Libro primero: Metafísica del poder
Capítulo IDe la obediencia civil
Después de describir, en sus tratados (perdidos) sobre las Constituciones, la estructura de gobierno de distintas sociedades, Aristóteles las reduce en su Política a tres tipos fundamentales: monarquía, aristocracia y democracia. Las características de estos tres tipos, en las diversas combinaciones que ofrecen en la práctica, explican todas las formas de Poder por él observadas.
Desde entonces, la ciencia política, o lo que entendemos por tal, ha seguido dócilmente las directrices del maestro. La discusión sobre las formas del Poder es siempre actual, puesto que en toda sociedad se ejerce un mando, por lo que sus competencias, su organización y su comportamiento tienen que interesar a todos.
Pero precisamente el hecho de que en toda agrupación humana exista un gobierno es un fenómeno que también merece especial consideración. El que su forma difiera de una sociedad a otra y cambie incluso dentro de una misma sociedad son, en lenguaje filosófico, accidentes de una misma sustancia, que es el Poder. Y podemos preguntarnos, no ya cuál debe ser la forma del Poder —en lo que propiamente consiste la moral política—, sino cuál es su esencia, en orden a construir una metafísica política.
El problema puede también considerarse desde otro Angulo, que permite un planteamiento más sencillo. Siempre y en todas partes observamos el hecho de la obediencia civil. El orden emanado del Poder obtiene la obediencia de los miembros de la comunidad. Cuando el Poder se dirige a un Estado extranjero, su fuerza está en la capacidad que tiene para hacerse obedecer, para procurarse por medio de la obediencia los medios que precisa para actuar. Todo descansa sobre la obediencia. Conocer las causas de esa obediencia equivale a conocer la esencia del Poder.
Por lo demás, la experiencia nos demuestra que la obediencia tiene unos límites que el Poder no puede traspasar, que existen también límites a la parte de los medios sociales de que puede disponer. Estos límites, como lo demuestra la simple observación, varían a lo largo de la historia de una sociedad. Así, los reyes Capetos no podían exigir impuestos ni los Borbones el servicio militar.
La proporción o quantum de medios sociales de que el Poder puede disponer es una cantidad en principio mensurable. Esta cantidad está estrechamente ligada al quantum de obediencia, por lo que es perfectamente lógico que estas cantidades variables denoten el quantum de Poder. Podemos decir con fundamento que cuanto más completamente puede el Poder controlar las acciones de los miembros de la sociedad y apoderarse de sus recursos, mayor es su extensión.
El estudio de las variaciones sucesivas de este quantum debe considerarse como la historia del Poder en relación con su extensión, algo muy diferente de la historia que suele narrarse con referencia a sus formas.
Estas variaciones de la extensión del Poder en función de la edad de una sociedad podrían, en principio, representarse por medio de una curva. ¿Tendría ésta una caprichosa forma dentada, o bien sería un trazado general bastante claro de modo que pueda hablarse de una ley del desarrollo del Poder en la sociedad en cuestión?
Si se admite esta última hipótesis, y se piensa por lo demás que la historia humana, en la medida en que nos es conocida, consiste en la yuxtaposición de las historias sucesivas de «grandes sociedades» o de «civilizaciones» compuestas de sociedades más pequeñas arrastradas por un movimiento común, se puede imaginar fácilmente que las curvas del Poder para cada una de estas sociedades presentarán una cierta analogía, y que su examen puede incluso arrojar cierta luz sobre el destino de las civilizaciones.
Comenzaremos nuestro estudio tratando de conocer la esencia del Poder. No es seguro que lo consigamos, pero tampoco es absolutamente necesario. Lo importante es conocer la relación, en términos generales, existente entre el Poder y la sociedad. Podemos tratarlos como dos variables desconocidas y de las que solamente se conoce su relación. En todo caso, la historia no puede reducirse a simples matemáticas, por lo que se impone la necesidad de considerar todos los aspectos para obtener una visión lo más completa y clara posible.
El misterio de la obediencia civil
La gran educadora de nuestra especie, la curiosidad, sólo se despierta ante lo inhabitual. Tuvieron que producirse prodigios, eclipses o cometas, para que nuestros lejanos antepasados se preocuparan de la mecánica celeste. Fue precisa la aparición de las crisis para que naciera, y treinta millones de parados para que se generalizara, la investigación de los mecanismos económicos. Los hechos más sorprendentes no actúan sobre nuestra razón si se producen todos los días. Tal es tal vez la causa de que se haya reflexionado tan poco sobre la milagrosa obediencia de las agrupaciones humanas, miles o millones de hombres que se plegan a las normas y a las órdenes de unos pocos.
Una simple orden es suficiente para que el tumultuoso torrente de vehículos que, en todo un vasto país, se desplaza por la izquierda cambie y se desplace por la derecha. Basta una orden para que un pueblo entero abandone sus campos, sus talleres y oficinas e invada los cuarteles.
Semejante subordinación, dice Necker, no puede menos de sorprender a los hombres capaces de reflexión. Esta obediencia de un gran número a un pequeño grupo es un hecho singular, una idea casi misteriosa.[66]
A Rousseau, el espectáculo del Poder le recuerda a Arquímedes sentado tranquilamente en la orilla y sacando a flote sin esfuerzo una gran nave.[67]
Cualquiera que haya fundado una pequeña sociedad para un fin particular conoce la propensión de sus miembros —comprometidos, sin embargo, por un acto expreso de su voluntad en vistas a un fin que aprecian— a esquivar las obligaciones societarias. Por ello es más sorprendente la docilidad en la gran sociedad.
Se nos dice «ven», y vamos. Se nos dice «vete», y nos vamos; obedecemos al recaudador, al policía, al sargento. Eso no significa seguramente que nos inclinemos ante esos hombres, sino ante sus superiores, a pesar de que, como sucede a menudo, despreciemos sus caracteres y sospechemos de sus intenciones.
¿Cómo se explica que, sin embargo, nos sometamos a ellos? Si nuestra voluntad cede a la suya, ¿es porque disponen de un aparato material de coacción, porque son más fuertes? Es indudable que lamentamos la coacción que pueden emplear. Pero para aplicarla tienen que contar con la ayuda de un ejército de auxiliares. Queda por explicar cómo se forma este cuerpo de ejecutantes y qué es lo que asegura su fidelidad: el Poder se nos presenta entonces como una sociedad pequeña que domina a otra mayor.
Pero no siempre el Poder ha dispuesto de un gran aparato coercitivo. Baste recordar que durante siglos Roma no tuvo funcionarios profesionales, no vio en su recinto ninguna fuerza armada, y sus magistrados no podían valerse más que de algunos lictores. Si el Poder disponía de fuerzas para obligar a un miembro individual de la comunidad, las recibía del concurso de los demás miembros.
¿Diremos, entonces, que la eficacia del Poder no se debe a los sentimientos de temor, sino a los de participación? ¿Que un conjunto humano tiene un alma colectiva, un genio nacional o una voluntad general? ¿Y que su gobierno personifica al conjunto, manifiesta esta alma, encarna este genio, y promulga esta voluntad, y que de este modo se desvanece el enigma de la obediencia, ya que en definitiva sólo nos obedecemos a nosotros mismos?
Tal es la explicación de los juristas, favorecida por la ambigüedad de la palabra 'Estado' y por su conformidad a ciertos usos de nuestro tiempo. El término 'Estado' tiene dos sentidos muy diferentes, y por eso nosotros lo evitamos. Designa ante todo una sociedad organizada que tiene un gobierno autónomo, y en este sentido todos somos miembros del Estado, el Estado somos nosotros. Pero también significa el aparato que gobierna a esta sociedad. En este sentido los miembros del Estado son aquellos que participan del Poder, el Estado son ellos. Si ahora decimos que el Estado, entendido como aparato de mando, se impone a la sociedad, no se hace más que expresar un axioma; pero si al mismo tiempo se pasa subrepticiamente al primer sentido de la palabra Estado, hallamos que es la sociedad la que se manda a sí misma, lo cual habría que demostrar.
Se trata, evidentemente, de un fraude intelectual inconsciente. No se manifiesta en toda su evidencia precisamente porque en nuestra sociedad el aparato de gobierno es o debe ser en principio la expresión de la sociedad, un simple sistema de transmisión por medio del cual ésta se rige a sí misma. Dando por supuesto que así sea verdaderamente —lo que está por ver—, es patente que no ha sido así siempre y en todas partes, que la autoridad la han ejercido unos poderes netamente distintos de la sociedad, y que esos poderes se han hecho obedecer.
El imperio del Poder sobre la sociedad no se debe únicamente a la fuerza concreta, pues se encuentra incluso allí donde esta fuerza es mínima; tampoco se debe a la sola participación, ya que lo encontramos también allí donde la sociedad no participa en modo alguno en el Poder.
Tal vez alguien pueda objetar que en realidad existen dos poderes esencialmente diferentes: el poder de un pequeño número sobre la colectividad, como la monarquía o la aristocracia, que se mantiene únicamente por la fuerza, y el poder del conjunto sobre sí mismo, que se mantiene sólo por la participación.
Si así fuera, debería constatarse lógicamente que en los regímenes monárquico y aristocrático los instrumentos coercitivos son máximos, puesto que todo se espera de ellos, mientras que en las democracias modernas serían mínimos, ya que nada se pide a los ciudadanos que ellos mismos no hayan querido. Pero lo que, en cambio, observamos es que el cambio de la monarquía a la democracia ha ido acompañado de un extraordinario desarrollo de los instrumentos coercitivos. Ningún rey ha dispuesto de una policía comparable a la de las democracias modernas.
Es, pues, un gran error oponer dos poderes esencialmente diferentes, cada uno de los cuales obtendría la obediencia en virtud de un único sentimiento. Estos análisis lógicos desconocen la complejidad del problema.
Carácter histórico de la obediencia
La obediencia, en realidad, resulta de varios y muy diferentes sentimientos que proporcionan al Poder múltiples apoyos:
El Poder existe únicamente por la confluencia de todas las propiedades que constituyen su esencia: saca su fuerza de la ayuda real que le proporciona la continua asistencia del hábito y de la imaginación; debe tener una autoridad razonada y a la vez una influencia mágica; debe actuar como la naturaleza, tanto por medios visibles coma por una influencia oculta.[68]
Es una buena fórmula, siempre que en ella no se vea una enumeración sistemática y exhaustiva. Destaca el predominio de los factores irracionales; no se obedece principalmente porque se hayan sopesado los riesgos de la desobediencia o porque se identifique deliberadamente la propia voluntad con la de los dirigentes. Se obedece esencialmente porque tal es el hábito de la especie.
Nos encontramos con el Poder cuando nacemos a la vida social, del mismo modo que nos encontramos con el padre al nacer a la vida física. Semejanza que ha inspirado muchas veces su comparación, y que seguirá inspirándola a pesar de las objeciones más fundadas. El Poder es para nosotros un hecho natural. Por lejos que se remonte la memoria colectiva, ha presidido siempre los destinos humanos. Y también en nuestros días su autoridad encuentra en nosotros el apoyo de sentimientos muy antiguos que, en sus formas sucesivas, ha ido inspirando sucesivamente.
Tal es la continuidad del desarrollo humano, dice Frazer, que las instituciones esenciales de nuestra sociedad tienen en su mayoría, si no todas, profundas raíces en el estado salvaje, y nos han sido transmitidas con modificaciones más de apariencia que de fondo.[69]
Las sociedades, incluso las que nos parecen menos evolucionadas, tienen un pasado varias veces milenario, y las autoridades que soportaron en otro tiempo no han desaparecido sin legar su prestigio a las que las han reemplazado, y sin dejar en el espíritu de los hombres unas huellas que se acumulan en sus efectos. La sucesión de gobiernos de una misma sociedad a lo largo de los siglos puede considerarse como un solo gobierno que subsiste siempre y que se enriquece continuamente. Así, el Poder no es tanto un objeto de conocimiento lógico como de conocimiento histórico. Podríamos sin duda ignorar los sistemas que pretenden reducir sus diversas propiedades a un principio único, fundamento de todos los derechos ejercidos por los titulares del mando y causa de todas las obligaciones que se imponen.
Este principio es, unas veces, la voluntad divina, cuyos vicarios serían ellos; otras veces, la voluntad general, de la que serían mandatarios; o bien el genio nacional, del que serían encarnación, o la conciencia colectiva, cuyos intérpretes serían; o incluso el finalismo social, del que ellos serían los agentes.
Evidentemente, ninguno de los principios enunciados puede servirnos como única explicación del Poder, si la realidad histórica nos lo muestra en una situación en que ese principio está ausente. Pero sabemos que han existido poderes en épocas en las que habría sido absurdo hablar de «genio nacional»; también se han dado sin apoyo alguno en la voluntad general, sino más bien en contra de ella. El único sistema que satisface plenamente la condición fundamental para explicar cualquier Poder es el de la voluntad divina; la cita de San Pablo: «No hay autoridad que no venga de Dios, y las que existen han sido instituidas por Dios», incluso bajo el propio Nerón, ha proporcionado a los teólogos una explicación que es la única que abarca todos los casos de Poder.
Todas las demás explicaciones metafísicas del Poder —si es que pueden calificarse tales— son incapaces de dar cuenta de este hecho. Pues dejamos el terreno de la verdadera metafísica cuando el análisis se halla más o menos sumergido en la ética, cuando el problema que se plantea no es «¿Cuáles son los requisitos para que el Poder exista?», sino «¿Qué es lo que hace que el Poder sea bueno?»
Estática y dinámica de la obediencia
¿Debemos dejar de lado estas teorías? No, ciertamente, pues estas interpretaciones ideales del Poder han dado curso en la sociedad a creencias que desempeñan un papel esencial en el desarrollo del Poder concreto.
Podemos estudiar los movimientos celestes sin preocuparnos de las concepciones astronómicas que, aunque tenidas por verdaderas en su tiempo, no respondían a la realidad de los hechos; estas creencias no afectan en nada a los movimientos. Pero no ocurre así cuando se trata de las diversas concepciones que a lo largo del tiempo se han formulado acerca del Poder, ya que el gobierno, al ser un fenómeno humano, no natural, se halla profundamente influido por la idea que los hombres tengan de él. Y es evidente que el Poder se extiende apoyándose en las creencias que sobre él se profesen.
