Sobre el poder

Sobre el poder
Autor: 
Bertrand de Jouvenel

Bertrand de Jouvenel (1903 - 1987) fue un filósofo, economista y político francés. En su obra más famosa, La civilización de la potencia: De la economía política a la ecología política, destaca tres puntos importantes de la civilización occidental: El desarrollo económico, la relación del hombre con la naturaleza y la muerte de lo efímero. Defensor del ecologismo, se le considera en conjunto con Nicholas Georgescu-Roegen fundador de la economía ecologista. Fue también miembro de la Sociedad Mont Pelerin.

Su libro Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento, es una crónica del crecimiento del poder político a lo largo de la historia. Este libro incluye un capítulo titulado “Democracia totalitaria”. Allí de Jouvenel explica que cuando se valora el Estado de Derecho, se realizan esfuerzos para evitar la concentración de poder. No obstante, las teorías del “bienestar general”, que se basan en la supuesta infalibilidad de la voluntad popular, parecen estar imponiéndose y construyendo el camino hacia la legitimización de una sucesión de demagogos y dictadores con poderes ilimitados. Bertrand de Jouvenel concluye que cuando la democracia se convierte en un fin, y no simplemente en un medio, esta logra manifestarse en sus formas más repugnantes y suele conducir a una concentración de poder que sería inimaginable en siglos previos.

Edición utilizada:

De Jouvenel, Bertrand. Sobre el poder. Traducido por Juan Marcos de la Fuente. Madrid: Unión Editorial, 1998.

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Presentación del Minotauro

Presentación del Minotauro

Hemos vivido la guerra más atroz y devastadora que Occidente haya conocido jamás. La más devastadora, por la inmensidad de los medios empleados. No sólo se han puesto en pie ejércitos de diez, de quince, de veinte millones de hombres, sino que detrás de ellos se ha movilizado a toda la población para abastecerlos con los instrumentos de muerte más eficaces. Todo lo que un país tiene de seres vivos ha servido a la guerra, y los trabajos que mantienen la vida no se han considerado y tolerado sino como el soporte indispensable del gigantesco instrumental militar en que se ha convertido el pueblo entero.[45]

Puesto que todo, el obrero, el campesino y la mujer, contribuye a la lucha, todo, la fábrica, la cosecha, la casa, se ha convertido en blanco, y el adversario ha tratado como enemigo todo lo que es carne y tierra, ha perseguido por medio de la aviación una total aniquilación.

Ni una participación tan general ni una destrucción tan bárbara hubieran sido posibles sin la transformación de los hombres por pasiones violentas y unánimes que han permitido la perversión integral de sus actividades naturales. La excitación y el mantenimiento de estas pasiones han sido obra de una máquina de guerra que condiciona el empleo de todas las demás, la propaganda. Ella ha sostenido la atrocidad de los hechos con la atrocidad de los sentimientos.

Lo más sorprendente del espectáculo que nos ofrecemos a nosotros mismos es que nos sorprenda tan poco.

Explicación inmediata

Que en Inglaterra y en Estados Unidos, donde no existía el servicio militar obligatorio y donde los derechos individuales eran sagrados, el pueblo entero se convirtiera en simple potencial humano, distribuido y aplicado por el Poder en orden a maximizar el esfuerzo bélico útil,[46] se explica fácilmente. ¿Cómo hacer frente al proyecto hegemónico de Alemania apelando sólo a una parte de las propias fuerzas nacionales, mientras aquélla utilizaba todas las suyas? Tal fue el error de Francia,[47] cuya suerte posterior sirvió de ejemplo a Gran Bretaña y los Estados Unidos. Aquélla llegó hasta la movilización de las mujeres.

Y cuando el adversario, para manipular mejor los cuerpos, moviliza los pensamientos y los sentimientos, es preciso imitarle para no hallarse en desventaja. Así, el mimetismo del duelo acerca al totalitarismo a las naciones que lo combaten.

