Prólogo
El Poder es uno de los libros más importantes del siglo y su autor uno de los más finos y agudos escritores políticos de la época, cuyo pensamiento se entiende mejor teniendo en cuenta tanto sus inquietudes como sus peripecias; sus pliegues y matices son muchas veces una consecuencia directa de su biografía. Esto en modo alguno significa que la mayoría de sus obras sean de circunstancias. Las circunstancias fueron el acicate que le llevó pensar los asuntos políticos, sociales y económicos en un plano que las transciende: así, la 'circunstancia' de estar en 1943 vigilado por la Gestapo le hizo interrumpir su vida de reportero, entregarse con pasión a los estudios históricos, concebir una historia conceptual del crecimiento del Poder y, una vez exiliado en Suiza, que empezase a abandonar el periodismo, su gran escuela, como profesión, dedicándose a la enseñanza y la investigación. Du Pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance, su obra más conocida y famosa, publicada en Ginebra en marzo de 1945, constituye justamente una especie de culminación de la primera etapa de su vida y comienzo de la segunda.
I
1. Más o menos hasta los cuarenta años, fue Jouvenel un distinguido periodista diplomático, reportero internacional y enviado especial de diversos periódicos, que recorrió el mundo geográfico, histórico, ideológico y político escudriñándolo todo: fue, verdaderamente, la etapa de Un viajero a través del siglo, expresión con la que tituló unos sugestivos recuerdos o memorias de esa etapa de su vida que hacen comprender tanto que El Poder no responde a una pura inquietud intelectual en sentido abstracto como al deseo de iluminar muchos de sus entresijos. Un voyageur dans le siécle, publicado cuando contaba Jouvenel sesenta y cinco años,[1] es tanto un testimonio como una aguda visión de la situación europea y de las complejas relaciones de poder en la época. Esta dedicación de Jouvenel a las relaciones entre los Estados, a la situación social y económica de las naciones, la fascinación e inquietud que suscitó en él el fenómeno totalitario y el conocimiento directo, casi como protagonista, de su sutil entramado y de tantos actores principales y secundarios, constituye la clave de su interpretación de la historia europea como historia del Poder, que ayuda sobremanera a entender Du Pouvoir.
Su amigo Raymond Aron, que apenas conocía a Jouvenel antes de 1939, aunque habían asistido al mismo Liceo y se habían encontrado en 1925 o 1926 en Ginebra, sintetiza así en sus Memorias esta primera etapa de la vida de Jouvenel: «Comenzó su carrera de periodista y escritor mucho antes que yo. Cuando aún me estaba liberando trabajosamente de las lecciones de Alain, él ya recorría Europa y el mundo, frecuentaba a todos los políticos de Francia y de Inglaterra. Pertenecía por nacimiento,por su padre y por su tío Robert [de Jouvenel], a la clase política de la III República; en los salones de su madre conoció a los fundadores de 'la Europa de Versalles'. En 1919, cuando se firmó el tratado, yo vivía en Versalles y, perdido entre la multitud, miraba pasar a los hombres que construían el mundo de postguerra. Probablemente él se encontraba en la Galería de los Espejos.» Pertenecientes a la misma generación —Bertrand era sólo dos años mayor—, «él llevaba ya una vida de periodista muy introducido en la política que estaba haciendo la historia».[2] Después de 1945, Jouvenel, que había querido ser biólogo, dotado de una excelente formación, pues estudió también matemáticas y derecho, llevó la vida propia de un estudioso de las grandes cuestiones de la época, entregado a la enseñanza y la investigación, o, más exactamente, como él mismo decía, a la enseñanza y al estudio de los futuros posibles. Enseñó en diversas universidades inglesas y norteamericanas, en la Facultad de Derecho y Ciencias Económicas de París, como profesor asociado, y en otros centros. De la primera etapa de su vida conservó, además del estilo, claro y conciso, la información, la experiencia, el conocimiento de los hombres, de los lugares y de su historia, la percepción casi táctil del fenómeno del poder y de la grandeza y las miserias de su ejercicio. Fue aquella una época apasionante, de correrías por el mundo occidental durante el intenso periodo de entreguerras que concluyó objetivamente, puestos a fijar una fecha de acuerdo con lo que él mismo dice, con la Segunda Guerra Mundial y El Poder; subjetivamente, quizá un poco antes, hacia la citada de 1943, cuando tenía cuarenta años, en Suiza, donde se había refugiado a finales de septiembre al descubrir los alemanes sus actividades de espionaje. Según él mismo, los años 1943 y 1944 fueron «el periodo de cristalización de mi pensamiento».
2. Hijo de Henry de Jouvenel des Ursins, distinguido senador y embajador de Francia, cuya familia, oriunda de Italia, participó activamente en política al menos desde el siglo XV, Bertrand estaba 'orgulloso' de su nacimiento, «fruto de una campaña pro-Deyfus de mi padre, Henry de Jouvenel, campaña en la que conoció al industrial Alfred Boas, enfermo de una herida de guerra en 1870», y a la que siguió su matrimonio con su hija «Sarah Claire Boas, mi madre».[3]
El futuro barón de Jouvenel nació en 1903 en París, donde también murió en 1987. Como sus progenitores se habían separado a los tres años de matrimonio y poco después el padre conoció a Colette —con la que Bertrand siempre tuvo buenas relaciones—, quedó al cuidado de su madre. Sarah Claire, «dejada sola», continuó empero «desempeñando un papel político importante» en la vida social, recibiendo en su casa a gente distinguida. Allí conoció el pequeño Jouvenel a personajes de gran relieve político e intelectual. A Anatole France, a quien atribuye su gusto por la historia, a Bergson, Paul Claudel y Gabriele d'Annunzio. Philippe Berthelot, secretario general del Quai d'Orsay, y Aristides Briand acostumbraban encontrarse en el salón de su madre con el eslovaco Milan Stefanik —«mi héroe», «un hombre maravilloso, de los que más he admirado y amado», escribe Bertrand[4] — y con el checo Benes, fraguándose y decidiéndose en esas reuniones el destino de la futura Checoslovaquia, «nombre que sorprendió a la época», con el que se designó la unión de Bohemia y Eslovaquia. El salón de su madre contribuyó a su temprano «interés por la cosa pública y la política». Por cierto, la primera toma de posición del joven Jouvenel fue a favor de la reconciliación franco-alemana, actitud que mantuvo siempre, y de los soviets, que se retiraban de la guerra.
De la guerra del 14, cuyas vicisitudes, vividas a través de tan importantes personajes, impresionaron al joven Bertrand de Jouvenel, afirma que dejó un legado, en lo que concierne a las instituciones políticas, que ha marcado todo el siglo. La gran novedad, el Estado Totalitario, tal como fue creado por Stalin y Hitler a consecuencia de aquélla, hubiera sido inconcebible en la atmósfera del siglo XIX. Elie Halévy, observa retrospectivamente Jouvenel, expresó muy bien que la guerra de 1914 había abierto lo que aquel escritor denominó, dando título a un libro famoso, «la era de las tiranías»[5] : La guerra de 1914 ha sido, escribe Jouvenel, el precedente de las tiranías, de los horrores, de los aplastamientos que han revestido nuestro siglo.» En ella se precipitó la crisis de Europa que venía gestándose desde bastante atrás. Los marxistas, comenta fríamente, pretenden que han sido los intereses capitalistas la causa de la guerra. La verdad es, recuerda como ejemplo, que la sede mundial del capitalismo estaba en la City de Londres, y Lloyd George, canciller del Exchequer, ha contado la firmeza con que le hizo saber el gobernador de la banca inglesa su total oposición a la entrada de Inglaterra en la guerra, en nombre de los intereses financieros y comerciales de la City. Y, a mayor abundamiento, los grandes intereses franceses en Rusia se perdieron por completo. En opinión de Jouvenel, rechazando la interpretación mecanicista, la causa principal de la contienda no fueron los intereses, sino las pasiones: el conflicto entre el orgullo de la Rusia zarista, empujada por Raymond Poincaré —el presidente de la República francesa a quien siempre achacó la destrucción de la posibilidad de una reconciliación franco-alemana, que a sus ojos era posible aún después de Versalles— y el de Austria-Hungría, que se disputaban la tutela de los reinos balcánicos surgidos de la descomposición del Imperio otomano. Su origen fue, pues, una querella germano-eslava.[6]
Recuerda asimismo morosamente Jouvenel cuánto le escandalizó el hecho de que los alemanes no hubiesen participado en la discusión del tratado de paz. Un hecho nuevo, «sin precedente en la historia de las relaciones entre las potencias europeas», dice coincidiendo, entre otros muchos, con Carl Schmitt, quien señaló que aquello fue el comienzo del fin del ius publicum europaeum. «Me chocó ver, escribe Jouvenel, que se rehusase a los plenipotenciarios [alemanes] sentarse en la mesa de los vencedores», abandonando la vieja tradición política europea de tratar al adversario como enemigo político, no como enemigo absoluto. El sentimiento de esta injusticia cometida con los alemanes, compartido con muchos contemporáneos, que miraban semejante error no sólo como lamentable, sino peligroso para el futuro, al engendrar un espíritu de revancha, «obsesionó su juventud».[7] Constituía sin duda una prueba de cómo había evolucionado el espíritu europeo y el síntoma de que el espíritu totalitario no era algo accidental y aislado, de unos pocos o de algunos regímenes, sino una grave enfermedad general de la vieja Europa. Volvería a sentir una profunda consternación por una causa parecida mucho más tarde, al oír, en enero de 1943, que Roosevelt exigía a los alemanes «la capitulación sin condiciones». No sólo porque él mismo había creído y dicho que los aliados estarían prestos a negociar con los alemanes en cuanto se hubieran desembarazado de Hitler, sino porque era una invitación a que lucharan con exasperación. De hecho, la prolongación de la guerra, escribe, aumentó el número de víctimas, y sobre todo las de millones en los campos de concentración.[8]
En fin, con la guerra del 14, por la manera de llevarla cabo y la forma de concluirla, para Jouvenel se acabó el siglo XIX y comenzó lo que Ernst Nolte denomina la era de las guerras civiles europeas de este siglo.[9] Dio pie además, en efecto, no sólo a la 'estatificación de la economía', explicable por la guerra, sino a algo mucho más grave, a esa 'estatificación del pensamiento' que, dice Jouvenel, un patriota antinacionalista, adoptó dos formas, una negativa, con la supresión de cualquier expresión juzgada desfavorable al interés nacional; y otra positiva, «lo que llamaremos la organización del entusiasmo», o, dicho de otra manera, «la movilización total» descrita por E. Jünger en 1930, que tituló así uno de sus famosos ensayos,[10] hecho que también impresionó muy pronto a Jouvenel.
