, que la mayor parte de las fuerzas sociales se inclinen a su favor. Y como es propio de la naturaleza humana que la costumbre engendre el afecto, el monarca, que al principio obra por interés del Poder, obra también con amor, para acabar obrando por amor. Reaparece, pues, el principio místico del rex. Por un proceso muy natural, el Poder pasa del parasitismo a la simbiosis.

Salta a la vista que el monarca es a la vez el destructor de la república de los conquistadores y el constructor de la nación. De donde el doble juicio formulado, por ejemplo, sobre los emperadores romanos, maldecidos por los republicanos de Roma, bendecidos por los súbditos de las lejanas provincias. Así inicia el Poder su carrera, rebajando lo encumbrado y exaltando lo humilde.

Formación de la nación en la persona del rey

Las condiciones materiales de existencia de una nación son producto de la conquista: ésta forma un agregado con elementos dispersos. Pero todavía no es un todo, ya que cada uno de los grupos que la integran tiene su propia «conciencia» particular. ¿Cómo se llega a crear una conciencia común? Para ello tiene que haber un común punto de referencia de los sentimientos, un centro de cristalización del sentimiento «nacional». Y este punto de referencia, este centro de cristalización no es otro que el monarca. Un instinto certero le lleva a presentarse respecto de cada uno de los grupos como el sustituto y heredero de su antiguo jefe.

Hoy nos haría sonreír la casi interminable enumeración de los títulos con que Felipe II [de Francia], por ejemplo, se revestía. No veríamos en ello más que vanidad. Pero en realidad era necesario. Como señor de pueblos diferentes, tenía que adoptar frente a cada uno de ellos un aspecto que les fuera familiar. Un rey de Francia debía presentarse como duque en Bretaña, como delfín en el Viennois, y así sucesivamente.

Así, pues, en cierto sentido, la nación se basa en el trono. Los individuos son compatriotas en cuanto fieles a una misma persona. Y esto explica por qué los pueblos formados monárquicamente conciben necesariamente la nación como una persona, a imagen de la persona viviente en relación con la cual se ha formado el sentimiento común.

Este concepto no se daba entre los romanos, que no concebían la existencia de un ser moral fuera y por encima de ellos. No se representaban otra cosa que la societas que ellos mismos constituían. Y los pueblos sometidos, si no eran admitidos en esta societas —tal es la cuestión candente del derecho de ciudadanía—, seguían siendo extranjeros. Los romanos podían muy bien apropiarse mediante ritos de los dioses de los vencidos y trasladarlos a Roma; pero los pueblos sometidos no podían sentirse parte de Roma; no tenían el sentimiento de que aquí se encontraba su hogar moral... hasta que aparecieron los emperadores, que se ofrecían a la adoración de los distintos pueblos según la imagen que cada uno de ellos se formaba del dios a quien quería adorar. A través de los emperadores el agregado se convierte en un todo.

La Ciudad del Mando

Tratemos ahora de fijar los diversos estadios en la formación de una gran colectividad.

En los comienzos del Estado, la convergencia de distintos pueblos sólo en algunos momentos tiene existencia concreta. Vemos cómo se agrupan los conquistadores godos o francos, cómo se reúne el pueblo romano, y cómo en torno al rey se forma la corte de los barones normandos. Son los señores que constituyen visiblemente un cuerpo superpuesto al agregado que dominan, un Poder que existe por sí y para sí.

Demos un salto en el tiempo. No encontramos ya un campo, un foro, una sala, a veces poblados, a veces desiertos, sino un palacio rodeado de un conjunto de edificios donde se agitan dignatarios y funcionarios. Quien manda ahora es el rey con sus servidores permanentes, ministeriales, «ministros». Ha surgido toda una Ciudad del Mando, sede de la dominación, hogar de la justicia, lugar que tienta, atrae y reúne a los ambiciosos.

¿Acaso tendrá esta ciudad un significado distinto del de la asamblea de los antiguos señores? ¿Por ventura los dignatarios y los funcionarios no serán ya señores sino servidores; servidores del rey, cuya voluntad se ha ajustado a las necesidades y deseos del pueblo? ¿Habremos de reconocer que nos encontramos ante un aparato instrumental al servicio de una voluntad «social»?

No es ésta una interpretación falsa, pero sí es incompleta, pues aunque se haya acomodado a la sociedad, la voluntad del señor sigue siendo voluntad dominante, y el aparato no es un instrumento inerte, sino que está integrado por unos hombres que poco a poco han ido ocupando el puesto de los dominadores de antaño, adquiriendo por esta sucesión y la semejanza de la situación ciertos caracteres de los mismos. De tal modo que, desgajándose por fin del aparato, enriquecidos y ennoblecidos, se creerán con títulos suficientes para presentarse como descendientes de la raza conquistadora, como lo atestiguan Saint-Simon y Boulainvilliers.

El Poder, compuesto ahora del rey y de su administración, sigue siendo un cuerpo dominante, mejor equipado para imponerse, con tanta mayor facilidad cuanto que al mismo tiempo es un cuerpo que rinde inmensos e indispensables servicios.

Derrocamiento del poder

Tantos servicios, tan admirable solicitud por la colectividad humana, apenas permiten pensar que el Poder siga siendo aún el dominador egoísta que vimos al principio.

Su comportamiento ha experimentado un cambio radical. Dispensa ahora los beneficios del orden, de la justicia, de la seguridad, de la prosperidad. Su contenido humano se ha renovado completamente al haber incorporado a los elementos más capaces de la masa de sus súbditos.

Esta sorprendente transformación puede explicarse enteramente por la tendencia del mando a perseverar como tal, tendencia que le ha llevado a ligarse cada vez más estrechamente con su substratum a través de los servicios, la circulación de las élites y la coordinación de las voluntades.

El resultado de todo ello es que el Poder se comporta prácticamente como si su naturaleza básica egoísta hubiera sido sustituida por una naturaleza social adquirida. Por lo demás, demuestra poseer una facultad de oscilación tal, que tan pronto se confunde con su asíntota y aparece como completamente social, como se retrotrae a sus orígenes, y entonces revela de nuevo su esencial egoísmo.

Parece paradójico que se tache de dominador a un Poder que ha sido profundamente socializado. Esta crítica sólo puede hacerse cuando el Poder ha culminado su labor de unificación y la nación se ha convertido en un todo consciente. Cuanto más vivamente se siente la unidad, más se combate el Poder por ser no una emanación de la sociedad sino una imposición sobre ella. Por una coincidencia que no es rara en la historia social, se toma conciencia de su carácter ajeno precisamente en el momento en que se ha nacionalizado íntimamente. Algo parecido a como la clase obrera toma conciencia de la opresión de que es objeto cabalmente cuando esta opresión se atenúa. Es preciso que el hecho se acerque a la idea para que ésta nazca —por un sencillo proceso de estilización de lo constatado— y para que se piense en reprocharle que no coincide con la idea misma.

Así, pues, se intenta derrocar a este poder ajeno, arbitrario, explotador, que existe por sí y para sí. Pero precisamente cuando ha caído es cuando ya no es ni extraño ni arbitrario ni explotador. Su contenido humano se había renovado completamente, sus exacciones no eran sino la condición de sus servicios. De autor de la nación se había convertido en su órgano —en la medida en que el mando pueda transformarse sin dejar de serlo.

Dos vías

No he pretendido trazar aquí la evolución histórica del poder, sino demostrar mediante un procedimiento lógico que, aun suponiendo que el Poder consiste en la pura fuerza y explotación, siempre deberá tender a transigir con sus súbditos, a acomodarse a sus necesidades y aspiraciones y que, a pesar de estar animado por un puro egoísmo y de considerarse a sí mismo como fin, acabará sin embargo, por un proceso necesario, favoreciendo los intereses colectivos y persiguiendo fines sociales. Acabará por «socializarse», pues lo necesita para poder mantenerse.

El problema consiste entonces en eliminar los restos de su naturaleza primitiva, en privarle de toda posibilidad de volver a su comportamiento originario; en una palabra, en hacerle social por naturaleza. Dos vías se abren para ello: una, lógica, parece impracticable; la otra, que parece fácil, es engañosa.

Se puede decir, ante todo, que el Poder, nacido de la dominación y por la dominación, debe ser destruido. Luego, quienes se reconocen como compatriotas y se proclaman ciudadanos podrán formar una societas para gestionar los intereses comunes: surgirá así una república en la que no habrá ninguna persona, física o moral, que sea soberana; no habrá una voluntad que se imponga a las voluntades particulares, donde nada podrá hacerse a no ser por consenso efectivo. No habrá, pues, ningún aparato estatal jerarquizado, centralizado, que forme un cuerpo coherente, sino una multitud de magistraturas independientes, funciones que los ciudadanos desempeñarán por turno, de tal modo que todos pasarán por esta alternativa de mando y de obediencia en la que Aristóteles hacía consistir la esencia de la constitución democrática.

Esto equivaldría realmente al total derrocamiento de la constitución monárquica. Tales tendencias se manifiestan en efecto, pero nunca triunfan. Lo que triunfa es la idea más sencilla de conservar todo el entramado monárquico, limitándose simplemente a sustituir la persona física del rey por la persona moral de la nación.

La Ciudad del Mando permanece. Lo único que se ha hecho ha sido expulsar al ocupante del palacio y poner en su lugar a los representantes de la nación. Los recién llegados encontrarán en la ciudad confiscada los recuerdos, las tradiciones, las imágenes, los medios de dominación.

Evolución natural de todo aparato dirigente

El rigor lógico de nuestra investigación exige que hagamos abstracción de esta herencia. Supongamos que, aun admitiendo la necesidad de un aparato estatal coherente, de una Ciudad del Mando, los revolucionarios no quieren mantener el antiguo aparato y que pretenden construir un poder totalmente nuevo, creado por y para la sociedad y que, por definición, sea su representante y servidor. Pues bien, este nuevo poder eludirá totalmente su intención creadora y tenderá a existir por sí y para sí.

Toda asociación humana nos ofrece el mismo espectáculo. Desde el momento en que el fin social no se persigue constantemente en común,[208] sino que un grupo particular se diferencia para dedicarse a ello de manera permanente, al tiempo que los demás asociados sólo intervienen de forma intermitente; desde el momento en que se produce esta diferenciación, el grupo responsable forma un cuerpo social aparte y adquiere una vida y unos intereses propios.

Este cuerpo se opone al conjunto del que ha emanado, y al mismo tiempo lo maneja.[209] En efecto, es difícil que los individuos que participan en una asamblea, ocupados en asuntos particulares y que no se han puesto previamente de acuerdo entre ellos, tengan la necesaria seguridad para rechazar unas medidas que les son hábilmente presentadas desde una posición dominante, cuya necesidad se les hace ver apelando a argumentos basados en consideraciones a las que no están habituados.

Por lo demás, esto fue lo que permitió al pueblo romano elaborar sus leyes durante tanto tiempo en la plaza pública: basta examinar el procedimiento para darse cuenta de que su papel efectivo se limitaba a ratificar lo que los magistrados habían resuelto de acuerdo con el senado. Las costumbres modernas ofrecen en las asambleas generales de accionistas la exacta reproducción de las mismas prácticas.

Es perfectamente lógico que los dirigentes se convenzan de su superioridad, si se tiene en cuenta que disponen de una especial competencia y de información que les permite refutar cualquier objeción; de que sólo ellos pueden garantizar los intereses sociales y de que el mayor interés de la sociedad se cifra en conservar y hacer prosperar a su cuerpo dirigente.

El «yo» gubernamental

Estos fenómenos se producen en cualquier asociación, pero adquieren una intensidad particular en la asociación política.[210] Podemos dar por supuesto que las personas elegidas son por lo general perfectamente representativas, exactamente semejantes a los gobernados. Pero desde el momento en que son llamadas a ejercer la autoridad soberana, sus voluntades adquieren, como observa Duguit, un carácter y un poder diferentes:

Las personas que intervienen en nombre de la soberanía, que expresan una voluntad soberana, son superiores a las demás y actúan frente a éstas imperativamente, y sólo de este modo. Las personas a las que se dirige el soberano están obligadas a cumplir la orden que se les da, no por el contenido de esta orden, sino porque emana de una voluntad superior por naturaleza a su propia voluntad.[211]

El ejercicio del poder soberano engendra, pues, un sentimiento de superioridad que hace que estos «iguales» al ciudadano ordinario acaben en realidad siendo «diferentes». Alguien podría decir que sólo actúan como agentes y mandatarios, pero ésta no es una respuesta. De su experiencia como diputado en la Asamblea de 1848 sacaba Proudhon la siguiente lección:

Se podrá decir que el elegido o el representante del pueblo no es sino el mandatario del pueblo, su delegado, su abogado, su agente, su intérprete, etc.; a pesar de esta soberanía teórica de la masa y de la subordinación oficial y legal de su agente, representante o intérprete, jamás podrá afirmarse que la autoridad y la influencia de éste no sean mayores que las de aquélla y que acepta en serio un mandato. Siempre, a pesar de los principios, el delegado del soberano será el dueño del soberano. La nuda soberanía, si se me permite la expresión, es algo más aún que la nuda propiedad.[212]

Elevados por encima de la masa, distintos de ella psicológicamente por la diferencia de su posición, los dirigentes se aproximan entre sí por la propia influencia de las situaciones y de las actividades que desempeñan. Como dice Spencer, «todos los que integran la organización gobernante y administradora se unen entre ellos y se apartan de los demás».[213] Forman un cuerpo, una élite, según ya observe) Rousseau, subrayando al mismo tiempo su necesidad social y la consecuencia moral: «... para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real que le distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan actuar de consuno y él responder al fin para el que ha sido creado, precisa de un «yo» particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propia que tienda a su conservación.»[214]

Dualidad esencial del Poder

Con la creación de un aparato destinado a servirla, la sociedad ha dado origen, del mejor modo posible, a un grupo dominante diferente de ella y que necesariamente tiene sus propios sentimientos, sus intereses y su voluntad particular. Si se quiere considerar a la nación como una «persona moral», dotada de una «conciencia colectiva» y capaz de una «voluntad general», entonces es preciso reconocer en el Poder, como hace Rousseau, otra persona, con su conciencia y su voluntad, a la que un egoísmo natural impele a perseguir su particular conveniencia. Sobre este egoísmo podemos aducir sorprendentes testimonios:

Es cierto, constataba el escritor Lavisse, que el poder público en Francia, bajo todos los regímenes, tanto el republicano como los demás, tiene sus fines propios, egoístas, estrechos. Es, por no decir una camarilla, un consortium de personas llegadas al poder por un accidente inicial, ocupadas en evitar el accidente final. La soberanía nacional es, sin duda, una mentira.[215]

Por lo que respecta a los sentimientos que animan al consortium, tenemos el testimonio del gran Bolingbroke, tanto menos sospechoso si tenemos en cuenta que se acusa a sí mismo: Me temo mucho que hemos llegado al Poder en las mismas disposiciones que los demás partidos; que el principal resorte de nuestras acciones fue tener en nuestras manos la gobernación del Estado; que nuestros objetivos principales fueron la conservación del Poder, la obtención de grandes empleos para nosotros mismos y las muchas facilidades que ello da para recompensar a quienes contribuyeron a elevarnos y para castigar a quienes se nos oponían.[216]

Esta franqueza es rara entre quienes mandan. Pero es lo que piensan los que obedecen. Advertido por su intuición, educado por su experiencia, el pueblo considera como tránsfugas a quienes entran en la Ciudad del Mando. En un hijo de un campesino convertido en recaudador de impuestos, en un secretario sindical llegado a ministro, sus antiguos colegas descubren a alguien que de pronto le resulta extraño. El hecho es que el clima del Poder transforma a los hombres, de tal modo que quienes están instalados en él son tan necesariamente sus defensores como los fumadores de opio lo son de su fumadero.