La militarización total de las sociedades es, pues, obra —directa en Alemania, indirecta en los demás países— de Adolfo Hitler. Y si él realizó en su país esta militarización, es porque eran necesarias la totalidad de las fuentes nacionales para servir su voluntad de poder.

Esta explicación es incontestable, pero no llega al fondo. Europa, antes de Hitler, conoció a otros ambiciosos. ¿A qué se debe el que un Napoleón, un Federico II, un Carlos XII no llevaran a cabo la utilización integral de sus pueblos para la guerra? Sencillamente porque no pudieron. Ha habido otros casos, en los que, contra un agresor temido, se habría querido echar mano ampliamente del depósito de las fuerzas nacionales: baste citar a los emperadores del siglo XVI, que, a pesar de la devastación de sus territorios por el Turco, no pudieron jamás, en un país inmenso, poner en pie más que ejércitos mediocres.

Así, pues, ni la voluntad del ambicioso ni la necesidad del agredido explican por sí solas la inmensidad de los medios utilizados en nuestro tiempo. La explicación está en las palancas materiales y morales de que disponen los gobiernos modernos. Es su poder el que ha hecho posible esta movilización total, ya sea para el ataque, ya sea para la defensa.

El progreso de la guerra

La guerra no es forzosamente, ni ha sido siempre, como hoy la vemos.

En la época de Napoleón obligaba a los hombres en edad militar —aunque no a todos—, y el emperador, normalmente, sólo llamaba a la mitad de los movilizados. A todo el resto de la población dejaba hacer su vida normal, no pidiéndoles más que unas contribuciones financieras moderadas. Menos aún tomaba en tiempos de Luis XIV; el servicio militar era desconocido y el particular vivía fuera del conflicto.

Si, pues, no es una consecuencia inevitable del acontecimiento bélico el que la sociedad participe en él con todos sus miembros y con todos sus recursos, ¿diremos entonces que la situación de que somos testigos y víctimas es accidental?

No, ciertamente, puesto que si ordenamos en una serie cronológica las guerras que han desgarrado a nuestro mundo occidental durante cerca de un milenio, resulta de manera sorprendente que de una a otra el coeficiente de participación de la sociedad en el conflicto ha ido creciendo constantemente, y que nuestra guerra total no es más que el desenlace de una progresión incesante hacia este término lógico, de un progreso ininterrumpido de la guerra. De ahí que la explicación de nuestra desgracia no haya que buscarla en la actualidad sino en la historia.

Qué causa constantemente actuante es la que ha dado a la guerra una extensión cada vez mayor (por extensión de la guerra entiendo aquí y seguiré entendiendo en lo sucesivo la absorción más o menos completa de las fuerzas sociales por la guerra)?

La respuesta nos la dan los hechos.

Los reyes buscan ejércitos

Cuando nos remontamos a la época —siglos XI y en que comienzan a formarse los primeros Estados modernos, lo que ante todo nos sorprende, en aquellos tiempos considerados tan belicosos, es la extrema pequeñez de los ejércitos y la brevedad de las campañas.

El rey dispone de los contingentes que le aportan sus vasallos, pero que sólo le deben el servicio durante cuarenta días. Sobre el terreno encuentra milicias locales, pero de escaso valor[48] y que le siguen apenas durante dos o tres días de marcha.

¿Cómo, con estos medios, realizar grandes operaciones. Para ello se necesitarían tropas disciplinadas que siguieran al rey durante más tiempo; pero en tal caso tendría que pagarlas.

Pero ¿con qué podía pagarlas, si sus únicos recursos eran los procedentes de sus dominios privados? No se admite en absoluto que pueda imponer tributo,[49] y su gran recurso consistía en obtener, siempre que la Iglesia aprobara una expedición, que ésta contribuyera, durante algunos años, con la décima parte de sus rentas. Incluso con esta ayuda y todavía a finales del siglo XIII, la «cruzada de Aragón», que duró ciento cincuenta y tres días, aparecerá como una empresa monstruosa y endeudará durante largo tiempo a la monarquía.

Así, pues, la guerra es muy pequeña, porque el Poder es pequeño y porque no dispone de esas dos palancas esenciales que son el servicio militar y el derecho de gravar con impuestos.