3. La generalizada sensación de inseguridad propia de la época inclinó a mucha gente hacia soluciones que prometían una seguridad total. En Bertrand de Jouvenel suscitó en cambio un tipo muy diferente de inquietud. Aunque siempre reconoció la enorme influencia que ejercieron sobre él Balzac, cuyo mundo conocía «bastante mejor que el que le rodeaba», y Zola, que, igual que aquél, «hizo vivir ante nuestros ojos la sociedad de su tiempo», el pensador más importante de este siglo fue para él H.G. Wells. Le adeudó a Wells «la preocupación que le obsesionó toda su vida», o quizá, más bien, se la confirmó «la marcha futura de la familia humana». Según Jouvenel, si se lee al azar sólo una de sus obras no se verá en ella más que una fantasía. Pero si se leen varias, se percibe un conjunto de especulaciones sobre los futuros posibles, escribe[11] el fundador de Futuribles. Lo cierto es que, de acuerdo con su testimonio, Wells contribuyó poderosamente a que se guiase Jouvenel a lo largo de toda su vida, no ciertamente por la moda ideológica de la utopía, aún tan viva entre intelectuales sin ideas —«los sueños de Utopía derivan siempre, dirá en La soberanía, hacia una cierta grosería»[12] —, sino por su afirmación de que las ciencias sociales deben orientarse hacia el futuro, a adivinar el futuro de la especie. Esta idea, a la que dio nuevo impulso retomando ese concepto del jesuita español de Molina, explica muchas cosas tanto del método como de la actitud de Jouvenel. En El arte de prever el futuro político definió mucho más tarde el futurible como «un descendiente del presente que comporta una genealogía.. , es un futurum que se presenta a la inteligencia como un descendiente posible del estado presente.»[13] Así, pues, conociendo bien el presente a través de su historia es lícito intentar pronosticar el futuro. Jouvenel se sumergió en el presente, mirando al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante.
Checoslovaquia se había fraguado durante la guerra en el salón de la madre de Jouvenel. Convertido su viejo amigo de la infancia Eduardo Benes en primer ministro, fue algún tiempo su secretario, teniendo ocasión de ver fracasar el intento de golpe de Estado para restaurar al emperador Carlos. Después, a los veinticinco años, se dedicó, como militante del partido radical socialista, a dar nuevo impulso a su semanario La Voix, introduciendo un mayor interés por los temas sociales y económicos: menciona otra de sus preocupaciones, la preocupación social, que «me obsesionó y me obsesionaría toda mi vida». «Los intereses de la mayoría, he aquí lo que me importaba. Y es a servirlos a lo que parece vocado el poder político. A mis ojos, lo concreto, lo positivo, lo vivo, lo humano, eran 'las gentes' y el Estado una 'benévola abstracción'», rememoraba Jouvenel desde la altura de sus sesenta y cinco años.[14]
Conocido ya como periodista de alto nivel, publicó en noviembre de 1928 su primer libro, L'Economie dirigée, le programme de la nouvelle génération. Se trata de una obra socialista, o por lo menos intervencionista, que el mismo autor calificó más tarde como «una especie de charanga», dirigida a encomiar a los dirigentes la necesidad de impulsar el progreso social por medio del progreso económico. Es una suerte de exposición de los problemas sociales destinada a hacer ver lo que no hace el Estado y, sin embargo, debiera hacer. Según el propio autor, «entre L'Economie dirigee y Du Pouvoir hice un penoso aprendizaje de la política, no sin haberlo pagado con errores personales ».[15]
4. La Gran Depresión de 1929 le despertó de su sueño dogmático, si puede decirse esto de Jouvenel, que fue siempre un espíritu abierto a la realidad, aunque, como muchos otros, pagase su tributo juvenil a la ideología bajo la presión del Zeitgeist. Evoca cuánto le impresionó la descripción de la situación que hiciera por entonces el canciller Brüning, que no deja de ser útil reproducir hoy: «El paro es una nueva plaga de la humanidad, plaga agudizada en el mundo entero, pero que gravita como una pesadilla sobre Alemania: seis millones de parados cuya suerte es compartida por un número igual de familiares, y, entre estos seis millones, dos son jóvenes de menos de veinticinco años. De estos seis millones, un millón no tiene aún veintiún años: un millón de jóvenes que tienen la vida por delante y no encuentran trabajo. Una perversión en el funcionamiento económico moderno les condena a sentirse miembros superfluos e inútiles en la sociedad. ¿Es asombroso, decía Brüning, que hierva en los corazones y en los espíritus de estos jóvenes un radicalismo que no cree en la posibilidad de una mejoría más que por medio del derrumbamiento y la destrucción de todo lo existente?» Bertrand de Jouvenel empezaba a pensar, a propósito del remedio para el paro, en prolongar el subsidio, expediente caro entonces a los gobiernos izquierdistas y ahora a casi todos, que en realidad «no es una política social sino una política de ayuda a los parados. Para los trabajadores resulta humillante y desmoralizadora. No hay más política social que la que se preocupa por la dignidad humana, la que da a cada hombre, a cada mujer, la seguridad de que el poder de compra que recibe constituye la legítima recompensa por un papel útil desempeñado por él o por ella.»[16] A la verdad, el leitmotiv de la actividad y el pensamiento de Jouvenel, de todas sus 'obsesiones', fue esa preocupación por la dignidad humana, pudiendo resumirse en ella todas sus inquietudes sociales, económicas y políticas. La famosa frase del papa Gregorio VII, «amé la justicia y odie la iniquidad, y por eso muero en el exilio», fue, desde que la conoció, un lema de su vida.
5. Hay una especie de interludio en el que el interés de Jouvenel se desvió de Europa y se dirigió hacia Norteamérica, a la que los europeos veían en aquellos días como un nuevo Eldorado. Visitó ese gran país en 1932, exactamente cien años después que Tocqueville, el gran autor del libro fundamental La democracia en América. Confiesa que «sin haber estudiado su obra», porque, en realidad, su objetivo consistía en observar el agravamiento de la crisis económica, no las estructuras políticas, «lo que vine a ver en los Estados Unidos no era la democracia, era el capitalismo, del que este país había devenido su sede mayor después del último decenio del siglo XIX».[17] En el fondo, Jouvenel, que había publicado en 1930 Vers les Etats-Unis d'Europe, quería examinar personalmente el modelo. No faltó la visita a Hollywood, donde conoció, entre otros famosos, a Charles Boyer, «un hombre exquisito, demasiado fino para sus empleadores de entonces y para la mayor parte de los que les han seguido. A mi entender, opina Jouvenel, sólo le han puesto bien en escena en el film Madame de...». En 1933 apareció La crise du capitalisme américain.
Regreso a Europa. Justamente el mismo día de los funerales nacionales por el importante político Aristides Briand, reflexiona pensativamente el aristócrata francés, considerándolo un símbolo de la época y del derrumbamiento de la vieja Europa, Hitler, «el cabo que osó presentarse frente al glorioso mariscal», obtuvo en la primera vuelta de las elecciones presidenciales el treinta por ciento de los votos y, en la segunda, aunque fue reelegido Hindenburg, el treinta siete. Y luego, curiosamente, una vez Hitler en el poder, como había predicho Jouvenel en 1930, la izquierda, que no entendía nada, lo confundió con Mussolini y se dedicó a airear banderolas «contra el hitlerismo [o contra el fascismo) y contra la guerra», sin apercibirse tampoco de la contradicción entre ambos deseos.
6. Los gobiernos de izquierda solían preocuparse entonces más por el presupuesto que por la economía, datando de esta época, en la que se intensificó tal actitud, la opinión de Jouvenel de que «es nefasto dar demasiada importancia al ministerio de Hacienda», pues no es partiendo de ahí, escribe juiciosamente, como debe «desenvolverse una política económica nacional». Recuerda que esa manía, que al intensificarse ha llevado al estatismo —puesto que el presupuesto es consustancial al Estado-[18] , viene de muy lejos, del tiempo en que su función consistía en financiar los gastos del príncipe, cuyos objetivos esenciales eran la potencia exterior y el orden interior. Pensando políticamente, lo que interesa de verdad a la prosperidad de la nación, y de paso a su potencia, son los gastos de las empresas para producir e invertir en orden a producir más y más variado, y los gastos de los trabajadores para consumir más y más variadamente: «la harmonía entre ambas categorías de gastos y su continuidad, he ahí lo que es incomparablemente más importante que el equilibrio presupuestario.»[19] De hecho, la preocupación por el presupuesto ha llevado paradójicamente a la larga, no sin coherencia, al despilfarro; sobre todo, al unirse a esa preocupación la ilusión de distribuir estatalmente la renta, debido a la aparición de una nueva figura humana: el 'planista'. En realidad, el keynesismo vino sólo a justificar un estado de cosas y la tendencia intelectual dominante.