Los súbditos sienten que no se gobierna exclusivamente para ellos, y acusan al régimen, ya sea monarquía o república, de un vicio inherente a la naturaleza humana: el Poder es fatalmente egoísta.

Al principio supusimos que el Poder es por naturaleza egoísta; vimos luego cómo adquiría una naturaleza social. Ahora, sin dejar de reconocer este carácter, vemos cómo de nuevo aflora su esencial egoísmo. Esta convergencia de secuencias racionales nos acerca a la solución irracional: en la complexión real del Poder ambas naturalezas se hallan forzosamente asociadas. Sea cual sea la forma y el espíritu con que ha sido creado, no es ni ángel ni bestia, sino un compuesto que, a imagen del hombre, reúne en sí dos naturalezas contradictorias.

Sobre el egoísmo del poder

Nada sería más absurdo que pretender identificar en todo Poder histórico una combinación, en las mismas o diferentes proporciones, de dos principios químicamente puros, el ego-ísmo y el social-ismo del aparato de gobierno.

Toda ciencia naciente —y Dios sabe que la «ciencia» política está en mantillas— debe servirse de nociones abstractas. Pero no se debe perder de vista que se trata de nociones abstraídas de unas imágenes que la memoria nos propone, que siguen coloreadas por estas imágenes y que no se librarán de estas asociaciones —por lo demás siempre imperfectamente— sino por un largo uso. De ahí que sólo con grandes precauciones se deban emplear. Hay que mantenerlas indeterminadas para que puedan admitir la inclusión de otras imágenes. Casi me atrevería a decir que hay que mantenerlas en su indefinición mientras no se hayan inventariado suficientemente las percepciones concretas cuyo denominador común deben proporcionar.

Si, por ejemplo, nos formamos la idea del egoísmo del Poder según la imagen del rey bantú, para quien reinar es sencillamente nadar en la abundancia, estar prodigiosamente alimentado —hasta el punto de que la misma palabra, fouma, designa ambas cosas[217] —; si, con la imagen de este jefe obeso de piel tirante de grasa, buscamos en la sociedad moderna su exacto equivalente, sufriremos una decepción: el ejercicio del Poder no se presenta como una cura de sobrealimentación, y sólo como excepciones escandalosas se citan los ministros que se sirven del Poder para disfrutar y enriquecerse.

¿Significa esto que un examen más atento no podrá descubrir un algo común entre las prácticas bantúes y las nuestras? Su acumulación de tributos alimenticios equivale a nuestros impuestos. El rey engulle estas riquezas, que comparte con quienes le ayudan a gobernar y que son el exacto equivalente de nuestro cuerpo administrativo y nuestra fuerza pública. Hay, pues, una «comunidad comilona» interesada en extender los tributos, colectividad en la que los gobernados, los que pagan impuestos —también aquí la misma palabra, louba, designa ambas cosas— se esfuerzan por entrar para pasar de la condición de quienes aportan alimentos a la de los «alimentados».

¿Quién osaría afirmar que en nuestra sociedad no se observa nada parecido?

Pero esto no es todo. El rey emplea una parte considerable de los tributos en larguezas dispensadas en forma de festines y regalos entre aquellos cuyo apoyo consolida y cuya defección comprometería su autoridad. ¿Acaso no vemos cómo también los gobernantes modernos tratan de beneficiar con el dinero público a determinados grupos sociales, a unas clases cuyo voto desean asegurarse? No otra cosa es lo que hoy se entiende por redistribución de las rentas por medio de la fiscalidad.

Sin duda, se equivocaría quien afirmara que el moderno impuesto lo aplica el Poder ante todo en beneficio de su propio aparato, y luego para atraerse a sus partidarios con los beneficios que otorga. Pero ¿acaso esta interpretación ego-ísta del impuesto no interviene como útil correctivo de la concepción social-ista que generalmente se proclama? ¿Es cierto que el ritmo del aumento de los impuestos no hace sino seguir fielmente el progreso de las necesidades sociales? ¿Que los empleos se multiplican únicamente en razón de la ampliación de los servicios y que éstos nunca crecen en vistas a justificar la multiplicación de los empleos? ¿Es cierto que la única preocupación que preside la generosidad pública es la justicia social y nunca el interés de la facción que gobierna?

La imagen del funcionario admirablemente desinteresado y entregado al servicio del interés público —uno de los tipos humanos más exentos de apetitos materiales que ofrece nuestra sociedad— se yergue aquí para reprocharnos estas sugerencias. Pero, iqué confirmación no encuentran éstas cada vez que el Poder cambia de mano y, conquistado por un partido, es tratado a la manera bantú, es decir, como un festín en el que los recién llegados se disputan los puestos para desde allí arrojar las migajas a sus conmilitones!

Notemos de pasada que el principio egoísta reaparece en su forma más bárbara cada vez que el Poder cambia de manos, incluso cuando este cambio tiene por objeto declarado el triunfo del principio social. Y concluyamos por el momento que, si bien sería falso formarse del Poder una imagen únicamente ego-ísta, también lo sería formarse una imagen únicamente social-ista. En una visión estereoscópica que combine ambas imágenes obtendremos la representación de un relieve muy distinto, de una muy diferente realidad.

Formas nobles del egoísmo gubernamental

Hay que evitar una concepción demasiado estrecha y mezquina del ego-ísmo gubernamental: lo que entendemos por tal no es sino la tendencia a existir para sí que hemos visto es algo inherente al Poder. Pero esta tendencia no se manifiesta sólo en la utilización del Poder en beneficio material de quienes lo ejercen. Salvo en las almas irremediablemente bajas, su posesión procura otras satisfacciones distintas de la avidez satisfecha.

El hombre, prendado de sí mismo y nacido para la acción, se estima y se exalta en la expansión de su propia personalidad, en el enriquecimiento de sus facultades. Quien conduce a un grupo humano cualquiera se siente crecido de manera casi física. Con otra estatura, desarrolla otra naturaleza. Raramente percibimos en él esa prudencia y esa avaricia personal que suele caracterizar al egoísmo. Sus gestos no son alicortos sino amplios; tiene, como dice justamente el vulgo, virtudes y vicios «principescos». Es el hombre-historia.[218]

El mando es una cumbre donde se respira otro aire y se descubren otras perspectivas que en los valles de la obediencia. Se despliega entonces la pasión del orden, el genio arquitectónico que adorna a nuestra especie. Desde lo alto de su torre, el hombre crecido intuye lo que podría hacer con las masas hormigueantes que él domina.

¿Sirven a la sociedad los fines que él se propone? Tal vez. ¿Se ajustan a sus deseos? A menudo. Y así, el líder se convence fácilmente de que lo único que quiere es servir a la colectividad, y olvida que su verdadero móvil es el disfrute de la acción y de la expansión. No dudo de que Napoleón fuera sincero cuando dijo a Caulaincourt: «Se engaña la gente; yo no soy ambicioso... Siento los males del pueblo, quiero que todos sean felices, y los franceses lo serán si vivo diez años.»[219]

Esta memorable afirmación ilustra la eterna pretensión del Poder que se fija como fin convertirse en simple medio al servicio de los fines sociales. Es cierto que no siempre la mentira es tan flagrante ni la contradicción tan notoria. Sucede a menudo que los hechos vienen de algún modo a dar la razón a la mentira, pues efectivamente se alcanzan los fines sociales, sin que importe a la historia si era eso lo que realmente pretendían los hombres del Poder.[220]

La inextricable confusión del ego-ísmo y del social-ismo parece habernos abocado a un callejón sin salida. Pero en realidad hemos alcanzado nuestro fin: contemplar el Poder tal como lo ha modelado el curso de la historia. ¡Cuán vanas y pueriles nos parecerán entonces todas esas pretensiones siempre renovadas de construir un Poder purgado de todo elemento egoísta!

El espíritu humano, prendado de una simplicidad que vanamente busca en la naturaleza, jamás se ha convencido de que la dualidad le es esencial al Poder. Desde las sublimes ensoñaciones de Platón, herederas a su vez de utopías más antiguas, no se ha dejado de buscar un gobierno que fuera completamente bueno y que, en todo momento y ocasión, se inspirara únicamente en los intereses y deseos de los gobernados.

Si esta ilusión de los intelectuales ha impedido la constitución de una verdadera ciencia política, una vez absorbida por el pueblo en el que reside el Poder, esa ilusión se ha convertido en causa eficaz de las grandes perturbaciones que asolan a nuestra época y que amenazan la existencia misma de nuestra civilización.

No se toleran en el Poder unos vicios y abusos que, sin embargo, le son inherentes. Y por eso se apela a un Poder distinto que sea indefinidamente justo y bienhechor. Hay, pues, que expulsar a los egoísmos que, por una larga práctica, se han adaptado a la sociedad y han aprendido a satisfacerse satisfaciendo al mismo tiempo las necesidades de la colectividad, y a poner al servicio del bien público toda la fuerza de las pasiones particulares.

Se cree que así se da paso a un espíritu completamente social del que los pretendientes confiesan estar animados. Aun cuando dijeran la verdad, no es seguro que la concepción abstracta e ideal de la utilidad general que aportan sería superior al conocimiento práctico y experimental del cuerpo social formado por sus afincados predecesores. Y aunque estuvieran totalmente libres de egoísmo, algo vendría por ello mismo a faltarle al Poder, algo que, como veremos, le es absolutamente indispensable. Pero estas pretensiones jamás están justificadas. A las emociones desinteresadas que pueden animar a algunos de los que se adueñan del Poder se mezclan, en ellos mismos y en sus compañeros, otras ambiciones y apetitos. Todo cambio de régimen y, en menor medida, todo cambio de gobierno es como una reproducción, más o menos reducida, de la invasión bárbara. Los recién llegados vagan por el cuarto de máquinas con sentimientos en que se mezclan la curiosidad, el orgullo y la avidez.

El crédito que al principio se les concede les permite usar plenamente este formidable ingenio, e incluso añadir algunas palancas nuevas. Cuando otra facción, que promete usarlo mejor, penetra a su vez en la Ciudad del Mando, se encontrará con un mecanismo enriquecido. De tal modo que la esperanza siempre renovada de eliminar del Poder todo principio egoísta no hace sino aprontar medios cada vez más amplios en favor del próximo egoísmo.

El reconocimiento de una dualidad esencial del Poder es, pues, una adquisición necesaria de la ciencia política: el principio egoísta no podrá ser eliminado. Hemos visto por qué medios naturales se acomoda al interés social; también existen, por supuesto, medios artificiales, pero éstos pertenecen al arte de la política, que no es objeto de nuestro estudio.

Nos basta con haber podido dar un paso en el conocimiento del Poder concreto.

Capítulo VII

El carácter expansivo del poder

Si en la complexión del Poder hay un impulso egoísta combinado con servicios sociales, es lógico pensar que éstos serán tanto mayores cuanto más débil sea aquél: la perfección del gobierno consistiría en la total eliminación del principio egoísta. Esta quimera ha sido obstinadamente perseguida por espíritus tan cortos como bien intencionados, desconocedores de que ni la naturaleza humana autoriza semejante propósito ni la naturaleza social lo admite, pues es precisamente el principio egoísta el que proporciona al Poder ese vigor íntimo sin el cual no podría cumplir sus funciones.

Se trata de un dualismo irreductible. Y por la interacción de ambos principios antinómicos, el Poder va ocupando en la sociedad un lugar cada vez más amplio que las distintas ocasiones le invitan a ocupar, al mismo tiempo que su propio apetito le lleva a ampliarlo. Y así asistimos a un crecimiento indefinido del Poder, servido por una apariencia cada vez más altruista, aunque siempre animado por el mismo genio dominador.

El egoísmo es parte necesaria del Poder

Desde luego, es una imagen engañosa la de un cuerpo dirigente impulsado exclusivamente por el espíritu de benevolencia. Los propios gobernantes son tan susceptibles al respecto, que tratan de aparentar repugnancia hacia unos cargos públicos que confiesan sólo aceptan movidos por el sentido del deber. Pero una actitud tan generosa, aunque fuera sincera, no beneficiaria a la sociedad. Si en alguna parte puede encontrarse, es entre espíritus puramente especulativos, cuya presencia en la vida pública se ha auspiciado con frecuencia. Al margen de otro gran inconveniente sobre el que volveremos más adelante, un tal gobierno peca de falta de ese calor animal sobre el que los pueblos no suelen engañarse.