Pero el Poder se esfuerza en crecer. Los reyes tratan de obtener que el clero, por una parte, y los señores y comunidades, por otra, les presten su ayuda financiera con la mayor frecuencia posible. Durante los reinados inglés de Eduardo I y Eduardo III y francés desde Felipe el Hermoso hasta Felipe de Valois esta tendencia se va desarrollando. Existen estimaciones de los consejeros de Carlos IV para una campaña en Gascuña que requeriría cinco mil caballeros y veinte mil peones de infantería, todos a sueldo, todos «soldados», durante cinco meses. Otra, doce años posterior, prevé para una campaña de cuatro meses en Flandes diez mil caballeros y cuarenta mil infantes.

Pero para reunir estos medios es preciso que el rey visite sucesivamente los principales centros del reino y, reuniendo al pueblo «grande, medio y pequeño», exponga sus necesidades y requiera su ayuda.[50]

Tales medidas y peticiones parecidas se repetirán continuamente a lo largo de la Guerra de los Cien Años, que debemos representarnos como una sucesión de breves campañas que es preciso financiar sucesivamente. El mismo proceso en el otro campo, el inglés,[51] donde el rey, que tiene relativamente más poder, obtiene mayores y más regulares recursos de un país mucho menos rico y menos poblado.[52]

Contribuciones como las necesitadas para el rescate del rey Juan deberán prolongarse durante varios años, pero no se las podrá considerar como permanentes, y el pueblo se levantará contra ellas casi simultáneamente en Francia y en Inglaterra.

Sólo al final de la guerra, la costumbre al sacrificio permitirá establecer un impuesto permanente —la talla— para sostener un ejército permanente, las compañías de ordenanza.

El Poder ha dado realmente un gran paso adelante: en lugar de mendigar una ayuda en circunstancias excepcionales, dispone de una dotación permanente que tratará de acrecentar por todos los medios.

Extensión del Poder, extensión de la guerra

¿Cómo conseguirá incrementar esta dotación? ¿Cómo aumentará la parte de la riqueza nacional que pasa a manos del Poder y que así se convierte en poder?

Hasta el final, la monarquía no se atreverá a imponer la conscripción de los hombres o servicio militar obligatorio. Sólo con dinero podrá disponer de soldados.

Por otra parte, las tareas civiles, que por lo demás tan bien desempeño, justifican la adquisición de un poder legislativo, inexistente en la Edad Media, pero que se desarrollará. Y el poder legislativo implica el derecho de imponer tributos. La evolución en ese sentido será larga.

La gran crisis del siglo XVII, marcada por las revoluciones de Inglaterra, de Nápoles —¡tan olvidada, pero tan significativa!— y finalmente la Fronda, corresponde al esfuerzo de las tres grandes monarquías occidentales para aumentar los impuestos,[53] y a la reacción violenta de los pueblos.

Cuando finalmente el Poder logra doblar el cabo, pueden apreciarse los resultados: doscientos mil hombres se matan entre sí en Malplaquet, en vez de los cincuenta mil de Maririano. En lugar de los doce mil soldados de Carlos VII, Luis XIV tendrá ciento ochenta mil, el rey de Prusia ciento noventa y cinco mil, y el emperador doscientos cuarenta mil.

Este progreso alarmó a Montesquieu:[54] «Muy pronto, preveía, a fuerza de tener soldados, no tendremos más que soldados, y seremos como los tártaros.» Por otro lado, añadía con admirable clarividencia: «Para ello no hay más que hacer valer la nueva invención de las milicias establecidas en casi toda Europa y llevarlas al mismo exceso a que se ha llevado a las tropas regulares.»[55]

Pero esto no podía hacerlo la monarquía: Louvois [Ministro de Luis XIV] había creado unos regimientos territoriales cuyos efectivos debían ser proporcionados por las localidades, destinados en principio sólo al servicio local y que el ministro trató luego de emplear como reserva de los cuerpos activos, si bien encontró a este respecto la más viva resistencia. En Prusia (reglamento de 1733) se tuvo más éxito.