Retomemos nuestra reflexión sobre la obediencia. Hemos reconocido que su causa inmediata es la costumbre; pero la costumbre, el hábito, no basta para explicar la obediencia más que cuando el mando se mantiene también dentro de los límites que le son habituales. Tan pronto como pretende imponer a los hombres unas obligaciones que sobrepasan aquellas a las que ya se han hecho, deja de beneficiarse de la reacción automática que el tiempo ha creado en el sujeto. Para que haya un incremento de efecto, un aumento de obediencia, hace falta un incremento de causa. El hábito aquí no puede servir; hace falta una explicación. Lo que la lógica sugiere, la historia lo verifica; en efecto, en las épocas en que el Poder tiende a aumentar es cuando se discute su íntima naturaleza y los elementos que le constituyen y que son la causa de la obediencia, ya sea para ayudar a ese aumento o para obstaculizarlo. Este carácter oportunista de las teorías del Poder explica por lo demás su incapacidad para dar una explicación general del fenómeno.
En esta actividad particular el pensamiento humano ha seguido siempre las mismas dos direcciones, que responden a las categorías de nuestro entendimiento. Ha buscado la justificación teórica de la obediencia —y en la práctica difundido creencias que hacen posible un aumento de la obediencia—, ya sea en una causa eficiente, ya sea en una causa final. En otras palabras, el Poder debe ser obedecido ya sea por su naturaleza o por los fines que persigue.
En la primera dirección se han desarrollado las teorías de la soberanía. La causa eficiente de la obediencia, se dice, reside en un derecho que el Poder ejerce, que deriva de una majestas que posee, encarna o representa. Tiene este derecho con la condición, necesaria y suficiente, de que sea legítimo, es decir en razón de su origen.
En la otra dirección se han desarrollado las teorías de la función estatal. La causa final de la obediencia consistiría en el fin que persigue el Poder, que no es otro que el bien común, sea cual fuere la forma en que se conciba. Para que merezca la docilidad del individuo es preciso y basta que el Poder busque y procure el bien común.
Esta sencilla clasificación abarca todas las teorías normativas del Poder. Sin duda, hay pocas que no apelen a la vez a la causa eficiente y a la causa final, pero se gana mucho en claridad si se considera sucesivamente todo lo que se refiera a una categoría y luego todo lo que se refiera a la otra.
Antes de entrar en detalles, veamos si, a la luz de esta descripción, podemos formarnos una idea aproximada del Poder. Hemos reconocido en él una propiedad misteriosa, que es, a través de sus transformaciones, su duración, y que le confiere un ascendiente irracional, no justificado por el pensamiento lógico. Este distingue en él tres propiedades indiscutibles: fuerza, legitimidad y beneficencia; pero, a medida que se intenta aislarlas, como cuerpos químicos, sus propiedades y sólo la toman de la mente humana. Lo que efectivamente existe es la creencia humana en la legitimidad del Poder, la esperanza en su capacidad bienhechora, el sentimiento que se tiene de su fuerza. Pero, evidentemente, su legitimidad radica tan sólo en su conformidad con lo que los hombres estiman en general que es la forma legítima del Poder, y no posee un carácter bienhechor sino por la conformidad de sus fines con lo que los hombres creen que es bueno para ellos. Finalmente, no tiene más fuerza, al menos en la mayoría de los casos, que la que los individuos creen que deben prestarle.
La obediencia ligada al crédito
Creemos, pues, que la obediencia tiene una buena dosis de creencia y de crédito.
El Poder puede haberse establecido únicamente por la fuerza, apoyarse sólo en el hábito, pero sólo puede incrementarse por el crédito, que lógicamente no fue inútil ni a su creación ni a su mantenimiento, y que en la mayoría de los casos no les ha sido históricamente ajeno.
Sin pretender definirlo aquí, podemos ya describirlo como un cuerpo social permanente, al cual se tiene el hábito de obedecer, que tiene los medios materiales para imponerse, y que está sostenido por la opinión que se tiene de su fuerza, la creencia en su derecho a mandar (su legitimidad) y la esperanza que se pone en su acción bienhechora.
Era oportuno subrayar el papel que desempeña el crédito en el avance del Poder, pues ahora se comprende el valor que tienen para él las teorías que proyectan en la mente ciertas imágenes. Según que éstas inspiren mayor respeto por una soberanía, concebida como más absoluta, o despierten mayor esperanza en un bien común definido de manera más precisa, proporcionan al Poder concreto una asistencia más eficaz, le abren el camino y facilitan su evolución.
Digno de notarse es el hecho de que, para ayudar al Poder, ni siquiera es necesario que estos sistemas abstractos le reconozcan la soberanía o le confíen la función de realizar el bien común; basta con que plasmen su idea en la mente de los individuos. Así Rousseau, que tenía una gran idea de la soberanía, se la negaba al Poder como algo opuesto al mismo. Así el socialismo, que ha creado una visión tan seductora del bien común, no confiaba en absoluto al Poder el cuidado de realizarlo, sino que, al contrario, reclamaba la muerte del Estado. No importa, pues el Poder ocupa en la sociedad un lugar tal que esta soberanía tan santa sólo él es capaz de apropiársela, este bien común tan fascinante sólo él parece ser capaz de realizarlo.
Ahora sabemos desde qué ángulo hay que examinar las teorías sobre el Poder. Lo que en ellas nos interesa es esencialmente el refuerzo que proporcionan al Poder.
Capítulo IITeorías de la soberanía
Las teorías que han gozado de mayor crédito a lo largo de la historia en nuestra sociedad occidental, y que han ejercido una mayor influencia, explican y justifican el poder político por su causa eficiente. Son las teorías de la soberanía.
La obediencia es un deber, porque existe, y nosotros estamos obligados a reconocer, «en la sociedad un derecho último a mandar» que se llama soberanía, derecho dirigir las acciones de los miembros de la sociedad con poder de coacción, derecho al que todos los particulares deben someterse sin que nadie pueda resistirse.»[70]
El Poder se sirve de este derecho, aun cuando no siempre se conciba como si le perteneciera. Este derecho, que trasciende a todos los derechos particulares, derecho absoluto e ilimitado, no puede ser propiedad de un hombre o de un grupo de hombres; supone la existencia de un titular lo suficientemente augusto para que nos dejemos guiar enteramente por él y para que no pensemos en negociar con él. Este titular es Dios, o bien la sociedad.
Veremos cómo los sistemas que se consideran más opuestos, como el del derecho divino y el de la soberanía popular, son en realidad ramas de un tronco común, la idea de soberanía, la idea de que existe un derecho ante el cual ceden todos los demás. No es difícil descubrir tras el concepto jurídico un concepto metafísico: una voluntad suprema que ordena y que rige la comunidad humana, una voluntad buena por naturaleza y a la cual resulta delictivo oponerse, voluntad divina o voluntad general.
El poder concreto debe emanar del supremo soberano, Dios o la sociedad, y debe encarnar esta voluntad. Y será legítimo en la medida en que cumpla estas condiciones. Como delegado o mandatario, puede ejercer el derecho soberano. Es aquí donde los sistemas, al margen de su dualidad en cuanto a la naturaleza del soberano, presentan una gran diversidad. ¿Cómo, a quién, y sobre todo en qué medida, se comunicará este derecho de mandar? ¿Por quién y cómo se controlará su ejercicio, de manera que el mandatario no traicione las intenciones del soberano? ¿Cuándo se podrá decir, por qué signos se reconocerá, que el poder infiel pierde su legitimidad y que, reducido al estado de simple hecho, no puede ya reclamar un derecho trascendente?
No podemos entrar en tantos detalles. Lo que aquí nos interesa es conocer la influencia psicológica de estas doctrinas, la manera en que han afectado a las creencias humanas en lo relativo al Poder, y por consiguiente la actitud humana respecto al mismo, y finalmente la amplitud del Poder mismo. ¿Han disciplinado al Poder obligándole a permanecer sometido a una entidad bienhechora? ¿Lo han canalizado a través de unos medios de control capaces de imponerle su fidelidad? ¿Lo han limitado restringiendo la parte de derecho soberano que se le permitía ejercer?
Muchos autores de las teorías de la soberanía han apuntado a uno u otro de estos recursos restrictivos. Pero ninguna de ellas, apartándose lenta o rápidamente de su primitiva intención, ha dejado al fin de reforzar al Poder, proporcionándole la poderosa asistencia de un soberano invisible con el que pretendía —y al final conseguía— identificarse. La teoría de la soberanía divina ha conducido a la monarquía absoluta; la teoría de la soberanía popular conduce primero a la soberanía parlamentaria y luego al absolutismo plebiscitario.
Soberanía divina
La idea de que el Poder viene de Dios sostuvo, durante los «tiempos oscuros», a una monarquía arbitraria e ilimitada: esta representación burdamente errónea de la Edad Media está sólidamente anclada en la gente ignorante, y sirve de cómodo terminus a quo para luego desplegar la historia de una evolución política hacia el terminus ad quem de la libertad.
Todo esto es falso. Recordemos, sin insistir sobre ello, que el Poder medieval era compartido (con la Curia Regis), limitado (por otros poderes, autónomos en su ámbito) y que, sobre todo, no era soberano.[71] Porque carácter esencial del Poder soberano es tener el poder normativo, ser capaz de modificar a su arbitrio las normas de comportamiento impuestas a los súbditos, de definir las normas que presiden su propia acción, de tener finalmente el poder legislativo situándose por encima de las leyes, legibus solutus, absoluto. El Poder medieval, por el contrario, se tenía teórica y prácticamente por la lex terrae, concebida como inmutable; el Nolumus leges Angliae mutari de los barones ingleses expresa a este respecto el sentimiento general de la época.[72]
Así, pues, el concepto de soberanía divina no sólo no fue causa del engrandecimiento del Poder, sino que durante muchos siglos coincidió con su debilidad. Ciertamente podríamos aducir sugestivas fórmulas. Jacobo I de Inglaterra decía a su heredero al trono: «Dios os ha convertido en un pequeño dios para sentaros en su trono y gobernar a los hombres.»[73] Luis XIV de Francia instruía al Delfín en términos parecidos: «El que ha dado reyes al mundo ha querido que éstos fueran honrados como sus representantes, reservándose El solo el derecho de juzgar sus acciones. El que ha nacido sujeto debe obedecer sin murmurar: tal es su voluntad.»[74] El propio Bossuet, predicando en el Louvre, exclamaba: «Sois dioses aunque seáis mortales, y vuestra autoridad no muere jamás.»[75]
Si Dios, padre y protector de la sociedad humana, ha designado a ciertos hombres para que la gobiernen, los ha llamado sus cristos, los ha hecho sus representantes, les ha puesto la espada en la mano para administrar su justicia, como dijera el propio Bossuet, no cabe la menor duda de que entonces el rey, con la fuerza que le da tal investidura, tiene que aparecer ante sus súbditos como señor absoluto. Pero tales fórmulas sólo se encuentran, con tal acepción, en el siglo XVII y son proposiciones heterodoxas respecto al sistema medieval de la soberanía divina. Se trata de un sorprendente caso de subversión de una teoría del Poder en beneficio del Poder concreto, subversión que, como hemos dicho y como veremos, constituye un fenómeno muy general.
La misma idea de que el Poder viene de Dios fue enunciada y empleada durante más de quince siglos, con intenciones muy diferentes. San Pablo,[76] evidentemente, quería combatir en la comunidad cristiana de Roma las tendencias a la desobediencia civil que presentaban el doble peligro de provocar las persecuciones y de distraer la acción cristiana de su objeto real, la conquista de las almas. Gregorio Magno,[77] en la época en que la anarquía guerrera de Occidente y la inestabilidad política de Oriente estaban destruyendo el orden romano, sentía la necesidad de reafirmar el Poder. Los canonistas del siglo IX[78] trataban de apuntalar el poder imperial vacilante que la Iglesia había restaurado para el bien común. Tantos sentidos como épocas y necesidades. Pero la doctrina del derecho divino no se impuso en ningún momento antes de la Edad Media: eran las ideas derivadas del derecho romano las que dominaban. Y si tomamos el sistema del derecho divino en el momento de su expansión, desde el siglo XI al XIV ¿qué es lo que observamos? Se repite la fórmula de San Pablo: «Todo poder viene de Dios», pero no tanto para instar a los sujetos a la obediencia al Poder como para invitar al Poder... a la obediencia a Dios. Lejos de querer la Iglesia, al llamar a los príncipes representantes o ministros de Dios, conferirles la omnipotencia divina, se propone por el contrario hacerles comprender que no tienen su autoridad sino como un mandato, por lo que deben emplearla según la intención y la voluntad del Señor de quien la han recibido. No se trata de permitir al príncipe hacer sin más la ley, sino más bien de doblegar el Poder a una ley divina que le domina y obliga.
El rey consagrado de la Edad Media representa el poder menos libre, el menos arbitrario que podamos imaginar, ya que se halla sometido simultáneamente a una ley humana, la costumbre, y a la ley divina, y ni de un lado ni de otro se confía sólo en su sentido del deber. Así como la corte de los pares le obliga a respetar la costumbre, así también la Iglesia vela por que sea administrador diligente del monarca celestial, cuyas instrucciones debe seguir siempre.
Así lo advierte la Iglesia en el acto de ponerle la corona: «Por ella os hacéis partícipe de nuestro ministerio, decía el arzobispo al rey de Francia al consagrarle en el siglo lo mismo que nosotros somos en lo espiritual pastores de las almas, debéis vos ser en lo temporal verdadero servidor de Dios...» La Iglesia repetía sin cesar la misma advertencia. Así, Ivo de Chartres, al escribir a Enrique I de Inglaterra tras su acceso al poder: «Principe, no olvidéis que sois servidor de los servidores de Dios y no dueño; sois protector y no propietario de vuestro pueblo.»[79] En fin, si el rey cumplía mal su misión, la Iglesia disponía al respecto de sanciones que debían de ser bastante temibles para que el emperador Enrique IV se arrodillara ante Gregorio VII en la nieve de Canossa.