Nada hay en el reino natural que pueda seguir viviendo si no está sostenido por un intenso y feroz amor a sí mismo. De la misma manera, el Poder sólo mantiene el ascendiente necesario mediante el intenso y feroz amor que los dirigentes le profesan. Por desgracia, podemos constatar cómo una ternura de corazón que llegue hasta la negación de sí mismo conduce al Poder al suicidio, como lo atestigua el caso de Lamartine y, sobre todo, el ejemplo por siempre memorable de Luis XVI. Tocqueville, en páginas luminosas,[221] presenta la monarquía acusándose a sí misma de sus abusos, atrayendo sobre sí una cólera de la que no quiere defenderse. Le falta la voluntad de vivir: «Decid a los suizos que no disparen.»

La historia rechaza a los héroes que le propone la poesía, el generoso Carlos, el tierno Alexis, el bondadoso Carlos Eduardo. Fueron amados por sus contemporáneos, y las almas sensibles siguen lamentando su destino. Pero, como dice Lutero, «Dios no ha dado a los gobernantes un rabo de zorra, sino un sable.» Es decir, que a los gobernantes les va bien una cierta convicción de superioridad, un cierto gusto por doblegar voluntades, una cierta seguridad en las propias convicciones, un cierto carácter imperativo. Ningún rey parecido al rey de Yvetot pudo jamás conservar su trono.

También nuestra época ha conocido gobernantes bondadosos. A pesar de sus cualidades, o precisamente por ellas, la historia los ha marginado. La vida de Federico el Grande es muy instructiva al respecto. ¡Excelente compañero! Pero si no hubiera cambiado, habría seguido el camino del zarevich Alexis. Cuando sube al trono, se muestra a la sorprendida Europa como otro hombre.

Dejemos, pues, de buscar en los que mandan unas virtudes que no les corresponden.

El poder toma su vida de aquellos que lo ejercen; se calienta y se reanima sin cesar con los placeres que les dispensa. Los más vivos no son esas pueriles satisfacciones del lujo y de la vanidad que deslumbran la imaginación popular, irritan a los pazguatos y manifiestan a sus ojos el egoísmo del Poder. Los festines que nos pintan los cronistas de Borgoña, los cortejos deslumbrantes, todo el fasto de que se rodeaban un Carlos el Temerario, un Julio II, un Lorenzo de Médicis, un Francisco I, un Luis XIV, esa ostentación de riqueza, eso es lo que el vulgo reprocha. Felices prodigalidades, sin embargo, a las que debemos los Van Eyck, los Miguel Angel, los Vinci, la Capilla Sixtina y Versalles: el derroche de los príncipes ha sido el más precioso capital de la humanidad.

Basta que los dirigentes afecten una gran austeridad, una economía estricta, para que el vulgo los absuelva de todo egoísmo. ¡Como si los verdaderos goces de la autoridad no estuvieran en otra parte!

En toda condición y posición social, el hombre se siente más hombre cuando se impone a los demás y los convierte en instrumentos de su voluntad, medios para alcanzar los grandes fines cuya visión le embriaga. Dirigir un pueblo, ¡qué dilatación del yo! Sólo la dicha efímera que nos proporciona la docilidad de nuestros miembros tras una larga enfermedad puede hacernos sospechar la felicidad incomparable de irradiar a diario los propios impulsos en un cuerpo inmenso, haciendo que se muevan a lo lejos millones de miembros desconocidos. Esta sensación puede saborearla a la sombra de un gabinete un funcionario de cabello gris y vestido de negro. Su pensamiento sigue la marcha de sus órdenes. Se representa el canal que se abre siguiendo el trazado que su dedo marca en el mapa, enseguida animado de barcos, los pueblos que surgen en sus orillas, la animación de las mercancías en los muelles de una ciudad arrancada a su sueño. No es extraño que Colbert, al acercarse por la mañana a su mesa de trabajo, se frotara las manos de alegría, según refiere su secretario Perrault.

Esta embriaguez de manejar las piezas del entramado social estalla a menudo en la correspondencia de Napoleón. No por simple capricho dicta, incluso en tiempos de paz, la marcha de cada tropa a través del vasto imperio, decide cuántos fusiles tiene que haber en cada almacén, cuántas balas de cañón en cada plaza, o bien cuántas telas de algodón deberá importar Francia y por qué aduanas, por qué vías deberán ser traídas desde Salónica y en cuántos días. No, disponer la inmensa circulación de los hombres y de las cosas era para él como sentir el latir de otra sangre que, en cierto modo, multiplicaba la suya.

De este modo, el pueblo gobernado se convierte en una especie de extensión del «yo», que percibe ante todo sus sensaciones motrices y luego otras sensaciones reflejas, experimentando no sólo el placer de mover tantas partes, sino también sintiendo profundamente todo lo que afecta a cualquiera de ellas. El egoísmo del Poder se extiende entonces a todo el pueblo, con lo que se completa la identificación con él. El principio monárquico respondía en otro tiempo a la doble necesidad del egoísmo dirigente y a su identificación con el conjunto social. Y de este modo la institución de la monarquía, lejos de incorporar simplemente los intereses de la masa a los de una sola persona, extiende al conjunto los sentimientos personales del jefe. La seguridad en la posesión del Poder y la regularidad de su transmisión aseguran al máximo la identificación del egoísmo con la utilidad general. Mientras que, por el contrario, la atribución transitoria o precaria del Poder tiende a convertir a la nación en instrumento de un destino particular, de un egoísmo que no se absorbe en ella.

Cuanto más rápidamente pasan los ocupantes del Poder, menos puede su egoísmo extenderse en un cuerpo social que no es más que su montura momentánea. Su yo permanece más distinto y se contenta con goces más vulgares. 0 bien, si su egoísmo es capaz de superarse, se extiende a un conjunto al cual puede permanecer ligado durante mucho tiempo, como es el caso de un partido. De modo que la nación es gobernada sucesivamente por hombres cuyo yo no se identifica con ella misma, sino con los partidos.

Y entonces, el egoísmo sublimado y conservador del Poder se refugia en los funcionarios, que dedican a mantener y a engrandecer la función —concebida siempre íntimamente como su propiedad— una diligencia vitalicia y a menudo hereditaria. La virtud social de la monarquía, que consiste en identificar el yo con la sociedad, se encuentra en menor grado en las familias de funcionarios o en las «grandes escuelas», que aseguran por otros medios la misma continuidad de sentimientos.

Del egoísmo al idealismo

Si se admite la necesidad de un Poder en la sociedad, hay que convenir que precisa de una fuerza conservadora, y esta fuerza le viene del apego de los dirigentes a las funciones que confunden con ellos mismos, por medio de las cuales prolongan su sensibilidad física hasta las extremidades del cuerpo social. Este fenómeno concreto y observable ha dado origen, por un proceso inconsciente del pensamiento, a la teoría tan difundida de la nación-persona, cuya expresión visible es el Estado. El único elemento de verdad en esta teoría es el psicológico: para quienes se identifican con el Estado, la nación es en efecto la expresión de sus personas.

Conviene evitar las consecuencias a que nos llevaría la conclusión lógica de este proceso. Si realmente el yo gubernamental puede difundirse en el conjunto humano de modo que no sólo gobierne sus movimientos, sino que también reciba todas sus impresiones, quedarían resueltas las antinomias políticas tradicionales: preguntar si el impulso debe descender del Poder mediante órdenes autoritarias o, por el contrario, ascender del cuerpo social como expresión de la voluntad general, sería una cuestión vana, ya que esas órdenes se acomodarían entonces forzosamente a esa voluntad general: no habría más que un problema filosófico de prioridad.

Partiendo de la naturaleza egoísta del Poder, se llegaría a establecer que, dejando que este egoísmo se desplegara completamente, no podría querer sino precisamente lo que la utilidad social necesita. Teoría que no sería más absurda que aquella sobre la que durante tanto tiempo ha vivido la economía política. Pues si los egoísmos individuales, abandonados a ellos mismos, producen el mejor resultado posible, ¿Por qué no habría de hacerlo el egoísmo del gobernante?

Hay que purgar a la ciencia política de semejantes sofismas, todos ellos surgidos del mismo error, prolongando hasta el infinito una curva que sólo es válida dentro de ciertos límites. Tanto el razonamiento como la observación permiten afirmar que el egoísmo de los hombres del Poder les lleva tanto más a identificarse con la sociedad cuanto más larga y más estable es su posesión del Poder. La idea de legitimidad es una expresión de esta verdad. El poder legítimo es aquel en que una reciproca habituación ha acomodado los propios intereses a los de la sociedad.

Pero la lógica no permite afirmar —y la experiencia lo desmiente— que el instinto pueda hacer que esta acomodación sea perfecta. Chocamos aquí contra el escollo en que han naufragado todas las doctrinas, tanto modernas como antiguas, que pretenden fundar el perfecto altruismo en el perfecto egoísmo. Si es cierto —cosa que nunca se ha demostrado de forma rigurosa— que el hombre puede alcanzar su máxima ventaja preocupándose únicamente del bien de los demás, hay que reconocer que en la práctica no es capaz de llevar su egoísmo hasta el extremo de tan felices consecuencias.

Incluso en el caso de los dirigentes más «legítimos», el egoísmo se queda a mitad de camino. Produce manifestaciones antisociales en cantidad suficiente para que, una vez conocidas y puestas de relieve, el público desconfíe de este instinto egoísta y pase por alto los innegables servicios sociales que realiza. El altruismo que el público reclama no es un subproducto semiconsciente, sino un explícito principio de gobierno.

Pero cuando el Poder se concibe exclusivamente como agente del bien común, tiene que comportarse de acuerdo con una imagen clara de este bien común. La sola necesidad vital de acomodarse día a día a la realidad social producía en el poder egoísta imágenes de las necesidades públicas, confusas pero nacidas de sensaciones concretas. Desde el momento en que el Poder, con una intención altruista, abarca con su mirada la comunidad entera para descifrar lo que le pueda ser saludable, la insuficiencia del instrumento intelectual salta a la vista. El juicio objetivo aparece más burdo que la orientación sensorial o, si se prefiere, la vista es inferior al tacto.

Conviene observar que los mayores errores políticos provienen de apreciaciones equivocadas acerca del bien común, de tal modo que, si se hubiera consultado al egoísmo, habría desaconsejado al Poder. Recordemos, por ejemplo, la revocación del edicto de Nantes. Luis XIV se había fijado demasiado en los eminentes servicios que los expertos en las artes mecánicas prestaban a su poder;[222] la importación de talentos era un sistema que la monarquía[223] había practicado durante mucho tiempo y con éxito notable para que el soberano no se diera cuenta de los inconvenientes de un acto que habría de arrojar a nuestros mejores artesanos en brazos de nuestros adversarios los holandeses y de nuestros rivales los ingleses. Si, a pesar de todo, tomó una decisión tan funesta, lo hizo empujado por una concepción falsa del bien común y de su deber de gobernante. Así lo manifestó Massillon expresamente en su oración fúnebre:

Engañosa razón de Estado, en vano opusisteis a Luis las tímidas consideraciones de la sabiduría humana: debilitado el cuerpo de la monarquía por la defección de tantos ciudadanos, entorpecido el curso del comercio por la parálisis de su industria o por el transporte furtivo de sus riquezas, las naciones vecinas protectoras de la herejía dispuestas a armarse para defenderla. Los peligros alientan su celo...[224]

Si pudiéramos distanciarnos de la catástrofe contemporánea en que nos hallamos sumidos lo suficiente para poder juzgarla como historiadores, veríamos que nos ofrece un ejemplo análogo. El sano egoísmo, a falta de otros sentimientos, debía haber disuadido a un Poder ambicioso de unas persecuciones raciales que sabía excitarían una indignación universal y que el propio Poder reconocía que contribuirían a echar en el platillo de sus adversarios el peso inmenso de una nación que disponía de medios ilimitados. ¿No se trata también aquí de una visión arbitraria de lo que debía ser la sociedad, a la que el Poder precipitó en unos delirios tan ruinosos como criminales y que el instinto de conservación habría bastado para evitar?

No es cierto que el Poder redima su egoísmo persiguiendo fines que cree sociales, pues el edificio de la sociedad es complejo, y, sobre los medios para mejorarlo, la falsa ciencia y la pasión intelectual se equivocan cruelmente, y no menos cruelmente si es el propio pueblo el que participa en el error.

El Poder es capaz de prestar grandes servicios sociales aun siendo egoísta, así como causar incalculables perjuicios pretendiendo ser social. Pero sólo el análisis intelectual puede distinguir en él estos dos aspectos que la vida confunde.

El egoísmo que le anima y la idea que pretende realizar son caracteres inseparables, como aparece en la personalidad de los gigantes del Poder, que no saben ya si están embriagados de sí mismos o de sus pueblos, y que, tomándolo todo, creen que todo lo dan. En la existencia sucesiva del Poder, esos dos caracteres contribuyen juntamente a inflarlo: uno proporciona el impulso y el otro la tenacidad.

El estímulo egoísta del crecimiento

En la medida en que el mando es de por sí egoísta, tiende naturalmente a crecer.

El hombre, observa Rousseau, es un ser limitado. «Su vida es corta, sus placeres tienen un límite, su capacidad de disfrute es siempre la misma y, por mucho que se eleve en su imaginación, no dejará de ser pequeño. El Estado,[225] por el contrario, al ser un cuerpo artificial, no tiene un límite preciso; su magnitud es indefinida, y siempre puede aumentar.»[226] Y los egoísmos que le informan y animan se traducen siempre en conquistas.

El espíritu de conquista ha tenido sus denunciantes indignados, pero también sus apologistas, que han exaltado su labor de consolidación y reconsolidación de las pequeñas unidades políticas para la creación de amplias colectividades, condición, según dicen, para una más perfecta división del trabajo, para una cooperación social más eficaz; en una palabra, para el progreso de la civilización.[227]

Se ha hablado mucho del crecimiento extensivo del Poder, pero muy poco de su crecimiento intensivo. Se ha prestado escasa atención al hecho de que todo Poder considera el conjunto sobre el que domina como un fondo del que puede extraer los recursos necesarios para sus propios proyectos, como una masa a modelar según sus propias concepciones. Si retomamos la comparación de la nación con una persona, sin olvidar que sólo lo es respecto a sus dirigentes, la cabeza quiere siempre que el cuerpo preste mayores servicios y el cerebro acrecentar su control voluntario sobre los miembros.