Pero también, e incluso más aún que los aumentos de los impuestos, este comienzo de las obligaciones militares exasperaba a las poblaciones y constituía una queja capital contra el Poder.

Sería absurdo limitar la labor de la monarquía al crecimiento del ejército. Es bien sabido que estableció el orden en el país, que protegió a los débiles contra los fuertes, que transformó la vida de la comunidad; todo lo que le deben la agricultura, el comercio y la industria. Precisamente para poder lograr todos estos beneficios, tuvo que constituir un aparato de gobierno compuesto de órganos concretos —una administración— y de derechos —un poder legislativo— que podemos representarnos como una sala de máquinas desde la que se maneja a los individuos con ayuda de palancas cada vez más potentes.

Y por medios de estos controles, con ayuda de esta «sala de máquinas », el Poder ha adquirido la capacidad, en la guerra o en vistas a la guerra, de exigir a la nación lo que un monarca feudal ni siquiera habría soñado.

Así, pues, la extensión del Poder (o la capacidad de dirigir de una manera más completa las actividades nacionales) ha causado la extensión de la guerra.

Los hombres, atrapados por la guerra

Monarquía absoluta, guerras dinásticas, sacrificios impuestos a los pueblos, son ideas que nos han enseñado a conjugar. Y con razón, pues si bien es cierto que los reyes no siempre fueron ambiciosos, bien pudo encontrarse uno que lo fuera, y entonces su gran poder le permitía imponer pesadas cargas.

Fue precisamente de estas cargas de las que el pueblo creyó desembarazarse al derrocar al Poder real. Lo que le resultaba odioso era el peso de los impuestos, y por encima de todo la conscripción militar a la que algunos estaban sujetos. Siendo esto así, no deja de sorprender cómo estas cargas se agravaron en el régimen moderno, cómo sabre todo la conscripción que se llevó a cabo, no por la monarquía absoluta, sino como resultado de su caída.

Taine observa que fueron la amenaza presente y la experiencia pasada de invasión y sus sufrimientos las que indujeron al pueblo a consentir el reclutamiento:

El pueblo consideró el reclutamiento como algo accidental y temporal. Después de la victoria y de la paz, su gobierno continúa reclamándoselo; después de los tratados de Luneville y de Amiéns, Napoleón lo mantiene en Francia; después de los de París y de Viena, el gobierno prusiano lo mantiene en Prusia.

De guerra en guerra, la institución se va agravando: como un contagio se propaga de Estado en Estado; en la actualidad ocupa toda la Europa continental, y reina con el compañero natural que siempre la precede o la sigue, con su hermano gemelo, el sufragio universal, ambos nacidos casi al mismo tiempo y arrastrando el uno, más o menos abierta y completamente, al otro, ambos ciegos y terribles guías o dueños del futuro; el uno colocando en la mano de cada adulto una papeleta de voto, y el otro cargando a sus espaldas una mochila de soldado. De sobra sabemos con qué promesas de matanza y bancarrota para el siglo XIX, con qué exasperación de los rencores y desconfianzas internacionales, con qué pérdida del trabajo humano, por qué perversión de los descubrimientos productivos, por qué retroceso hacia las formas inferiores y malsanas de las viejas sociedades bélicas, por qué paso retrógrado hacia los instintos egoístas y brutales, hacia los sentimientos, las costumbres y la moral de la ciudad antigua y de la tribu bárbara[56]

Pero los hechos superaron incluso la imaginación de Taine. Tres millones de hombres se encontraban bajo las armas en Europa al final de las guerras napoleónicas. La guerra de 1914-18 mató o mutiló cinco veces más. ¿Y cómo los contaríamos ahora, cuando hombres, mujeres y niños se hallan inmersos en la lucha, como se hallaban en las carretas de Ariovisto?

Terminamos por donde comienzan los salvajes. Hemos redescubierto el perdido arte de hacer pasar hambre a los no combatientes, de quemar las chozas y de llevar a los vencidos como esclavos. ¿Qué necesidad tenemos de invasiones bárbaras? Somos nuestros propios hunos.