En efecto, en 1934, con ocasión de una entrevista a Lloyd George para Le Petit Journal, que tituló «M. Lloyd George garantiza diez años de paz», Jouvenel cambió al 'periodismo espectacular', la entrevista, el género que alcanza su máximo con la televisión: «Cazador de hombres, he aquí el oficio que hace hoy el periodismo.» Y en las interviews a parlamentarios y políticos al antiguo estilo y a jefes fascistas aprendió que empezaba a florecer junto a ellos y frente a ellos una nueva especie de político: el planificador, «ingeniero y arquitecto de toda una nación». El enemigo irreconciliable del sufragio universal, dice Jouvenel, no es precisamente el fascista, que sabe perfectamente cómo hacerse plebiscitar. A decir verdad, afirma, «nada hay más electoral que un jefe fascista». El verdadero enemigo de la democracia electoralista «es el técnico planista», que comprende que un grueso argumento, «estúpido como una berza», puede empujar a toda una nación contra la política experimental, hecha de delicados ajustes, que los técnicos han puesto en pie. Para Jouvenel, la aparición del planificador «señala que la historia ha entrado en una nueva fase», la peculiar del siglo XX. La capacidad de que adolece el planista, propia del gran parlamentario, de seducir a los dirigentes, o la de inflamar a la masa, como el jefe fascista, puede suplirla, observa finamente, con la ayuda de un cuarto tipo: el humanista místico. Planificadores y humanistas místicos juntos pueden constituir una asociación bastante completa, «capaz de dar a la administración de la cosa pública un tono muy diferente».[20]
7. La profesión periodística le ejercitó sin duda en el arte de analizar el presente para prever el futuro. En octubre de 1934 asistió en Cataluña, algo casualmente, al fracaso de la huelga general. Escribió para Le Petit Journal: «El fracaso de la huelga general indica con toda seguridad el fin de la república democrática española. Un nuevo régimen va a nacer, régimen de autoridad, emparentado probablemente con los regímenes italiano, austriaco y alemán.» En su opinión, el poder que tenía Gil Robles era ya casi absoluto. No obstante, tras la interview que le hizo en Madrid, le pareció un espíritu demasiado político. En 1936 presenciará el comienzo de la guerra civil.
Antes, en 1935, había viajado como corresponsal a Rusia, pasando por Berlín y Varsovia acompañando a Laval, a la sazón ministro de Asuntos Extranjeros, en su visita a Stalin. Jouvenel conoció en Moscú a Litvinof, Radek y Bujarin. Asombrado por la extrema brutalidad con que conducía el chófer de este último, Bujarin le tranquiliza: «Los conductores de los comisarios del pueblo son todos así: esto les llena de vanidad y no se preocupan de los peatones. Piensan que vale más un cuarto de hora del comisario que una vida humana.» Se percibía por doquier la confianza en el plan quinquenal como expresión de una religión colectiva, y Jouvenel no deja de echar de menos «algo de individual». En casa del polaco Karl Radek, con quien tuvo una conversación larga y cordial, admiró su biblioteca y su poliglotismo, lo que le hizo comprender luego el sentido de los procesos estalinianos contra estos viejos bolcheviques, que dieron comienzo a los dos meses de esta visita: «anular a todos los intelectuales cosmopolitas que habían formado el equipo leninista».
En 1935 viajó de nuevo a Norteamérica. Sin embargo, para Jouvenel, el suceso más importante fue la formación en Francia del Frente Popular. Puesto que creía en una especie de solidaridad entre las generaciones europeas de las distintas naciones, alineándose las más jóvenes según lo que parecía el signo de los tiempos, el comunismo y el fascismo, dos especies del género socialismo, lo encuentra natural: «de un lado, el Frente Popular, del otro las Cruces de Fuego». Otro suceso, importante por sus consecuencias, fue la conquista de Abisinia, miembro de la Sociedad de Naciones, por Italia, quejosa del incumplimiento por parte de Inglaterra y Francia de las promesas del tratado secreto de 25 de abril de 1915 a cambio de que entrase en la guerra: Hitler aprovechó hábilmente el distanciamiento de Italia de Francia e Inglaterra para remilitarizar Renania.
Este mismo año murió el padre de Bertrand, a quien acababa de ofrecer Laval la cartera de Exteriores por sus buenas relaciones con Mussolini, ante quien había sido embajador.
8. Jouvenel entrevistó a Hitler para Paris-Soir-Dimanche en la Cancillería del Reich el 21 de febrero de 1936. El Führer no dijo nada de particular, reiterando ideas conocidas. Sin embargo, «esta inteview ha pesado sobre mi vida entera». Entre otros motivos, porque jamás se le había ocurrido pensar a este izquierdista militante que por ello iba a ser tachado de hitlerismo. La political correctness a la moda tiene muchos antecedentes y claros progenitores. El siete de marzo las tropas alemanas entraron en Renania. Y el primer día de junio, Jouvenel, viniendo de Austria, cuyo nuevo canciller, Schuschnigg, le había confiado sus temores y su angustia, conversó cordial y francamente con Mussolini, quien recordaba a su padre. El Duce, que consideraba imprescindible defender Austria y Checoslovaquia a fin de impedir la conquista de Europa central, le sugirió la imagen de los tres 'elefantes'—Italia, Francia e Inglaterra— concertándose para encuadrar al elefante salvaje, la Alemania de Hitler, dejando de lado las diferencias.
Al escándalo de la entrevista de Hitler se añadió que Bertrand de Jouvenel entrase el 20 de julio en España por Navarra, en vez de por el Perthus. Lo que le deshonró hasta tal punto ante la izquierda, que se sintió obligado a contestar. Había obtenido de Mola sin especial dificultad un salvoconducto que le autorizaba a circular libremente y a acompañar a las columnas: «no son los actos del gobierno de Madrid lo que nos ha impulsado a tomar las armas: es más bien la impotencia del gobierno para mantener el orden», le explicó el general sublevado; todo el mundo acepta la autoridad de Franco y la mía. Nada de divisiones políticas: se trata de restablecer el orden.» Asistió a la toma de Alfaro con la columna de Garcia Escámez, llegando en sus correrías hasta Somosierra en compañía de otros corresponsales. La amplitud del salvoconducto suscitó empero graves sospechas y fueron conducidos a Burgos. Al reconocerle Mola, dijo simplemente, lo que le causó «una profunda impresión», «no son espías sino periodistas. Déjenles irse». En sus andanzas llegó hasta Sevilla, «la rebelde involuntaria».
De regreso en Francia, le conmovieron tanto la impotencia de Léon Blum, a quien estimaba, como el paro, contra el que tanto se hacía por entonces en Inglaterra, en Estados Unidos, en Alemania. Temió la posibilidad de una guerra civil, lo que, unido a los ataques acusándole de haberse pasado al enemigo a causa de sus reportajes españoles y a su 'obsesión' por el contraste entre el debilitamiento de Francia bajo la III República y el prodigioso fortalecimiento de Alemania, le movió a adscribirse al partido de Doriot, expulsado del partido comunista por su rival Thorez (expulsión que a Jouvenel le recordaba la de Trotsky y Aron explicaba cáusticamente así: «en el partido comunista, tener razón a destiempo es el crimen supremo»). Doriot era un antiestalinista cuyo buen hacer como alcalde le había sorprendido anteriormente, por lo que abrigó la doble esperanza de que, bajo su impulso, se afrontase seriamente en Francia la cuestión social y el nuevo partido infundiese cierta voluntad nacional. Pronto se iba a decepcionar, pero mantuvo su militancia hasta los acuerdos de Munich.[21] Entretanto, en el seminario de Doriot replicó a la torpeza de la izquierda que le criticaba, aunque más tarde reconoció que infravaloraba entonces la capacidad propagandística del partido comunista. Le desesperaba que los franceses hubiesen empujado ya a Mussolini al campo de Hitler y ahora quisieran hacer lo mismo con España, pues Jouvenel, bien informado, consideraba muy probable la victoria de los rebeldes. Y le irritaba profundamente la incoherencia de que precisamente los partidarios del desarme se empeñasen también en tener por enemigo a todo al mundo. Esta actitud de Jouvenel, que había militado siempre en la izquierda, le valió ahora el sambenito de fascista o poco menos. Y aunque abandonó el partido de Doriot por su apoyo a los acuerdos de Munich, quedó clasificado entre la derecha y la extrema derecha, puesto que, además, entre sus mejores amigos había gente como Drieu de la Rochelle, Marion, Luchaire, Bergery o Henri de Man, que militaban en la derecha, si no en la extrema derecha, y Jouvenel siempre antepuso la amistad y el afecto a las diferencias ideológicas; por otra parte, como él mismo decía, «no se desolidariza uno de los hombres con los que se ha formado intelectualmente».
La situación de Jouvenel en estos tiempos tan ideologizados no era nada cómoda. Apegado siempre a la realidad y de pensamiento independiente, no era, ciertamente, un ideólogo y menos del tipo tan frecuente que escoge sus amistades guiándose por afinidades ideológicas. Aún hoy, los libros de historia de las ideas o del pensamiento que le conceden un lugar no suelen olvidarse de mencionar este momento de su vida y sus amistades, reprochándoselo más o menos veladamente, como queriendo descalificarle así intelectualmente.