Tal fue, en el apogeo de su vigencia, la teoría de la soberanía divina. Tan poco favorable al despliegue de una autoridad sin freno, que un emperador o un rey preocupado por ampliar su Poder, se encuentra naturalmente en conflicto con ella. Y si, para eludir el control eclesiástico, arguyen a veces que su autoridad procede directamente de Dios, sin que nadie pueda entonces vigilar su empleo —tesis que se apoya principalmente en la Biblia y en la epístola de San Pablo—, lo cierto es que más a menudo y con mayor eficacia recurren a la tradición jurídica romana, que atribuye la soberanía... ¡al pueblo!
Así es cómo, entre muchos otros paladines del Poder, el aventurero Marsilio de Padua —a favor del emperador aún no coronado Luis de Baviera— apela a la soberanía popular en vez de la soberanía divina: «El supremo legislador del género humano, afirma, no es otro que la totalidad de los hombres a los cuales se aplican las disposiciones coercitivas de la ley...»[80] Es significativo que el Poder se apoye sobre esta idea para hacerse absoluto.[81]
Será esta idea la que le servirá para librarse del control eclesiástico. Pero antes tendrá que producirse una revolución en las ideas religiosas para que el Poder, después de defender la causa del pueblo contra Dios, tomara la de Dios contra el pueblo, doble maniobra necesaria para la construcción del absolutismo. Se precisarán la crisis provocada en la sociedad europea por la Reforma y los enérgicos alegatos de Lutero y de sus sucesores en favor del poder temporal, que debía ser emancipado de la tutela papal, para poder adoptar y legalizar sus doctrinas. Los doctores reformadores aportan este regalo a los príncipes reformados. Así como el Hohenzollern que gobernaba Prusia como Gran Maestre de la Orden Teutónica se sirvió de los consejos de Lutero para declararse propietario de los bienes que sego poseía como administrador, así también los príncipes, rompiendo con la Iglesia de Roma, se aprovecharon de ello para atribuirse como propiedad el derecho de soberanía que hasta entonces no se les había reconocido sino como mandato bajo control. El derecho divino, que había estado en el pasivo del Poder, se convertía en un activo. Y ello no sólo en los países que adoptaron la Reforma, sino también en los demás. En efecto, la Iglesia, reducida a solicitar el apoyo de los príncipes, no se hallaba ya en condiciones de ejercer sobre ellos su censura secular.[82] Así se explica el «derecho divino de los reyes» tal como aparece en el siglo XVII, miembro dislocado de una doctrina que había colocado a los reyes como representantes de Dios frente a sus súbditos únicamente para, al mismo tiempo, someterlos a la ley de Dios y al control de la Iglesia.
La soberanía popular
Lejos de que la teología proporcione una justificación al absolutismo, vemos cómo los Estuardos y los Borbones, en la época en que avanzaron sus pretensiones, hicieron que el verdugo quemara los tratados políticos de los doctores jesuitas.[83] Estos tratados recordaban no sólo la supremacía pontificia —«el papa puede destituir a los reyes y elegir otros, como ya lo ha hecho, y nadie puede negar este poder»—,[84] sino que incluso construyeron una teoría de la autoridad que alejaba totalmente la idea de un mandato directo confiado a los reyes por el soberano celestial.
Para ellos, es cierto que el Poder viene de Dios, pero no lo es que Dios haya elegido a quién adjudicárselo. El ha querido la existencia del Poder porque ha dado al hombre una naturaleza social,[85] es decir, le ha hecho vivir en comunidad, por lo que la comunidad precisa de una autoridad civil.[86] Pero no ha sido El mismo quien ha organizado este gobierno. Eso es algo que pertenece al pueblo de esa comunidad, quien debe, por necesidad práctica, transferirlo a alguno o a algunos de ellos. Estos depositarios del Poder manejan una cosa que viene de Dios, y son por ello siervos de su ley; pero también esto les ha sido remitido por la comunidad y en condiciones fijadas por ella. Todo lo deben, pues, a Dios y a la comunidad.
Depende del querer del pueblo, enseña Belarmino, el constituir rey, cónsules u otros magistrados. Y si sobreviniese más tarde una causa legítima, el pueblo puede cambiar el reino en aristocracia o en democracia, y al contrario, como leemos que se hizo en Roma.[87]
Se comprende que el orgulloso Jacobo I se indignase con la lectura de semejantes proposiciones y que escribiera su apología del derecho de los reyes. La refutación de Suárez, escrita por orden del papa Pablo V, fue quemada públicamente delante de la iglesia de San Pablo en Londres. Jacobo I pretendía que, ante una orden injusta, «el pueblo no puede hacer otra cosa que huir sin resistencia del furor de su rey; no debe responder más que con lágrimas y con suspiros, siendo Dios el único a quien pueden llamar en su ayuda.» Belarmino replica: «Jamás el pueblo delega de tal manera su poder; siempre lo conserva en potencia, de suerte que en ciertos casos puede recuperarlo en acto.»[88] En esta doctrina de los jesuitas, es la comunidad la que, al constituirse, instituye el Poder. La ciudad o república consiste en
cierta unión política que no habría nacido sin cierto acuerdo, expreso o tácito, por el cual las familias y los individuos se subordinan a una autoridad superior o administrador de la sociedad, siendo dicho acuerdo la condición de existencia de la comunidad.[89]
En esta fórmula Suárez se ha reconocido el contrato social. La sociedad se forma y el Poder se constituye por el deseo y consentimiento del pueblo. En la medida en que el pueblo transfiera el mando a los gobernantes, existe el pactum subjectionis.[90] Era fácil comprender que este sistema estaba destinado a poner en peligro el absolutismo del Poder; sin embargo, pronto se le va a ver deformado de manera que sirva de justificación a este absolutismo. ¿Qué se necesitaba para ello? De los tres términos —Dios autor del poder, el pueblo que lo confiere y los gobernantes que lo reciben y lo ejercen— basta con retirar el primero; afirmar que el Poder no pertenece mediata sino inmediatamente a la sociedad, y que los gobernantes lo reciben sólo de ella. Es la teoría de la soberanía popular.
Podría objetarse que esta teoría, más que ninguna otra, cierra el paso al absolutismo. Se trata, como veremos en seguida, de un gran error.
Los adalides medievales del Poder desarrollaron sus razonamientos con bastante torpeza. Así, Marsilio de Padua propone que el «supremo legislador» es «la generalidad de los hombres», y a continuación añade que esta autoridad fue transferida al pueblo romano, para terminar triunfalmente: «En fin, si el pueblo romano ha transferido a su príncipe el poder legislativo, hay que decir que este poder pertenece al príncipe de los romanos», es decir, al cliente de Marsilio, Luis de Baviera. El argumento muestra su malicia con candor. En él se sugiere, como hasta un niño lo vería, que la multitud ha sido dotada de un poder tan majestuoso únicamente a fin de brindárselo en grados sucesivos a un déspota. Con el tiempo, la misma dialéctica conseguirá hacerse más plausible.
Así, Hobbes, en pleno siglo XVII, en la gran época del derecho divino de los reyes, quiere hacer la apología de la monarquía absoluta, pero se guarda de emplear los argumentos extraídos de la Biblia que el obispo Filmer utilizará una generación más tarde para sucumbir a las críticas de Locke. Hobbes no deducirá el derecho ilimitado del Poder de la soberanía de Dios, sino de la soberanía del pueblo. Supone que los hombres son naturalmente libres, y define esta libertad primitiva, no en cuanto jurista sino en cuanto físico, como la ausencia de todo impedimento exterior. Esta libertad de acción se despliega hasta que choca con la libertad de otro. El conflicto se resuelve de acuerdo con la relación de fuerzas. Como dice Spinoza, o cada individuo tiene un derecho soberano sobre todo lo que está en su poder; o, dicho de otro modo, el derecho de cada uno se extiende hasta donde llegue el poder determinado que le pertenece».[91] No hay, pues, más derecho en vigor que el que los tigres tienen de comerse a los hombres.
Se trata de salir de este estado de naturaleza», en el que cada uno toma lo que puede y defiende como puede lo que ha tomado.[92] Estas libertades feroces no dan ninguna seguridad; no permiten ninguna civilización. Es, pues, lógico que los hombres acaben cediéndoselas mutuamente en vistas a la paz y al orden. Hobbes llega hasta dar la fórmula del pacto social:
Cedo mi derecho a gobernarme a este hombre o a esta asamblea, con la condición de que tú cedas igualmente el tuyo... Así, concluye, la multitud se convierte en una sola persona que llamamos ciudad o república. Tal es el origen de ese Leviatán o dios terrenal, al que debemos toda paz y toda seguridad.[93]
El hombre o la asamblea a quien se han cedido sin restricciones los derechos individuales ilimitados se encuentra en posesión de un derecho colectivo ilimitado. Por esta razón, afirma el filósofo inglés:
Al convertirse cada sujeto, por el establecimiento de la república, en autor de todas las acciones y juicios del soberano instituido, éste no lesiona, haga lo que haga, a ninguno de los sujetos, y jamás puede ser acusado por ninguno de ellos de injusticia, ya que si sólo actúa por mandato, ¿cómo podrían quejarse de él quienes le han confiado este mando?
Por este establecimiento de la república cada particular es autor de todo lo que hace el soberano; en consecuencia, quien pretenda que el soberano le perjudica, ataca a actos cuyo actor es él mismo y de los que no puede acusar a nadie más que a sí mismo.[94]
¿No es esto un gran disparate? Pero Spinoza, en términos menos sorprendentes, afirma igualmente el derecho ilimitado del Poder: Ya pertenezca el Poder supremo a uno solo, o sea compartido por varios, o sea común a todos, lo cierto es que al que lo posee le pertenece también el derecho soberano de mandar todo lo que él quiera...; el súbdito está obligado a una obediencia absoluta durante el tiempo en que el rey, los nobles o el pueblo conserven el soberano poder que les ha conferido el traspaso de derechos.
Y llega a afirmar: «El soberano, a quien por derecho todo le está permitido, no puede violar los derechos de los individuos.»[95]
He ahí el más perfecto despotismo deducido por dos ilustres filósofos del principio de la soberanía popular. Quien posea el soberano poder puede hacer todo lo que quiera; el súbdito perjudicado debe considerarse como el verdadero autor del acto injusto. «Estamos obligados a ejecutar absolutamente todo lo que ordene el soberano, incluso cuando sus órdenes sean las más absurdas del mundo», precisa Spinoza.[96]
¡Qué diferencia con el lenguaje de San Agustín! «... pero porque creemos en Dios, y estamos llamados a su reino, no tenemos por qué estar sometidos a ningún hombre que trate de destruir el don de la vida eterna que Dios nos ha dado.»[97] ¡Qué contraste entre el poder obligado a ejecutar la ley divina y el poder que, arrogándose los derechos de todos los individuos, es enteramente libre en su conducta!
Soberanía popular democrática
Si se supone que al principio existía un estado de naturaleza en que los hombres no estaban obligados por ninguna ley y los (llamados) «derechos» no eran otra cosa que la medida del poder de cada individuo, y en la hipótesis de que formaran una sociedad y encargaran a un soberano que hiciera reinar el orden entre ellos, se deduce que este soberano recibió todos sus derechos, por lo que el individuo no conserve) ninguno que pudiera oponerle.
Spinoza lo exprese con toda precisión:
Todos han debido conferir al soberano, mediante un acto expreso o tácito, todos los medios de que disponían para defenderse; en otras palabras, todo su derecho natural. En efecto, si hubieran querido reservar para sí algo de este derecho, deberían haber conservado también la posibilidad de defenderlo; pero como no lo hicieron, y no podían hacerlo sin que hubiera división y por lo tanto destrucción del mando por ello mismo, se sometieron a la voluntad, fuera la que fuere, del Poder soberano.
En vano supondrá Locke que no todos los derechos individuales fueron transferidos, que algunos de ellos se los reservaron las partes contratantes. Aunque políticamente fecunda, esta hipótesis no tiene lógica interna. Rousseau repetirá desdeñosamente la demostración: la alienación de los derechos individuales se hace sin reserva,
y ningún asociado tiene nada que reclamar; puesto que si los particulares se reservaran algunos derechos, como no habría ningún superior común que pudiera pronunciarse entre ellos y el público, cada uno, al ser en cierto modo su propio juez, no tardaría en pretender serlo de todos.[98]
«¿Acaso, se inquieta Spinoza, alguien puede pensar que por este principio convertimos a los hombres en esclavos?» Y responde que lo que hace al esclavo no es la obediencia, sino el obedecer en interés de un amo. Si las órdenes se dan en interés de quien obedece, éste ya no es esclavo sino súbdito. Pero, ¿cómo se puede tener la seguridad de que el soberano no considere jamás la utilidad del que manda, sino solamente la del que es mandado? Se excluye de entrada la necesidad de acudir a un vigilante, a un defensor del pueblo, porque él mismo es el pueblo; y los individuos no conservan ningún derecho con el que puedan, contra el Todo, investir a un cuerpo que le controle.
Hobbes reconoce que se puede considerar lamentable la condición de los súbditos, expuestos a todas las pasiones caprichosas de aquel o aquellos que disponen de un poder tan ilimitado.[99] La única garantía para el pueblo es la excelencia de aquel o aquellos a los que obedece. ¿De quién se trata?
Para Hobbes, los hombres se comprometieron con su acuerdo primitivo a obedecer a un monarca o a una asamblea (sus propias simpatías se orientaban claramente hacia el monarca). Para Spinoza, se comprometieron a obedecer a un rey, a los nobles o al pueblo, subrayando por su parte las ventajas de la última solución. Para Rousseau no hay ningún género de opción: los hombres no pueden comprometerse a obedecer más que a la totalidad. En vez de lo que Hobbes hacía decir al hombre al celebrar el pacto social: «Yo abandono el derecho de regirme en favor de este o de estos hombres», Rousseau, al proponer una constitución a los corsos, hace decir a los contratantes: me uno en cuerpo, en bienes y en voluntad y con todas mis fuerzas a la nación corsa, para pertenecerle íntegramente, yo y todo lo que de mi depende.»