El Poder absoluto no ha muerto

¡Extraño misterio! Cuando sus amos eran los reyes, los pueblos no dejaron de quejarse de tener que contribuir a la guerra. Cuando finalmente logran deshacerse de esos amos, son ellos mismos los que se imponen una contribución, no ya sólo en una parte de sus ingresos sino en sus propias vidas.

¡Qué giro más singular! ¿Se explicará por la rivalidad de las naciones que habría sustituido a la de las dinastías? ¿Acaso la voluntad del pueblo estará ávida de expansión, impaciente de aventuras que el ciudadano quiere pagar por la guerra e ir a las armas? ¿Y que finalmente nos imponemos un entusiasmo por sacrificios mucho más pesados que los que en otro tiempo soportábamos tan de mala gana?

Sería una broma.

Requerido por el recaudador, convocado por el policía, el hombre está lejos de reconocer en la advertencia, en la citación, un efecto de su voluntad, por más que se la exalte o se transfigure. Son, por el contrario, decretos de una voluntad ajena, de un amo impersonal que el pueblo denomina «ellos», como en otro tiempo para referirse a los espíritus malignos: «'Ellos' nos aumentan los impuestos, 'ellos' nos movilizan.» Así habla la sabiduría popular. Por lo que respecta al hombre corriente, todo sucede como si un sucesor del rey desaparecido hubiera llevado a su culminación la empresa interrumpida del absolutismo.

En efecto, si hemos visto crecer el ejército y el impuesto al mismo tiempo que aumentaba el Poder monárquico; si el máximo de efectivos y contribuciones correspondió al máximo de absolutismo, ¿cómo no reconocer, al ver prolongarse la curva de esos indicios irrefutables, al ver desarrollarse monstruosamente los mismos efectos, que sigue presente la misma causa y que, bajo otra forma, el Poder ha continuado y continúa creciendo?

Viollet lo vio claramente: «El Estado moderno no es otra cosa que el rey de los últimos siglos que prosigue triunfalmente en su incesante labor.»[57]

La «sala de máquinas» creada por la monarquía no ha hecho más que perfeccionarse; sus palancas materiales y morales son capaces de penetrar progresivamente en el interior de la sociedad y de apoderarse de los recursos humanos de un modo cada vez más irresistible

El único cambio es que el poder, en su actual forma acrecentada, se ha convertido en una apuesta.

Este poder, dice Marx, con su enorme organización burocrática y militar, con su mecanismo complicado y artificial, este espantoso parásito que envuelve como con una membrana el cuerpo de la sociedad francesa y obstruye todos sus poros, nació en la época de la monarquía absoluta, en el declive de un feudalismo que él contribuyó a subvertir... Todas las revoluciones no han hecho otra cosa que perfeccionar la máquina gubernamental en lugar de destruirla. Los partidos que, por turno, lucharon por el Poder veían en la conquista de este enorme edificio del Estado la presa que se ofrecía al vencedor.[58]

Desde el siglo XII al XVIII el poder público no dejó de aumentar. El fenómeno lo comprendieron todos los testigos y provocaba continuas protestas y violentas reacciones. Desde entonces ha continuado creciendo a un ritmo acelerado, extendiendo la guerra a medida que él se iba extendiendo. En cuanto a nosotros, ya no lo comprendemos, no protestamos ni reaccionamos.

Esta pasividad tan nueva la debe el Poder a la bruma de que se rodea. Antes era visible; se manifestaba en la persona del rey, que se declaraba amo y señor, con sus defectos y pasiones. Ahora se enmascara en el anonimato, y pretende no tener existencia propia y no ser más que instrumento impersonal y desapasionado de la voluntad general.