9. Un resultado inmediato de los prejuicios de la izquierda francesa, gran difusora del pacifismo, fue el Anschluss de Austria en 1938. En el interior, afirma Jouvenel, una vez más testigo del gran acontecimiento, el régimen austriaco estaba lejos de ser fascista, tal como se decía, pues el Frente Patriótico era sólo una especie de ectoplasma: Austria «vivía en realidad bajo un régimen burocrático». En el exterior, según el propio Schushnigg, Mussolini vela los acontecimientos con cólera; pero, distanciado de Francia e Inglaterra, necesitaba el apoyo alemán para sus empresas mediterráneas. En tales condiciones, sin mayor apoyo interno que el de los legitimistas, el canciller no tuvo más remedio que aceptar las condiciones de Hitler. Jouvenel percibió de inmediato las consecuencias para su querida Checoslovaquia, históricamente parte del Imperio austro-húngaro, y se fue a ver a Benes, «no como periodista para entrevistarle, sino como casi-sobrino. Es una de las visitas más tristes que he hecho en mi vida, como la visita a un enfermo al que se quiere.» Le recomendó a su casi-tío atender las reivindicaciones de los ahora llamados sudetes, antiguos súbditos católicos de Austria, cuyo jefe Henlein, a quien Jouvenel había tratado, le parecía sincero, dándoles un estatuto a fin de evitar que se echasen en brazos de Hitler. Pero Benes, que confiaba en Francia, «fuerte y fiel», bastante más que Jouvenel, mejor enterado de la situación espiritual y material de su patria, no quería oír hablar de la cuestión. Y la cuestión sudete se embrolló de tal manera que condujo a la muerte de Checoslovaquia como nación.[22]
La capitulación de Munich (29 de septiembre) fue para Jouvenel uno de los schocks más fuertes de su vida. Inevitable, dada la debilidad de Francia, incapaz de reanimar su economía y de contar, por la presión del pacifismo, con la fuerza militar adecuada; con las agravantes de la imprudente ruptura con Italia y el desinterés de Inglaterra. Asistió entonces al famoso congreso de Nuremberg, impresionándole ver maniobrar impecablemente, igual, recalca, que en Mosal y, más tarde, en Pekín, a decenas de millares de hombres.
En fin, la combinación de hitlerismo y pacifismo —la debilidad de Francia— hizo que Checoslovaquia fuese abandonada, igual que Austria, por Inglaterra, estando también presente Jouvenel en los prolegómenos de la ocupación. Aunque, a decir verdad, los ingleses nunca se habían comprometido con Checoslovaquia, le parecía a Jouvenel un grave síntoma del estado de cosas que el primer ministro Chamberlain hubiese sido extremadamente loado al regresar de Munich... por haber «salvado la paz» y que asimismo Daladier, el primer ministro francés, fuera acogido con «inmensas aclamaciones» populares. La debilidad del ejército francés, víctima de la ideología, jugó sin duda un papel en su actitud. Pero lo que más le conmovió a Jouvenel fue descubrir algo, a su juicio, mucho más importante: «que los franceses querían la paz a cualquier precio, que no había rastro de orgullo nacional, lo que es muy grave». La Cámara aceptó el tratado: «Creían que todo estaba arreglado, cuando en realidad comenzaba todo. Confieso que para mí fue el fin, terriblemente tardío, de las ilusiones.» Principalmente, de la ilusión de poder entenderse con Alemania, aunque fuese hitleriana, y asimismo de la ilusión de que el partido de Doriot podía revigorizar a Francia. Dimitió del Comité Francia-Alemania y del partido; y se quedó tan solo que envió una carta al Times expresando sus sentimientos.[23]
Fue por entonces cuando tomó la decisión de ofrecerse al Deuxième Bureau por si pudiera serle útil, cumpliendo diversas misiones, hasta que, tras los primeros meses de la guerra, se enroló como soldado de segunda en un regimiento de infantería, reanudando su colaboración después del armisticio. Aunque al parecer fueron apreciados, nunca supo si valieron sus servicios y en qué medida; sólo lo que le costaron una vez más en reputación. Hizo numerosos viajes-misiones cuyas impresiones recogió principalmente en los semanarios Candide y Paris-Match y en Paris-Soir.[24] Estuvo en Alemania, Túnez, Turquía, Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia, Grecia, Inglaterra, Irlanda, Prusia Oriental y Dantzig.
El ejército alemán entró, como era previsible, en Praga el 15 de marzo y Jouvenel el 16. Justo seis meses antes, Chamberlain había negociado con Hitler «la normalización de la cuestión sudete», es decir, la liquidación de Checoslovaquia. Lo cierto es que, al margen de las presiones pacifistas, Inglaterra, una isla, quería ganar tiempo hasta tener a punto su aviación, tan necesaria ahora como la escuadra para garantizar su impunidad territorial. El cálculo de Chamberlain al empujar finalmente a Francia a declarar la guerra, que preveía larga, descansaba empero en dos errores: el de sobrevalorar la posibilidad del bloqueo, siendo así que Alemania, bajo la influencia de Ludendorf, había conseguido ser autárquica en materias primas (petróleo, caucho, etc.) de las que careció en la anterior conflagración, y el de contar con la intervención de Estados Unidos, que daría lugar a que, entre tanto, Inglaterra desarrollase sus fuerzas tras el escudo francés, de cuya solidez tampoco se dudaba. Cuando se hizo patente este doble error, Chamberlain dimitió. Un gravísimo ejemplo flagrante de la necesidad que tiene el político del arte de prever.
10. La atención de Jouvenel se centró, no obstante, este mismo año, en medio de sus incesantes viajes, en Polonia, pues, según la lógica política, tenía que estar en la lista después de Austria y Checoslovaquia. Tanto más cuanto que Francia parecía haber reconocido a Alemania —que con tales anexiones disponía de más recursos— «las manos libres en el Este». En Dantzig se encontró casualmente con Ribbentrop y su séquito, que iban de viaje a Moscú para firmar el famoso pacto germano- soviético del 23 de agosto. Al comenzar en septiembre el ataque a Polonia, Francia, que había eludido poco antes su compromiso con Checoslovaquia, que estaba bien armada y cuyo terreno es muy favorable para la defensa, se decidió a entrar en guerra para apoyar a aquel país, una gran llanura con 2.700 kilómetros de fronteras. Los franceses no atacaron ni tampoco disponían de un ejército adecuado para hacerlo, quedándose quietos en la famosa línea Maginot. Jouvenel, que señala siempre la debilidad interna, material y moral, de su patria, se pregunta: «¿Cómo explicar una declaración de guerra a continuación de la cual no se hace la guerra?»[25] En este mismo año publicó Le réveil de l'Europe.
Durante los primeros meses de la guerra, Jouvenel llevó a cabo diversas misiones para el servicio secreto valiéndose de su condición de periodista. Recuerda especialmente las de Yugoslavia y Rumania. Aquí sostuvo una interesante conversación con el ministro de Exteriores, G. Gafenco, antiguo conocido. El político rumano sintetizó los sentimientos comunes en el sudeste europeo en el tema de los «dos peligros»: el peligro ruso y el alemán. Consideraba más preocupante el peligro ruso, puesto que, según sus informes, Alemania se debilitaría rápidamente y, en cambio, la propaganda bolchevique podía prender fácilmente en Hungría por razones sociales y en Yugoslavia a causa del eslavismo. En opinión del ministro, si se prolongase la guerra, sería inevitable la bolchevización de toda esa zona, por lo que, en la alternativa, resultaba preferible la preponderancia alemana. Gafenco resumió así las cosas: «Había un dique entre Alemania y Rusia que era Polonia. Alemania cometió la locura de romper ese dique y ha llevado a Rusia a Europa. Si ahora se rompiese Alemania, ¿cuál sería la consecuencia? Se pondría a Rusia en contacto inmediato con Occidente.» Al parecer, los propios alemanes estaban preocupados y asustados de las consecuencias del pacto con Rusia.
De regreso en Francia, tras algunas peripecias pintorescas como la proposición de ir como corresponsal de guerra a Méjico, donde no había guerra (el proponente fue Jean Girodoux, metido a jefe de la Propaganda), la de servir de intérprete para las tropas británicas, que rehusó, o la de hacer propaganda, a petición del ministro de Armamento, de la chatarra que forjaría «el acero vencedor», tarea en la que conoció a Maurice Chevalier y motivó una carta del sabio Paul Hazard preguntándole qué hacía metido entre la chatarra, Jouvenel confiesa no haber encontrado jamás tantas dificultades como las que tuvo para enrolarse como soldado de segunda clase, aunque lo consiguió.
11. El armisticio: «Nunca me he sentido tan francés como en estos tiempos de hundimiento de la leyenda nacional.» «Resulta imposible hacer sentir al lector francés de 1980 cuál pudo ser el estado de espíritu de un francés durante el verano de 1940.»
A petición de su superior del servicio de inteligencia militar, Jouvenel se fue a Vichy, donde pasó algunos días, y de allí, por ser viejo amigo del embajador alemán, Otto Abetz, otra vez a París. Al no ejercer de periodista, sus necesarias actividades visibles durante esta etapa consistieron en la preparación, mediante un ciclo de conferencias con el que debutó en la enseñanza, de la continuación de D'une guerre a l'autre, que abarca el periodo entre octubre de 1925 y enero de 1932, en dos tomos, De Versailles a Locarno (1939) y La décomposition de l'Europe libérale (1940), respectivamente; de Aprés la Waite, que apareció en mayo de 1941, NapoMon et l'Economie dirigée: Le Blocus continental, de 1942, y L' or au temps de Charles-Quint et Philippe II, editado en 1943. Fruto de otras conferencias pronunciadas en 1941, fue L'Economie mondiale au xxe. siécle, que salió en su ausencia en 1944.