Este comportamiento del Poder tiene sus manifestaciones concretas: el aumento del presupuesto de que dispone, la proliferación de los reglamentos que impone y de los funcionarios encargados de su ejecución. Si nos fijamos en estos signos tangibles, ¿cuál es el Poder que no ha tratado, impulsado por un instinto íntimo, de crecer como los otros?

No digo que todo Poder lo consiga igualmente. Tampoco digo que el aumento constante del presupuesto, de la legislación y de la burocracia obedezca tan sólo a la presión del Poder. Lo que afirmo es que esta presión es inmanente a todo Poder, cualquiera que sea, alimentada por todos los egoísmos, grandes o pequeños, nobles o mezquinos, cuya suma constituye el egoísmo del Poder. Al gran hombre se le abren perspectivas que ni siquiera puede sospechar la gente vulgar, absorta en sus afanes cotidianos. Este gran hombre tiene que conseguir los medios que necesita, utilizando a tal efecto ya sea la seducción ya sea la coacción. Quienes no tienen ambiciones tan grandiosas se limitan a descuidar el funcionamiento de la maquinaria estatal, y son el despilfarro y la corrupción los que hacen necesario acudir a nuevas exacciones y a la creación de nuevos agentes de la autoridad. En la parte inferior de la escala gubernamental, silenciosa e insensiblemente, el funcionario produce más funcionarios y atrae hacia la estructura del Estado al primo y al protegido.

Desde la fragmentación del continente en estados soberanos, la historia de Occidente viene ofreciéndonos un proceso casi ininterrumpido del crecimiento del Estado. Sólo si nos fijamos exclusivamente en las formas externas del Poder dejaremos de percibir este fenómeno. Se representa fantásticamente al monarca como un señor cuyas exigencias no tienen límite; le sucede un régimen representativo cuyos recursos son proporcionados al soberano; finalmente, vendría la democracia, en la que un consenso general otorgaría gustosamente al Poder unas facultades destinadas a servir al pueblo.

Nada de esto puede medirse. Lo que sí admite medida son las dimensiones del ejército, la carga de los impuestos, el número de funcionarios. La importancia ponderable de estos instrumentos proporciona un índice exacto del crecimiento del Poder. Fijémonos en el Estado de Felipe Augusto.[228] No hay impuestos que le mantengan, sino que, como cualquier otro propietario, el rey tiene que vivir de sus propiedades. No hay ejército a sus órdenes, sino una escasa guardia a la que el rey alimenta en su propia mesa. No hay funcionarios, sino eclesiásticos a su servicio y servidores a los que encomienda los asuntos públicos. El propio Tesoro, al igual que una fortuna particular, se deposita en el templo y se confía a los cuidados de los monjes banqueros. Aunque súbdito, vivo totalmente al margen de este supremo señor, que no me exige contribución alguna, no me llama al servicio militar, no hace ninguna ley que pueda interferir en mi existencia.

Al final del reinado de Luis XIV, ¡qué cambio! ¡Con qué obstinación secular ha sido llevado el pueblo a llenar regularmente las arcas reales! El monarca mantiene a expensas del pueblo un ejército permanente de doscientos mil hombres. Sus intendentes hacen que se le obedezca en todas las provincias; su policía maltrata a los disconformes. Promulga leyes; persigue a quienes no oran como él estima que debe hacerse, y un extenso cuerpo de funcionarios permea y pone en movimiento a la nación. La voluntad del Poder se ha impuesto. El Poder no es ya un punto en la sociedad, sino una gran mancha, una red que irradia a través de ella.

¿Es demasiado? La Revolución acaba con el rey, pero no destruye su edificio, ni ataca al aparato de mando, o lo elimina al menos en parte, ni reduce el tributo que el pueblo paga. Al contrario, introduce el reclutamiento que la monarquía habría deseado imponer pero que nunca tuvo fuerza para hacerlo. Es cierto que ya no volverán a verse los presupuestos de Colonne; pero lo cierto es que se verán doblados con Napoleón y triplicados bajo la Restauración. Habrá desaparecido el intendente, pero será substituido por el prefecto. Y la expansión prosigue. De régimen en régimen, más soldados, más impuestos, más leyes, más funcionarios.

No afirmo que la presión propia del Poder sea la única causa activa; lo que digo es que no se puede comprender la historia sin toparse continuamente con él. A veces se atenúa, como cuando Carlos V, en su lecho de muerte, renuncia a los impuestos que había establecido y mantenido tan trabajosamente y que habían hecho posible el éxito de su reinado. Pero, casi inmediatamente, son restablecidos, aunque para ello fuera preciso verter mucha sangre.[229]

Las pausas, incluso los retrocesos, no son más que incidentes a través de los cuales prosigue el proceso secular de crecimiento. Y es claro que el Poder sólo puede progresar gracias a los muy reales servicios que presta y al favor de las esperanzas que despiertan las manifestaciones altruistas de su naturaleza.

Justificaciones sociales del crecimiento

Cuando el Poder solicita recursos para sí mismo, no tarda en acabar con la complacencia de los súbditos. Así, un rey del siglo XIII podía solicitar una «ayuda» para armar caballero a su primogénito en adecuados festejos; pero no se veía con buenos ojos si el rey la pedía, tras haber casado a su hija, con el fin de proporcionar a ésta una dote adecuada.

Para obtener contribuciones, el Poder tiene que invocar el interés general. Fue así como la Guerra de los Cien Años, multiplicando las ocasiones en que la monarquía se veía en la necesidad de reclamar el apoyo del pueblo, acabó por acostumbrar a éste, tras una larga sucesión de exacciones, al impuesto permanente, efecto que sobrevivió a las causas que lo motivaron. Fue así también como las guerras revolucionarias justificaron el servicio militar obligatorio, a pesar de que los «cuadernos» de 1789 se habían mostrado unánimemente hostiles a sus débiles comienzos bajo la monarquía. Pero la institución se afianza.

Así, las circunstancias peligrosas en que el Poder actúa por la seguridad general le valen una gran potenciación de sus instrumentos y, una vez pasada la crisis, le permiten conservar sus adquisiciones.

También es de sobra conocido que el egoísmo del poder saca partido de estos peligros públicos. Como escribía Omer Talon, «la guerra es el monstruo que no se quiere eliminar, para que sirva siempre de ocasión a quienes abusan de la autoridad real para devorar los bienes que aún les quedan a los particulares».

Difícilmente se puede exagerar el papel que la guerra desempeña en el crecimiento del Poder; en todo caso, la guerra no es la única situación que justifica apelar al interés general para aumentar el Poder sobre la sociedad. Su papel no se limita a defender a los individuos contra los otros poderes de la misma clase, sino que también pretende defenderlos contra poderes de especie diferente. Este punto merece tanta mayor atención cuanto más general suele ser su desconocimiento.

Es un error sorprendentemente extendido no ver en la sociedad más que un solo Poder, la autoridad gubernamental o la fuerza pública, siendo así que no es más que uno entre los poderes presentes en la sociedad, que coexiste con otros muchos que son a la vez sus colaboradores, en cuanto concurren con él a procurar el orden social, y sus rivales, en cuanto que, como él, exigen obediencia y captan apoyos.

Estos poderes no estatales, a los que reservamos el nombre de poderes sociales, no son, como tampoco lo es el Poder, de naturaleza angelical. Si todos lo fueran, seguramente no podría haber entre ellos sino una perfecta armonía y cooperación. No ocurre así: por más altruista que pueda ser el destino de un poder, como el paternal o el eclesiástico, la naturaleza humana le comunica un cierto egoísmo: tiende a convertirse a sí mismo en fin. Mientras que, por el contrario, un poder con destino egoísta, como el feudal o el patronal, se atempera naturalmente, en diferentes grados, a través de un espíritu protector y bienhechor. Toda autoridad es, por exigencia de su naturaleza, de esencia dualista.

En cuanto ambiciosa, toda autoridad particular tiende a aumentar; en cuanto egoísta, a no tener en cuenta más que su interés inmediato; en cuanto celosa, a cercenar la parte de las demás autoridades. Se da, pues, una incesante lucha de poderes, y esto es lo que le proporciona al Estado su principal oportunidad.

El crecimiento de la autoridad del Estado se presenta a los individuos mucho menos como una acción continúa contra su libertad que como un esfuerzo destructor de las fuerzas a que están sometidos. Es como si el progreso del Estado fuera un progreso de los individuos. Tal es la causa principal de una permanente complicidad de los súbditos con el Poder, el verdadero secreto de su expansión.

El poder como punto de referencia de las esperanzas humanas

El hombre desea apasionadamente librarse de la fatalidad de su destino y de su condición. Este deseo, transformado en acción, es el principio de todo progreso. Pero también constituye la sustancia de la plegaria vulgar,[230] que pide la intervención de los poderes invisibles en los asuntos personales.

¿No es natural que este ruego de fines prácticos se dirija también a un poder visible, lo suficientemente fuerte para fulminar al autor de la ofensa y opresión de que somos objeto, lo suficientemente rico para colmar todos nuestros deseos, y lo suficientemente soberano para transformar toda nuestra vida?

El cetro es una varita mágica capaz de hacer por nosotros un milagro: «Si el rey quisiera...» Pero este milagro no es posible si el Poder tiene que mantenerse en los límites de una estricta regularidad. Si no es capaz de una justicia expeditiva, de una generosidad instantánea, pierde su atractivo mágico. De ahí que las instituciones moderadas, en vigorosa expresión de Lamartine, «sean aburridas».

En vano se habrá probado mil veces el carácter nocivo del Poder arbitrario: siempre renacerá. Para eliminarlo, es preciso que los hombres se cansen de pagar demasiado cara una oportunidad demasiado pequeña que la arbitrariedad les concede, como produce decepción una lotería en la que se lleva perdiendo desde hace mucho tiempo. Pero el Poder se rehace siempre con promesas cuya irresistible seducción le abre paso. Cuanto mayor es el margen entre los deseos que brotan en el hombre y las realidades de su existencia, más vivas son las pasiones que concitan y traen al mago. Por ello puede decirse que el Poder es beneficiario de los deseos.

El Poder no es sólo punto de referencia de las esperanzas egoístas; también lo es de las esperanzas altruistas, o, por mejor decir, socialistas. Mezquina filosofía es la que pretende explicar la conducta humana aludiendo al único móvil del interés egoísta. La desmienten la incesante formación en las mentes especulativas de imágenes de un orden mejor y el poder que estas imágenes tienen sobre hombres que nada tienen que ganar con el cambio. Sería una falsa historia de las transformaciones de la sociedad la que desconociera la influencia determinante de estas imágenes. Ahora bien, también éstas, como las esperanzas más confusas y vulgares, militan por el Poder.

Nada, en la naturaleza, satisface las pasiones primitivas del espíritu humano. Encantado con sus primeras experiencias, con las relaciones sencillas y las causalidades directas que es capaz de descubrir, con los esquemas que puede construir, desea que el mundo creado esté construido no sólo con los mismos instrumentos que él maneja, sino también con las mismas artes que ha aprendido a dominar. Le encanta todo lo que puede reducirse a unidad, mientras que la naturaleza le desconcierta sin cesar por la complicación que parece preferir, como lo demuestra la estructura química de los cuerpos orgánicos.[231]

Es un juego agradable imaginar cómo el hombre, si tuviera poder para ello, reconstruiría el universo, cómo lo simplificaría y unificaría. No puede hacerlo, pero tiene, o cree tener, el poder de reconstruir el orden social. Y en este terreno, en el que no se considera obligado a respetar las leyes de la naturaleza, procura imponer esta sencillez de la que está locamente embriagado y que confunde con la perfección.

Tan pronto como un intelectual imagina un orden sencillo, sirve al crecimiento del Poder, ya que el orden existente, aquí como en todas partes, es complejo, reposa en una multitud de soportes, autoridades, sentimientos y ajustes muy diversos. Si quisiera sustituir todos estos elementos por uno solo, éste debería ser una voluntad enérgica; si se quiere que en lugar de todas estas columnas haya una sola, ésta deberá ser fuerte y robusta. Y sólo el Poder —¡y qué Poder!— podría serlo. El pensamiento especulativo, por el simple hecho de ignorar la utilidad de una multitud de factores secundarios, contribuye forzosamente a reforzar el poder central, y nunca de un modo tan seguro como cuando se desentiende de cualquier otra forma de autoridad, pues la autoridad es necesaria, y cuando surge lo hace necesariamente en su forma más concentrada.[232]

Pensamiento y Poder: el filósofo y el tirano

Existe un gran desconocimiento acerca de las relaciones reales entre el pensamiento y el Poder. Basta que el pensamiento critique hábilmente el orden existente y a las autoridades establecidas, para que se ignore su pasión ordenadora y autoritaria.

Rico en ideas sobre lo bello, lo armonioso y lo justo, toda realidad social le hierre e irrita: esas ciudades que han crecido sin orden y concierto y que ofenden la vista y el olfato, en las que pululan seres feos, tontos y desgraciados, donde la estupidez se convierte en alboroto, donde triunfan la envidia mezquina y la sórdida maldad. ¿Cómo podríamos ver en ellas los palacios del rey de la tierra, dotado de un reflejo de la inteligencia divina? ¿Cómo, a la vista de esta perrera, no evocar una ciudad ideal en la que la grave belleza de los ciudadanos se armonizaría con la grandiosidad de los monumentos? En los barrios bajos de Nápoles fue donde el dominico Campanella imaginó su Ciudad del Sol, una ciudad cuyos muros estarían decorados, no con obscenos graffiti, sino con figuras geométricas, imágenes de los animales y las plantas catalogados por la ciencia, e instrumentos creados por el ingenio humano. Su vida estaría presidida por el Supremo Metafísico.

De este modo, animado por «esa ternura divina que desprecia y ama, que transporta y eleva cuanto ama»,[233] el hombre especulativo edifica su sociedad perfecta, su República, su Utopía, de la que el desorden y la injusticia han sido proscritos.