Por una ficción, o, como otros prefieren, abstracción, se afirma que la voluntad general, que en realidad emana de los individuos investidos de poder político, emana de un ser colectivo, la Nación, cuyos gobernantes serían tan sólo sus órganos. Éstos, por lo demás, se han empeñado siempre en infundir esa idea en el espíritu de los pueblos. Comprendían que ello constituía un medio eficaz para que fuera aceptado su poder o su tiranía.[59]

Hoy como siempre, el Poder lo ejerce un puñado de hombres que controlan la «sala de máquinas». Este grupo constituye lo que se llama el Poder, y su relación con los hombres es una relación de mando.

El único cambio ha consistido en dotar al pueblo de unos medios cómodos para que pueda cambiar a los principales participantes en el Poder. En cierto sentido, el Poder se ha debilitado, puesto que entre las voluntades que aspiran a dirigir la vida social, el electorado puede elegir, en determinadas fechas.

Pero al abrir a todas las ambiciones la perspectiva del Poder, este régimen facilita mucho su extensión. En el antiguo régimen, la gente capaz de ejercer una influencia, al ser conscientes de que jamás podrían participar en el Poder, estaban dispuestos a denunciar la menor usurpación. Mientras que ahora todos son pretendientes, y nadie tiene interés en disminuir una posición a la cual se espera acceder algún día, ni paralizar una máquina que cuando llegue el momento le tocará manejar.[60] Por eso observamos en los círculos políticos de la sociedad moderna una amplia complicidad en favor de la extensión del Poder.

El ejemplo más sorprendente lo ofrecen los socialistas. Su doctrina predica:

El Estado no es otra cosa que una máquina de opresión de una clase por otra, y ello es así tanto en una república democrática como en una monarquía. A través de las innumerables revoluciones cuyo teatro ha sido Europa desde la caída del feudalismo, este aparato burocrático y militar[61] se ha venido desarrollando, perfeccionando y reforzando... Todas las revoluciones anteriores no han hecho más que perfeccionar la máquina gubernamental, en lugar de derribarla y destruirla.[62]

Sin embargo, los socialistas contemplan complacidos cómo aumenta esa «máquina de opresión», y en lo que piensan no es en «destruirla », sino en apoderarse de ella.[63] Protestan con razón contra la guerra, pero no ven que su monstruosa ampliación está ligada a la extensión del Poder.

En vano denunció Proudhon durante toda su vida la perversión de la democracia en una simple lucha por el imperium. Esta lucha ha dado sus frutos inevitables: un Poder a la vez extenso y débil. Pero no es natural que el Poder sea débil. Se dan circunstancias en que el propio pueblo desea tener al frente una voluntad enérgica. Y entonces un hombre, un grupo, pueden adueñarse del Poder y emplear sus palancas sin escrúpulos. No tarda en revelarse la aniquiladora enormidad del Poder. Creen que ellos lo han construido, pero no es así. Únicamente lo detentan.

El minotauro desenmascarado

La «sala de máquinas» estaba ya lista, y los detentadores no hacen más que servirse de ella. El gigante estaba en pie, y no hacen más que prestarle un arma terrible. Las garras que ahora deja sentir le crecieron durante la estación democrática. Moviliza a la población, pero fue en el periodo democrático cuando se estableció el principio del servicio militar obligatorio. Capta las riquezas, pero debe a la democracia el aparato fiscal e inquisitorial de que se sirve. El plebiscito no conferiría legitimidad alguna al tirano, si la voluntad general no se hubiera proclamado fuente suficiente de autoridad. El instrumento de consolidación que es el partido surgió de la lucha por el Poder. La manipulación y uniformización de las mentes desde la infancia fue preparada por el monopolio, más o menos completo, de la enseñanza. La apropiación por el Estado de los medios de producción fue precedida de la oportuna preparación de la opinión pública. Incluso el poder de la policía, que es el atributo más insoportable de la tiranía, ha crecido a la sombra de la democracia.[64] El antiguo régimen apenas lo conoció.[65]

Así, pues, la democracia, tal como nosotros la hemos practicado, centralizadora, reglamentadora y absolutista, aparece como el periodo de incubación de la tiranía.