Du Pouvoir, dice con razón el autor en la primera línea del avantpropos de 1972, «es un libro de guerra en todos los sentidos». Antes de dejar Francia, ya había comenzado a escribirlo. En Suiza, obsesionado por el tema, concebido al parecer cuando colaboraba en la organización de los primeros maquis, trabajó intensamente en las bibliotecas de Friburgo y Lausana. Mientras lo escribía, tuvo la inspiración del magistral y quizá por eso no muy conocido Ensayo sobre la política de Rousseau, publicado más tarde, en 1947, como presentación de una edición suiza del Contrato social.
Entretanto, había publicado también bajo pseudónimo Les Fraçais, libro con el que esperaba influir en la reconciliación de sus compatriotas. Sintió una inmensa decepción al comprobar que no fue así.
Después de la guerra y El Poder fueron saliendo, en 1947, Le dernière année. Choses vues de Munich a la guerre y los dos volúmenes de artículos de Raisons de craindre et raisons d' espérer: Quelle Europe y Les Passions en marche, respectivamente. En el año 1948 aparecieron Problémes de Angleterre socialiste y L' Amérique en Europe, le Plan Marshall et la coopération internationale. El breve y agudísimo estudio Ethics of redistribution, destinado a mostrar que «la redistribución es mucho menos una redistribución de las rentas del rico al pobre, tal como imaginamos, que una redistribución del poder del individuo a favor del Estado»,[26] es de 1952. Luego salieron sucesivamente otros tres libros fundamentales: en 1955, De la Souveraineté. A la recherche du Bien politique, «continuación directa de El Poder», advierte el propio autor en la primera línea,[27] De la politique pure en 1963[28] y en 1964 L' Art de la conjecture.[29] En cierto modo forman una trilogía. De 1968 es Arcadie, essais sur le mieux vivre, en torno a la ecología y su previsible influencia en la ciencia económica, cuya idea directriz es el certero reproche a los economistas «de omitir los servicios gratuitos por la única razón de su gratuidad, presentando así una imagen deformada de la realidad».[30] Du Principat et autres réflexions politiques, un conjunto de artículos y ensayos en torno al hecho de la tendencia contemporánea a concentrar los poderes en una persona, la vuelta hacia formas de mando personalizadas, es decir, monárquicas presidencialistas, es de 1972. Les débuts de l'État modern,[31] donde examina el giro decisivo de la estatalidad a partir de la Revolución francesa y La civilization de puissance,[32] obra en la que vuelve al tema obsesivo del Poder, ahora en torno al desarrollo de las fuerzas utilizadas por las sociedades humanas y el cambio de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, son de 1976. Muchas de estas obras posteriores a Du Pouvoir no le ceden en calidad.
II
12. La clave de El Poder es la mítica palabra griega Minotauro, que evoca inmediatamente la utilización por Hobbes de la palabra Leviathan, tomada del mito bíblico del libro de Job. El Leviatán hobbesiano es, como se sabe, un Estado imaginario que, enfrentado a Behemoth, la otra alimaña bíblica con la que el escritor inglés simbolizó la revolución, aspira a establecer la paz perpetua.[33] El Estado Leviatán era empero relativamente estático, protector de la Sociedad, tenía como fin acabar con la entropía del Estado de Naturaleza —con la guerra civil—, en último análisis, establecer la paz perpetua cuya consecución atribuía Kant, en la línea de Hobbes, al Estado de Derecho. En realidad, el Estado Leviatán era ya en el propio Hobbes un Estado de Derecho. El Estado Minotauro es, en cambio, un Estado dinámico que instrumentaliza el Derecho al servicio de sus fines, enemigo de la Sociedad a cuya costa prospera, y en este sentido entrópico, cuyo objeto inmediato es la movilización total, en último término, la guerra. El Estado Minotauro lleva en su seno a Leviatán y Behemoth, el orden y la revolución. Históricamente, el Estado Leviatán, concebido como Estado de Paz mediante la concentración en él de todos los poderes haciéndole absolutamente soberano, a medida que los absorbe se hace cada vez más revolucionario conforme a la naturaleza del Poder y deviene Minotauro.
Un objetivo principal de Du Pouvoir consiste precisamente mostrar que el Poder es revolucionario por naturaleza; de ahí su historicidad y el que pueda revestir variedad de formas. Pero esa nota esencial se le escapó a Hobbes, quien achacaba la revolución a Aristóteles y a los sacerdotes. Hobbes era un teólogo político que razonaba partiendo del caso extremo. Su idea del Poder era del Poder de Dios, poder creador, y concibió el Estado Leviatán, que concentra todo el Poder, como un benéfico «dios mortal», capaz de dar seguridad bajo el Dios inmortal. Esto pudo ser aproximadamente así mientras se mantuvo viva la idea de esa dependencia. Deja de ser verdad cuando el Poder, mediante la concentración de todos los poderes en el poder político, queda entregado a sí mismo, desvinculado de cualquier idea de límite. A esto apunta la continuación de El Poder. El libro sobre La soberanía acaba así: «En cuanto a nosotros, nos basta haber hecho ver que la confianza mostrada en la selección natural de lo justo y lo verdadero están estrechamente vinculadas a la idea de la razón natural, a la idea de una participación humana en la esencia divina. Si no se cree en ella, se derrumba todo el edificio.» Para mostrarlo, Jouvenel se aplicará al estudio del Poder puro. Se podría decir que Du Pouvoir es a la vez contrapunto y continuación de Leviathan, la obra de Hobbes, que Hobbes estableció la teoría del Estado como receptáculo del Poder y Jouvenel la del Poder configurándose libremente a sí mismo.
Según el mito griego, Minotauro era un monstruo con cabeza de hombre y cuerpo de toro, fruto de los amores ilícitos de Pasifae, esposa de Minos, el famoso rey de Creta, con el toro que le había enviado Poseidón, el dios del mar, para que se lo sacrificase. Minos, entusiasmado con la bestia, no hizo el sacrificio y encargó a Dédalo la construcción de un gran palacio —el Laberinto— con tantas salas y corredores que nadie, salvo el propio arquitecto, era capaz de encontrar la salida. Allí encerró Minos al monstruo al que se daban en pasto anualmente siete jóvenes y siete doncellas que pagaba como tributo la ciudad de Atenas. En una ocasión, Teseo se ofreció a ir entre los jóvenes, mató al animal y, gracias a Ariadna —al famoso hilo de Ariadna— consiguió salir del palacio. El Estado Minotauro es un monstruo, movido exclusivamente por el Poder, que exige tributos sangrientos consumiendo la vida de la Sociedad. A Jouvenel le gustaría que su obra sirviera de hilo de Ariadna para que salgan los europeos del laberinto del Estado Total, o más bien Minotauro, al que estaban abocados.
13. Aparentemente, la imagen que pretende suscitar la metáfora Estado Minotauro es equivalente a la alemana Estado Total de la que derivó la de Estado Totalitario (que había empleado incidentalmente Mussolini). Sin embargo, tiene un alcance mucho mayor. El Estado Total se concebía como una forma posible del Estado, no necesariamente violenta, apta para solventar la oposición entre el Estado y la Sociedad, tal como la habían expuesto Lorenz von Stein o su seguidor Karl Marx. El Estado Total es una respuesta casi cuantitativa, formal, abstracta, a la situación, pensando que se ha llegado a ella por una evolución de las cosas relativamente extrínseca al Estado mismo: por el desarrollo de la economía, de la ciencia, de la técnica, etc., que ha ido configurando un cierto espíritu; no por el desarrollo del Poder.
Por razones obvias, Jouvenel seguramente no conocía entonces el famoso libro de Hayek Camino de servidumbre, publicado en 1944.[34] [ ] El escritor austriaco ponía ahí en guardia contra la tendencia de las naciones libres hacia el totalitarismo al que combatían, debido principalmente al intervencionismo económico, a la planificación, resultando fácil percibir cierto parecido de familia entre esta obra de Hayek y la de Jouvenel. El Poder, incluso por el momento en que fue concebido y publicado, tiene también el aire de una advertencia en una línea precisa: «Tocqueville, Comte, Taine y tantos otros, dice su autor al final de la obra, multiplicaron en vano sus advertencias. Se haría un libro, mejor sin duda que el presente pero con el mismo sentido, si pusiéramos una tras otra todas las profecías que tantos excelentes espíritus prodigaron.» Sin embargo, tanto por su estructura formal como por sus presupuestos, contenido e incluso su intención concreta, no la general, es muy distinto al del economista liberal. Este último está en una aguda línea crítica al Estado Total (o Totalitario), no tanto por su intrínseca naturaleza política, la apoteosis del Poder, sino por sus consecuencias, por lo que, en cierto modo, es todavía afín a su concepto. Tras él se esconde aún la metafísica del racionalismo individualista que crítica Jouvenel a lo largo de El Poder, que «sólo ha querido ver en la Sociedad el Estado y el Individuo». Camino de servidumbre trata de la expansión del Estado; El Poder de lo que verdaderamente le hace expansionarse. Se podría decir que aquél es un estudio fenomenológico de la estatalidad; el de Jouvenel un estudio ontológico. Y, ciertamente, es este último mucho más político.