Pero veamos cómo se ingenian nuestros grandes constructores de paraísos, los Platón, los Moro, los Campanella. No hay duda de que acabarían con los conflictos eliminando las diferencias:

Que los ciudadanos ignoren y que jamás deseen aprender lo que es obrar por su cuenta y sin concierto, y que nunca adquieran la costumbre de comportarse de esta manera; sino, más bien, que todos vayan juntos hacia los mismos objetivos y que siempre y por doquier no tengan sino una manera de vivir común...[234]

Propiedad común: los magistrados repartirán entre los ciudadanos lo que cada uno necesite. Uniformidad en la manera de vestir, común la comida, común el alojamiento, y Campanella nos describe cómo los magistrados distribuyen los habitantes, para cada plazo de seis meses, entre los distintos dormitorios, inscribiendo sus nombres en la cabecera de la cama. Los magistrados asignan también las tareas, y se precisa su aprobación —siempre revocable— para que alguien pueda dedicarse a los estudios. Moro reparte la existencia de los habitantes de su Utopía entre un servicio de trabajo agrícola y una profesión urbana, que es la del padre, salvo decisión contraria de los magistrados. Nadie puede abandonar su residencia sin un pasaporte en el que se consigne la fecha del retorno. Y Platón propone que no se permita viaje alguno al extranjero si no es por razón de servicio público, siendo obligación de los ciudadanos que retornan de un viaje oficial exponer a la juventud cuán inferiores han encontrado las instituciones de otros países.

Tales son las reglas de las repúblicas ideales soñadas por los filósofos, cuya imagen pudo entusiasmar a nuestros antepasados, cuando no pasaban de ser fantasías irrealizables. Nosotros, cuando estas nubes borrascosas se nos acercan, miramos con atención buscando en ellas la libertad, pero no la encontramos. Todos estos sueños son meras tiranías, más estrictas, más duras, más opresivas que cualquiera de las registradas por la historia. En todas ellas el orden se consigue al precio de la inserción en un registro y una regimentación universales. A estos extremos llega el pensamiento desbocado. Son imaginaciones reveladoras de su tendencia natural. Prendado del orden, en cuanto es inteligencia, un orden que —en cuanto humano— concibe como algo simple. Cuando intenta llevarlo a la práctica, se percibe la sombría ferocidad de Savonarola o de Calvino; con frecuencia busca el concurso del hombre de acción, su brazo temporal. Así Platón esperaba que el tirano de Siracusa pondría en práctica sus leyes.

¿Es acaso paradójica esta asociación del filósofo con el tirano? En absoluto. El intelectual jamás considera que el Poder es demasiado despótico si piensa que esta fuerza arbitraria sirve a sus propósitos, como lo atestigua la fascinación siempre renovada que sobre los intelectuales ha ejercido el despotismo ruso. Cuando Augusto Comte se dirige al zar Nicolás, no hace otra cosa que imitar a Diderot, quien esperaba que Catalina la Grande promulgara por decreto los dogmas enciclopedistas. Descontento de su propio instrumento, la persuasión, el espíritu admira los instrumentos del Poder, cuya acción es más expeditiva, y a Voltaire le parece perfecto que Catalina pueda «enviar a Polonia a cincuenta mil hombres para imponer la tolerancia y la libertad de conciencia»[235] De este modo, el filósofo crédulo trabaja por el Poder, ensalzando sus méritos hasta que el Poder le decepciona, estallando entonces en improperios, pero sin dejar por ello de servir a la causa del Poder en general, pues sigue poniendo sus esperanzas en una aplicación radical y sistemática de sus principios, de la que sólo un gran poder es capaz.

Benjamín Constant ridiculizó, con razón, el gusto inmoderado de los hombres de gabinete por los métodos autoritarios:

Todas las grandes manifestaciones de fuerza extrajudicial, todos los recursos a medidas ilegales en circunstancias peligrosas, han sido, de siglo en siglo, narrados con respeto y descritos con complacencia. El autor, tranquilamente sentado en su despacho, deja que el poder arbitrario se lance en todas direcciones, trata de exponer en su estilo la rapidez que él recomienda en las medidas; se cree por un instante revestido del poder porque predica su abuso; caldea su vida espiritual con todas las demostraciones de fuerza y poder con que engalana sus frases; de este modo participa del placer que proporciona la autoridad; repite a voz en grito las grandes palabras de la salvación del pueblo, de la ley suprema, del interés público; admira su profundidad y se maravilla de su energía. ¡Pobre imbécil! Habla a hombres que lo único que quieren es escuchar y que, a la primera ocasión, experimentarán en él su teoría.[236]

Soñando un orden demasiado simple y rígido, queriendo realizarlo demasiado de prisa y con medidas demasiado imperativas y radicales, el pensamiento no hace más que conspirar perpetuamente en favor del Poder; no importa si combate a quienes tienen la autoridad, pues trabaja para ampliar su función. Lanza sobre la sociedad unas ideas que sólo pueden tener existencia concreta por un inmenso esfuerzo en sentido inverso al curso natural de las cosas, esfuerzo del que sólo el Poder, y un poder inmenso, es capaz. De tal modo que, en definitiva, el pensamiento proporciona al Poder la más eficaz justificación de su crecimiento.

Si se confiesa egoísta, choca con la resistencia de todos los intereses sociales con los cuales tiene que tratar. Pero si se proclama altruista y se presenta como el realizador de un sueño del pensamiento, adquiere frente a todos los intereses reales una trascendencia que le permite inmolarlos a su misión y eliminar todo obstáculo que se oponga a su marcha triunfal.

Capítulo VIII

Sobre la competencia política[237]

La historia es lucha de poderes. Siempre y por doquier el hombre se apodera del hombre para plegarlo a su voluntad y obligarle a servir a sus propósitos; y así la sociedad es una constelación de poderes que sin cesar surgen, se desarrollan y se combaten.

Entre poderes de especie diferente, como son el poder político y el poder familiar, o el señorial o el religioso, hay a la vez colaboración y conflicto.[238] Entre poderes de la misma especie que no se hallan limitados por su carácter[239] el estado natural es la guerra. A los ojos del hombre que vive exclusivamente en su tiempo, que afortunadamente puede ser pacífico, la guerra aparece como un accidente; pero a quien contempla el sucederse de las épocas, la guerra se le muestra como una actividad esencial de los Estados.

Contemplemos el mapa de Europa, no inmóvil como lo presenta la geografía política, sino en movimiento, tal como ha sido a lo largo de los siglos. Veamos cómo la mancha rosa, azul, o amarilla, que significa tal o cual Estado, tan pronto se extiende a costa de otra o de varias otras como se recorta bajo la presión de sus vecinos. Lanza tentáculos hacia el mar, se asienta a lo largo de un río, salva una montaña, engloba y digiere un cuerpo extraño. Por último, pierde su vigor, y un día, presa de otra voracidad, desaparece.

Todas esas manchas palpitantes recuerdan el bullir de las amebas bajo el microscopio. Eso es, cabalmente, la historia.

La guerra no es ajena a los tiempos modernos

Esta antropofagia fue el principal objeto de los estudios históricos antes del siglo XIX. Luego, los sabios abandonaron este espectáculo. Pensaban, con razón, que en los tiempos modernos el espíritu de conquista es propio, no de los pueblos, sino sólo de sus dirigentes, y presumían, no sin cierta imprudencia, que la evolución política acabaría por subordinar los dirigentes a los pueblos. Así, pues, la guerra es cosa del pasado; el presente ofrece otros temas muy distintos: el hombre que se sacude el yugo de los despotismos sociales y, por medio de la ciencia, de la técnica, de la asociación, conquista los recursos terrestres.

Si se proyecta esta nueva visión sobre los siglos pasados, se tiene la impresión de que los conflictos de que fueron protagonistas los monarcas y que legaron a los estudiantes tantos nombres de batallas no fueron sino acontecimientos adventicios, atravesados en el desarrollo esencial de la humanidad.

¡Cuánto más verdaderamente histórico este desarrollo que las aventuras militares! Pues ofrece un progreso continúo en una misma reacción, orientado a un mismo fin visible, la explotación integral del globo en beneficio de los hombres asociados.

Hacia este fin caminarían ahora conscientemente los pueblos, dueños ya de sus destinos, con los ojos abiertos por la educación. Cada Poder, servidor de su nación, impulsaría esta evolución. Si aún se produjera algún conflicto, sólo podría ser por una deplorable colisión entre los carros del Estado debida a la impericia de algunos conductores o, excepcionalmente, a una ambición insensata y enfermiza.

Pero ¿es cierto que la voluntad de crecimiento es sólo una aberración de los dirigentes? ¿Cómo se explicaría entonces que los más ávidos de expansión hayan sido también los mejores organizadores de sus pueblos? Así, un Pedro el Grande, un Federico II, un Napoleón, un Bismarck, a los que tal vez podríamos añadir un Stalin. ¿Cómo no ver que el genio del hombre de Estado se manifiesta igualmente en la expansión y en la administración, que el Poder administra para conquistar y conquista para administrar? El instinto de crecimiento es propio del Poder, pertenece a su naturaleza y no cambia con su forma.

El Poder sigue siendo imposición, con las pasiones propias de esta actitud, la primera de las cuales consiste en ampliar el área que le está sometida; pasión que puede permanecer en estado durmiente durante décadas, pero que acabará despertándose, pues lo semejante atrae a lo semejante, y por tanto la autoridad a los autoritarios y el imperium a los imperiosos.

La virtud conquistadora está tan ligada al Poder como la virulencia al bacilo; tiene, como ella, sus fases de letargo, pero luego reaparece con más vigor. Tras un intervalo de calma, las tiranías modernas encuentran a su disposición unos medios que sus antiguos modelos no habrían sospechado, como el durmiente del relato de Wells, que se encontró con que, durante su sueño, su fortuna había proliferado milagrosamente.

Al tiempo que se pretendía expulsar de la historia la violencia, ésta no cesaba de ejercerse, aunque en países lejanos, sometiendo bonitamente a pueblos salvajes o técnicamente atrasados. Las manchas de color de los Estados apenas variaban en Europa, pero se prolongaban en ultramar y, reencontrándose muy pronto sobre otros continentes, multiplicarían sus fronteras, sus litigios, y finalmente sus campos de batalla.

La riqueza amasada por los particulares proporcionaría a los Estados inmensos recursos bélicos. Se construían fábricas metalúrgicas que más tarde serían capaces de fabricar cañones gigantescos. Afluían a los bancos capitales que sufragarían los gastos del conflicto. Si Alemania desarrollaba la explotación de la cuenca de Briey, si Inglaterra favorecía la intromisión de sus grandes sociedades en los campos de petróleo del mundo, si Rusia se cubría de ferrocarriles, estos esfuerzos de apariencia pacífica no eran sino la acumulación de triunfos para el eterno juego del Poder.

Incluso el progreso democrático armaba a los gobiernos para la guerra. Unos poderes manifiestamente extraños a los pueblos gobernados difícilmente habrían podido arrastrarlos a tan grandes sacrificios; mientras que, por el contrario, cuanto más íntimamente aparecían ligados a sus pueblos, más podían obtener de ellos, como ya lo habían demostrado las ingentes fuerzas prestadas por la Francia de la Revolución y del Imperio a los poderes sucesivos que creía emanados de ella.

De modo que los mismos fenómenos que parecían prometer una era de paz preparaban al Poder inmensos medios materiales y psicológicos para guerras que sobrepasarían en intensidad y en extensión todo lo que antes se había visto.

Una civilización que se militariza

Sin embargo, ¿acaso no era conforme a las leyes de la historia que una gran sociedad, que formaba un todo de civilización, como es el Occidente moderno, se desmilitarizara a medida que iba desarrollándose? ¿No se había observado este fenómeno en el mundo romano?

Cuanto más duró esta civilización antigua, menos se mostraron sus miembros dispuestos a tomar las armas. A pesar de ser en un principio la vocación natural de todos los adultos, como se observa en todos los pueblos primitivos, iroqueses, zulties, abisinios, la vocación militar acabaría convirtiéndose en una profesión especializada y poco considerada.

Esta desmilitarización progresiva se manifiesta en los efectivos romanos. La ciudad todavía rústica que Aníbal vino a atacar, y que contaba apenas con un millón de hombres, pudo oponerle en Cannas más de ochenta mil combatientes. Pero cuando sus ejércitos chocaron en Farsalia, la República, a pesar de haberse extendido por toda la cuenta del Mediterráneo, sólo pudo disponer de setenta y cinco mil hombres. Cuando Tiberio hizo un gran esfuerzo para vengar las legiones de Varo, sólo pudo ofrecer cincuenta mil soldados al futuro Germánico. No parece que Antonino dispusiera de más fuerzas para liquidar la secular querella con los partos. Cuando Juliano detiene a los alemanes cerca de Estrasburgo, dispone de trece mil hombres, y Belisario recibe once mil de Justiniano para reconquistar Italia a los godos.[240]

Tal es la evolución natural de un pueblo que se va refinando. Lo que, por lo demás, explica su impotencia final ante las invasiones de los godos o de los vándalos, pequeñas naciones armadas, de pocas decenas de millares de hombres, que la menor provincia del Imperio habría podido aniquilar si sus habitantes hubiesen sido aún capaces de armarse. Y, por supuesto, Alarico no habría tomado la antigua Roma ni Genserico la antigua Cartago.

Nuestra civilización ofrece un proceso inverso, que la aboca a una catástrofe igualmente completa, aunque de un carácter muy distinto. En la decisiva batalla del siglo XIV librada en Poitiers, se enfrentaron unos cincuenta mil hombres, y un número parecido en Mariñano.

Pocos más, sesenta y cinco mil, en la crucial batalla de la Guerra de los Treinta Años en Nordlingen. Pero ya fueron doscientos mil en Malplaquet (1709) y cuatrocientos cincuenta mil en Leipzig (1813).