Gracias al aire de aparente inocencia que la democracia presta al Poder, éste ha podido alcanzar una dimensión cuya medida nos la han dado un despotismo y una guerra sin precedentes en Europa. Supongamos que Hitler hubiera sucedido inmediatamente a María Teresa: ¿habría podido forjar tantos instrumentos modernos de tiranía? ¿No es claro que tenía que encontrarlos ya preparados? A medida que nuestras reflexiones se orientan en esta dirección, apreciamos mejor el problema con que hoy se enfrenta el Occidente europeo.

Por desgracia, no podemos ya creer que, por haber acabado con Hitler y su régimen, hemos arrancado el mal de raíz. Al mismo tiempo formábamos para la postguerra planes que hacían al Estado responsable de todos los destinos individuales, y que forzosamente pondrían en manos del Poder unos medios adecuados a la inmensidad de su tarea.

¡Cómo no percatarse de que un Estado que liga a él a los hombres con todos los vínculos de las necesidades y de los sentimientos, será tanto más capaz de arrastrarlos un día a los destinos bélicos! Cuanto mayores sean las atribuciones del Poder, más grandes serán también sus medios materiales para la guerra; cuanto más manifiestos sean los servicios que él presta, más rápidamente se obedecerá a su llamada.

¿Quién se atrevería a garantizar que este inmenso aparato estatal no caerá un día en manos de un ávido de imperio? ¿Acaso no radica en la propia naturaleza humana la voluntad de poder, y las insignes virtudes del mando necesarias para mantener una máquina cada vez más compleja, acaso no van a menudo acompañadas del espíritu de conquista?

El minotauro, omnipresente

Es suficiente, como acabamos de ver y la historia entera lo confirma, que uno solo de los Estados todopoderosos del futuro encuentre un líder que convierta los poderes asumidos para el bien social en medios de guerra, para que los demás se vean forzados a comportarse del mismo modo. Puesto que cuanto más completo sea el dominio estatal sobre los recursos nacionales, mayor, más rápido, más irresistible será la ola de una comunidad armada que pueda irrumpir sobre una comunidad pacífica.

Cuanto más entreguemos de nosotros mismos al Estado, por más tranquilizador que hoy pueda ser su aspecto, mayor es el riesgo que corremos de alimentar la guerra futura, haciendo que sea respecto de la pasada lo que ésta fue respecto de las guerras de la Revolución.

No pretendo oponerme aquí al crecimiento del Poder, a la expansión del Estado. Sé todo lo que los hombres esperan de él y de qué manera su confianza en el Poder que vendrá se caldea con los sufrimientos infligidos por el Poder que desaparece. Se desea apasionadamente una seguridad social. Los dirigentes o quienes aspiran a serlo no dudan de que la ciencia los ayuda a formar las mentes y los cuerpos, adaptando cada individuo a un alvéolo social hecho para él, y de que por medio de la interdependencia de servicios, aseguran la felicidad de todos. Es una tentativa que no deja de tener cierta grandeza, es el coronamiento de la historia del Occidente.

Si se cree que tal vez haya aquí demasiada confianza y allí demasiada presunción, que las aplicaciones prematuras de una ciencia incierta pueden ser de una crueldad casi desconocida de los bárbaros, como lo demuestra la experiencia racista, que los errores en el cambio de agujas de inmensos convoys humanos serán necesariamente catastróficos; que, finalmente, la disponibilidad de las masas y la autoridad de los jefes nos prometen conflictos, de los que el actual no es más que un presagio, ¿a qué serviría hacer de Jeremías?

A nada, creo yo; y mi plan se limita a investigar las causas y el modo de crecimiento del Poder en la sociedad.

Notas al pie de página

[45]

«Hay que satisfacer las necesidades de la población civil en una medida lo suficientemente amplia como para que el trabajo que ésta presta en la producción de guerra no disminuya», escribía el Frankfurter Zeitung del 29 de diciembre de 1942. La intención del periódico era liberal. Se trataba de justificar el empleo de las actividades de la vida, y no se podía hacerlo sino mostrando el carácter indispensable de las actividades de la muerte. Igualmente, en Inglaterra, a lo largo de los repetidos debates parlamentarios, se reclamaba al ejército que devolviese la libertad de los mineros, invocando la capital utilidad de la extracción de la hulla para la guerra.