La imagen del Estado Minotauro, aunque inspirada sin duda en los Estados Totalitarios soviético y nacional-socialista, se aplica a la naturaleza y la tendencia de todos los Estados. Pero el Estado Minotauro, concepto mucho más político en el fondo que el de Estado Total o Totalitario, expresa la intrínseca necesidad del Estado de configurarse así, no sólo por causas externas, como la economía, la cuestión social, la técnica, o todas ellas juntas, sino por la irresistible tendencia del Poder puro que alberga en su seno a crecer indefinidamente a costa de la sociedad, destruyendo la libertad, mediante el aprovechamiento de esas causas extrínsecas. Si las naciones que combatían el totalitarismo también se aproximan inevitablemente a él, es debido a la lógica del Poder, más que a las ideas económicas, científicas o técnicas, al tener también ellas ya un poder estatal que les permite imponer igualmente la movilización total. Son como dos aspectos del mismo espíritu, justamente porque ese poder que les permite apelar igualmente a la movilización total se encuentra en todas partes.
Los gobiernos pueden ser políticos y administrativos. Inicialmente, muestra Jouvenel, el gobierno era político, simplemente se servía del Estado para afirmarse. Pero a medida que se afirmó el Estado hubo de hacerse administrativo. Con el tiempo, el gobierno administrativo ya no podia funcionar sin el administrativo. Hoy los gobiernos son predominantemente administrativos y escasamente políticos, impolíticos y hasta antipolíticos, como en los Estados Totalitarios. La administración estatal, especialmente el fisco, ha llegado a penetrar en todo, dirigiendo hasta las conductas más íntimas. Esa tendencia a fagocitar todo es lo que le ha hecho devenir, más que Total, Minotauro. Se decía en otros tiempos que la Nación, sustrato emocional del Estado, era el pueblo con conciencia política; hoy habría que decir, por amor a la exactitud, que es el pueblo con conciencia administrativa, como lo prueba diariamente la propaganda fiscal. Lo que investiga Jouvenel es cómo se ha llegado a esta situación, cuya inteligibilidad no puede circunscribirse al examen de la actualidad, ni siquiera cumpliendo el trámite de remontarse a la Revolución francesa: es preciso buscarla en la historia, que no cabe eludir, como historia del Poder.
La imagen del Estado Minotauro —«el hombre piensa por medio de imágenes»[35] — no se limita, pues, como la del Estado Total, a representar una situación y una fórmula: expresa la apoteosis de la tendencia ontológica del Poder. El Minotauro es eterno como el Poder; el Estado es el palacio que construyó Hobbes, moderno Dédalo, para albergarlo.
14. En el Estado Minotauro, a la vez Leviatán y Behemoth, llegan a su cénit las posibilidades del Poder. No a causa de la economía o la técnica, por ejemplo, que son sólo medios, sino porque constituye la conclusión lógica de su desarrollo en circunstancias favorables, y el Estado, por su estructura, una máquina, ciertamente favorece su progreso. Pero, como suele ocurrir, en ese preciso momento, al quedar entregado a sí mismo, se hacen patentes su naturaleza y sus aporías, pues ha dejado de ser legítimo, como resulta evidente en el caso de los Estados Totalitarios, en cuyo carácter benéfico, que es lo que se espera del Poder, resulta imposible creer. La ilegitimidad sobreviene cuando empieza a resquebrajarse gravemente la «recíproca costumbre» de creer que los intereses del Poder se acomodan con los de la sociedad, dudándose de que sea verdad. Entonces tiene lugar el gran divorcio entre ambos, al entrar en contradicción con la sociedad —a fin de cuentas, una masa de ideas-creencia enraizadas como hábitos, costumbres, usos, instituciones—, subsistiendo el Poder como puro mando, como fuerza, lo que deja ver su profundo egoísmo. Y es justo en estos momentos de crisis, reducido a su estado puro, cuando se percibe mejor la naturaleza del Poder como causa eficiente de la historia. El Poder es esencialmente egoísta y por eso se ha considerado siempre, contradictoriamente, que la perfección del Poder consiste en eliminar por completo el principio egoísta. En otros términos, Jouvenel explica la época partiendo de su ilegitimidad.
Ha ocurrido, en fin, que el Estado es, por una parte, un aparato, una máquina artificial que facilita que el Poder encarnado en él tienda inexorablemente a separarse cada vez más del pueblo, conforme a la ley que enunció más tarde Jouvenel de que «allí donde no hay organismos gobernamentales, los dirigentes, quienes quiera que sean y cualquiera que sea su título, están obligados a actuar con y para el pueblo; allí donde se desenvuelven organismos gobernamentales, los dirigentes pueden actuar sin y sobre el pueblo»; es decir, que «el desenvolvimiento de un aparato de Estado permite la emancipación del gobierno, su independencia en relación con el pueblo».[36] Y, por otra parte, ha sucedido que, habiendo sido concebido como instrumento de seguridad, ha desbordado todos los límites, destruyendo toda posible legitimidad, al no quedar nada seguro fuera de su alcance. El sentimiento de seguridad constituye un indicio de la legitimidad de un Poder; el de inseguridad, el de su ilegitimidad. Y esto mismo hace que por todas partes se pida más seguridad, si es posible la seguridad total.
La causa principal del crecimiento del Poder, que por definición busca siempre aumentar, lo que le alimenta y condiciona su vida es, según Jouvenel, la disposición de crecientes recursos financieros. El escritor francés suscribiría gustosamente la concepción de Schumpeter de que el Estado y el impuesto son consustanciales, pero añadiría que, por eso mismo, el Estado, que es en su núcleo Estado Fiscal, deviene inexorablemente Minotauro, en cuanto la forma estatal permite alimentar suculentamente al Poder. El establecimiento de impuestos permanentes, que hacen posible que el Poder disponga de un ejército también permanente, ha sido «un paso prodigioso dado por el Poder: en lugar de mendigar una ayuda en circunstancias excepcionales, dispone en adelante de una dotación permanente», que «se aplicará decididamente a acrecentar».
Jouvenel se aplicará, por su parte, a desvelar, por un lado, la naturaleza del Poder, sus `metafísicas' y su dinámica; por otro, los medios que, bajo la forma estatal, ha logrado ir acumulando hasta nuestros días, las costumbres y los hábitos que ha destruido y los que les han sustituido.
Du Pouvoir es, en definitiva, una historia del Estado desde sus humildes orígenes medievales hasta su culminación en esta última forma de Estado Minotauro, después de haberse hecho soberano, y, muy en la tradición de Montesquieu y Tocqueville, de los hábitos de obediencia contraídos a través de los siglos por los hombres sometidos continuamente a la acción de la soberanía, a través de la cual se expresa el Poder. Pues, a fin de cuentas, la Soberanía, dice en el libro de este título, no es otra cosa que la «constitución de una convicción íntima en los participantes del agregado de que este agregado tiene un valor final».[37]
15. El libro posterior Los orígenes del Estado Moderno proporciona la perspectiva necesaria. El propio Jouvenel dice, en la primera nota a pie de página, que El Poder «trata de la formación del Estado». Y en esta obra más madura muestra que el Estado alcanzó su mayoría de edad como forma política en la Revolución francesa. Más exactamente, con el Estado organizado por Napoleón tras el coup de Brumario.
Es todavía corriente referirse al Estado que surge hacia el siglo al Stato que describe Maquiavelo, como Estado 'moderno', debido al uso antiguo y ambiguo de la palabra Estado, aplicándola a cualquier formación política de cualquier tiempo y lugar. Mas lo que contemplaba el escritor florentino era la aparición de una nueva forma de gobernar, mediante el empleo de una especie de maquinaria política, la estatalidad, el Estado, cuya teoría elaboró posteriormente Hobbes siguiendo a Maquiavelo y al francés Juan Bodino, cuya doctrina de la soberanía dio a lo Stato una vida propia —Hobbes dirá que la soberanía es el alma del Estado—.
Mas el Estado Leviatán tenía todavía muchas trabas. No podía prescindir de la Monarquía de derecho divino y tampoco de la Iglesia, su gran rival y alter ego. Las tradiciones, las costumbres, los hábitos, los usos, los recursos, la alianza entre el Altar y el Trono del Antiguo régimen imponían muchas trabas al pleno despliegue de las posibilidades de la estatalidad. Así, esa alianza legitimaba, cierto, al Poder monárquico, pero también lo limitaba mucho, pues tenía que compartir la obediencia con el Poder espiritual. De ahí las críticas de los philosophes, partidarios del despotismo ilustrado, contra la Iglesia, que no dejaba actuar ilimitadamente a los príncipes sobre la Sociedad, que aquellos querían moralizar. En el Antiguo Régimen no se podía reducir la vida colectiva a la de un Todo universal, omnicomprensivo, a una suerte de persona moral. Como dice Jouvenel en otro lugar, «la condición psicológica de un totalitarismo logrado es que el hombre se sienta 'parte'; el hombre de Hobbes, por el contrario, se siente muy vivamente un todo.»[38] El Estado Leviatán no era todavía el Estado Minotauro, una persona moral que integra todo y a la que se supedita todo; las relaciones con él no eran relaciones morales sino de Derecho. Lo verdaderamente nuevo fue la ontologización del Estado al quedarse como único Poder, identificándose por fin plenamente con el Poder.