Todavía lo hacemos mejor en el presente. La guerra de 1914 mutiló o mató una cantidad comparable a cinco veces los hombres que en Europa estaban bajo las armas al final de las guerras napoleónicas.[241] ¿Y cómo contarlos ahora [1939-1945], cuando todos, hombres, mujeres y niños, concurren a la lucha como cuando se los veía sobre los carros de Ariovisto?

Terminamos por donde los salvajes comienzan: redescubrimos el arte de matar de hambre a los no combatientes, de quemar las chozas y de llevarnos los vencidos como esclavos. ¿Qué necesidad tenemos de los bárbaros? Somos nuestros propios hunos.

La ley de la competencia política

¿Por qué remontar el curso de la civilización, en vez de bajarlo como hacían los romanos?

Salta a la vista una diferencia entre su mundo y el nuestro: aquél era monista, éste es pluralista; menos diferenciado acaso en su sustancia humana que el romano, pero fragmentado en muchos gobiernos, cada uno de los cuales, dice Rousseau, «se siente débil mientras haya otros más fuertes que él; su seguridad, su conservación, exigen que se haga más fuerte que sus vecinos.»

Nuestro autor afirma también:

Al ser el tamaño del cuerpo político puramente relativo, se ve forzado a compararse para conocerse; depende de todo lo que le rodea, debe interesarse por todo lo que pasa a su alrededor, pues de nada le serviría mantenerse dentro de él sin ganar ni perder nada; se hace débil o fuerte según que su vecino se extienda o contraiga, se fortalezca o debilite.

Estos celos naturales entre los Poderes han engendrado, por un lado, un principio muy conocido cuyo olvido momentáneo los Estados suelen pagar muy caro: que todo aumento territorial de uno de ellos, al aumentar la base de la que saca sus recursos, obliga a los otros a buscar un aumento análogo para restablecer el equilibrio.

Pero hay otra manera de reforzarse más temible para los vecinos que la adquisición territorial: el progreso de un Poder en la explotación de los recursos que le ofrece su propio territorio. Si aumenta el grado de extracción de las fuerzas y riquezas de su pueblo y consigue que este aumento sea aceptado, cambia la relación de sus medios con los de sus vecinos: con un capital pequeño se iguala a las grandes potencias, y si ese capital es amplio, se hace capaz de hegemonía.

Si la Suecia de Gustavo Adolfo ha ocupado en la política un lugar tan desproporcionado en relación con su importancia, es porque este gran rey supo hacer que las actividades nacionales sirvieran a sus propositos en una proporción hasta entonces desconocida. La Prusia de Federico II pudo hacer frente a tres grandes monarquías coaligadas, cada una de las cuales habría podido aplastarla, en virtud de la misma explotación intensiva de sus facultades. Y, finalmente, la Francia de la época revolucionaria logró de un salto unas fronteras que Luis XIV no había podido alcanzar, y ello porque un poder más imperioso supo explotar mejor los recursos nacionales.

Burke lo entendió perfectamente cuando, en 1795, escribía:

El Estado [en Francia] es supremo. Todo está subordinado a la producción de la fuerza. El Estado es militar en sus principios, en sus máximas, en su espíritu, en todos sus movimientos... Si Francia tuviera más que la mitad de sus fuerzas actuales, seguiría siendo demasiado fuerte para la mayoría de los Estados de Europa, tal como están constituidos hoy y procediendo como lo hacen.[242]

Todo progreso del Poder respecto a la sociedad, ya se haya obtenido en vistas a la guerra o para cualquier otro objetivo, le otorga una ventaja en la guerra,[243] como lo demuestra la comparación de las dos invasiones alemanas de Francia, a un cuarto de siglo de distancia. El desastre de 1940, en lugar del milagro del Marne en 1914, se debió probablemente menos al debilitamiento de Francia que al reforzamiento del Poder alemán por medio de una movilización general de sus energías. Lo demuestra también el resultado tan diferente de los ejércitos rusos en ambas guerras, debido enteramente a las conquistas realizadas por el Poder en el interior de su vasto territorio.

Todo esto patentiza que ningún Estado puede quedar indiferente cuando alguno de ellos afianza sus derechos sobre su propio pueblo. También ellos tienen que adquirir sobre los suyos unos derechos análogos, o pagar muy cara su negligencia en ponerse al mismo nivel. Así, Francia perdió la guerra de 1870 porque, no habiendo establecido el servicio militar obligatorio como el país vecino, sólo pudo oponer a los prusianos en el campo de batalla unos ejércitos muy inferiores en número.

Conocemos el fenómeno en su aspecto más inmediato: la carrera de armamentos. Pero esta carrera no es más que la sombra y el reflejo, en el sentido de la geometría descriptiva, de un fenómeno mucho más grave, cual es la carrera hacia el totalitarismo. Un Poder que mantiene con su pueblo ciertas relaciones no puede incrementar su instrumento militar sino dentro de ciertos límites. Para superarlos, tiene que revolucionar estas relaciones y concederse nuevas prerrogativas.

Progreso del Poder, progreso de la guerra. Progreso de la guerra, progreso del Poder

Así sucede que los grandes pasos en la militarización están ligados a los grandes avances del Poder, como su resultado o su ocasión.

A veces es una revolución política la que aumenta súbitamente el Poder y permite una ampliación de los armamentos que antes no era posible. Fue lo que ocurrió cuando Cromwell construyó sin dificultad una potencia naval inglesa que Carlos I ni siquiera pudo soñar, o cuando la Revolución francesa puso en práctica el reclutamiento militar que los funcionarios de la monarquía ni siquiera Se habrían atrevido a proponer.

Otras veces es la necesidad de ponerse al mismo nivel militar de un formidable adversario la que se invoca para justificar un avance del Poder, como en la Francia de Carlos VII o en los Estados Unidos en la actualidad.

Así, pues, si por una parte todo avance del Poder sirve a la guerra, por otra parte la guerra sirve al avance del Poder: actúa como un perro pastor que apremia a los poderes retardatarios a alcanzar a los más avanzados en el proceso totalitario.

Esta íntima vinculación de la guerra y el Poder aparece en toda la historia de Europa. Todo Estado que ha ejercido sucesivamente la hegemonía política se procuró los medios para ello a través de una presión sobre el pueblo más intensa que la ejercida por los otros poderes sobre sus pueblos respectivos. Y para hacer frente a estos precursores fue preciso que los Poderes del continente se pusieran a su mismo nivel.

Si una monarquía feudal obtenía de sus vasallos ayudas financieras cada vez más frecuentes y multiplicaba por lo mismo el número de mercenarios a su servicio, las demás tenían que imitarla. Si esas «ayudas» acababan consolidándose en un impuesto permanente, manteniendo un ejército permanente también, había que seguir la corriente, pues, como observa Adam Smith,

cuando una nación civilizada adopta el sistema de ejército permanente, tienen que introducirlo todos sus vecinos; lo exige la seguridad, ya que sus milicias son incapaces de hacer frente a semejante ejército.

Pero una vez que la monarquía podía contar con un ejército permanente, se hallaban en condiciones de establecer el impuesto arbitrario, es decir, de convertirse en absoluta, por lo que resultaba inevitable imponer la obligación militar cuya amenaza ya presentía Montesquieu.

Esta conscripción militar, hacia la que las monarquías tendían más o menos tímidamente, la instauró la Francia revolucionaria. Y a ella le debe sus victorias, la mayoría de ellas logradas por medio de una enorme superioridad numérica. Hasta 1809, los ejércitos franceses tendrán esta superioridad en todos los campos de batalla. Gneisenau formuló la única respuesta posible: «La revolución ha desplegado en toda su amplitud la fuerza nacional del pueblo francés... Los Estados europeos tienen que beber en las mismas fuentes para restablecer el antiguo equilibrio de Europa.»

Puesto que tal es el mecanismo de la competencia política, es fácil comprender la inutilidad de los esfuerzos encaminados a la limitación de armamentos. Éstos no son más que expresión del Poder. Aumentan porque el Poder crece. Y los partidos que más insistían en exigir su limitación fueron, por inconsciente incongruencia, los que con más ardor defendieron la expansión del Poder.

El Poder está ligado a la guerra, y si una sociedad quiere poner coto a los desastres de la guerra, no tiene más remedio que limitar las facultades del Poder.

Del ejército feudal al ejército real

El régimen que menos fomenta la guerra es el régimen aristocrático, porque es el más contrario a la expansión del Poder. Este régimen aparece como esencialmente militar, porque la clase dominante es guerrera, y sólo ella lo es. En Lacedemonia, la desproporción entre el número de hoplitas y la población era notable. En Occidente, la instauración del régimen feudal origina una inmediata y drástica reducción del tamaño de los ejércitos. Hasta el siglo XVII no volverán a verse los efectivos carolingios. La necesidad de hacer frente a la caballería sarracena o húngara, de trasladarse tan rápidamente como los piratas normandos en sus ligeras barcas, da paso a la era de la caballería, de las caballerías señoriales, entre las que el ejército propiamente real no es más que una de tantas. El pueblo no participa entonces en la guerra —no se siente afectado a no ser que pase precisamente por sus tierras—, recuerdo que se conserva en la protesta popular que hoy suele hacerse: «Quienes quieran hacer la guerra, que la hagan, pero que nos dejen tranquilos.»

Existen grandes diferencias entre el ejército de una aristocracia rural, naturalmente diversa e indisciplinada por la diversidad de sus contingentes, y el de una aristocracia urbana, a la que, por el contrario, la comunidad de intereses, la educación y las íntimas relaciones de la costumbre prestan una fuerza especial. La segunda tiene ventaja sobre los mercenarios, mientras que la primera tiene que enfrentarse a unas tropas regulares a sueldo, como sucedió en Crecy y en Nicópolis. Los ortas de los genízaros son la expresión de un poder mucho más intenso que cualquiera de sus contemporáneos occidentales, los cuales, hasta finales del siglo XVII, serán incapaces de resistirles. El ejército inglés a sueldo, desde el último arquero hasta el Príncipe de Gales, es la expresión de una monarquía capaz de obtener de sus vasallos y de los municipios subsidios regulares,[244] capaz de arrampar con la producción nacional de lana para emplearla en sus cambios con el exterior[245] y de atraer a su servicio a los mayores prestamistas de capitales de la época.

En la historia de Francia, la Guerra de los Cien Años representa el intento del Poder monárquico por ponerse al nivel de su adversario. Tal es el sentido de los subsidios que Felipe VI y Juan II solicitan de sucesivas asambleas, unas veces generales y otras regionales, así como de las tasas instituidas para rescatar a Juan II, que Carlos V seguirá percibiendo, a las que se deberán sus victorias, y cuya supresión permitirá que la suerte se torne a favor de los ingleses.

La verdadera conclusión de la Guerra de los Cien Años fue la institución de la capitación permanente para mantener las tropas de ordenanza, es decir, una caballería permanente y remunerada (1444). De este modo, el primer gran conflicto de la sociedad occidental tiene como consecuencia un reforzamiento del Poder.

La guerra, comadrona de la monarquía absoluta

Todas las guerras libradas a lo largo de los siglos entre los Estados europeos tendrán siempre el mismo resultado.

En el siglo XVI y todavía durante una parte del XVII España es la potencia dominante de Europa, sostenida por el oro de América y, sobre todo, por el ejército que forjara Gonzalo de Córdoba, el «Gran Capitán». La ordenanza de 1496 establece ya una especie de reclutamiento. Todo individuo entre los veinte y los cuarenta y cinco años está sujeto al servicio, y el Estado recluta un hombre de cada doce. Los llamados a filas se denominan «soldados». Así nace esa «temible infantería española» celebrada por Bossuet.

El desarrollo de la monarquía absoluta, tanto en Inglaterra como en Francia, está ligado a los esfuerzos de ambas dinastías para resistir a la amenaza española. Al ejército deberá Jacobo I sus grandes poderes. Si Richelieu y Mazarino pudieron elevar tanto los derechos del Estado, fue porque podían invocar continuamente el peligro exterior.

Fontenay-Mareuil nos da una idea de cómo la urgencia militar ha contribuido a liquidar las formas antiguas de gobierno y despejado el camino a la monarquía absoluta:

Era realmente necesario para salvar el reino.. , que el rey tuviera una autoridad suficientemente absoluta para hacer todo lo que le pluguiera, ya que teniendo que habérselas con el rey de España, que dispone de tantos países para obtener todo lo que precisa, es claro que si hubiera tenido que reunir los Estados Generales, como se hace en otros lugares, o depender de la buena voluntad del parlamento para obtener todo aquello de que tuviera necesidad, jamás habría podido hacerlo.[246]

Richelieu, que se encontró con que todas las fuerzas de Francia habían sido reducidas por María de Médicis a diez mil hombres, las elevó a sesenta mil; luego, tras haber mantenido durante mucho tiempo la guerra en Alemania, «echando mano a la bolsa más bien que a la espada», pone en pie un ejército de ciento treinta y cinco mil soldados de infantería y veinticinco mil de caballería, unas fuerzas que Francia no ha conocido en ocho siglos.

Fueron precisos fuertes impuestos para sostener semejante esfuerzo, y su exacción no podía aplazarse por la observancia de ciertas formalidades, o subordinándola al consentimiento de la nación, quedando así privada de sentido la observación de Commines: «¿Qué rey o señor sobre la tierra tiene suficiente poder —a no ser por la tiranía o la violencia— para sacar dinero a sus súbditos sin el consentimiento de aquellos que tienen que pagarlo?»

Esta tiranía se justificó en Francia por el «incesante propósito de frenar el avance de España».[247]

Los poderes, rivales en política internacional, luchan en el interior contra las «libertades» que se les resisten

Pero mientras Richelieu, para triunfar en la rivalidad política, violaba todos los derechos y quebrantaba todas las instituciones que contenían el poder fiscal del Estado, las potencias rivales, deseosas de mantener su posición, realizaban un esfuerzo análogo.

