Verde, rojo, azul y blanco: Ecología en tiempos de guerra

por Patrick J. Michaels

Patrick Michaels es Académico Titular de Estudios Ambientales para Cato Institute.

Hay una guerra en curso, y no se puede llevar a cabo exitosamente sin una combinación delicada de liderazgo estadounidense y cooperación internacional. Si algo pone en peligro un elemento, pone todo en peligro; desgraciadamente, dos problemas ecológicos que se aproximan amenazan ambos aspectos.

Por Patrick J. Michaels

Hay una guerra en curso, y no se puede llevar a cabo exitosamente sin una combinación delicada de liderazgo estadounidense y cooperación internacional. Si algo pone en peligro un elemento, pone todo en peligro; desgraciadamente, dos problemas ecológicos que se aproximan amenazan ambos aspectos.

Aunque parezca que fue hace una eternidad, hace poco más de dos meses los líderes europeos no dejaban de hablar mal del Presidente Estadounidense, George W. Bush, tras su sabia decisión de decir "no" al Protocolo de Kyoto sobre calentamiento global emitido por la Organización de Naciones Unidas (ONU). Eso fue durante la última "Conferencia de las Partes" (CDP) del tratado, en Bonn, Alemania. Bush sabe que el asunto cuesta una fortuna y que incluso si el cambio climático es un verdadero problema, el Protocolo no tiene efectos visibles en algo más que nuestra economía. Ojalá los eventos del mes pasado provean un poco de la perspectiva necesaria sobre la verdadera magnitud de este asunto.

En medio de su obsesión por satisfacer a los verdes radicales (quienes acaban de ser derrotados en una elección de Hamburgo), los euros modificaron Kyoto en Bonn. El propósito era lograr que los japoneses siguiesen la corriente, lo que cumpliría un requisito necesario para legalizarlo. Al hacer esto, hicieron del acuerdo inconsecuente climáticamente, aún más irrelevante, y dejaron fuera muchos detalles que necesitan limpiarse en la próxima CDP.

Esta CDP empieza el 29 de octubre en, nada más y nada menos, que Marrakech, Marruecos. En julio Estados Unidos aceptó asistir, a pesar de su oposición a Kyoto, y tratar de promover un nuevo plan.

Abortemos esta reunión ahora, antes de que dañe nuestra alianza de guerra. Lo único que se logrará será reabrir heridas; y ni pensar en los riesgos de reunir a un par de miles de personas del odiado Occidente en una nación islámica, por muy amigables y moderados que sean los líderes actuales.

La consecuencia de construir alianzas es que hemos estado ofreciendo algunos términos bastante generosos, como la condonación de deudas, y la supresión de sanciones económicas. Sólo nos queda esperar que nuestros aliados europeos no hayan hecho demandas sobre Kyoto, y no ir a Marrakech, sería una muy señal de que no lo hicieron.

La segunda amenaza verde a los esfuerzos de guerra está en el frente doméstico. Burócratas de carrera en la Agencia de Protección Ambiental no parecen captarlo: Este no es un buen momento para inmovilizar a la nación con nuevas reglas que pongan en peligro nuestras fuentes de energía.

En este momento están ocupados trabajando en nuevas regulaciones para restringir tres emisiones: Dióxido de Sulfuro, Ñ"xidos de Nitrógeno y Mercurio aéreo. Los primeros dos están de por sí bastante regulados, y nadie ha documentado una sola muerte por el último. Pero sabemos que el mercurio es tóxico y a pesar de la falta de morbilidad o mortalidad, sigue la lógica, debemos regularlo.

El problema es que mientras el sulfuro y los óxidos nítricos ya están bastante eliminados de la combustión de carbón, la única manera aparente de mantener al mercurio fuera del aire es dejando de quemarlo. El carbón produce más del 50 por ciento de nuestra electricidad; tenemos tanto en nuestro suelo que, a pesar de los intentos de la administración de Clinton por impedir su explotación en Utah, todavía nos llaman la Arabia Saudita del carbón.

En una guerra, la prudencia hace planes para las peores contingencias. Una de esas es que las cosas pueden salir, y salen, mal y que podemos terminar con un embargo -en realidad o de facto- sobre el petróleo del Medio Oriente. Un transportador puede ser un blanco perfecto para, digamos, un avión comercial convertido en misil. ¿No lo cree?

En 1973, el petróleo fue embargado, los precios del combustible se fueron al cielo y poco después la economía cayó en una fuerte y aguda recesión. Recuerden que el impacto fue tan grande que uno de los primeros actos del Presidente Jimmy Carter fue declarar que la seguridad energética era el "equivalente moral de una guerra". Ahora, considere el llevar a cabo una guerra real en este ambiente.

En el peor de los casos, si los suministros se restringen, los Estados Unidos puede comprar petróleo -potencialmente más caro- de vendedores no árabes; pero ¿cómo transportarlo? es la pregunta, cuando el transportador haya explotado. En ese mundo podemos formular combustibles alternativos usando el inagotable carbón. A nadie le gusta la idea, es sucio, pero también lo es la guerra, en donde pueden pasar muchas cosas que a nadie le gustan. No pongamos esta industria en peligro antes de que tal esfuerzo sea necesario.

Sí, sólo hay un chance pequeño de esto, pero es más grande que la probabilidad de los eventos del 11 de septiembre.

El punto es simple: es hora de retroceder en cosas como Kyoto y en regulaciones que tienen el potencial de amarrarnos de alguna manera las manos. Esfuerzos mediocres de guerra son para perdedores.

Finalmente, por aquellos que se preocupan por la degradación, no se preocupen, pues las guerras grandes, por muy nobles, dejan siempre como legado gobiernos y alianzas grandes que estarán dispuestos a imponer todo tipo de nuevas regulaciones una vez el humo se haya aclarado. El residuo de la última es la ONU, que nos dio el acuerdo de Kyoto.

Traducido por Constantino Díaz-Durán para Cato Institute.