Por eso se reclama un derecho a mandar que no tenga límites y al cual el particular no pueda oponer nada —lógica consecuencia de la hipótesis del pacto social—, y es infinitamente más comprensible que este derecho pertenezca a todos colectivamente que a uno solo o a varios.[100]
Como sus predecesores, Rousseau estima que lo que constituye la soberanía es la transferencia sin reservas de los derechos individuales, que forman un derecho total, el del soberano, derecho que es absoluto. En ello coinciden todas las teorías de la soberanía popular.
Pero Hobbes entendía que la transferencia de derechos supone la existencia de un sujeto al que esos derechos se transfieren: un hombre o una asamblea, cuya voluntad, investida del derecho total, se convertiría en adelante en voluntad de todos, sería jurídicamente la voluntad de todos. Spinoza y otros admitían que el derecho total podía atribuirse a la voluntad de uno solo, de varios, o de la mayoría. De donde las tres formas tradicionales, Monarquía, Aristocracia, Democracia. Según estas ideas, el acto generador de la sociedad y de la soberanía constituye ipso facto el gobierno soberano. Y no han faltado ilustres pensadores a quienes pareciera impensable que, una vez admitida la hipótesis fundamental, las cosas hubieran podido desarrollarse de otro modo.[101]
En opinión de Rousseau, el proceso se desarrolla en dos estadios: mediante un primer acto, los individuos se constituyen en pueblo, y por un acto subsiguiente se dan un gobierno. De modo que el derecho total, la soberanía, que en los sistemas anteriores la otorgaba el pueblo al crearla, aquí la crea sin otorgarla, conservándola para sí a perpetuidad. Rousseau admite en principio las tres formas de gobierno, considerando la democracia apropiada a los estados pequeños, la aristocracia a los medianos y la monarquía a los grandes.[102]
Una dinámica del Poder
En todo caso, el gobierno no es el soberano. Rousseau le llama príncipe o magistrado, denominaciones que pueden aplicarse a un grupo de hombres: un senado puede ser el príncipe, y en la democracia perfecta el propio pueblo es el magistrado.
Es cierto que este príncipe o magistrado manda, pero no en virtud del derecho soberano, de ese imperium sin límites que es la soberanía. Lo único que hace es ejercer unos poderes que le han sido confiados. Sólo que, una vez concebida la idea de una soberanía absoluta y afirmada su existencia en el cuerpo social, es grande la tentación, y grandes son también las posibilidades, de que el cuerpo gobernante se adueñe de esa soberanía.
Aunque, en nuestra opinión, Rousseau se equivocó gravemente al suponer que un derecho tan amplio existiera en alguna parte, su teoría tiene el mérito de explicar el crecimiento del Poder. Aporta una dinámica política. Rousseau ha visto con toda claridad que los hombres del Poder forman un cuerpo,[103] que este cuerpo posee una voluntad de cuerpo,[104] y que se esfuerzan por apropiarse de la soberanía:
Cuanto mayor es este esfuerzo, mayor es la alteración de la constitución; y como aquí no hay otra voluntad de cuerpo que, resistiendo a la del príncipe [es decir, del Poder], acabe oprimiendo al soberano [el pueblo] y estableciendo así con ella un cierto equilibrio, tarde o temprano el príncipe acabará oprimiendo al soberano [el pueblo] y rompiendo el contrato social. Tal es el vicio inherente e inevitable que, desde el nacimiento del cuerpo político, tiende sin desmayo a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte acaban por destruir el cuerpo del hombre.[105]
Esta teoría del Poder supone un gran avance sobre las que hasta ahora hemos examinado. Explican éstas el Poder por la posesión de un derecho ilimitado de mando que emana de Dios o de la totalidad social. Pero en estos sistemas no se ve por qué al pasar de un poder a otro, de una época a otra en la vida del mismo poder, el área concreta en que se manifiestan el mando y la obediencia experimentan tan grandes cambios. Por el contrario, en la poderosa construcción de Rousseau hallamos un intento de explicación. Si este poder, de una sociedad a otra, adquiere una extensión diferente, es que el cuerpo social, único poseedor de la soberanía, le ha concedido más o menos ampliamente su ejercicio. Sobre todo, si un mismo poder varía en extensión a lo largo de su existencia, es porque tiende incesantemente a usurpar la soberanía y, a medida que lo consigue, dispone más libre y completamente del pueblo y de los recursos sociales. De manera que los gobiernos más «usurpadores» presentan el grado más alto de autoridad.
Pero lo que no se explica es de dónde saca el Poder la fuerza necesaria para esta usurpación, puesto que si su fuerza le viene de la masa social y del hecho de encarnar la voluntad general, la consecuencia lógica es que su fuerza disminuya a medida que se separa de dicha voluntad general y su propia autoridad se desvanezca a medida que se aparte del deseo general.
Rousseau piensa que el gobierno evoluciona por un proceso natural del gran número al pequeño, de la democracia a la aristocracia —cita el ejemplo de Venecia— y finalmente a la monarquía, que considera el estado final de una sociedad, y que, al hacerse despótica, acaba causando la muerte del cuerpo social. Pero la historia no nos muestra en modo alguno que semejante secuencia sea inevitable. Y no se comprende dónde un solo individuo puede encontrar los medios para imponer una voluntad cada vez más separada de la voluntad general.
El fallo de la teoría está en su heterogeneidad. Tiene el mérito de tratar el Poder como un hecho, un cuerpo que posee una fuerza, pero sigue considerando la soberanía como un derecho al modo medieval. En este embrollo no se explica la fuerza del Poder, y las fuerzas que en la sociedad puedan moderarlo o detenerlo permanecen desconocidas.
Sin embargo, ¡qué gran progreso sobre los sistemas precedentes! Y en puntos esenciales, ¡qué clarividencia!
Cómo la soberanía puede controlar al Poder
La teoría de la soberanía popular, tal como la elaboró Rousseau, ofrece un paralelismo bastante sorprendente con la teoría medieval de la mando, pero no inherente a los gobernantes. Este derecho pertenece a una potencia superior —a Dios o al pueblo—, cuya naturaleza le impide ejercerlo por sí misma, por lo que tiene que confiar el mando al poder efectivo.
Se ha enunciado más o menos explícitamente que los mandatarios están sometidos a normas, que la voluntad divina o la voluntad general regula el comportamiento del Poder. Pero estos mandatarios ¿serán necesariamente fieles? 0 más bien, ¿tratarán de apropiarse del mando que ejercen por delegación? ¿No se olvidarán del fin para el cual han sido instituidos: el bien común, y de las condiciones a que han sido sometidos: la ejecución de la ley divina o popular?[106] En fin, ¿no acabarán usurpando la soberanía, creyendo que encarnan en sí mismos la voluntad divina o la voluntad general, tal como Luis XIV se arrogó los derechos de Dios o Napoleón los del pueblo?[107]
¿Cómo impedirlo, si no es mediante un control del Poder por parte del soberano? Pero, por desgracia, la naturaleza del soberano, como no le permite gobernar, tampoco le permite controlar. De donde la idea de un cuerpo que le represente y que vigile el poder efectivo, estableciendo eventualmente las normas a que debe atenerse en su actuación y, si fuere el caso, le declare incapaz y contemple su sustitución. En el sistema de la soberanía divina ese cuerpo era necesariamente la Iglesia.[108]
En el sistema de la soberanía popular, será el parlamento. Pero entonces el ejercicio de la soberanía se encuentra concretamente dividido: aparece una dualidad de poderes humanos. El poder temporal y el poder espiritual en materia temporal, o bien el ejecutivo y el legislativo. La metafisica de la soberanía en su conjunto conduce a esta división, que, sin embargo, no puede menos de repugnarle. Los empíricos pueden encontrar en ello la salvaguardia de la libertad, pero constituye un escándalo para el que crea en la soberanía una e indivisible por esencia. ¿Cómo puede la soberanía hallarse dividida en dos categorías de agentes? Dos voluntades se enfrentan, pero las dos no pueden ser a la vez voluntad divina y voluntad popular. Es preciso que uno de los dos cuerpos sea el verdadero reflejo del soberano; por consiguiente, la voluntad adversa es rebelde y tiene que ser sometida. Estas consecuencias son lógicas si el principio del Poder reside en una voluntad que debe ser obedecida.
Es preciso que uno de esos cuerpos prevalezca sobre el otro. Al salir de la Edad Media, se impuso la monarquía. En los tiempos modernos, quien prevalece es o bien el ejecutivo o bien el legislativo, según que el uno o el otro estén más cerca del soberano popular:[109] el jefe del ejecutivo, cuando éste es elegido directamente por el pueblo, como lo fue Luis Napoleón o como Roosevelt; el parlamento, por el contrario, cuando, como en la Francia de la Tercera República, el jefe del ejecutivo estaba más alejado de la fuente del derecho; de manera que, o bien los que controlan el Poder acaban por ser eliminados, o bien, como representantes del soberano, se imponen sobre sus agentes y se apropian de la soberanía.
A este respecto, es sorprendente cómo Rousseau, al tiempo que recortaba todo lo posible la autoridad de los gobiernos, desconfiaba grandemente de los «representantes», de los que tanto se esperaba en su época para mantener al Poder en los límites de su función. Rousseau no ve «otro medio de prevenir las usurpaciones del gobierno» que la celebración de asambleas periódicas del pueblo que juzguen el empleo que se ha hecho del Poder y decidan sobre la conveniencia de cambiar la forma del gobierno y las personas que lo ejercen.
Sabía que el método era inaplicable, y en el empeño que puso en proponerlo hay que ver la prueba de su invencible repugnancia por el método de control que veía funcionar en Inglaterra y que Montesquieu había puesto por las nubes: el control parlamentario. Tan odioso le parece, que lo rechaza con verdadera pasión:
La soberanía no puede ser representada... Los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes... Esta idea recién inventada procede del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el que la especie humana ha degenerado, y en el que el título de hombre es un deshonor».[110]
Ataca al sistema representativo en el país mismo que Montesquieu toma como modelo por excelencia:
El pueblo inglés piensa que es libre; pero se engaña: sólo lo es mientras dura la elección de los miembros del parlamento; desde el momento en que han sido elegidos, es esclavo, no es nada. En los cortos momentos de su libertad, por el uso que hace de ella, merece perderla.[111]
¿Por qué tanto furor?[112] Rousseau comprende que, después de haber exaltado tanto la soberanía, si se concede que el soberano puede ser representado, no se puede impedir que el representante se arrogue esa soberanía. Y, en efecto, todos los poderes tiránicos que han aparecido desde entonces han justificado sus injurias a los derechos individuales en la pretensión que se arrogaban de representar al pueblo. Más especialmente, Rousseau previó algo que parece haber escapado a Montesquieu: que la autoridad del parlamento, aunque de momento crezca en detrimento del ejecutivo, y por lo tanto limite el Poder, acabará subordinándolo y, fundiéndose con él, reconstituirá un Poder que podría pretender la soberanía.
Las teorías de la soberanía consideradas en sus efectos
Si ahora abarcamos con una mirada las teorías cuyo espíritu acabamos de examinar, advertiremos que todas ellas tratan de que los súbditos obedezcan, mostrándoles tras el Poder un principio trascendente, Dios o el pueblo, dotado de un derecho absoluto. Advertimos también que todas tienden a subordinar efectivamente el Poder a dicho principio. Son, pues, doblemente disciplinarias: disciplina del súbdito, disciplina del Poder.
En la medida en que disciplinan al súbdito, refuerzan de hecho el Poder; pero estableciendo sobre éste una estrecha vinculación, compensan el refuerzo... a condición de que de hecho consigan esta subordinación del Poder. Ahí está la dificultad. Los medios prácticos empleados para mantener al Poder dentro de sus límites adquieren una importancia tanto mayor cuanto que el derecho soberano que puede arrogarse se conciba como más ilimitado y comporte, en consecuencia, más peligros para la sociedad en caso de que el Poder se adueñe de él.
Pero el soberano es incapaz de manifestarse in toto para mantener a los gobernantes en su deber. De ahí que precise de un cuerpo que controle al Poder, y este cuerpo, colocado al lado o por encima del gobierno, intentará hacerse con él, reuniendo las dos cualidades de gobernante y controlador, lo cual le investirá prácticamente del derecho ilimitado de mandar.
Este peligro lleva a multiplicar las precauciones. Mediante una división de funciones o una frecuente sucesión de los titulares, el Poder y su controlador son desmenuzados en pequeñas piezas, causa de debilidad en la gestión de los intereses sociales y de desorden en la comunidad. Debilidad y desorden que a la larga resultan intolerables y que, por una reacción natural, acaban produciendo la recomposición de los fragmentos de la soberanía en un todo, y entonces el Poder se encuentra armado de un derecho despótico. Por lo demás, el despotismo será tanto más acentuado cuanto más ampliamente se haya concebido el derecho de soberanía durante un tiempo en que se le imaginaba al abrigo de todo acaparamiento.
Si se piensa que las leyes de la comunidad no pueden ser modificadas, el déspota se atendrá a ellas. Si se piensa que en estas leyes hay una parte inmutable, que corresponde a los decretos divinos, eso al menos será fijo.
Y esto nos hace sospechar que de la soberanía popular puede surgir un despotismo mucho más radical que de la soberanía divina, puesto que un tirano, ya sea individual o colectivo, que por hipótesis hubiera logrado usurpar una u otra soberanía, no podría apoyarse en la voluntad divina, que se presenta en forma de ley eterna, para ordenar a su arbitrio. Por el contrario, la voluntad general no es, por naturaleza, fija, sino móvil. En vez de estar predeterminada por una ley, se puede oír su voz en leyes sucesivas y cambiantes. El Poder usurpador tiene en este caso las manos fibres; goza de mayor libertad, y la libertad del Poder se llama «arbitrariedad».