[46]

La fórmula es del presidente Roosevelt.


[47]

En mi libro Aprés la défaite, publicado en noviembre de 1940, he demostrado cómo una dirección única en todas las fuerzas, incluso económicas, incluso intelectuales, da al pueblo sometido a tal disciplina una ventaja enorme sobre un pueblo que no está tan «unido». Este monolitismo en tiempos monolíticos es, desgraciadamente, la condición de resistencia militar de una sociedad.


[48]

Se insiste en el papel que desempeñaron en Bouvines, pero lo que sucedió en Crecy ilustra mejor su papel habitual. Aquí, dice Froissart, sacando las espadas a dos millas del enemigo, gritaban: «¡A muerte, a muerte!», para huir precipitadamente ante la aparición del ejército.


[49]

Véase A. Callery, Histoire du Pouvoir royal d'imposer depuis la féodalité jusqu'a Charles V, Bruselas 1879.


[50]

Según los documentos publicados por Maurice Jusselin, Bibliotheque de l'école de Chartres, 1912, P. 209.


[51]

Baldwin Schuyler Terry, The Financing of the Hundred Years' War, 1337-1360, Chicago y Londres 1914.


[52]

Sobre la riqueza de Francia al principio de la guerra, Froissart escribe: «Adonc était le royaume de France gras, plains at drus, et les gens riches et possessans de grand avoir, et on'i savait parler de nulle guerre.»


[53]

Aumento en cierta medida necesario por el encarecimiento general como consecuencia de la afluencia de metales preciosos de América.


[54]

«Una enfermedad nueva se ha propagado por Europa: se ha apoderado de nuestros príncipes y les obliga a sostener un número desordenado de tropas. A veces se agrava y se hace necesariamente contagiosa, puesto que en cuanto un Estado aumenta lo que llama sus tropas, los otros aumentan inmediatamente las suyas, de manera que lo único que se gana es la ruina común. Cada monarca mantiene en pie todos los ejércitos que podría tener si sus pueblos estuvieran en peligro de ser exterminados; y llama paz a este estado de esfuerzo de todos contra todos.» El espíritu de las leyes, Libro XIII, cap. XVII.


[55]

Loc. cit.


[56]

H. Taine, Les Origines de la France contemporaine, vol. X, pp. 120-123.


[57]

Paul Viollet, Le Roi et ses ministres pendant les trois derniers sikles de la monarchie, París 1912, p. VIII.


[58]

Karl Marx, Le dix-huit brumaire de Louis Bonaparte.


[59]

L. Duguit, L'état, le droit objetif et la loi positive, París 1901, vol. I, p. 320. El minotauro enmascarado


[60]

Véase Benjamin Constant: «A los hombres de partido, por más puras que sean sus intenciones, les repugna siempre limitar la soberanía. Ellos se consideran sus herederos y la cuidan, incluso cuando está en poder de sus enemigos, como a una propiedad futura.» Cours de politique constitutionnelle, ed. Laboulaye, París 1872, vol. I, p. 10.


[61]

Engels, en su prefacio de 1891 a La guerra civil, de Marx.


[62]

Lenin, L'état et la revolution, ed. «Humanité», 1925, p. 44.


[63]

«Desconfían, decía Constant, de tal o cual especie de gobierno, de tal o cual clase de gobernantes; pero permitidles organizar a su manera la autoridad, soportad que la confíen a mandatarios de su elección, creerán no poder extenderla bastante.» Loc. cit.


[64]

Véase A. Ullmann, La Police, quatrième pouvoir, París 1935.


[65]

En efecto, en una sociedad jerarquizada, el policía teme siempre atacar a alguien importante; de donde el temor permanente de meterse en un conflicto, lo cual le humilla y paraliza. Se precisa una sociedad nivelada para que su función le ponga por encima de todos, y esta confianza en sí mismo contribuye a dar importancia a la institución.