En España, Olivares quería demostrar que «el bien de la nación y del ejército es superior a toda ley y a todo privilegio».[248] En Inglaterra, Carlos I, impaciente ante la resistencia del Parlamento, recauda ilegalmente el impuesto destinado a la flota, provocando la resistencia de Hampden. El proceso de Hampden es de finales de 1637; en 1639, Normandía se levanta contra Richelieu para exigir la supresión de todos los impuestos establecidos desde la muerte de Enrique IV. En 1640, estalla la rebelión en Cataluña en defensa de los privilegios y libertades tradicionales. Vista en la perspectiva de los acontecimientos europeos, la Fronda no es más que una de las reacciones suscitadas por la marcha común de los Poderes rivales hacia el absolutismo interior. No consiguió destruir la obra de Richelieu, que, como dice Retz, formó «en la más legítima de las monarquías la más escandalosa y peligrosa tiranía que jamás haya podido existir».[249] De tal modo, el Poder de Luis XIV dominará Europa. Y es natural que entonces los demás Poderes invoquen a su vez la necesidad de detener el avance de Francia.

La envidia que Luis XIV inspira a todos los príncipes es el verdadero principio de sus atropellos sobre los pueblos. Pero la amenaza de su hegemonía les proporciona el más respetable de los pretextos para imitarle.

El servicio militar obligatorio

La primera gran victoria del Poder en los tiempos modernos consistió en poder saquear el bolsillo de sus súbditos para sostener las empresas del gobierno. En el primer momento, el impuesto fue algo consentido; es la época de los Parlamentos de Inglaterra, de los Estados Generales de Francia, de las Cortes de España. Luego se convirtió en arbitrario, lo que representó un inmenso avance del Poder.

Quedaba aún por realizar un nuevo avance más importante aún en vistas a la guerra: captar la persona misma de los súbditos para engrosar los ejércitos. Nada más ajeno al espíritu de las sociedades aristocráticas, que son naturalmente defendidas sólo por los propios aristócratas, que lógicamente debía reservarse esta función como un privilegio. En cuanto guerreros es como en conjunto resultaban necesarios a su jefe el monarca y a la plebe de los que de ellos dependían. Como campeones del rey y protectores del pueblo, se ganaban la estima de la nación y el respeto de su situación, igualmente capaces de defender los intereses nacionales contra el extranjero y sus propios intereses contra las usurpaciones de arriba y las agitaciones de abajo.

Este monopolio de las armas había quedado ya tocado por el empleo de mercenarios,[250] pero quedó totalmente aniquilado cuando el servicio militar dejó de estar reservado a la nobleza y se extendió a toda la población. Como veremos,[251] los reyes han deseado siempre esta generalización del servicio militar; ello les servía para eliminar en el interior la barrera que el orden aristocrático oponía a las incursiones del Estado. Y en el orden exterior, sobre todo un enorme aumento de recursos.

La única forma en que Gustavo Adolfo pudo mantener sus ejércitos en Alemania fue asegurando que en cada municipio de Suecia sus habitantes eligieran periódicamente algunos de entre ellos para el servicio del rey. Louvois se propuso alimentar de la misma manera los regimientos franceses, cuyas mermas no podían ya cubrirse adecuadamente mediante la recluta voluntaria. Como explicó al principio, se formaron treinta y cinco regimientos propiamente territoriales con el único fin de la defensa local. La iniciativa, sin embargo, encontró tal oposición, que fue preciso llenar el cupo por sorteo. Lo que la desconfianza campesina presentía no tardó en hacerse realidad: estos regimientos cumplían la función de depósitos a los que se acudía para abastecer a los regimientos de campaña.

Tales fueron los tímidos comienzos de la militarización general.

Fue en Prusia donde el nuevo sistema tomó su primer impulso. Este reino recién formado no poseía ni población ni riqueza, ni cohesión territorial alguna. Sus diversas provincias tenían pasados diferentes y carecían de unidad. Federico Guillermo se ilusionó con la idea de mantener un ejército formado por los mejores soldados que pudo reclutar a travéa de toda Alemania y de toda Europa. Asignó a cada uno de sus regimientos una porción, un «cantón», del territorio prusiano. Cada cantón proporcionaba a «su» regimiento el número suficiente de soldados para completar sus efectivos. Estos reclutas, llamados «cantonistas», sólo eran retenidos en el cuerpo algunos meses; pero cada año tenía que incorporarse durante algunas semanas y, naturalmente, en tiempo de guerra.

Tal era el espíritu del famoso reglamento de 1733. El servicio militar, la condición de reservista, la movilización en tiempo de guerra, todo ello es obra prusiana. La parquedad de recursos humanos y financieros de este pueblo en sus comienzos indujo a un Poder ambicioso a utilizar las fuerzas nacionales en un grado hasta entonces desconocido. Y Prusia, todavía pequeña en comparación con Francia a pesar de la expansión debida a sus gloriosas victorias, mantenía ya en vísperas de la Revolución un contingente de 195.000 hombres frente a los 180.000 de Francia. Era una gran ventaja el que estos 195.000 hombres sólo le costaran a Prusia 45 millones, frente a los 107 o 108 que un número inferior le costaba al ejército francés.

180.000 soldados franceses, 195.000 prusianos, 240.000 austriacos: estas cifras explican bastante bien la pasividad de Francia al final de la antigua monarquía, sorda a los avisos que le venían de Holanda en 1787 y de Bélgica en 1789, dejando pasar la ocasión de cerrar esa «puerta abierta a los enemigos de Francia», su frontera nordeste. Esta pusilanimidad dio paso a una gran osadía. Unos atolondrados sin conocimiento político precipitaron al país a una guerra no ya con una sola sino con las dos potencias militares del continente, a las cuales vendrían a sumarse España, Inglaterra y el Piamonte. ¿Cómo pudo parar el golpe la Francia de la Revolución? En un primer momento, la salvó la ambigua conducta de Brunswick. ¿Pero luego? Luego pone en pie unos ejércitos mucho más numerosos que los de los aliados reunidos. Se precisaba un Poder cuyo absolutismo fuera muy superior al de la antigua monarquía para proclamar: «Desde este momento hasta aquel en que los enemigos hayan sido expulsados del territorio de la República, todos los franceses estarán en permanente conscripción al servicio de las armas.»

La era de la carne de cañón

Esta decisión de la Convención de 23 de agosto de 1793 fue seguida de medidas para llevarla a cabo. En 1794, 1.169.000 hombres figuraban en los registros militares franceses.

Se abría una era nueva en la historia militar, la de la «carne de cañón». Jamás un general del antiguo régimen habría osado lanzar sus hombres en columnas profundas bajo el fuego enemigo. Folard lo había propuesto, pero nadie le hizo caso. El orden de batalla extendido, es decir no en columnas, no sometido a ninguna decisión neta, ahorraba ciertamente vidas humanas. En cambio, los generales de la Revolución y del Imperio gastaban hombres sin miramientos, pero el Poder reponía las fuerzas a costa de la nación entera. La historia dirá que estas matanzas iniciaron la decadencia de la población y de la vitalidad francesas.

En 1798, la ley Jourdan dio forma al sistema de reclutamiento humano. El servicio era obligatorio para los hombres de veinte a veinticinco años, que formaban las cinco primeras quintas con un millón de efectivos; una ley establecía cuántos tenían que enrolarse, y los reclutas se fijaban por sorteo. Cada año podía licenciarse la quinta de más edad y ser llamada otra más joven. Es el sistema que utilizará Napoleón: al principio tomó 80.000 hombres de cada quinta, pero cuando preparaba la campaña de Rusia llamó a 120.000 hombres de la quinta de 1810, y después del desastre reclutó a 150.000 hombres del reemplazo de 1814, recuperando 300.000 de las quintas en que antes había economizado. En total, desde septiembre de 1805 hasta noviembre de 1813 pidió a Francia 2.100.000, además de los soldados de la República retenidos en el servicio.

¿Cómo habría podido luchar Europa si no hubiera recurrido a las misma prácticas? Muchos gobernantes sólo con reluctancia se resignaron a adoptar unas medidas que olían a barbarie. Pero su adopción permitió que Napoleón fuera aplastado bajo la superioridad numérica de sus enemigos.

La ventaja con que contó Francia al principio por los métodos intensivos de explotación del potencial humano la perdió cuando sus rivales la imitaron. El equilibrio de fuerzas intrínsecas hacía prever el aplastamiento de Francia en 1793 y 1794. El reclutamiento en masa lo evitó. Pero una vez igualados los métodos, Francia nada ganó con el aplazamiento de su fatal derrota.

La guerra total

Pero Alemania no aprendió de esta experiencia. Entre las potencias victoriosas que obligaron a Francia abandonar el sistema con que había asolado a Europa, Prusia fue la única que mantuvo un sistema análogo, incluso potenciado, con el que preparó las victorias de 1870. Este éxito asustó tanto a Europa, que todos los países continentales introdujeron el servicio militar obligatorio siguiendo el ejemplo de Alemania, con el magnífico resultado de que en 1888 los ejércitos alcanzaban en tiempo de paz el mismo número que en pleno fragor de las guerras napoleónicas, tres millones de hombres. El gasto público de los Estados europeos, que en 1816 ascendía a 170 millones de libras esterlinas, pasó a 868 millones en 1898. En todas partes los gastos militares se llevaron la parte del león.

Al fin, estalló la tormenta, con el resultado que sabemos. Ocho millones de muertos, seis millones de mutilados. En el conjunto de los países beligerantes europeos, quedó destruido el ocho por ciento de la fuerza de trabajo masculina; en Francia y en Alemania, el diez por ciento.

¿Qué se consiguió con tanta destrucción? El resultado del conflicto fue el mismo que si se hubiesen empleado los ejércitos profesionales del siglo XVII. Así como la Francia revolucionaria, a pesar del empleo intensivo de los recursos nacionales, acabó sucumbiendo a una coalición que totalizaba un potencial humano y económico muy superior, así también la Alemania de Guillermo II no pudo resistir a una combinación de fuerzas nacionales que al final demostraría un poder superior al suyo.

Por segunda vez se había demostrado que el aumento de las exigencias del Poder sobre la nación proporciona en la competencia política sólo una ventaja pasajera, incita a los rivales a adoptar un comportamiento semejante, se salda con unas cargas tremendas en tiempos de paz y con un desastroso agravamiento de las hecatombes y destrucciones en tiempos de guerra.

¿Se precisaba una tercera demostración? No tenemos valor para intentar calcular el precio en vidas humanas, en sufrimientos, en la destrucción de la herencia cultural.

Fue el bloqueo de Alemania en la Primera Guerra Mundial el que dio origen a la doctrina de la guerra total.

Tanto para el Estado como para los particulares, la satisfacción de las necesidades no estaba limitada solamente por las disponibilidades financieras, sino también por las exigencias físicas de las restringidas áreas controladas por los ejércitos alemanes. Las medidas que esta situación precisaba se fueron convirtiendo progresivamente en sistema. El Estado en guerra dirigirá las actividades productoras para obtener el máximum de armamento compatible con la garantía de un mínimo vital de la población. Y entonces toda la nación se convertirá, en manos del Estado, en instrumento para la guerra cuyo coeficiente de empleo sólo estará limitado por la necesidad de mantenerlo.

Parece que esta identificación total de la nación con el ejército sólo se percibió claramente hacia el final de la guerra. Sólo con tanteos se fue al principio en esta dirección, y la doctrina se fue desprendiendo de la práctica, que hasta el final conservó un carácter improvisado y empírico. La idea se conservó en los focos nacionalistas alemanes y fue heredada por el nacionalsocialismo. Llegado al Poder, éste emprende una reconstrucción de la economía alemana que la hace semejante a un gran buque de guerra. Su función consiste en combatir, cada hombre de la tripulación en su puesto, combatiendo o aprovisionando a los que combaten. Las bodegas se llenan de obuses, sin que se haya descuidado aprovisionarlas de los víveres necesarios para la tripulación.

Hasta entonces, el Estado, en caso de conflicto, tomaba de la vida nacional el quantum de fuerzas necesarias para sostener su empresa militar. Ahora, ya en tiempo de paz, el Estado prepara la utilización integral de los recursos nacionales para la guerra.

Las primeras escaramuzas de la Segunda Guerra Mundial tienen exactamente el mismo resultado que podría esperarse del encuentro entre un crucero con transatlánticos que hubieran sido equipados con cañones, y a bordo de los cuales los stewars siguieran tranquilamente sirviendo a los ociosos pasajeros.

Todo cambia cuando Alemania choca contra un país en el que, desde hacía veinte años, las tareas individuales son asignadas por la autoridad pública: Rusia.

La competencia política produce sus efectos conocidos, e Inglaterra y Estados Unidos acaban copiando los métodos alemanes. En estos dos países, mejor que en ningún otro, los individuos habían mantenido sus derechos frente al Estado. En Estados Unidos sólo se había impuesto el servicio militar con ocasión de la guerra de Secesión, y, una vez pasado el peligro, quedó abolido. Ni siquiera la Primera Guerra Mundial pudo dar origen a un ejército nacional inglés sino tras largas tergiversaciones, y el derecho del Estado a reclutar a los individuos se consideraba tan cuestionable, que se admitía el rechazo de los objetores de conciencia. No hay duda de que, en caso de necesidad, el poder había atraído hacia sí la riqueza nacional por medio de empréstitos y de inflación; pero comprometiéndose inmediatamente a restituir esas detracciones, restituyendo la moneda, dólar o libra, a su primitivo valor. En tiempo de guerra, el Estado no había empleado, para desviar las actividades productoras según sus necesidades, otros medios que los derivados de los créditos extraordinarios.

Sin embargo, durante los años que precedieron inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial, el Estado aumentó notablemente su poder, especialmente en Estados Unidos. La lucha contra Alemania fue la ocasión de su triunfo. Por primera vez en la historia, un presidente de los Estados Unidos considera el conjunto de sus ciudadanos como «potencial humano» que debe emplearse del mejor modo posible en provecho de los intereses militares.