Capítulo 3Teorías orgánicas del poder
Lo que en las teorías sobre la soberanía explica y justifica la obediencia civil es el derecho a mandar que el Poder deriva de su origen, ya sea divino o popular. ¿Pero acaso no tiene el Poder un fin? ¿No debe tender al bien común, término vago y de contenido variable, cuya incertidumbre responde al carácter indefinido de la aspiración humana? ¿Y no puede ocurrir que un poder, legítimo por su origen, gobierne de una manera tan contraria al bien común que ponga en cuestión la obediencia? Los teólogos han tratado con frecuencia este problema, perfilando de este modo la idea de fin. Algunos han sostenido que incluso un Poder injusto debe ser obedecido; pero la mayoría y los más autorizados afirman, por el contrario, que el fin injusto de un gobierno destruye su justa causa. En particular, Santo Tomás parece atribuir más importancia al fin del Poder que a su misma causa: la rebelión contra una autoridad que no persigue el bien común no es sedición.[113] La idea de un fin, que ha desempeñado, en el pensamiento católico medieval, el papel de correctivo a la noción de soberanía (la obediencia debida al poder en razón de su legitimidad puede ser denunciada si éste deja de tender al bien común[114] ), se eclipsa en los sistemas de la soberanía popular.
No es que ya no se afirme que la función del poder es procurar la utilidad general: no se ha llegado a tanto; pero se ha postulado que un poder legítimo y emanado de la sociedad buscará, por ello mismo y necesariamente, el bien social, ya que «la voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública».[115]
La idea de fin no reaparece hasta el siglo XIX, pero con una influencia completamente diferente de la que ejerció en la Edad Media. En aquella época fue un obstáculo para el desarrollo del Poder. Ahora, por el contrario, le ayudará a engrandecerse. El cambio obedece a un modo diferente de considerar la sociedad: ésta no es ya un agregado de individuos que admiten unos principios de derecho común, sino un organismo que se desarrolla. Conviene detenernos en esta revolución intelectual, porque precisamente en ella encuentran su importancia y carácter las nuevas teorías de la causa final.
Concepción nominalista de la sociedad
Las teorías sobre la soberanía tienen su explicación, y en gran medida su remedio, en la concepción de la sociedad vigente cuando fueron formuladas.
Antes del siglo XIX, a ningún pensador occidental se le había ocurrido que en un agregado humano, sometido a una autoridad política común, pudiera haber algo realmente distinto de los individuos. Tal era la opinión de los romanos. El pueblo romano era para ellos un conjunto de hombres, ciertamente no un conjunto cualquiera, sino un cierto agregado unido por los vínculos del derecho para disfrutar de unas ventajas comunes.[116] Jamás imaginaron que este conjunto diera origen a una «persona» distinta de las personas asociadas. Donde nosotros decimos «Francia», con la sensación de que hablamos de «alguien», ellos decían, según las épocas, populus romanus plebisque, o senatus populusque romanus, significando claramente con esta denominación, esencialmente descriptiva, que no se representaban en modo alguno un personaje, Roma, sino que veían la realidad física, es decir un conjunto de individuos agrupados. La palabra popujus, en su sentido amplio, evocaba para ellos algo totalmente concreto: los ciudadanos romanos reunidos en asamblea; no precisaban de una palabra equivalente a nuestro vocablo «nación», ya que la suma de individuos no produce, según ellos, sino una suma aritmética, y no un «ser» de especie diferente. No tenían necesidad de la palabra Estado, pues no tenían conciencia de algo transcendente que viviera fuera y por encima de ellos, sino únicamente de intereses que les eran comunes y que constituían la res publica.
En esta concepción, transmitida a la Edad Media, lo único real son los hombres. Los teólogos medievales y los filósofos de los siglos y XVIII coinciden en declarar que estos hombres son anteriores a toda sociedad. Han constituido la sociedad cuando ésta les ha resultado necesaria, bien por la corrupción de su naturaleza (teólogos), bien por la ferocidad de sus instintos (Hobbes). Pero esta sociedad sigue siendo un cuerpo artificial, como expresamente dice Rousseau,[117] y el propio Hobbes, que, aunque hiciera grabar en el frontispicio de una de sus obras un gigante cuya silueta está compuesta de formas humanas superpuestas, jamás pensó que Leviatán tuviera vida propia. No tiene voluntad, sino que la voluntad de un hombre o de una asamblea pasa por ser su voluntad.
Esta concepción puramente nominalista de la sociedad permite comprender la idea de soberanía. En la sociedad no hay más que hombres asociados cuya disociación siempre es posible. Un autoritario como Hobbes y un libertario como Rousseau coinciden en esto. El primero contempla un desastre que es preciso evitar con extremado rigor,[118] mientras que el segundo ve un recurso supremo que se ofrece a los ciudadanos oprimidos.
Pero si la sociedad no es más que un agregado artificial de hombres autónomos por naturaleza, ¡qué no ha sido preciso para plegarlos a adoptar comportamientos compatibles y para conseguir que admitan una autoridad común! El misterio de la fundación de la sociedad exige la intervención divina o por lo menos una primera convención solemne de todo el pueblo. ¡Y qué prestigio no se precisa para mantener día a día la cohesión del conjunto! Es forzoso suponer que existe un derecho que impele al respeto y que a tal efecto nunca sea demasiado exaltado, es decir la soberanía, que por lo demás se acepta o no confiarla inmediatamente al Poder.
Es cierto que cuando personas independientes se ponen de acuerdo para crear ciertas funciones de relación y encomendarlas a ciertos comisionados, no se puede —si se desea asegurar la perpetuidad del vínculo y la estricta ejecución de las obligaciones asumidas— atribuir demasiada majestad a los encargados de reconducir continuamente las voluntades individuales a la vía común. En nuestro propio tiempo, hemos visto cómo se celebraba un contrato social entre personas que se encontraban en estado de naturaleza —bellurn omnium contra omnes. Estas personas eran las potencias del mundo, y el contrato la Sociedad de Naciones. Este cuerpo social se deshizo porque no disponía de un Poder apoyado en un derecho transcendente al que no pudieran oponerse los derechos particulares.
Si se me permite un ejemplo más familiar, también un equipo de fútbol precisa de una autoridad discrecional para que el árbitro del partido, tan débil en medio de veintidós gigantes apasionados, pueda hacer oír su silbato.
Desde el momento en que se plantea in abstracto el problema de construir y mantener una asociación entre elementos autónomos; desde el momento en que se representa la personalidad de estos elementos como no modificada sustancialmente por la adhesión al pacto social, y se supone la no conformidad y la secesión como siempre posibles, no se puede prescindir de una soberanía majestuosa capaz de comunicar su dignidad a unos magistrados carentes de toda fuerza. Situada en el marco de sus postulados, la idea es lógica y no le falta cierta grandeza.
Pero si la sociedad es un hecho natural y necesario; si es material y moralmente imposible para un hombre permanecer al margen; si unos factores totalmente distintos del poder de las leyes y del Estado le impulsan a los comportamientos sociales, entonces la teoría de la soberanía aporta al Poder un refuerzo excesivo y peligroso.
Los peligros que comporta no pueden manifestarse plenamente mientras subsista en los espíritus la hipótesis fundamental a que debe su origen, la idea de que los hombres son la realidad y la sociedad una convención. Esta opinión implica la idea de que la persona es un valor absoluto, ante la cual la sociedad no pasa de ser un medio. De donde las Declaraciones de los derechos del hombre, derechos ante los cuales incluso el derecho de soberanía se quiebra, lo cual parece lógicamente absurdo si recordamos que ese derecho es por definición absoluto, pero se explica perfectamente si pensamos que el cuerpo político es artificial, que la soberanía es un prestigio del que está dotada en orden a un fin, y que todas estas sombras nada valen frente a la realidad del hombre. Mientras se ha conservado la filosofía social individualista y nominalista, la idea de soberanía no ha podido causar los estragos que produce tan pronto como esa filosofía se debilita.
De ahí —notémoslo de pasada— la doble concepción de la democracia, entendida en la filosofía social individualista como régimen de los derechos del hombre y, en una filosofía política divorciada del individualismo, como el absolutismo de un gobierno que se apoya en las masas.
La concepción realista de la sociedad
El pensamiento es menos independiente de lo que se supone, y los filósofos más deudores de lo que ellos creen respecto de las representaciones corrientes y del lenguaje vulgar. Para que la metafísica afirmara la realidad de la sociedad fue preciso primero que ésta tomara forma de «ser» bajo el nombre de Nación.
Fue éste resultado, acaso el más importante, de la Revolución francesa. Cuando la Asamblea Legislativa lanzó a Francia a una aventura militar en la que la monarquía jamás se habría arriesgado, advirtieron que el Poder no disponía de medios que le permitieran hacer frente a Europa. Tuvieron que apelar a la participación casi total del pueblo en la guerra, algo sin precedentes. Pero, ¿en nombre de quién? ¿De un rey ya desacreditado? No. En nombre de la Nación. Y puesto que el patriotismo había adoptado durante más de mil años la forma de adhesión a una persona, la natural inclinación de los sentimientos hizo que la Nación tomara también el carácter y el aspecto de una persona, cuyos rasgos fijó el arte popular.
Desconocer la conmoción y la transformación psicológicas de la Revolución es condenarse a no comprender toda la historia europea subsiguiente, incluida la historia del pensamiento. Cuando antes los franceses se unían en torno al rey, como luego el pueblo de Malplaquet, eran individuos que prestaban su apoyo a un jefe amado y respetado. Pero ahora se unen en la nación, como miembros de un todo. Esta concepción de un todo que posee una vida propia y superior a la de las partes probablemente estaba ya latente. Pero bruscamente quedó cristalizada.
El trono no ha sido derrocado, sino que el todo, el personaje nación, se ha instalado en él. Vive como el rey al que sucede, pero con una inmensa ventaja: respeto al rey, que es visiblemente distinto del súbdito, éste se preocupa naturalmente de reservarse sus propios derechos. Pero la nación no es algo distinto: es el propio súbdito, aunque también es algo más, un nosotros hipostatizado. Y es totalmente indiferente a esta revolución moral que el Poder continúe siendo mucho más parecido a si mismo de lo que se piensa, y muy distinto del pueblo concreto.
Pero lo que importa son las creencias. Y la creencia que entonces se impuso en Francia y luego se difundió por Europa se cifraba en que existe una persona-nación, sujeto natural del Poder. Nuestros ejércitos difundieron esta creencia en Europa, tanto y más por las decepciones que ocasionaron que por el evangelio que predicaban. Quienes al principio los habían recibido con entusiasmo, como Fichte, se mostraron luego ardientes propagandistas de los nacionalismos contrarios. En plena explosión del sentimiento nacional germánico formula Hegel la primera doctrina coherente del nuevo fenómeno y otorga a la nación su certificado de existencia filosófica. Comparando su doctrina con la de Rousseau, Hegel destaca el gran cambio que se ha producido en la concepción de la sociedad. Lo que él denomina «sociedad civil» corresponde a la forma en que se había sentido la sociedad hasta la Revolución. Aquí lo esencial son los individuos, y sus fines e intereses particulares constituyen lo más precioso. Ciertamente, se precisan ciertas instituciones que defiendan al individuo del enemigo exterior y del que representan unos para otros. El propio interés individual necesita un orden y un Poder que lo garantice. Pero toda la eficacia que se desee otorgar a ese orden y toda la amplitud que se atribuya a ese Poder se hallan moralmente subordinados, en el sentido de que se conceden únicamente para que los individuos puedan perseguir sus fines individuales. Por el contrario, lo que Hegel llama «Estado» corresponde a la nueva concepción de la sociedad. Así como la familia no es para el hombre una simple conveniencia, sino que pone en ella su «yo» y acepta no existir sino como miembro de esta unidad, así también el individuo acaba concibiéndose como miembro de la nación, reconociendo que su destino consiste en participar de una vida colectiva, en integrar conscientemente su actividad en la actividad general; en una palabra, en convertir a ésta en fin.
Consecuencias lógicas de la concepción realista
Tal es la concepción de Hegel, en la medida en que puede traducirse a lenguaje sencillo.[119] Se observa cuán estrechamente corresponde a una evolución de los sentimientos políticos. En los siglos XIX y XX se podrá tener sobre la sociedad una idea como la de Hegel, sin haber jamás oído hablar de él, ya que, en este terreno, él no hizo sino dar forma a una nueva creencia, presente en muchos espíritus de manera más o menos confusa.
Esta nueva visión de la sociedad tiene importantes consecuencias. La noción de bien común recibe un contenido completamente diferente del que tenía en otros tiempos. No se trata ya sólo de facilitar al individuo la realización de su bien particular, que es algo claro, sino de procurar un bien social mucho menos definido. La noción de fin del Poder adquiere una importancia totalmente diferente de la que tenía en la Edad Media. Entonces este fin era la justicia, era preciso jus suum cuique tribuere, velar por que a cada uno se le respetara su derecho; pero, ¿qué derecho? El que le reconocía una ley fija, la costumbre. Se trataba, pues, de una actividad esencialmente conservadora. Esta es la razón de que la idea de fin o causa final no pudiera utilizarse para ampliar el Poder. Pero todo cambia cuando los derechos pertenecientes a los individuos, los derechos subjetivos, pierden su valor frente a una moralidad cada vez más alta que debe tener su realización en la sociedad. Como agente de esta realización, y en razón de este fin, el Poder podrá justificar cualquier grado de expansión. Se comprende, pues, que en este contexto puedan formularse las teorías de la causa final del Poder, infinitamente ventajosas para éste. Basta tomar como fin, por ejemplo, la justicia social.