16. Ciertamente hay una continuidad histórica entre el Estado Leviatán y el Estado surgido de la Gran Revolución, pero «Brumario, escribe Jouvenel en este libro posterior, significa un gran comienzo: el comienzo del Estado Moderno, que se caracteriza por la potencia de una organización administrativa que se extiende sobre la totalidad del país y lleva hasta los rincones más apartados la voluntad de un poder central... De la Revolución surgió un régimen político nuevo, que no tenía precedentes en Europa, carente de cualquier parentesco con al Antiguo Régimen (sin duda, especifica Jouvenel, Napoleón cometió un grave error al unirse por su matrimonio con los Habsburgo) y sin semejanza tampoco con el sistema inglés, que se caracterizaba más bien por la importancia, en continuo aumento, de las asambleas deliberantes parlamentarias. » «Ese nuevo modelo, prosigue Jouvenel, lleva consigo como característica fundamental la inversión de la relación psicológica entre el gobierno y la nación. El gobierno se halla en manos de una élite ilustrada, homogénea en su concepción del mundo, y transmite esa concepción al resto de la sociedad. Viene a ser algo así como un maestro y sus discípulos. Esa idea de uno que enseña y otro que aprende, inherente a la nueva idea de gobierno, contribuye a la legitimación de quienes lo ejercen.»
El Poder empieza a verse libre de trabas y a enseriar lo que hay que hacer, y, por cierto, Jouvenel, que no recurrió demasiado a la palabra Minotauro para designar el Estado actual, empleó a veces la expresión Estado Educativo. En cualquier caso, el Estado, encarnación del Poder, se liberó entonces de trabas ancestrales, las del Antiguo Régimen, llegó a su plenitud y el Estado Total, Estado Minotauro, Estado Educativo o Estado Panopticón, como quería J. Bentham, tiene su origen en la Revolución francesa. El nuevo Estado deja ya ver la tesis subyacente a El Poder: el Poder es radicalmente egoísta, y dejado a si mismo tiende a ser total o, utilizando su terminología, minotáurico, aunque empieza por ser pedagogo; esta es, después de todo, la función de la ideología, cuyo modo de pensamiento empezó a difundirse entonces como el pensamiento de un Todo, de la Nación, rector de la razón de Estado.
Lo que a veces siembra el desconcierto en la historia del Estado es que el Estado Leviatán también había arraigado a su manera en las tradiciones, las costumbres y los hábitos. A fin de cuentas, según el propio Hobbes, cumplía su misión dando seguridad a la Sociedad, pero dejándola ir por sí sola y, tras la Revolución, reapareció como Estado de Derecho. En realidad era el Estado revolucionario, el Estado Moderno de Jouvenel, pero sometido al Derecho, recayendo entonces la discusión, no sobre el Estado en sí sino sobre el alcance y el contenido del Derecho y los de su institución fundamental, la propiedad. Por ejemplo, comenzó el desarrollo del derecho administrativo. Pero el egoísmo del Poder encarnado en el Estado siguió su curso.
Alejado de las ilusiones contractualistas —«las teorías del 'contrato social' nos presentan hombres maduros que han olvidado su niñez», dirá Jouvenel en La teoría pura de la política[39] —, quizá se podría interpretar El Poder como un intento de mostrar, probándolo por la historia concebida como 'una lucha de poderes', que la forma estatal lo hace paroxístico. Que historia y política son inseparables: «solamente la carencia de imaginación y de experiencia puede conducir a una visión simple de las relaciones existentes entre un cuerpo gobernante y la opinión », escribe en La teoría... [40] Que el Estado es una forma de organización en la que el natural egoísmo del Poder, en cuanto está en condiciones de llevar a cabo una movilización total de las energías, acaba haciéndose ilimitado hacia dentro y hacia fuera. Que el Estado, una vez monopolizado lo público, tiende inexorablemente a hacer pública toda la existencia. Que el Estado, en fin, es ese monstruo frío, como decía Nietzsche, que, liberado de cualquier freno, se diviniza a sí mismo.
17. Jouvenel analiza las causas y los medios por los que el Poder ha hecho que el Estado haya devenido Minotauro, enemigo de la Sociedad a la que devora a su manera continuamente. Los resume en lo que llama la ley de la concurrencia política, objeto del trabajo de este título, que explica la carrera entre los poderes. Ley que recuerda por cierto la enunciada por el gran historiador suizo Jacob- Burckhardt: en política, «constituye una gran desgracia que cuando uno va delante, los otros no tengan más remedio que seguirle por su propia seguridad.»[41]
Según Jouvenel, el proceso de la concurrencia política tiene dos fuentes: o bien un Estado aumenta un territorio, incrementando así la base de donde obtiene sus recursos, lo que obliga a los demás a hacer algo análogo para restablecer el equilibrio, o bien, aumenta su capacidad mediante un incremento en la explotación de los recursos de su propio territorio; medio que, si es aceptado, resulta «más temible para sus vecinos que la adquisición de cualquier provincia». Por esta razón, «ningún Estado puede permanecer indiferente cuando uno de ellos obtiene más derechos sobre su pueblo». Se conoce bien la consecuencia más inmediata: la carrera de armamentos. Pero esto no es sino la proyección de algo mucho más grave, la carrera hacia el totalitarismo. Es decir, «un Poder que mantenga ciertas relaciones con su pueblo sólo puede aumentar su instrumento militar dentro de ciertos límites. Para franquearlo, es preciso que revolucione tales relaciones, que se atribuya nuevos derechos.» La ley de la concurrencia explica por qué el poder altera el Derecho y por qué acaba reduciéndose todo Derecho al derecho positivo, el gran instrumento del totalitarismo, degradando el Derecho, que en lugar de ser un medio securitario, se convierte en una fuente de incertidumbre.
Para Jouvenel, hay que buscar en el militarismo la causa histórica concreta de la tendencia totalitaria.
Las Monarquías estatales anteriores al Estado Moderno, singularmente la francesa, habían practicado ya intensamente la fórmula de incrementar la explotación de los recursos propios, acostumbrando a ello a los pueblos. El Estado Despótico de los ilustrados se preocupaba, ciertamente, de fomentar la 'felicidad' de la Sociedad, pero con la convicción de que una sociedad progresiva fortalecería el poder del Estado. El siglo XVIII se caracterizó por la política de los 'intereses de los Estados'.[42]
Jouvenel ve, igual que Tocqueville, una continuidad entre el Estado monárquico del Antiguo Régimen y el Estado napoleónico, sin perjuicio de la diferencia cualitativa entre ambos en lo psicológico, lo moral y lo material. Diferencia que se puede resumir en la distinta concepción del Derecho, «cuya supremacía debe ser, seguramente, la idea grande y central de toda ciencia política». Ciencia que «presupone y necesita un Derecho más antiguo, Mentor del Estado. Pues si el Derecho es algo que elabora el Poder, ¿cómo podrá ser para él un obstáculo, un guía o un juez?»
18. En el Antiguo Régimen, a pesar de integrarse en el concepto de soberanía el derecho a hacer leyes, con lo que hizo tímidamente su aparición la legislación, noción «completamente moderna», las creencias tradicionales eran todavía muy firmes, y «cuanto más estables y arraigadas sean las rutinas y las creencias de una sociedad, más predeterminados estarán los comportamientos y menos libre será el Poder en su acción». La Revolución, alterando las rutinas y las creencias, concibió la soberanía como soberanía del pueblo personificado en la Nación, alteración drástica que, según la ley de las revoluciones, renovando la fuente del Poder lo fortaleció: «la verdadera función histórica de las revoluciones es la renovación y el fortalecimiento del Poder.» Y, sobre todo, al ser soberano el pueblo, «no sólo se revigoriza el Poder en su centro, sino que el movimiento que imprime a la nación no choca ya con los obstáculos de las autoridades sociales, que la tormenta ha barrido.» En la revolución, con el despotismo de la virtud se instauró el de la ley, con lo que estaba conforme hasta Kant, para quien «sólo la ley hace el Derecho. Por tanto todo lo que es ley es derecho y no existe derecho contra la ley.»
A partir de entonces, dice Jouvenel, «constituye una ilusión buscar en el Derecho una protección contra el Poder». Pues, «como dicen los juristas, el Derecho es 'positivo'». Es decir, se reduce a la masa de las leyes y normas emanadas del Poder; a un conjunto de órdenes. Sin embargo, ejerciendo el poder legislativo, considerado expresión 'del Todo' —«esta personificación del Todo constituye una gran novedad en el mundo occidental», inspirada por el griego—, una soberanía total, la creciente avalancha de las leyes no crea Derecho, «sólo traduce el empuje de los intereses, de la fantasía de las opiniones, de la violencia de las pasiones». Y siendo además falso que el orden de la sociedad tenga que ser procurado enteramente por el Poder, no establecen un verdadero orden, pues «son las creencias y las costumbres las que lo hacen en su mayor parte». El 'delirio legislativo', dice Jouvenel, al acostumbrar a la opinión a considerar susceptibles de ser modificadas indefinidamente las reglas y nociones fundamentales —la ley «se ha convertido en la expresión de las pasiones del momento»—, crea la situación más ventajosa para el déspota, que puede imponer sus opiniones. «El Derecho ha perdido su alma y ha devenido bestial», decía ¡todavía en 1945! Desde entonces es puro instrumento de manipulación, pudiendo llegar a ser admitida la definición totalitaria del Derecho, tosca pero sin réplica, de «continuación de la política por otros medios», parodiando la definición de Clausewitz de la guerra. La legislación ha hecho del Derecho —medio de seguridad y garantía de la libertad— una especie de arma de guerra —instrumento de inseguridad y de coacción—. En ella ve Jouvenel, no sólo la causa de la crisis del Derecho y del desorden social, sino la del totalitarismo suave, blando, de las actuales sociedades formalmente democráticas, ciertamente más que liberales. Totalitarismo que, conforme a esa estulta definición pseudoclausewitziana, no hace uso de la violencia sino de la legislación.[43] Esa radical alteración del Derecho pervierte la libertad.