Así, desde la Edad Media, para sostener la rivalidad política, los Estados van aumentando los sacrificios que exigen a sus naciones. Mientras que los Capetos hacían la guerra con contingentes señoriales de los que sólo disponían durante cuarenta días, los Estados populares de hoy en día tienen poder para llamar y retener indefinidamente bajo las armas a toda la población masculina. Mientras que los monarcas feudales tenían que sostener los conflictos con los solos recursos de sus dominios, sus herederos disponen de toda la renta nacional. Los habitantes de las ciudades medievales podían ignorar la guerra con tal de que estuvieran algo alejados del teatro de las operaciones. En la actualidad, enemigos y aliados les queman sus casas, masacran a su familia y cuentan sus propias hazañas por hectáreas devastadas. Incluso el pensamiento, en otro tiempo desdeñoso de estos conflictos, es ahora movilizado al servicio de empresas de conquista para proclamar la virtud civilizadora de los fusileros y de los incendiarios.

¿Cómo no reconocer en esta prodigiosa degradación de nuestra civilización los frutos del absolutismo del Estado? Todo se lanza a la guerra, porque de todo dispone el Poder.

La competencia industrial seguiría el mismo camino que la competencia política, si los patronos ejercieran sobre sus obreros un poder sin límites. Por muy humanos que fueran, acabarían exigiendo cada vez más esfuerzos a la masa a ellos sometida por una necesidad vital de responder a los esfuerzos del rival. Esta consecuencia odiosa de la competencia sólo la impide el hecho de que exista un límite a las exigencias del patrón impuesto por la resistencia sindical.

¿A qué se debe que el Estado no encuentra ningún límite parecido, ninguna resistencia sindical del pueblo?

Esta resistencia existía bajo el antiguo régimen y la oponían los representantes de los diferentes elementos de la nación que luchaban juntos contra el Poder. Pero en el régimen moderno estos representados han sido fagocitados por el Poder, con lo que el pueblo ha quedado sin defensores. Quienes constituyen el Estado se reservan a sí mismos el derecho de hablar en nombre de la nación, sin admitir un interés de ésta distinto del interés del Estado. Aplastan como sedición lo que la monarquía acogería como advertencia. So pretexto de que el Poder ha sido conferido a la nación, y negándose a reconocer que existen dos entidades distintas que jamás pueden dejar de serlo, se pone la nación en manos del Poder.

Notas al pie de página

[199]

La historia sólo es atractiva cuando es historia de alguien. De ahí el interés de las biografías. Pero los personajes concretos mueren y el interés se extingue con ellos. Entonces hay que reanimarlo dando protagonismo a otro personaje, lo cual da a la narración el aspecto de una serie de episodios sin coherencia afectiva, de llenos separados por huecos. No sucede así si se hace la biografía de la persona nación. Este fue el arte del siglo XIX. Es extraño que no se haya podido dar a la historia universal, mucho más significativa intelectualmente, la misma importancia que han recibido las historias nacionales.


[200]

La expresión debe tomarse metafóricamente, y no en el sentido de Durkheim.


[201]

Se puede observar que una empresa de conquista comienza de ordinario por un proceso federativo (los iroqueses, como los francos, los romanos, si se cree en la leyenda, son federaciones). Pero cuando este proceso engendra fuerzas suficientes, entonces se prosigue y culmina la unificación mediante la sumisión. De modo que existe un núcleo de conquistadores y un protoplasma de conquistados. Tal es el primer aspecto del Estado.


[202]

Incluso cuando el reagrupamiento lo realiza una sociedad del agregado, se trata por lo general de una sociedad periférica y de ordinario la más bárbara.


[203]

Esto no significa, naturalmente, que toda nobleza sea una banda conquistadora. La historia lo desmiente formalmente. Pero es extraño que una nobleza que no tiene este origen, como la nobleza francesa del siglo XVIII, muestre (véase Boulainvilliers) una cierta propensión a pretenderlo, demostrando así que existe un recuerdo confuso de la existencia antigua de una distinción de clase así fundada.


[204]

La Ciudad de Dios, L. IV, c. IV.


[205]

Los autores antiguos ya notaron la necesidad de que exista un derecho entre los piratas para que puedan realizar con éxito sus tropelías.


[206]

Véase A. Andréades, Le Montant du Budget athénien au Ve et IVe siècles ay. J.C.


[207]

Marc Bloch, Les Rois thaumaturges, publicado por la Facultad de Letras de Estrasburgo, 1924.


[208]

Como sucede, por ejemplo, en una asociación de piratas, en la que se necesita un jefe, pero nunca se forma un cuerpo activo frente al conjunto pasivo.


[209]

«Todo cuerpo humano formado —observa Spencer— es un ejemplo de esta verdad, que la estructura reguladora tiende siempre a aumentar de poder. La historia de toda sociedad sabia, de toda sociedad que tenga un fin cualquiera, muestra cómo su estado mayor, permanente en todo o en parte, dirige las medidas y determina las acciones sin encontrar demasiada resistencia...» Problémes de Morale et de Sociologie, ed. fr. París 1894, p. 101.

Hemos visto en nuestros días desarrollarse en esas asociaciones fraternas que son los sindicatos un aparato de mando permanente, ocupado por dirigentes cuya estabilidad puede suscitar la envidia de los dirigentes de los Estados. Y el poder que ejercen sobre los sindicados es extraordinariamente autoritario.


[210]

«Si esta supremacía de los gobernantes aparece en los cuerpos sociales constituidos de origen moderno, formados de hombres que tienen, en muchos de los casos citados, la libre facultad de afirmar su independencia, iqué no será la supremacía de los gobernantes en cuerpos sociales establecidos desde hace mucho tiempo, y que ahora son extensos y muy organizados, y que en lugar de regular una parte de la vida de la unidad, regulan toda su vida!» Spencer, loc. cit.


[211]

León Duguit, Souveraineté et Liberté, París 1922, pp. 78-79.


[212]

Proudhon, Théorie du Mouvement constitutionnel aux XIX e siècle, París 1870, pp. 89-90.


[213]

Spencer, Principles of Sociologie, parágrafo 444.


[214]

Del contrato social, Libro III, c. I


[215]

Ernest Lavisse, en un artículo de la Revue de Paris, 15 de enero de 1899.


[216]

Bolingbroke, Works, t. I, pp. 8-9.


[217]

H.A. Junod, Moeurs et Costumes des Bantous, 2 vols., París 1936, t. I, p. 38.


[218]

«Ser el centro de acción, el medio activo de una muchedumbre, elevar la forma interior de la propia persona a forma de pueblos o de edades enteras; tener el mandato de la historia para llevar a su propio pueblo o a su familia y sus fines a la cabeza de los acontecimientos: tal es el impulso histórico y apenas consciente de todo individuo que tenga una vocación histórica», dice Spengler, Le Déclin de l'Occident, vol. 5.° de la trad. franc. N. R. F., p. 670.


[219]

Mémoires de Caulaincourt, del extracto publicado por las ediciones de la Palatina. Ginebra 1943, pp. 112 y 169.


[220]

Este tema ha sido admirablemente desarrollado por Hegel.


[221]

Tocqueville, L'Ancien Régime et la Revolution, libro III, cap. V: «Cómo se subleva al pueblo queriendo aliviarle».


[222]

Como puede verse, ya sea en los capítulos segundo y tercero de mi curso elemental de historia económica: L'Economie mondiale au xxe siècle, ya sea en mi estudio L'or au temps de Charles Quint et de Philippe II, Sequana, París 1943, la monarquía, en los siglos XVI y XVII, consideró el auge económico casi exclusivamente como un medio de poder militar.


[223]

Véase la obra fundamental de Boissonnade, Le Socialisme d'Etat en France au temps des Valois et Colbert.


[224]

Massillon, Oración fúnebre de Luis XIV, en Oeuvres, ed. de Lyon, 1801, t. II, p. 568.


[225]

En el sentido de pueblo, nación, conjunto político.


[226]

Véase el fragmento titulado «Que la guerre nait de l'état social», en apéndice (p.309) a la edición Dreyfus-Brissac del Contrat social, París 1896.


[227]

pencer, Principes de sociologie, t. III, § 438, 451, 481, etc.


[228]

Como vemos por los interesantes estudios de F. Lot y R. Fawtier, Le premier budget de la Monarchie française, 1202-1203.


[229]

Véase Léon Mirot, Les Insurrections urbaines.


[230]

Por oposición a la plegaria mística, que exige la fuerza de aceptar.


[231]

Comte observa justamente que lo que llamamos «el mal» no osamos esperar eliminarlo del mundo natural, pero sí del mundo social: «Por su complicación superior, el mundo político no puede menos de estar peor regulado aún que el mundo astronómico, físico, químico o biológico. ¿A qué se debe, pues, que estemos siempre dispuestos a protestar indignados contra las radicales imperfecciones de la condición humana en el primer caso, pero tomemos las demás con tranquilidad y resignación, aunque no sean menos pronunciadas ni menos sorprendentes? Creo que la razón de este extraño contraste radica principalmente en que hasta ahora la filosofía positiva ha podido desarrollar nuestro sentimiento fundamental hacia las leyes naturales tan sólo respecto a los fenómenos más sencillos, cuyo estudio es relativamente fácil y debe realizarse en primer término.» Cours de Philosophie positive, 1839, t. IV, pp. 152-53.


[232]

Tocqueville ha observado con razón, a propósito de la Revolución, cómo un pensamiento que crítica como irracional, desconsiderado y que contribuye a derribar, al mismo tiempo que la autoridad política, las autoridades sociales y espirituales que contribuyen a mantener el orden, prepara ipso facto el triunfo ulterior de la autoridad política, que necesariamente debe resurgir, sobre las autoridades sociales y espirituales que no son capaces de ello. De donde un aumento de la autoridad política, desembarazada de sus moderadores. «Se encuentra el edificio de la centralización en ruinas y se procede a su restauración; y, como todo lo que antes había podido limitarla queda destruido, de las mismas entrañas de una nación que acaba de derrocar la realeza se ve salir de repente un poder más extenso, más específico, más absoluto que el que ejerciera cualquiera de nuestros reyes.» De la Démocratie en Amérique, vol. III, pp. 307-09.


[233]

Nietzsche, La Volonté de Puissance, ed. fr . N. R. F., vol. II, p. 283.


[234]

Platón, Las leyes, libro XII.


[235]

Conocemos esta sorprendente carta en la que Voltaire aplaude la opresión de Polonia: «Existe una mujer que se está ganando una gran (reputación): es la Semíramis del Norte que envía cincuenta mil hombres a Polonia para establecer la tolerancia y la libertad de conciencia. Es algo único en la historia de este mundo, y yo os digo que irá lejos. Me jacto ante vosotros de estar un poco en su favor: soy su caballero hacia y contra todo. Sé muy bien que se le reprochan algunas bagatelas con respecto a su marido; pero esos son asuntos de familia en los que yo no me mezclo; por otro lado, no es malo que se tenga una falta que reparar; eso ayuda a hacer grandes esfuerzos para forzar al público a la estima y a la admiración, y seguramente su mezquino marido no habría hecho ninguna de las grandes cosas que mi Catalina hace todos los días.» Carta a Mme du Deffand, 18 de mayo de 1767. Oeuvres, vol. XLV, pp. 267-268.


[236]

Constant, De l'Esprit de Conquete et d'Usurpation, en Oeuvres, t. I, p. 249.


[237]

Este capítulo se publicó en enero de 1943 en la Revue suisse comtenporaine.


[238]

En el capítulo IX veremos por qué el Poder político ataca a los poderes sociales.


[239]

«El Estado, dice Rousseau, al ser un cuerpo artificial, no tiene ninguna medida determinada...; la desigualdad de los hombres tiene límites puestos por la naturaleza; pero la de las sociedades puede crecer incesantemente hasta que una sola las absorba a todas.» Texto recogido por Dreyfus-Brisac en su edición del Contrat social, apéndice II, p. 309.


[240]

Cifras tomadas del célebre tratado de Hans Delbrück, Geschichte der Kriegskunst, 4 vols., 1900-1920.


[241]

Según el abate de Pradt, habia tres millones de hombres bajo las armas en 1813-14. La guerra de 1914-18 mató a ocho millones y mutiló a seis, según L'Enquête sur la Production de Edgar Milhaud (Ginebra 1920 y años siguientes).


[242]

Letters on a regicide Peace.


[243]

No es una objeción el lugar común sobre el poder despótico de un Jerjes impotente contra la libertad de los atenienses. Cuando hablo aquí de un poder más grande, más total, entiendo un poder que pide y obtiene más de su pueblo. Es cierto que a este respecto el Poder de las ciudades griegas sobre sus miembros superaba ampliamente al del Gran Rey sobre sus súbditos. Por ejemplo, las ciudades jónicas que estaban sometidas al monarca persa no tenían otra obligación que la de pagar un ligero tributo, que a menudo les era devuelto, y en lo demás se gobernaban por sí mismas. No es necesario hablar aquí del despotismo asiático, que sacaba muy pocos recursos de sus súbditos, sino del despotismo moderno, que expolia a los ciudadanos, y ello tanto mejor cuanto que logra evitar más perfectamente la apariencia de prepotencia del despotismo asiático.


[244]

Véase Carl Stephenson, «Taxation and Representation», en Haskins Anniversary Essays, Boston 1929, y James Field Willard, Parliamentary Taxes on Personal Property, 1290-1334, Cambridge, Mass., 1934.


[245]

Véase Baldwin Schuyler Terry, The Financing of the Hundred Years War, Londres 1914.


[246]

Fontenay-Mareuil, Mémoires, ed. Petiot, t. II, p. 209.


[247]

Mémoires, Richelieu, ed. Petiot, t. IV, p. 245.


[248]

Instrucciones dadas al virrey enviado a Cataluña.


[249]

Habla como panfletista más bien que como historiador.


[250]

«Antes de Felipe Augusto, escribe Boulainvilliers, no se conocía en Francia a otros hombres de armas que los poseedores de feudos; pero al emprender este rey unas guerras por las que los barones sentían repugnancia, inventó las tropas a sueldo, y desde entonces nuestros reyes contrataron siempre a caballeros, tanto en Alemania como en Francia; pero los nobles no se mezclaron con el pueblo hasta las revueltas de Flandes, en las que se descubrió que entre el bajo pueblo había hombres tan valientes y diestros como en el cuerpo de la nobleza. Vinieron entonces las guerras de los ingleses durante las cuales el servicio de las compañías a sueldo se hizo corriente.» Essai sur la noblesse de France.


[251]

Capítulo IX.