Y en cuanto al Poder, ¿qué es lo que implica la nueva idea? Puesto que existe un ser colectivo infinitamente más importante que los individuos, es claro que a él le pertenece el transcendente derecho de la soberanía. Se trata de la soberanía nacional, muy distinta, como se ha destacado con frecuencia,[120] de la soberanía del pueblo. En ésta, como dice Rousseau, «el soberano está formado únicamente por los particulares que lo integran».[121] En cambio, en la soberanía nacional la sociedad no se realiza como un todo sino en la medida en que los participantes se reconocen como sus miembros y la aceptan como su fin. De lo que se sigue que sólo aquellos que han adquirido esta conciencia conducen a la sociedad hacia su realización. Ellos son sus conductores, sus guías, y sólo su voluntad se identifica con la voluntad general: ella es la voluntad general.
De este modo piensa Hegel que ha clarificado una idea que es preciso reconocer estaba bastante confusa en Rousseau. Pues el ginebrino dice que «la voluntad general es recta y tiende siempre a la utilidad pública»;[122] pero conociendo demasiado bien la historia ateniense para no recordar tantas decisiones populares injustas o desastrosas, añade a continuación: «No por ello las deliberaciones del pueblo tuvieron siempre la misma rectitud», y afirma: «Hay a menudo una gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; sólo ésta considera el interés común.» Todo esto es bastante oscuro, a no ser que las fórmulas «es siempre recta y tiende siempre al interés general...; sólo considera el interés común» se tomen como cualidades que definen una voluntad ideal. Es lo que dice Hegel: voluntad general es la que tiende al fin (concebido no ya como lo que los intereses particulares tienen en común, sino como la realización de una vida colectiva más alta). La voluntad general, motor de la sociedad, es la que realiza lo que se debe realizar, con o sin el consentimiento de los individuos que no tienen conciencia del fin.
Se trata, en una palabra, de hacer que el cuerpo social alcance un cierto desarrollo cuya visión poseen únicamente los miembros conscientes. Ellos forman «la clase universal», en contraposición a quienes permanecen encerrados en su particularidad. Es esta parte consciente la que quiere por el todo. Esto no significa en el pensamiento de Hegel que esa parte sea libre de elegir para el todo cualquier futuro. No: se la puede calificar de consciente precisamente porque sabe lo que se debe hacer, aquello en lo que el todo tiene que convertirse. Al precipitar la eclosión de lo que debe ser, no hace violencia al todo, como tampoco la hace la comadrona, aun cuando tenga que emplear la fuerza.
Es fácil imaginar lo que de esta teoría puede deducir un grupo que pretende ser consciente, que afirma conocer el fin, que está convencido de que su voluntad coincide con lo «racional en sí y para sí» de que habla Hegel. Así, la administración prusiana, entonces en pleno desarrollo, encuentra en el hegelismo la justificación de su papel y de sus métodos autoritarios. El Beamtenstaat, el poder burocrático y sabio, está convencido de que su voluntad no es un capricho arbitrario sino conocimiento de lo que debe ser. Por lo mismo, puede y debe empujar al pueblo hacia los modos de obrar y de pensar que realizarán el fin que la razón ha permitido prever.
La imagen de lo que debe ser, preformada en un grupo, permite que éste se arrogue el papel de director. El socialismo científico de Marx sabe lo que tiene que ser el proletariado. La parte consciente del proletariado puede hablar en nombre del todo, querer en nombre del todo, y debe infundir la consciencia en la masa inerte que constituye este todo proletario. Por lo demás, al tomar consciencia de sí, el proletariado se disuelve como clase y se convierte en el todo social. De la misma manera, el partido fascista es la parte consciente de la nación, quiere por la nación, y quiere la nación tal como ésta debe ser.
Todas esas doctrinas, que consagran prácticamente el derecho de una minoría —que se dice consciente— a dirigir a la mayoría, surgen directamente del hegelismo. En todo caso, hay que precisar que la concepción del todo social no sólo ha engendrado los sistemas de filiación hegeliana visible. Ya hemos dicho que esta concepción se había difundido en el pensamiento post-revolucionario: no es, pues, de extrañar que la política moderna se halle impregnada de la misma. Mientras que el pueblo concreto de los siglos anteriores no podía ser representado sino en sus múltiples aspectos (estados generales), o no serlo en absoluto (Rousseau), el todo puede expresarse ahora por quienes conocen o pretenden conocer su necesario devenir, y que por lo tanto son, o pretenden ser, capaces de expresar la voluntad objetiva. Se trata de una oligarquía de elegidos, o asociaciones populares que se manifiestan con plena seguridad en nombre de la nación. 0 bien de un grupo o partido cualquiera que se declara depositario de la verdad, mientras que otros partidos opuestos, con una concepción diferente del fin de la sociedad, pueden también aspirar a conducir sin trabas los destinos comunes.
En síntesis, la experiencia del sentimiento nacional común ha llevado a considerar la sociedad como un todo. No realizado aún, ya que muchos de los integrantes de la sociedad no se comportan todavía como miembros de un todo, debido a que no se consideran miembros en vez de individuos. Pero este todo se va realizando a medida que los miembros conscientes inducen a los demás a comportarse y a sentirse como es debido para que el todo se realice como tal. Así, pues, pueden y deben empujar y arrastrar constantemente a los que aún no han adquirido la conciencia de miembros de la sociedad. Parece que Hegel no quiso construir una teoría autoritaria. Pero esa teoría debe juzgarse por los frutos.
División del trabajo y organicismo
Sin embargo, a mediados del siglo XIX los espíritus se hallaban tan impresionados por el progreso industrial y las correspondientes transformaciones sociales como lo habían estado a principios de siglo por el fenómeno del nacionalismo.
Ahora bien, este sorprendente cambio, realizado a un ritmo vertiginoso desde aproximadamente la época del Contrato social, había sido interpretado en los comienzos de su etapa expansiva por el escocés Adam Smith. En páginas que inmediatamente se hicieron célebres y que siguieron siéndolo, el autor de La riqueza de las naciones destacaba la influencia de la división del trabajo sobre el aumento de la productividad social. No tardó en difundirse la idea de que un conjunto humano produce tanto más —en el lenguaje de Bentham, crea tantos más medios de felicidad— cuanto más los individuos que lo integran desarrollan la diferenciación de sus actividades particulares.
Idea fascinante por el doble movimiento que alumbra: una divergencia que acaba en convergencia. Hegel le sacó un gran partido: recordando que Platón insistía en su República sobre la necesidad de que los ciudadanos permanecieran iguales, viendo en ello la condición necesaria para la unidad social, el filósofo alemán afirma que lo propio del Estado moderno es, por el contrario, permitir la realización de un proceso de diferenciación y conducir una diversidad creciente hacia una unidad cada vez más rica.[123]
Esta misma idea la expresará en nuestros días Durkheim, contraponiendo la solidaridad «mecánica» de una sociedad primitiva, en que los individuos se juntan por su semejanza, a la solidaridad «orgánica» de una sociedad evolucionada, en la que los miembros se necesitan unos a otros precisamente en razón de su diferenciación.[124]
Este concepto de división del trabajo fue introducido en el pensamiento político por Augusto Comte, quien distingue claramente los efectos materiales y los efectos morales del fenómeno. En el orden material, es cierto que las actividades, al diferenciarse, realizan una cooperación más eficaz entre ellas.[125] Sin embargo, no está convencido de que la adaptación de todas estas diferencias se realice tan automáticamente como pretenden los economistas liberales, cuya pasividad rechaza. Comte sostiene que el poder político tiene que intervenir para facilitar esa adaptación. Pero sobre todo observa que el proceso favorece una diferenciación moral que precisa un remedio. El Poder tiene que «contener suficientemente y prevenir en lo posible está fatal disposición a la dispersión fundamental de los sentimientos y de los intereses, resultado inevitable del mismo principio del desarrollo humano, ya que si esta dispersión siguiera sin obstáculos su curso natural, acabaría inevitablemente paralizando el progreso social».[126]
Pero el concepto de división del trabajo no ha terminado su sorprendente carrera. Invadirá la biología, para volver al pensamiento político a través de Spencer, con un contenido nuevo y mayor ímpetu. La biología da un paso decisivo cuando descubre que todos los organismos vivos están compuestos de células. Es cierto que éstas presentan una diversidad de un organismo a otro y dentro de un mismo organismo; y cuanto más elevados son los organismos, mayor es la variedad de las células que los integran. El concepto de división del trabajo, tomado de la economía política, sugiere entonces que todas estas células deben de haber evolucionado por un proceso de diferenciación funcional a partir de una célula elemental relativamente simple, y los sucesivos grados de perfección de los organismos corresponderían a un proceso cada vez más acentuado de división del trabajo vital, de suerte que, finalmente, los organismos podrían considerarse como estadios cada vez más avanzados de un mismo proceso de cooperación celular por la división del trabajo, o como «sociedades de células cada vez más complejas».
Es ésta una de las ideas más geniales que ofrece la historia del espíritu humano. Y aunque la ciencia moderna no la acepte ya bajo esta forma primitiva, se comprende que su aparición impresionara profundamente a las mentes, se adueñara de ellas de manera casi absoluta, renovara los puntos de vista, sobre todo los de la ciencia política. Si la biología concibe los organismos como sociedades, ¿por qué no habrá de concebir el pensamiento político las sociedades como organismos?
Casi simultáneamente a la publicación de El origen de las especies (noviembre de 1859), Spencer entregó a la Westminster Review un sugestivo artículo titulado «El organismo social». En él destaca las semejanzas entre sociedades compuestas de hombres y los organismos compuestos de células.[127] Unas y otros, partiendo de pequeños agregados, aumentan insensiblemente de masa, alcanzando algunos de ellos hasta un volumen mil veces superior al primitivo. Unas y otros tienen al principio una estructura tan simple, que podría pensarse que carecen de ella; pero a lo largo de su desarrollo esta estructura aumenta y se complica continuamente. Al principio, apenas si existe una dependencia mutua entre las partes, pero por grados sucesivos esta dependencia se hace tal que la actividad y la vida de cada parte sólo es posible por la actividad y la vida del resto. Tanto la vida de una sociedad como la de un organismo es independiente de los destinos particulares que lo componen: las unidades constitutivas nacen, crecen, trabajan, se reproducen y mueren, mientras que el cuerpo total sobrevive y va aumentando en su masa, en su complicación estructural y en su actividad funcional.
Esta visión alcanzó inmediatamente un éxito enorme. Proporcionaba al sentimiento moderno de pertenencia al todo una explicación más accesible que la del idealismo hegeliano. Por lo demás, a lo largo de los siglos, ¿cuántas veces no se habrá comparado el cuerpo político a un cuerpo viviente? No hay verdad científica que se admita más fácilmente que la que viene a justificar una imagen a la que se está ya acostumbrado.
La sociedad, organismo viviente
Lo cierto es que, desde la más remota antigüedad —ejemplo, Menenio Agripa—, el cuerpo humano ha inspirado argumentos analógicos para explicar la sociedad.
Escribió Santo Tomás:
El grupo se desharía si no hubiera alguien que se cuidara de él. Así, el cuerpo del hombre, como cualquier animal, se disgregaría si no existiera en ese cuerpo una cierta forma directiva aplicada al bien común de todos sus miembros[128] ... Entre los miembros del cuerpo hay uno principal que lo puede todo, ya sea el corazón o la cabeza. Es, pues, preciso que en toda multitud haya un principio de dirección.[129]
A veces la analogía se llevó demasiado lejos. El inglés Forset, en 1606, comparaba, órgano por órgano, los cuerpos naturales y los cuerpos políticos.[130] De él, según se dice, tomó Hobbes muchas de sus ideas. Yo lo dudo, pues creo que, para Hobbes, Leviatán no recibía sino una apariencia de vida resultante de la única vida real de sus elementos constitutivos, los hombres. Es cierto, sin embargo, que la metáfora es siempre un servidor peligroso: empleada al principio para ilustrar modestamente un razonamiento, no tarda en adueñarse de él y dirigirlo.
También a la arquitectura natural del hombre se refieren Rouvray[131] y el propio Rousseau[132] para explicar la arquitectura, que consideran artificial, de la comunidad. En Rousseau, sin embargo, se siente todo el poder de la imagen sobre el espíritu que la emplea.
El progreso de las ciencias naturales ha invalidado todas las analogías sobre el cuerpo social apoyadas en ejemplos fisiológicos. Estas analogías no tenían ningún fundamento, en primer lugar, porque se basaban en una representación burdamente errónea del organismo y de los órganos tomados como término de comparación, y además y sobre todo, porque si se quiere asimilar la sociedad actualmente existente a un organismo, es preciso referirse a un organismo mucho menos evolucionado, infinitamente menos desarrollado en el doble proceso de diferenciación y de integración de lo que está el hombre.
Dicho de otra manera, si las sociedades son unos seres vivientes, si forman, por encima de la serie animal, una «serie social», como Durkheim no duda en suponer, entonces hay que reconocer que los seres de esta nueva serie se hallan en un estado de su propio desarrollo que los deja muy por detrás de los mamíferos, aun de los más inferiores.
Esta hipótesis, tal como la precisa Spencer, parece conciliar una antigua tendencia del pensamiento con recientes descubrimientos positivos, recibiendo así un gran impulso. Y al mismo tiempo revela una gran fecundidad al impulsar y dar un sentido nuevo a las investigaciones etnológicas: ¿no nos ofrecen las sociedades primitivas, en sus diferentes grados de evolución, el testimonio de estados sucesivos por los que nosotros hemos tenido que pasar? Volveremos a encontrarnos con este punto de vista y veremos lo que de él hay que pensar.
Lo que aquí nos interesa son las conclusiones políticas a que conduce el sistema «organicista». De nuevo asistiremos a la reaparición de una doctrina, formulada con una intención restrictiva del Poder y que casi inmediatamente permitirá, por el contrario, explicar y justificar su extensión.