19. En la práctica, hoy se tiende a creer que la libertad es una invención moderna y, en todo caso, una graciosa 'munificiencia' del Poder, cuando, en realidad, es completamente ajena al carácter del Poder. La libertad es muy antigua, aunque sólo la tuviesen reconocida como derecho algunos hombres, como una especie de privilegio. De ahí su origen aristocrático, pues el hecho de ser políticamente libre no sólo implicaba responsabilidades, sino un especial interés en defenderla para conservarla. Modernamente se ha extendido a todos, pero no todos la consideran un privilegio, están dispuestos a aceptar las responsabilidades que implica y tienen interés en defenderla. Jouvenel compara, para ilustrarlo, Inglaterra y Francia. Por circunstancias históricas, en Inglaterra la libertad llegó a ser un privilegio generalizado, siendo por tanto equívoco hablar de la democratización de Inglaterra: al contrario, «hay que decir más bien que la plebe ha sido llamada a tener los privilegios de la aristocracia. La intangibilidad del ciudadano británico es la del señor medieval». En cambio, en Francia —y esto vale para Europa en general—, como la clase media se alió con la monarquía precisamente frente a los privilegios, «las victorias de la legislación estatal contra la costumbre han sido victorias populares», de modo que, tras la Revolución, la maquinaria estatal cayó en manos del pueblo considerado como masa, no como individuos libres. Así pues, en el primer caso, la democracia consistirá en «la extensión a todos de una libertad individual provista de garantías seculares». Los ingleses, comenta Jouvenel siguiendo a Stuart Mill, aunque es dudoso que sea exactamente así hoy en día, pero refleja muy bien la tendencia histórica, tienen escaso interés en ejercer el gobierno, pero muestran una gran pasión en resistir a la autoridad si creen que sobrepasa los límites prescritos. En el caso de Francia, la democracia consistirá en cambio en la atribución «a todos de una Soberanía armada de una omnipotencia secular que no reconoce en los individuos más que a súbditos», al fundirse, como decía ya Montesquieu que solía ocurrir en la democracia, el poder del pueblo con la libertad del pueblo. En suma, Jouvenel, que no está muy lejos de las comparaciones de Tocqueville sobre las diferentes perspectivas de la democracia en Estados Unidos y en Francia, cree que la democracia, a la vez que extiende los derechos del Poder, debilita las garantías individuales. Empieza a ser general en Europa la queja de falta de libertad política.[44]
20. Políticamente incorrecto, expresión que entonces no tenía el sentido actual, avant la lettre Jouvenel dice crudamente: «ya no hay libertad, mas la libertad pertenece a los hombres libres. ¿Y quién se preocupa de formar hombres libres?» Y también: «el pretendido 'Poder del Pueblo' no es en la práctica más que un 'Poder sobre el Pueblo' ». De hecho, del equívoco democrático de la soberanía del Pueblo y del 'Poder del Pueblo' se desprende que frente al Interés General no es legítimo ningún interés. Esto es, que «los intereses particulares deben ser sacrificados al Interés General». Axioma sin contestación posible que, invocado sin cesar, convierte la democracia en una «batalla por el Poder», cuya conquista permite a los triunfadores hacer coincidir sus intereses con los generales, constituyendo el meollo de la democracia totalitaria, en la que la degradación del régimen, insiste Jouvenel, está ligada a la degradación de la ley.
Aunque al escribir El Poder aún no había hecho su aparición la ideología del consenso entre los partidos instalados en el Poder, advirtió Jouvenel que la pluralidad de los partidos —lo que más tarde se llamará sin rubor el Estado de Partidos— no constituye ninguna garantía, dado que la democracia contemporánea se mueve entre las nociones de libertad y legalidad por un lado y, por otro, la de soberanía absoluta del pueblo, extremos que son contradictorios. Creyéndose asistir a avances sucesivos de la democracia —el burdo mito posterior de la `democracia avanzada'—, medidos por las victorias de la soberanía popular —lo que también se llamará más tarde 'profundización de la democracia'—, se va a parar a un régimen en el que han desaparecido la libertad y la legalidad. «Este es el proceso que hemos tratado de aclarar.»
DALMACIO NEGRO
Catedrático de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas
Universidad Complutense de Madrid
Madrid, octubre de 1998
Notas al pie de página
[1] Robert Laffont, París 1979.
[2] Alianza, Madrid 1983. VI, p. 146.
[3] Un voyageur..., p. 31.
[4] «Al firmarse la paz, cuenta B. de Jouvenel, tomó el avión para Bratislava —que entonces se llamaba todavía Presburg— y el avión se estrelló. Recuerdo con emoción que soy sin duda la última persona que le abrazó, pues vino a mi habitación por la noche, la víspera de tomar el avión, a decirme adiós.» Un voyageur..., p. 34.
[5] Título del famoso libro de Halévy L' Ère des tyrannies, Gallimard, París 1936.
[6] Un voyageur..., pp. 41-42.
[7] Un voyageur..., pp. 44-45.
[8] Un voyageur..., p. 449. Es habitual achacar a los alemanes la responsabilidad exclusiva de ambas guerras, habiéndose creado un clisé sobre su innata peligrosidad, fruto de la propaganda. Véase al respecto, entre otros muchos, el excelente libro del militar inglés R. Grenfell, Bedingungsloser Hass? Die deutsche Kriegsschuld und Europas Zukunft, Fritz Schlichtenmayer, Tubinga 1954, trad. del original inglés Unconditional Hatred, en el que describe el autor, cuyo punto de vista es estrictamente político —«los conceptos de castigo, recompensa, venganza, no pertenecen a la política»—, cómo se difundió y generalizó el odio a los alemanes falsificando sin rubor la verdad histórica y el papel destacado que tuvo Churchill por parte inglesa. Jouvenel, que se comportó como un patriota, nunca cayó en esa demagogia.
[9] La guerra civil europea. Nacionalsocialismo y bolchevismo, Fondo de Cultura Económica, México 1994. 10 Incluido en Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona 1995.
[10] Incluido en Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona 1995.
[11] Un voyageur..., p. 97.
[12] IV, III, II, p. 465.
[13] Rialp, Madrid 1966, 3, p. 43.
[14] Un voyageur..., p. 90.
[15] Un voyageur..., p. 90.
[16] Un voyageur..., p. 139.
[17] Un voyageur..., pp. 126-127.
[18] Véase J.A. Schumpeter, «El Estado Fiscal», Hacienda Pública Española, N.°2 (1970).
[19] Un voyageur..., pp. 138-139.
[20] Un voyageur..., pp. 198-199.
[21] Comenta R. Aron: «Lo pasamos mal en Francia durante esos años de decadencia. Una obsesión anidaba en mí: ¿cómo salvar a Francia? sólo en un clima de ocaso nacional y de exasperación partidista se hace comprensible la adhesión de un Bertrand de Jouvenel o de un Drieu de la Rochelle al movimiento de Jacques Doriot... que de todos los grupos, ligas y pequeñas agrupaciones de la época, fue el único que aparecía como un eventual partido de corte fascista.» Op. cit., p. 147.
[22] Los sudetes, nombre que recibieron ahora los alemanes que habitaban de antiguo en Bohemia, principalmente en torno a las montañas, fieles a Austria, nunca habían querido nada con Prusia ni con Alemania. La incorporación de Austria al III Reich daba un título a Hitler para intervenir y la intransigencia checoslovaca facilitó las cosas. Muy perseguidos luego por rusos y checos, la inmensa mayoría de los sudetes emigraron a Alemania y otros lugares. Tras la perestroika, como es sabido, la antigua Bohemia, con el nombre de Chekia, se ha separado de Eslovaquia.
[23] Un voyageur..., pp. 337-338.
[24] Recogió los trabajos periodísticos en el volumen titulado La Dernière Année, Constant Bourquin, Ginebra 1947.
[25] Un voyageur..., p. 357.
[26] Liberty Press, Indianápolis 1989, II, p. 72.
[27] Trad. española de L. Benavides, La soberanía, Rialp, Madrid 1957.
[28] Trad. española de J.M. De la Vega, La teoría pura de la política, Revista de Occidente, Madrid 1965.
[29] Trad. española de L. Benavides, El arte de prever el futuro político, cit.
[30] I, p. 10, Futuribles, París.
[31] Trad. española de G. Novás Peleteiro, Los orígenes del Estado Moderno. Historia de las ideas políticas en el siglo XIX, Magisterio Español, Madrid 1977.
[32] Trad. española de J.M. Díaz, La civilización de la potencia, Magisterio Español, Madrid 1979.
[33] Véase la famosa interpretación de C. Schmitt, El Leviathan en la teoría del Estado de Thomas Hobbes, Struhart & Cía, Buenos Aires 1990.
[34] Alianza Editorial, Madrid 1976.
[35] La soberanía, I, II, p. 82.
[36] «Qu'est-ce que la démocratie?» (1958), en Du principat et autres réflexions politiques, Hachette, París 1972, p. 27.
[37] I, I, p. 56.
[38] La soberanía, IV, II, p. 421.
[39] II, I, p. 70.
[40] V, III, p. 211.
[41] Reflexiones sobre la historia universal, Fondo de Cultura, México 1961, III, 1, p. 141.
[42] Sobre esto puede verse el libro de F. Meinecke La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1956.
[43] Véase, sobre el concepto de legislación, el importante libro de B. Leoni La libertad y la ley, Unión Editorial, 2. a ed., Madrid 1995.
[44] Por ejemplo, recientemente, el libro de A. Grunenberg, discípula de H. Arendt, Der Schiaf der Freiheit. Politik und Gemeinsinn im 21. Jahrhundert, Rowohlt, Frankfurt 1997, centrado en la situación de Alemania.