Spencer es un whig victoriano, entregado desde sus comienzos literarios a restringir la esfera de acción del Poder. Aunque debe mucho —más de lo que él mismo reconoce— a Augusto Comte, se indigna ante las conclusiones a que éste llega respecto del proceso de diferenciación social:
La intensidad de la función reguladora [había dicho el filósofo francés], lejos de disminuir a medida que procede la evolución humana, se hace por el contrario cada vez más indispensable ... Cada día, como consecuencia necesaria de la gran subdivisión actual del trabajo humano, cada uno de nosotros apoya espontáneamente, en muchos aspectos, incluso la conservación de la propia vida en la aptitud y en la moralidad de una multitud de agentes casi desconocidos, cuya ineptitud o perversidad puede afectar gravemente a masas a menudo muy amplias Aunque las diversas funciones particulares de la economía se hallan naturalmente insertas en relaciones de una generalidad creciente, todas ellas deben tender gradualmente a someterse en definitiva a la universal dirección emanada de la función más general de todo el sistema, directamente caracterizada por la acción constante del conjunto sobre las partes.[133]
Spencer le reprocha esta previsión: «La sociedad ideal imaginada por Comte, dice, comporta un gobierno desarrollado en mayor medida, en que las funciones sociales se hallan mucho más sometidas a una dirección pública consciente de lo que en nuestros días observamos, en que una organización jerárquica, con una autoridad indiscutible, lo dirigirá todo y en que la vida individual estará en el más alto grado subordinada a la vida social». Y opone su propia tesis:
Creo que la forma de sociedad hacia la que progresamos es aquella en que el gobierno estará reducido al mínimo y la libertad individual alcanzará su más alto grado; la naturaleza humana habrá sido de tal manera modelada por la costumbre social y de tal manera habituada a la vida en común, que le bastará una escasa fuerza restrictiva exterior; será una sociedad en la que el ciudadano no tolerará restricción alguna de su libre actividad (no interference), salvo la indispensable para mantener la libertad igual de los demás, una sociedad en la que la cooperación espontánea que ha desarrollado, y sigue desarrollando a un ritmo creciente, nuestro sistema industrial producirá órganos para la realización de todas las funciones sociales, y sólo dejará al órgano gubernamental la función de mantener las condiciones de la acción libre, condiciones que posibiliten la cooperación espontánea; en fin, en la que la vida individual alcanzará el más alto grado compatible con la vida en sociedad, y en la que la vida social no tendrá otro fin que mantener la más completa esfera de vida individual.[134]
El problema de la extensión del Poder en la teoría organicista
En esta controversia, el problema de la extensión del poder se plantea abiertamente. Comte y Spencer están de acuerdo en reconocer en el poder un producto de la evolución, un órgano —en el sentido biológico, para Spencer; en sentido figurado, para Comte— cuya causa final o fin es la coordinación de la diversidad social y la armonía de sus partes.
¿Debemos pensar que a medida que la sociedad evoluciona y el órgano de gobierno asume su fin, debe dirigir con mayor rigor y minuciosidad los actos de los miembros de la sociedad, o que, por el contrario, debe soltar su presa, aligerar su intervención y reducir sus exigencias?
Guiado por sus preferencias, Spencer pretendió sacar de su hipótesis organicista la conclusión, preexistente en su espíritu, de una disminución del Poder. Y lo quiso con tanta mayor convicción cuanto que, después de haber visto en su juventud bajar la curva del Poder, pudo observar en su madurez que volvía a subir, ascensión que afligió su vejez.[135] Puesto que esta subida coincidía con el desarrollo de las instituciones democráticas, podía deducirse que no es transfiriendo al pueblo el derecho soberano como se puede limitar el Poder. Spencer intentó demostrar que esta limitación se ajustaba al sentido de la evolución y del progreso.
A este fin, se sirvió de la oposición sansimoniana entre las sociedades de tipo militar y las sociedades de tipo industrial, traduciendo este contraste en términos psicológicos. Es cierto, dice Spencer, que en su actividad exterior, que es la lucha contra las otras sociedades, el organismo social se moviliza siempre de una manera más completa, reúne siempre más intensamente sus fuerzas, y este proceso se desenvuelve en medio de una centralización y de un crecimiento del poder. Por el contrario, su actividad interior, que se desenvuelve en medio de la diversificación de funciones y de una adaptación recíproca cada vez más eficaz de las partes, cada vez más subdivididas y particularizadas, no requiere un único regulador central, sino que por el contrario elabora, al margen del órgano gubernamental, unos órganos reguladores distintos y numerosos (como los mercados de materias primas o de valores, las cámaras de compensación bancaria, los sindicatos y asociaciones diversas). Y esta tesis la apoya en argumentos precisos tomados de la fisiología, en la que el filósofo descubría la misma dualidad, y por un lado la misma concentración, y por otro la misma dispersión ordenada.
Pero la concepción de la sociedad como organismo, que tanto hizo por acreditar, acabará volviéndose contra él.
El biólogo Huxley pudo objetarle inmediatamente:
Si las semejanzas entre el cuerpo fisiológico y el cuerpo político han de aportarnos alguna luz no sólo sobre lo que es este último, sino sobre la forma en que se ha convertido en lo que es, sobre lo que debe ser y aquello en que tiende a convertirse, me veo en la necesidad de contestar que toda la fuerza de la analogía va en contra de la doctrina restrictiva de la función del Estado.[136]
No nos corresponde decidir quién de los dos, Spencer o Huxley, interpreta más correctamente «las tendencias políticas del organismo fisiológico». Lo importante es que la manera de ver organicista, adoptada por doquier, ha militado exclusivamente para explicar y justificar el aumento indefinido de las funciones y del aparato gubernamental.[137]
Durkheim, finalmente, en una obra que haría escuela,[138] amalgama hegelismo y organicismo, afirma que las dimensiones y las funciones del órgano gubernamental tienen que aumentar necesariamente con el desarrollo de las sociedades,[139] y que la fuerza de la autoridad debe crecer en razón de la fuerza de los sentimientos comunes.[140] Más tarde irá aún más lejos y pretenderá que incluso los sentimientos religiosos no son otra cosa que sentimientos que pertenecen a la sociedad, premoniciones oscuras que elaboramos sobre un Ser de un grado superior al nuestro; finalmente, afirmará también que, bajo el nombre de dioses o de Dios, no hemos hecho más que adorar a la sociedad.[141]
Agua al molino del Poder
Hemos pasado revista a cuatro familias de teorías, cuatro concepciones abstractas del Poder.
Dos de ellas, las teorías de la soberanía, explican y justifican el Poder por un derecho que recibe del soberano, ya sea Dios ya sea el pueblo, y que puede ejercer en virtud de su legitimidad o justo origen. Las otras dos, que hemos llamado teorías orgánicas, explican y justifican el Poder por su función o fin, que consiste en asegurar la coherencia material y moral de la sociedad.
En las dos primeras, el Poder aparece como un centro ordenador en el seno de una multitud. En la tercera, como un foco de cristalización, o, si se prefiere, como una zona iluminada a partir de la cual se propaga la luz. En la cuarta, finalmente, como un Órgano en un organismo. En las teorías de la soberanía el derecho de mando se concibe como absoluto. En las otras su función se concibe como creciente. Por muy diferentes que sean, no hay ninguna de la que no se pueda deducir, y que no se haya en un momento dado deducido, la justificación de un imperio absoluto del Poder.
Sin embargo, en cuanto basadas en una visión nominalista de la sociedad, y en el reconocimiento del individuo como única realidad, las dos primeras implican una cierta repugnancia a la absorción del hombre: admiten la idea de unos derechos subjetivos. La primera de todas, al suponer una ley divina inmutable, supone también un derecho objetivo cuyo respeto se impone imperativamente. En las teorías más recientes sólo puede haber un derecho objetivo forjado por la sociedad y siempre modificable por ella, y derechos subjetivos que la sociedad concede.
Parece, pues, como si las teorías se escalonaran históricamente de tal forma que cada vez fueran más favorables al Poder. Un fenómeno mucho más perceptible es la evolución propia de cada teoría. Cada una de ellas puede concebirse con la intención de poner un freno al poder, pero siempre acaban sirviéndole, mientras que el proceso inverso, de una teoría favorable al poder que se convierte en hostil al mismo, no se ha observado jamás. Todo sucede como si alguna fuerza de atracción del Poder hiciera gravitar en torno a él incluso los sistemas intelectuales concebidos para limitarlo.
Es ésta una de las propiedades que manifiesta el Poder. Algo que dura, algo capaz de acción física y moral. ¿Podemos decir que comprendemos su naturaleza? En absoluto. Dejemos, pues, a un lado los grandes sistemas, que nada esencial nos han enseñado, y afrontemos el descubrimiento del Poder. Ante todo, intentemos asistir a su nacimiento, o por lo menos sorprenderle lo más cerca posible de sus lejanos orígenes.
Notas al pie de página
[66] Necker, Du Pouvoir exécutif dans les grands États (1792), pp. 20-22.
[67] Rousseau, Contrato social, Libro III, cap. VI.
[68] Nécker, op. cit.
[69] J.G. Frazer, Lectures on the Early History of Kingship, Londres 1905, pp. 2-3.
[70] Burlamaqui, Principes de Droit politique, Amsterdam 1751, t. I, p. 43.
[71] Entendemos que no era soberano en el sentido moderno de la palabra. La soberanía medieval no era sino superioridad (del latín popular superanum). Es la cualidad que pertenece al poder situado por encima de todos los demás y que no tiene por encima de él un poder superior en la jerarquía temporal. Pero de que sea el más elevado no se deduce que el derecho del soberano sea de naturaleza distinta que los derechos que están por debajo de é1: no los quebranta ni es considerado como su fuente y autor. Cuando en el texto describimos el carácter del Poder soberano, nos referimos a la concepción moderna de soberanía, que se desarrolló en el siglo XVII.
[72] En la gran obra que los hermanos R.W. y A.J. Carlyle consagraron a las ideas políticas de la Edad Media (A History of Political Medieval Theory in the West, Londres, 6 vols., 1903-1936), se encuentra cien veces reiterada esta idea, demostrada por el conjunto de sus investigaciones, de que el monarca era concebido por los pensadores medievales y generalmente considerado como sometido a la ley, obligado por ella, e incapaz de cambiarla autoritariamente. La ley es para él algo dado, y a decir verdad el verdadero soberano.
[73] Citado por Marc Bloch, Les Rois thaumaturges, p. 351.
[74] Luis XIV, Oeuvres, t. II, p. 317.
[75] Domingo de Ramos de 1662.
[76] Véase Epístola a los Romanos, XIII, 1. Comentarios en Carlyle, op. cit., t. I, pp. 89-98.
[77] San Gregorio, Regula pastoralis, III, 4.
[78] Véase concretamente Hincmar de Reims, De fide Carolo regi servanda, XXIII.
[79] Epístola CVI, P.L., t. CLXII, col. 121
[80] Véa el interesante estudio de Noel Valois sobre Juan de Jandún y Marsilio de Padua en L'Histoire littéraire de la France, t. XXIV, pp. 575ss.
[81] «La teoría democrática de Marsilio de Padua conduce a la proclamación de la omnipotencia imperial», dice Noel Valois, op. cit., p. 614.
[82] «Sin Lutero no existiría Luis XIV», dice con razón J.N. Figgis (Studies of political thought from Gerson to Grotius, 2. ed., Cambridge 1923, p. 62).
[83] Así, son quemados en París, en 1610, De rege et regis institutione de Mariana, y el Tractatus de potestate Summi Pontificis in temporalibus de Belarmino; y en 1614, la Defensio fidei de Suárez. Y lo mismo en Londres.
[84] Vitoria, Relectio de indiis , I, 7.
[85] «La naturaleza del hombre exige que éste sea animal social y político y que viva en colectividad», había dicho Santo Tomás, De regimine principum, t. I, 1.
[86] Véase Suárez, De legibus ac de Deo legislatore, libro III, caps. I, II, III y IV. En la Summa en dos volúmenes, pp. 634-635.
[87] Belarmino, De laicis , 1. III.
[88] Belarmino, Respuesta a Jacobo I de Inglaterra. Oeuvres, t. XII, pp. 184ss.
[89] Suárez, De Opere, 1. V, cap. VII, n. 3; t. III, p. 414.
[90] La innovación de Rousseau consistirá únicamente en dividir en dos actos sucesivos este acto original; por el primero, se constituye la ciudad; por el segundo, se designa un gobierno, lo cual agrava en principio la dependencia del Poder. Pero esto no es más que prolongar el sentido del pensamiento de los jesuitas.
[91] Spinoza, Tratado teológico-político, XVI.
[92] Th. Huxley, Natural and Political Rights, en Methods and Results, Londres 1893.
[93] Hobbes, Leviatán, 2. parte, cap. XVII, De causa, generatione et definitione civitatis.
[94] Hobbes, Leviatán, 2. part., cap. XVIII. Se trata de una proposición fundamental que Hobbes retorna en todas sus formas. Así, en el caso de un acto particular del soberano representante del pueblo que afecte a un individuo: «Cualquier cosa que el soberano representante haga a un sujeto, bajo el pretexto que sea, no puede considerarse una injusticia o un daño; pues cada sujeto es autor de cada uno de los actos del soberano.» Ibid., cap. XXI. Y tratándose de la ley: «... ninguna ley puede ser injusta. La ley está hecha por el poder soberano y todo lo que hace este poder es admitido (previamente) por cada uno de los miembros del pueblo; y todo lo que cada hombre en particular ha querido, ningún hombre puede calificarlo de injusto.» Ibid., cap. XXX.
[95] Spinoza, op. cit., cap. XVI: Los fundamentos del Estado.
[96] Ibidem.
[97] San Agustín, Comentario a la epístola a los Romanos.
[98] Del contrato social, libro I, cap. VI.
[99] Leviatán, 2.a parte, cap. XVII.
[100] Esto es menos sorprendente. Pero de aquí no se deduce que la libertad individual tenga que ser mayor, como ya observó Hobbes antes de Montesquieu y Benjamin Constant.
«La libertad de la que se hacen tan frecuentes y loables menciones en la historia y en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, así como en los escritos y en el lenguaje de quienes aprendieron la política en estos autores antiguos, no es la libertad de los particulares, sino la libertad del conjunto.»... Atenienses y romanos eran libres; esto significa que eran libres sus ciudades, no que los particulares pudieran resistirse a su representante; pero su representante era libre de resistir, e incluso invadir, a otros pueblos. Todavía hoy, en los torreones de la ciudad de Lucques, puede leerse en grandes caracteres la palabra LIBERTAS; sin embargo, no puede concluirse que el individuo tenga más libertad o más inmunidad respecto a las exigencias de la república, que la que tiene en Constantinopla. Que un Estado sea monárquico o popular, la libertad es siempre la misma.» Leviatán, 2.a parte, cap. XXI. Flobbes quiere decir que el sujeto, como particular, sólo es libre en las cosas que el soberano le permite, y la amplitud de esta libertad no depende de la forma de gobierno.
[101] Bossuet, Cinquième avertissement aux protestants.
[102] Del contrato social, libro III, cap. III.
[103] «Para que el cuerpo del gobierno tenga existencia, vida real que le distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan actuar concertados y respondan al fin para el cual ha sido creado, precisa de un yo particular, de una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propia que tienda a su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, poder para deliberar, para resolver, derechos, títulos, privilegios que pertenecen exclusivamente al príncipe.» Del contrato social, libro III, cap. II.
[104] Libro III, cap. X.
[105] Ibidem.
[106] No hay que olvidar que cuando Rousseau reserva al pueblo el derecho exclusivo de hacer la ley, entiende por ello unas prescripciones muy generales, y no todas las disposiciones precisas y particulares que el derecho constitucional moderno engloba bajo el nombre de legislación.
[107] Ha estado siempre atento a fundar su autoridad sobre la soberanía del pueblo. Así en esta declaración: «La revolución ha concluido; sus principios han quedado fijados en mi persona. El gobierno actual es el representante del pueblo soberano; no puede haber revolución contra el soberano.» Y Molé hace notar: «Ni una palabra ha salido de la boca o de la pluma de este hombre que no tuviese el mismo carácter, que no se engarce en el mismo sistema, que no se encaminara al mismo fin: reproducir el principio de la soberanía del pueblo, que é1 creía el más erróneo y el más fecundo en consecuencias funestas.» Mathieu Molé, Souvenirs d'un Térnoin, Ginebra 1943, p. 222.
[108] No se me debe atribuir la afirmación de que en la sociedad medieval el único cuerpo que controlaba y frenaba al Poder era la Iglesia. Aquí no describimos los hechos, sino que analizamos las teorías.
[109] «Siempre que, observa Sismondi, se ha reconocido que todo poder procede del pueblo por elección, los que reciben más inmediatamente este poder del pueblo, aquellos cuyos electores son más numerosos, deben también considerar su poder más legítimo.» Sismondi, Etudes sur les Constitutions des Peuples modernes, París 1836, p. 305.
[110] Del contrato social, libro III, cap. XV.
[111] Del contrato social, libro III, cap. XV.
[112] La misma desconfianza hacia los «representantes» encontramos en Kant. «El pueblo, escribe el filósofo, que está representado por sus diputados en el parlamento, encuentra en estos guardianes de su libertad y de sus derechos hombres que se interesan vivamente por su propia posición y por la de los miembros de su familia, en el ejército, en la marina y en las funciones civiles —cosas todas dependientes de los ministros—, y que, en lugar de oponer una resistencia a las pretensiones del gobierno, están siempre dispuestos, por el contrario, a que el gobierno pase a sus propias manos.» Kant, Metafísica de las costumbres, trad. Barni, París 1853, p. 179.
[113] Summa theol.,II-II, 42, 2: «Ad tertiam dicendum quod regimen tyrannicum non est justum; quia non ordinatur ad bonum commune sed ad bonum privatum regentis, ut patet per Phil. in 3 Polit. et in 8 Ethic.; et ideo perturbatio hujus regiminis non habet rationem seditionis.»
[114] En términos medievales, si administra in destructionem mientras debe hacerlo in aedificationem.
[115] Del contrato social, libro II, cap.III.
[116] Cfr. Cicerón, De republica, I, 25, 39: «res publica, res populi, populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis juris consensu et utilitatis communione sociatus.»
[117] Así: «... aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo artificial (el cuerpo político o la sociedad)...» Contrato social, 1. II, capítulo
[118] Hobbes, a quien los disturbios civiles causaban tal horror que huyó de su país apenas hicieron su aparición, sólo quiso atribuir al Poder este carácter absoluto porque aborrecía por encima de todo la recaída humana en lo que le parecía, con razón o sin ella, el estado primitivo, la lucha de todos contra todos. Tras elaborar su teoría del derecho de mando ilimitado, respondía así a las objeciones: «Pero se podrá aquí objetar que la condición de súbditos es muy miserable, puesto que están expuestos a la avaricia y otras pasiones irregulares de quienes tienen en sus manos un poder tan ilimitado. Y, por lo general, quienes viven bajo un monarca acusan a la monarquía; y quienes viven en democracia o están regidos por cualquier otra autoridad soberana, atribuyen sus desgracias a esta forma de gobierno, mientras que el poder, en todas sus formas, si es bastante completo para protegerlos, es siempre el mismo.
«No ven que la condición humana no se concibe sin algún inconveniente, y que el peor que puede infligir un gobierno, sea cual fuere su forma, apenas se percibe comparado con las miserias y las horribles calamidades que acompañan a una guerra civil y con la condición anárquica de los hombres sin dueño, libres de toda ley, de todo poder coercitivo que se oponga a sus rapiñas y a sus venganzas.» Leviatán, 1.a ed. de 1651, p. 94.
[119] Debido al singular carácter del lenguaje hegeliano, he evitado las citas literales. Los textos esenciales se encuentran en el tomo VII de la edición Lasson de las obras completas»: Schriften zur Politik und Rechtsphilosophie.
[120] Véase particularmente Carré de Malberg, Contribution à la Theorie generale de l'État, 2 vols., París 1920, y Paul Bastid, en su importante obra: Sieyés et sa Pensée, París 1939.
[121] Del contrato social, libro I, cap. VII.
[122] Del contrato social, libro II, cap. III.
[123] «El principio de los Estados modernos tiene el poder y la profundidad extrema de dejar que el principio de la subjetividad se realice hasta el extremo de la particularidad individual autónoma y al mismo tiempo de conducirlo a la unidad sustancial y así mantener esta unidad en este mismo principio.» Hegel, Principios de filosofía del derecho, parágrafo 260.
[124] Véase Durkheim, De la Division du Travail social, 1.a ed. París 1893.
[125] Auguste Comte, Cours de Philosophie positive, París, 1839, especialmente tomo IV, pp. 470-480.
[126] Comte citado por Durkheim, op. cit., pp. 401-02.
[127] Véase H. Spencer, Essays, scientific, political and speculative, 3 vols., Londres 1868 a 1875. El artículo citado ocupa las pp. 384-428 del primer tomo; el pasaje aquí resumido, las pp. 391-392.
[128] De regimine principum, I, 1.
[129] Ib., 1, 2.
[130] E. Forset, A Comparative Discourse of Bodies Natural and Politique, Londres 1606.
[131] Du Rouvray, Le Triomphe des Républiques, 1673.
[132] En la Enciclopedia, artículo «Economía política», escribe: «El cuerpo político, tomado individualmente, puede ser considerado como un cuerpo organizado que vive y semejante al del hombre. El poder soberano representa la cabeza; las leyes y las costumbres son el cerebro, principio de los nervios y asiento del entendimiento, de la voluntad y de los sentidos, cuyos órganos son los jueces y magistrados; el comercio, la industria, la agricultura, son la boca y el estómago, que preparan la subsistencia común; las finanzas públicas son la sangre que una prudente economía, desempeñando la función del corazón, se ocupa de distribuir el alimento por todo el cuerpo; los ciudadanos son el cuerpo y los miembros que hacen mover, vivir y trabajar la máquina, que no puede quebrarse en alguna parte sin que inmediatamente se sienta la impresión dolorosa en el cerebro si el animal goza de buena salud.
«La vida de uno y otro es el yo común al todo, la sensibilidad recíproca y la correspondencia interna de todas las partes. Si esta comunicación desaparece, la unidad formal se deshace y las partes contiguas no se pertenecen unas a otra más que por mera yuxtaposición, el hombre muere o el Estado se disuelve.
«El cuerpo político es, pues, también un ser moral que tiene una voluntad, y esta voluntad general que tiende siempre a la conservación y al bienestar del todo y de cada parte, y que es la fuente de las leyes...», etc.
Rousseau dice y repite a continuación que se trata de un «cuerpo artificial». En este artículo «Economía política», la metáfora le llevó demasiado lejos: tal vez ésta sea la razón de que más tarde evite toda referencia a este pasaje, como observa su exégeta Schinz. No por ello es menos cierto que la imagen actuó poderosamente sobre su mente, especialmente para sugerir que el cuerpo social es bien conducido por el «amor a si mismo». Véase mi Essai sur la politique de Rousseau.
[133] Philosophie positive, t. Iv, pp. 486, 488 y 490.
[134] Spencer, Essays, t. HI, pp. 72-73.
[135] Escribe en las Instituciones profesionales e industriales, ed. fr . pp. 517-518: «A mediados de siglo se había alcanzado, especialmente en Inglaterra, el más alto grado de libertad que jamás existió desde que las naciones comenzaron a formarse... Pero el movimiento que en tan gran medida rompió la regla despótica del pasado llegó a un punto a partir del cual comenzó a retroceder. En lugar de las restricciones y opresiones del orden antiguo, otra clase de restricciones y opresiones se han venido imponiendo gradualmente. En lugar del dominio de las clases sociales poderosas, los hombres erigen con sus manos el reino de las clases oficiales que se harán tan poderosas y aún más, clases que al final serán tan diferentes de lo que sostienen las teorías socialistas, como la rica y orgullosa jerarquía de la Edad Media difería de los grupos de pobres y humildes misioneros de donde había salido.»
[136] «Supongamos —prosigue Huxley— que, de acuerdo con esta doctrina, cada músculo arguya que el sistema nervioso no tiene derecho a intervenir en su propia constricción si no es para impedir la constricción de otro músculo; o que cada glándula pretenda segregar de modo que su secreción no moleste a ninguna otra; supongamos que cada célula esté abandonada a su propio interés y que todo estuviera dominado por el dejar hacer: ¿qué ocurriría con el cuerpo fisiológico?
«La verdad es que el poder soberano del cuerpo piensa por el organismo fisiológico, actúa por él y gobierna con mano de hierro todas las partes que lo componen. Incluso los glóbulos sanguíneos no pueden tener una reunión pública sin que se les acuse de causar una congestión, y el cerebro, como tantos déspotas que hemos conocido, llama en seguida al acero... del bisturí. Como en el Leviatán de Hobbes, el representante de la autoridad soberana en el organismo vivo está por encima de la ley, aunque su poder derive de la masa que él gobierna. La menor duda sobre su autoridad causa la muerte, o esa muerte parcial que llamamos parálisis.
«De ahí que si la analogía del cuerpo político con el cuerpo fisiológico significa algo, creo que justifica el crecimiento y no la disminución de la autoridad gubernamental.» En el ensayo Administrative Nihilism escrito en respuesta a Spencer y recogido en el volumen Method and Results, Londres 1893.
[137] Véase, entre muchos otros, Lilienfeld, Die tnenschliche Gesellschaft als realer Organismus, Mittau 1873. La sociedad es la clase más alta de organismo vivo; Alb. Schaffle, Bau und Leben des sozialen Korpers, 4 volúmenes, publicados de 1875 a 1878, en que el autor prosigue laboriosamente, órgano por órgano, la composición del cuerpo fisiológico y del cuerpo social. Lo que no impediría que Wormes siguiera la misma línea de pensamiento en Organisme et société, París 1893. Y también G. de Graef, Le Transformisme social. Essai sur le Progrés et le Regrés des Sociétés, París 1893. «En la historia del desarrollo de las sociedades humanas, los órganos reguladores de la fuerza colectiva se perfeccionan progresivamente creando una coordinación cada vez más poderosa de todos los agentes sociales. ¿Acaso no ocurre lo mismo en la serie jerárquica de todas las especies vivas, y acaso no es la medida de su organización lo que les asigna el lugar en la escala animal? Lo mismo, en las sociedades, el grado de organización es la medida común, el metro del progreso; no existe otro criterio de su valor respectivo y relativo en la historia de las civilizaciones. » Podemos citar también a Novicof, Conscience et Volonté sociales, París 1893. La tesis tuvo mucho éxito en los círculos socialistas donde Vandervelde se hace su ardiente propagandista. En fin, la más reciente exposición, y la mejor, es la del biólogo Oskar Hertwig, Der Staat als Organismus, 1922.
[138] De la Division du Travail social, París 1892.
[139] «Es contrario a todo método considerar las dimensiones actuales del órgano de gobierno como un hecho mórbido y debido al concurso de circunstancias accidentales. Todo induce a ver en ellas un fenómeno normal, que depende de la estructura misma de las sociedades superiores, puesto que progresa de manera regularmente continua a medida que las sociedades se acercan a este tipo...», etc. L. c., pp. 201-202.
[140] «Siempre que nos encontremos en presencia de un aparato de gobierno dotado de una gran autoridad, hay que buscar su razón de ser, no en la situación particular de los gobernantes, sino en la naturaleza de las sociedades que gobiernan. Hay que observar cuáles son las creencias y los sentimientos comunes que, encarnándose en una persona o en una familia, le han comunicado semejante poder.» L. c., pp. 213-214.
Como en la tesis de Durkheim, en este punto inspirada en Hegel, la sociedad parte de una solidaridad moral muy fuerte, para volver, a través de un proceso de diferenciación, a una solidaridad todavía más perfecta, resulta que la autoridad, después de haberse debilitado, debe al fin reforzarse.
[141] Véase Les Formes élémentaires de la Vie religieuse, 2.a ed., París 1925: «El fiel no se equivoca cuando cree en la existencia de un poder moral de la que depende y a la que debe lo mejor de sí mismo; este poder existe: es la sociedad... Dios no es más que la expresión figurada de sociedad. » L. c., pp. 322-323.